Rayas y temblores - Andrea Liba - E-Book

Rayas y temblores E-Book

Andrea Liba

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«Rayas y temblores es una obra honesta. Escrita sin pretensiones. Su corazón y su rabia no omiten. Está escrita por quien sabe poner el punto y final donde otras decidieron empezar a contarse». Del prólogo de Mar Gallego. Esta es la historia de Julia, una mujer mediterránea que se dio cuenta de algunas cosas muy temprano. La sucesión de cuadros breves y muy plásticos, con un enorme componente autobiográfico, muestra sin ambages la historia de una mujer que sufre y que aprende, ante la que se desvelan múltiples formas de violencia y de amor. Es el testimonio de una millennial que descubre que todo era mentira, que la vida resulta un camino empedrado de momentos insoportables y que el sistema en el que vive es una máquina generadora de frustración e infidelidad. Es el relato de una parálisis y de un movimiento; el aprendizaje esencial de que la vida, en lo cotidiano, se cuida y se pelea colectivamente, desde la ternura, el apoyo mutuo y la rabia organizada.

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Primera edición digital: enero 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Andrea Liba Maquetación: Eva M. Soria Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Andrea Liba © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-86-6

Andrea Liba

Rayas y temblores

A La Tati y Sabina, mis embrujadas, mi mundo entero visto desde muy lejos. Por cuidar siempre los temblores, sin rayas, y sostener la vida en mitad de la guerra. El poder de tres nos protegerá y nos hará libres.

Índice

 

Cubierta

Créditos

Portada

Dedicatoria

Prólogo

Galletas salivadas

Conversaciones de mayores

Al borde de la muerte

Ahí abajo entre las piernas

Carta a un desconocido

Un esguince y un beso en la frente

Barrabaja 69

Marimacho

El temblor

Aprieta hasta que no puedas más

Una puerta de seguridad

La purpurina de Coral

Angustias de seis patas

Una cenefa de flores cortadas

Un beso de cristal

Monarkia o

republika

Como una ola

Leche para las heridas

Aprende a hablar, murciana

Volver de Marte

Riot y propaganda machista

En mi hambre mando yo

Esto no acaba nunca

No dejéis que os hagan polvo

Cincuenta y tres horas

Volverá el temblor

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Mar Gallego

Me raya leer críticas o reseñas donde se afirma que un relato es universal. Soy plenamente consciente de lo que alguien desea transmitir cuando lo dice, pero siempre me ha parecido que la necesidad de universalizarlo todo es un fracaso de la empatía humana; una inercia que responde a miradas estructurales pobres, a miserias que no provienen de la escasez de linaje y dinero, a esa pobreza de espíritu que practican quienes entienden la literatura como parte de su clasismo. Quienes solo se asomarían al relato de una chica murciana de barrio a la que nunca mirarían por la calle únicamente porque el universal le desvelará algo de su propio ego.

Lo que me parece pobre es el desinterés por aquello que no nos hace iguales. Por aquello que no necesariamente devolverá un reflejo narcisista, sino, quizás, cierta perturbación a quienes no distinguen: quienes muestran in-diferencia.

Hay quien nace con el relato, junto al pan, a su favor. Bajo el brazo.

Precisamente por el desafío al que se enfrentan, amo las narrativas de las periferias urbanas o territoriales. Son las memorias que se okupan de algo que durante demasiados años nos pasó desapercibido: la coautoría que nuestros cuerpos comparten con los contextos propios. El reconocimiento de su agenciamiento, su viveza y su marca en cada historia. La ansiedad de la diferencia (de barrio, de campo, de clase…) oliéndonos el cogote. La hipervigilancia de quien sabe que esas diferencias van a acompañarla de por vida, aunque se nieguen.

No parece que Julia, la protagonista de este libro, vaya a sentirse reconfortada, a gusto y calentita, bajo la manta del relato universal. Su desazón y su herida nacen de su propia particularidad; una identidad concreta en la que los detalles hilan, hacen, construyen un corpus y una forma de pisar el suelo. Desde las cucarachas en un cuarto de baño hasta las rayas y los temblores de esta obra son columna vertebral de todo un mundo. Genealogía sentimental de quien lo porta. Una mirada concreta sobre una realidad que no encuentra casa ni en el relato. Julia parece haber sido desahuciada hasta de ahí.

Leer a Andrea Liba y acercarme al hogar tembloroso de su protagonista me ha hecho sentir el vómito del primer desamor que casi nadie cuenta, las decepciones encadenadas como hecho identitario, el otro universal: el de la que se siente una y sola. El miedo de las parálisis de sueño en las infancias y el pavor que, ya adulto, se experimenta cuando el sistema es la violencia, y el suelo bajo tus pies, como en la obra, tiembla. Que la voz que narra sea la niña y la joven que siempre fue leída como no-lugar; como ilegítima a la hora de contar el entorno y la existencia hace que este viaje, para muchas, implique mirar hacia allá.

Una puerta de seguridad, nos dice Liba, no vale para nada. En su propia inseguridad, Julia, sin embargo, parece construirse sin saberlo desde cimientos sólidos. Alejada de la narrativa del éxito ajeno, el relato de una bollera murciana precaria pone acento y estructura a la casa que se construye solo cuando lo escrito decide no parecerse a nada. No ser igual a nadie. Permanecer sin la tentación consumista de superarse estilísticamente bajo patrones repetidos.

Rayas y temblores es una obra honesta. Escrita sin pretensiones. Su corazón y su rabia no omiten. Está escrita por quien sabe poner el punto y final donde otras decidieron empezar a contarse.

 

 

Joder, me cago en la hostia. Ha sido abrir los ojos al despertar y empezar a cagarme en los muertos de mi casero. Por primera vez en tres semanas, ojo. Durante este periodo apretao de tiempo, solo había conseguido reírme según lo desquiciada que estoy y bloquear cada emoción, que para eso vengo entrenando con tenacidad desde que tengo memoria, para no hacerme cargo. Hace exactamente veintidós días intentaban desahuciar a Carmen, a tres portales de mi mirilla. Hace exactamente veintidós días, al volver del arropo organizado por el sindicato de vivienda del barrio, junto a decenas de compañeras y vecinas, para que los zipaios no la echaran a patadas con sus hijas, me enteré yo de que también tendría que irme de las cuatro paredes que me hacían de hogar.

Encuentro cierta deshumanización en notificar a través de un burofax la rescisión de un contrato de arrendamiento. Qué palabras tan poco apegadas a la vida. Qué códigos tan alejados de lo que en realidad significa tener un acuerdo habitacional. Casi como si ninguna piel hubiera rozado el gotelé de aquel lugar. Casi como si ninguna voz se hubiera proyectado entre aquellos ladrillos. Una vivienda es un lugar específicamente construido para ser habitado. Según la RAE, por personas. Yo prefiero otros imaginarios, aunque a mi casero le estorben el resto de las especies siempre que estén fuera de su plato. Habitar. Habitar es darles a las paredes aroma a puchero. Habitar es pisar con los pies húmedos el suelo del cuarto de baño al salir de la ducha. Es escribir y leer un mensaje en el vaho del espejo. Habitar una casa es ceder la cerradura de tanto meter la llave y dejar entre los huecos de cada mueble un trozo de tu ecosistema corporal. Habitar es limpiar con mimo cada estancia para hacerla agradable y vivible, es conocer a las vecinas y hacer comunidad con ellas. Habitar una casa es reír, llorar, gemir, dormir, amar con ella y en ella. La casa de una es el lugar donde va a morir, a caer rendida, a desnudarse, a reponerse, a encontrar abrigo. Y habitarla es llenarla de ti, de todas tus yos y de todas tus compañeras. En las quince páginas firmadas que regulan el acceso a una casa hay historias de vida; hay relaciones, ilusiones, necesidades. Y romper esas quince hojas es estrangular cuerpos que existen y coexisten de verdad. Es cargarte una historia.

Algo sabía yo ya de lo que era mercantilizar el derecho a una vivienda digna. Algo aprendí cuando unos señores poco amables nos invitaron a salir hace años de nuestra casa familiar, a mi madre, a mis hermanas y a mí, en nombre de otros tantos folios reguladores de nuestra vida. Hace unos años, los directores de un banco decidieron que ni yo ni mis hermanas íbamos a tomarnos más el Cola-Cao en el hule que cubría la mesa de aquella cocina. Y hace veintidós días, un especulador inmobiliario puso fecha límite también a mi té mañanero en el piso amaderado en el que todavía duermo hoy. En dos meses y pocos días tenemos que estar fuera mi compañera de piso y yo. A la puta calle porque la limitación del Gobierno a la subida del precio de la renta mensual no permite al propietario de la casa embolsarse una cantidad superior. Casi el ochenta por ciento del salario mínimo interprofesional, sin currar un minuto, le parece poco.

Desde que lo supe hasta hoy, me he dedicado a ir al trabajo y a estar tumbada en la cama o el sofá, en la misma posición y con el mismo pijama. He mantenido en segundo plano ese ruidito craneal que formaba continuamente las frases «te tienes que ir», «hay que organizar la alternativa», «tienes que mudarte», «¿a dónde coño vas a ir?», «¿cuándo vas a hacerte cargo?», «otra vez». Y hoy se ve que mi cuerpo ha dicho: «Mira, guapa, o nos ponemos con esto o me desconecto». Y me he despertado y, por primera vez en días, he podido observar la casa un poquito desde fuera y he visto el nido de mierda en el que he convertido el que debía ser nuestro espacio de serenidad, seguridad y comodidad. Pobre compañera de piso la mía, no sé cómo no me ha mandado a tomar por saco todavía. Me he cagado en todo y he empezado a subir persianas, abrir ventanas, cambiar sábanas, poner lavadoras y limpiar a fondo toda la casa hasta que por fin he sentido que podía respirar. Es curioso cómo una buena sesión de limpieza puede hacer que, al menos durante unos minutos, sientas que tu barco no está tan hundido como te parecía cuando estabas apoltronada en el sofá. Una buena ducha también ayuda. Y ha ayudado hoy. Está ahora todo tan lindo, qué agradable. He bajado al bazar a por unas velas aromáticas y todo. Al salir de la ducha me he sentido diferente, satisfecha. He respirado hondo varias veces y hasta creo que he sonreído. Ha durado poco, pero algo es algo. El escritorio de la habitación que tenía habilitada para trabajar cuando todavía buscaba como fuera un hueco para escribir estaba como listo para volver a estrenar. He abierto el ordenador y he cerrado el último capítulo de Friends, que estaba viendo por enésima vez. He mirado el escritorio de la pantalla durante largos segundos. Me he quedado embobada mirando el reflejo de los árboles sobre el lago cristalino del fondo de pantalla casi como si estuviera presente en aquella orilla y he sentido el frío del invierno tardío. He cerrado el portátil como un juez anuncia con un par de golpes que ya ha decidido la sentencia y he cogido un cuaderno y un bolígrafo. «QUÉ HACER CON MI VIDA», he escrito y subrayado con la caligrafía más clara y limpia que me ha salido. No se me ocurría nada. Decenas de veces había hecho ese mismo ejercicio de poner en orden las ideas para emprender algún proyecto con sentido y de nada había servido, tanto si escribía una larga lista como si dejaba la hoja en blanco. Me he hecho dos largos por el pasillo de la casa y he aterrizado en la entrada sin saber a dónde ir. Y allí, a medio camino entre la hiperconciencia y la disociación, he visto el sobre abandonado del burofax. Media carcajada con la boca y el resto de la cara serios me ha brotado de entre los dientes. Qué hostias. Qué mierda. Lo he llevado corriendo a la habitación y he vuelto a abrir el ordenador para encontrar en el buscador de internet alguna respuesta.

Y me he quedado paralizada. He dejado de ver la pantalla, la bandeja de entrada, la pared de la habitación. Enmudecida por dentro, he permanecido quieta, inmóvil en mitad de un mar de nostalgia. Como cuando frenas de repente para evitar un accidente, como cuando un guantazo te tira al suelo, como la primera vez que sufrí parálisis del sueño. «Cómo coño he llegado a este punto?», me he preguntado, creo, en voz alta cuando he logrado recuperar el aliento. ¿Por qué me siento paralizada, estática, inerte, perdida? ¿Por qué, joder? ¿Por qué así? ¿Por qué todo el rato? ¿Y desde cuándo? ¿Cuándo empecé a saberme tan desnuda, tan incapaz, tan a la intemperie? ¿Por qué lo siento todo tan desordenado en esta puta habitación ahora impoluta? ¿Qué ha originado todo este caos, todo este dolor? He apoyado la barbilla sobre la palma de mis manos encima del escritorio y los recuerdos han comenzado a brotar como un vómito inesperado después de un atracón.

Galletas salivadas

 

La lengua de Malena sabía a galletas Dinosaurus. Pasábamos las tardes comiendo aquella mezcla de cereal, almidón y azúcar tan divertida. Decían que eran saludables. La publicidad dice muchas cosas. Estaba mojada, como todas las lenguas, pero no le sobraba saliva. No me esperaba que ella fuera a hacerme eso. Con cinco o seis años hay muchas cosas que no esperas, que no sabes, que no puedes ni imaginar. Malena terminó el último trozo de galleta que le quedaba, bebió un poco de agua y se tumbó encima de mí. Estábamos en mi habitación, sobre mi cama, como cada tarde. Estuvimos jugando un rato con un bebé de juguete muy antiguo que tenía de cuando a mi hermana le compraron uno nuevo, y merendando. No recuerdo si teníamos deberes ese día. A decir verdad, no recuerdo haber hecho deberes nunca en aquella época. Me dijo que me acostara boca arriba y ella se subió encima dejando caer todo su cuerpo sobre el mío. Muchas veces nos habíamos abrazado, pero aquella vez no fue igual. Me dijo que me iba a enseñar una cosa que hacen los mayores. Y me besó en la boca. «Mi hermana me ha contado que algunos se meten la lengua», recordó Male. «¿La lengua? ¿Por dónde?», pregunté sorprendida. «Mira, así». Volvió a besarme en la boca abriendo y cerrando los labios torpemente pero muy suave. No conocía entonces la palabra ternura, pero la piel de los brazos y de la nuca se me erizó cuando chocó su lengua con la mía y noté ahí abajo entre las piernas un cosquilleo. Era como cuando en el coche de mi madre ella ponía los intermitentes y una lucecita se encendía y se apagaba y un sonido hacía tic tac tic tac tic tac. Male me apretó contra ella. Aquel beso estaba durando más de lo que duraban los besos que yo conocía y yo tenía los ojos muy cerrados y el ceño fruncido. Estaba inmóvil, boca arriba, y apretando la yema de mis dedos contra la palma de mis manos, y, mientras, mi amiga del alma se dejaba caer cada vez más sobre mí. No entendía nada, pero me gustaba mucho. Era agradable, era raro, era desconcertante. Separó su cara de la mía y nos reímos. «¿Y qué más hacen los mayores?», pregunté en voz alta. «No sé, le preguntaré a mi hermana», respondió.

Malena era mi mejor amiga del mundo desde que Ana se fue a vivir a Cáceres con su familia en tercero de Preescolar. Male y yo vivíamos en el mismo edificio a pocos metros del colegio. Ella en el primero A y yo en el segundo C. Íbamos juntas de la mano a clase, allí nos separábamos porque íbamos a cursos distintos y al volver a casa nos juntábamos de nuevo. Comíamos en su casa o en la mía, echábamos la siesta cuando hacía muchísimo calor, jugábamos a mil juegos diferentes en mi habitación, entrábamos de puntillas a la habitación de mi hermana para jugar a la Play Station 1 cuando ella no estaba, íbamos a la tienda de Pepa a por chuches con la moneda del agujero en medio que nos daban, jugábamos a la pillá en el parque de abajo y veíamos juntas las cintas de Magic English. Después de ese día de galletas salivadas vinieron algunos otros más. Lo hacíamos dentro de un armario mientras jugábamos al escondite con otras amigas, debajo de la cama cuando mi madre venía a buscarnos, detrás de la puerta del aseo cada vez que nos acompañábamos a mear o a sonarnos los mocos con el papel higiénico. La hermana de Male nunca le dijo qué más cosas hacían los mayores, pero algo tendría que ver con lo que se nos movía por ahí abajo entre las piernas a las dos mientras juntábamos las lenguas.

Conversaciones de mayores

 

—Tengo mucho calor, mamá —le dije por cuarta vez aquella noche a mi madre, tumbada junto a ella en su cama.

—Sí que hace calor, hija, sí. ¿Quieres que te eche un poquico de colonia por la espalda y te sople? —me respondió servicial como siempre, resolutiva como acostumbraba a ser.

—¡Sí! —contesté enseguida con entusiasmo. Era uno de los momentos más placenteros del día, ese preciso instante en el que mi madre mojaba mi espalda desnuda y soplaba con fuerza para que notara algo de alivio, para rebajar varios grados mi temperatura corporal. Los veranos en la costa murciana pueden llegar a ser desesperantes. Los ventiladores del techo de las habitaciones no servían para nada en las noches más calurosas y se hacía imposible dormir.

Mi padre entró por la puerta de la habitación en el mejor momento, en el peor.

—Julica, vete ya a la habitación con la abuela a dormir, que es tarde y tu mami y yo tenemos que hablar cosas de mayores —me indicó. Y lo que decía mi padre iba casi a misa.

—Jolín… —Me fui decepcionada.

Siempre me echaban de todos los lugares en los que me gustaba estar. «Cosas de mayores» era una expresión muy usada por aquellos hombres y mujeres que aparentemente albergaban en sus importantísimas conversaciones y actividades secretas el monopolio de la sabiduría. Malena también había usado esas palabras una vez, para contarme una de las muchas cosas que, al parecer, no se pueden hacer antes de tener carné de conducir o una hipoteca. Una y otra vez esos mayores me recordaban que yo era pequeña y que eso me restaba derechos y les sumaba a ellos algunos privilegios. Yo no entendía nada, claro. Yo solo encogía los hombros y obedecía cuando todas las oportunidades de irreverencia quedaban agotadas. Me fui a la cama de noventa que habían habilitado al lado de la cama de matrimonio de mi abuela para que yo no durmiera sola cuando mi hermana no estaba presente para compartir habitación. Me encantaba dormir con mi abuela. Al final, deshecha ya mi cama, siempre terminaba acurrucándome en la suya. En el lado que algún día fue el suyo, al lado del que algún día fue el de mi abuelo.

—¿Siempre haces eso por las noches, abuela? —le pregunté.

—¿Que si hago qué, rezar el rosario? —respondió preguntando, y yo asentí—. Claro, todas las noches y todas las mañanas. Y también leo el Evangelio. ¿Quieres que lo leamos juntas hoy? —me respondió. Y yo me encogí de hombros y asentí de nuevo, dispuesta siempre y curiosa por saber qué era aquello tan mágico que mi abuela creía hacer.

Después de leer el Evangelio y un poquito de la Biblia —abriéndola siempre aleatoriamente— y de escuchar varias veces el padrenuestro y el avemaría en los susurros de mi abuela mientras observaba cómo sus dedos rugosos agarraban y hacían bailar a la bolita del rosario que tocaba, siempre me daba las buenas noches y me auguraba un buen despertar futuro a cuenta de si a dios le parecía bien o no: «Hasta mañana si dios quiere».

—Abuela —interrumpí su primera fase de sueño esa noche.

—Dime, cariño.

—¿Y si dios no quiere? —pregunté.

—¡Qué cosas dices, Julica! Anda, duérmete.

—Buenas noches, abuela.

—Buenas noches.

No podía dormir. Qué calor, qué calor, qué calor. Ni abriendo la ventana, ni poniendo el ventilador, ni mojándome y soplándome, ni con el abanico. Imposible. Me desvelé y volví a la habitación de mis padres. No sabía para qué, pero siempre que algo no funcionaba, una iba donde su madre. La abuela roncaba un poco, se ve que estaba teniendo un mal sueño. Fui descalza hasta la puerta de madera y giré despacio el pomo para no hacer mucho ruido y despertar a la abuela. Sentí que había luz dentro. «Bien, está despierta», pensé. Abrí un poco la puerta y allí estaba, la imagen más extraña y desconcertante que yo hubiera visto nunca. Solo un trozo de las piernas de mi madre boca arriba se veía desde el quicio de la puerta, y casi toda la mitad de atrás del cuerpo de mi padre sobre ella. Solo una vez le había visto el culo a mi padre, un día que acabó duchándose conmigo porque lo mojé entero cuando intentaba bañarme. Lo tenía grande y peludo, no como mi madre, que lo tenía suave y respingón. Mi padre se movía encima de mi madre de forma extraña. No parecía ser nada malo, mi madre no gritaba ni hacía amago de irse. No, al menos, durante los tres o cuatro segundos que yo estuve presente. Aunque es verdad que solo veía sus piernas desde las plantas de los pies hasta las rodillas. Desde luego, no sabía si aquello eran cosas de mayores, pero hablar no estaban hablando. Mis ojos se expandieron a lo largo y ancho de mi cara. Yo lo sentí como si la cara se me pudiera deformar de repente como un Mr. Potato y las cuencas de mis ojos hubieran colonizado toda la redondez de mi cabeza. Salí igual de sigilosa que había entrado y me quedé unos minutos en el alféizar de la puerta. «¿Qué hacen? ¿Qué es eso?», me pregunté pa mis adentros, y regresé a la cama tapándome la boca para evitar que se oyera el ruido de mi risa. Aquello tenía pinta de ser secreto, no era algo que se hiciera en público ni a plena luz del día, y me hizo gracia.

Al borde de la muerte

 

Mi hermana María y yo ganamos ampliamente en argumentación cuando expusimos los motivos por los cuales nos parecía una pésima idea mudarnos a tomar por saco al campo para cuando naciera Serena. Anda, que vaya nombre le pusieron. Hicimos votaciones y, como siempre, prevaleció la opinión de papi y mami. Ellos querían una casa más grande y ponerle a la cría un nombre chulo, diferente a los que se oían por el barrio. Para nosotras, ambas cosas serían una desgracia. Éramos muy pequeñas, yo más que María, pero enseguida supimos que esa mudanza no iba a ser, precisamente, la experiencia más maravillosa de nuestras vidas. Aquel chalet precioso estaba en un lugar horrible, árido, desértico. A José Luis y María madre no les parecía suficiente con vivir en una región áspera como un lametazo del sol, querían rozar con sus manos el mismito núcleo hirviendo de la Tierra. Nuestros motivos, los de María hija y yo, eran aplastantes: «Jolín, aquí están nuestras amigas, qué mierda». No sirvió de nada. En diciembre de ese mismo año, dos meses después de nacer Serena, metimos las últimas cosas en el maletero del coche y nos encaminamos al pueblo.

Los techos eran altos; las paredes vestían un gotelé que no parecía de clase obrera; las puertas eran macizas, irrompibles. Los picaportes de las puertas eran de hierro dorado, los enchufes estaban relucientes y los muebles brillaban y pesaban un cojón. Teníamos sótano, patio, porche, jardín. «Yo quiero mi habitación en una buhardilla», gritaba mi hermana. «Una no, dos buhardillas te voy a hacer —respondía mi padre—, tú qué te crees, ¿que soy el Banco de España?». La cocina era gigante en comparación con la del piso y todo era bonito y nuevo. ¡Estábamos estrenando cosas! Por primera vez. Parecía un sueño. No sabría decir si de los buenos o de los que, por inverosímiles, acaban jodiéndote la existencia. Todavía no lo sabíamos, pero estábamos cogiendo billetes en business a la quiebra. Nada que no les ocurriera a otros tantos millones de personas allá por 2005. Una fantasía de casa, vaya. Pero se tardaba más de quince minutos en llegar a nuestro barrio, donde íbamos al cole y al instituto, donde quedábamos con nuestras amigas, jugábamos a la pillá y comprábamos chuches. Donde yo hacía taekwondo y mi hermana gimnasia rítmica. Eso, si tenías coche. No estábamos muy contentas. Además, viviendo en una casa sola, aislada, no habría nunca una Malena en el piso de abajo. A no ser que la escondiera en el sótano.

Esa primera noche fue rara. Todavía no teníamos la tele nueva y nos trajimos la del piso. Tampoco habían llegado los sofás que mi madre había encargado y nos acurrucamos los cinco en el que nos prestó el tío Alberto mientras tanto. El salón era tan grande que no se veía del todo bien la serie. Antonio, el de Cuéntame, le decía a su mujer: «Me cago en la leche, Merche» y casi no lo oíamos. Enseguida fuimos a inaugurar nuestras habitaciones. María, al fondo del pasillo a la derecha, junto a los dos cuartos de baño; el papá y la mamá al fondo a la izquierda con Sere, y yo en la primera habitación del pasillo, pared con pared con la entrada de la casa, el patio y la cocina. Me daba un poco de yuyu dormir ahí; si entraba un hombre malo, sería yo la primera asesinada. No me hacía nada bien ver las series que veía mi hermana mayor. Al salir de clase estaba bien, también me gustaban mucho 7 vidas y Hospital Central, pero Policías en el corazón de la calle