(Re)calientes - Marina Aizen - E-Book

(Re)calientes E-Book

Marina Aizen

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Beschreibung

¿Qué es el cambio climático? ¿Por qué debería preocuparnos el hábitat de los osos polares mientras podamos mantener nuestras rutinas cotidianas? La temperatura promedio de la Tierra subió 1,2 °C desde 1750. Parece poquito, una pavada. Pero fue suficiente para desencadenar una serie de modificaciones irreversibles en todo el mundo, con consecuencias devastadoras: incendios indomables, que pueden devorar desde Córdoba hasta California, desde Corrientes hasta Siberia o Australia; fenómenos climáticos extremos, como el huracán que en 2020 inundó el subterráneo de Nueva York; acidificación de los océanos que arrasa con numerosas especies. Este libro nos explica el abecé del gran tema de nuestro tiempo, a contrapelo de la inercia o la ceguera que nos hacen pensar que siempre hay algo más urgente. Marina Aizen, Pilar Assefh y Laura Rocha, periodistas de larguísima trayectoria en cuestiones ambientales, nos cuentan cómo empezó esta historia en el siglo XVIII y cómo se aceleró en las últimas décadas, qué cosa son los gases de efecto invernadero y por qué ponen en riesgo la vida humana y no humana, qué científicos alertaron sobre lo que pasaba y cómo operaron –y operan– el negacionismo y las fake news, qué peso tienen las pequeñas acciones individuales (reciclar biromes, plantar árboles, compostar) y qué responsabilidad cabe a los gobiernos para encarar esta crisis existencial. También nos invitan a aprovechar la ventana de oportunidad que todavía tenemos para replantearnos todo, desde qué producimos hasta cómo lo producimos, qué consumimos y en qué cantidad, cómo nos movemos y nos alimentamos, cómo administramos la transición hacia energías renovables. Entender de verdad la crisis climática supone dejar de verla como si fuera competencia de conservacionistas o fanáticos de bichos raros. (Re)calientes es un aporte imprescindible para que nuestro mundo al rojo vivo se convierta en un eje transversal de la agenda política y económica. Y es un llamamiento a dejar de procrastinar, porque la solución no vendrá de ninguna tecnología mágica, sino de lo que podamos generar nosotros.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Introducción. Un cambio radical en apenas un suspiro

1. Una catástrofe evitable

Se hunde el Empire State

El efecto invernadero

Que viva Vietnam

A bordo del buque tanque

Un día de calor

La duda como método

El lobby organizado

2. ¿Cómo saber si un fenómeno extremo se debe al cambio climático? Sobre impactos y pérdidas (muchas veces) irreversibles

Medio grado no es lo mismo

Un éxodo en silencio

Costos imposibles de medir pero bien reales

3. El alimento se come al clima

La culpa no es del chancho

La ruta del ecocidio

Un animal forrado de cuero

Lavando culpas en un mundo sin árboles

El ecosistema del desmonte

El que come y no convida

4. Geopolítica del clima. El juego de las distancias entre los hechos y el bla, bla, bla

Cuarto propio

No es lo mismo

Anexados a Kioto

Un mercado para el carbono

El fantasma de Copenhague

Una nueva esperanza

Otra vez sopa

Glasgow, ¿y después?

5. Entre las narrativas dominantes y las fake news

“El cambio climático ha ocurrido otras veces, así que no es culpa del ser humano”

“El calentamiento no existe, el invierno pasado hizo mucho frío”

“El CO2 en la atmósfera es mínimo, su aumento no tiene trascendencia”

“La crisis climática es un problema del futuro”

¿El cero neto es el nuevo greenwashing?

¿Cambio climático, calentamiento global o crisis climática?

6. La transición se escribe en presente. Y será justa, o no será

No hay más margen

Es la economía, estúpido

Día de la Independencia

¿Cuánto cuesta?

Romper el statu quo

El medio y el fin

De abajo hacia arriba

Cortes de ruta

Conclusiones. En modo fast forward pero… ¿hacia dónde?

Marina Aizen

Pilar Assefh

Laura Rocha

(RE)CALIENTES

Por qué la crisis climática es el problema más urgente de nuestro tiempo

  

Aizen, Marina

(Re)calientes / Marina Aizen; Pilar Assefh; Laura Rocha.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.

Libro digital, EPUB.- (Otros Futuros Posibles / dirigida por Maristella Svampa)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-197-4

1. Climatología. 2. Zonas Climáticas. 3. Crisis. I. Rocha, Laura. II. Assefh, Pilar. III. Título.

CDD 551.601

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de colección y de portada: Pablo Font

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: octubre de 2022

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-197-4

Introducción

Un cambio radical en apenas un suspiro

En poco más de dos siglos, un verdadero suspiro en escala cósmica, las actividades humanas consiguieron retrasar el estado de la atmósfera al de una era geológica diferente. Forzamos, de esa forma, al conjunto de la vida terrestre, que evoluciona tan lentamente, a coexistir en un mundo físico sumido en condiciones muy cambiantes, tan distinto del que había cuando nuestros primeros ancestros lograron erguirse sobre sus pies.

Un simple invento, el motor a combustión, fue el principal catalizador de lo que llamamos “cambio climático”. A mediados del siglo XVIII, se empezó a quemar carbón y madera para alimentar calderas, mover máquinas y trasladar personas, y luego se continuó usando petróleo y gas. Cada vez más.

Tener hidrocarburos en el subsuelo les dio identidad a algunos, orgullo, trabajo, fortuna y una sensación indetenible de progreso, a pesar de las chimeneas negras y la contaminación. Pero a medida que su uso avanzó y se globalizó, la capa inferior de la atmósfera, la troposfera, comenzó a llenarse también de una molécula que se produce con la combustión de los hidrocarburos y que no se desintegra así nomás. Por el contrario, se queda abrazando la superficie del globo por siglos y siglos. Es el dióxido de carbono, CO2.

Este gas, que no tiene olor ni color, posee la cualidad de actuar como si fuera una gran red que atrapa el calor del sol e impide que se escape al espacio. En el Holoceno, la Tierra había alcanzado la proporción adecuada y justa de dióxido de carbono, de unas 280 partes por millón, lo que le dio estabilidad al clima y permitió que las civilizaciones humanas se desarrollaran. En Marte no hay CO2 y no se puede vivir. En Venus sobra, y no hay forma biológica que pueda aguantar el calor que hace. Por eso, la Tierra es una maravilla.

El CO2 no es el único gas con la habilidad de retener rayos infrarrojos. También lo hacen el metano y el óxido nitroso, así como otros compuestos de nombres difíciles de pronunciar que la industria química inventó en las últimas décadas: los gases fluorados. Algunos captan los rayos con más intensidad o por menos tiempo. Pero como el CO2 es el más abundante y el más persistente allá arriba, donde no lo podemos ver, constituye el mayor porcentaje de las plumas de esta gran frazada que nos cubre. Es, por eso, el supervillano. Todo el balance energético del sistema terrestre está alterado por su culpa. Y nosotros con él.

No había habido tanto CO2 acumulado desde hace 120.000 años, ni tanto metano en los últimos 800.000. Lo sabemos a ciencia cierta porque toda esa información quedó plasmada en el hielo de los polos, que es el gran registro histórico de las transformaciones terrestres.

La temperatura promedio de la Tierra subió 1,2 °C desde 1750. Parece poquito, una pavada. Pero fue suficiente para desencadenar una serie de modificaciones irreversibles en todo el mundo. Los cambios están en todos lados, ningún lugar zafa. Sin embargo, se sienten con una fuerza descomunal en el techo del planeta: el Ártico.

En la actualidad, Groenlandia se deshace como un pote de helado fuera del freezer. Su superficie pintada de blanco en los mapas, que suponíamos imperturbable y eterna, se está llenando de lagunas y de unos ríos con meandros de color turquesa. Estos después se convierten en embudos que penetran una masa muy dura que mide tres kilómetros de altura. Así, el hielo de millones de años se rompe por dentro y termina transformado en gigantescos icebergs que se desgranan en el mar, sudando como jugadores de fútbol.

La superficie helada del océano Glacial Ártico, que funciona como un enorme escudo protector del mundo entero, también es cada vez más y más chica. Y hay una enorme posibilidad de que antes de 2050, durante algún verano boreal, este mar chato, tranquilo y muy bello, directamente no se congele. Que no haya nada de hielo ahí no solo afectará a los osos polares, que perderán su mejor herramienta de caza. Además, desencadenará una serie de efectos de retroalimentación muy complejos, porque el océano oscuro absorbe más calor. El blanco del hielo, en cambio, lo irradia. Y así, una cosa hace peor a la otra.

Por supuesto, estos no son los únicos efectos provocados por las condiciones causadas en la atmósfera inequívocamente por las actividades humanas. Los glaciares son mucho más pequeños, lo que pone en riesgo el caudal de los ríos, como saben muy bien todos los que viven cerca de una cadena montañosa. Por eso creció también el nivel del mar y sus aguas se acidificaron, hinchadas de CO2 como quien se llena la boca de caramelos y no puede hablar más. El cambio de composición química afecta la vida marina entera, entre otros motivos porque el calcio de los esqueletos de los animales más pequeños, que están en la base de la cadena alimentaria, se disuelve en un medio con menor pH (el coeficiente que indica el grado de acidez o alcalinidad del agua). La mayor presencia de CO2 convierte el agua en un medio más ácido, lo que disuelve los organismos compuestos por calcio. Los estratos marinos superiores tienen cada vez menos oxígeno. Las barreras coralinas, que son el epicentro de sistemas muy ricos, abundantes y complejos, ya han sufrido cuatro episodios de blanqueamiento por efecto de las temperaturas más calientes en los mares de todo el mundo. ¿Podrá la vida adaptarse tan rápido a una transformación tan radical? La verdad es que no lo sabemos.

Esa pregunta también nos interpela de lleno como sociedades, mientras escuchamos desde tierra firme las olas que avanzan, comiéndose las líneas de las costas, amenazando ciudades enteras. Parece un escenario de película de catástrofe. Pero no lo es. Ya lo estamos viendo. En 2020, por ejemplo, el subterráneo de Nueva York, que es tan icónico, se llenó de torrentes que bajaban por las escaleras de cemento como cataratas irrefrenables producto de la cola de un huracán, que también iba supercargado de agua, porque los cielos más calientes son mucho más húmedos. Y cuando descargan su furia nos lo hacen saber, destruyendo todo a su paso con intensidad de dioses. No preguntan.

Las noticias de las catástrofes dominan este nuevo mundo transformado. Lluvias bíblicas en desiertos, sequías interminables en lugares que siempre habían tenido estaciones húmedas regulares, huracanes con tanta intensidad o tan cargados de agua que desafían todas las categorías ideadas. Ocurren incendios indomables, mucho más calientes, que pueden devorar cualquier sitio, desde Córdoba hasta California, desde Corrientes hasta Siberia o Australia. Lamentablemente, la lista de impactos es interminable.

No hay nada ni nadie que no haya estado expuesto de alguna manera a los efectos del cambio climático, aunque más no sea por una ola de calor persistente, insoportable, que no se disipa con la noche o con la llegada de una lluvia. Por eso, este es el tema ineludible de nuestro siglo, aunque haya cosas que parezcan, a primera vista, mucho más urgentes.

Las respuestas a desafíos perentorios, como resolver la pobreza, tienen que contener la crisis climática, porque una cosa influirá sobre la otra. Como cuando se desata una guerra, son los más pobres, los enfermos, los ancianos, los niños y las mujeres quienes están más desprotegidos por el cambio del paisaje y la disponibilidad de agua o alimentos. En algún momento, los que no tengan qué beber tendrán que dejar sus hogares, al igual que quienes no puedan evitar las crecidas de los ríos o del mar. Los que no tengan cómo huir, ya sea porque les falten fuerzas o medios económicos, serán las víctimas más vulnerables.

Cualquier tema sobre el presente está cruzado por esta brutal transformación en las condiciones biofísicas del planeta, entre otros motivos porque estas malas noticias que ya estamos viviendo, que asustan tanto, representan el principio de la película, no el final. El final, como veremos a lo largo del libro, depende de lo que hagamos ahora. Ya mismo.

Mientras no consigamos eliminar las fuentes que producen carbono, la temperatura seguirá aumentando. Por desgracia, en la actualidad ningún gobierno del mundo está a la altura de enfrentar correctamente este desafío, que no tiene respuestas fáciles ni perfectas. Los que tienen que pagar por los daños no lo quieren hacer, mientras la mayoría se resiste a cambiar, más allá de lo que le pase a la Tierra y a las sociedades, acaso a la espera de una solución tecnológica mágica. Por eso es tan importante la acción de la sociedad civil. No hay buenos ejemplos de transición, todo es un experimento. Pero tampoco hay tiempo. Esa es la terrible paradoja.

Los grupos poderosos que provocaron los daños que vemos son los mismos que tienen un poder infinito sobre las decisiones de los gobiernos; por eso, sus actividades no solo afectan a la atmósfera y los territorios, sino que infligen golpes a las democracias. Se acallan las voces disidentes, se las invisibiliza o desprecia. Se desinforma. Pero hay algo que el dinero jamás podrá comprar: las leyes de la física. Más allá de que lo oculten, cuanto mayor sea la temperatura más difícil será detener este proceso inercial, que crece y crece y no para. No puede parar porque nadie puede dominar los sistemas terrestres con control remoto.

En 2015, después de muchas idas y vueltas, finalmente se firmó el Acuerdo de París, un acuerdo internacional para tratar de contener el incremento de la temperatura del planeta “muy por debajo de los 2 °C”. Sin embargo, se siguieron haciendo inversiones por billones y billones de dólares para ampliar la frontera hidrocarburífera en vez de achicarla, mientras que el parque renovable creció a paso de tortuga para las necesidades urgentes que tenemos, a pesar de que la tecnología cada vez es más barata. Las emisiones siguieron en alza, en vez de disminuir. La temperatura mantuvo su rápido ascenso. Y así seguirá mientras actuemos como si no pasara nada, pateando la pelota para adelante. A este ritmo de producción de gases de efecto invernadero (GEI), no es imposible que el termómetro suba 3 °C en promedio dentro de unas décadas, lo que terminará por producir un mundo totalmente distinto al de hoy, desconocido tanto para los humanos como para el resto de los seres vivos. Cuanto más tardemos en incorporar el clima como eje transversal de la agenda política y económica, más se agravará todo.

La deforestación para expandir la producción industrial de commodities (soja, cacao, carne, palma, etc.) en biomas tropicales y extratropicales, como el Gran Chaco Americano, también es responsable de las emisiones de gran cantidad de CO2 y causa directa de la acelerada pérdida de plantas, animales e insectos, otra crisis simultánea e igualmente preocupante. Es lo que se llama la “sexta extinción”.

Desde que el mundo es mundo, se registraron cinco eventos masivos de destrucción de la vida por diferentes motivos: erupciones concatenadas de volcanes o, como todos sabemos, el impacto de un meteorito que terminó con los enormes dinosaurios. Pero esas transformaciones del paisaje viviente se produjeron a lo largo de enormes períodos de tiempo. La transformación actual, en cambio, la vemos suceder en lapsos de décadas. Pensar que esto es solo un berretín de conservacionistas y fanáticos bichos raros es tener una mirada muy corta, porque la estrecha interrelación del mundo físico y el biológico permite, por ejemplo, que tengamos oxígeno para respirar. Y hasta donde sabemos, todavía no se ha inventado un humano que pueda prescindir de este elemento esencial.

El mundo es una malla interminable de vínculos grandes y pequeños, en la que nada sobra. Por ejemplo, la humedad que transpiran los árboles de la Amazonia se abraza a las partículas de polen de sus hermosas flores para formar las semillas de nubes. Estas luego chocarán contra la cordillera de los Andes, viajarán gracias a la acción de los vientos y se convertirán en lluvias en la pampa húmeda. El fenómeno de los ríos voladores o atmosféricos (esas nubes que cargan grandes cantidades de agua, producto de la evaporación del océano y de la humedad de la Amazonia) explica muy bien cómo los procesos se relacionan entre sí de las formas más increíbles. Sin las aves y los mamíferos que dispersan las semillas de las plantas tampoco podría reproducirse el bosque, que necesita, además, de todos sus insectos y de organismos microscópicos.

Ya a principios del siglo XIX, el gran Alexander von Humboldt había observado, mientras viajaba por la espectacular geografía de Sudamérica, que el mundo es una unidad indivisible, un organismo compuesto por miles de hilos entretejidos que late al unísono. Destruirlo es como cortarnos los pies, cortarnos las manos o cavarnos la fosa.

Después de la pandemia de covid, deberíamos haberlo entendido muy bien. Un virus que evolucionó durante miles de años en el cuerpo de un murciélago en un bosque perdido del Asia, y que debía permanecer allí, se convirtió en un castigo para todo el mundo, provocando terribles heridas, dolor infinito y, además, enormes problemas económicos de los que aún no hemos salido. La destrucción de ambientes está detrás de fenómenos como este, al igual que la cría industrial de animales.

Así como los humanos tenemos una enorme capacidad para la observación, la reflexión y para hacer descubrimientos, tenemos también una inmensa habilidad para negar lo que ven nuestros ojos y perciben nuestros sentidos. La crisis climática y de extinción se viene gestando frente a nuestras narices desde hace muchas décadas. La diferencia es que hoy el proceso se ha acelerado y no nos queda tiempo para la procrastinación. Es una realidad incómoda, que nos interpela.

Pero como tampoco perdimos la capacidad de soñar, no podemos perder la esperanza, un sentimiento que también nos hace únicos como especie. Aún tenemos tiempo, aunque sea poco, para ir al rescate de nuestra Tierra maravillosa. Para lograrlo, se necesitará una gran cuota de imaginación y audacia, no cabe duda. Y un montón de amor por los seres y los lugares a los que nos sentimos inexorablemente unidos, que forman parte de quienes somos y que nos dan ganas de seguir adelante.

En este libro trataremos de contar cómo empezó todo, los desafíos del presente y los que vienen en los tiempos que se avecinan; los cambios en la geopolítica del clima; el papel de los individuos y los gobiernos en la reformulación de políticas para encarar esta crisis existencial; las modificaciones imprescindibles que nos obligarán a replantearnos todo, desde qué producimos hasta cómo lo producimos, qué consumimos y en qué cantidad, cómo nos movemos y nos alimentamos. La transición será más o menos ordenada, más o menos dolorosa, siempre complicada, justa o injusta. No habrá senderos mágicos con este clima tan desordenado. Pero lo primero que hay que hacer para enfrentarla es entender. La forma en que nos contamos la historia, esta precisa historia, es fundamental para concebir el mundo y redefinir la dirección que queremos tomar. Acá vamos.

1. Una catástrofe evitable

Se hunde el Empire State

En 1959, el Instituto Americano del Petróleo (API, por sus iniciales en inglés) celebró su primer siglo de vida con un evento en la Universidad de Columbia llamado Energy and Man, al que asistió una concurrencia masculina y empoderada que vestía trajes de gala con moñitos. El invitado de honor fue un físico nuclear, Edward Teller,[1] el padre de la bomba de hidrógeno. Pero el científico, venerado como una celebridad, en vez de festejar lo que parecía un momento épico en la historia de una industria pujante con un futuro infinito, habló sobre el peligro de la “contaminación química”. Se refería, claro, al exceso de CO2 en la atmósfera. Teller indicó:

Todas las costas del mundo se inundarían y, ya que un considerable porcentaje de los seres humanos viven en regiones costeras, creo que esta contaminación química es más seria de lo que la gente quiere creer. […] Cuando la temperatura suba unos pocos grados en todo el mundo, existe la posibilidad de que los casquetes polares empiecen a derretirse y que comience a subir el nivel de los océanos. No sé si alcanzará para cubrir el Empire State Building o no, pero cualquiera puede calcularlo mirando el mapa y señalando las capas de hielo sobre Groenlandia y la Antártida, que tienen cinco mil pies de espesor.

Mucho antes de que cualquier organización ecologista moderna hiciera una campaña contra el cambio climático o de que el oso polar famélico formara parte del paisaje de símbolos vinculado con el grave deterioro de las condiciones del mundo, las compañías de energía empezaban a tener en claro que la combustión de sus productos provocaba algo muy malo y que las consecuencias no serían de escala local, como el derrame de un buque tanque, sino de alcance muy superior. Hablar de la posibilidad del derretimiento de los polos entre copas de martini no era una gaffe cometida bajo el influjo del alcohol. A esa altura ya se había producido ciencia sobre el tema con pronósticos inquietantes. El evento de la API es apenas uno de los testimonios más antiguos de cómo el sector empezó a familiarizarse, al más alto nivel, con un problema muy serio.

El conocimiento empieza en los años cincuenta y desde entonces se vuelve cada vez más sofisticado. Pero no solo por las investigaciones realizadas mediante contratos confidenciales con institutos de universidades de gran prestigio académico. A partir de la década de los setenta, las compañías más importantes hicieron también sus estudios con científicos propios, que en su momento estuvieron –paradójicamente– a la vanguardia del conocimiento. Los pronósticos, que se fueron haciendo cada vez más alarmantes, anunciaban subas de la temperatura capaces de modificar por completo la estructura de toda la masa terrestre. Para el Ártico, por ejemplo, se predijeron temperaturas 10 °C más calientes, un aumento mucho mayor que en otras zonas del mundo. Para describir la catástrofe se utilizó un lenguaje que habría podido rivalizar con el que décadas después usó el panel de expertos de la ONU, el famoso Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés).

Una breve historia sobre lo que la industria y sus compañías sabían, y en qué momento lo supieron, arroja luz sobre el papel que tuvieron en la crisis que estamos viviendo, y que cada vez es más difícil, cara y dolorosa de detener. Hablaban de transformaciones geofísicas sin precedentes y ni siquiera parecían alarmarse como habitantes de la Tierra, con familia, descendientes y propiedades que defender de los posibles embates del clima. Paradójicamente, una vez que las investigaciones rotuladas como top secret tomaron carácter público, se dedicaron con plena conciencia a ocultar, distorsionar, mentir, influir sobre los gobiernos, la diplomacia internacional y la opinión pública en todos los países, y a enfatizar lo cara que saldría la transición energética (como si el derretimiento de la Antártida fuera gratis). La pregunta sobre cómo evitar una catástrofe se la plantearon ellos mismos en los años ochenta, incluso antes de empezar con las campañas de desinformación. Sin embargo, hicieron caso omiso de sus propias advertencias y redoblaron la apuesta por su negocio. Llegamos así a esta encrucijada.

El efecto invernadero

Las primeras sospechas de que el clima podía cambiar debido a la acumulación de CO2 surgieron a mediados del siglo XIX, cuando un físico irlandés, John Tyndall, se preguntó si la molécula formada por un átomo de carbono y dos de oxígeno podía atrapar el calor infrarrojo del sol. A él no le interesaba describir lo que ya la quema del carbón, el combustible de la Revolución Industrial, había empezado a inducir en la Tierra, sino descubrir qué podría haber provocado el último período de glaciación, un interrogante que le surgió mientras paseaba por los Alpes. Luego, en el laboratorio, aisló el gas en un tubo, lo sometió al calor y lo midió. Bingo. Pero se necesitó medio siglo más para que otro científico, Svante Arrhenius, de Suecia, pudiera precisar el fenómeno con ecuaciones matemáticas.

El consenso no era unánime. En 1938, el ingeniero británico Guy Stewart Callendar hizo mediciones más precisas pero no tuvo mejor suerte con la popularidad de sus descubrimientos. Recién en la década del cincuenta vinieron las primeras certezas verificables, porque el Departamento de Defensa de los Estados Unidos empujó una ola de financiamiento sin precedentes para estudiar el planeta entero, ya que los océanos, la atmósfera y el Ártico eran posibles teatros bélicos de la Guerra Fría. En ese momento, la ciencia del cambio climático empezó a tomar color.