Redescubrir la Palabra - Máximo García Ruiz - E-Book

Redescubrir la Palabra E-Book

Máximo García Ruiz

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Beschreibung

Máximo García Ruiz reconocido teólogo y pastor, admite abiertamente que en la primera fase de su formación teológica no logró resolver los numerosos interrogantes y contradicciones que le planteaba una lectura literal del texto bíblico. En una segunda fase, descubrió el concepto de relectura. Una etapa de aprendizaje que exige desaprender las ideas erróneamente asimiladas, a fin de poder leer la Biblia desde una perspectiva libre de prejuicios, incorporando herramientas capaces de ayudar a descubrir el qué y el por qué de su contenido. Este es el propósito del libro: guiar a los lectores de la Biblia del siglo XXI por el sendero de la relectura.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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Hiciste que los débiles

vencieran a los fuertes,

los escasos a los numerosos.

ORACIÓN JUDÍA EN JANUCÁ.

Quien no ve ni oye no sabe

practicar la ley de Dios.

ENSEÑANZA DE QUMRÁN.

Este libro ha sido escrito pensando especialmente en mis nietos, a quienes se lo dedico. Un texto que pretende reforzar la fe en la que están siendo educados hasta alcanzar una fe madura, libre de adherencias fanáticas ajenas a la Palabra de Dios; una fe liberadora, que les ayude a ser hombres y mujeres íntegros y capaces de poder trazar su propio destino.

Agradecimientos

Una sentida gratitud a quienes han tenido la gentileza de leer el texto que ahora ponemos en las manos del lector: amas de casa, profesores de la teología, científicos y técnicos cualificados en diferentes materias, todos ellos cristianos comprometidos con su fe y sus iglesias que han hecho aportaciones muy valiosas desde perspectivas culturales diversas. El respaldo recibido nos ha animado a seguir adelante con el propósito de dar a luz este trabajo, convencidos de su oportunidad y en la confianza de que sus aportaciones han de servir para enriquecer la vida espiritual e intelectual de los lectores.

Una expresión de gratitud especial al profesor Ricardo Moraleja, licenciado en Filología Hebrea y Aramea y doctorando en Ciencias de las Religiones, quien ha realizado cursos intensivos en Hebreo bíblico y rabínico en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Traductor de la Biblia y con una dilatada experiencia en el estudio y la enseñanza de las Ciencias Bíblicas, el profesor Moraleja ha llevado a cabo una exhaustiva revisión del texto, corrigiendo, matizando o ampliando algunos conceptos específicos que han servido para revestir de mayor credibilidad el contenido de este ensayo.

Y otro reconocimiento destacado a Alfredo Pérez Alencar profesor de la Universidad de Salamanca, presidente de la Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos de España (adece) y poeta de prestigio internacional, que acumula multitud de premios por su extensa obra traducida a veinte idiomas, cristiano de fe comprometida con la búsqueda de la verdad, prototipo del lector al que pretendemos llegar con esta obra, quien ha accedido generosamente a prologarla.

ÍNDICE GENERAL

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CITAS

DEDICATORIA

AGRADECIMIENTOS

PÓRTICO. UN LIBRO IMPRESCINDIBLE

CAPÍTULO I. A MODO DE INTRODUCCIÓN

1. El porqué y el para qué

2. Itinerario a seguir

3. Los mitos como lenguaje cosmológico

CAPÍTULO II. EL MUNDO JUDÍO

1. El Judaísmo como religión

2. Instituciones judías en tiempos bíblicos

El Templo

La Sinagoga

El Sanedrín

3. Festividades judías

Fiesta de la Pascua

Fiesta de Pentecostés

Fiesta de los Tabernáculos

Fiesta de las Trompetas

Día de la Expiación

La fiesta de la Dedicación del Templo

La fiesta de Purim

Sábado

Calendario judío

4. Prácticas judías más relevantes

Circuncisión

Poligamia

Esclavitud

Sacrificios

5. La mujer en Israel

CAPÍTULO III. EL MUNDO GRECORROMANO

1. Sociedad helenista

2. Jerusalén en tiempos de Jesús

3. El gnosticismo

4. La religión en Roma

5. La vida de un judío llamado Jesús

CAPÍTULO IV. CLAVES PARA ENTENDER LA BIBLIA

1. Un libro de religión

2. Géneros y giros del lenguaje

3. Un libro traducido

4. Un libro transmitido

5. El Canon

6. El sentido del lenguaje

CAPÍTULO V. EL MISTERIO DE LOS MILAGROS

1. ¿Qué es un milagro?

2. El origen de los milagros

3. Los prodigios de Moisés

4. Los milagros de Jesús

CAPÍTULO VI. RELECTURA BÍBLICA

1. Espíritu Santo. Revelación e inspiración

2. Cultura y contextualización

3. Pecado y santidad

4. Ética y moral

5. Los espíritus malignos y el más allá

6. Una lectura comprensible

CAPÍTULO VII. ¿ES LA BIBLIA LA PALABRA DE DIOS?

1. Una verdad, cuatro respuestas

2. Límites de la autoridad entre Biblia e Iglesia

3. Jesús, enviado de Dios

4. La Biblia como puente de comunicación

BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA Y REFERENCIA

DATOS BIOGRÁFICOS

CRÉDITOS

PÓRTICO

Un libro imprescindible

Ávido lector en estos tiempos de anemia por escudriñar las Escrituras: estás ante un libro imprescindible, de esos que —tras una atenta lectura— dejan huella indeleble no solo en el espíritu, sino también en las entrañas, en el ser completo que somos. Máximo García Ruíz, liberal y conservador ciento por ciento, ha plasmado, de golpe, un sustancioso compendio de reflexiones que todo aquel que se estime cristiano debería tomar en consideración, tanto para el aplauso como para la crítica razonada. En este libro, nutriente desde la primera hasta la última página, órbita el pensamiento de un magno teólogo que busca, tras muchos lustros, aproximarse al lector normal que en la Biblia se ha topado con ciertas contradicciones entre sus libros de antes y después de Jesús. ¡Ya me hubiera gustado tenerlo al alcance de mis ojos y de mi entendimiento cuando hace ahora 12 años me convertí en seguidor del Amado Galileo! ¡Cuántas dudas me habrían aclarado, acelerando mi entrega!

Este libro, ávido lector, es el mejor antídoto contra los fanatismos de los que no es ajeno el mundo evangélico, que se ha olvidado de protestar hasta de las injusticias, como tan claramente nos enseñan los profetas. También existe un desdén por ahondar en los puntos cardinales de la Biblia: impera una interpretación marcadamente sesgada que para nada refleja la misión integral que debe tener la Iglesia. Este libro no solamente es recomendable, sino necesario: es el libro más necesario que ha escrito el madrileño Máximo García Ruíz como ofrenda a sus hermanos en la fe.

Siete capítulos son suficientes para perder el miedo a discrepar. Lean y relean la caravana de accesibles claves que Máximo ha decantado de la vieja y la nueva Alianza: de cierto que su travesía le ha hecho arribar al corazón de la Palabra.

Agradezco la gran temperatura de su imprescindible aporte a la literatura cristiana en idioma castellano.

Alfredo Pérez Alencart

Universidad de Salamanca

CAPÍTULO I

A modo de introducción

1. El porqué y el para qué

Desde los remotos tiempos en los que di mis primeros pasos en el seno de la Iglesia bautista, a la que me incorporé cuando aún no había cumplido los 17 años y en la que fui iniciado en la lectura de la Biblia, he vivido la experiencia personal y ajena de tener que dejar sin respuestas muchas preguntas que fueron surgiendo en la medida en la que iba encontrándome con pasajes bíblicos que no solo escapan al entendimiento de cualquier lector, sino que dejan en él un cierto residuo de decepción al no saber cómo descifrar su contenido y sus aparentes contradicciones.

Esta sensación se produce de forma especial en lo que al Antiguo Testamento se refiere, con frecuencia en abierta contradicción con el núcleo central del Evangelio y de la enseñanza de Jesús. Mientras los Evangelios muestran la imagen de un Dios de amor universal, que no hace acepción de personas y defiende valores como la dignidad de todos los seres humanos y su igualdad en derechos, el Antiguo Testamento muestra con frecuencia la idea de Dios como la de un dios iracundo, vengativo y tribal, fruto de la visión parcial y distorsionada de un pueblo, el hebreo, que, habiendo sido escogido para ser un medio de bendición a otros pueblos, confunde su destino y se erige en receptor único y excluyente de las bendiciones de Dios, apropiándoselas, considerando erróneamente que se trata de un patrimonio nacional exclusivo.

Algo debía estar fallando si la lectura de un texto considerado sagrado era capaz de producir en el lector sensaciones semejantes. La primera fase de mi formación teológica no logró resolver suficientemente el problema planteado, ya que la enseñanza recibida giraba en torno a mantener una lectura literal del texto bíblico, considerado en su totalidad en idéntico nivel de veracidad. Un proceso formativo que incluía un aprendizaje memorístico del texto, percibido como palabra emanada de Dios; y si tal era, la primera deducción extraída era que esas posibles contradicciones que se desprendían de su lectura no podían atribuirse al origen y contenido del texto ni, por supuesto, a Dios, sino a la incapacidad humana para una comprensión correcta.

Entra en juego, de esta forma, un elemento necesario para poder avanzar en su conocimiento: la sospecha. La sospecha, no como un sentimiento reprobable de desconfianza hacia los demás, sino como una preocupación creativa que busca respuestas convincentes a situaciones confusas.

Hube de descubrir más tarde que esa manera literal y acrítica de entender la Biblia era coincidente, aunque no lo fuera de forma explícita, con el concepto que sobre su texto sagrado tienen los musulmanes, proclamando que el Corán es un libro dictado directamente por Alá a Mahoma a través del ángel Gabriel. Un dogma que, aunque en el sentimiento de muchos creyentes cristianos es asumido inconscientemente mientras que los musulmanes lo hacen de forma consciente, no se corresponde con las enseñanzas de la tradición cristiana.

Obviamente la Biblia no es un conjunto de libros dictados por Dios, libros que no solo han sido traducidos a multitud de idiomas desde otras lenguas muertas (hebreo, arameo, griego antiguo), con todas las dificultades que ello entraña, sino que ninguna institución cristiana acreditada enseña que el origen de la Biblia se haya producido por ese conducto; por el contrario, se trata de un conjunto de libros que se centran en la historia de un pueblo y las vivencias y anécdotas experimentadas por sus gentes, mediatizadas por la interpretación de los narradores. Enseñanzas de personas que cuentan, en el mejor de los casos, lo que ellas mismas consideran que es el mensaje y la voluntad divinos, como es el caso de los profetas, por lo que suelen recurrir a una fórmula narrativa: «así dice Yavé», con la que pretenden investir de autoridad sus palabras. Un conjunto de textos muy diversos que son tomados posteriormente como «libros inspirados», un término en sí mismo de muy controvertida interpretación que ha devenido en denominar al conjunto de libros incluidos en el Canon como Palabra de Dios.

Llegados a este punto, entramos en una segunda fase de estudios teológicos y descubrimos el concepto relectura. Una nueva etapa de aprendizaje en la que lo primero que se requiere es desaprender muchas de las ideas erróneamente incorporadas al subconsciente, tanto individual como colectivo, a fin de poder leer la Biblia desde una perspectiva nueva, libre de prejuicios, incorporando herramientas capaces de ayudar a descubrir el qué y el porqué de su contenido; un contenido diverso, escrito en un contexto social determinado, diferente al nuestro, y con unas claves antropológicas, sociales y religiosas propias, que es preciso conocer.

La Biblia es como esos acuíferos ocultos a varios metros bajo la superficie de la tierra que contienen una inmensa e imprescindible riqueza necesaria para sustentar la vida, pero que es preciso descubrir y sacar a flote a fin de extraer el agua del fondo en donde se encuentra almacenada, con el propósito de tener acceso al líquido elemento y aprovechar sus beneficios. Podemos transitar por encima de esos acuíferos y no ser consciente de que existen y, por esa razón, no beneficiarnos de su riqueza.

Algo semejante puede ocurrir, y ocurre con frecuencia, con la Biblia. De ahí la necesidad de realizar una relectura del texto, volver a pasar sobre su contenido para descubrir lo que hasta ese momento nos ha quedado en oculto. Seguiremos de esta forma las huellas de nuestros predecesores, los teólogos protestantes europeos de los siglos XIX y XX, a los que se ha unido una dilatada nómina de teólogos católicos del siglo XX, que se han tomado muy en serio la tarea de extraer de la Biblia, en la mayor medida posible, su riqueza.

Esta forma de aproximación a la Biblia es la seguida por escuelas teológicas muy diversas, tanto de la Antigüedad como modernas; entre otras, por poner un solo ejemplo contemporáneo, la Teología de la Liberación, surgida a raíz de la celebración del Concilio Vaticano II, que tanta incidencia ha tenido, especialmente en el ámbito latinoamericano, no solo en el seno de la Iglesia católica, sino también en el de las iglesias protestantes. Los teólogos de la liberación se plantearon la necesidad de una relectura de la Biblia, y lo hicieron «desde los pobres», es decir, tomando como punto de arranque la injusta situación de más de dos terceras partes de la humanidad que malviven en un estado de marginación, opresión y pobreza. Desde una teología sistemática clásica, de corte europeo, academicista, puede objetarse que el Evangelio es para ricos y para pobres sin distinción, que Dios no hace diferencia entre personas, que ricos debieron ser José de Arimatea, Nicodemo, el etíope ministro de Candace y algunos otros personajes a los que Jesús trató de forma distintiva, como es el caso de Zaqueo, y que, no siendo pobres, también para ellos hubo una palabra de invitación y esperanza. Pero el sentido de la «opción por los pobres» es claro y contundente: en un mundo de injusticia distributiva, de marginación de los más necesitados, de opresión de los desheredados de la tierra por unas élites depredadoras, la Iglesia de Jesucristo opta preferentemente por los pobres y, en consecuencia, lee la Biblia desde la perspectiva de los excluidos de la sociedad, colocándolos en el primer plano de interés y atención. El mensaje de Jesús es claro: si un rico vive a costa de los pobres, si su riqueza es fruto de la explotación, que se olvide de entrar en el reino de Dios (cfr. Marcos 10:24); por eso plantea una disyuntiva radical: o con Dios o con el dinero (cfr. Lucas 16:13, Mateo 6:24).

En la misma Biblia encontramos diferentes relecturas de los hechos que narra, como ocurre con el relato de la creación, procedente de dos fuentes principales distintas escritas en épocas diferentes (cfr. Génesis 1:1–2:3 y Génesis 2:4-25), así como otras referencias bíblicas sobre el mismo tema, igualmente canónicas. O con el libro del Éxodo, en el que se entremezclan cuatro tradiciones correspondientes a cuatro fuentes diferentes; y así ocurre con otros relatos del Antiguo Testamento en los que encontramos discrepancias notables según sea el libro o pasaje en el que se hayan registrado.

A un lector cuidadoso de la Biblia no pueden pasarle desapercibidos los duplicados y fisuras, los cortes e interrupciones diferentes en la conexión de unos textos con otros, así como las repeticiones que se dan de un mismo acontecimiento; a veces variaciones en los datos, la ubicación geográfica o el desarrollo de la historia narrada.

Para no hacer la referencia excesivamente prolija, nos centramos en un solo ejemplo, recordando que la principal alusión que podemos hacer a relectura en la propia Biblia está contenida en los cuatro Evangelios canónicos, por no hacer mención de los apócrifos. Partiendo de unos mismos hechos, no solo nos encontramos con datos diversos entre una y otra crónica evangélica, sino que observamos énfasis muy dispares, especialmente en el Evangelio que muestra una teología más elaborada, por haber sido escrito mucho más tarde, como es el atribuido a Juan. En realidad, cada uno de los Evangelios tiene su propia concepción teológica, no solo en su estructura, sino en su objetivo y énfasis, incluso en la selección de los acontecimientos que narran.

Añadamos a esto el hecho evidente de que no todos leemos la Biblia de igual forma. Un niño la leerá desde un punto de vista diferente a como lo hace un adulto y un intelectual lo hará de manera distinta a un lector escasamente letrado; la lectura bíblica que hace la burguesía no se parece en nada a la que hace la clase trabajadora; la lectura que hacen los ricos es previsible que discrepe de la que hacen los pobres. Las primeras comunidades cristianas, por su parte, tuvieron que hacer frente a una relectura de las Escrituras de los judíos que no eran coincidentes con las que hacían los rabinos y los fariseos. Pablo instruye a los corintios en torno a la misión central de Jesús, quien «murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras» (1.ª Corintios 15:3), haciendo una relectura de Isaías 53:5-12, cosa que, por supuesto, ningún rabino judío estaría dispuesto a avalar. O la reflexión que se hace en Juan 12:16, «Estas cosas no las entendieron sus discípulos al principio; pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de Él, y de que se las habían hecho», que muestra el nivel de comprensión tan escaso en el que se movían los apóstoles hasta que sus ojos fueron iluminados por el Espíritu Santo y encontraron una aplicación espiritual a los relatos de los libros sagrados.

La relectura de las Escrituras fue un ejercicio habitual en las primeras comunidades eclesiales. El propio Jesús insta a los discípulos, ante su asombro y falta de fe con ocasión de la resurrección, a que vuelvan la mirada a las Escrituras, hagan una nueva lectura y entiendan su contenido, aplicándolo a su propia persona: «Entonces Jesús les dijo: ¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!» (Lucas 24:25). Es evidente que ningún judío había hecho una lectura semejante de los textos a los que Jesús alude, ni en ellos se hace una mención expresa de Jesús.

También nosotros estamos invitados a interpretar los relatos del antiguo pacto a la luz de la fe en Jesucristo, al igual que los profetas hicieron una lectura del Éxodo en función de su convencimiento de ser pueblo de Dios, lo cual nos obliga a releer y reinterpretar el texto de forma diferente a como pudieron hacerlo los jueces y los profetas de Israel, pero coincidiendo con ellos en buscar en la Biblia la Palabra de Dios. No se trata de añadir o suprimir, sino de entender el contenido a partir de una perspectiva más amplia, de una revelación más completa.

Si no le damos a la Biblia ese sentido dinámico, actual, puede convertirse en un objeto arqueológico, abstracto, rígido, cuyo mejor destino será ser colocado en una vitrina de museo; privar a la lectura bíblica de ese sentido dinámico, provocará el biblicismo o, aún más, la bibliolatría auspiciada por los movimientos fundamentalistas. A Dios y su palabra hay que encontrarlos en nuestra realidad histórica actual conducidos, eso sí, por la revelación que Dios ha puesto a nuestro alcance.

La propia Biblia, y en particular el Nuevo Testamento, es un ejemplo de lo que estamos diciendo. Mateo y Lucas utilizan libremente el material de Marcos que, junto al Documento Q[1] podemos considerar como el texto narrativo original, el más antiguo salvo algunas de las epístolas atribuidas a Pablo.

Todos esos documentos siguen una pauta idéntica a la que apuntamos; hacen uso de textos del Antiguo Testamento buscando en ellos una aplicación contextualizada, como era práctica habitual entre los exegetas judíos. En el proceso de revelación que va dando forma a la Iglesia primitiva, no hay ni rastro de biblicismo; es la propia Iglesia la que va asumiendo el contenido del texto y confiriéndole autoridad sin que, hasta fechas muy tardías, se establezcan definiciones de autoridad exclusiva, cual es el caso de la Reforma. Pero aún desde posturas marcadamente protestantes, no debería perderse de vista que la Iglesia cristiana, con sus luces y sombras, tenía ya en época de la Reforma más de quince siglos de existencia y una dilatada historia en lo que a relación Biblia-Iglesia se refiere y el papel que en esa relación juega la tradición. Si algo puede afirmarse es que, como ya apuntaba el teólogo Edward Schillebeecks, «el biblicismo no es bíblico».

Releer la Biblia es, además, tomar en consideración los aportes que brindan los avances científicos que nos ayudan a despojar al texto de las adherencias contaminantes que han ido incorporándose a través del tiempo y a discernir el origen y objeto del texto bíblico; de esa forma, podremos asumir su contenido sin ir más lejos de lo que el propio texto dice de sí mismo. Releer la historia significa asumir la posibilidad de rehacer la historia, lo cual nos sitúa ante la necesidad de reparar con mayor atención en las implicaciones que encierra el texto dentro de un sistema teológico determinado. Todo ello lleva implícita la necesidad de modificar ciertos presupuestos básicos obsoletos, heredados de una teología desvinculada de sus raíces evangélicas.

Merece la pena el esfuerzo, ya que no existe otro libro semejante a la Biblia. Ninguno tan universalmente traducido y quisiéramos dar por supuesto que ninguno tan leído. Su lectura ha cambiado el curso de la historia y ha sido y continúa siendo motivo de inspiración y sustento espiritual para millones de personas desde hace más de veinte siglos. Son razones suficientes que justifican nuestro empeño en contribuir a hacer más accesible su contenido al entendimiento de los lectores del siglo xxi.

Se trata, el nuestro, de un libro pensado para lectores que desean superar ese primer estadio de aproximación a un documento que presenta dificultades como las anteriormente descritas. Lectores que se plantean cuestiones semejantes a las ya enumeradas y que no se conforman con limitar la lectura de la Biblia a una dimensión exclusivamente devocional, aunque mantengan la legitimidad de hacerlo con ese propósito, buscando en la Biblia inspiración para su vida diaria, pero sin renunciar a un conocimiento racional. Lectores que desean profundizar en los arcanos de un texto que, partiendo en su origen de un pueblo poco relevante en la historia, ha penetrado las culturas más dispares y ha sido el motor de una nueva civilización, como es la civilización occidental.

Podemos anticipar que nuestra intención no es hacer teología exegética en el más amplio y extenso sentido del término, aunque en ocasiones no tengamos más remedio que llevar a cabo alguna incursión en esta rama de las ciencias bíblicas, analizando determinados textos con el fin de establecer los paralelismos necesarios que nos permitan profundizar mejor en el significado de los recursos literarios que encontramos en la Biblia.

Nuestro interés se centra en hacer accesible el contenido de los libros que integran la Biblia a un público heterogéneo, sin necesidad de que tengan una formación teológica avanzada pero con la inquietud de profundizar en el sentido último del texto bíblico; no tanto a quienes se aferran irreflexivamente a la literalidad del texto bíblico, aunque ello los desconcierte. Nos dirigimos a lectores que reconocen y asumen su propia capacidad racional como un don recibido de Dios y se disponen a hacer uso de ese don, sin miedo a encontrarse directamente con la Palabra de Dios.

No deja de producirnos extrañeza comprobar la actitud de muchos líderes religiosos que prefieren mantener a los feligreses en una cierta ignorancia terapéutica antes que exponerles a una formación abierta y creativa que aporte madurez intelectual y les brinde la capacidad de tomar decisiones trascendentes y responsables de forma autónoma. Tal vez sea debido a la herencia recibida de las religiones mistéricas que centralizan el poder en la casta sacerdotal, los iniciados, manteniendo en la ignorancia y en la superstición a los seguidores. Y así, en nombre de la ortodoxia definida por unos pocos, ajena a los valores emergentes de una sociedad avanzada, se estigmatiza a quienes se atreven a pensar por sí mismos o se preocupan de estimular a otros a que lo hagan.

En otras palabras, nos dirigimos a lectores que no solo no se acobardan o amilanan ante las dudas, sino que buscan afianzar su fe en terreno sólido a base del mayor número de certezas. Y no buscamos que a priori estén de acuerdo con lo que decimos, sino que lo dicho los estimule a pensar por ellos mismos. Con frecuencia valemos más por nuestras dudas que por nuestras certezas, así es que no hay que temerlas, sino encauzarlas.

2. Itinerario a seguir

El prestigiado lingüista norteamericano Eugene A. Nida, fallecido en agosto de 2011 en Madrid, padre de la teoría de la equivalencia dinámica y formal aplicada a la traducción de la Biblia, justifica la publicación de su libro Dios habla hoy,[2] un libro escrito para presentar la primera edición de la Biblia en español sencillo, que fue editada bajo el mismo título, Dios habla hoy, con las siguientes palabras: «Cuando una gran mayoría de los lectores de la Biblia no comprende el significado de las declaraciones más importantes de las Sagradas Escrituras, obviamente, algo debe hacerse».

Lo que se hace, para dar cauce a ese propósito, es una nueva edición del texto clásico, mediante una relectura desde un lenguaje popular, trasladando las palabras y los pensamientos a un idioma que resulte comprensible a los lectores contemporáneos. Su aportación hermenéutica a partir de una exegesis fundamentada en un conocimiento en profundidad tanto del lenguaje como del pensamiento judío y grecorromano, permite obtener una mejor comprensión del texto bíblico.

Dice el refrán que no hay peor ciego que el que no quiere ver. En temas religiosos muchos son los que cierran voluntariamente los ojos porque les asusta descubrir y aceptar la realidad, lo desconocido, aquello que pudiera desestabilizar su estatus emocional y espiritual. Pero es evidente que, desde los clásicos griegos, no se ha descubierto otra manera más eficaz para conocer y desvelar los arcanos ocultos a nuestro discernimiento que mediante la formulación de preguntas que surgen de la curiosidad, del afán de conocimiento, de la búsqueda de la verdad por muy oculta que se encuentre y desconcertante que resulte

Partiendo de este principio, varias son las preguntas que podemos formularnos al marcar este itinerario que pretende conducirnos a alcanzar un criterio sólido de cómo podemos y debemos leer e interpretar la Biblia, si es que realmente está en el ánimo del lector el deseo de superar los estadios de niñez y juventud intelectual y espiritual y dar paso a penetrar en un nivel de madurez comprensiva. Para ello, es preciso sobrepasar la fe ingenua de la niñez y pasar a una fe crítica en su visión del mundo, de la Biblia y de la historia, lo que nos obligará a introducirnos en las técnicas de la hermenéutica y la exegesis bíblica, materias hacia las que tan solo apuntamos en este ensayo.

Antes de nada, siguiendo la enseñanza institucionalizada de la Iglesia, cualquiera que sea la denominación a la que nos refiramos y sin entrar aquí y ahora en disquisiciones o controversias teológicas o eclesiásticas, debemos hacer una afirmación: para las iglesias cristianas, las Escrituras no son un fin en sí mismo. Se perciben, en todo caso, como un instrumento para mostrar el plan de salvación previsto por Dios para la humanidad.

Partiendo de ese convencimiento, asumido desde el punto de vista de la dogmática cristiana, nos vemos compelidos a utilizar el tipo de metodología que pueda ayudarnos a interpretar adecuadamente los textos sagrados mediante herramientas fiables. Una lectura inteligible de la Biblia, en el plano cognoscitivo, que permita comprender e interpretar su mensaje, exige contar con algunas de esas herramientas. Y una de ellas, tal vez la más importante, es manejar una hermenéuticaque permita descifrar adecuadamente el texto, despojándolo de cualquier tipo de adherencias que hayan podido incorporarse con el paso del tiempo.

Una aproximación sin prejuicios a las Escrituras pone en evidencia que su objetivo no consiste en dar recetas espiritualistas o normas eclesiales de aplicación universal. Se trata de un texto vinculado a los avatares de un pueblo que, conforme a una fe asumida también por la Iglesia cristiana, ha sido escogido por Dios no por ser mejor que otros o reunir unas características moral o éticamente diferenciables. Tampoco con un fin de exclusivo encumbramiento sobre los demás pueblos (esta sería una ideología que los propios hebreos fueron asumiendo progresivamente, de forma equivocada). Se trata de una elección selectiva, encaminada a convertir a ese pueblo en instrumento de bendición para otros pueblos, un medio de transmisión de un mensaje de esperanza y redención por encima y a pesar de los propios deméritos subyacentes en el pueblo escogido.

Dios elige a un arameo, Abraham, para hacer de él el padre de una nueva nación. Y le marca un proceso, un camino a seguir: dejar a su pueblo de origen y a su familia y emigrar sin conocer previamente su destino; y, sobre todo, ser un medio de bendición para otros, «a todas las naciones de la tierra» (cfr. Génesis, capítulo 12). La realidad es que esa «gran nación» se fraccionó en dos ramas, como consecuencia del enfrentamiento entre hermanos, y esto daría lugar a las tres grandes dinastías religiosas monoteístas: judíos y cristianos por una parte, musulmanes por otra.

Dada la complejidad que encierra el texto bíblico, un texto diverso tanto en su estilo como en la dilatada época en que fue escrito, así como en su contenido, no siempre resulta sencillo entender su mensaje, especialmente cuando se lee al margen de ciertas reglas de interpretación. Por esa razón nos vemos obligados a cuestionar el famoso dicho del reformador Martín Lutero: «El creyente más humilde, con la Biblia, tiene la razón contra papas y concilios eclesiásticos»; una discrepancia manifiesta porque también a Lutero solemos leerlo fuera de su contexto natural. Coincidimos con él, sin embargo, en la afirmación de que la Biblia es la máxima regla de fe y conducta para los cristianos.

Ahora bien, eso no quiere decir que cualquier persona, con cualquier opinión sobre el mensaje de la Biblia tenga la razón o el derecho de imponer sus enseñanzas sobre los demás. Es cierto que todo creyente, por muy sencillo que sea, puede encontrar en la lectura de la Biblia alimento espiritual para su vida, pero no es menos cierto que, de igual forma, puede inferir de su lectura conclusiones teológicas erráticas conducentes a adoptar posturas ajenas a la enseñanza de las Escrituras, de cuyo peligro se han derivado multitud de desvíos heréticos. De ahí el papel relevante que ocupa en ese proceso la comunidad de creyentes en su conjunto.

Los movimientos pietistas y espiritualistas, tanto del pasado como del presente, que se aproximan a la Biblia con una metodología fundamentalista, establecen una confusa dicotomía entre lo espiritual y lo material y buscan en las Escrituras respuestas ajustadas a cada situación que se les presenta en la vida, atribuyéndoles, con frecuencia, la misma función que los griegos asignaban a sus oráculos. Sin embargo, la concepción y el pensamiento hebreos, que subyacen en los libros de la Biblia, no admiten una separación entre «lo material» y «lo espiritual»; se parte de la creencia de que ambos espacios han sido creados por Dios, manteniendo un sentido unitario indivisible.

Debemos volver sobre la idea de que la teología cristiana difiere de la musulmana en relación con su libro sagrado en algo fundamental: para el islam, el Corán procede directamente de Alá, quien lo dictó a Mahoma a través del ángel Gabriel, por lo que cada una de sus palabras y afirmaciones son literalmente Palabra de Dios, hasta el punto de que su eficacia viene determinada por leer el Libro en su idioma original, el árabe, ya que las traducciones pierden su condición sagrada y dejan de ser propiamente el Corán.En la práctica, dadas las múltiples contradicciones en las que incurre el texto, se hace precisa la intervención del imán, califa, jeque, muftí, nabí u otra serie de guías espirituales, así como de las madrassas o escuelas religiosas, para encauzar la enseñanza coránica y señalar el camino a seguir en cada situación.La diferencia en el caso de los cristianos es que no se acepta un dictado divino del contenido de los libros incluidos en la Biblia: el concepto inspiración, al que habremos de hacer referencia más adelante, hay que entenderlo de manera diferente, en ningún caso como un oráculo inamovible.

Anticipamos que en nuestro recorrido vamos a guiarnos preferentemente por las reglas marcadas por una metodología inductiva, es decir, trataremos de acercarnos al objeto según su propia naturaleza o, lo que es lo mismo, buscaremos obtener conclusiones generales a partir de premisas particulares, distinguiendo cuatro pasos esenciales: la observación de los hechos para su registro, la clasificación y el estudio de estos hechos, la derivación inductiva que parte de los hechos y permite llegar a una generalización y, finalmente, la comprobación, aunque todo ello se lleve a cabo de una forma intuitiva, sin aburrir al lector con tecnicismos innecesarios.

En otras palabras, ver-juzgar-actuar, método atribuido a Joseph Cardjin (1882-1967) y seguido de forma universal por muy diversas escuelas teológicas. En última instancia, debemos señalar que con independencia de que se consideren o no sagradas escrituras, estudiamos la Biblia con métodos idénticos a los aplicados para el estudio de la literatura sumeria, egipcia o griega clásica, es decir, como textos procedentes de culturas extintas, que deben ser desvelados con la ayuda de herramientas adecuadas. Guiados por esta metodología, será preciso investigar su trasfondo histórico, examinar su naturaleza literaria y llevar a cabo un análisis de su estructura.

La teología suele ser una ciencia reservada casi en exclusividad a un colectivo muy reducido que se mueve en el ámbito académico-eclesial y que se produce en un círculo cerrado, enigmático, en el que únicamente pueden penetrar unos pocos iniciados. Por nuestra parte pretendemos que esta especie de tabú sea superada y presentar un manual destinado a personas comunes que tienen que hacer frente a problemas reales propios de la gente normal, pero con una sincera vocación de trascendencia y búsqueda de respuestas convincentes.

Entre otros muchos problemas que es preciso tener en cuenta, está el que se le presenta al común los lectores cuando se aproximan a la Biblia con el propósito de descubrir en ella la Palabra de Dios y se encuentran con una especie de inescrutables algoritmos literarios que los conducen ineluctablemente a un callejón sin salida en el que la única alternativa es aceptar la autoridad indiscutible de los maestros que deben interpretar en su lugar el contenido de las Escrituras.

En última instancia, con independencia de los métodos de estudio que utilicemos, asumimos que existe un plano de lectura propiamente devocional, que se rige por reglas propias, cuyo valor y vigencia no ponemos en duda; un método que puede prescindir de ciertas reglas hermenéuticas y lograr el fin perseguido por muchos de los lectores de la Biblia.

Nuestro interés se centra en poner al alcance de los no profesionales de la teología y, especialmente, de los agentes de pastoral con una formación teológica limitada una serie de pautas hermenéuticas y algunas claves que les permitan acceder a las Sagradas Escrituras con la mínima garantía de poder encontrar en ellas, directamente, la Palabra de Dios. El único requisito indispensable que el lector debe aportar es desprenderse de prejuicios, estar dispuesto a desaprender todo aquello que pueda condicionar negativamente su capacidad de búsqueda y de análisis y poner de su parte una actitud positiva y abierta ante las demandas que esa Palabra pueda plantearle.

El libro consta de siete apartados principales. El primero, de carácter introductorio, en el que ofrecemos algunas orientaciones necesarias, se ocupa de las razones por las que emprendemos esta aventura y ofrecemos información acerca de los mitos como lenguaje cosmológico del que se han servido las religiones para tratar de explicar lo inexplicable. En el segundo apartado, conscientes de que la Biblia es un producto oriental, nos ocupamos de brindar una batería de datos en torno al mundo judío –sus instituciones, sus festividades, las prácticas más relevantes– que ayuden al lector a situar el texto en su contexto, así como un breve perfil del concepto judío de Dios, para cerrarlo con una reflexión en torno al papel reservado a la mujer. Misión semejante tiene el capítulo tercero, en este caso en lo que tiene que ver con el mundo en el que se escribe el Nuevo Testamento, en cuyo mundo discurre la vida de un judío notable llamado Jesús. El cuarto apartado lo dedicamos a desvelar algunas claves fundamentales para entender la Biblia, recordando que es un libro de religión y no de ciencia que ha sido traducido de lenguas muertas, y apuntamos algunas de las dificultades por las que ha atravesado su transmisión hasta nuestros días, para terminar explicando el papel y la naturaleza del Canon. Afrontamos, en el capítulo quinto, un tema conflictivo en el que los exegetas muestran amplias discrepancias, como es el referido a los prodigios y milagros, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. El capítulo sexto entra de lleno en lo que es la clave hermenéutica de este libro: qué es y en qué consiste llevar a cabo una relectura bíblica, para lo cual nos servimos de algunos aspectos relevantes, como son analizar el sentido de la revelación y el lugar que ocupa la inspiración a la luz del Espíritu Santo, así como el papel de la cultura para tratar de situar el texto en su contexto; añadimos la necesidad de establecer distinción entre pecado y santidad, ética y moral o aprender a dilucidar qué es eso de los espíritus malignos, para finalizar el capítulo con un apunte acerca del más allá; todo ello con el propósito de alcanzar una lectura comprensiva de las Escrituras. Cerramos este ensayo tratando de dar respuesta a la pregunta ¿es la Biblia la Palabra de Dios?, a lo que añadimos una breve bibliografía acorde con el tema tratado, que brinda a los lectores la posibilidad de seguir profundizando en su estudio, si así lo desean.

Y ya como cierre a este espacio introductorio, nos reafirmarnos en la idea ya apuntada de que pretendemos romper con ciertos moldes prejuiciados que catalogan la mentalidad evangélica de dualista, ahistórica, fragmentada, autoritaria, moralizante e individualista, según los casos. Abrimos un espacio de libertad intelectual que permita a los lectores ejercer con plena responsabilidad su propia capacidad de recorrer un camino propio, utilizando los instrumentos hermenéuticos necesarios, un recorrido que revierta en una experiencia llamada a converger libremente en una práctica colectiva.

Para hacer más accesible nuestro relato, tratamos de explicar teología sin hacer uso de términos teológicos, es decir, en el lenguaje del pueblo llano no iniciado; como decía el clásico, «en román paladino, como habla el rufián con su vecino». Nos dirigimos a lectores que, no siendo profesionales de la teología y, consecuentemente, personas que no están habituadas a otro tipo de lectura de la Biblia que el puramente devocional, aspiran a alcanzar un conocimiento mayor del libro más apasionante que conocemos; lectores a los que no serían aplicables aquellas palabras del apóstol Pablo dirigidas a los corintios: «Os di a beber leche, y no viandas; porque aún no erais capaces, ni lo sois ahora[de digerir alimentos sólidos]» (1.ª Corintios 3:2). Confiamos en que nuestros lectores sean de aquellos que están ávidos por descubrir los veneros de la Biblia, frecuentemente ocultos al común de los mortales.

3. Los mitos como lenguaje cosmológico

Uno de los misterios que mayor curiosidad ha producido entre los seres humanos ha sido el origen del mundo. Si, de acuerdo con lo que afirman los expertos, la tierra tiene 4500 millones de años y el hombre, en sus primeras manifestaciones como Homo heidelbergensis –que darían paso a los tres tipos humanos reconocidos: neandertales, denisovanos y homínidos, emigrantes estos últimos a Europa hace medio millón de años– se remonta a 1,3 millones de años, ¿de dónde sacó Moisés, a quien se ha atribuido la autoría del Génesis, la información para describir, en la forma que lo hace, la formación del mundo, según aparece en el capítulo uno del primer libro del Pentateuco? Y eso sin reparar ahora en las contradicciones que sobre el mismo tema plantea relacionar los capítulos 1 y 2 de Génesis: el primero, como documento básico de la creación y el capítulo dos, que vuelve de nuevo sobre el tema, haciendo uso no solo de una fuente diferente, sino procedente de otra época.

Se supone que Moisés escribe, si él fuera el autor del Pentateuco, entre los siglos xiv o xiii antes de Cristo, es decir, hace unos tres mil quinientos años. Si asumimos, dada su propia evidencia histórica, que Dios no dictóel texto del Pentateuco a Moisés (o a cualquier otro a quien se atribuya la autoría) no cabe otra explicación que aceptar la transmisión oral, generación tras generación; es decir, la existencia de una cosmología acumulativa que es reinterpretada por las diferentes culturas que han ido produciéndose en el mundo dentro de su particular marco histórico e ideológico. Y, con respecto a Moisés, podemos decir que de este personaje ninguna otra fuente antigua fuera de la Biblia y de los apócrifos a él atribuidos[3] existe testimonio de su existencia, lo cual refuerza las dudas acerca del autor de estos escritos y de la época y acontecimientos de los que se ocupa.

Efectivamente, se trata de un libro, el Génesis, repleto de leyendas, dándose el caso de que algunas de ellas se encuentran igualmente en las culturas mesopotámicas, asirias y egipcias; unos libros que contienen evidentes conexiones con códigos tan importantes en la Antigüedad como el Código de Hammurabi, que data del año 1760 a. C., una de cuyas aportaciones más significativas y revolucionarias es que marca el paso del politeísmo al monoteísmo. Cabe señalar que, incluso, esa idea tan distintiva del judaísmo y, a partir de ahí, de las religiones abrahámicas, que hacen referencia a un solo Dios, no es absolutamente original del pueblo hebreo, ya que, además de las reseñas encontradas en el Código de Hammurabi, el faraón Akenatón, que reinó en Egipto en torno a 13531336 a. C., ya hizo una propuesta en ese sentido, al convertir al dios Atón en la única deidad del culto oficial del Estado que, a su vez, tenía sus raíces, aunque un tanto difusas, en las propias religiones mesopotámicas.

La estancia de los hebreos en Egipto se sitúa entre los siglos XVII al XIII antes de Cristo y es en Egipto donde el clan familiar descendiente de Abraham se convierte en nación con vocación de autonomía y donde aprende todos los rudimentos jurídicos, sociales y religiosos, entre los que está la idea de un único Dios, que le sirve de punto de arranque para su establecimiento en la tierra prometida.