Realidad - Benito Pérez Galdós - E-Book

Realidad E-Book

Benito Pérez Galdòs

0,0
0,50 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"Realidad" es una obra de teatro en cinco actos  y es es la opción teatralizada o dialogada del argumento que, presentado en forma epistolar, trata "La incógnita", publicada en 1889. 

Realidad” fue estrenada el 15 de marzo de 1892 en el Teatro de la Comedia de Madrid. La historia nos sitúa en el Madrid de finales del siglo XIX, donde un matrimonio (Tomás Orozco y Augusta Cisneros) se enfrenta a la tentación del adulterio.

"La incógnita" y "Realidad" representan para algunos críticos la ruptura con el naturalismo y el comienzo del psicologismo y el espiritualismo. Más que una ruptura, podría hablarse de un nuevo experimento galdosiano: desde el análisis interior de los personajes impulsar aún más los principios en que se fundamenta la escritura naturalista. En ambas obras encontramos, así, la vieja fórmula galdosiana: el espíritu necesita de la materia como la materia del espíritu.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de contenidos

REALIDAD

Dramatis personae

JORNADA I

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

JORNADA II

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

Escena X

JORNADA III

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

JORNADA IV

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

Escena X

Escena XI

Escena XII

Escena XIII

Escena XIV

Escena XV

Escena XVI

JORNADA V

Escena I

Escena II

Escena III

Escena IV

Escena V

Escena VI

Escena VII

Escena VIII

Escena IX

Escena X

Escena XI

Escena XII

Escena XIII

REALIDAD

Benito Pérez Galdós

Novela en cinco jornadas

Dramatis personae

FEDERICO VIERA. OROZCO. JOAQUÍN VIERA, padre de Federico. CORNELIO MALIBRÁN. MANOLO INFANTE. VILLALONGA. EL MARQUÉS DE CÍCERO. EL CONDE DE MONTE CÁRMENES. CALDERÓN DE LA BARCA. AGUADO. EL SEÑOR DE PEZ. EL EXMINISTRO. TRUJILLO. EL OFICIAL DE ARTILLERÍA. DON CARLOS DE CISNEROS. SANTANITA. LA SOMBRA DE OROZCO. AUGUSTA, mujer de Orozco. LEONOR (La Peri). CLOTILDE VIERA, hermana de Federico. LA VIUDA DE CALVO. TERESA TRUJILLO. FELIPA, criada de Augusta. CLAUDIA, criada de Federico. BÁRBARA, su hermana.

La acción es contemporánea, y pasa en Madrid.

JORNADA I

La representa tres habitaciones de la casa de OROZCO; gran salón en el centro y dos salas laterales, las tres piezas comunicadas entre sí y decoradas con elegancia y riqueza. Por la puerta del fondo del salón en entran los personajes que vienen del exterior. La sala de la derecha, en la cual se ven las mesas de tresillo, comunica por el fondo con el comedor y billar de la casa; la de la izquierda con gabinetes y dormitorios. Es de noche. El salón y sala de la derecha están profusamente alumbrados. En la sala de la izquierda, decorada a estilo japonés, sólo hay dos lámparas, ambas con grandes pantallas.

Escena I

Sucesivamente, conforme lo indica el diálogo, entran por la puerta del fondo del salón central VILLALONGA, EL MARQUÉS DE CÍCERO, AGUADO, CISNEROS, EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.

VILLALONGA.— (con displicencia.) ¡Maldito tiempo! Vamos, que ni esto es invierno, ni esto es Madrid, ni esto es nada. ¡Por vida de...! ¿Cuándo se han visto aquí, en la última decena de Enero, estas noches tibias, este aire húmedo y templado, este cielo benigno...? Otros años, en los días que corren de cátedra a cátedra, como dicen los paletos, el tiempo suele ser tan duro, tan destemplado y variable que cae la gente como moscas. Pero llevamos un invierno... ¡ay, qué invierno pastelero! Con esta temperatura de estufa, los viejos y gastados se agarran a la pícara existencia, y como no se les dé estricnina ... ¡Vaya, que desdicha como esta!...

EL MARQUÉS DE CÍCERO.— (entrando.) Buenas noches. ¿Qué dice el amigo Villalonga?

VILLALONGA.— (con hastío.) Que no se muere nadie, y que así no se puede vivir.

CÍCERO.— No lo entiendo.

VILLALONGA.— Considere usted, querido Marqués, que suspiro por la senaduría vitalicia, como término y descanso de una vida de ansiedades... en fin, usted me entiende. Somos cincuenta candidatos. El Presidente, agobiado de compromisos, no puede disponer, hoy por hoy, más que de once vacantes. Si el condenado Enero se portara como teníamos derecho a esperar de su formalidad, nos traería esos vientecillos de rechupete, esos cambios bruscos que son la gala de Madrid. Lo que yo le he dicho hoy al Presidente: "¿Pero dónde están aquellas heladitas, que de una barredura, ras, se llevaban a seis o siete carcamales, de esos que no aciertan ya ni a ponerse los pantalones?". Él convenía conmigo en que el tiempo se nos ha puesto en contra. ¡Once vacantes, por junto! Nada, amigo Marqués, con tres o cuatro más, podría el Presidente lanzarse a la combinación, y de seguro entraría yo en ella...

CÍCERO.— (riendo.) Es gracioso... Pero, hijo mío, todos hemos de vivir...

VILLALONGA.— Calle usted, calle usted por Dios. Yo no hago más que leer la prensa, a ver si anuncia algún ciclón muy gordo. Y lo anuncia, claro que lo anuncia; pero el ciclón no viene. Créame usted, hay que quitarle al Guadarrama su reputación; tenemos que destituirle y mandarle a donde fue el padre Padilla. ¡Pero si es un dolor, querido Marqués; si podría yo designarlo a usted cuatro o cinco Matusalenes, que están como la fruta muy madura, esperando un vientecillo, un soplo ligero para caerse...!

CÍCERO.— Y caerán, día más día menos. ¿Y a mí se me cuenta también en el número de los maduritos?

VILLALONGA.— (abrazándole.) ¡A usted no... caramba! Está usted hecho un roble... Que seamos compañeros, y por muchos años, es lo que deseo.

AGUADO, alias el CATÓN ULTRAMARINO.— (entrando muy erguido y fachendoso.) Felices, señores y milores. Poca gente todavía... ¡Qué tarde comen en esta casa! ¿Han visto ustedes los periódicos de la noche?

CÍCERO.— Aquí me traigo El Correo.

VILLALONGA.— Y yo El Resumen.

AGUADO.— ¿Se han enterado ya de ese nuevo escándalo? ¡Otra falsificación de billetes del Banco Español! Si lo vengo anunciando, si ya están hartos de oírmelo decir. De la pillería que allá mandaron hace tres meses, amigo Villalonga, no podía esperarse otra cosa. (Con énfasis.) Esto indigna, esto subleva, esto abochorna.

CÍCERO.— Tiene razón. ¡Pobre país!

VILLALONGA.— (a AGUADO.) Ínclito Aguado, calma, calma... filosofía.

AGUADO.— Pero ¿usted no se indigna?

VILLALONGA.— Hombre, ¿de qué? No me gusta hacer mala sangre y malas tripas... Luego, la hidalga nación, maldito si agradece que nos indignemos en su defensa.

AGUADO.— Yo sostengo que ni esto es país, ni esto es patria, ni esto es gobierno, ni aquí hay vergüenza ya. Pues digo: lo mismo que ese otro gatuperio, el crimencito de la calle del Baño; la curia vendida, y un personaje gordo metido de patitas en ese fregado indecente.

CÍCERO.— Poco a poco. ¿Hemos de admitir todos los chismes que corren por ahí? Señor de Aguado, no nos confundamos con el vulgo; respetemos las reputaciones.

AGUADO.— Que empiecen ellas por hacerse respetables. Señor Marqués, usted es un ángel, y no ha tenido, como yo, la desgracia de ver de cerca la podredumbre política y administrativa. Por supuesto, lo de ahora es ya el acabose. Al paso que vamos, llegará día en que, cuando pase un hombre honrado por la calle, se alquilen balcones para verle. ¿Es esto cierto o no? Hay momentos en que hasta llego a dudar si seré yo persona decente, y sospecho si estaré también contaminado...

VILLALONGA.— Y por fin, ¿cuándo vuelve usted a Cuba? CISNEROS.— (que entra despacio, sonriendo, las manos a la espalda.) ¿Que cuándo vuelve a Cuba? Toma, cuando le manden. Él está ya con la espuerta al hombro.

AGUADO.— ¿Don Carlos, ya viene usted con la suya llena de chinitas? Bien saben todos que no quiero ir, a menos que no me den las facultades que...

CISNEROS.— Eso es lo que usted quiere, facultades... facultades... venga de ahí.

Por mí que se las den.

AGUADO.— Facultades, o poderes para limpiar de orugas aquella administración.

VILLALONGA.— Somos ahora muy Catones, ¿verdad?

AGUADO.— Díganoslo usted al revés: Tacones. Un Tacón es lo que hace falta allí.

CISNEROS.— Y como Tacón quiere usted que le manden. ¡Pobre isla! Todos dicen que van de Tacón, y de lo que van es de zapatilla. Perdone usted, Aguadito de mi alma, y ya sabe que no le quiero mal; pero siempre que oigo tronar muy recio contra la inmoralidad, instintivamente me llevo la mano al bolsillo. Yo no censuro a nadie; es más, deseo que usted vuelva allá, para que esté contento y se le siente la bilis. Vamos, que si el hombre se viera otra vez en aquella bendita Aduana, ¡ay qué gusto, morena!, pues en aquella Aduana de Dios, con las manos bien arremangadas, pues...

AGUADO.— A este D. Carlos hay que dejarle.

CISNEROS.— ¿Pero esta gente no va a concluir de comer en toda la noche? Hasta luego, señores.

Se interna en la casa por la sala de la derecha.

VILLALONGA.— Es la peor lengua de España, y la intención más aviesa del mundo.

CÍCERO.— Pesimista incorregible; pero en el fondo buena persona.

AGUADO.— Como que todo eso es jarabe de pico.

VILLALONGA.— La postura pesimista es muy socorrida y de muy buen aire cuando se tienen cuarenta mil duros de renta para matar el gusanillo. Sosteniendo que todo es malo, y no casándose con nadie, no se compromete uno, y vive en la comodidad de su egoísmo, contemplando las fatigas de los que luchan por la existencia. Los pesimistas sistemáticos, como los optimistas furibundos, son por lo común personas que tienen amasado el pan de la vida, y adoptan esas actitudes para que no les molesten los que están con las manos en la masa. Y si no que lo diga Monte Cármenes, que aquí viene.

EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.— (que entra risueño, alargando las manos.) Aquí está ya todo lo bueno. ¿Qué hay?, ¿qué pasa?, ¿qué me cuentan ustedes?

CÍCERO.— Pues apenas hay tela. Escándalos, inmoralidad en Ultramar y en la Península, pero mucha, muchísima inmoralidad; nuevos datos horripilantes del crimen de la calle del Baño, y por último, crisis. ¿Le parece poco? Como no pida usted el diluvio universal.

MONTE CÁRMENES.— (con expresión de dicha.) Suceda lo que suceda, todo va bien, pero muy bien.

AGUADO.— Es una delicia la falsificación de billetes.

MONTE CÁRMENES.— Yo sostengo que lo que llamamos falsificación es una idea relativa.

VILLALONGA.— Y los falsificadores unos honrados... relativos.

CÍCERO.— (con alarma cómica.) ¡Que hay crisis, Conde!

MONTE CÁRMENES.— Mejor. Conviene que todos coman.

AGUADO.— ¿Ha oído usted que en el infundio del crimen están metidos dos ministros?

MONTE CÁRMENES.— Ya saldrán. ¡Cuando digo que todo va como una seda...! Nada, no hay quien me rinda. Yo soy un hombre que, al levantarse por la mañana, hace el firme propósito de encontrarlo todo muy bien, perfectamente bien.

VILLALONGA.— También yo lo haría si tuviera esa bicoca de renta que usted tiene. Pondría en el oratorio de mi casa la imagen de Pangloss, y le rezaría al acostarme y al levantarme. Querido Conde, usted y Cisneros son los seres más felices que conozco. Prescinden de la realidad, y ven el mundo conforme a su deseo. ¡Ay!, los que tienen que ganarse la condenada rosca, los que corren afanados tras una posición o un honor equivalente a tantas o cuantas raciones para la familia, no pueden menos de mirarle la cara a la realidad, y ver si la trae fea o bonita para ajustar a ella sus acciones.

Entran en el salón el EXMINISTRO, el SEÑOR DE PEZ (de levita), el SEÑOR DE TRUJILLO (de frac), anciano y valetudinario, apoyado en el brazo de su hijo, el cual viste uniforme de artillería.

Escena II

Los mismos. Aparece AUGUSTA en la sala de la derecha, dando el brazo a MALIBRÁN.

MALIBRÁN.— Aunque usted me riña, aunque me mande apalear y me arroje de su casa, persistiré... Soy la terquedad personificada, y me crezco al castigo. Y bien podrá suceder que la desesperación me lleve al suicidio, a la locura... ¡Qué responsabilidad para usted!

AUGUSTA.— (riendo.) ¡Para mí! ¡Ay, qué gracioso! ¿Yo qué culpa tengo de que usted se haya vuelto tonto?... ¿Pero de veras se va usted a matar?

MALIBRÁN.— No bromee usted con una pasión verdadera.

AUGUSTA.— Pero diga usted: ¿es volcánica o no es volcánica? Vamos, nunca creí que a persona de tan buen gusto se le ocurriera que por lo trágico me había de impresionar. Me fastidian las tragedias.

MALIBRÁN.— ¿Cuáles?, ¿las representadas?

AUGUSTA.— Y las reales. Eso de matarse, sea por amor, sea por otra causa, me parece sumamente cursi... Además, me le figuro a usted refractario a la extravagancia, aun a esa, por ser todo corrección, formas exquisitas y arte de la vida. ¡Pasiones usted, pasiones hondas! No lo creeré aunque me lo diga ante notario... ¡Ah!, qué hipócritas nos hizo Dios, amigo Malibrán... Con esa mónita ha hecho usted su carrera, y ha engañado a mucha gente; pero lo que es a mí...

MALIBRÁN.— ¡Ay, Dios mío! Casi me agrada que usted me injurie. A falta de otro sentimiento, venga esa bendita enemistad. La prefiero a la indiferencia.

Pasan al salón central, donde AUGUSTA es rodeada por VILLALONGA, CÍCERO, MONTE CÁRMENES, AGUADO, el EXMINISTRO, el SEÑOR DE PEZ y los TRUJILLOS. MALIBRÁN se aparta de este grupo.

AUGUSTA.— (al EXMINISTRO.) ¿Qué tal? ¿Tenemos crisis al fin? Diga usted que sí, para que esta gente se alegre.

EXMINISTRO.— Por mí que la haya. Un vendaje a la situación no vendría mal.

(Con malicia.) ¿Verdad, Jacinto?

VILLALONGA.— Sobre todo si te ponen a ti de esparadrapo.

PEZ.— (coleando y nervioso.) No hay crisis más que en la mente de los que la desean. ¡Pues no faltaba más sino que se cambiara de política porque Fulanito está mal humorado, o porque hay otros a quienes la tranquilidad del país les coge sin dinero!

AUGUSTA.— Así me gusta a mí la gente, o ser ministerial de coraje o no serlo.

VILLALONGA.— Exactamente como yo.

AUGUSTA.— (a TRUJILLO.) Bien venidos los Trujillos. ¿Y Teresa?

OFICIAL DE ARTILLERÍA.— No la espere usted tan pronto. No saldrá de casa hasta que acabe de leer la prensa.

TRUJILLO.— Mi mujer está fanatizada con el crimen. Hoy me atreví a poner en duda las tendencias Saraístas, y por poco me pega.

AUGUSTA.— Pues conmigo no sé cómo saldrá, porque yo me he propuesto hacer subir el papel Cuadradista.

OFICIAL.— Por Dios, que no lo sepa mamá.

AUGUSTA.— ¿Pero viene esta noche?

OFICIAL.— Sí, en cuanto despache los periódicos.

VILLALONGA.— Eso se llama empaparse en la opinión.

AUGUSTA.— Justamente... Villalonga, ya me ha contado Tomás que está usted furioso contra la temperatura suave. ¡Cuánto nos hemos reído!

VILLALONGA.— Amiga mía, vivo bajo la influencia de un sino fatal. Usted es mi mala estrella.

AUGUSTA.— ¡Yo! (riendo).

VILLALONGA.— Sí, y tenemos que reñir de veras... Ríase de mi superstición; pero lo cierto es que siempre que la veo a usted y le hablo, buen tiempo.

AUGUSTA.— Ya sabía yo eso. El Padre Eterno me ha dado vara alta para dirigir las estaciones. ¿No lo había usted notado? Y para castigar a los deseosos del mal ajeno, he dispuesto que no hiele, para que se fastidie usted y no pueda ser senador vitalicio. Tampoco mi marido lo será, por la misma razón.

VILLALONGA.— Pues acabe usted de una vez, y dé las órdenes para que caiga un rayo y nos parta a los dos.

AUGUSTA.— Todo se andará. (A MONTE CÁRMENES.) ¿Qué tal? ¿Vamos bien?

MONTE CÁRMENES.— Perfectamente bien, y sobre tantas dichas, la de verla a usted tan guapa. ¿Y Tomás?

AUGUSTA.— En el billar, fumando. Me dijo que le espera a usted para echar unas carambolas. Señores fumadores, señores carambolistas, mi marido y Pepe Calderón están solos allá. Ea, señor Catón pasado por agua, usted que es una de nuestras primeras chimeneas, al billar.

TRUJILLO.— Yo también; tengo que hablar con Tomás,

AUGUSTA.— (a MONTE CÁRMENES.) Usted, Conde, el primer taco de Madrid, allá también. Distráiganme a Tomás, que no está bien de salud. (Al EXMINISTRO.) Cuidado con el oficialete, que se jacta de darle a usted codillo cuantas veces quiera.

EXMINISTRO.— Lo veremos esta noche. Señor oficial, todo el que sea tresillista que me siga (Dirígense a la sala de juego.)

AGUADO, MONTE CÁRMENES y TRUJILLO padre pasan por la sala de juego para entrar en el billar, a punto que sale CISNEROS. Óyese el chasquido de las bolas de marfil.

CISNEROS.— ¡Malditos carambolistas, cómo le marean a uno!... ¿Y los fumadores? ¡Qué atmósfera, qué aburrimiento! Busquemos quien me haga la partida. (A MALIBRÁN, que ha vuelto a aproximarse al grupo principal.) ¡Eh!...

diplomático de chanfaina, ¿la echamos o no la echamos?

MALIBRÁN.— Amigo D. Carlos, lo siento mucho; pero tengo que retirarme pronto. Trabajamos ahora por las noches en el Ministerio... un asunto urgentísimo.

AUGUSTA.— Sí, corra, corra allá, no se vaya a alterar el equilibrio europeo... Me parece a mí que entre él y ese pillo Bismark están tramando algo. ¡Buen par!

MALIBRÁN.— ¡Ay qué mala, qué burlona!

VILLALONGA.— Esos trabajos nocturnos en Estado, me figuro lo que son, unas juerguecitas muy disolutas en donde yo me sé.

AUGUSTA.— Claro, y a eso llaman el arbitraje de España en la cuestión entre Nicaragua y... qué sé yo qué. Todo lo arreglan estos con cañitas de manzanilla.

MALIBRÁN.— ¿Y por qué no?

CISNEROS.— (cogiendo por el brazo a MALIBRÁN y llevándosele.) Ande usted, perdido.

MALIBRÁN.— Don Carlos, a sus órdenes. Pero hasta las once y media nada más.

Sin broma, tenemos que trabajar en el Ministerio. Busque usted quien nos haga el pie.

AUGUSTA.— (dirigiéndose a la sala japonesa, seguida de VILLALONGA y CÍCERO.)¿Qué es eso de las francachelas de Malibrán?

VILLALONGA.— Él se lo contará a usted. No es corto de genio. Pertenece a la escuela moderna de la sinceridad.

MALIBRÁN.— (aparte, en el salón, mientras CISNEROS trata de reclutar otro tresillita.) Esta condenada... hasta se permite ponerme en solfa... ¡a mí! No se rinde, no. ¿Si acertará Infante, que la tiene por la virtud más incorruptible y la fortaleza más inexpugnable...? Eso lo veremos... ¡Y ahora tengo que aguantar las latas de este buen señor, y dejarme ganar cinco o seis duros, adorando la peana por el santo! Lo peor es que en toda esta quincena, en los almuercitos del papá, nunca he podido cogerla sola. ¡Siempre allí el tontín de Infante, o Federico Viera! Y la única vez que faltaban convidados, hizo el vejete castellano la gracia de no quedarse dormido, como de costumbre. A este tío quisiera yo darlo un disgusto, por ejemplo, probándole que el Greco que ha adquirido ahora no es tal Greco, sino un Mayno de los peores, y el que supone Valdés Leal un Antolínez el Malo.

CISNEROS.— Ea... ya tenemos tercero, el amigo Pez. (Pasan a la sala de la derecha y juegan. TRUJILLO, padre e hijo, y el EXMINISTRO hacen otra partida en la mesa próxima.)

Escena III

Los mismos. MANOLO INFANTE entra en el salón y lo recorre, observando con precaución. Atisba por la puerta de la izquierda.

INFANTE.— Está en la sala japonesa con Cícero, Villalonga y no sé quién más.

Malibrán ha comido aquí hoy. ¿Se habrá marchado ya? Probablemente; es de los invitados esta noche por la Peri... (Mirando por la puerta que da a la sala de juego.) ¡Ah!, no; está haciéndole la partida a Cisneros, y dejándose ganar. ¡Cómo le adula fingiendo creer que son de grandes maestros las tablas viejas y podridas que el otro compra en el Rastro, y soportando sus tresillos!... Por allí suena la voz de Villalonga diciendo graciosos disparates... Y Orozco ¿dónde andará? Oigo el chasquido de las bolas... Huyamos por esta noche de los carambolistas. A Federico no le veo ni le oigo; pero no ha de tardar. Observaremos...

MONTE CÁRMENES.— (que sale del billar y atraviesa la sala de juego y el salón.) Dios le guarde.

INFANTE.— A la orden, mi conde.

MONTE CÁRMENES.— ¿Qué ha habido esta tarde?

INFANTE.— Nada; una sesión aburridísima. El consabido chubasco de preguntas rurales, hasta las cinco, y en la orden del día la insufrible lata de Petróleos en bruto.

¿No fue usted?

MONTE CÁRMENES.— No. Me revienta el tema de estos días en aquellos pasillos. Tanto hablar de inmoralidad le revuelve a uno los humores. Y luego que si hay crisis, que si no debe haberla, que si vira, que si torna... Esto divierte un día, dos; pero luego marea. Y eso que yo gasto la gran pachorra: a cada cual le doy por su gusto, y al que me dice que no podemos vivir sin crisis, le contesto que me parece bien, y al otro lo mismo, y siempre bien, siempre en el mejor de los mandos posibles.

INFANTE.— Es verdad.

MONTE CÁRMENES.— Vamos a ver qué hay por aquí. (Entran ambos en la sala japonesa.)

AUGUSTA.— (a INFANTE.) Manolo, dichosos los ojos... Hoy hemos hablado muy mal de ti... ¿Por qué no viniste a comer?

INFANTE.— ¡Desdichado de mí!, he tenido que comer con una comisión de mi distrito que viene a gestionar la rebaja del cupo de consumos. Me gustaría que probaras un convite de estos, para que vieras lo resalado que es.

AUGUSTA.— Gracias, me lo figuro. ¡Y has tenido que aguantar... pobre ángel!

INFANTE.— Y oírles, y agasajarles, y fingir que estoy muy indignado con el Ministro, y prometer, dándome un golpe de pecho... así, que si el Ministro no me complace, le pondré verde con una preguntita sobre la corta de pinos en Rebollar.

Y añade a esto los chismes de aldea que he tenido que oír. Al fin pude zafarme de ellos, diciendo que me había citado el Director de Obras Públicas para ponernos de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación del ferrocarril en construcción, y con esto les di el esquinazo, y se fueron tan ternes a ver una funcioncita en Lara.

AUGUSTA.— ¡Pobres baturros, cómo te diviertes con su inocencia! Pues mira, eso es una gran inmoralidad. (Entra AGUADO bruscamente.) ¡Ay!, me ha asustado usted. En cuanto se habla de inmoralidad se nos presenta este hombre como caído del cielo.

AGUADO.— Señora, no caigo del cielo, sino que entro en él, pues entro donde usted está.

AUGUSTA.— ¡Ave María Purísima! ¡Cuánta finura! ¡Qué metafórico está el tiempo!

AGUADO.— Yo no las gasto menos.

AUGUSTA.— Hablaban aquí de política, y decían que esto está muy perdido.

AGUADO.— (a INFANTE.) ¿Qué ha habido esta tarde en esa leonera?

INFANTE.— Pues nada. No se puede ir allí, porque ha salido una plaga de honrados... vamos, es cosa de mandarles a la cárcel... por honrados, precisamente por honrados del género inaguantable. ¡Dichosa moralidad!

AUGUSTA.— Muy bien dicho. Y usted (a AGUADO), ¿no sale a defender la clase?

AGUADO.— ¿Qué clase?

AUGUSTA.— La de los honrados, hombre.

INFANTE.— Esto no va con él. Me he referido a la clase peninsular, y respeto la ultramarina o de la Vuelta Abajo, pues de ésa nada tengo que decir.

AGUADO.— Este es un ministerial de la clase de Isidros, o del montón anónimo.

Todo lo encuentran bien, y cuando se les habla del cáncer de la inmoralidad, alzan los hombros y se quedan tan frescos.

AUGUSTA.— Tiene razón Aguado: lo mismo les da a estos el país que la carabina de Ambrosio... No se ría usted, Conde, que contra usted voy; usted no tiene patriotismo, usted no se indigna, como debiera indignarse, y esa sonrisita, esa santa pachorra es un insulto a la moral.

MONTE CÁRMENES.— Si fuera una necesidad que yo me indiznase, me indiznaría. Pero si otros lo hacen, y lo hacen muy bien, ¿a qué cuento viene que yo me enfurruñe y haga malas digestiones? Máxime cuando veo que todo se arregla al fin, y que los más severos hoy son mañana los más condescendientes.

AGUADO.— O en otros términos, que todos son lo mismo, y vamos tirando. Hoy por ti y mañana por mí.

CÍCERO.— (con buena fe.) No es malo que se hable tanto de nuestros vicios, porque así los corregiremos.

AUGUSTA.— ¡Ay, Marqués, no sea usted cándido! Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de estas rachas de opinión, uno de estos temas de interés contagioso en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad; pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía.

VILLALONGA.— ¡Eh! ¿Se explica la niña? ¡Qué talentazo!

AGUADO.— (con hinchazón.) Perdóneme usted, señora. No me compare esta época con otras. Yo recuerdo... por ejemplo, cuando fui a Cuba la primera vez...

AUGUSTA.— (con viveza.) Cuando usted fue a Cuba la primera vez, vendían la carne humana, y usted, creyendo que no hacía nada malo, afanaba algunas hilachas de aquella carne... No, no le censuro; era cosa corriente...

AGUADO.— Perdone usted...

AUGUSTA.— Está usted perdonado; pero déjeme acabar... Pues en aquel tiempo se defraudaba tanto como ahora, o quizás más, mucho más. Cierto que usted fue siempre de los puros, en eso estamos... Si lo sabemos, si es artículo de fe: no se apure. Yo reconozco que usted se enfurece ahora con muchísima razón, y que si quiere volver allá es para corregir todas aquellas infamias, que antes no corrigió.

AGUADO.— Permítame...

AUGUSTA.— ¡Día feliz el día en que usted vuelva!

INFANTE.— Se extirpará de raíz el cáncer.

MONTE CÁRMENES.— Y aquello será la delicia del mundo.

VILLALONGA.— (mandando callar.) Dejarla, dejarla.

AUGUSTA.— Pues haría muy mal el señor de Aguado en meterse a cirujano de cánceres. Dirían de él los horrores que ahora dicen de los otros.

AGUADO.— Pero como yo desprecio la calumnia...

AUGUSTA.— Justo es despreciarla. En fin, yo reconozco, todos reconocemos que usted hace allí mucha falta; y si yo fuera Ministro del Cáncer... digo, de Ultramar, ahora mismo extendía la credencial.

AGUADO.— Gracias... estimando.

AUGUSTA.— Y usted me mandaría, por el primer correo, cigarros para mi marido, y para mí cascarilla, de esa tan buena que usan allí las señoras.

AGUADO.— ¡Quia! Usted no la necesita... con ese cutis.

AUGUSTA.— O dulces, piñas, guayaba.

AGUADO.— Si es usted más dulce que todas las jaleas del mundo.

AUGUSTA.— En fin, váyase usted pronto a ver si arreglando aquello, no se vuelve a mentar la dichosa inmoralidad. Ya empalaga. Me gusta más oír hablar del crimen famoso, que al menos interesa por sus lances dramáticos y sus misterios de folletín.

AGUADO.— Eso a mí no me divierte. Mientras ustedes desmenuzan el crimen, voy a echar un vistazo a los tresillistas. (Pasa al salón.)

VILLALONGA.— ¡Adelante con el crimen!... En el Casino he oído novedades estupendas.

AUGUSTA.— ¿Qué se dice?... ¿A ver?

Escena IV

Los mismos; FEDERICO VIERA.

INFANTE.— (aparte, retirándose del grupo.) ¡Qué hermosa está, qué simpática y qué mona es esta maldita, y cómo me fascina y enloquece!... ¡Ah!, paréceme que oigo la voz de Federico en el salón. (Entra en el salón FEDERICO VIERA, y habla con AGUADO.) Él es, sí. Observaré la cara que pone mi prima cuando él entre.

¿Por qué mis sospechas, sin fundamento formal, sobreviven a todas las razones y se rebelan contra las pruebas en contrario? Acechando rostros y palabras espero sorprender algún indicio, y coger la punta del hilo por donde se saque el ovillo de la realidad. Este bendito Marqués de Cícero me servirá de garita para ponerme de centinela. (Llevándole hacia la consola que está junto a la puerta.) Querido Marqués, el domingo sentí mucho no ir a pasar el día en las Charcas.

CÍCERO.— Pues acertó usted quedándose, porque el día, que amaneció hermosísimo, se nos puso infernal. Tomás no fue tampoco, ni Malibrán; sólo estuvimos Villalonga y yo; pero Jacinto, viendo el mal cariz, se metió en la casa.

Yo, siempre impertérrito, me corrí hacia el puesto con el guarda, porque me daba la corazonada de que habían de venir las perdices. Lo que venía, hijo de mi alma, era el chubasco número uno. Pero yo... impertérrito con mi capote de monte. El macho que llevamos es un macho que no nos lo merecemos, ni se lo merecen ellas las muy correntonas; ¡venga agua!, y el macho impertérrito, cantando que se las pelaba, chíquili. Por fin, ¿creerá usted que parecieron por allí las muy...?

INFANTE.— (aparentando atender al MARQUÉS, y contestándole con cabezadas.) Yo... ¡oh!, yo no creo... (Aparte.) Ya se acerca. Disimulo, y mucho ojo a la cara de esa hipócrita. Que no se me escape ni la inflexión más ligera.

AUGUSTA.— (para sí, fingiendo prestar atención a lo que dice VILLALONGA.) Ahí está ya. Cara mía, ojos míos, haceos de piedra. Que ninguna suspicacia, ninguna curiosidad os sorprendan en un descuido de expresión. Ese pillo de Manolo me está observando... A buena parte viene. El corazón me salta en el pecho; pero la cara, bien prevenida, se mantiene firme; y aquí no pasa nada.

Indiferencia afectuosa... distracción... no le siento entrar. (Entra FEDERICO.)

INFANTE.— (para sí.) No repara en él...

FEDERICO.— (saludando.) Aunque usted no quiera... Augusta...

AUGUSTA.— (fingiéndose sorprendida, y sin ninguna emoción visible.) ¡Ah!...

parece que entra usted como los ladrones. ¡Cuánto tiempo...! ¿Ha estado usted malo?

FEDERICO.— Un poquillo.

AUGUSTA.— Pues no se le conoce en la cara. Me alegro de verle. ¿Nos trae usted noticias nuevas del crimen?

INFANTE.— (para sí.) Pues señor, cualquiera les descubre a estos. ¿Tocaré yo el violón a toda orquesta? ¿Correré tras un fantasma?

FEDERICO.— (sentándose.) Traigo noticias... para chuparse los dedos. Esta tarde se dice que la muerta no es quien se creía, sino otra persona. ¿Qué tal? ¡Equivocarse en la identificación! Esta si que es gorda.

AUGUSTA.— ¿Pues quién era?

FEDERICO.— Una señora recién venida de Cuba, y cuyo nombre nadie sabe.

AUGUSTA.— Vamos, eso es ya delirar.

VILLALONGA.— Ganas de aumentar la confusión. No, sobre la persona de la víctima no puede caber duda. Estas bolas las hacen correr los curiales con la idea de desorientar al público, a fin de que no se fije en los verdaderos asesinos.

AUGUSTA.— (convencida.) Para mí, el matador es Segundo Cuadrado, ese pillo a quien algunos quieren hacer pasar por santo, porque ayuda a misa y se reza tres o cuatro rosarios al día. Creo además que es instrumento de personas muy altas.

FEDERICO.— He oído que algunos vecinos vieron entrar en la casa, horas antes del crimen, a un cura.

AUGUSTA.— ¡También un cura!

FEDERICO.— Por las trazas debía de ser alguien disfrazado de sacerdote, quizás una mujer.

MONTE CÁRMENES.— La madrastra... Si digo que...

FEDERICO.— ¿Por qué no?

CÍCERO.— Eso no puede ser.

INFANTE.— Es un disparate.

MONTE CÁRMENES.— (aburrido.) Ea, señores, es mucho crimen para mí.

Volveré cuando hayan ustedes pescado la verdad, y la trinquen bien para que no se escape. (Vase.)

AUGUSTA.— Pues ustedes dirán lo que quieran; pero a mí, la madrastra, esa doña Sara, me parece una buena persona. Manolo, ¿tú qué piensas?

INFANTE.— Que es un crimen adocenado, y que ni hay madrastra, ni intoxicación, ni alto personaje, ni influencia, sino la vulgarísima tragedia del sirviente que roba, y al verse sorprendido mata; ni más ni menos.

FEDERICO.— Vamos, tú eres sensato, y te atienes a la versión de rúbrica, que nos presenta los hechos como arregladitos a un patrón de conveniencias curiales. Hasta el crimen debe ser correcto, y los asesinos han de tener su poquito de ministerialismo.

AUGUSTA.— Muy bien dicho.

INFANTE.— No es eso. Pero me parece ridículo mezclar en asuntos tan bajos a personas respetables. Hasta han dicho que el criaducho, ese Segundo, es hijo natural de...

FEDERICO.— ¿Quién podrá afirmarlo ni negarlo? Si los misterios de la conciencia individual rara vez se descubren a la mirada humana, también la sociedad tiene escondrijos y profundidades que nunca se ven, así como en el interior de las masas rocosas hay cavernas donde jamás ha entrado un rayo de luz. Pero de repente ocurre un cataclismo, una convulsión del terreno, un derrumbamiento, y la roca se parte, descubriendo el hueco que nadie hasta entonces había visto... En cuestión de enigmas sociales, yo no afirmo nada de lo que la malicia supone; pero tampoco lo niego sistemáticamente.

AUGUSTA.— Yo no soy sistemática; pero me inclino comúnmente a admitir lo extraordinario, porque de este modo me parece que interpreto mejor la realidad, que es la gran inventora, la artista siempre fecunda y original siempre. Suelo rechazar todo lo que me presentan ajustado a patrón, todo lo que solemos llamar razonable para ocultar la simpleza que encierra. ¡Ay!, los que se empeñan en amanerar la vida no lo pueden conseguir. Ella no se deja ¿qué se ha de dejar? Este Manolo, empapado en esa tontería del ministerialismo, no quiere ver más que la corteza oficial o pública de las cosas. Es la mejor manera de acertar una vez y engañarse noventa y nueve. Nadie me quita de la cabeza que en ese crimen hay algo extraordinario y anormal. Sería ridículo y hasta deshonroso para la humanidad que los delitos fuesen siempre a gusto de los jueces. Admito lo del personaje influyente que protege al asesino; me inclino a creer que el móvil fue amor y no robo, y en cuanto a la madrastra, esa doña...

VILLALONGA.— Cuidado con defender a la madrastra, que aquí está Teresa Trujillo, y según parece, va a negar el saludo a los que no opinen como ella.

AUGUSTA.— Es furibunda madras... trista; dificilillo es de pronunciar, pero no hay más remedio que admitir la palabreja.

Escena V

Los mismos; TERESA TRUJILLO, de edad madura, vivaracha, el pelo pintado de rubio.

AUGUSTA.— Las trae acabaditas de coger.

TERESA.— Vengo a buscarlas. (Saludando a todos.) Manolito, buenas noches.

Jacinto, Federico, Marqués... de fijo ustedes saben algo nuevo. Hoy me he leído una arroba de prensa. ¡Qué buena viene! Por supuesto, al que sostenga que no fue la madrastra, le diré que ha tomado dinero de los Cuadradistas.

AUGUSTA.— Pues yo la defiendo, y de mí no creerá usted que me he vendido.

TERESA.— Pero estás influida por estos, que en su afán de sacar del pantano al juez, hacen la causa del Cuadradismo, sosteniendo que el criado mojó. ¡Qué infamia! ¡Pobre Segundo, un muchacho honrado y decente, devoto de la Virgen!...

Yo no puedo ver esto con paciencia. Te juro que si a esa bribona no la llevan al palo... va a haber aquí un cataclismo.

INFANTE.— ¡Qué la han de llevar, señora, si doña Sara es una santa, devotísima de San José!

TERESA.— Quite allá el muy tonto... Usted es de los que trabajan porque triunfe la farsa. Ya se ve; defiende al gobierno, que tiene interés en echar tierra... Una horca en la Puerta del Sol, para ir colgando en ella ministros y pájaros gordos, es lo que hace falta.

AUGUSTA.— ¡Hija, por Dios...!

TERESA.— O la guillotina. Aquí no hay justicia ni vergüenza. Es cosa probada que los que andan en el ajo le han asegurado la vida a ese bendito Segundo para que declare en forma que no comprometa a doña Sara. Esto es un espanto. Yo puedo asegurar a ustedes una cosa, y es que unas amigas mías la vieron un día en la Palma comprando cintas para sombreros...

VILLALONGA.— ¿Y qué?

TERESA.— Si no me ha dejado usted concluir. Iba con ella un hombre de barba rubia.

INFANTE.— ¿Y qué?

TERESA.— ¡Y qué!... ¡Y qué! (Exaltándose.) Ese sujeto es el hombre con barba postiza que los vecinos vieron bajar, momentos antes del crimen.

FEDERICO.— ¡Si el que bajó iba vestido de cura!

INFANTE.— De anchas caderas, bajito él, pecho abultado... Era la propia doña Sara disfrazada de sacerdote.

TERESA.— No echemos la cosa a barato, amiguitos, que esto es muy serio.

AUGUSTA.— Pongámonos en lo razonable.

TERESA.— Eso es, en lo razonable.

FEDERICO.— (a AUGUSTA, vivamente.) ¿Pero no decía usted que es enemiga de lo razonable, porque lo razonable es el amaneramiento de los hechos?

AUGUSTA.— Sí; pero hay que distinguir...