Recuerdos en el olvido - Amanda Cinelli - E-Book
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Recuerdos en el olvido E-Book

Amanda Cinelli

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Beschreibung

La prensa le había dado muy mala fama a Leo Valente, y no sin razón, pero Dara Devlin era una mujer luchadora y no se iba a dejar desanimar tan fácilmente. Necesitaba el castillo familiar que pertenecía a Leo para organizar la boda de una importante clienta, así que, a cambio, había tenido que aceptar ser su novia por una noche. Si Dara había pensado que su sensatez y su profesionalidad iban a disuadirlo, estaba muy equivocada. ¡Solo habían hecho que Leo la desease todavía más! Rodeado por los imponentes muros y los terribles recuerdos de su impresionante castillo siciliano, Leo se dio cuenta de que seducir a Dara era la diversión perfecta y que quería que esta se convirtiera en su última conquista.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Amanda Cinelli

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuerdos en el olvido, n.º 2452 - marzo 2016

Título original: Resisting the Sicilian Playboy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7660-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Dara Devlin se había visto varias veces en situaciones comprometidas por culpa de su trabajo, pero aquella debía de ser la peor.

Una organizadora profesional de eventos no debía jamás entrar en un lugar sin haber sido invitada. Dara estaba segura de que aquello tenía que estar escrito en algún sitio. Y, no obstante, allí estaba, trepando por el balcón del segundo piso del club más exclusivo de Milán, ataviada con unos zapatos de altísimo tacón.

Lo hacía, por supuesto, por su negocio.

Los tacones habían hecho que tuviese que subir la resbaladiza escalera de incendios despacio, pero no podía deshacerse de ellos. A una mujer siempre se la conocía por sus zapatos, fuese cual fuese la situación. Y aquella era verdaderamente complicada.

Con el bolso en una mano, rezó en silencio para que no se le rompiese la falda mientras pasaba sin ninguna elegancia por encima de la repisa de piedra y aterrizaba en las duras baldosas de mármol. Según su reloj eran poco más de las diez, temprano para salir por la noche en aquella parte del mundo, pero Dara no había ido precisamente a bailar.

El local de moda de los famosos, Platinum I, estaba celebrando su gran reapertura ese fin de semana, y solo se podía entrar con invitación. Dara no habría podido pasar por delante de la arrogante azafata que guardaba la puerta ni derrochando todo su encanto irlandés.

No obstante, estaba decidida a entrar en la fiesta. Solo iba a estar en la ciudad el fin de semana, después tendría que volver a viajar al sur, a la sede de su empresa, que estaba en Siracusa. Así que tenía que conseguirlo.

Cuando todos sus contactos le habían advertido que Leonardo Valente era un hombre intocable, ella había aceptado el reto con entusiasmo. Tenía la oportunidad de organizar la boda más importante de su carrera, solo necesitaba la cooperación de un hombre.

No podía ser tan difícil conseguirlo.

No había cesado en el intento ni siquiera después de que, durante tres semanas, rechazasen sus correos electrónicos y no respondiesen a sus llamadas de teléfono. Armada con su tableta y su traje de diseño más elegante, había pensado que le bastaría con presentarse en su despacho de Milán y pedir que la recibiesen.

Pero se había llevado una gran sorpresa. Al parecer, Leonardo Valente ni siquiera tenía un despacho. La dirección que Dara había encontrado en el correo de su secretaria la había llevado hasta una centralita telefónica de la que no había conseguido obtener ninguna información.

Enterarse de la fiesta de aquella noche había sido un golpe de suerte. El primer club de la conocida cadena Platinum cumplía diez años e iba a celebrarlo por todo lo alto ese fin de semana.

El italiano de Dara no era precisamente perfecto, pero estaba segura de haberlo entendido bien: Leonardo Valente iba a estar allí esa noche, entre aquellas cuatro paredes. Solo tenía que encontrarlo.

Recorrió la terraza vacía con la mirada y se le hizo un nudo en el estómago. Había tenido la esperanza de encontrarse con una zona de sofás y mesas que le permitiese mezclarse de inmediato con la multitud. Se mordió el labio. Aun así, estaba en el club, solo tenía que conseguir entrar.

La pared del edificio estaba hecha casi en su totalidad de cristal negro, así que le era imposible ver lo que había en el interior. En el piso de abajo, el ruido de la música había sido ensordecedor, pero allí se había atenuado por completo.

Ignoró su malestar. Era normal que estuviese nerviosa, estaba colándose en una fiesta exclusiva, pero se dijo que en la vida a veces había que incumplir las normas para avanzar.

Se apartó un mechón de pelo rubio del rostro y apoyó una mano en la ventana. Vio su piel clara reflejada en el cristal negro, su mirada gris, tranquila y concentrada, mientras pasaba de una ventana a otra, empujando suavemente, buscando una apertura.

Después de haberlas inspeccionado todas, retrocedió y estudió el resto de la terraza con el ceño fruncido. Aquello no tenía sentido. Tenía que encontrar la manera de acceder.

Le entraron ganas de darle una patada a un cristal para conseguirlo, pero supo que no era posible. Dara Devlin nunca perdía los nervios, por complicada que fuese la situación. Ese era el motivo por el que novias de todo el mundo la llamaban para organizar sus bodas de ensueño en Sicilia.

Respiró hondo y se obligó a pensar.

Había merecido la pena intentarlo trepando, pero en esos momentos estaba en el segundo piso y no podía ir más lejos. Apoyó las manos en las frías piedras y miró hacia abajo. La calle parecía estar mucho más lejos desde ahí arriba y, de repente, Dara se sentía mucho menos valiente.

–Signorina, ¿hay algún motivo en particular por el que esté andando por aquí, en la oscuridad?

La profunda y sensual voz procedía de sus espaldas y Dara se quedó sin aliento al oírla.

Se giró lentamente y abrió mucho los ojos al descubrir que una de las ventanas había desaparecido y que en su lugar había un hombre observándola.

¿Cómo no lo había oído llegar? Era demasiado tarde para intentar escapar por las escaleras de incendios. Tenía que encontrar la manera de evitar que la denunciasen.

–Estoy esperando una explicación.

El rostro del hombre estaba entre las sombras, pero a juzgar por el traje oscuro y los brazos cruzados, debía de ser alguien importante, seguramente, el encargado de la seguridad. Dara se maldijo y se volvió a maldecir. Estaba metida en un buen lío.

«Piensa, Devlin», se dijo. Y, echándose a reír, empezó a hablar muy deprisa. Nadie detenía a una rubia tonta, aunque estuviese metida en un buen lío.

–Por fin se molesta alguien en salir a ayudarme – comentó, suspirando para darle un toque dramático a la escena–. Llevo veinte minutos llamando, intentando entrar.

–Supongo que no encontraba la puerta, ¿no? – respondió el hombre en tono burlón.

–Esto es un riesgo para la seguridad. Quería tomar un poco de aire fresco y alguien me dijo que subiese aquí…

–Así que decidió hacerlo escalando por la fachada, ¿no? – comentó él divertido–. ¿Siempre se pone tacones para trepar edificios? Qué talento.

Dara abrió la boca para protestar, pero decidió que era mejor no hacerlo.

–Estas ventanas solo permiten ver desde dentro. Ha sido divertido verla justo en el momento en el que se ha dado cuenta de que no iba a poder entrar. Estaba casi convencido de que iba a tener un berrinche.

Dara resopló. Era una suerte que a aquel hombre la situación le pareciese divertida. A ella no le hacía ninguna gracia.

–Sé lo que parece… – empezó, intentando que no se le notase que estaba asustada.

–¿Sí? Desde aquí, lo que parece es que estaba intentando entrar en mi zona privada vestida de secretaria traviesa.

Dara frunció el ceño al oír aquello.

–¿Qué? No soy ninguna…

El hombre retrocedió y Dara descubrió un rostro que había visto muchas veces en los periódicos. Se quedó inmóvil al darse cuenta de a quién le estaba mintiendo.

–Oh, Dios mío, es él.

Dara perdió todo su instinto profesional al ver a aquel ejemplar alto y musculoso de macho siciliano.

–Si se refiere a que soy el dueño del edificio en el que ha intentado entrar de manera ilegal, entonces, sí – respondió este en tono cínico–. Supongo que seguirá queriendo entrar. Y que pretenderá decirme que ha sido todo un malentendido.

Esperó con los brazos cruzados a que Dara siguiese cavando su propia tumba.

Ella se sintió avergonzada. Era evidente que aquel hombre pensaba que había ido a por él. Lo había leído en las revistas. Las mujeres se lanzaban a los brazos de Leo Valente allá donde estuviese. No solo era muy rico, aunque a algunas les bastase con eso, sino que también era muy, muy atractivo.

A Dara siempre le había hecho gracia que se hablase de los hombres como si fuesen postres: delicioso, sabroso, pecaminoso. Pero en esos momentos lo entendió a la perfección.

No era su tipo. Llevaba el pelo moreno demasiado largo y despeinado, tenía las pestañas muy largas y la mandíbula cubierta por barba de tres días oscura, pero, no obstante, Dara tuvo que admitir que era impresionante. Él, por su parte, la había confundido con una admiradora.

Qué vergüenza. Dara había pretendido que se llevase de ella una buena impresión nada más verla.

–Me gusta que me miren, pero no tengo toda la noche.

A Dara le dio un vuelco el corazón.

–No le estoy mirando – replicó con demasiada rapidez–. Solo estaba… pensando.

La cosa iba de mal en peor. Llevaba tres semanas trabajando para aquello y, de repente, se le había quedado la mente en blanco.

Él arqueó una ceja burlona.

–¿Estaba pensando en esta situación en particular, o en algún otro acto delictivo que ha cometido esta noche?

¿Acto delictivo? Dara sintió pánico al oír aquello.

–Señor Valente, le aseguro que no pretendía cometer ningún delito.

–Relájese. Todavía no voy a llamar a la policía, pero me temo que no se ha dado cuenta de que hay cámaras de seguridad – le explicó él, señalando una pequeña luz roja que había encima de la cabeza de Dara–. Mi equipo ya venía hacia aquí, pero les he pedido que esperen.

–¿Y por qué lo ha hecho? – preguntó ella con incredulidad.

Él se encogió de hombros.

–Estaba aburrido. Y me ha parecido interesante.

Dara no supo qué responder a aquello. Tal vez, si le resultaba interesante, podría tenerlo hipnotizado el tiempo suficiente para hacerle su propuesta.

Se aclaró la garganta.

–Que quede claro que no soy una delincuente. En realidad, me dedico a organizar bodas.

–Para mí es más o menos lo mismo – respondió él–. Admito que me gustaba mucho más mi teoría de la secretaria traviesa.

Dara se aclaró la garganta e intentó decir algo, lo que fuese, que pudiese romper aquella tensión.

–Pues su teoría es incorrecta. No estoy aquí para… nada de eso.

–Qué pena. No obstante, ha captado mi atención – admitió él, apartándose para dejarla entrar–. Salvo que quiera volver a bajar por esas escaleras, le sugiero que me siga.

A Dara no le quedó otra alternativa que obedecer.

La habitación que había al otro lado era el doble de grande que todo su apartamento. Lo vio tocar varios botones que había en un panel de la pared y, de repente, una luz suave iluminó la habitación. No era ni un despacho ni una vivienda. Parecía la recepción de un hotel caro, con muebles modernos e una impresionante chimenea de cristal.

No supo para qué hacía falta un lugar así en un club nocturno, tal vez, para recibir a los invitados más importantes. Dara se abrazó a su bolso y, al notar la tableta dentro de él, recordó el motivo de su presencia allí.

Él apretó otro botón y la ventana se cerró. Dara se dio cuenta de que, efectivamente, se veía perfectamente el exterior, y volvió a sentir vergüenza.

Leonardo Valente se giró a mirarla y, por primera vez, Dara vio bien sus ojos. No eran tan oscuros como en las fotografías, pero tenían un color verde oliva único. Sacudió la cabeza. ¿Por qué lo estaba mirando a los ojos? Estaba en una reunión de trabajo, no en un baile del instituto.

–¿Tiene nombre, o prefiere que la llame la Mujer Araña? – bromeó él sonriendo.

La profesional que había en ella aprovechó la oportunidad.

–Lo cierto es que tengo aquí mi tarjeta de visita… si me da un instante…

Empezó a buscar en el bolso, tal vez debiese hacer la presentación en ese momento, antes de que la interrumpiesen.

De repente, se dio cuenta de que lo tenía delante y de que le estaba quitando el bolso de las manos para dejarlo con cuidado en el suelo.

–No le he pedido una tarjeta, le he preguntado cómo se llama.

Bajó la vista a sus labios y Dara sintió un cosquilleo en el estómago, pero ignoró la sensación y levantó la barbilla para mirarlo a los ojos.

–Me llamo Dara Devlin.

Él asintió, como si hubiese contestado correctamente.

–Dara… la organizadora de bodas… – comentó–. ¿Y cómo es que tenemos el placer de su compañía esta noche?

–No he venido por placer – respondió ella, dando un paso atrás para poner distancia entre ambos–. Lo que quiero decir es que he venido a verlo para hablar de negocios.

Él arqueó una ceja.

–¿Quién va a un club nocturno a hablar de negocios?

–Usted – respondió Dara, granjeándose una mirada de incredulidad–. He venido a hablarle de un posible negocio con un importante cliente mío. Solo le pido cinco minutos de su tiempo.

–Tengo abajo a una manada de buitres de los medios de comunicación, esperando a que les dedique cinco minutos de mi tiempo. ¿Por qué iba a darle preferencia a usted?

–Si esas personas se mereciesen su tiempo, habrían subido hasta aquí para conseguirlo.

Sin aviso previo, Leonardo Valente echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada. A Dara le sorprendió el gesto y no pudo evitar clavar la vista en la fuerte columna de su garganta y en el vello oscuro que se asomaba por el cuello de su camisa.

Tragó saliva, de repente, tenía la boca seca. Levantó la vista y la clavó en sus ojos verdes otra vez.

–No sé si sabe que, a pesar de que podría haberse matado intentando subir aquí, tengo que admitir que estoy impresionado – le dijo–. Se merece esos cinco minutos por su valentía y creatividad.

Dara sonrió triunfante y buscó la tableta en su bolso.

–Estupendo, he preparado una breve presentación. ¿Quiere sentarse?

–No – respondió él sin más.

El bolso volvió a caer el suelo ante el repentino cambio de tono de su voz.

–Pero si ha dicho que…

–He dicho que le voy a dar cinco minutos, Dara Devlin, pero no he dicho cuándo.

Ella frunció el ceño, pero solo un instante. Qué hombre. Solo le había pedido cinco minutos. Ya llevaban unos quince allí.

Él le hizo un gesto para que fuese hacia la puerta mientras, con la otra mano, se abrochaba un botón de la chaqueta.

–Puede fijar la hora con mi secretaria. Mientras tanto, la fiesta acaba de empezar.

Aquello enfadó a Dara.

–Llevo tres semanas llamando a su secretaria, ¿acaso piensa que no lo he intentado por esa vía?

–Pensaba que le gustaba dedicarse al espionaje los viernes por la noche – respondió él, sonriendo con superioridad.

Dara contuvo las ganas de golpear el suelo con frustración. Tenía que hablar con él, pero planteando el asunto bien, y era evidente que no le iba a dar la oportunidad.

–¿No siente ni siquiera un poco de curiosidad por el motivo que me ha hecho subir hasta aquí? – le preguntó, desesperada.

Él avanzó, acercándose más a ella.

–Sorprendentemente, lo que me intriga es usted – admitió, recorriéndola con la mirada.

Dara sintió calor en las mejillas. No tenía mucha experiencia en eso del coqueteo, pero el brillo de aquellos ojos era inconfundible. Aquel hombre era tal y como lo describían los periódicos: cortés, sensual e impresionante.

–No sé si sabe que no recuerdo la última vez que conseguí que una mujer se ruborizase – admitió, acercándose todavía más y pidiéndole con voz profunda–: Tómate una copa conmigo, Dara. Suéltate esa bonita melena rubia.

–No creo que sea apropiado, señor Valente – le respondió ella poniéndose un mechón de pelo detrás de la oreja.

–El señor Valente era mi padre, a mí me puedes llamar Leo – la corrigió sonriendo–. ¿Qué negocio es tan importante que no puede esperar hasta el lunes por la mañana?

Dara supo que aquella era su oportunidad para darle un giro a la conversación.

–Mi más sentido pésame por el reciente fallecimiento de su padre. Tengo entendido que el funeral tuvo lugar en su castello de Ragusa.

–Eso me han dicho – comentó él, encogiéndose de hombros–. La gente se muere todos los días, señorita Devlin. Yo prefiero centrarme en actividades más gratificantes.

Era increíble, que el tipo siguiese coqueteando con ella incluso después de haberle mencionado la muerte de su padre. Era todo un playboy. Dara decidió que tenía que ser más directa.

–El castello es un lugar histórico, y es una pena que se utilice tan poco.

–¿Por qué tengo la sensación de que esto es algo más que una conversación superficial? – le preguntó él, frunciendo el ceño.

–Porque, en parte, es el motivo por el que estoy aquí. Le quiero proponer un negocio relacionado con el Castello Bellamo que podría resultarle interesante.

Lo dijo en tono seguro y convincente, y vio cómo Leonardo Valente se quedaba inmóvil y adoptaba una expresión dura.

Con la mandíbula apretada, la miró a los ojos y le respondió con la voz todavía más profunda que un momento antes:

–Me temo que estás perdiendo el tiempo y que me lo estás haciendo perder a mí también. Como le he dicho a todo el mundo desde la muerte de mi padre, el castillo no está en venta.

Dara negó con la cabeza.

–No estoy interesada en comprarlo, solo pretendo organizar una boda en él. Estoy segura de que podemos llegar a algún…

Él la interrumpió con un brusco ademán.

–Como si lo quiere utilizar para un orfanato. Es un asunto que no está abierto a discusión.

–Tengo entendido que, desde hace un tiempo, el castello está bastante descuidado…

–Y puede quedarse así, no me importa. Estos jueguecitos no van conmigo, por guapa que sea la mensajera – le advirtió, volviendo a mirarla de arriba abajo, muy despacio, y clavando después la vista en sus ojos–. La conversación se ha terminado. Pediré que la acompañen a la puerta. Si me perdona, tengo que asistir a una fiesta.

Sin más, salió de la habitación y dejó a Dara sola, mirándolo con incredulidad.

La conversación había terminado mal. Dara había sabido de la reciente muerte de su padre, y había sido una falta de tacto por su parte utilizarla como parte del argumento, pero no había tenido elección. El que podía haber sido el contrato más lucrativo de su carrera estaba al alcance de sus manos, y había prometido a su cliente que conseguiría el Castello Bellamo. Si no lo conseguía, perdería la oportunidad de presentarse como organizadora de bodas para la alta sociedad.

No podía rendirse tan fácilmente.

 

 

Leo se metió detrás de la barra que había en la entreplanta, que estaba vacía, e hizo un gesto impaciente para que el joven camarero se marchase. Tomó una botella de whisky añejo y se sirvió una generosa copa, dejando que el líquido ambarino le quemase la garganta.

La rubia lo había pillado por sorpresa, de eso no cabía la menor duda. Había muchas mujeres guapas en el mundo, modelos, chicas de la alta sociedad, que hacían fila para que las viesen a su lado, pero aquellos ojos grises habían despertado en él un interés que hacía muchos meses que estaba dormido.

Nadie se había atrevido a hablarle de su padre desde que este había fallecido, pero empezar con ese tema y pasar después a mencionar el castillo… Le dio otro sorbo al whisky y se le escapó una amarga carcajada. Tenía que admitir que aquella mujer tenía coraje.

Mientras se tranquilizaba, se dio cuenta de que ya no estaba solo. La señorita Devlin acababa de detenerse al otro lado de la barra.

–Quería dejarle claro que no soy ninguna mensajera y que no me gusta jugar, no lo hago nunca.

Estaba enfadada y a Leo le encantó verla así.

–¿Nunca? Ha vuelto a echar por tierra todas mis fantasías, señorita Devlin.

Leo se fijó en la camisa blanca que llevaba puesta, bajo la que se transparentaba un sujetador de encaje también de color blanco. Agarró la copa con fuerza. Hacía mucho tiempo que un sujetador no lo excitaba tanto.

–¿Hay alguna cosa que se tome en serio, señor Valente?

Dara puso los ojos en blanco y se miró el reloj, fingiendo aburrirse, pero Leo se dio cuenta de que se había ruborizado. Al fin y al cabo, su presencia sí que la afectaba.

Él se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la barra que los separaba.

–Créame, hay cosas que me tomo muy en serio – le aseguró, clavando la vista en sus labios un instante, y sonriendo al verla retroceder–. Mire a su alrededor, señorita Devlin. Abrí este lugar hace diez años. Ahora tengo uno parecido en todas las ciudades más importantes del mundo, así que, como ve, me tomo el negocio del placer muy en serio.

–Estoy aquí para hablarle de mi propuesta, no para hablar de placer – respondió ella, sacudiendo la cabeza.

–Qué pena. Estoy seguro de que nos comunicaríamos muy bien acerca de ese tema.

Con un golpe, Dara dejó su bolso en la barra.

–¿Siempre es tan directo? – inquirió con voz tranquila, pero furiosa al mismo tiempo.

Y Leo pensó que tenía razón, que se estaba comportando como un cavernícola. ¿Qué tenía aquella mujer para hacerlo reaccionar así? Era quisquillosa y directa, y muy, muy sexy, pero había ido allí para hablarle de algo de lo que él no quería hablar.

–Me ha pillado con la guardia baja. Es lo que ocurre cuando una mujer desarmada consigue evitar un sistema de seguridad que ha costado un millón de euros.

–Me preguntó si estaría igual de impresionado si, en vez de ser una mujer, fuese un hombre – comentó Dara, mirándolo a los ojos.

Él se echó a reír y le ofreció una copa de whisky.

–Eres una mujer refrescante, Dara. Considéralo un sacrificio de paz, por mi comportamiento, que no ha sido el adecuado.

–Gracias.

Dara tomó la copa con ambas manos y se la acercó para oler su contenido. Fue un gesto ridículamente femenino.

Leo la observó antes de vaciar su propia copa de un trago.

–Teniendo en cuenta las circunstancias, me pregunto cómo es que he sido yo el que se ha disculpado – admitió.

–Puedo llegar a ser muy persuasiva – respondió ella, sonriendo y dando un sorbo a su copa antes de emitir un suave zumbido de aprobación.

Leo notó que se le aceleraba el corazón un poco más.

–Eso es algo que tenemos en común.