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Difícil olvido Maisey Yates ¿Iba a perder él algo más que su memoria? El millonario griego Leon Carides lo tenía todo: salud, poder, fama, incluso una esposa adecuada y conveniente… aunque jamás la había tocado. Pero un grave accidente privó al libertino playboy de sus recuerdos. Desafío para dos corazones Michelle Conder ¡De pronto, desafiarle era lo último que quería hacer! Al cínico Dare James le hervía la sangre. Cierta cazafortunas había clavado las garras en su abuelo. Pero, cuando fue a la mansión familiar hecho una furia para poner orden... descubrió que la mujer en cuestión no tenía intención de dejarse intimidar. Me perteneces Caitlin Crews La había encontrado y ella sabía que pronto descubriría su mayor secreto… Cinco años atrás, Lily Holloway había huido de un accidente de coche sin dejar rastro para lograr darle la espalda a la pasión prohibida que había compartido con su hermanastro, Rafael Castelli. Ya nada podría hacerla volver al irresistible mundo del italiano. Un secreto tras el velo Dani Collins Ella tendría que compensarle por el fiasco de la boda… convirtiéndose a cambio en su amante "Puedes besar a la novia". Mikolas Petrides se aseguró con cinco palabras una fusión empresarial vital y consiguió finalmente retribuir a su abuelo por haberle rescatado de los horrores de su infancia. Pero, cuando levantó el velo de su novia, ¡no era la mujer que estaba esperando!
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Seitenzahl: 746
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 117 - febrero 2017
www.harpercollinsiberica.com
I.S.B.N.: 978-84-687-9482-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Reencuentro con su enemigo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
La mejor elección
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Enamorada desde siempre
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Cuando el amor manda
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Serena de Piero estaba sentada en una elegante antesala, mirando el nombre de la empresa con cuyo presidente estaba a punto de entrevistarse escrito en grandes letras negras en la pared.
Industrias y fundación filantrópica Roseca.
De nuevo, sintió un escalofrío de horror. Solo cuando estaba ya en el avión con destino a Río de Janeiro, leyendo la información sobre el evento que su jefe le había encargado preparar, había entendido que la empresa para la que trabajaba era parte de una organización más importante. Una organización dirigida por Luca Fonseca. El nombre, Roseca era, al parecer, una mezcla de los apellidos de su padre y de su madre. Y Serena no ocupaba un puesto tan importante como para saber eso. Hasta ese momento.
Pero allí estaba, a punto de entrar en el despacho del presidente para ver al único hombre en el planeta que tenía todas las razones para odiarla. ¿Por qué no la había despedido meses antes, en cuanto supo que trabajaba para él? Serena albergaba una insidiosa sospecha: tal vez lo había orquestado a propósito para darle una falsa sensación de seguridad antes de hundirla.
Sería una crueldad intolerable y, sin embargo, aquel hombre tenía derecho a odiarla. Estaba en deuda con él y había muchas posibilidades de que su carrera en el mundo de la filantropía estuviese a punto de terminar antes de haber empezado. Y eso la hizo sentir una mezcla de pánico y determinación. Había pasado mucho tiempo. Aunque aquel fuese un elaborado plan de Luca Fonseca para vengarse en cuanto supo que trabajaba para él, podía intentar convencerlo de cuánto lamentaba lo que había pasado tantos años atrás, ¿no?
Pero antes de que pudiese seguir pensando, la puerta a su derecha se abrió y una elegante morena con traje de chaqueta gris salió del despacho.
—El senhor Fonseca puede recibirla ahora, señorita De Piero.
Serena apretó el bolso con fuerza. Le gustaría poder gritar: «¡pero es que yo no quiero verlo!». Pero no podía hacerlo y tampoco podía salir huyendo. Entre otras razones, porque su equipaje seguía en el maletero del coche que había ido a buscarla al aeropuerto.
Mientras se levantaba de la silla un recuerdo la asaltó con tal fuerza que estuvo a punto de hacerla trastabillar: Luca Fonseca con la camisa manchada de sangre, un ojo morado y el labio partido. Estaba en una celda, apoyado en la pared, con aspecto hosco y peligroso. Pero cuando levantó la mirada y la vio al otro lado, el odio en sus ojos azul oscuro la dejó paralizada.
Se había apartado de la pared para agarrarse a las barras de la celda, como si estuviera imaginando que era su cuello, para decirle:
—Maldita seas, Serena de Piero. Ojalá nunca hubiera puesto mis ojos en ti.
—¿Señorita De Piero? El señor Fonseca está esperando.
La voz de la secretaria interrumpió sus pensamientos y se vio forzada a mover los pies para entrar en el fastuoso despacho.
Su corazón latía como si estuviera a punto de salirse de su pecho cuando oyó que la puerta se cerraba tras ella. En los primeros segundos no vio a nadie porque la pared que había frente a ella era un enorme cristal, enmarcando una extraordinaria vista de la ciudad, con el azul oscuro del océano Atlántico a lo lejos y los dos iconos de Río de Janeiro: el Pan de Azúcar y el Cristo Redentor sobre el Corcovado. Entre ellos, incontables rascacielos hasta la costa. Decir que la vista era fabulosa era quedarse corto.
Pero, de repente, la vista fue eclipsada por el hombre que se colocó frente al cristal. Luca Fonseca. Durante un segundo el pasado y el presente se mezclaron y Serena volvió a esa discoteca, a la noche que lo conoció.
Era tan alto, tan atractivo, con una presencia formidable. La gente lo rodeaba, los hombres suspicaces, envidiosos. Las mujeres ansiosas, lujuriosas.
Con un traje oscuro y una camisa abierta, iba vestido como la mayoría de los hombres, pero él llamaba la atención por un carismático magnetismo que la había atraído sin que pudiese evitarlo.
Serena parpadeó un par de veces y la oscura y decadente discoteca desapareció. Tenía un aspecto diferente; su pelo era más largo, algo despeinado, y la incipiente barba le daba un aspecto intensamente masculino.
Parecía un civilizado empresario y, sin embargo, la energía que desprendía no era precisamente civilizada.
Luca cruzó los brazos sobre el ancho torso antes de decir:
—¿Qué demonios crees que haces aquí?
Aunque le gustaría salir corriendo en dirección contraria, Serena dio un paso adelante. No podría apartar los ojos de él aunque quisiera y tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
—Estoy aquí para trabajar en el departamento de recaudación de fondos de la fundación.
—No, ya no —anunció Fonseca con tono seco.
Serena titubeó.
—No sabía que… que usted tuviese nada que ver con esto hasta que tomé el avión.
—Me cuesta creerlo.
—Es cierto. No sabía que tuviese algo que ver con la fundación Roseca. Créame, no tenía ni idea. Si lo hubiera sabido no estaría aquí.
Luca Fonseca dio un paso adelante y Serena tragó saliva. Para ser un hombre tan grande se movía con una gracia innata… y esa increíble serenidad, esa quietud. Era intensamente cautivador.
—No sabía que trabajases en la oficina de Atenas. No suelo controlar las oficinas de fuera del país porque contrato a los mejores para que hagan su trabajo, aunque después de esto creo que mis métodos tendrán que cambiar. De haber sabido que te habían contratado, a ti precisamente, habrías sido despedida hace mucho tiempo —añadió con expresión airada—. Pero debo admitir que me sentí lo bastante intrigado como para dejar que vinieras, en lugar de dejarte en el aeropuerto hasta que encontrásemos un vuelo de vuelta.
De modo que sabía que trabajaba para él. Serena apretó los puños. Su arrogancia era insoportable.
Él miró el reloj de platino en su muñeca.
—Tienes quince minutos antes de irte al aeropuerto.
Estaba despidiéndola.
Luca apoyó una cadera en el borde del escritorio, como si estuviese manteniendo la conversación más normal del mundo.
—¿Y qué hace la degenerada princesa trabajando por un salario mínimo en una fundación de Atenas?
Unas horas antes, Serena estaba tan contenta pensando en su nuevo trabajo. Era la oportunidad de demostrar a su familia que todo iba a salir bien. Su independencia la hacía feliz, pero aquel hombre iba a destruir todo aquello por lo que tanto había luchado.
Durante años había sido la enfant terrible de la vida social italiana, fotografiada a menudo por los paparazzi, que siempre exageraban sus aventuras. Pero Serena sabía que había suficiente verdad en esas portadas como para avergonzarse.
—Señor Fonseca —empezó a decir, intentando controlar la emoción—. Sé que debe odiarme.
Luca Fonseca esbozó una sonrisa, pero su expresión era implacable.
—¿Odiarte? No te hagas ilusiones. «Odiar» es una inadecuada descripción de mis sentimientos por ti.
Otro venenoso recuerdo la asaltó entonces: un Luca magullado y esposado por la policía italiana, siendo empujado hacia un coche patrulla mientras gritaba: «¡tú me has inculpado!».
Intentó apartarse de los policías, pero solo consiguió un puñetazo en el estómago que lo hizo doblarse sobre sí mismo. Serena se había quedado estupefacta, muerta de miedo.
—Ella puso las drogas en mi bolsillo para salvarse a sí misma —lo oyó decir mientras entraba en el coche patrulla.
Serena intentó apartar los recuerdos.
—Señor Fonseca, yo no puse las drogas en su bolsillo… no sé quién lo hizo, pero no fui yo. Intenté ponerme en contacto con usted después, pero se había ido de Italia.
—¿Después? ¿Quieres decir cuando volviste de tu viaje de compras a París? Vi las fotografías. Inculpar a otro por posesión de drogas y seguir con tu existencia hedonista era algo normal para ti, ¿no?
Serena tragó saliva. Por inocente que fuera, aquel hombre había sufrido por su breve encuentro con ella. Aún recordaba los escabrosos titulares: ¿El nuevo amor de De Piero? El millonario brasileño Luca Fonseca acusado de posesión de drogas tras una redada en la discoteca más exclusiva de Florencia, La guarida del Edén.
Pero antes de que Serena pudiera defenderse, Luca se acercó, mirando su traje con gesto desdeñoso.
—Nada que ver con el vestido que llevabas esa noche.
Serena sintió que le ardía la cara al recordar cómo iba vestida la noche que se conocieron; cómo solía vestir todas las noches en realidad.
—De verdad no tuve nada que ver con las drogas, se lo prometo. Todo fue un terrible malentendido.
Él la miró, incrédulo, antes de echar la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada.
Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, en los de él había un brillo de burla.
—Debo admitir que hay que tener valor para venir aquí a declarar tu inocencia después de tanto tiempo.
Serena se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—Sé lo que piensa, pero… —no terminó la frase. Era lo que todo el mundo había pensado. Erróneamente—. Yo no tomaba ese tipo de drogas y…
—Ya está bien —la interrumpió él—. Tenías drogas en tu bonito bolso y las metiste en mi bolsillo en cuanto empezó la redada.
Sintiéndose enferma, Serena insistió:
—Debió ser otra persona, no fui yo.
Fonseca dio otro paso adelante.
—¿Debo recordarte lo cerca que estábamos esa noche? —le preguntó con tono seductor—. ¿Lo fácil que debió ser para ti librarte de las drogas?
Serena recordaba claramente que sus brazos habían sido como bandas de acero alrededor de su cintura y que ella le había echado los brazos al cuello. Tenía los labios hinchados, la respiración agitada. Alguien se había acercado a ellos en la pista de baile, un amigo que les había avisado de la redada.
¿Y Luca Fonseca pensaba que durante esos segundos, en medio del caos, ella había tenido suficiente presencia de ánimo para meterle drogas en el bolsillo?
—Imagino que es algo que habías hecho más veces, por eso no me di cuenta.
Cuando dio un paso atrás Serena pudo respirar de nuevo, pero su mirada la ahogaba.
—Señor Fonseca, solo quiero una oportunidad…
Él levantó una mano y Serena dejó de hablar. Su expresión era peor que fría, era totalmente indescifrable.
Luca Fonseca chascó los dedos, como si se le acabase de ocurrir algo, y esbozó una sonrisa.
—Ah, claro… es tu familia, ¿no? Te han cortado las alas. Andreas Xenakis y Rocco de Marco jamás tolerarían que volvieras a tu degenerada vida y sigues siendo persona non grata en los círculos sociales en los que solías moverte. Tu hermana y tú caísteis de pie a pesar de la ruina de tu padre, pero Lorenzo de Piero jamás podrá volver a dar la cara después de las cosas que hizo.
Serena sentía náuseas. No necesitaba que nadie le recordase la corrupción de su padre y sus muchos delitos.
Pero Luca no había terminado.
—Creo que estás haciendo esto contra tu voluntad, por obligación, para demostrar a tu nueva familia que has cambiado. ¿A cambio de qué, una asignación económica? ¿Una casa palaciega en Italia? ¿O tal vez vives en Atenas, donde el hedor de tu empañada reputación es menos penetrante? Después de todo, allí es donde tendrías la protección de tu hermana pequeña que, si no recuerdo mal, era quien solía sacarte de apuros.
Serena empezó a echar humo cuando mencionó a su hermana, experimentando un abrumador deseo protector. Siena lo era todo para ella y jamás la defraudaría. La había salvado, algo que aquel hombre frío y crítico jamás podría entender.
Intentando contener su furia, le espetó:
—Mi familia no tiene nada que ver con esto y nada que ver con usted.
Luca la miró con gesto incrédulo.
—Seguro que tu familia tiene mucho que ver con esto. ¿Has prometido un generoso donativo de su parte a cambio de un alto puesto en la fundación?
—No, claro que no.
Luca lo dudaba. Solo habría tenido que hacer una sutil sugerencia. Cualquier fundación agradecería el patronazgo de su hermanastro, Rocco de Marco, o su cuñado, Andreas Xenakis. Y aunque él era multimillonario, su fundación siempre necesitaría dinero. Disgustado al pensar que sus empleados pudieran haber sido tan fácilmente manipulados, Luca dio un paso atrás.
—No voy a permitir que me utilices para hacer creer a la gente que has cambiado.
Vio que tragaba saliva, pero no sentía ninguna compasión por ella.
No podía parecerse menos a la mujer que había conocido siete años antes; una mujer dorada, sinuosa y provocativa. La que tenía delante iba vestida como si fuera a una entrevista de trabajo en una empresa de seguros. Su largo pelo rubio, casi platino, estaba sujeto en un serio moño y, sin embargo, el traje de chaqueta oscuro no podía esconder su increíble belleza natural o esos penetrantes ojos azules.
Esos ojos que lo habían golpeado en el plexo solar en cuanto entró en el despacho, cuando pudo observarla sin ser visto durante unos segundos. Y el traje tampoco podía disimular sus largas piernas o la generosa curva de sus pechos bajo la camisa de seda.
Le disgustó fijarse en eso. ¿No había aprendido nada? Serena debería arrodillarse ante él para pedirle perdón por haber puesto su vida patas arriba, pero en lugar de eso tenía la temeridad de intentar defenderse.
«Mi familia no tiene nada que ver con esto».
Su tranquilidad estaba siendo erosionada en presencia de aquella mujer. ¿Por qué se hacía preguntas sobre ella? Le daba igual cuáles fueran sus motivos, ya había satisfecho su curiosidad y eso era suficiente.
—No tengo más tiempo para ti. El coche está esperando para llevarte al aeropuerto y espero sinceramente no volver a verte nunca.
¿Entonces por qué le resultaba tan difícil apartar los ojos de ella?
Furioso, volvió a su escritorio esperando oír el ruido de la puerta.
Cuando no fue así giró la cabeza y le espetó:
—No tenemos nada más que hablar.
Le sorprendió ver que palidecía. Y también le sorprendió sentir una extraña punzada de preocupación.
—Solo estoy pidiendo una oportunidad. Por favor —dijo ella entonces, con ese sutil acento italiano.
Luca abrió y cerró la boca, sorprendido. Una vez que anunciaba lo que quería, nadie se atrevía a cuestionarlo. Hasta ese momento. Y aquella mujer, precisamente. No había ninguna posibilidad de que Serena de Piero lo hiciese reconsiderar su decisión y que siguiera en su despacho lo irritaba.
Pero en lugar de admitir la derrota y darse la vuelta, ella dio un paso adelante.
Luca sintió el deseo de empujarla hacia la puerta, pero el recuerdo de su precioso cuerpo apretado contra él, la suave boca rindiéndose a sus caricias aquella noche, provocó una oleada de sangre en su entrepierna.
«Maldita bruja».
Estaba al otro lado del escritorio, mirándolo con sus enormes ojos azules, su postura tan regia como la de una reina recordándole su impecable linaje.
—Señor Fonseca, he venido con las mejores intenciones para trabajar en la fundación, a pesar de lo que usted crea. Y haré lo que sea para demostrar que estoy comprometida con mi trabajo.
A Luca le molestó su persistencia. Y que insistiera en llamarlo «señor Fonseca».
—Tú eres la razón por la que tuve que limpiar mi reputación y ganarme otra vez la confianza de la gente —empezó a decir, apoyando las manos en el escritorio—. Por no hablar de la confianza en el consorcio de minas de mi familia. Estuve meses, años, intentando deshacer el daño que tú habías hecho en una sola noche. El estigma de las drogas es duradero y cuando aparecieron esas fotografías en la discoteca no pude defenderme.
Le dolía en el alma recordar que había intentado proteger instintivamente a Serena de los policías que entraron en tromba en la discoteca porque fue entonces cuando ella tuvo oportunidad de meter las drogas en su bolsillo.
Pensó en las fotografías de ella en París mientras él estaba en Italia siendo acusado de un delito que no había cometido y siguió con tono amargo:
—Mientras tanto, tú seguías viviendo la vida loca. ¿Y después de todo eso crees que permitiría que tu nombre fuese asociado con el mío?
Ella palideció aún más, si eso era posible, revelando los genes que había heredado de su madre británica, una clásica rosa inglesa.
—Me asqueas —añadió.
Sus palabras le dolían como no deberían dolerle, pero algo la empujaba a insistir. Y lo hizo.
Sus ojos eran como oscuros y fríos zafiros, pensó. Tenía razón. Él era el único hombre en el mundo que no debería darle una segunda oportunidad y había sido una tonta al pensar que iba a escucharla.
El ambiente en el despacho era glacial en comparación con el soleado día. Luca Fonseca no iba a decir una palabra más. Ya había dicho todo lo que tenía que decir y solo quería torturarla. Hacerle saber cuánto la odiaba, como si ella tuviese alguna duda.
Por fin, admitiendo la derrota, se dio la vuelta. No habría segunda oportunidad. Levantando la barbilla en un gesto orgulloso se dirigió a la puerta. No quería ver su expresión helada, como si ella fuese algo desagradable en la suela de su zapato.
Cuando salió del despacho fue recibida por la igualmente fría mirada de la ayudante que, sin duda, conocía los planes de su jefe y la escoltó en silencio hasta la calle.
La humillación era completa.
Diez minutos después, Luca hablaba por teléfono.
—Llámame cuando esté en el avión y haya despegado.
Cortó la comunicación y se dio la vuelta en el sillón para mirar hacia el cristal. Su sangre ardía con una mezcla de rabia y excitación. ¿Por qué había querido satisfacer el deseo de volver a verla? Lo único que había conseguido era demostrarle su debilidad por Serena.
Ni siquiera sabía que iba de camino a Río hasta que su ayudante le informó y ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Serena de Piero. Su nombre llevaba el sabor del veneno a su boca. Y, sin embargo, la imagen que lo acompañaba, la de Serena en esa discoteca de Florencia, era provocativa, sensual.
Había sabido quién era, por supuesto. Todo el mundo en Florencia había oído hablar de las hermanas De Piero, famosas por su belleza, su porte aristocrático y la vasta fortuna familiar que se remontaba a tiempos medievales. Serena había sido la novia de los paparazzi. A pesar de su existencia degenerada, hiciese lo que hiciese los medios siempre pedían más.
Sus aventuras eran legendarias: fines de semana en Roma dejando habitaciones de hotel destrozadas y a los empleados furiosos. Viajes a Oriente Medio en aviones privados por capricho de un igualmente degenerado jeque que disfrutaba organizando fiestas con sus amigos europeos. Siempre era fotografiada en varios estados de embriaguez, pero eso solo parecía aumentar su atractivo para los paparazzi.
La noche que la conoció estaba en la pista de baile de una discoteca con lo que solo podía ser descrito como una pobre excusa de vestido. Un pedazo de lamé dorado sin mangas y escote palabra de honor con unas borlas, que apenas cubría sus muslos dorados. El largo pelo rubio desordenado cayendo por su espalda y rozando sus voluptuosos pechos. Tenía varios hombres alrededor, todos buscando su atención.
Levantando los brazos, moviéndose al ritmo de la música que ponía un famoso DJ, era el símbolo de la juventud y la belleza. La clase de belleza que hacía que los hombres cayesen de rodillas. Una belleza de sirena que los llevaba al desastre.
Luca hizo una mueca. Él había demostrado no ser mejor que cualquiera de esos hombres, pero desde que ella se acercó moviendo las caderas todo se había vuelto ligeramente borroso. Y él no era un hombre que viese borroso, por guapa que fuese una mujer. Todo en su vida era ordenado y meticuloso porque tenía muchas cosas que conseguir.
Pero sus enormes ojos azules lo habían quemado vivo, encendiendo todas sus terminaciones nerviosas, haciéndole olvidar cualquier otra preocupación. Su piel inmaculada, la nariz aquilina, los labios perfectamente esculpidos, ni demasiado gruesos ni demasiado finos, insinuando una oscura y profunda sensualidad, lo habían fascinado.
Ella le había dicho en tono coqueto:
—Es una grosería quedarse mirando a alguien fijamente.
Y en lugar de darse la vuelta, disgustado por su arrogancia y su mala reputación, Luca había sentido la sangre fluyendo por todo su cuerpo, excitándolo como nunca.
—Tendría que ser ciego para no mirarte. ¿Quieres una copa?
Ella había echado la melena hacia atrás y, durante un segundo, Luca había creído ver un brillo curiosamente vulnerable en esos asombrosos ojos azules. Pero tenía que ser un truco de las luces porque luego susurró:
—Me encantaría.
Odiaba recordarlo, admitir que ella lo afectaba de ese modo. Habían pasado siete años y se sentía tan inflamado de rabia y deseo como esa noche. Era humillante.
Le había dejado claro lo que pensaba de ella. La había despedido. Entonces, ¿por qué no se sentía satisfecho? ¿Por qué experimentaba una incómoda sensación de… haber dejado algo a medias?
¿Y por qué sentía cierta admiración al ver que no daba un paso atrás, al ver que levantaba orgullosamente la barbilla antes de irse?
El hotel estaba a unas manzanas de la playa de Copacabana. Decir que era humilde era decir quedarse corto, pero estaba limpio, que era lo importante. Y era barato, lo cual también era importante, considerando que Serena vivía de sus pocos ahorros del año anterior. Se quitó la arrugada ropa de viaje y entró en la diminuta ducha, disfrutando del agua fresca.
Se le encogió el estómago al imaginar la reacción de Luca cuando supiera que no se había ido de Río, pero se armó de valor. Estaba en la cola para facturar el equipaje cuando su hermana la llamó por teléfono. Demasiado dolida como para admitir que volvía a casa tan pronto, y sintiendo de repente que Atenas no era su casa, había tomado la impulsiva decisión de contar una mentira y fingir que todo estaba bien.
Aunque odiaba mentir, y mucho más a su hermana, no lamentaba haberlo hecho. Seguía furiosa con Luca Fonseca por cómo había jugado con ella antes de echarla de su despacho.
Y, por eso, había salido del aeropuerto y había vuelto a la ciudad. Se lavó el pelo con más fuerza de la necesaria. No le gustaban las turbulentas emociones que experimentaba después de volver a verlo y no quería admitir que la había enfurecido como nadie. Lo suficiente como para cometer una imprudencia… cuando creía haber dejado todo eso atrás.
Mientras salía del baño, envuelta en una toalla y con otra en la cabeza, dio un respingo al escuchar unos persistentes golpes en la puerta.
Buscando algo que ponerse, Serena gritó a quien fuera que esperase un momento mientras se ponía unos vaqueros gastados y una camiseta. Se quitó la toalla y dejó que el pelo mojado cayera por su espalda y sus hombros.
Cuando abrió la puerta fue como si hubiera recibido un golpe en el estómago. No podía respirar porque Luca Fonseca estaba al otro lado, echando chispas, más enfadado que antes si eso era posible.
—¿Qué demonios hace aquí, De Piero? —le espetó.
Serena tragó saliva.
—Parece que últimamente eso es lo único que sabe preguntar —el susto que había provocado su inesperada aparición dejó paso a la rabia—. En realidad, yo podría preguntar lo mismo. ¿Qué demonios hace aquí, señor Fonseca? ¿Y cómo demonios ha sabido en qué hotel me alojaba?
Luca apretó los labios.
—Le dije a Sancho, mi conductor, que esperase en el aeropuerto para asegurarse de que subías al avión.
Saber cuánto deseaba perderla de vista la enfadó de tal modo que apretó el picaporte con fuerza.
—Este es un país libre, señor Fonseca. He decidido quedarme unos días de vacaciones y, como ya no trabajo para usted, no creo que sea asunto suyo.
Iba a darle con la puerta en las narices, pero Luca entró en la habitación, cerrando la puerta tras él y obligándola a dar un paso atrás.
Su mirada era glacial y su gesto tan desdeñoso que Serena cruzó los brazos sobre el pecho.
—Señor Fonseca…
—Ya está bien con lo de «señor Fonseca». ¿Por qué sigues aquí, Serena?
Que la llamase por su nombre de pila le recordó lo que había sentido cuando la besó en aquella pista de baile. Oscuro, ardiente, embriagador. Ningún otro beso la había excitado de ese modo. Se había apartado de él sorprendida, como si el beso la hubiera incinerado.
—¿Y bien?
La seca pregunta devolvió a Serena al presente.
—Quiero visitar Río de Janeiro antes de volver a casa —respondió. No iba a contarle cuánto le angustiaba contarle la verdad a su familia.
Luca soltó un poco delicado bufido.
—¿Tienes idea de dónde estás? ¿Pensabas dar un paseo por la playa de noche?
Serena apretó los dientes.
—Te invitaría a pasear conmigo, pero seguro que tienes mejores cosas que hacer.
Su magnetismo animal era casi abrumador en aquel espacio tan pequeño. La incipiente barba y el pelo más largo acrecentaban su intensa masculinidad y podía sentir sus pezones apretándose contra el algodón de la camiseta. Odiaba que aquel hombre la afectase como ningún otro.
—¿Sabes que esta es una de las zonas más peligrosas de Río? Estás a unos minutos de las peores favelas de la ciudad.
Serena tuvo que contener el deseo de decir que eso debería alegrarlo.
—Pero la playa está a unas manzanas de aquí.
—Y a nadie se le ocurre ir a esa playa por la noche, a menos que vayan a comprar drogas o quieran que los roben. Es uno de los sitios más peligrosos de la ciudad… —Luca dio un paso adelante, mirándola especulativamente—. Pero tal vez sea eso. ¿Estás buscando drogas? Tal vez tu familia te tiene bajo vigilancia y estás disfrutando aquí de tu libertad. ¿Les has contado que has sido despedida?
Serena bajó los brazos, pero apenas se dio cuenta de que la mirada de Luca se clavaba en sus pechos. Lo único que sentía era una rabia inmensa y un odio feroz por aquel hombre.
—¿Para qué iba a hacerlo?
Pasó al lado de Luca en dirección a la puerta, pero antes de que pudiese agarrar el picaporte, él la cerró de golpe. Volvió a cruzarse de brazos, fulminándolo con la mirada, consciente de sus pies descalzos y del temblor que su proximidad la hacía sentir.
—Si no te vas en cinco segundos me pondré a gritar.
Luca siguió sujetando la puerta, acorralándola.
—El gerente pensará que estamos pasándolo bien. No puedes ser tan ingenua como para no saber que este hotel alquila las habitaciones por horas.
Serena sintió que le ardía la cara. Primero por pensar en aquel hombre haciéndola gritar de placer y después por su propia ingenuidad.
—Pues claro que no —replicó, intentando poner distancia entre ellos.
Luca se cruzó de brazos.
—No, ya imagino. Después de todo, no es a lo que tú estás acostumbrada.
Serena pensó en las condiciones espartanas de la clínica de rehabilitación en la que había estado ingresada durante un año y luego en su diminuto estudio en una zona poco recomendable de Atenas.
—¿Cómo ibas a saberlo?
Luca hizo una mueca.
—¿Estás decidida a quedarte en Río?
Nunca más que en ese momento. Aunque solo fuera para fastidiarlo.
—Sí.
—Lo último que necesito ahora mismo es que un reportero te vea yendo de copas o de compras.
Serena tuvo que morderse la lengua. Él no sabía nada sobre su nueva vida. ¿De copas, de compras? Todo eso había terminado.
—Me pondré un bolso de Louis Vuitton sobre la cabeza mientras compro un vestido de la última colección de Chanel. ¿Eso serviría de algo?
La broma no cayó bien y pudo ver una vena latiendo en la frente de Luca.
—Que te fueras de Río sería aún mejor.
—A menos que pienses echarme de aquí con tus propias manos, eso no va a pasar. Y si lo intentas llamaré a la policía y te denunciaré por acoso.
Luca no se molestó en decirle que, con los graves problemas que había en la ciudad, la policía no se molestaría en atenderla. Y que hacer eso solo serviría para despertar el interés de los paparazzi, que lo seguían a menudo.
Pensar que pudieran verla y asociarla con él lo ponía nervioso. Ya había tenido suficiente mala prensa después de lo que pasó en Italia como para arriesgarse.
Entonces se le ocurrió una idea. No era una que le gustase particularmente, pero parecía la única opción en ese momento. Haría que Serena de Piero se fuera de Río inmediatamente; con un poco de suerte en un par de días.
—Antes has dicho que querías otra oportunidad y harías lo que fuera para conseguirla.
Serena se quedó muy quieta, sus enormes ojos azules clavados en él. Luca suspiró. La habitación le parecía demasiado pequeña y solo podía verla a ella. Cuando bajó los brazos, sus ojos se habían clavado ansiosamente en sus pechos… y aún recordaba el roce de los duros pezones contra la camiseta. Debajo no llevaba nada y sintió que la sangre se arremolinaba en su entrepierna, excitándolo como nunca.
«¡Maldita fuera!».
—¿Quieres una oportunidad o no? —repitió él, molesto por su silencio y porque seguía ahí.
Serena parpadeó.
—Sí, claro que sí.
Su voz se había vuelto ronca y eso afectó directamente a su entrepierna. Aquello era un error y lo sabía, pero no tenía otra opción. Debía limitar los daños.
—Dirijo una empresa minera y debo visitar las minas de Iruwaya y a la tribu que vive cerca para comprobar sus progresos. Puedes demostrar que estás comprometida yendo conmigo como ayudante para tomar notas. El poblado es parte de una red global de comunidades, así que tiene que ver con tu trabajo.
—¿Dónde está?
—Cerca de Manaos.
Serena abrió mucho los ojos.
—¿En medio del Amazonas?
Luca asintió con la cabeza. Tal vez había dado en el clavo. Tener que trabajar de verdad haría que se fuese de Río.
Pero Serena lo miró con esos ojazos azules y preguntó con gesto decidido:
—Muy bien. ¿Cuándo nos vamos?
Su respuesta lo sorprendió tanto como que se alojase en aquel hotel barato. Había esperado encontrarla en uno de cinco estrellas, pero tal vez su familia le había retirado los fondos.
Daba igual, pensó, enfadado consigo mismo por hacerse esas preguntas.
—Mañana —respondió—. Mi chófer vendrá a recogerte a las cinco de la mañana.
De nuevo, esperaba que ella diese marcha atrás, pero no lo hizo. Miró la ropa en la maleta y las cosas de aseo tiradas sobre la cama. Notó, a su pesar, que olía muy bien; un olor limpio y dulce, nada que ver con el perfume sexy que recordaba.
—Alguien vendrá dentro de una hora para traerte una mochila con todo lo que necesitas. No podrás llevar tu maleta.
Ella lo miró con gesto receloso.
—¿Por qué?
Luca la miró a los ojos, no sin cierta punzada de culpabilidad:
—¿No he mencionado que tendremos que abrirnos paso por la selva para llegar al poblado? Se tardan dos días desde Manaos.
—No —respondió ella—. No habías dicho nada de eso. ¿Es seguro?
Luca esbozó una sonrisa, disfrutando al pensar que se echaría atrás después de media hora caminando por una selva infestada de insectos y vida salvaje. Estaba seguro de que tras su primer encuentro con las numerosas especies animales del Amazonas dejaría de fingir. Pero, por el momento, lo dejaría estar. Porque si no lo hacía, Serena sería una bala perdida, una bomba de relojería en Río de Janeiro. De aquel modo tendría que admitir la derrota y se marcharía por decisión propia.
Tendría preparado un helicóptero para sacarla de allí y llevarla al aeropuerto.
—Es seguro si vas con un guía experto que conozca la zona.
—¿Y tú eres ese guía?
—Llevo años visitando las tribus y explorando el Amazonas. No podrías estar en mejores manos.
La expresión de Serena dejaba claro que no confiaba en él y Luca sonrió mientras arqueaba una ceja.
—Puedes negarte, depende de ti.
—Y si digo que no, seguro que tú mismo me llevarás al aeropuerto. Pero si lo hago y demuestro que estoy comprometida con mi trabajo, ¿dejarás que ocupe el puesto que vine a cubrir?
La sonrisa de Luca desapareció. De nuevo experimentó esa punzada de admiración, pero intentó aplastarla.
—Como estoy seguro de que no aguantarás dos horas en la selva, no tiene sentido hablar de ello. Solo estás retrasando tu inevitable regreso a casa.
Ella levantó la barbilla en un gesto orgulloso.
—Hará falta algo más que una excursión por la selva para que me eche atrás, Fonseca.
Aunque hacía un calor bochornoso, aún era de noche cuando Serena salió del coche en el aeródromo privado doce horas después. Lo primero que vio fue la alta figura de Luca metiendo cosas en una avioneta y, de inmediato, tuvo que armarse de valor.
Él apenas la miró mientras llegaba a su lado junto al chófer, que llevaba una mochila en la mano. Pero cuando su oscura mirada se clavó en ella el corazón de Serena se aceleró.
—¿Has pagado la factura del hotel?
«Buenos días para ti también», pensó ella, enfadada consigo misma al notar que le temblaban las piernas.
—Mi maleta está en el coche.
Luca intercambió unas palabras con el conductor mientras tomaba su mochila y la metía en la avioneta.
—Se quedará en mi oficina hasta que vuelvas.
La evidente implicación era que volvería ella sola, por supuesto.
—No voy a irme antes de tiempo —anunció, intentando no dejarse amedrentar.
Luca la miró de arriba abajo. Llevaba la ropa que le había entregado el conductor: un pantalón ligero, un chaleco sin mangas bajo una camisa de color caqui y botas de senderismo. El atuendo era parecido al que llevaba Luca, salvo que su ropa parecía usada y no podía esconder los impresionantes músculos.
Serena maldijo en voz baja. ¿Por qué aquel hombre la afectaba como no lo hacía ningún otro?
Luca, que se había vuelto hacia la avioneta para meter la mochila, dijo por encima de su hombro:
—Vamos, tenemos mucho camino por delante.
—Sí, señor —murmuró ella, burlona. Pero mientras se abrochaba el cinturón de seguridad lo vio sentarse en la cabina y dejó escapar una exclamación.
—¿Tú eres el piloto?
—Evidentemente —respondió él, burlón.
Serena intentó tragar saliva.
—¿Tienes el título acaso?
Luca, ocupado pulsando interruptores y botones, la miró un momento por encima del hombro.
—Desde los dieciocho años. Relájate, no te va a pasar nada.
Se puso los cascos para comunicarse con la torre de control y enseguida la avioneta empezó a moverse por la pista. Serena no solía ponerse nerviosa en los aviones, pero se agarró a los brazos del asiento. Estaba en una avioneta, dirigiéndose a la selva más densa del mundo, al ecosistema más peligroso, con un hombre que la odiaba a muerte.
De repente, imaginó una serpiente cayéndole sobre la cara y se estremeció cuando la avioneta despegó del suelo. Desgraciadamente, su ánimo no se elevó como el aparato, pero se consoló a sí misma pensando que no tendría que volver a Atenas con el rabo entre las piernas… al menos de momento.
Mientras admiraba, a su pesar, los anchos hombros de Luca, no era capaz de sentir la antipatía que quería sentir por él. Después de todo, tenía una buena razón para creer que le había tendido una trampa siete años antes.
Cualquier otra persona hubiera pensado lo mismo. Cualquiera salvo su hermana, que se había limitado a mirarla con esa expresión suya tan triste que le recordaba lo atrapadas que estaban las dos por las circunstancias y por su lamentable adicción a los fármacos para controlar el dolor.
Su padre era un hombre demasiado poderoso y Siena era demasiado joven como para que Serena intentase algo tan drástico como escapar. Y cuando su hermana cumplió la mayoría de edad, Serena ya no tenía fuerzas para hacer nada drástico. Lorenzo de Piero se había encargado de ello. Además, eran demasiado conocidas. Cualquier intento de escapar habría terminado en unas horas porque su padre habría enviado a sus matones a buscarlas. Estaban tan indefensas como si las hubiera encerrado en una torre.
—Serena…
Ella levantó la cabeza y vio que Luca la miraba con gesto impaciente. Debía haberla llamado un par de veces, pero estaba tan perdida en sus pensamientos…
—¿Qué?
—Estaba diciendo que el vuelo durará cuatro horas —Luca señaló una bolsa en el suelo—. Ahí tienes información sobre la tribu y las minas. Deberías echarle un vistazo.
Cuando se dio la vuelta Serena tuvo que contenerse para no sacarle la lengua. Había sido dominada por un hombre durante casi toda su vida y no estaba dispuesta a dejar que nadie volviese a tratarla de ese modo.
Mientras buscaba los documentos se recordó a sí misma que aquello era un medio para conseguir un fin. Había decidido ir con Luca y le demostraría su compromiso aunque fuese lo último que hiciera. En los últimos años se había acostumbrado a centrarse en el presente, a no mirar atrás. Y en aquel momento necesitaba eso más que nunca.
Cuatro horas después, con la cabeza llena de datos sobre el sitio al que se dirigían, Serena se sentía un poco más tranquila. Estaba fascinada y emocionada por el viaje, que le parecía una pequeña victoria.
Aterrizaron en un aeródromo privado y, después de un ligero desayuno preparado para ellos en una sala VIP, Luca empezó a cargar bolsas y suministros en la parte trasera de un jeep.
Su mochila era tres veces más grande que la suya y cuando vio que guardaba un machete los nervios se le agarraron al estómago. Tal vez estaba haciendo una tontería. ¿Cómo iba a sobrevivir en la selva? Ella era una chica de ciudad… esa era la única selva que conocía y entendía.
Pero cuando Luca arqueó una ceja en un gesto burlón, Serena dio un paso adelante. No iba a dejarse amedrentar.
—¿Puedo hacer algo?
—No hace falta —respondió él—. Vamos, no tenemos todo el día.
Poco después, mientras conducía entre el tráfico de Manaos, que empezaba a despejarse a medida que se alejaban del centro de la cuidad, Luca le dio una charla sobre cómo sobrevivir en la selva.
—Lo único que debes hacer es obedecer mis órdenes. La selva es percibida como un ambiente hostil, pero no tiene por qué serlo… mientras uses la cabeza y estés constantemente en guardia sabiendo lo que te rodea.
Un diablillo dentro de Serena la empujó a preguntar:
—¿Siempre eres tan autoritario o es solo conmigo?
Para su sorpresa, Luca esbozó una sonrisa, provocando una reacción de proporciones sísmicas en su estómago.
—Me dedico a dar órdenes y la gente obedece.
Ella dejó escapar un bufido de desdén. Esa había sido también la filosofía de su padre.
—Pues entonces tu vida debe ser muy aburrida.
La sonrisa desapareció.
—La gente suele obedecer cuando les interesa conseguir algo… como tú misma estás demostrando ahora mismo.
Su cínico tono hizo que Serena arrugase la frente y eso lo molestó. Ni siquiera sabía de dónde salía ese cinismo.
—Me has ofrecido una oportunidad para demostrar que estoy comprometida con mi trabajo y eso es lo que estoy haciendo.
Luca se encogió de hombros.
—Eso es lo que digo, que tienes algo que ganar.
—¿Seguro? —preguntó ella en voz baja, pero Luca no la oyó, o tal vez pensó que no merecía la pena responder. Evidentemente, la respuesta era «no».
La ciudad pronto dejó paso a la vegetación, cada vez más densa, hasta que estuvieron rodeados. La selva parecía dispuesta a invadir a su rival de cemento en cuanto tuviese oportunidad.
La curiosidad superó al deseo de limitar su conversación con Luca.
—¿Como empezaste a interesarte por estas minas en particular?
Una de sus manos estaba acariciando indolentemente el volante, la otra sobre su muslo. Era un buen conductor; prudente, pero rápido. Cuando la miró, Serena sintió como si estuvieran envueltos en un capullo de exuberante vegetación. No existía nada más.
Él volvió a mirar la carretera.
—Las abrió mi abuelo cuando encontraron bauxita. La zona fue saqueada, devastada de vegetación y los indios nativos expulsados para montar un campamento. Fueron las primeras minas de mi familia y, por tanto, en las que quería centrarme para intentar controlar los daños.
Serena recordó lo que había leído.
—¿Pero siguen funcionando?
Luca frunció el ceño mientras ponía las dos manos en el volante, como si ese recordatorio lo enfureciese.
—Sí, pero en menor escala. El campamento principal ya ha sido destruido y los mineros viven en un poblado cercano. Cerrarlas del todo afectaría a las condiciones de vida de cientos de personas. Dejaría a los trabajadores sin las subvenciones del gobierno, sin educación para sus hijos y muchas cosas más. Ahora mismo las usamos como proyecto piloto para desarrollar operaciones sostenibles. Los beneficios servirán para regenerar enormes zonas de selva que han sido destruidas. Nunca estarán regeneradas del todo, pero los nativos que fueron expulsados de aquí podrán volver para cultivar sus tierras y vivir de ellas.
—Parece un proyecto muy ambicioso —comentó Serena, intentando no mostrarse demasiado impresionada. La experiencia con su padre le había enseñado que los hombres podían ser maestros en el arte del altruismo mientras escondían un alma tan corrupta como la del demonio.
Podía ver la determinación en sus ojos, la misma que había visto en los de su padre cuando quería conseguir algo. Avaricia de poder, de control, de hacer daño.
—Es un proyecto ambicioso, pero es mi responsabilidad. Mi abuelo hizo mucho daño a este país y mi padre siguió con esa imprudente destrucción, pero yo me niego a perpetuar el mismo error. Aparte de otras consideraciones, hacerlo sería ignorar que el planeta es muy vulnerable en este momento.
Serena se quedó sorprendida por su tono apasionado. Tal vez era sincero.
—¿Por qué te importa tanto?
Luca permaneció tanto rato en silencio que pensó que no iba a responder.
—Porque veía el odio que los nativos y hasta los mineros sentían por mi padre y los hombres como él cada vez que visitaba su imperio —dijo por fin—. Empecé a investigar cuando era muy joven y me quedé horrorizado al descubrir el daño que habían hecho, no solo en nuestro país sino a nivel mundial, y me decidí a terminar con ello.
Serena miró su serio perfil, sintiendo un nuevo respeto por él. Luca estaba haciendo girar el jeep hacia una abertura casi escondida entre los árboles. El camino estaba lleno de baches, los enormes y majestuosos árboles tan cerca que casi podía tocarlos.
Después de unos diez minutos adentrándose en la selva, llegaron a un claro donde había una moderna instalación de dos plantas camuflada para mezclarse con su entorno.
Luca detuvo el jeep al lado de otros vehículos.
—Esta es nuestra base de operaciones en el Amazonas. Tenemos otras más pequeñas en diferentes sitios —le explicó, mirándola mientras bajaba del jeep—. Deberías aprovechar la oportunidad para usar el baño mientras estamos aquí.
Serena apartó la mirada. No quería que viese la emoción que empezaba a sentir al estar en un lugar tan asombroso. Estaba como hipnotizada por el denso follaje. Tenía la impresión de que la selva era contenida solo por pura fuerza de voluntad y que a la mínima oportunidad extendería sus raíces y cubriría aquel sitio.
—El baño está por allí —dijo Luca, señalando una pequeña construcción de ladrillo.
Cuando Serena entró en el baño y vio su imagen en el espejo tuvo que hacer una mueca. Estaba acalorada y sudorosa, y convencida de que al final del día tendría un aspecto aún peor.
Después de echarse agua en la cara y hacerse una práctica trenza salió del baño dispuesta a seguir adelante, decidida a no flaquear ante el primer obstáculo.
Luca le ofreció su mochila y señaló una especie de manguera de caucho que sobresalía de uno de los lados.
—Es una cantimplora. Bebe a sorbitos y a menudo. Volveremos a llenarla más tarde.
Era un alivio descubrir que la mochila no pesaba. En cambio, la de Luca, que debía contener las provisiones y la tienda de campaña, era tres veces más grande.
Serena se asustó al ver que se colocaba una funda de pistola en la cintura.
—Solo es un arma tranquilizante —dijo él con gesto burlón—. Métete los pantalones dentro de los calcetines y cierra los puños de la camisa.
Cada vez más nerviosa, Serena hizo lo que le pedía. Cuando volvió a mirarlo, sintiéndose como una niña cuyo uniforme iba a ser inspeccionado, Luca tenía una ceja enarcada sobre esos asombrosos ojos de color azul marino.
—¿Estás segura del todo? Ahora sería el mejor momento para echarte atrás, si esa es tu intención.
Serena se puso en jarras y escondió sus nervios haciéndose la valiente.
—¿No habías dicho que no teníamos todo el día?
Un par de horas después, Serena pisaba solo donde pisaba Luca, tarea nada fácil porque sus piernas eran mucho más largas. Respiraba con dificultad, ríos de sudor corriendo por todo su cuerpo. Estaba empapada y no era ningún consuelo ver la camisa de Luca empapada de sudor porque eso solo servía para destacar su impresionante físico.
Sabía lo que la esperaba, pero la selva era más húmeda de lo que nunca hubiera podido imaginar. Y ruidosa. Increíblemente ruidosa. Había levantado la mirada numerosas veces para ver pájaros de colores gloriosos cuyo nombre desconocía y en una ocasión había visto a unos monos saltando perezosamente de un árbol a otro.
Aquel sitio era un asalto a sus sentidos y desearía parar un momento para intentar asimilarlo todo, pero no se atrevía a decirlo porque Luca, que no se había detenido una sola vez, esperaba que lo siguiese. Se limitaba a mirar hacia atrás de vez en cuando, presumiblemente para asegurarse de que no había sido arrastrada hacia la densa vegetación por una de las míticas bestias que conjuraban sus miedos.
Cada vez que oía un ruido aceleraba el paso y cuando Luca se detuvo bruscamente estuvo a punto de chocar con él, pero se detuvo a tiempo.
Vio que estaban al borde de un claro. Era un alivio salir del ambiente opresivo de la selva y respirar a pleno pulmón, pero se llevó las manos a las caderas para disimular que estaba a punto de sufrir un colapso.
Luca sacó algo de un bolsillo del pantalón. Parecía un móvil antiguo, un poco más largo que los modelos modernos.
—Es un teléfono por satélite. Si llamo al helicóptero estará aquí en quince minutos. Esta es tu última oportunidad para echarte atrás.
Nada le gustaría más que ver un helicóptero apareciendo en el horizonte. O poder echarse agua fría en la cara. Estaba ardiendo, sudando como nunca, y le dolían todos los músculos. Pero, perversamente, nunca se había sentido más llena de energía, a pesar del calor. Además, no pensaba mostrar debilidad ante aquel hombre. Él era lo único que se interponía entre ella y la independencia.
—No pienso ir a ningún sitio.
Vio que él ponía cara de sorpresa y levantó la barbilla en un gesto de satisfacción. Le demostraría que podía hacerlo.
Luca esbozó una sonrisa mientras señalaba algo con la mano.
—¿Estás absolutamente segura?
Serena bajó la mirada y todo su cuerpo se paralizó de terror al ver un escorpión negro subiendo por su bota, con la cola levantada sobre su arácnido cuerpo.
Sin previa experiencia en algo tan potencialmente peligroso, tuvo que controlar el pánico mientras empujaba al animal con la punta del bastón hasta que cayó al suelo. Sintiéndose ligeramente mareada, volvió a levantar la mirada.
—Como he dicho, no pienso ir a ningún sitio.
Luca no pudo disimular un gesto de admiración. Poca gente hubiera reaccionado de ese modo al ver un escorpión. Hombres incluidos. Y las mujeres que él conocía habrían aprovechado la oportunidad para echarse en sus brazos, gritando de terror.
Algo en su pecho se encogió por un momento, dejándolo sin respiración. A pesar de estar sudorosa y desaliñada seguía siendo bellísima, la mujer más bella que había conocido nunca. Podía entender en ese momento que muchos hombres perdieran la cabeza por la belleza de una mujer.
Pero él no.
Porque sabía de primera mano que Serena de Piero era capaz de dejar que otros pagasen por sus errores.
—Muy bien —dijo con desgana—. Entonces, sigamos adelante.
Dándole la espalda al provocativo y arrebolado rostro de Serena, siguió caminando por la selva.
Ella intentó llevar oxígeno a sus pulmones mientras miraba el claro por última vez y después lo siguió, incapaz de contener una sensación de triunfo. Lo seguía sin quejarse por el daño que le hacían las botas o el dolor en los tobillos. No podía mostrar debilidad porque Luca se aprovecharía de ello como un depredador agotando a su presa.
Sentía como si estuviera flotando por encima de su cuerpo. El dolor afectaba a tantas partes de su cuerpo que no podría decir qué le dolía más. La mochila, que le había parecido ligera esa mañana, en aquel momento parecía cargada de piedras.
Un par de horas después se detuvieron para comer. Luca sacó unas barritas de proteínas y tomó de un árbol unos frutos parecidos a los higos, que por cierto estaban riquísimos. Y luego siguieron caminando.
Tenía los pies dormidos desde hacía rato, la garganta parcheada por mucha agua que bebiese y las piernas como gelatina. El ritmo de Luca era despiadado y ella no estaba dispuesta a pedirle que parase.
Pero entonces él se detuvo y miró alrededor, sujetando una brújula.
—No te apartes de mí hasta que yo te lo diga.
Serena fue pegada a él durante unos minutos y trastabilló cuando se detuvo bruscamente. Luca se volvió para sujetarla.
—Este es el campamento —anunció.
Ella parpadeó, intentando disimular el cosquilleo que había provocado el roce de sus manos.
—¿El campamento?
Estaban frente a un pequeño claro y la cacofonía de ruidos que los había acompañado hasta entonces había cesado. Era como si todos los animales de la selva estuvieran observando. El intenso calor también había disminuido ligeramente.
—Es tan silencioso.
—No dirás eso en media hora, cuando empiece el coro nocturno —respondió Luca mientras se libraba de la mochila—. Quítate la tuya.
Serena lo hizo y estuvo a punto de gritar de alivio al hacerlo. Era como si pudiera flotar por encima de la selva sin ese peso.
Luca estaba en cuclillas, sacando cosas de la mochila, la tela del pantalón tirante sobre los poderosos muslos. Y Serena no podía apartar la mirada.
Estaba desenrollando la tienda de campaña, que parecía alarmantemente pequeña.
—No vamos a dormir ahí —protestó.
Luca clavó una estaca en el suelo con innecesaria fuerza.
—Sí, minha beleza, a menos que prefieras arriesgarte a dormir al raso. Hay jaguares en esta zona y seguro que disfrutarán devorando tu dulce carne.
Serena sintió pánico al pensar en compartir un espacio tan reducido con él.
—Estás mintiendo.
Luca la miró, imposiblemente oscuro y peligroso.
—¿De verdad quieres arriesgarte? Haz lo que quieras, pero si no te devoran los jaguares lo harán miles de insectos… por no hablar de los murciélagos —le advirtió—. Mientras lo estás pensando voy a rellenar las cantimploras. Y tú podrías encender el hornillo. Tenemos que comer algo.
Cuando se alejó, Serena tuvo que contener el cobarde deseo de pedir que la esperase. Estaba segura de que solo lo había dicho para asustarla. Aun así, miró nerviosamente alrededor y se quedó cerca de la tienda, murmurando para sí misma lo arrogante que era aquel hombre.
Cuando Luca volvió poco después, ella estaba esperando al lado de la tienda con expresión nerviosa. Se detuvo un momento para observarla, escondido tras un árbol. Tenía mala conciencia por haberla asustado, pero su sangre se calentaba solo con mirarla.
La ropa se pegaba a su cuerpo después de un día caminando a buen paso por el ecosistema más húmedo de la tierra, destacando los pechos firmes y generosos, la estrecha cintura, la suave curva de sus caderas…
La había llevado allí con el propósito de que saliera corriendo en dirección contraria, tan lejos de él como fuera posible, pero había ido a su lado todo el camino.
Aún recordaba su expresión de terror al ver el escorpión y cómo había intentado disimular. Había caminado a gran velocidad a propósito y, sin embargo, cada vez que miraba hacia atrás Serena estaba allí, a su lado, con la cabeza baja, mirando dónde pisaba como le había pedido. El sudor corría por su cara y cuello, perdiéndose por el escote del chaleco hasta el valle entre sus pechos…
Maldita fuera. Odiaba admitir que hasta ese momento la había visto solo como una irritación temporal, como una garrapata de la que por fin se desharía y lo dejaría en paz, pero estaba demostrando ser más fuerte y valiente de lo que había pensado. Desde luego, no había esperado compartir tienda de campaña con Serena de Piero, la degenerada que vivía para ir de fiesta y que solo pensaba en sí misma, la que esperaba se fuera de Río de Janeiro en cuanto él lo ordenase.
Pero no se había ido.
¿Quién demonios era aquella mujer si no era la mimada heredera a la que conoció en Italia? ¿Y por qué le importaba tanto?
Serena se mordió los labios. El sol empezaba a esconderse y no había señales de Luca. Se sentía intensamente vulnerable allí, consciente de su insignificancia frente a la grandiosidad de la naturaleza. Una grandiosidad que la mataría en un segundo si tuviese oportunidad.
El crujido de una rama la alertó de su presencia. Luca apareció, oscuro y poderoso, entre los árboles y el alivio al saber que no estaba sola la dejó momentáneamente mareada, pero se recordó a sí misma que lo odiaba por haberla asustado a propósito.
—¿Temías que me hubiese comido un jaguar, princesa?
—Una puede soñar —comentó ella, burlona—. Y no me llames princesa.
Luca miró el hornillo.
—Veo que al menos sabes seguir instrucciones.
Serena hizo una mueca de fastidio, pero no dijo nada.
Luca empezó a recoger ramas y, decidida a no mostrar lo asustada que estaba, preguntó alegremente:
—¿Puedo ayudar?
—Puedes recoger leña, pero comprueba que no esté viva antes de agarrarla.
Empezó a hacerlo con cuidado, pero una ramita resultó ser un escarabajo camuflado que salió corriendo y casi la hizo gritar del susto.
Por suerte, cuando levantó la mirada para ver si Luca se había dado cuenta él estaba concentrado en mover un montón de troncos. Había atardecido y los enormes árboles eran como sombras gigantes a su alrededor.
Serena empezó a notar los sonidos nocturnos de la selva. El ruido crecía y crecía hasta volverse ensordecedor, como si un millón de grillos cantasen a la vez, para convertirse unos minutos después en un sonido más armonioso.
Cuando dejó las ramas secas que había encontrado frente a la hoguera Luca se dispuso a encender el fuego. Empezaba a recuperar la sensibilidad en los pies, pero le dolían muchísimo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él con sequedad.
—Tengo ampollas en los pies —respondió ella, a regañadientes.
—Déjame ver.
La luz dorada de las llamas bailaba sobre su rostro y, durante un segundo, Serena se quedó tan transfigurada que no podía moverse. Era el hombre más atractivo que había visto nunca y tuvo que hacer un esfuerzo para responder:
—No es nada.
—No me ofrezco porque me importe lo que te pase, pero si tienes ampollas y explotan podrían infectarse con esta humedad. Entonces no podrías caminar y no tengo intención de llevarte en brazos.
—Ah, qué elocuente. No me gustaría ser una carga para ti, te lo aseguro.
Luca señaló un tronco al lado del fuego y se puso en cuchillas.
—Quítate las botas —dijo con voz ronca.
Serena desató los cordones y, aunque lo intentó, no pudo evitar una mueca de dolor al quitárselas. Luca apoyó un pie en su muslo y el roce de su mano aceleró tontamente su corazón.
—¿Qué haces?
—Tengo entrenamiento médico, relájate —respondió él, sacando un botiquín.
Serena cerró la boca. ¿No había fin para sus talentos?
—¿Por qué tienes entrenamiento médico?
Él la miró un momento antes de seguir con lo que hacía.
—Estaba visitando un poblado con mi padre cuando era más joven y un niño se atragantó. Nadie sabía qué hacer y murió delante de nosotros.
—Qué horror.
El recuerdo más doloroso apareció en su cerebro antes de que pudiese bloquearlo. También ella había visto morir a alguien y era algo que estaba grabado en su memoria como un tatuaje. Sus defensas no parecían ser tan robustas estando tan cerca de aquel hombre. Podía empatizar con la impotencia de Luca y esa afinidad la sorprendía.
—No tan horrible como para que mi padre no echase a la tribu de aquí. Apenas dio tiempo a los padres para enterrar al niño… para él no eran nada más que un problema del que tenía que librarse.
Luca tiró de sus calcetines y notó que contenía el aliento al ver las ampollas.
—Esto es culpa mía.
Serena parpadeó. ¿Había dicho eso de verdad? ¿Y con tono de disculpa? Eso la sorprendió.
Él la miró con una expresión indescifrable.
—No se debe caminar tantas horas con unas botas nuevas. Es normal que tengas ampollas. Debes llevar horas sufriendo.
Serena se encogió ligeramente de hombros y apartó la mirada.
—No soy ninguna mártir, es que no quería quedarme atrás.
—La verdad es que yo no había esperado que llegases tan lejos. De hecho, estaba seguro de que te echarías atrás antes de salir de Río.
Sus ojos se encontraron un momento y el corazón de Serena se encogió. Lo único que podía ver eran los poderosos músculos de Luca bajo sus pies. Él apartó la mirada entonces para sacar algo del botiquín y el momento se esfumó, pero la dejó temblando.
Tenía unas manos tan grandes y capaces. Masculinas, pero sorprendentemente suaves mientras limpiaba las ampollas y luego las cubría con una venda.
Estaba volviendo a ponerle los calcetines y levantó la mirada.
—Has dicho un par de veces que tú no metiste las drogas en el bolsillo. Pero olvidas que yo estaba allí, te vi.
Esa afirmación la pilló por sorpresa. A pesar de que la había hecho marchar por la selva como una especie de recalcitrante prisionera casi había empezado a sentir simpatía por él.
«Qué tonta».
Luca solo había visto una parte de su vida, pero en realidad no sabía nada de ella. Nadie sabía la verdad.
—Viste lo que querías ver —respondió con amargura.
Serena intentó evitar su mirada mientras tomaba las botas, pero Luca se las quitó de la mano.
—Siempre debes mirar dentro antes de ponértelas, por si se hubiera metido algún insecto.
Serena sintió un escalofrío mientras volvía a meter los pies en las botas.
—Muy bien.
—¿Qué significa eso? ¿Por qué dices que vi lo que quería ver?
Molesta por su insistencia, Serena lo fulminó con la mirada. La luz de la hoguera iluminaba solo una parte de su cara, dándole un aspecto aún más oscuro y peligroso.
—Creo que tengo derecho a saberlo. Me debes una explicación.
A Serena se le encogió el estómago. La oscura selva a su alrededor la hacía sentir como si no hubiera nada más en el mundo que aquel sitio.
Vaciló durante un segundo, pero al final respondió:
—Yo no era adicta a ese tipo de drogas… nunca he tomado drogas recreativas. Era adicta a los fármacos y al alcohol, pero no volveré a tocarlos.
Luca por fin se apartó, con el ceño fruncido, y ella respiró de nuevo… pero solo durante un segundo.
—¿Cómo te hiciste adicta a los fármacos?