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Aunque la química entre ellos seguía siendo tan intensa como siempre, ¿superarían ilesos su tempestuoso reencuentro? El mundo de Angelina se tambaleó cuando Lorenzo Ricci irrumpió en su fiesta de compromiso exigiéndole que cancelara la boda porque seguía casada con él. Dos años atrás, ella había abandonado al temperamental italiano para proteger su corazón, pero, dado que el negocio de su familia estaba en juego, tendría que aceptar las condiciones de su marido… Lorenzo estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que su esposa volviera al lecho matrimonial y le proporcionara un heredero. Incluso cancelaría su deuda si le devolvía el préstamo en… deseo.
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Jennifer Drogell
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Reencuentro con el deseo, n.º 2574 - septiembre 2017
Título original: A Debt Paid in the Marriage Bed
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-520-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Señor!
Lorenzo Ricci aceleró el paso, fingiendo que no había visto a su abogado intentar darle alcance en el vestíbulo. Llevaba solo cincuenta minutos en Estados Unidos y le dolía demasiado la cabeza como para repasar el intrincado contrato de adquisición que estaba negociando. Tendría que esperar hasta el día siguiente.
–¡Señor!
Lorenzo se detuvo y se volvió hacia el hombre que trotaba tras él con sus cortas y rollizas piernas con un gesto de inocencia muy distinto al que adoptaba en la mesa de negociaciones, donde era implacable.
–Cristopher, he viajado dieciséis horas y necesito dormir. Mañana me encontraré mucho mejor.
–No puedo esperar –el tono angustiado del abogado alarmó a Lorenzo. Nunca lo había visto tan alterado–. Necesito que me dedique cinco minutos.
Exhalando un suspiro, Lorenzo señaló con la mano su despacho.
–Bene. Cinco minutos.
Cristopher lo siguió hasta las sofisticadas oficinas del departamento ejecutivo de Ricci International, donde Gillian, la eficiente ayudante personal de Lorenzo los recibió con una sonrisa de cansancio.
–Vete a casa –dijo Lorenzo–. Mañana repasaremos la agenda.
Ella le dio las gracias al tiempo que recogía sus cosas. Cristopher lo siguió al despacho y se detuvo ante el escritorio en actitud vacilante. La inquietud se apoderó de Lorenzo. Su abogado jamás vacilaba.
Fue hasta el ventanal y contempló la espectacular vista de Manhattan, uno de los beneficios que le proporcionaba ser el director ejecutivo de una empresa familiar italiana, una dinastía naviera que bajo su dirección se había convertido en un imperio que incluía cadenas de hoteles, cruceros e inmobiliarias. Normalmente adoraba aquella vista, pero en aquel momento el cansancio le nublaba la mente.
Se volvió y cruzándose de brazos, dijo:
–Dígame.
Su abogado parpadeó detrás de las gafas y carraspeó.
–Tenemos… un problema. Hemos cometido un grave error.
–¿En el acuerdo?
–No. Es algo personal.
Lorenzo entornó los ojos.
–No pienso jugar a las adivinanzas, Cris. Dígame qué pasa.
Su abogado tragó saliva.
–El bufete de abogados que llevó su divorcio olvidó tramitarlo.
Lorenzo sintió un zumbido en los oídos.
–Me divorcié de mi mujer hace dos años.
–Sí, bueno… –Cris hizo una pausa–. En realidad, no. Los documentos no se entregaron en el registro.
El zumbido se intensificó.
–¿Qué quiere decir? –preguntó Lorenzo pausadamente, como si tuviera el cerebro ralentizado–. Hable con claridad.
–Sigue casado con Angelina –dijo Cristopher, subiéndose las gafas sobre el puente de la nariz–. El abogado que se ocupó del divorcio estaba seguro de haberle dicho a su ayudante que registrara el divorcio, pero descubrió que no lo había hecho cuando, después de la conversación que mantuvimos usted y yo recientemente, le pedí que comprobara algunos detalles.
Cuando había quedado claro que Angie no pensaba tocar ni un céntimo de la pensión que le pasaba mensualmente.
–Mi mujer anunció su compromiso con otro hombre la semana pasada.
El abogado se llevó la mano a la sien.
–Lo sé… Lo leí en el periódico. Por eso quería hablar con usted. Tenemos una situación complicada.
–¿Complicada? –repitió Lorenzo, airado–. ¿Cuánto pago a ese bufete para que no cometa errores? ¿Cientos, miles de dólares?
–Es inadmisible –admitió Cris en voz baja–. Pero ha sucedido.
El abogado se cuadró de hombros para recibir su ataque verbal, pero Lorenzo se había quedado sin habla. Que el breve matrimonio con su esposa, cuyo final había sido ignominioso, no estuviera legalmente disuelto, era una noticia imposible de asimilar después de la que ya le había dado su padre aquella misma mañana.
Contó hasta diez mentalmente intentando dominar la ira. Aquello era lo último que necesitaba cuando estaba a punto de cerrar el mayor negocio de su vida.
–¿Cómo podemos arreglarlo? –preguntó con frialdad.
Cristopher alzó las manos con las palmas abiertas.
–No hay soluciones mágicas. Podemos intentar acelerar el proceso, pero aun así, llevará varios meses. En cualquier caso, usted va a tener que…
–¿Decirle a mi mujer que no puede casarse con su novio porque cometería bigamia?
Su abogado se pasó la mano por la frente.
–Sí.
¿Y no iba a ser divertido hacerlo, teniendo en cuenta que Angelina iba a celebrar su fiesta de compromiso con la mitad de Nueva York al día siguiente?
Lorenzo se volvió hacia la espectacular vista, sintiendo en sus venas el rugido de su sangre. Estaba desconcertado por lo repugnante que le resultaba la idea de que Angie se casara con otro hombre, a pesar de que se había convencido de que no quería volver a verla en lo que le quedaba de vida. Tal vez ese sentimiento se debía a que el fantasma de su vibrante y sensual belleza se le aparecía cada vez que se acostaba con otra mujer… O porque por más convicción que pusiera en decirse que Angie le era totalmente indiferente, no llegaba a creérselo.
La conversación que había mantenido con su padre antes de dejar Milán acudió a su mente como una broma cruel. El presidente de Ricci International había fijado sus impenetrables ojos azules en él y había dejado caer la bomba: «Tu hermano Franco no puede darnos un heredero, así que la responsabilidad recae en ti. Y debes hacerlo lo antes posible».
La lástima que había sentido por su hermano menor; la sorpresa de que Franco mismo no se lo hubiera dicho en la cena del día anterior, se habían borrado ante el impacto de la orden de su padre. ¿Casarse él de nuevo? Jamás. Aunque, por lo que acababa de saber, la amarga ironía era que seguía casado con la mujer que lo había abandonado tras decirle que no era capaz de amar. La mujer que le había robado la última brizna de humanidad que poseía.
–¿Señor?
Lorenzo se volvió.
–¿Tiene alguna otra noticia-bomba que añadir?
–No. El acuerdo va bien. Solo queda por decidir algunos detalles con Bavaro.
–Bene –Lorenzo indicó la puerta con la mano–. Puede irse. Yo me ocuparé de Angelina.
Su abogado asintió.
–¿Quiere que ponga en marcha el proceso de divorcio?
–No.
Cristopher miró atónito a Lorenzo.
–¿Perdone?
–He dicho que lo deje estar.
Cuando el abogado se marchó, Lorenzo se sirvió un whisky y volvió junto al ventanal. Con el primer sorbo se sintió reconfortado y poco a poco el líquido lo caldeó por dentro, suavizando las aristas que había sentido desde que, al recibir el resumen de prensa a primera hora de la mañana, había leído los planes de boda de su ex… todavía esposa, con un prominente abogado de Manhattan.
Había apartado la noticia de su mente, negándose a reconocer las garras que se le clavaban en la piel y penetraban en su interior, despertando sombríos pensamientos a los que no conseguía dar forma. Si Angie había dado por terminado un matrimonio en crisis, insalvable, ¿por qué todavía sentía tanto resquemor?
¿Por qué seguía tan enfadado y la rabia que sentía lo reconcomía por dentro como si fuera una enfermedad del alma?
¿Por qué no le había pedido a su abogado que tramitara el divorcio y terminara con lo que debía haber concluido dos años antes?
Lorenzo miró prolongadamente por la ventana, bebiendo el whisky y contemplando la noche caer sobre Manhattan. Reflexionó sobre su responsabilidad en mantener la dinastía Ricci; pensó en la adquisición millonaria que exigía toda su atención y que convertiría a Ricci en la cadena de hoteles de lujo más importante del mundo.
Cuando encontró la solución a su dilema, le resultó de una asombrosa simplicidad.
¿Por qué no le faltaba el aire?
Angie tomó una copa de champán y, apoyándose en la cristalera, observó a la gente elegantemente vestida que circulaba por la amplia y luminosa galería de arte. La luz de las arañas caía en cascada sobre el resplandeciente suelo de mármol negro; las espectaculares obras de arte quedaban iluminadas por focos individualizados. Era el marco ideal para su fiesta de compromiso con Byron, el escenario en el que había soñado celebrar el anuncio de su futura boda. Y, sin embargo, a medida que pasaban las horas tenía la sensación de que se ahogaba, y por sus venas corría un desasosiego que no conseguía explicarse.
Debería estar eufórica. Tenía la carrera que tanto había anhelado como la diseñadora de joyas más reconocida de Nueva York; había alcanzado la libertad que, como buena Carmichael, siempre había soñado tener, y un hombre maravilloso pronto sería su marido. ¿Qué más podía pedir?
Sin embargo, todavía sentía que… le faltaba algo.
Pero eso no tenía nada que ver, se dijo con firmeza, con el hombre que seguía enturbiando su felicidad. El hombre que le había enseñado qué se sentía al tenerlo todo, para arrebatárselo a continuación. Con el tiempo ella había comprendido que aquel tipo de adrenalina era para los ingenuos; que todo lo que subía tenía que bajar, y en el caso de su relación con Lorenzo, había caído haciéndose añicos.
Una punzada de dolor le atravesó el pecho. Respiró profundamente. Quizá eso era lo que necesitaba: oxígeno para aclarar su mente.
Aprovechando que Byron estaba charlando con un socio del bufete, se abrió paso entre la gente, pasó junto al grupo de jazz y subió las elegantes escaleras para salir a la terraza a la que se accedía desde el piso superior.
El aire denso y caliente le golpeó el rostro. Fue hasta la barandilla y, apoyando en ella los codos, contempló la frenética actividad de la gente y el tráfico que tenía a sus pies.
Otro estímulo sensorial la asaltó. Un olor, una presencia familiar masculina, perturbadora y familiar. Una corriente helada le recorrió la espada y el corazón le palpitó en la garganta al tiempo que se volvía y su mente se cortocircuitaba cuando posó los ojos sobre el hombre alto, moreno, de piel cetrina que tenía ante sí, vestido con un perfecto traje hecho a medida. Angie alzó la mirada hacia aquellos ojos negros, fríos y traicioneros. Luego los deslizó por la prominente nariz romana de Lorenzo, por la barba incipiente que le oscurecía el mentón, por sus preciosos y sensuales labios, que sabían herir y dar placer a partes iguales.
Por una fracción de segundo, Angie pensó que se trataba de un espejismo, que era un mero producto de su alterado estado de ánimo; que en ese mundo de fantasía, Lorenzo estaba allí para impedir su boda con Byron porque, en el fondo y a pesar de todo, la amaba.
Y al instante la asaltó el pánico al preguntarse cómo reaccionaría, qué le contestaría… y darse cuenta de que no tenía respuesta.
Se acercó la copa al pecho por temor a verterla, para impedir que su mente volviera a creer en uno de tantos cuentos de hadas que se inventaba cuando estaba con él, como pensar que lo que había habido entre ellos había sido verdaderamente mágico y no la cruda realidad: que Lorenzo se había casado con ella por interés, para que le proporcionara un heredero, y que cuando había perdido al bebé, Lorenzo había perdido todo interés en ella.
Respiró profundamente y preguntó:
–¿Qué estás haciendo aquí, Lorenzo?
El hermoso rostro de este se frunció en un gesto de sarcasmo.
–¿Ni un «hola, Lorenzo», un «cómo estás, Lorenzo»?
Angie apretó los labios.
–Te has colado en mi fiesta de compromiso, así que podemos ahorrarnos las fórmulas de cortesía. Dejamos de usarlas después de seis meses de matrimonio.
–¿Las mantuvimos tanto tiempo? –Lorenzo se cruzó de brazos y se apoyó en la balaustrada. Angie evitó fijarse en sus musculosos brazos, en la perfección que había alcanzado su cuerpo y que lo convertía en una versión aun más peligrosamente atractiva de sí mismo. Él se encogió de hombros–. Me temo que tengo que tratar un asunto contigo.
–¿No podías haberme llamado por teléfono? –Angie lanzó una mirada hacia la puerta–. ¿Byron te…?
–No me ha visto nadie. Pero he oído los discursos. Muy emotivos, por cierto.
Angie lo miró espantada.
–¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Lo bastante como para comprobar que tienes tan subyugado a Byron que va a dejar que seas quien tome todas las decisiones. ¿No es eso con lo que siempre habías soñado?
Angie sintió que le hervía la sangre.
–No es verdad. Yo quería una relación entre iguales, pero tu machismo y tu arrogancia te impidieron entenderlo.
–¿Y en cambio Byron sí lo comprende?
–Sí.
–¿Y en la cama? –Lorenzo miró a Angie fijamente–. ¿Satisface tu insaciable apetito? ¿Te hace gritar cuando entrelazas tus largas piernas a su cintura? Porque no me parece que sea bastante hombre para ti, cara.
El deseo golpeó a Angie con violencia. Su mente invocó la imagen del bello y musculoso cuerpo de Lorenzo empujándola más allá del límite del placer; su voz susurrándole al oído, exigiéndole que le dijera cuánto disfrutaba, que lo gritara.
La sangre se agolpó en sus mejillas y su vientre se contrajo. Había ansiado su amor y su cariño tan desesperadamente que había aceptado cualquier migaja que le diera. Finalmente, eso era lo que había quedado de su relación.
Se mordió el labio inferior y mintió:
–No tengo ninguna queja.
La mirada de Lorenzo se endureció.
–Es una lástima que no vaya a ser posible.
Angie se puso en guardia.
–¿Qué quieres decir?
–Verás… ha habido un descuido con los papeles del divorcio.
–Ya estamos divorciados
–Eso creía yo. Pero el bufete se olvidó de registrarlo en el archivo. No se habían dado cuenta hasta ayer.
A Angie le temblaron las piernas.
–¿A qué te refieres?
–Seguimos casados, Angie.
Ella se asió a la barandilla por temor a caerse y parpadeó para dominar el mareo. ¿Seguía casada con Lorenzo?
Tragó saliva para intentar deshacer el nudo que le atenazaba la garganta.
–Voy a casarme con Byron en tres semanas.
Lorenzo la observó con la mirada de un depredador.
–A no ser que quieras cometer bigamia, va a ser imposible.
–Tienes que hacer algo –dijo ella en tono de desesperación–. Exige que lo arreglen.
–Por mucho que lo aceleren, hacen falta varios meses –dijo él con un encogimiento de hombros.
–Pero tú tienes conocidos, seguro que puedes…
–Quizá.
A Angie se le heló la sangre al ver la frialdad con la que él la miraba.
–Así que no piensas hacer nada.
–No. No quiero pedir favores innecesarios.
Angie se enfureció.
–Me voy a casar en tres semanas. ¿Qué tiene eso de «innecesario»? –sacudió la cabeza–. ¿Sigues enfadado conmigo? ¿Estás castigándome por haberte dejado?Sabes bien que nuestro matrimonio estaba abocado al fracaso, Lorenzo. Déjame seguir con mi vida
Lorenzo se acercó a ella en actitud retadora.
–Nuestro matrimonio fracasó porque eras demasiado joven y egoísta como para darte cuenta de que exigía esforzarse, Angelina. En lugar de eso, pusiste toda tu energía en rebelarte contra lo que yo te pedía, en pasar por alto mis necesidades.
Ella alzó la barbilla.
–Tú querías una mujer que te acompañara a tus fiestas, que no tuviera ni ideas ni intereses propios. Podías haber contratado un robot para ocupar mi lugar. Habríais hecho muy buena pareja.
Los ojos de Lorenzo centellearon.
–No seas sarcástica, cara, no te pega. Sabes bien que siempre he valorado tu inteligencia. Te ofrecí implicarte en las causas benéficas que apoya Ricci, pero no te interesó ninguna. En cuanto a ser mi acompañante, cuando te casaste conmigo, sabías que esa iba a ser una de tus funciones.
Angie no estaba tan segura. Con veintidós años, embarazada y enamorada de su marido, no era consciente de que estaba cambiando una vida solitaria por otra; que en lugar del amor que tanto ansiaba, estaba renunciando a su independencia a los sueños de convertirse en diseñadora de joyas, que contrariamente a lo que se había jurado, terminaría siendo como su madre y enamorándose de un hombre que no era capaz de amar.
–Tú mejor que nadie deberías haber entendido que quisiera ser alguien.
–Claro que lo entendí. Tenías un negocio online que te ayudé a promover. Lo que no podía permitir era que le dedicaras todo tu tiempo. Teníamos una vida demasiado ocupada.
–Tú tenías una vida ocupada. Yo nunca tuve una vida propia. La tuya era más importante.
–Eso no es verdad.
–Claro que sí –Angie movió la mano bruscamente y el champán se desbordó de la copa–. Solo querías que estuviera disponible y que te calentara la cama. No fui más que una posesión de la que disfrutar a tu antojo.
Lorenzo apretó los dientes.
–Nuestra relación íntima era lo único que funcionaba a la perfección, cara mia.
–¿Estás seguro? Ni en la cama ni fuera de ella tuvimos ninguna intimidad emocional porque eres incapaz de tener sentimientos.
El brillo de una emoción que Angie no supo interpretar se reflejó en los ojos de Lorenzo.
–Tienes razón –dijo él en tono áspero–. Puede que yo también tuviera alguna responsabilidad en nuestra ruptura. Los dos la tenemos. Por eso los dos tenemos que esforzarnos en recuperar nuestra relación.
Angie lo miró boquiabierta.
–¿A qué te refieres?
–Franco no puede tener hijos. La responsabilidad de proporcionar un heredero a la familia recae sobre mí. Y puesto que seguimos casados, no me queda otra opción.
Angie retrocedió espantada.
–¡Estás loco! ¡Estoy prometida!
–Acabo de explicarte que eso es imposible.
Angie se dio cuenta de que hablaba en serio.
–Lorenzo –dijo, adoptando un tono pausado–. Lo nuestro no puede salir bien. Queremos cosas distintas. Yo me he forjado una carrera y no pienso renunciar a ella.
–Ni lo pretendo. Buscaremos una solución intermedia. Pero no pienso renunciar a recuperar mi vida.
En otro tiempo, Angie habría dado cualquier cosa por oírle decir que quería recuperarla. Los primeros meses, de hecho, había llegado a pensar que había cometido el mayor error de su vida. Pero sabía por experiencia que la gente no cambiaba, que por mucho amor que uno sintiera, no podía sanar a otra persona; que uno acababa con el corazón destrozado una y otra vez.
–Me niego a hacerlo –dijo quedamente–. Puedes retrasar el divorcio lo que quieras, pero si crees que te basta chasquear los dedos para que vuelva a tu lado y te dé un hijo, estás loco. Estoy enamorada de mi prometido, Lorenzo.
Lorenzo observó a su preciosa mujer con la seguridad de un hombre capaz de leer entre líneas. Una mujer no proclamaba su amor por un hombre y a la vez devoraba con la mirada a otro, tal y como Angie había estado haciendo con él, ni mucho menos cuando cada centímetro de su voluptuoso cuerpo estaba alerta. La idea de que ofreciera ese mismo cuerpo a otro le hirvió la sangre. Bajó la mirada hasta su agitado pecho, hacia la curva de sus caderas; recorrió sus increíbles piernas hasta sus altos tacones. Su cuerpo palpitó con un anhelo tan intenso que temió no poder disimularlo. Era injusto. Solo Angelina le hacía sentir así. Siempre Angelina.
Volvió la mirada a su rostro y sonrió con satisfacción al ver el rubor de sus mejillas.
–Sabes que si te tocara conseguiría que te olvidaras de él en segundos. Siempre ha habido entre nosotros una química irresistible, Angelina.
Ella lo miró con frialdad.
–Me niego a participar en tus juegos. Byron debe de estar buscándome. Espero que les pidas a tus abogados que resuelvan el error o te demandaré a ti y al bufete por incompetencia.
Lorenzo sonrió con amargura.
–Eso pensaba hacer yo. Hasta que me he dado cuenta de que el destino quiere que cumplamos con las responsabilidades que asumimos hace tres años.
–Estás loco –Angie fue hacia la puerta–. Vete antes de que te vea alguien.
Lorenzo sintió su enfado aumentar. Angelina lo había abandonado en uno de los peores momentos de su vida, dejando que se enfrentara solo a los periodistas de la prensa rosa de Manhattan y a su familia mientras ella se iba de vacaciones al Caribe. No permitiría que lo hiciera una segunda vez.
–Todavía no he terminado –el tono ominoso de sus palabras hizo que Angie se parara en seco–. No pensaras que he venido con las manos vacías.
Los ojos azules de su mujer lo miraron con aprensión.
–La compañía Carmichael pasa desde hace tiempo por serias dificultades económicas –continuó Lorenzo–. Le he dado a tu padre dos préstamos considerables en los últimos años para que pudiera mantenerla a flote.
Angie parpadeó.
–Eso es imposible.
Él había pensado lo mismo cuando el padre de Angie había acudido a él. Que la compañía Carmichael, una industria textil de más de doscientos años, un icono de las más prestigiosas escuelas de diseño, estuviera casi en la bancarrota le había resultado inconcebible.
Vio palidecer a su mujer.
–Si fueras a casa, te enterarías por ti misma. Las cosas van mal desde hace tiempo. Hay muchos países produciendo tejidos con alta tecnología y a bajo coste.
Angie sacudió la cabeza.
–Si eso fuera verdad, ¿por qué habrías de ayudar a mi familia?
Lorenzo esbozó una sonrisa.
–Porque, al contrario que tú, soy leal a mis amigos. No salgo huyendo cuando las cosas se ponen mal. ¿Quién crees que financia tu estudio?
Angie frunció el ceño.
–Yo.
–Pagas un cuarto de lo que vale. El edificio es mío, Angelina.
Ella lo miró con ojos centelleantes.
–Yo contraté a un agente inmobiliario; yo encontré el local…