Realidad - Benito Pérez Galdos - E-Book

Realidad E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Realidad es una obra de teatro de Benito Pérez Galdós. Trata de los amoríos de una dama noble y de alto estatus social con un soltero vividor y astuto, que alterna entre la dama y una refinada prostituta. Realidad hace dúo con la novela La Incógnita, enfocando la misma situación desde dos ópticas divergentes.-

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Benito Pérez Galdós

Realidad

SAGA

Realidad

 

Copyright © 1870 Benito Pérez Galdós, 2020 Saga Egmont, Copenhagen.

All rights reserved ISBN 9788726495355

 

1st ebook edition, 2020. Format: Epub 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.dk

PERSONAJES ACTORES

 

AUGUSTA.

SRTA. GUERRERO.

LEONOR, (La Peri).

SRTA. MARTÍNEZ.

CLOTILDE.

SRTA. MORELL.

LINA, criada de la Peri.

SRTA. PINEDA.

BÁRBARA, criada de FEDERICO.

SRTA. MOLINA.

OROZCO.

SR. CEPILLO.

FEDERICO VIERA.

SR. THUILLIER.

JOAQUÍN VIERA.

SR. MARIO.

MANOLO INFANTE.

SR. GARCÍA ORTEGA.

VILLALONGA.

SR. MONTENEGRO.

MALIBRÁN.

SR. BALAGUER.

AGUADO.

SR. CALLE.

Criados de OROZCO.

 

La acción es en Madrid y contemporánea.

 

—[5]-

Acto I

 

Sala en casa de OROZCO, decorada y amueblada con elegancia y lujo. En el foro dos grandes puertas. La de la derecha conduce al billar, y por ella se descubre parte de la mesa, y se ven los movimientos de los jugadores. La de la izquierda comunica con el salón, y por ella se distingue parte de esta pieza y algunas de las personas que están en ella. Entre estas dos puertas, chimenea o un mueble de lujo.

 

En el lienzo lateral de la derecha, dos puertas: una conduce al despacho de OROZCO; la más próxima al público, a la alcoba. En el lienzo de la izquierda, una puerta, por donde entran los que vienen de fuera de la casa, y un balcón.

 

Las dos puertas del fondo se cierran (cuando la acción lo indique) con vidrieras.

 

A la izquierda, cerca del espectador, una mesa con una planta viva, libros, lámpara de bronce, retratos y recado de escribir. Es de noche.

Escena I

 

VILLALONGA que entra por la puerta de la izquierda.

INFANTE que sale del billar.

 

VILLALONGA.-(Mirando al salón.) Poca gente esta noche (A INFANTE.) ¡Hola, Infantillo!

INFANTE.- Tarde vienes. ¿Has estado en el Real? VILLALONGA.- Sí, un rato. Y tú, ¿has comido hoy aquí?

INFANTE.- No, hijo de mi alma. Hoy le tocó a ese fatuo de Malibrán, el aprendiz de diplomático, que no es, como sabes, santo de mi devoción.

VILLALONGA.- Sí; su vanidad, sus pretensiones de cultura... ¡europea!, y de galanteador irresistible, me sirven a mí para pasar ratos muy divertidos.

—6—

INFANTE.- A mí no me divierte.

VILLALONGA.- ¿Pero no sabes lo mejor? (Con misterio.) Se atreve a poner los puntos a tu prima.

INFANTE.- ¡Quién!

VILLALONGA.- Malibrán, Don Cornelio. Yo le nombro siempre así para hacerle rabiar. No dudes que el hombre quiere añadir a lo que llama su estadística de amor, este rengloncito: Augusta. Veo que no te causa risa, y que pareces así... no sé... ¡Ya...!, te contraría la competencia. También tú, grandísimo corruptor de las familias, pretendes...

INFANTE.- ¡Jacinto!

VILLALONGA.- Vamos, joven circunspecto, que a ti también, también a ti te gusta la primita. ¡Es tan mona, tan espiritual! No he conocido otra en quien tan maravillosamente se reúnan la distinción, la belleza y el talento. Las tres gracias se encarnan en ella, formando una sola gracia, que vale por treinta. Tu quoque, Manolín...

INFANTE.- ¡Yo! No me conoces: A mi prima Augusta, bien lo sabes, la miro como hermana. Ella y mi tía Carlota son la única familia que me queda. Su marido es el amigo que más quiero en el mundo. No, no cabe en mí la villanía de galantear a la mujer de un amigo íntimo, hombre además de excepcionales condiciones morales, hombre único, lleno de méritos y virtudes.

VILLALONGA.- Sí, sí, todo es verdad. Pero...

INFANTE.- ¿Pero qué?

VILLALONGA.- Nada, hombre, nada. No es para enfadarse. Mucha virtud, mucha moral...

Escena II

 

Los mismos; AGUADO.

 

AGUADO.- Felices, señores y milores. ¿Han visto ustedes los periódicos de la tarde? VILLALONGA.- ¿Qué hay? ¿Qué ocurre?

AGUADO.- ¿Se han enterado ya de los escándalos del día? (Mostrando un periódico.) Otra irregularidad muy gorda en Cuba; pero muy gorda. Ya lo dije: de la remesa de empleados que mandaron allá hace tres mesas, ¿qué otra cosa podía esperarse?

VILLALONGA.- Ínclito Aguado, calma, calma, filosofía. Coge la primera piedra, amenaza con ella; pero no la tires.

AGUADO.- Yo sostengo que ni esto es país, ni esto es patria, ni esto es Gobierno, ni aquí hay vergüenza ya. Pues digo: lo mismo que ese otro gatuperio, el crimencito de la calle del Pez; la curia vendida, y dos personajes de cuenta amparando a los asesinos.

INFANTE.- Señor de Aguado, ¿también usted se empeña en ser vulgo, o en parecerlo?

AGUADO.- Amigo Infante, usted es un ángel de Dios, que ha pasado su juventud en el inocente retiro de Orbajosa, a honesta distancia del mundo, que no conoce. Heredó usted una fortuna; hiciéronle diputado con un par de golpes de manubrio de la maquinilla de Gobernación; no ha vivido, no ha luchado; no conoce de cerca, como nosotros, la podedumbre1 política y administrativa... Pues yo les juro a ustedes que, si Dios no lo remedia, llegará día en que, cuando pase un hombre honrado por la calle, se alquilen balcones para verle.

—8—

Escena III

 

Los mismos; OROZCO que se asoma a la puerta del billar sin pasar de ella, con el taco en la mano, AUGUSTA, MALIBRÁN que vienen del salón.

 

OROZCO.- ¡Eh! padres de la patria, ¿qué hay? ¿Qué irregularidad es ésa...? (VILLALONGA, INFANTE y AGUADO, se acercan a la puerta del billar y hablan con él.)

AUGUSTA.- (A MALIBRÁN, riendo.) Pero dígame usted, ¿es volcánica o no es volcánica?

MALIBRÁN.- ¿Qué?

AUGUSTA.- Esa pasión de usted.

MALIBRÁN.- ¡Pícara, añade a la crueldad el sarcasmo! Mire usted que... Bien podría suceder que la desesperación me arrastrara al suicidio, a la locura... ¡Qué responsabilidad para usted!

AUGUSTA.- ¡Para mí! Pero yo ¿qué culpa tengo de que usted se haya vuelto tonto?... ¡Muerte, locura, suicidio! ¡Eso sí que es de mal gusto! No, el hombre de la discreción y de las buenas formas no incurrirá en tales extravagancias. Yo traduzco sus expresiones al lenguaje vulgar, y digo: Hipocresía, farsa, egoísmo.

MALIBRÁN.- ¡Ay, Dios mío! Casi me agrada que usted me injurie. A falta de otro sentimiento, venga esa bendita enemistad.

AUGUSTA.- (Con hastío.) Basta.

 

(OROZCO se ha internado en el billar. VILLALONGA, INFANTE y AGUADO vuelven al centro de la escena.)

 

AGUADO.- (Con énfasis.) Horrible, horrible, vamos. VILLALONGA.- (Por AUGUSTA.) Aquí está todo lo bueno.

AUGUSTA.- Jacinto, dichosos los ojos... Aguadito, felices. Ya, —9— ya le veo a usted tan indignado como de costumbre. ¿Qué hay?

AGUADO.- Pues nada, señora y amiga mía. Escándalos, miserias, irregularidades monstruosas aquí y en Ultramar, nuevos datos espeluznantes del crimen famoso... y, por último, crisis. Esto está perdido, pero muy perdido.

AUGUSTA.- Pues verá usted como Villalonga, que es uno de nuestros primeros inmorales, sostiene que todo va bien.

VILLALONGA.- Todo bien, perfectamente bien. Y sobre tantas dichas, la de verla a usted tan guapa.

AUGUSTA.- ¡Noticia fresca!

MALIBRÁN.- (Aparte.) ¡Qué linda y qué traviesa!... Inteligencia vaporosa, imaginación ardiente, espíritu amante de lo desconocido, de lo irregular, de lo extraordinario... ¡Caerá!

AUGUSTA.- ¿Y en el Congreso?... (Se sienta.)

INFANTE.- Nada, una tarde aburridísima. El consabido chaparrón de preguntas rurales hasta las cinco, y a la orden del día la interesantísima y palpitante discusión sobre los derechos de... la hojalata. Y en los pasillos inmoralidad, y nada más que inmoralidad.

VILLALONGA.- Es insoportable el tema de estos días en aquella casa. No se puede ir allí, porque ha salido una plaga de honrados... Vamos, es cosa de fumigarlos por honrados... precisamente por honrados del género infeccioso y coleriforme.

AUGUSTA.- ¡Jacinto, por Dios!... (A AGUADO.) ¿Y usted no sale a defender la clase?

AGUADO.- ¿Qué clase?

AUGUSTA.- La de los honrados, hombre.

INFANTE.- Como no se trata de honradez ultramarina, este —10— Catón no se da por aludido. Hablamos ahora de honrados peninsulares.

AGUADO.- Sí, sí, búrlese usted. Éstos son ministeriales de la clase de Isidros o del montón anónimo. Todo lo encuentran bien, y cuando se les habla del cáncer de la inmoralidad, alzan los hombros y se quedan tan frescos.

AUGUSTA.- Tiene razón Aguado. Lo mismo les da a éstos el país que la carabina de Ambrosio. (A VILLALONGA.) No se ría, Jacinto, que contra usted voy. Usted no tiene patriotismo, usted no se indigna como debiera indignarse, y esa sonrisa y esa santa pachorra son un insulto a la moral.

VILLALONGA.- Pero, amiga mía, si esa nota de la indignación pública la dan otros, y la dan muy bien, ¿qué necesidad tengo yo de revolverme la bilis y hacer malas digestiones? Yo soy un hombre que, al levantarse por las mañanas, hace el firme propósito de encontrarlo todo bien, perfectamente bien. Es natural que así piense, cuando veo que los más indignados hoy son mañana los más complacidos.

AGUADO.- O, en otros términos, que todos son lo mismo, y vamos tirando. Por lo demás, no es malo que se hable tanto de nuestros vicios, porque así los corregiremos.

AUGUSTA.- ¡Ay, amigo mío, no sea usted cándido! Eso de la moralidad es cuestión de moda. De tiempo en tiempo, sin que se sepa de dónde sale, viene una de esas rachas de opinión, uno de esos temas de interés contagioso, en que todo el mundo tiene algo que decir. ¡Moralidad, moralidad! Se habla mucho durante una temporadita, y después seguimos tan pillos como antes. La humanidad siempre, siempre —11— igual a sí misma. Ninguna época es mejor que otra. Cuando más, varía un poco la forma o el estilo de la maldad. Pero lo de dentro, crean ustedes que poco o nada varía.

VILLALONGA.- ¿Eh? ¿Se explica la niña?

MALIBRÁN. - ¡ Qué talentazo!

INFANTE.- (Que ha entrado en el salón y vuelve al instante.) Ya tienes ahí a la condesa de Trujillo con el marqués de Cícero y Pepito Pez, devorando las últimas noticias del crimen.

AUGUSTA.- ¡Ay, dichoso crimen!

VILLALONGA.- Pues a mí no me cogen.

MALIBRÁN.- Ya resulta insoportable.

AUGUSTA.- Sí; fastidiosísimo, repugnante. Y nuestra curiosidad es de lo más estúpido... Pero no podemos vencerla. Allá voy. (Pasa al salón acompañada de INFANTE. AGUADO entra en el billar.)

Escena IV

 

MALIBRÁN; VILLALONGA.

 

VILLALONGA.- (Dirígese al billar y retrocede, sorprendiendo a MALIBRÁN, que, embelesado, no quita los ojos de AUGUSTA, hasta que la ve desaparecer.) ¿Y cómo va eso, amigo D. Cornelio?

MALIBRÁN.- Pues... amigo D. Jacinto, esto va mal, muy mal. Nada, nada, lo que dije a usted. Nuestra sibila está enamorada; lo veo, lo estoy viendo... ¿No lo ve usted?

VILLALONGA.- No, yo no veo nada. No quiera usted contagiarme de sus visiones malignas.

MALIBRÁN.- Lo descubriremos, sí, señor, arrancaremos el velo del enredito. ¡Pues no faltaba más! Como el gran —12— Le Verrier descubrió el planeta Neptuno por el puro cálculo...

VILLALONGA.- Pues no es usted poco científico...

MALIBRÁN.- (Nervioso.) Por el puro cálculo, sí; estudiando las desviaciones de las órbitas de los planetas conocidos... pienso yo...

VILLALONGA.- Descubrir el planeta ignorado...

MALIBRÁN.- (Llevándolo a la puerta del salón y mirando hacia éste.) Diga usted, ¿será el Trujillito ese, el oficial de artillería que acompaña a la condesa?... ¿Será Calderón, la ostra de la casa?... ¿Será, por ventura, Manolo Infante, que suele hacer de sigisbeo de Augusta, y que con su capita de pariente honrado me parece a mí que las mata callando?... ¿Será...?

VILLALONGA.- (Volviendo al centro de la escena.) Dígame, D. Cornelio, ¿ha pensado usted en Federico Viera?

MALIBRÁN.- ¡Ah! (Con desdén.) No, ése no. Pero... quién sabe. Entre los amigos de la casa, entre estos pegajosos... con ribetes de parásitos, hay que buscar el documento humano que nos hace falta. Yo le juro a ésa... que no se reirá de mí.

VILLALONGA.- Al fin... ¡quién sabe!...

MALIBRÁN.- ¡Quién sabe... sí!... Las mujeres... El demonio que las baraje.

VILLALONGA.- Y a propósito de mujeres y de demonios, ¿va usted esta noche a casa de la Peri?

MALIBRÁN.- Tarde... sobre la una. ¿Y usted?

VILLALONGA.- Tal vez... (Viendo venir a OROZCO.) ¡Chitón!

Escena V

 

Los mismos; OROZCO, AGUADO, que salen del billar.

 

OROZCO.- No es exacto, repito, y buen tonto sería yo si tal hiciera.

—13—

AGUADO.- Pues a mí me han dicho que, sin tu auxilio, el correccional de jóvenes delincuentes no se construiría nunca.

VILLALONGA.- También a mí me lo dijeron.

MALIBRÁN.- Y a mí.

OROZCO.- Habladurías. He contribuido a esta obra benéfica en la misma proporción que los demás iniciadores, y desempeño el cargo de tesorero de la Junta.

AGUADO.- Ahí es donde caes tú, Tomás. ¡Si todo se sabe!

VILLALONGA.- No le valen sus malas mañas.

AGUADO.- La Junta no recauda lo bastante para continuar con método las obras. Llega un sábado, faltan fondos para pagar los jornales de la semana...

MALIBRÁN.- Pues no hay que apurarse, porque el buen Orozco tira del talonario...

OROZCO.- (Risueño y calmoso.) ¡Pues estaría yo lucido! No, esas generosidades caen ya dentro del campo de la tontería, y francamente, yo aspiro a que se tenga mejor idea de mí. El atribuir a cualquiera méritos que no posee, y que por lo disparatados no deben de lisonjear a nadie, constituye una especie de calumnia; sí, no reírse, una calumnia de benevolencia, que si no se cuenta entre los pecados, tampoco debe contarse entre las virtudes.

AGUADO.- ¿De modo que, según ese criterio, yo soy un calumniador?

VILLALONGA.- Todos calumniadores...

MALIBRÁN.- Al revés... es decir, que calumniamos alabando, así como usted hace el bien, fingiendo que lo aborrece, sistema de hipocresía que no vacilo en llamar sublime.

AGUADO.- Él es un hipócrita, sí, y nosotros sus detractores implacables. Pues espérate, que ahora nos corregiremos. —14— Yo saldré por ahí diciendo que eres un pillo, un hombre sin conciencia; diré más; diré que el tesorero este se da sus mañas para distraer fondos del correccional y aplicarlos a sus vicios.

OROZCO.- (Con jovialidad.) Pues mira, si se dijera eso, alguien lo creería más fácilmente que lo otro, siendo ambas cosas falsas.

AGUADO.- ¡Ah!, no creas que la opinión pública se deja extraviar tan fácilmente por los difamadores. Ya ven ustedes las atrocidades que han dicho de mí.

VILLALONGA.- Sí, que te trajiste media isla de Cuba en los bolsillos.

AGUADO.- Que si vendía los blancos como antes se vendían los morenos.

VILLALONGA.- ¡ Qué picardía!, suponer que tú...

AGUADO.- Pues si al principio se formó contra mí una atmósfera tan densa que se podía mascar, no tardé en disiparla con mi desprecio, y al fin la opinión me hizo justicia.

OROZCO.- ¿Qué duda tiene?... Por supuesto, hay que desconfiar siempre de la opinión pública cuando vitupera, así como cuando alaba excesivamente, porque la muy loca rara vez sabe fijarse en el punto medio que constituye nuestra vulgaridad. Somos muy vulgares; pertenecemos a una época que se asusta de las situaciones extremas, y no gustamos de bajar mucho por no parecer tontos, ni de subir demasiado, por no incurrir en la ridiculez de ser absolutamente buenos.

AGUADO.- ¡Ridiculez! Pues a ti no hay quien te libre de ser el primer mamarracho de la bondad. Aguanta el chubasco, y si no te gusta, corrígete de tu furor caritativo. De ti se cuentan horrores: que costeas solo o —15— casi solo las obras del correccional para chicos; que te comen un codo las Hermanitas de la Paciencia; que vistes todo el Hospicio dos veces al año...

VILLALONGA.- Y más, mucho más. Vomitemos todas las injurias de una vez. Que acudes a remediar todas, absolutamente todas las necesidades de que tienes noticia.

MALIBRÁN.- Eso, eso... y vuelva usted por otra.

OROZCO.- Bien, bien. Ahogado por vuestro zahumerio2 estúpido, os digo que sois los mayores majaderos que conozco. Jacinto, tu adulación me da náuseas. Y tú, Aguado maldito, eres tan tonto, pero tan tonto, que mereces que creamos las perrerías que decían de ti cuando volviste de Cuba.

Escena VI

 

Los mismos; AUGUSTA, INFANTE que vuelven del salón.

 

AUGUSTA.- ¿Quieren ustedes reírse? ¿Quieren reírse de verás?

OROZCO.- Ya nos hemos reído bastante. ¿Te parece que tenemos aquí pocos bufones?

AUGUSTA.- Pues el que quiera divertirse, pase al salón. Esta noche tenemos a Teresa Trujillo de remate...

OROZCO.- ¿Con el crimen? Vamos que a ti también te gusta esa comidilla. Gracias, no me divierte.

AUGUSTA.- Graciosísima. Empeñada en que es verdad todo lo que cuentan los periódicos. No hay quien la sufra. Que el crimen es más hondo de lo que parece, y que están complicados dos ministros, y que la justicia... y los jueces... y el perrito y la mano que asomaba por la ventana de enfrente, y los dos hombres que entraron a las doce del día, y qué se yo... (Se sienta.)

—16—

Escena VII

 

Los mismos; FEDERICO VIERA.

 

AUGUSTA.- (Aparte, viéndole entrar.) (¡Ah!... ya está ahí. No sé si podré disimular... cara mía, cuidado...)

OROZCO.- (Saludándole.) Hola, Federiquín... Gracias a Dios.

AUGUSTA.- (Alargándole la mano.) ¡Cuánto tiempo!... ¿Ha estado usted malo?

FEDERICO.- Un poco.

AUGUSTA.- Pues no se le conoce en la cara.

VILLALONGA.- Si traes noticias patibularias, fresquecitas, pasa a la sección de lo criminal que preside la condesa de Trujillo.

FEDERICO.- Ya la he visto al pasar. A la condesa le falta poco para traerse el verdugo en el bolsillo.