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Vuelve a Chestnut Springs con la historia de Theo Silva y Winter Hamilton, dos polos opuestos con una atracción irremediable. Confiar en él es difícil, pero más aún lo es resistirse a sus encantos. Theo Silva, vaquero indomable. Mujeriego empedernido. Un problema seguro envuelto en un cuerpo que corta la respiración. Y me está mirando como si quisiera devorarme. Pero por fin estoy a punto de escapar de un matrimonio tóxico y me he prometido que me mantendré alejada de los hombres, así que lo único que veo cuando lo miro es una tentación servida junto a una generosa ración de desamor. Es difícil confiar en este hombre..., pero aún lo es más resistirse a él. Más que difícil, es imposible, porque Theo no es de los que se rinden... Y por mucho que intente pasar de él, derrite mi gélida coraza y pulveriza todas mis defensas. Mientras tomamos una copa en un bar del pueblo, le confieso mis secretos más oscuros y profundos. Y luego paso con él la noche más ardiente de toda mi vida. Y luego le pido que olvide lo que ha ocurrido. Se suponía que iba a ser una historia de una sola noche. Un secreto. Pero, por culpa de una consecuencia inesperada, va a ser un secreto imposible de guardar.
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Seitenzahl: 574
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Para todas las mamás cansadas. Os entiendo.
—No sé por qué te ha dado por ir a trabajar a ese hospital de mala muerte perdido en mitad del campo. No me entra en la cabeza.
Antes pensaba que Rob era un buen tío.
Ahora tengo las cosas más claras.
—En fin, Robert —contesto alargando las palabras y usando su nombre completo para cabrearlo mientras meto el último jersey en la maleta demasiado llena—. No sé si te habrás dado cuenta, pero en el campo también hay seres humanos que necesitan atención médica. Seres humanos de verdad, ¿eh? De los que están vivos.
No tengo ni idea de por qué me estoy llevando tanta ropa para un solo turno. En los días que paso en Chestnut Springs, voy con el pijama sanitario cuando estoy en urgencias y con unos leggings cuando estoy en el hotel.
—Gracias por la aclaración, Winter. —Usa un tono mordaz ante el que según quién se acobardaría…, pero yo no. Mi parte más oscura se enorgullece inmensamente de saber cómo cabrear a mi marido. Aprieto los labios intentando contener una sonrisa de satisfacción—. Pero ¿por qué ese hospital? ¿Por qué Chestnut Springs? Te largas allí constantemente y ni siquiera me avisas de que te marchas. Ahora que lo pienso… —Se rasca la barbilla con un gesto teatral, apoyado en el marco de la puerta de mi dormitorio—. Nunca has tenido en cuenta mi opinión. No me preguntaste si me parecía bien que mi mujer aceptase este trabajo. La verdad es que no me parece una jugada profesional muy inteligente.
Cada vez que lloriquea como un crío me pregunto qué le vi. Tampoco estoy muy segura de cuándo me empezó a repugnar el hoyuelo de su barbilla. Solo sé que me da grima.
A mis ojos, esa forma de peinarse el pelo con la raya al lado y ese pequeño remolino que no se mueve ni cuando hace viento solía darle un aspecto sofisticado y pulcro.
Ahora me parece falso.
Como falsa ha sido gran parte de mi vida con él.
Estoy bastante segura de que la única razón por la que se peina así es porque es demasiado vanidoso para admitir que se está quedando calvo.
Y, para mí, no hay nada que reseque y marchite la virilidad de un hombre tanto como protestar porque una mujer ejerza su derecho a la independencia profesional. Por mí, como si patalea contra el suelo y se larga indignado como un niñato machista.
Cojo la cremallera y hago fuerza contra el abultado contenido de la maleta.
—Qué gracioso —contesto asegurándome de mantener un tono firme y frío—. Es casi como si… Como si fueras la última persona a la que le consultaría sobre mi vida profesional.
Con un resoplido, logro cerrar la cremallera y me quedo mirando la maleta. Pongo los brazos en jarras y permito que una sonrisa de satisfacción me acaricie los labios.
—¿Qué narices significa eso, Winter?
Le ha dado por añadir mi nombre al final de cada frase. Es como si estuviera intentando regañarme.
Ya quisiera. A mí no me regaña nadie.
Él no tiene ni idea de lo que implica moverse por el sistema sanitario cuando eres una doctora joven. Vive feliz en su ignorancia. Si dejase que hombres tan débiles como Rob me pisotearan, no tendría ninguna posibilidad.
Y esta carrera es lo único que tengo que sea verdaderamente mío. Es lo único que he tenido nunca. Así que, por lo que a mí respecta, Robert puede irse a la mierda.
Giro una mano y echo un vistazo a mis uñas, que tengo olvidadas, para intentar mostrarme aburrida. Mientras me pregunto si encontraré un buen sitio para hacerme la manicura en Chestnut Springs, le replico:
—No te hagas el tonto. No hay quien se lo crea al lado de tanta queja.
No puedo evitar preguntarme por qué sigo casada con él. Sí que entiendo por qué pensaba que tenía que aguantar, pero ahora… Ahora tengo que armarme de valor y acabar con esto de una vez. Echo un vistazo a mi maleta, que está preparada como si fuese a irme para mucho más tiempo, y me pregunto si mi subconsciente sabrá algo que yo no sé.
Quizá ese cabrón se haya puesto firme y haya decidido liberarme de este yugo de una vez por todas.
No puedo decir que me oponga a ello.
—Ten mucho cuidado con cómo me hablas —me espeta Rob.
Me miro las cutículas con los ojos entornados mientras lucho para contener la ira que burbujea en mi interior. Es como lava caliente borboteando bajo la superficie fría, a punto de entrar en erupción y arrasar con todo a su paso.
Pero he conseguido mantener esa ira a raya durante años y no permitiré que quien me haga entrar en erupción sea el doctor Rob Valentine.
No se merece tanta energía.
Deslizo la vista hacia él, que está al otro lado de mi habitación. Mi habitación, porque, cuando le dije sin medias tintas que no volvería a dormir en la misma cama que él, me invitó a trasladarme a la habitación de invitados en lugar de irse él. Está hecho todo un caballero.
Aunque la culpa es suya.
Él es la razón de que estemos como estamos.
Y lo peor de todo es que hubo un tiempo en que lo amé. Lo sentía mío. Era mi lugar seguro, la persona en la que me refugié tras haberme criado inmersa en una especie de guerra fría doméstica.
Bajé la guardia con él. Me enamoré hasta las trancas.
Y me rompió el corazón. Me hizo mucho más daño del que jamás reconoceré ante nadie.
No le contesto. En su lugar, cojo la maleta y paso junto a su cuerpo esbelto en dirección a la puerta principal de nuestra fastuosa casa de mil metros cuadrados.
Me sigue; lo oigo. Los zapatos de vestir resuenan contra el mármol. No se ofrece a llevarme la maleta, por supuesto. Se me dibuja una sonrisa irónica en los labios. Niego con la cabeza; no sé por qué se me había ocurrido que se molestaría en mover un dedo por ayudarme. Lo que más me ha costado aceptar de la implosión de mi matrimonio ha sido que no me lo vi venir. Que, a pesar ser inteligente, conseguir lo que me propongo y ser estratégica en todo lo que hago, haya permitido que este imbécil me tuviera cegada es, simplemente…, humillante.
Haber sido estafada de ese modo me irrita sobremanera.
Casi siento la rabia que irradia de él, que está a mi lado, furioso. Pero yo sigo adelante con calma. Me calzo un par de botas altas de cuero y me envuelvo en un largo abrigo de lana marrón.
—¿En serio, Winter? ¿Ni siquiera vas a tener la decencia de contestarme?
Me ato el cinturón del abrigo alrededor de la cintura de forma metódica, tras decidir que no, que no pienso tener la decencia de contestarle.
El problema es que Rob me conoce muy bien. Hemos estado juntos cinco años, lo que significa que él también sabe cómo cabrearme a mí.
Me recorre el rostro con la mirada, entornando los ojos con cierta crueldad.
—Me gustabas más con el pelo más claro. —Me señala la cabeza con el dedo índice, juzgando los mechones oscuros coronados por un tono más cálido. Siempre ha estado obsesionado con que yo tuviera el pelo rubio platino; siempre me decía que le encantaba—. Este color no te favorece. Se ve sucio.
Pero retocarme las raíces, el champú especial y las mascarillas hidratantes eran demasiado trabajo para una residente exhausta, por lo que le pedí a la peluquera que me rebajara un poco el tono.
Parpadeo un par de veces. Qué agallas. No me puedo creer que se comporte como si el color que yo haya elegido para mi pelo fuese una afrenta personal.
Aunque, en realidad, sí que puedo. Porque este año se ha quitado la máscara y por fin me ha mostrado el feo y pretencioso rostro que escondía debajo.
—Tiene gracia, porque a mí me gustabas más cuando no sabía que habías seducido a mi hermana adolescente para luego joderle la vida.
Resopla. ¡Resopla!
—No fue así. Era ella la que estaba obsesionada conmigo.
Arrugo la nariz; el olor a mierda de sus mentiras se percibe desde aquí.
—Un médico mucho mayor que su paciente menor de edad le salva la vida. Se vale de su atractivo físico y su poder para que ella acabe comiendo de su mano. Se convierte en un héroe a sus ojos. Luego, en cuanto ella cumple los dieciocho, empieza a follársela a escondidas como si fuese un sucio secretito. Y cuando conoce a su hermana, que es mayor y más adecuada para él, la desecha como a un pañuelo usado y se casa con la que no le supone el riesgo de perder el trabajo, porque, claro, lo que ha hecho es una violación del código deontológico de su profesión. ¡Ah! —Levanto un dedo—. Pero aquí viene lo mejor: no renuncia a la más joven todavía. La sigue, la acosa, sabotea cada relación que empieza solo porque puede. O quizá porque le hace sentir mejor cuando advierte la calva incipiente que tanto intenta tapar.
La rabia se arremolina en mi interior, pero la culpa la tengo yo, por haber permitido que me saque de quicio.
Se cruza de brazos y me fulmina con la mirada, con ese pelo dorado y repeinado, los ojos azules y brillantes y ese aspecto de muñeco Ken.
—Sabes perfectamente que nunca la quise.
Me atraviesa una punzada de ira. Todo a nuestro alrededor se difumina hasta que centro la mirada en el imbécil con el que me casé. Intento mantener la voz firme. Los años que he pasado practicando esta fachada me han ayudado a sobrevivir a los momentos más desgarradores. Esto de actuar lo tengo controladísimo.
Pero hoy me cuesta.
—¿Crees que no haberla querido nunca cambia algo? Estamos hablando de mi hermana pequeña. La que estuvo a punto de morir. Y te pasaste años jugando con ella. ¿Y yo qué? Tampoco creo que a mí me hayas querido nunca.
Mis palabras reverberan en el espacioso recibidor. Nos miramos fijamente.
—Sí te he querido.
«Sí te he querido». ¿Esa es su gran declaración?
Me río con amargura.
—¿A quién coño pretendes engañar, Robert? ¿Es que nunca te cansas de mentir? ¿De intentar que tus historias no hagan aguas por todas partes? Se te ha acabado el chollo. Ahora sé cómo eres. Me hiciste creer que tenía algo que nunca tuve. Me engañaste. —No me corrige, se limita a fulminarme con la mirada. No debería dolerme, pero me duele—. Por lo que me has hecho a mí, lo que siento por ti es indiferencia. Pero por lo que le has hecho a ella… Te odio. No te habría tocado ni con un palo si me hubiera dado cuenta de la clase de hombre que eres. Puede que me engañaras una vez, pero nunca más.
Y, tras esas últimas palabras, cojo mi maleta, doy media vuelta y abro la puerta con tanta fuerza que la golpeo contra la pared de atrás. Odio estar tan alterada, sentirme tan fuera de control. Pero, con la cabeza bien alta, pongo la espalda recta y salgo de esa casa con la mayor placidez e indiferencia posibles.
—¿Significa eso que me dejas?
¿Cómo es posible que alguien pueda tener tantos estudios y ser tan tonto a la vez? Casi me da la risa. Sigo andando y le doy unos golpecitos en el hombro al pasar por su lado, como el perro que es.
—Dale un buen uso a ese título en medicina tan fabuloso y descúbrelo tú solito.
—¡Ni siquiera te cae bien! —grita con un tono quejicoso que me eriza la piel, como si estuviesen restregando un clavo en una pizarra—. ¿Vas a correr a sus brazos y rogarle que te perdone después de lo hija de puta que has sido con ella todos estos años? Pues buena suerte. Cuando vuelvas con el rabo entre las piernas, aquí estaré.
No me digno a contestar a sus pullas ni con una sola mirada. Me limito a hacerle una peineta y regodearme en la satisfacción de saber que se equivoca.
Que no es tan listo como se piensa.
Y yo tampoco. Ahora mismo, me siento muy pequeña y muy estúpida.
Porque yo quiero a mi hermana.
Simplemente, tengo una forma muy retorcida de demostrarlo.
Espero no morirme ahora que por fin he recuperado un poco el control de mi propia vida.
Quiero empezar de cero. Y, aun así, la sola idea de hacerlo me aterroriza.
El Hospital General de Chestnut Springs solo está a una hora en coche de la casa en la que vivo, pero me da la sensación de que no voy a llegar nunca. Empecé a trabajar aquí hace unos meses, así que podría recorrer este camino con los ojos cerrados, pero hoy nieva tanto que se me han puesto los nudillos blancos de aferrar con todas mis fuerzas el volante.
Además, todavía estoy molesta por haber perdido los nervios.
Rob ha empezado la discusión diciendo que no le entraba en la cabeza por qué querría trabajar en este hospital de mala muerte, pero yo no tenía intención de confesarle la verdad.
En primer lugar, que trabajar en un hospital donde no soy su mujer ni la hija de mi madre es un alivio. Puedo practicar la medicina y enorgullecerme de mi trabajo sin tener que lidiar con las habladurías y las miradas de lástima. Sin tener que aguantar el peso de toda esa mierda.
Porque aunque todo el mundo lo sabe, nadie habla de ello, y tener que vivir así estaba empezando a hacer estragos en mi cordura. Sé cuál es la imagen que todo el mundo tiene de mí. Me doy perfecta cuenta. Puede que no lo digan, pero lo oigo alto y claro de todos modos.
Una médica que consiguió su puesto en el hospital gracias a los contactos que tiene su familia y a su matrimonio.
Una mujer intratable, fría e infeliz.
Una esposa lo bastante patética para ignorar la traición de su marido.
Y, en segundo lugar, porque nunca he deseado estar cerca de mi hermana tanto como ahora. Cuando estaba enferma, solía colarme a hurtadillas en el hospital para ver cómo estaba. Leía su historial para comprobar cómo evolucionaba, aunque todavía estaba en la universidad. Y ahora… Ahora miro a mi hermana pequeña y lo único que veo son los años que he perdido.
Veo a una mujer que vivió sumida en la desgracia para ahorrarme un poco de sufrimiento a mí.
Resulta que en eso nos parecemos.
Ahora es feliz. Está prometida con un hombre que tiene el pelo demasiado largo pero que la ama de un modo que yo jamás lograré experimentar. De todas formas, también me alegro por ella; Dios sabe que merece un poco de paz. Dejó la carrera de Derecho y su trabajo fijo en la firma de representantes deportivos de mi padre para gestionar un gimnasio y vivir en un pequeño rancho pintoresco en mitad del campo.
La admiro.
Pero no tengo ni idea de cómo reparar el abismo que hay entre las dos, así que acepté un trabajo a media jornada en el pueblecito en el que vive con la esperanza de encontrarme con ella por casualidad y arreglar las cosas.
Hay una situación que se reproduce con frecuencia en mi mente; aflora en ella constantemente. Supongo que debo de estar intentando manifestarla o algo así. En ella, Summer va paseando por la acera y yo me doy de bruces contra ella al salir de la adorable cafetería parisina de la calle principal. Mi hermana se sorprende al verme y yo le dedico una sonrisa cálida que no es forzada. Luego señalo detrás de mí y le digo: «Oye…, ¿te apetece un café?» con un tono natural y encantador que hace que ella me devuelva la sonrisa.
Evidentemente para que esto ocurriera tendría que pasar algo de tiempo en un lugar que no fuese el hospital o el hotel, pero no hago más que pasar de una zona segura a la otra, demasiado asustada y avergonzada para enfrentarme a ella.
—A la mierda —murmuro. Me sorbo la nariz y me pongo recta, con la mirada fija en la carretera—. Siri, llama a Summer Hamilton.
Después se hace un silencio denso, cargado con el peso de años de expectación.
—Llamando a Summer Hamilton —contesta la voz robótica.
Esa formalidad es como una puñalada en el pecho. La mayoría de la gente tendría a su hermana guardada en el móvil con un sobrenombre adorable. Quizá, si fuéramos amigas, la llamaría «Sum». Sin embargo, tal y como están las cosas ahora, ni siquiera sería descabellado que incluyese su segundo nombre en su contacto de la agenda.
Suenan los tonos. Uno. Dos.
Y entonces contesta.
—¿Winter? —pregunta sin aliento. Sin embargo, mi nombre en sus labios no suena a acusación. Es… esperanzador.
—Hola —contesto como una boba.
No hay años de formación ni libros de texto de Medicina que pudieran prepararme para esta conversación. Desde que ese día estalló todo en el hospital, la he reproducido en mi mente un millón de veces. He pasado noches en vela preparándome para ella.
Y no ha sido suficiente.
—Hola… ¿Estás…, estás bien? —Asiento. Me escuecen los ojos. He sido horrible con Summer durante años y su primer instinto es preguntarme si estoy bien—. ¿Win?
Respiro hondo. «Win». Mierda. Ese diminutivo. A ella le resulta tan fácil… Me pregunto distraídamente qué nombre tendré yo en sus contactos. Siempre imaginé que sería «hermanastra malvada» o algo por el estilo.
Es que es majísima, joder. Casi me dan ganas de vomitar si pienso en que alguien pueda ser tan amable conmigo después de todo lo que ha pasado, después de lo fría que he sido con ella.
No me merezco a Summer, pero quiero merecérmela. Y para conseguirlo tengo que ser sincera.
—No. Creo que no estoy bien —contesto, intentando ocultar con un carraspeo que se me está quebrando la voz.
—Vale. —Me la puedo imaginar ahora mismo, asintiendo, apretando los labios. Imagino su mente trabajando a toda velocidad mientras intenta resolver este problema por mí. Así es ella. Necesita arreglarlo todo—. ¿Dónde estás? ¿Necesitas que vaya a buscarte? ¿Estás herida? —Hace una pausa—. ¡Ah! ¿Necesitas asesoramiento legal? Ya no ejerzo, pero podría…
—¿Puedo ir a verte? —la interrumpo. Y ahora parece que le toca a ella sumirse en un perplejo silencio—. Ya estoy de camino a Chestnut Springs. Podría… No sé… —Un suspiro entrecortado se abre paso por mi garganta—. ¿Invitarte a un café? —termino con poca convicción mientras miro el reloj digital, que ya marca las seis de la tarde.
Cuando su voz me llega a través del teléfono, parece embargada por la emoción. Dulce.
—Me encantaría. Pero ¿podría ser un vino?
El nudo de tensión de mi pecho se disipa, un nudo que ni siquiera sabía que estaba ahí hasta ahora. Y, ahora que me he percatado de su presencia, no puedo evitar sentir que llevaba ahí años.
—Sí. —Aprieto el volante con los dedos—. Sí. Vino. Claro.
Parezco una mujer de las cavernas, joder.
—Esta noche tenemos una cena familiar en la casa principal. Vendrá bastante gente. Me encantaría que tú también vinieras.
Se me hace un nudo en la garganta, algo poco propio de mí. Este tipo de amabilidad se me antoja ajena después de haber vivido tanto tiempo en una burbuja estéril con Rob y con mi madre. Este tipo de perdón… No sé cómo reaccionar ante él.
Así que le seguiré la corriente. Creo que es lo menos que puedo hacer.
—Ahí estaré. ¿Me mandas la dirección?
Con las prisas por salir pitando de la ciudad, he ignorado el depósito de gasolina todo lo posible… Sin duda, apurando demasiado. Cuanto más me alejo de la ciudad, más ansiosa me siento.
Así que paro a echar gasolina en Chestnut Springs antes de enfilar esa carretera espeluznante que, según mi móvil, me llevará al rancho.
Y, mientras estoy ahí de pie, congelándome y deseando haberme puesto ropa de invierno más adecuada, permito que todas las preocupaciones se cuelen a través de los muros que tan cuidadosamente he construido.
La preocupación por ver a Summer.
La preocupación por sentarme a cenar con un montón de gente que seguro que piensa que soy una zorra inhumana.
La preocupación por las carreteras cubiertas de nieve. Últimamente he atendido demasiados accidentes de tráfico en urgencias.
La preocupación por mi carrera y por qué coño voy a hacer. Dónde voy a acabar.
Tiene gracia —una gracia un poco lúgubre, pero gracia al fin y al cabo— que no me preocupe absolutamente nada haber dejado a Rob definitivamente. Lo he alargado demasiado tiempo. Lo he pensado y lo he analizado desde todos los ángulos posibles.
Pensaba en el divorcio como en un fracaso. Sin embargo, esta noche, marcharme no me ha sabido a eso.
Me ha sabido a alivio. Como si tuviera a alguien encima del pecho y por fin hubiera tomado el control de mi vida lo suficiente para apartarlo. Me duelen los músculos de tanto empujar y la pelea me ha dejado con moratones y magulladuras.
Marcharme ha sido doloroso, pero por fin puedo respirar a través del dolor.
Exhalo un suspiro profundo, pesado, y contemplo las pequeñas nubes que forma mi aliento al abandonar mis labios, más evidentes ahora, bajo las luces de neón, que cuando estaba en la zona de estacionamiento de la gasolinera. En cuestión de segundos, las puntas de mis dedos, que están rodeando el mango de plástico rojo, pasan de tener un cosquilleo a estar totalmente entumecidas. Doy unos saltitos y levanto la vista al oír unas campanillas en la puerta de la gasolinera.
El hombre que sale por las puertas de cristal tiene la espalda ancha y una actitud casi arrogante. Pelo oscuro, ojos más oscuros todavía y unas pestañas que irritan un poco a la chica rubia que hay en mí. Está mirando con una sonrisilla un billete de lotería que lleva en la mano, como si pensara que va a ganar.
Podría decirle que no va a ganar. Que es tirar el dinero. Pero me da la impresión de que es de esa clase de hombres a los que les da igual.
Lleva las botas desabrochadas con los vaqueros doblados por encima. Un par de largas cadenas de plata le adornan el pecho y desaparecen bajo una camisa de cuadros que lleva un poco demasiado abierta, con una rebeca gruesa tirada encima de forma descuidada.
Es sexy sin siquiera proponérselo. Ni siquiera parece tener frío. Seguro que sale de la cama después de haber dormido con los calcetines del día anterior y los vuelve a embutir dentro de esas botas de cuero gastadas.
Seguro que tiene las manos ásperas. Seguro que huele a cuero. Y después de haber pasado los últimos años junto a un hombre como Rob, soy incapaz de apartar la vista del que tengo ahora ante mí, tan rudo y atractivo.
Lo miro fijamente tanto rato, tan ensimismada, que el surtidor hace un fuerte ruido metálico y me golpea en la mano, lo que me indica que el depósito está lleno.
El ruido llama la atención del hombre, que se vuelve hacia mí, golpeándome con la fuerza de su sex appeal. Tiene la mandíbula cuadrada y decorada con una barba incipiente perfecta, unida a unos labios que, en un hombre, son simplemente un desperdicio. Qué guapo es, madre mía. Es absurdo.
Agacho la cabeza de golpe y me peleo con el surtidor para volver a dejarlo en su sitio. Me paso la lengua por los labios.
Tengo la acuciante sensación de que el leñador sexy me está mirando, pero no levanto la vista para comprobarlo. Noto un cosquilleo en el pecho y calor en las mejillas, unas sensaciones que hacía mucho, muchísimo tiempo que no sentía.
Porque estaba felizmente casada. Y ahora… Ahora ya no.
Creo.
Y este es el primer hombre al que me he permitido mirar de forma inapropiada. Un hombre que ni se molesta en atarse los cordones de las botas y que juega a la lotería.
—Uf —gimo para mí misma al acercarme a mi puerta. Tengo mucho menos frío del que tenía antes de verlo.
Pero cuando estoy a punto de deslizarme en mi asiento, miro atrás para echar un vistazo al chico.
Y me lo encuentro de pie al lado de su camioneta plateada.
Me lo encuentro mirándome con una sonrisilla de suficiencia en la cara.
Y entonces se pasa la mano por el pelo perfectamente alborotado y me guiña un ojo.
Me meto en el coche y salgo pitando a la carretera oscura, como una bala, para alejarme de allí lo antes posible.
Porque lo último que necesito en mi vida es a alguien que me haga sentir que no tengo bastante oxígeno en los pulmones justo ahora, cuando por fin he recuperado el aliento.
Esa mujer rubia me estaba mirando como si fuera una especie de extraterrestre. Tuve que pararme a devolverle la mirada, porque era descarada de cojones.
Estaba a punto de bromear sobre lo cosificado que me sentía por cómo me estaba mirando, pero entonces se ha lamido los labios, ha parpadeado y se ha largado corriendo. Lo que es una pena, porque me gustaba cómo me estaba comiendo con los ojos. No me sentía cosificado en absoluto. Si me hubiera mirado a los ojos se habría acabado la tontería. Entonces sí que le habría dado algo que mirar fijamente.
No me dedicaría a montar toros si no me gustara tener público. El espectáculo, la multitud, el reconocimiento… Todo eso me da la vida. Nací con ello. Se podría decir que Gabriel Silva es uno de los montadores más famosos de todos los tiempos de la Federación Mundial de la Monta de Toros.
Y no solo es mi ídolo. Es mi padre.
¿O era? Nunca sé cómo referirme a él. Para mí, sigue estando muy presente, aunque haya pasado tanto tiempo desde su muerte.
Río para mí mismo mientras subo a mi camioneta. Sé que esa rubia despampanante del Audi pijo se me cruzará por la mente de vez en cuando, porque en esa breve interacción había algo puro, como si ella fuera una adolescente a la que han pillado mirando embobada a alguien y se ha avergonzado por ello. Lo sentiría por ella si no lo sintiera tanto por mí… Es una pena que se haya largado antes de darme tiempo a conseguir su número.
Me encamino hacia la carretera oscura que lleva al rancho Pozo de los Deseos. Los últimos años he venido tantas veces que ya sé por dónde voy, por oscuro que esté. Mi mentor, Rhett Eaton, vive allí y, como mi madre y mi hermana viven a una provincia de distancia, su familia se ha convertido un poco en la mía durante las fiestas. En circunstancias normales, iría a casa de mi madre por Navidad, pero se ha ido a un crucero de solteros con mi hermana pequeña para ver si las dos conocen a… «don Perfecto», creo que lo llamaron.
Y aunque yo esté muy pero que muy soltero, no tengo ningún deseo de participar en mierdas como esa con mi familia.
Ni de coña.
En el circuito de la FMMT ya hay un montón de conejitas del rodeo solteras con las que matar el tiempo, por aburridos que se hayan vuelto esos polvos sin compromiso, y ninguna de ellas requiere que mi madre esté involucrada.
Por no hablar del tema del barco, que me pone los pelos de punta.
Puedo subirme a un toro furioso; no tengo problema con eso. Pero ¿un barco grande sin que haya tierra a la vista? Ni de coña. Vi un episodio del programa de Oprah sobre gente que había desaparecido en barcos como ese, y soy demasiado joven y guapo para morir.
Al cabo de unos minutos, veo unas luces traseras rojas ante mí. Me estoy acercando a ellas rápidamente. Muy rápidamente.
—¡Vaaaa! —protesto en el silencio de la camioneta echando la cabeza hacia atrás.
Sí, está nevando, pero las carreteras están cubiertas de nieve compacta, y no de hielo. Cuando por fin alcanzo el coche, me doy cuenta de lo lento que va. A treinta kilómetros por hora… en una carretera de cincuenta. Y ni siquiera estamos en una zona escolar.
Y justo en ese momento, me acerco lo suficiente para darme cuenta de que es la tía buena del Audi. Tendría que habérmelo imaginado. Esas botas de tacón y ese abrigo largo no gritaban «chica de campo» precisamente.
Ni tampoco su forma de conducir por un camino rural.
Enciende el intermitente izquierdo. El vehículo disminuye la velocidad y luego acelera.
Pone el intermitente derecho y da un volantazo.
¿Se habrá perdido? ¿O estará borracha? A veces, si me he tomado unas copas de más, me quedo ensimismado igual que ella cuando se me ha quedado mirando.
Y entonces me acerco lo bastante para ver la luz de la pantalla de su móvil a través del parabrisas trasero.
Perfecto. Está escribiendo mensajes mientras conduce. Esta tía se va a matar. O me va a matar a mí.
Quizá si compartiéramos habitación en el hospital podría conseguir su número de teléfono. Igual merece la pena.
De repente pisa el freno. Toco la bocina, sobresaltado.
—¡¿En serio?! —grito, con el corazón latiéndome a toda velocidad. Me da igual lo buena que esté. Conduce de puta pena.
Ella acelera pero pronto vuelve a disminuir la velocidad. Me quedo un poco más atrás; no quiero ir tan cerca de alguien tan errático.
Pero, joder, termino pensando en mi madre o mi hermana, perdidas en un camino rural. Vuelvo a la posibilidad de que se haya perdido en lugar de que esté conduciendo como una imbécil a propósito. Echo un vistazo a mi móvil, que está en su soporte, y me basta para ver que en esta parte del camino no hay cobertura, así que no es posible que le esté escribiendo a nadie.
La alumbro con las largas, pensando que, si se para un momento, tal vez pueda ayudarla.
Pero enseguida me siento como un asesino en serie.
Ninguna mujer con dos dedos de frente pararía en una carretera oscura para hablar con un desconocido que la ha deslumbrado.
Así que me relajo en el asiento, me pongo a Chris Stapleton y permito que mi mirada se deslice por los campos cubiertos de nieve, blancos y nítidos. Cuando reflejan la luz de la luna, el paisaje ya no parece tan oscuro. Poco después, ya me acerco al desvío que lleva al rancho Pozo de los Deseos, lo que significa que por fin podré despedirme de mi tentadora, la conductora terrible.
Solo que pone el intermitente… y gira hacia el rancho.
La cabeza me da vueltas cuando pienso en lo que eso puede significar. Que va a pensar que la persigo, eso seguro. Y que si los dos vamos al mismo sitio es porque es alguien que conozco, aunque sea de forma indirecta.
Una vez que la casa iluminada aparece en el horizonte, acelera hasta el porche principal. Pisa el freno, sale del coche, cierra de un portazo y viene hacia mí indignada antes siquiera de que me dé tiempo a salir de la camioneta.
Cuando logro salir, oigo:
—¿Es que estás mal de la puta cabeza?
Vale. La chica está enfadada. Y no parece borracha. Tiene las llaves entre los dedos como garras. Y me gusta de inmediato.
Sin preámbulos. Ha venido a por mí, sin más. Es tan diminuta como feroz. Me siento como Peter Pan aguantando una bronca de Campanilla.
—Calma, Campanilla. —Le ofrezco una sonrisa y levanto las manos en señal de rendición, ya que no quiero que se sienta amenazada—. Si sigues pataleando así, se te va a reventar una vena.
—¡¿Campanilla?! —repite, alzando todavía más la voz.
La señalo con la mano.
—Sí, tienes un rollo así como de Campanilla, pequeña y enfadada. Mola. —Me permito recorrer su cuerpo con la mirada solo un momento; no quiero pasarme de lascivo. Pero, mira, es lo justo, después de cómo se me ha comido con los ojos en la gasolinera.
—Estás fatal de la cabeza, ¿eres consciente? —ataca de nuevo—. Te pasas más de diez minutos pegado a mi culo como un capullo y ¿ahora me sigues hasta aquí? ¿Para…, para… mirarme y compararme con un duende de Disney? —Mueve los brazos con furia y su rostro delicado se deforma de rabia. Con una mirada como esa podría incinerar a cualquier hombre en un instante.
Pero no a mí.
No debería provocarla. Sé que no debería. Pero me siento como un crío que se burla de la chica que le gusta para llamar su atención.
Y me gusta cómo esta me las devuelve.
Quiero más.
—Me parece que era una hada, no un duende. Y, para que lo sepas, conducir veinte kilómetros por debajo del límite de velocidad también es peligroso, y también podrías cargarte a alguien. A mí, principalmente. De aburrimiento —bromeo.
Abre los ojos casi de forma cómica, una señal indiscutible de que he fracasado en mi intento de rebajar la tensión en el ambiente.
—¡Es de noche y está nevando! ¡No conozco esta zona! ¡Podría haber animales salvajes! Conducir despacio es seguro, siempre que no tenga a un paleto de pueblo casi dándome en el culo y cegándome con las largas con una camioneta que solo llevaría un tío con la polla pequeña.
Aprieto los labios de golpe.
Joder.
Me encanta esta chica.
Debería parar. Debería dejarlo estar. Debería canalizar mi madurez y no tontear con ella a base de enfurecerla.
Pero siempre he sido un poco imprudente.
—Tengo entendido que, si te gusta que te den por el culo, lo mejor es una polla pequeña. Tal vez sea el chico ideal para ti.
No tengo la polla pequeña, pero no me importa hacer sacrificios por un buen comentario jocoso. Solo un tío con la polla pequeña habría perdido esta oportunidad.
No debería haberle contestado esto, pero la expresión de pura conmoción que aflora en sus bonitos rasgos hace que haya merecido la pena. Está tan cabreada… No puedo evitarlo. Si juegas con fuego, ahí estaré yo para echar gasolina.
Levanta la mano entre nosotros.
—Estoy casada, cerdo. Y ahora lárgate. —Mueve la mano con firmeza para señalar el camino.
Casada… Me limito a encogerme de hombros.
—Casada de momento.
No soy de los que se rinden. Y esta chica no me estaba mirando como una mujer casada. Al menos, no felizmente casada.
Es la voz de Rhett la que llama nuestra atención desde el porche que rodea todo el enorme rancho.
—No te preocupes por eso, Winter. No tardaremos en quitarte a ese marido tuyo de encima y enterrarlo en el patio de atrás. Como en la canción de las Dixie Chicks. Rob puede ser el nuevo Earl.
«Winter».
¿Winter, la hermana de Summer? Joder, qué combinación de nombres más estúpida para dos hermanas. Creo que deberían odiar a sus padres en lugar de odiarse entre ellas.
Vuelvo a mirar a la mujer que tengo delante, que está a unos dos metros de mí. Todo el mundo la describe como fría y distante, una auténtica reina del hielo.
He oído las historias. El drama. La retratan como una especie de mente criminal. Sin embargo, lo único que yo veo es una bomba de mujer que necesita mi ayuda para canalizar su hostilidad.
Y no me importaría nada echarle una mano. Ni un poquito. Si es que estoy hecho un filántropo.
Winter se frota las sienes como si le doliera la cabeza. Contemplo la posibilidad de ofrecerle una de las aspirinas que llevo en la camioneta. O un orgasmo. Tengo entendido que también ayudan.
—Tienes suerte de hacer tan feliz a mi hermana, Eaton —dice, y parece absolutamente exhausta.
Rhett pone esos ojillos derretidos y como drogados que se le ponen solo con que alguien mencione a Summer. Pero hace caso omiso a su comentario; en lugar de eso, le contesta:
—Pero Theo no es más que un bebé. No puedes corromperlo, Winter.
Pongo los ojos en blanco.
—No soy ningún bebé. Tengo veintiséis años.
Rhett resopla.
—No tienes veintiséis años. Tienes veintidós.
Santo Dios. ¿Se cree que sabe mi edad mejor que yo?
—Tío… Tenía veintidós cuando nos conocimos. El tiempo también pasa para mí. Haces lo mismo que mi madre con sus mascotas: cuando llegan a una cierta edad, empieza a echarles siempre los mismos años hasta que un día se mueren.
Él se ríe.
—Bueno, pues sí. Para mí eres como esa tienda que vende vestidos con poca tela. Forever 22.
Pongo los brazos en jarras y suspiro con una media sonrisa.
—Tú sí que te estás haciendo mayor… Se llama Forever 21.
Rhett hace un gesto de impaciencia con la mano.
—Como se llame. A mí lo que me interesa son los vestidos con poca tela.
—¿Habéis terminado ya? Si me tengo que quedar aquí toda la noche, voy a necesitar una copa —interrumpe Winter, claramente irritada por los derroteros que ha tomado nuestra conversación. Aunque la intervención de Rhett ha puesto fin a nuestra pequeña pelea.
Es una lástima. Me estaba gustando discutir con ella. Sabe defenderse mejor que ninguna de mis relaciones pasadas.
Si es que se les puede llamar así.
—Ah, sí, Winter, te presento a mi protegido, Theo Silva. Theo, esta es la doctora Winter Hamilton, mi futura cuña…
—Winter Valentine —lo corrige con gesto estirado.
—De momento —añado guiñándole un ojo. Porque ahora que sé quién es no me siento tan mal jugando mis cartas. Sé quién es su marido. Y también sé que ese tipo no me importa un pimiento.
Y que Winter puede aspirar a algo mejor.
Y yo soy mucho mejor, se haya dado cuenta ya o no.
Pone los ojos en blanco de la forma más teatral posible y camina hacia mí. Le tiendo la mano —porque mamá crio a todo un caballero— pero ella se limita a pasar por mi lado, fulminándome con esa mirada tan azul como el corazón de una llama. Me vuelvo para sostenerle la mirada cuando llega a mi altura y estamos hombro contra hombro.
Pero no me acepta la mano. Así que le sigo el rollo y me la paso por el pelo mientras le guiño un ojo.
Igual que he hecho en la gasolinera.
Nuestro pequeño secreto.
—Contén a tu perro, Eaton —sigue andando y se dirige solo a Rhett, como si yo ni siquiera estuviera aquí.
Pero, joder, cómo me gusta un desafío…
Me vuelvo y ladro con fuerza, «¡guau!», mientras contemplo su cuerpo menudo al llegar a la luz brillante del rancho, que está calentito y lleno de gente.
Rhett se está riendo. De mí, no conmigo.
—Mira que eres idiota, Theo.
Niego con la cabeza.
—Tío, creo que me he enamorado de tu cuñada. Es puro fuego.
Ahora es Rhett quien niega con la cabeza, como si supiera algo que yo no sé. Y lo sigo al interior de la casa porque quiero saber más.
Quiero saber más sobre Winter Valentine.
Por ejemplo, cuándo se va a divorciar.
Rob: Saluda a Summer de mi parte.
Entro en la enorme casa más alterada que cuando he salido de la ciudad hace un par de horas. Tanto las carreteras de mierda como el pensar en estar aquí dentro se quedan en nada al lado de lo que me turba ese hombre tan guapísimo y exasperante que está ahí fuera.
Juraría que todavía siento el peso de su mirada, que todavía noto cómo sus ojos me recorren la espalda con admiración. Me hace sentir un poco más alta.
Por patético que suene, es agradable que alguien me mire de ese modo. Las miradas a las que me he ido acostumbrando últimamente son más bien de desdén y de lástima. Y cuando Rob pone esa cara que sé que significa que se le ha puesto dura, lo único que siento es repelús.
Esto es distinto. Quiero que Theo me admire y a la vez tengo ganas de darle una patada en la espinilla.
El sonido de la ajetreada cocina me guía por el pasillo, en dirección a la estancia llena de luz cálida. El espacio me resulta acogedor al instante, gracias a las paredes verde bosque y a los anchos tablones de madera oscura del suelo. Las voces suenan felices y las risas no parecen forzadas.
No es una cocina blanca como la nieve, no hay mármol, ni eco cuando la gente habla.
Es extraño.
Me detengo en el umbral de la puerta, sobresaltada ante lo inconmensurable del gesto que estoy a punto de hacer. Es como si alejarme todo lo posible de Theo Silva —el profesional del rodeo sexy que conduce como un loco— y su perfecta estructura ósea me hubiese empujado hasta aquí, y ahora me hubiese descubierto de repente entre la espada y la pared.
Mi garganta se mueve a la vez que mis dedos, que se enroscan y aprietan contra las palmas de mis manos. Es como si la inercia que se desprende de esos pequeños gestos pudiera entrar en la estancia, como si fuera un espectáculo para que todo el mundo lo vea.
El primer paso para arreglar las cosas.
—¿Todo bien, Winter? —Alguien coloca la palma de la mano con firmeza sobre mi hombro. Levanto la vista y me encuentro con el rostro desaliñado del prometido de mi hermana. No es que no sea guapo, es que es tan… tosco. Es como un hombre-perro gigante y feliz que necesita urgentemente pasar un día en la peluquería canina.
Asiento vacilante antes de volver a echar un vistazo al otro lado de la esquina.
Aunque no estoy del todo bien. Estoy hecha una mierda. Pero me niego a dejar que se me note. Me siento segura cuando estoy tranquila. Y esos otros pasos que vienen detrás de Rhett pertenecen a un hombre que me hace sentir cualquier cosa menos tranquila.
—Va, que irá genial. —Rhett me aprieta con la mano—. ¿Quieres que te dé un empujón, como si estuviéramos saltando en paracaídas?
Esta vez lo miro con cara de pocos amigos.
—No, gracias. Puedo yo sola.
No sé a quién intento convencer, si a él o a mí misma. En cualquier caso, doy un paso hacia la cocina con la cabeza bien alta y saludo con un confiado:
—Hola, ¿puedo ayudar en algo?
Todas las cabezas se vuelven hacia mí, pero nadie abre los ojos en exceso. La actividad no se detiene con una brusquedad impactante. En lugar de eso, me saludan varias manos. Veo alguna que otra sonrisa. Un «Hombree, ¡Elsa!» de Willa, que está apoyada en un taburete y luce una pequeña barriguita.
Summer se me acerca a toda prisa con las mejillas sonrosadas. Su sonrisa no podría ser más sincera.
Y no dice nada. Se limita a lanzarse a mis brazos y a rodearme el cuello con los suyos, apoyando la mejilla en él. Tan abiertamente afectuosa.
Yo no estoy acostumbrada a esto. No me lo esperaba, así que me quedo un poco tiesa antes de devolverle el abrazo. Cuando por fin lo hago, a ella se le ablanda el cuerpo y un pequeño suspiro escapa de sus labios.
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —susurra.
Y yo me alegro de que ahora mismo nadie pueda verme la cara, porque la estoy arrugando con todas mis fuerzas, haciendo todo lo posible para no desmoronarme en mitad de otra reunión familiar navideña.
Eso sería pasarse de dramática, y yo no soy muy de dramatismos. Me limito a agachar la cabeza y hacer lo que tengo que hacer.
Y una de las cosas que tengo que hacer es reconciliarme con mi hermana. Así que aquí estoy.
—Yo también —es lo único que acierto a decir antes de que se aparte. Deja una mano en mi hombro y con la otra se seca los enormes y dulces ojos castaños. Tienen la misma forma que los míos, pero son de otro color.
Ambas tenemos los rasgos de nuestro padre, pero yo heredé los colores de mi madre.
—¡Hola, Winter! —Un hombre mayor cruza la cocina mientras se limpia las manos en los pantalones, lo que hace que la maniática de la limpieza que hay en mí se estremezca un poco—. Soy Harvey Eaton, el padre de Rhett. Es un placer conocerte.
Me tiende una manaza y, por mucho que lo busque, no encuentro en su rostro ni una pizca de prejuicios contra mí. No sé qué clase de rollo La tribu de los Brady se traen en esta casa, pero me tiene descolocada.
—Eh… Hola —contesto un poco vacilante mientras le acepto la mano—. Muchas gracias por dejar que me acople a vuestra cena.
El hombre resopla y le quita hierro al asunto con un gesto.
—No te estás acoplando a nada. Es una cena familiar y tú eres de la familia. Así que, si no me fallan las cuentas, estás justo donde debes estar.
Juraría que se me ha caído la mandíbula al suelo. Pero ¿quién es este tío? ¿La versión vaquera de Ned Flanders?
Me sonríe. Una sonrisa… amable. Normal. No de esa clase de sonrisas que me hacen cuestionarme cuál es la verdadera intención que se esconde tras ellas. Y entonces se va. Vuelve a lo que sea que esté cocinando, como si tenerme en su cocina fuese de lo más normal, y no una rareza o un acontecimiento extraordinario.
¿De la familia? Quizá este tal Harvey Eaton ya esté un poco achispado, porque hace mucho tiempo que Summer y yo no parecemos pertenecer a la misma familia, y todavía no conozco a ningún otro de los presentes, salvo a…
—Toma. —Alguien me da un suave codazo en el brazo, y lo huelo antes incluso de ceder ante mis impulsos y mirarlo. Naranjas frescas y dulces mezcladas con algo especiado… ¿Clavo? ¿Jengibre? Huele a vino caliente.
Es embriagador. Masculino. No es un olor fuerte ni agresivo, no me resulta molesto.
Mi mirada se mueve hacia él antes que mi cabeza. Y entonces veo sus manos, toscas y callosas, tal y como las imaginaba. Grandes y cálidas.
Con una copa de vino en cada una. Una de tinto y otra de blanco.
—¿A dos manos esta noche? —Ladeo la cabeza y lo miro con una ceja enarcada—. Tiene sentido. Conduces como si ya fueras bebido.
Curva un lado de la boca traviesa hacia arriba y me quedo a cuadros al darme cuenta de que Theo Silva sabe perfectamente lo guapo que es. Seguro que practica sus gestos delante del espejo.
—Pues ya tenemos mucho en común. Eso es justo lo que pensaba cuando estaba atrapado detrás de ti, durante los diez minutos más aburridos de mi vida.
Le dedico una sonrisa inexpresiva, fingiendo estar hastiada, y levanto una mano para inspeccionarme las uñas. Si pudiera ir a hacerme una manicura, elegiría un marrón cálido. Me da igual que sea Navidad. El rojo es demasiado chillón. De todos modos, ¿qué más da? En el hospital no nos dejan ir con las uñas pintadas.
—Bueno, así has podido experimentar lo que sienten las mujeres en tu presencia.
—¿Por eso gritan «¡Oh, Theo, qué aburrimiento!» cuando estoy dentro de ellas?
Resoplo y levanto la vista para mirarlo, sonrojándome un poco al ver una chispa cómplice en sus ojos.
Me saca de quicio. Él me saca de quicio. Así que se la devuelvo, con la esperanza de causarle el daño suficiente para que me deje en paz.
—Solo te lo dicen para que termines y dejes de menearte torpemente encima de ellas.
—¿Tú crees? Igual podemos concertar una cita para que me instruyas sobre cómo menearme menos. Me encanta practicar, la verdad.
Entorno los ojos y lo fulmino con la mirada.
Tenía que ser yo la que atrajera al único hombre en el mundo que parece imposible de ofender. El único hombre en el mundo decidido a no dejarme en paz, aunque ya me sienta preparada para unirme a Wonder Woman en su isla solo para mujeres.
—¿Cuál? —pregunta poniéndome las dos copas de vino en los morros e interrumpiendo mis cavilaciones.
—¿Qué?
—¿Blanco o tinto? Has dicho que necesitabas una copa. No sabía cuál preferirías, así que he servido una de cada. Ya me beberé yo la que tú no quieras.
Me quedo perpleja. Me entran ganas de soltarle una pulla sobre que no me sorprende nada que se beba cualquier cosa que esté a su alcance.
Parece de ese tipo de hombres. Chulo, guapo… Demasiado pagado de sí mismo. No hace falta saber física cuántica para darse cuenta de que un hombre como él está acostumbrado a ir de cama en cama. Salta a la vista que le sobra experiencia, algo de lo que yo carezco.
Porque estaba obnubilada por Rob… Hasta que dejé de estarlo.
Echo un vistazo al vino, dubitativa. ¿Esto se consideraría tomarse una copa con un hombre?
Rob habría traído una botella de un vino específico de alguna región concreta y lo habría enfriado a la temperatura exacta. Y luego me habría puesto una copa en las narices y me habría susurrado algún comentario ostentoso al oído sobre que los anfitriones habían puesto un vino barato en la mesa.
Alargo una mano y cojo el vino blanco. El tinto me manchará los dientes y ya me siento lo bastante incómoda solo por estar aquí.
Estoy a punto de darle las gracias, aunque me fastidie, pero entonces las puntas de mis dedos rozan brevemente las suyas y nos sacude una descarga de electricidad estática que hace que levante la vista de golpe. Aparto la mano de la copa a toda prisa y me la acuno contra el pecho.
—¿Estás bien? —pregunta con el ceño fruncido.
¿Bien? Casi me echo a reír. Es solo el aire seco de las praderas. Hay electricidad estática en todas partes. Y tampoco es que me hayan pegado un tiro, pero está preocupado de verdad y eso… me saca de quicio.
Algo que esta noche me pasa constantemente. Es la constante del día. Mi vida se ha convertido en Barrio Sésamo. Y yo soy Óscar el Gruñón.
Y estoy bastante segura de que Elmo me acaba de traer una copa de vino.
Se la quito de la mano y me alejo con la intención de mezclarme un poco entre los demás. Porque, por mucho que odie socializar, creo que odio incluso más quedarme ahí plantada, perdida en los profundos ojos oscuros de Theo Silva y embriagada por su aroma a cítricos y jengibre.
—¿Hay noticias de Beau? —pregunta Summer, que está sentada a mi lado en la enorme mesa familiar en la que estamos cenando.
Harvey se aclara a garganta y se yergue un poco.
—Sí, sí. La verdad es que está bastante bien. Tiene quemaduras de tercer grado en los pies. Le han tenido que hacer un injerto de piel y lo han estado monitoreando por si volvía la infección, pero ayer me informaron de que están impresionados con la rapidez con la que se está recuperando.
—Claro, porque a Beau se le tiene que dar bien todo, joder —murmura Rhett negando con la cabeza.
Y con esa respuesta se gana un coro de carcajadas. Yo todavía no he conocido a su otro hermano. Según tengo entendido, es militar y le pasó algo en su última misión. Ahora está ingresado en un hospital militar.
Las quemaduras no son ninguna broma; he visto muchos casos en urgencias. No se las desearía ni a mi peor enemigo.
Bueno, vale. A Rob sí. No soy tan maja.
—Tendremos que buscarle algunos médicos para cuando vuelva a casa.
Me encojo de hombros y, mientras pincho una zanahoria glaseada con azúcar moreno de mi plato, la oferta se escapa de mis labios antes de que tenga la oportunidad de contenerla.
—Yo puedo echar una mano con eso.
—¿De verdad? —A Harvey, que está al otro lado de la mesa, se le ilumina la cara, y me pregunto si ser amable será contagioso.
No salía en el temario que vimos en la Facultad de Medicina, pero la ciencia está en constante evolución.
Miro a Theo a los ojos. Está sentado justo enfrente de mí, y no mirarlo me está resultando difícil. La vela que hay entre nosotros arroja una luz parpadeante sobre su rostro, y su barba incipiente me distrae. Y apartar la vista a toda prisa como una niña a la que han pillado espiando es una inmadurez.
Pero lo hago de todos modos. Es como si hubiera vuelto a la adolescencia y él fuera el chico popular que se sienta al otro lado del aula.
Nada de lo que estoy haciendo esta noche parece propio de mí, pero decido no darle demasiadas vueltas.
—Claro. —Bajo la vista hacia el plato—. No es ningún problema. Ayudaré encantada en todo lo que pueda.
Summer alarga una mano por debajo de la mesa y me da un apretón en la rodilla para tranquilizarme. Yo la miro mientras me pregunto cómo es posible que dos personas que se han criado en una misma familia sean tan distintas. Opuestas. El invierno y el verano. Nuestros nombres no son solo un guiño estúpido; de algún modo, nos representan de verdad.
Sin embargo, ya conozco la respuesta. Nuestros padres nunca rompieron su relación; en lugar de eso, rompieron todo lo que había a su alrededor. Un equipo contra el otro.
Yo me quedé a mi madre, y Summer, a nuestro padre.
Rhett interviene y empieza a hablar sobre no sé qué partido de hockey sobre hielo navideño y sobre que Sloane y él han limpiado el hielo para jugar. Sloane, la elegante rubia que está sentada al lado de Harvey, se pone a contar una anécdota en la que ella y Jasper, el hombre que está junto a ella, jugaron un partido como ese en otra granja.
Y se refiere a la superestrella de la liga nacional de hockey, Jasper Gervais, uno de los clientes de mi padre, que la mira como si fuera capaz de disparar arcoíris con la vagina o algo así. No creo ni que la esté escuchando. Se limita a contemplarla como si fuera lo mejor que le ha pasado en la vida. Duele ver su expresión. No me gusta nada estar celosa, pero gran parte de lo que estoy presenciando aquí esta noche me genera unas emociones oscuras y amargas.
Estoy a punto de reventar.
No es que envidie a los demás por lo que tienen. Es que anhelo tenerlo yo también. Al ser testigo de esto, me doy cuenta de todo lo que me he perdido durante estos años. De todas las cosas que no tengo.
Las cosas que nunca tendré.
Paso el resto de la noche observando. Me retraigo un poco, pues me siento una forastera. Todo el mundo está contento, y yo… yo no.
Es casi como ver cómo crecen las bacterias en una placa de Petri a través del microscopio. Puedo ver cómo ocurre. Puedo comprender por qué ocurre. Puedo acercarme lo suficiente para tocarlo…, pero no dejo de mirarlo a través de una lente. De estudiarlo.
Nos hemos retirado al espacioso salón, distribuido alrededor del fuego, y estoy sentada en un sillón imposiblemente cómodo. En ese momento, se me acerca Theo.
Otra vez.
Es implacable, joder.
Está solo a un par de metros de distancia, mirándome con los ojos entornados, una seguridad en sí mismo que roza la fanfarronería y esa determinación. Pero Willa llama su atención. Ella me mira a los ojos un instante y le dedico una sonrisa tímida. Willa me cae bien. Ha sido como una hermana para Summer de una forma que yo nunca pude.
Y creo que siempre la querré por ello.
—Theo, el donjuán. ¿Cómo va la cacería últimamente?
Él deja la mirada fija sobre mí un instante, con una actitud más de determinación que de indiferencia juguetona. De repente, quiero saber qué narices estaba a punto de decirme. Me he pasado la noche evitándolo y Willa es lo bastante observadora para haberse dado cuenta. Sin embargo, no podría haber sido más inoportuna.
—Willa, ¿cómo te encuentras? ¿Ya te han dicho que últimamente estás radiante? —No le ha costado nada esquivar la pregunta. Como si fuera un juego para él. Ni siquiera ella puede evitar sonreír y poner los ojos en blanco.
Theo tiene algo irresistible y encantador. Es jovial, divertido. Todavía no está desencantado con el mundo. Quizá sea ese su atractivo, es un hombre que parece ver siempre el vaso medio lleno, cuando yo soy de las que lo suelen ver medio vacío.
Cade, el mayor de los hermanos Eaton, se levanta y se sienta al lado de Willa, rodeándole los hombros con el brazo en un gesto posesivo.
—Tenías que ser tú el que intentase ligar con una mujer embarazada, Theo.
Todos se echan a reír, incluso Theo, pero veo que se pone un poco tenso, como si la broma le causara una amargura que nadie se esperaba. Como si se estuviera obligando a mantener la cabeza alta, aunque no le apetezca.
Lo sé porque yo también lo hago.
—Por Dios, tío, lleva a tu bebé en el vientre y vive en tu casa, ¿qué más necesitas? ¿Que se tatúe tu nombre en la frente? Solo estaba siendo amable.
—Sí, amigo, ya he visto lo amable que puedes llegar a ser —interviene Rhett—. Hasta diría que se te conoce por lo «amable» que eres.
Theo sonríe y pone los ojos en blanco.
—Tiene narices que me lo digas tú, Eaton.
—Oye… —Rhett levanta las manos, en una de las cuales tiene una cerveza—. Yo era como Ricitos de Oro. Todas las gachas me parecían demasiado frías o demasiado calientes, hasta que encontré unas que estaban justo…
Summer lo interrumpe con una expresión de fingida exasperación.
—No acabes la frase, te lo pido por favor. Cualquier analogía que me compare con una papilla blandengue es… No, Rhett. No.
—Pero el sirope de arce que yo les pongo me recuerda a…
—¡Rhett Eaton! —exclama mi hermana con los ojos muy abiertos—. ¡Contrólate!
Él aprieta los labios; luce una expresión que rezuma sexo. Roza lo inapropiado, pero ya sabía que es impulsivo y que no tiene filtro, a juzgar por su comportamiento en el pasado.
Parpadeo y aparto la vista hacia los ventanales, desde los cuales se ve el terreno cubierto de nieve del rancho.
Todavía nieva.
—Lo siento. —Cuando levanto la vista, veo que Theo está a mi lado. Miro detrás de mí para comprobar si me lo ha dicho a mí, lo juro, y veo una cabeza de ciervo con unos cuernos enormes colgada de la pared.
Lo señalo.
—¿Por? ¿Lo mataste tú?
Sonríe y la piel de alrededor de los ojos se le arruga un pelín.
—No le estaba hablando al ciervo, Winter.
Las demás conversaciones han empezado a fluir y Theo ya no es el centro de atención. Sin embargo, yo sigo siendo el centro de la suya, lo que me resulta casi asfixiante.
—Siento haberte incomodado durante el trayecto hasta aquí. No era mi intención. Yo… —Se pasa una mano por el pelo, corto por los lados y un poco más largo por arriba. Lo lleva un poco alborotado, como si se lo hubieran despeinado durante el sexo—. En absoluto lo era.
Asiento, pero me cruzo de brazos, como si así pudiera protegerme de él.
—Vale.
Enarca una de sus gruesas cejas oscuras.
—¿Vale? ¿Significa eso que aceptas mis disculpas?
—¿Y qué pasa si no las acepto? —Enarco una ceja en un gesto desafiante. Casi ni me reconozco.
«¿Estoy tonteando con él?».
Es oficial: Rob ha conseguido que pierda los papeles. Estoy en una reunión familiar tonteando con un hombre más joven que yo, y no porque me guste, sino porque… me hace sentir bien.
Adopta una expresión casi sombría.
—Eso sería cruel porque mi autoestima depende mucho de caerle bien a la gente. Caer bien es mi mejor virtud. —Parpadeo. Estoy a punto de decirle que no es su mejor virtud, pero eso me parece cruel hasta a mí—. Si no te caigo bien me romperás el corazón —añade, y se pone de cuclillas delante de mí. Al situar su mirada a la altura de la mía, consigue que esta conversación me resulte aún más íntima.
Pongo los ojos en blanco.
—Pensaba que querías que aceptase tus disculpas. ¿Ahora también tienes que caerme bien?
Se encoge de hombros y esboza una sonrisa juguetona que le remarca los hoyuelos.
—Es básicamente lo mismo.
Resoplo. ¡Qué hombre!
—No es lo mismo.
Se lame el labio inferior con la punta de la lengua y yo lo sigo con la mirada, cautivada.
—Me temo que no estoy de acuerdo.
