Recuerdos de viaje - Eduarda Mansilla - E-Book

Recuerdos de viaje E-Book

Eduarda Mansilla

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Beschreibung

Tras muchos años en Europa, en la década de 1860 Eduarda Mansilla acompaña a su marido a una misión diplomática en diversas ciudades de los Estados Unidos, entre ellas, Nueva York. Varios años más tarde escribe estas crónicas en las que relata las costumbres —admirables o reprobables— de los habitantes del gran país del norte —en especial, de las mujeres—, que contrastan con la propia cultura, la cual, según ella, se hermana mucho más a la París decimonónica.Celebrada por Domingo F. Sarmiento, «Recuerdos de viaje» fue publicada en Buenos Aires en 1882 y es la primera obra en su género escrita por una autora argentina.-

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Eduarda mansilla de garcia.

Recuerdos de viaje

Recordar es vivir. BERMUDIZ de CASTRO.

TOMO PRIMERO.

Saga

Recuerdos de viaje

 

Copyright © 2023 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726602562

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

BARBOSA:

En tanto viaja Vd. de un extremo á otro de la ciudad, para aliviar á los que sufren, lea á su amiga.

Vd. es uno de aquellos que más me ha impulsado á escribir mis recuerdos de viaje ; es justo, pues, que este primer tomo, le sea dedicado.

E. M. de G.

PRELIMINARES.

Hacer la travesía desde el Havre á Nueva York en la Compañía Trasatlántica Francesa, ó embarcarse en un vapor del Cunard Line, en Liverpool, no es exactamente lo mismo como agrado, si bien ambos medios de cruzar el Océano, pueden emplearse indistintamente, con la seguridad de llegar á buen puerto, en doce ó trece dias, salvo los inconvenientes ó accidentes naturales de la ruta.

Las nieblas y lurtes, compañeros inevitables del verano, y los vientos bravíos é incesantes, que sin piedad exasperan las aguas del Atlántico, en los meses del invierno, hacen que el viaje sea siempre penoso é igualmente inseguro, en una ú otra estacion. Pero dado no ser posible evitar, que el deshielo del Polo, acarree esas masas colosales, que cortan un buque de parte á parte, con sólo chocarlo; y siendo del mismo modo imposible calmar en el invierno, el desencadenamiento de ciertos vientos reinantes en aquellas regiones, creo preferible afrontar los icebergs y las nieblas, evitando de esa suerte, el más desapiadado enemigo del viajero por agua: el mareo. Durante el verano, el mar está relativamente tranquilo, y la cuestion travesía, presenta otra faz, bajo el punto de vista del comfort y amenidad del viaje.

En la Línea Francesa, se come admirablemente, detalle de sumo interes, para el viajero que no se marea; y en la buena estacion las excepciones son escasas, salvo durante los dos ó tres primeros dias. El servicio es inmejorable, y la sociedad cosmopolita que por esos vapores viaja, parece como impregnada de la amenidad y agrado de las costumbres francesas, reinando además aquel grato laisser aller que crea la vida de abordo.

En los vapores ingleses, se come mal, es decir, á la inglesa; todo es allí insípido, exento del atractivo de forma y de fondo, que tanto realce da á la comida francesa. El vino brilla por su ausencia, eleva la suma de los extra á proporciones colosales é impone al viajero, la enojosa tarea de calcular sus gastos, en esas horas crueles de la vida de abordo, en las cuales toda la sensibilidad parece concentrada en el estómago.

Por lo general, en la Línea Inglesa, no se encuentra sino Ingleses; pues, los Europeos del Continente, no atraviesan por gusto el temido Canal de la Mancha, para ir á embarcarse exprofeso en Liverpool, teniendo, como tienen, la perspectiva de un viaje de mar de tantos dias: ésto, ademas de otros inconvenientes, recargaría con exceso su budget.

Paris es más tentador; y el ferro-carril del Havre, que atraviesa la pintoresca Normandía, en sólo tres horas, ofrece muchos encantos, que llamaré preliminares á la gran travesía trasatlántica.

El Domingo, en los paquetes ingleses, hay casi siempre un service, en el gran comedor, pues rara vez falta abordo el clergyman touriste ó inmigrante. En ese dia cae sobre los desdichados pasajeros, la pesada capa de fastidio, que cubre infaliblemente las ciudades protestantes, on sabath day.

Enmudece el piano, todos hablan en voz baja, y se diria que, hasta el monótono ruido de la hélice, es ménos marcado y nervioso los Domingos.

En cambio, la disciplina, propiamente dicha, de la Línea Británica, se efectúa siempre con suma regularidad y reserva. Los pasajeros no tienen contacto alguno con la oficialidad del buque, que parece extraña, á lo que llamaré la parte comercial de la Compañía.

El capitan, es un hombre mústio, silencioso, casi siempre vulgar, que al pié de la letra, observa su exclusiva mision de conducir el buque. Los pasajeros no le conocen ni de vista; su asiento en la cabecera de la mesa, permanece siempre vacío.

Si hay mal tiempo, nadie sabe lo que ocurre, nadie se atreve á preguntar qué sucede, á esas sombras silenciosas y graves, que cruzan de un lado á otro, como autómatas de la disciplina.

El agrio sonido de la bocina, rompe la espesa bruma, que como tupido crespon envuelve al buque; una sensacion dolorosa se produce y los latidos del corazon más valeroso se aceleran. El lamento de la bocina recuerda sin cesar á los viajeros la inminencia del peligro. En aquella oscuridad, que, ni siquiera permite ver los objetos mas cercanos, el encuentro con otro buque, es no sólo un peligro: es la muerte.

Ayax, el héroe griego, que no temia ni á los mortales ni á los dioses, tembló en la oscuridad é imploró á Vénus, pidiéndole luz! luz!

Qué extraño es, que el horror se apodere del espíritu de los viajeros, durante esos cuatro terribles dias, en los cuales no se apagan un instante las odiosas lámparas de aceite, que dan un tinte funerario á la pardusca luz del dia! Desgraciadamente, el enemigo silencioso y frio, que el Polo envia por las aguas del Atlántico á la frágil nave, no se anuncia, ni por el agrio son de la bocina, ni éste conmueve la helada superficie de la gigantesca mole. De improviso, la atmósfera que rodea al vapor se enfria de tal suerte, que el termómetro baja repentinamente, de 18 á 7 grados. ¡Felices aquellos que ignoran lo que tal transicion significa! El helado mónstruo está cercano, y Dios sólo puede desviarlo en su terrible marcha. En el mar no hay escépticos.

Pasó el peligro: el sol rompe la bruma, la temperatura se dulcifica, y sobre las azuladas olas vése á lo léjos flotar la blanca diamantina masa que refleja el íris. La luz, la alegría y la tranquilidad reinan por todos lados; el marino, como el viajero, siente ensanchársele el corazon, y el buen humor reaparece.

En los paquetes franceses, el comandante, que es siempre charmant, homme du monde, preside su mesa, y al terminarse las comidas, ofrece galantemente el brazo á una dama.

Los pasajeros conocen á los oficiales, están al corriente de los más insignificantes detalles de la marcha; todo lo preguntan, lo investigan ó adivinan. Si por desgracia el viento arrecia, la mar se encrespa y comienzan esos vaivenes furiosos, que sacan de quicio los objetos inanimados y desnivelan el espíritu humano, poniéndolo á prueba, óyense frases misteriosas, que hacen estremecer de pavor á los más valientes. «Los marineros se niegan á ejecutar la maniobra, el comandante está desesperado; y si el mal tiempo continúa, tendrán los oficiales que echar ellos mismos mano á los cabos.»

Un noticioso agrega: «El comisario está dado al diablo, y acaba de encerrarse en su camarote.»

El comisario, (ese tipo del hombre galante en los paquetes franceses) representa á la Compañía, ó sea la parte comercial. Casi siempre existe entre éste y el comandante rivalidad encubierta, lucha de autoridad que da á sus relaciones tirantez y frialdad.

Pero, ¡cuánta anchura, cuánta abundancia, para ofrecer á discrecion, hielo, leche, frutas, en la serie de comidas que con diversos nombres se sirven en los paquetes franceses! Qué profusion de vino excelente y grátis; ese vino sabroso que recuerda el suelo de la bella, la rica Francia, tierra favorita de la uva!

A mi entender, pudiera reducirse á una simple ecuacion, la muy grave cuestion de escoger una ú otra Línea para cruzar el Océano.

Viajar con los Franceses es más agradable en verano; pero, lo es más seguro en invierno con los Ingleses.

Y aquí, para no ser ingrata ni olvidadiza con una nacion que tanto quiero, diré, que personalmente, yo prefiero hasta naufragar con los Franceses. Pero, en mi calidad de viajera, que escribe con la mira honrada de dar luz á los que no la tienen, creo de mi deber consignar en estas páginas, lo que he oido repetir á tantos famosos touristes. Pues en ciertas materias, forzoso es contar los votos, por más amigo que uno sea de pesarlos. Además, quien á Yankeeland se encamina, tiene por fuerza que democratizar su pensamiento. Con lo expuesto, queda ya tranquila mi conciencia, y sigo rumbo hácia el Norte.

_____________

CAPÍTULO I.

Hacia trece dias que navegábamos en el África, suntuoso vapor de la Compañía Cunard, cuando una mañana, resonó en mi oído la mágica palabra Nueva York. Habíamos llegado; y aunque desde la víspera, tuviésemos la casi certidumbre de ver terminado nuestro viaje al siguiente dia, no por eso, la emocion fué ménos grata.

En la mar debe contarse siempre con lo imprevisto; y el gran banquete de la víspera, que anuncia la llegada segura, reuniendo en ese momento al rededor de la gran mesa, aún á aquellos viajeros invisibles durante la travesía, á esas víctimas resignadas del mareo, puede aún resultar ser una esperanza vana.

Los semblantes se iluminan, los apetitos se aguzan, las simpatías se acentúan, al parecer; pero ese banquete de adios destinado á calmar las inquietudes del viajero y á pacificar los pobres estómagos exhaustos, suele no ser la última comida que abordo se hace. El mar es caprichoso; y el hombre falible.

Todos los que han viajado, conocen el momento solemne del arribo.

La agitacion es general, el va y viene de los pasajeros que activan su atavío y de los empleados del buque, que como viajeros que son igualmente, tratan de despachar, con la mayor rapidez posible sus quehaceres, complicados por la llegada, para bajar á esa tierra tan ansiada por el navegante. Ya viaje éste por gusto, ó aquél por deber: la tierra es la esperanza de todos.

Reina el tumulto, el desórden, en tales ocasiones; á la regularidad y monotonía de la vida ordinaria, sucede la agitacion, la confusion. Y entónces, puede verse patentemente, cuán efímeras y transitorias son esas relaciones, contraidas en la vida tan íntima y estrecha de abordo.

La llegada afloja como por encanto, vínculos que parecian tan sólidos ayer tarde al ponerse el sol; vínculos creados por la necesidad y mantenidos por la costumbre.

Con la misma facilidad con que se formaran, se disuelven los grupos varios; y de una intimidad de todos los momentos, suele no quedar ni aún el recuerdo. Como las aguas del Leteo, la tierra produce el olvido y á veces la ingratitud.

La ruptura suele ser tan rápida cuanto persistente, careciendo con frecuencia, hasta de las formas que hacen soportable toda separacion. La culpa no es de nadie, es de todos.

«Hasta la vista; estoy buscando un baul que no encuentro!» dice un viajero, malhumorado.

Agrega otro, con marcada cortesía: «Señora, siento no poder ser útil á Vd. . . . . ¿en qué hotel podré . . . .?»

«Ignoro. . . .; pero ya nos veremos,» es la respuesta lacónica y evasiva; que con el olor de tierra, hánse despertado los escrúpulos sociales, adormecidos por los contínuos vaivenes que las olas imprimen al flotante vehículo.

«Por aquí, caballero; le llaman á Vd. de tierra!» grita un comedido.

«Cómo! qué ya se puede desembarcar?»

«No ha llegado aún la visita!» exclaman varios en coro.

«Para servir á Vds!»

Pasa un grupo de familia dando codazos y aún maletazos; produciendo malhumor general, desconcierto y aún sombreros ladeados.

«Madame,» pronuncia un dandy irreprochable, redondeando los codos, «tendré la dicha . . . .?» imposible continuar la expresiva frase: un baul colosal, de esos llamados mundos, por las elegantes, amenaza con su mole el coqueto sombrero del desembarque, de la dama, que ya se halla fuera de tiro.

Cosa curiosa; se llega á un país donde no se ce alma viviente, y no obstante, la idea de agradar surge como esas generaciones espontáneas de que nos hablan los fisiólogos.

Los hombres no forman excepcion á esta regla ó conato de seduccion inocente. Ostentando pliegues caprichosos, vénse levitas arrugadas, que yacian en el fondo de la mala durante la travesía, y que vienen á reemplazar el jaquet algo descolorido de todos los dias, bueno para abordo.

Error! aquella levita y el sombre rito coqueto, llegarán al hotel cubiertos de polvo. El viajero novel cae siempre en la falta de vestirse para desembarcar. En tanto que el aguerrido, guarda sus galas para cuando haya sacudido el polvo del camino, en la ancha bañadera que en el hotel le aguarda, entregándose luego al hábil peluquero, que habrá de dejarle irreprochable y como nuevo.

Llegar á una ciudad, donde nadie nos espera, produce dolorosa impresion en el ánimo del viajero bisoño, y casi le hace arrepentirse del triste placer de viajar, como dice madame de Stael.

Cuando el África, despues de haber recibido la muy rápida y poco ceremoniosa visita de sanidad de Nueva York, dejó por la ancha tabla, que en contacto con el muelle le ponia, paso libre á los que de la ciudad venian, en busca de amigos y parientes, ví llegar una media docena de individuos, en procura de damas viajeras.

Un grupo de niñas engalanadas, que durante la travesía nos habia divertido mucho con su charla incesante é inofensiva coquetería, recibió sobre la cubierta á los recien llegados. El súbito exclamar Pa! John! James! Mary! entrecortados con ruidosos besos, me hizo experimentar algo que á la envidia se parecia. Pero, oh naturaleza humana! Mi mal sentimiento se trocó luego en otro peor. Aquellos besos al padre (Pa, que el Yankee todo lo acorta) á John, hermano ó primo, no eran dados ó recibidos en la mejilla ó en la frente, acompañados de un abrazo tierno, como en nuestra raza se estila; eran estampados en plena boca y acompañados de un vigoroso shake hands muy prosáico; y beso y apreton de mano me movieron á la risa. Hice mal, pero lo hice.

Los lábios, me parecen sitio sagrado, que no deben así no mas prestarse á públicas efusiones de familia. Si me equivoco, tanto peor, conservo mi error, porque me es grato.

Diverse lingue orribile farelle. Recordé al Dante, sin poderlo remediar, cuando seguida de mi numerosa smala, me encontré á cierta altura del muelle, delante de un muro humano, que vociferaba palabras desconocidas, como una legion de condenados. Eran séres groseros, feos, mal entrazados, con enormes látigos, que blandian desapiadados, furiosos, sobre las indefensas cabezas de los viajeros, cuyo paso impedían. De repente, una alma, un viajero, caía en poder de alguno de esos demonios, y en el instante éste enmudecia, conduciéndole en misterioso silencio, sólo Dios sabe dónde. El calor, el polvo, el vocinglerio infernal, me tenian fuera de mí. Uno de aquellos hombres que sin cesar repetía «Clarendon Hotel»se apoderó de improviso de uno de mis hijos, colocándolo sobre el hombro. Creció mi terror y el exceso de la temperatura, hubo de hacerme perder el sentido.

Eran las once de la mañana, de un dia de Junio en Nueva York. Tal fecha, nada dice á quien no conozca la ciudad de los tabardillos (sun strike), en pleno verano, pero estremece de pavor á quien haya habitado la Metrópoli norte americana, durante el verano.

Seguimos todos al hombre del gran látigo y continuó la griteria: Everett House! Fith Avenue Hotel! St. Nicholás Hotel! miéntras nosotros caminábamos en fila, lo mejor que podiamos entre cajones, tablas y barricas. El cochero del ómnibus del Clarendon Hotel, nos condujo en silencio á la oficina de la Aduana, estrecho camaranchel de tablas mal unidas, donde sólo cabiamos dos viajeros á la vez.

Gracias al pasaporte diplomático, la ceremonia del reconocimiento del equipaje, no tuvo lugar. El empleado dió una mirada rápida al pasaporte, escribió algo sobre un registro, pronunció un espresivo all right, y en mi calidad de lady, me entregó un puñado de pedazos de cobre numerados, diciéndome: That’ll do y nos volvió la espalda.

Ha llegado el momento de hacer aquí una confesion penosa, que hará derramar lágrimas, no lo dudo, al digno don Antonio Zinny, mi maestro, á quien su discípula favorita, debia en ese entónces todo el inglés que sabia. Y este resultó ser tan poco, que con gran vergüenza y asombro mió, el intérprete natural de la familia, la niña políglota, como me llamaron un dia algunos aduladores de mis años tempranos, no entendia jota de lo que le repetian los hombres mal entrazados y el lacónico expresivo empleado.

«Qué dicen? Qué dicen?» preguntaban mis compañeros, volviéndose á mí, como á la fuente. Y la fuente respondia: «No les entiendo!» y fuerza era responder la verdad, porque mi turbacion era visible.

Pero como el gesto expresivo de uno de los hombres, indicara los cuadraditos de bronce numerados que yo conservaba en la mano, mayor fué mi confusion que mi cautela, y por verme libre del importuno, se los entregué, y así cesó de mortificarme.

Ah! Pero con aquel calor y aquella atmósfera sofocante, hubiera, como Esau cedido hasta la más preciosa de mis prerogativas, por un baño.

Subimos por fin al ómnibus, y comenzó entónces ese ávido mirar del viajero, que se vuelve todo ojos, al penetrar en una ciudad desconocida ó conocida, si por fortuna ésta es Paris.

Nada hay más grato que volver á ver á Paris; creo, lo afirmo, la impresion que se recibe al ver la Capital de la Francia por vez primera, no es tan intensa ni tan completa, como la que se siente al volver á verla.

La admiracion, cuando va acompañada de sorpresa suele ser ménos atractiva, y, sobre todo, ménos razonada. Pocas cosas hay más susceptibles de crecer y educarse que la admiratibilidad. El salvaje no se da cuenta de los edificios que ve por vez primera; los ve mal, los juzga con su criterio estrecho de salvaje. Para comprender lo bello, es forzoso tener en nosotros un ideal de belleza, y cuanto más elevado es éste, mayor es nuestro goce, por mucho que el reverso de la medalla, produzca en nosotros, cierta insaciabilidad estética, si la palabra es permitida, y nos incline un tanto al pesimismo.

_____________

CAPÍTULO II.

Si en vez de llegar á Nueva York de dia claro, con aquel sol rajante, desapiadado, atravesando en un mal coche de alquiler, la muy larga distancia, que media desde el muelle hasta la parte elegante de la ciudad, me hubieran desembarcado dormida y encerrada, como las princesas de las Mil y una noche, en misterioso palanquin, al despertar, de seguro habria exclamado: «Estoy en Lóndres!» Idéntica arquitectura, igual fisonomía en las calles, en las tiendas, en los transeuntes, que parecen todos apurados; y lo están en realidad.

El cosmopolitismo hállase más acentuado en Nueva York; pero la raza sajona descuella allí sobre las demas é imprime á la metrópoli norte americana, todo el carácter de una ciudad inglesa. Si se exceptuan los tobacconish, con sus colosales cigarros de madera chocolate ó sus indias de lo mismo, adornadas con el clásico tocado y la cintura de plumas rojas y azules, que tienen un sello puramente americano.

La animacion es portentosa, y cuando se entra á Broadway, la grande arteria de la suntuosa ciudad, aquel nombre de calle ancha, parece ridículo.

Los ómnibus, los tramways, idénticos á los nuestros, los carros de tráfico, con sus inmensos paraguasavisos, que libran al conductor de los rayos del sol y anuncian al viajero el mejor sitio para comprar, ya sea betun para las botas, ya sean joyas para ladies, obstruyen el paso y suspenden por algunos instantes el movimiento de aquella Babilonia andante.

En la época á que aludo, 1860, el ferro-carril aéreo, no existia; ha sido construido despues de mi salida, y harto se necesitaba.

Más de una vez he creido imposible salvar la distancia que separa á Union Square del embarcadero del ferro-carril de Pensilvania, á pesar de salir con sobrado tiempo del hotel, para tomar el tren de la mañana.

Carros, tramways, ómnibus, carretas de todas formas y dimensiones, obstruyen la calle; y por más malhumor y agitacion que se gaste, el vehículo que conduce al viajero apremiado por la hora, no puede salvar inconvenientes de fuerza mayor, como dice el municipal francés (sergent de ville) que fué.

Muchas veces me ha sorprendido la flema inalterable, con la cual los Yankees, los hombres más ocupados del mundo, esperan, resisten y soportan esos escollos, inherentes á las grandes aglomeraciones de poblacion. Momentáneamente, parecen no sentir siquiera la demora y contentarse con mirar su reloj, repitiendo: Plenty time (tiempo de sobra). Pero así que llegan al término de la jornada, no descuidan de seguro, medio alguno de remediar aquel inconveniente, para que no se repita y poder de esa suerte ganar el tiempo que es dinero.

En nuestra raza, se produce el fenómeno contrario; en el momento crítico, la impaciencia toma proporciones vastas, el malhumor sube de punto, el viajero se queja, rezonga, vocifera, maldice y amenaza la Compañía si está en ferro-carril y la Municipalidad, si va en carruaje: pero llega y . . . . olvida y nada se remedia: ahí está el mal.

El policeman yankee, tan parecido al inglés, aunque ménos grave, llamó mi atención desde ese primer momento y más tarde, no tuve un amigo más seguro, que aquel gordo, rubio, que hacia el servicio diurno en la esquina de Broadway y Union Square.