Regla de tres - Beta Suárez - E-Book

Regla de tres E-Book

Beta Suárez

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Beschreibung

¿Cuál es la incógnita en esta Regla de tres? Cuando Ágata muere, se lleva algunos SECRETOS a la tumba, pero deja un diario… Sus tres nietas, Azucena, Begonia y Camelia, entre lágrimas y risas, entre confesiones y silencios, descubrirán en esas páginas de caligrafía perfecta a una Ágata, primero niña, después joven, siempre singular, tierna y rebelde, que se animó a cruzar límites para mirar de frente a cada uno de sus DESEOS. Mientras ordenan, tiran y separan objetos de esa abuela tan fundamental, las tres hermanas reciben la mejor herencia de Ágata: vivir y amar con ALEGRÍA y CORAJE. Tres flores, una piedra preciosa y un legado de AMOR.

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Celebrar el humor.

Vivir con arrojo.

Encontrar el ritmo propio.

Disfrutar el camino.

Contar una historia.

Compartir un secreto.

Abrazar el pasado.

Darle lugar a lo nuevo.

Reavivar esa llama.

vera.romantica

vera.romantica

Para Leda, Eleonora, Alfonsina, Denisa, Paula, Esmeralda e Isabella.

Porque ninguna mujer con corazón podría existir en mis letras si no fuera por ellas.

Levanta los vasos de cristal –los buenos que usa todos los días–, explota globos, apila taburetes, pone restos de comida en tuppers, y servilletas a lavar. A medio camino se quita los zapatos y sigue su recorrido descalza. Un rato después deja caer el vestido que, como un helado chorreando por el barquillo, busca camino y avanza despacio entre las alas de los brazos, la rampa del trasero, los pliegues de la barriga, los elásticos de la ropa interior y las arrugas de los muslos. Es sexy el vestido, y es sexy esa piel que ya no tiene vello, pero tiene historia. La seda se detiene justo en los tobillos que vienen ganando anchura, y ella lo patea mientras pasa por el espejo del recibidor y se observa.

El sujetador blanco sin aro y las bragas floreadas, grandes como un mapamundi. Las rodillas un poco derretidas, igual que la carne y la piel de los brazos. Si no fuera por el sujetador los senos les ganarían a todas sus otras partes en esto de perder la gravedad. El pelo cortado carré y el tono de tintura castaño claro que usa desde hace décadas. Preciosa la moda de las canas, pero que con ella no cuenten. Elegir qué deconstruir. Qué palabra particular, piensa, y qué no deconstruir también es libertad, le discute siempre a Camelia, su nieta menor.

Ágata saca culo, se pone las manos en la cintura, posa de frente y de perfil y se dice a sí misma que para tener ochenta y dos años está bastante bien.

–Bastaaante bien –repite en voz alta. Gracias a la vida que la tuvo agitada y al yoga, se convence, y se sirve lo último que queda en la botella de vino que todavía no levantó de la mesa. Se sienta en el sillón y se lo toma despacito. Ignora el crepitar de los huesos; ya son amigos. Ventajas de vivir sola. Beneficios de estar cómoda consigo misma o de que a esta altura todo le importe un rábano. Derechos ganados a capa, espada, pérdidas y ganas de seguir viviendo. Bebiendo, en este caso.

Enciende el televisor en un canal de noticias; se prometió varios años atrás que no iba a ser de esas viejas que estaban desconectadas de la realidad hablando de “cuando eran jóvenes” y, para variar, se entregó tanto al proceso que ahora es adicta al noticiero. Pendiente de lo que pasa, del clima y del reporte del tránsito aunque nunca en su vida condujo. Autos no condujo, porque después fue la conductora de casi todo su ecosistema. Ágata usa Facebook, Instagram, habla con Siri y usa jeans cada vez que puede. En cualquier momento se abre una cuenta de TikTok y se convierte en una abuela influencer. Bisabuela, se corrige, que si la escucha Azucena, su nieta mayor y madre de dos, hace un escándalo. Estas ganas de no quedarse en el pasado la rescatan a menudo de los momentos de confusión somnolienta que, le dijo el médico, son propios de la edad. Propio de la edad es, parece, que cierre con cuidado la puerta de su casa de la vejez para que no se escapen los gatitos de la casa de su infancia, o que cuando va caminando gire la cabeza cada vez que oye un “mamá”, como si fuera su hija la que la llama desde un pasado melancólico. “¿Será posible?”, le responde al médico Ágata en cada consulta, que espera que todo se solucione, como el colesterol, con una pastillita mágica.

Pone los platos en el lavavajillas, pero los enjuaga antes. Muy lindo el aparato, pero a Ágata le gustan los platos sin grasa. También le gusta ocuparse ella, en persona, de los trastos sucios, porque las nietas le guardan las cosas húmedas y en cualquier lado. Le apilan vasos sin lógica alguna y le ponen los platos en cualquier orden, como una torre de bloques infantiles, y no por tamaño. Ya se ocuparon, hace un rato, de poner en escena el paso de comedia que hacen siempre, cada una sabiendo perfectamente sus líneas y sus tonos.

–Ágata, lavo los platos yo que soy cuidadosa –arrancó Azucena.

–No, gracias –respondió a tiempo Ágata.

–Los lavo yo, abu, que te veo poco, dale, déjame, así estas dos no me dicen que por vivir lejos no me ocupo de nada –provocó Begonia.

–Que no, nena, que no te salvaré tan fácil de esa culpa ridícula –se rio, pícara, Ágata.

–¡Ay, abu, déjame a mí, mira si vas a lavar los platos el día de tu cumpleaños! –remató Camelia.

–¡Pero yo pensaba que justamente por tener todos estos años podía decidir quién lava mis platos! Basta, chicas, a lo suyo –coronó Ágata porque sabía que ahora que ya todas habían cumplido con su parte de la comedia podían volver a conversar sobre otras cosas.

Sigue Ágata con su recorrido ordenador y tira las velitas que sopló hace un par de horas. El 8 y el 2 plateados, llenos de glitter, que trajo el pastel que también tenía forma de 82. Qué ganas de que no se le olviden los años que tiene, ¿eh? Las chicas igual lo encargaron con amor, ella lo sabe, pero con el amor no siempre alcanza, se cansó de decir Ágata.

Qué orgullosa estaría Helena de sus tres hijas. Qué orgullosa está ella de sus tres nietas, mujeres adultas, de vidas floridas, raíces nutridas y aromas variados. Se le acaba la copa de vino justo cuando ese dolor que conoce tan bien le pellizca el alma: no hay solución para la muerte de un hijo y Helena vive en su corazón, le dicen todos los que la rodean, pero la verdad es que no vive más en la tierra ni estuvo hoy para regañarla mientras soplaba las velitas o decía malas palabras. Esa hija suya era mucho más madre que ella, incluso de ella, en esa inversión de roles en la que, de a ratos, las dos se sentían cómodas.

–¿Cómo se te ocurrió morirte, Helena? ¿Estás loca? –Y se levanta para poner la tetera en la cocina porque le gusta el pitido y la tetera eléctrica no tiene esa magia.

–Hija, tanto había para ti acá, si hubieras visto a las chicas hoy, tan grandes, tan mujeres, tan tuyas y tan mías.

Saca una bolsita de té de bergamotas y la pone en su taza blanca cascada. Que tire esa taza, le dijo Begonia hoy, que tiene tantas otras. Tan ciudadana del mundo, Begonia, tan desapegada y tan sin taza propia. Pero también es la que siempre deja todo para estar para su cumpleaños y para festejarla aunque ya mañana se vuelva a subir a un avión, como si no pudiera aguantar mucho ningún arraigo. Le trae chocolates suizos, quesos holandeses, ropa con brillos de Miami, café de Colombia, té de Japón y muchas cosas más con las que luego Ágata presume frente a sus amigas y le encanta. Pero –le respondió a su nieta del medio– que todo ser humano digno tiene su taza favorita y que no se la descarta por viejita y un poco cascada, que si fuera así a ella ya la tendrían que haber tirado en un baldío y que lo piensen, que tal vez hacen negocio.

“Ese humor que tienes, abuela –le había dicho Begonia mientras se reía–, es lo mejor que tienes, lo mejor, mi vieja cascarrabias”. “Viejos son los trapos; yo estoy estacionada, como los vinos que valen la alegría”, había respondido Ágata dándole la mano a su nieta como cuando era pequeña y salían a hacer las compras; como cuando tuvo que consolarla por su orfandad mientras Begonia le devolvía la gentileza y la consolaba a ella por no tener más a su única hija.

La tetera avisa que el agua ya está y ella se sirve el té –amargo para sentirle el gusto–, y el aroma de bergamotas entra por su nariz y la riega. Toma la taza con las dos manos y ese calor también se expande, la empapela. No sabe Ágata si es que con los años los sentidos que permanecen se amplifican o si es que tiene más tiempo para notarlos. Últimamente viaja bastante al pasado y se deja llevar, siente que no tiene el control de ese recorrido. Hay días en los que termina en la casa de sus padres tomando el desayuno con un tazón gigante de café con leche mientras su mamá le hace las trenzas y le duele la nuca del pelo tan tirante, y hay días en los que aparece en los bailes de carnaval y en los desacatos de su adolescencia, y transpira entre glitter y bebidas baratas y le duelen los arcos de los pies por los primeros tacones de su juventud. También vuelve a los brazos y a los besos del amor en su vida, a ese calor que la vuela por los aires, a esa idea de que no sabía cómo era que vivía antes de esa piel y de esa intensidad.

–¡Uf!, Si pudiera vivir eso ahora que tengo los sentidos agrandados... –Ágata habla en voz alta, siempre lo hizo, ahora más porque no tiene que andar aclarando que no le está hablando a nadie–. No sé por qué la gente cree que con los años se te va el deseo, tendré los pechos caídos pero sé bien cómo usarlos. –Y se ríe a carcajadas.

Toma la cajita plateada con el moño gigante y rojo que le dejaron Azucena, Begonia y Camelia, el cinturón de Orión de sus noches despejadas.

–Helena, solo a ti se te ocurre tener tres hijas mujeres y ponerles nombres de flores; les arruinaste la adolescencia. No sé si eras inocente o cruel, hija –dice Ágata, como si no tuviera nada que ver con el asunto, y se sienta para cumplir con el ritual de todos los años desde que Helena y Rodrigo murieron y dejaron huérfanas a las flores. Las chicas le dan dos regalos: uno en nombre de ellas y otro en nombre de su mamá, siempre joven.

“Ninguna madre debería sufrir por la muerte de su hija el día de su cumpleaños”, dijo Azucena cuando Ágata cumplió años por primera vez sin Helena, cuando todas aún lloraban al menos una vez al día.

Y Ágata no le dijo, porque ¿para qué?, que el dolor que sentía no sabía ni de días ni de aniversarios, que estaba presente como nunca nada había estado presente, que se le habían reordenado los soles y las lunas, los sábados y los lunes, las cosas que le importaban y las que no, hasta los gustos se le habían descolocado, y que ya no existía la vida tal como la había conocido. Era un ADH y un DDH, como el antes de Cristo y el después de Cristo de los libros de historia, pero con la H de Helena. Que ese dolor la dejaba tirada en la cama como si tuviera un tractor encima que no le permitía levantarse y que justo ese momento, el de la mañana, era el peor de todos porque cuando abría los ojos, por un instante Helena estaba viva hasta que Ágata se acordaba de que no era así y era como si se volvieran a morir, las dos, todas las mañanas.

Y que Valentino, su esposo del buen amor, su enamorado eterno, el del nombre de galán de telenovelas, el que la quiso como nadie y todos los días, se sentaba a su lado y lloraba con ella y le hacía el café y el pan tostado que ella no comía, y se quedaba sin apresurarla, acariciándole el rostro, las manos, el pecho y la barriga hasta que ella podía levantarse y entonces después le tocaba a ella consolarlo a él porque se había muerto su niña, su princesa, las luces altas de sus ojos luminosos, y así pasaron los días de ese primer año en el que tuvieron que sobrevivir a todas las primeras veces de todo sin Helena.

No le dijo nada de eso a su nieta, ¿para qué?, lo que sí le dijo es que se quedara tranquila que, aunque no tuviera la menor idea de cómo hacerlo, iba a seguir viviendo. Por ellas tres, claro, pero también por ella misma, porque sentía que había vida en el mundo que la esperaba, incluso con una hija muerta. Porque ya habían sido muchas las pérdidas y no podía, además, perderse a sí misma.

Hoy, el día en el que cumple ochenta y dos años, tal como se lo recuerda esa guirnalda de banderines que no descolgó aún y que, parece un chiste, también tiene el número ochenta y dos, más de quince años después de la muerte de su hija, Ágata siente que ya aprendió a vivir con ese desconsuelo y que casi siempre le gana la pulseada: es ella la que lo maneja y no al revés. Esa fue, tal vez, la batalla más dura que dio en su vida. Y eso que tiene un carnet de baile bien nutrido con ritmos que bien podrían llamarse “ponerle el cuerpo a lo que se venga”.

Quita el moño rojo y lo tira a la basura. Ya no guarda ni bolsas ni papeles de regalo ni moños ni cajas. Si tuviera que elegir un solo legado para dejarle a sus nietas sería: “No guarden nada, anden livianas”. Ya abrió el regalo de las chicas, un pijama hermoso de seda, de color crudo y con ramitas de jazmines del aire por todos lados.

–Seguro lo trajo Begonia, estas cosas acá no se venden o cuestan una fortuna –le aclara Ágata a los muebles que la rodean. Ahora es el turno del regalo de Helena. La verdad es que siempre le da un poco de nervios y emoción, ella que no cree mucho en nada más que en el amor, siente como si su hija guiara esa compra desde el cielo, desde el cosmos o desde donde sea que esté.

Los dos regalos y ese festejo exclusivo, solo para las cuatro y con asistencia siempre perfecta, son rituales de sobrevivientes que le dan batalla a la vida que las pone a prueba. Festejar como un acto de rebeldía, pero también para que siga existiendo un nido.

Ya vivió casi cuarenta años más que los que vivió Helena, y cuatro más que Valentino, que tenía un corazón tan sensible que no pudo con la angustia y se rompió, pero literalmente. Ágata siempre fue más fuerte. Y Helena, piensa ahora Ágata, vivió todo rápido, como si supiera, y la hizo abuela cuando se sentía aún casi adolescente. Rodrigo era un poco como Valentino, hombres de esos nobles y un poco dóciles, pero no al límite de la indignidad, para nada, dos señores buenos. Ninguno de los dos hubiera podido vivir sin sus mujeres, se convence Ágata, así que lo bien que hicieron en morirse antes.

–Gente muy cuidadosa elegimos, Helena de mi corazón –dice y saca un brazalete de plata, una esclava, de la cajita de regalo.

El brazalete, pesado, tiene grabadas una azucena, una begonia y una camelia. Y del lado de adentro dice: “El jardín que te dejé”. Rompe en llanto Ágata y se sorprende, no esperaba llorar.

–Mierda, será posible, ya les dije que estoy grande para seguir juntando cosas, que para qué gastan, que los únicos regalos que quiero son los que se pueden beber o comer.

Se saca los lentes, se seca las lágrimas, se pone los lentes otra vez y en el mismo gesto empuja la taza blanca cascada que cae al suelo y se hace trizas. Increíble que tantas partes formen una sola taza. Una sola vida. Maldice Ágata y culpa a las nietas por la pérdida de su taza favorita; es que hay que aprovechar cuando ocurre una desgracia intrascendente para maldecir o para llorar lo que se tiene guardado y no se puede ni nombrar.

Limpia, se corta un dedo, se pone una bandita, mete los trozos de la taza en una bolsa doble para que no se lastime el recolector de basura y se va al dormitorio, con ese paso corto y ligero que le queda mejor ahora que cuando tenía veinte años.

Piensa en sus nietas, tan cómodas en este tiempo que va más rápido que su capacidad de asimilarlo, y en la vida de cada una. En los viajes, los sueños, los amores y los desamores, los errores livianos, los errores contundentes y lo que aprendieron. En todo, en todo lo que les falta y en si tendrán la oportunidad de vivirlo. Es que ellas deberían saber, más que nadie, que no hay que dejar ni los manteles para una mejor ocasión. En los mandatos que va tachando Azucena como si fueran una lista de pasos inevitables, en la soledad que Begonia luce como un anillo de compromiso y en la búsqueda constante de Camelia que no encuentra nada porque no sabe bien qué está buscando.

Repasa los novios que le trajeron, y los que le ocultaron, para que ella los escanee con ese ojo feroz que tiene, y piensa qué tanto influyó, para bien o para mal, en las relaciones de sus nietas. Y si también tuvo algo en ver en la de su hija junto al bueno de Rodrigo que estuvo ahí casi desde siempre.

–¿La soberbia te vino con la edad, Ágata? –se regaña–. ¿Es un síntoma tardío de la menopausia?

Es que cuando más o menos había aprendido a ser abuela tuvo que volver a ser madre para que esas chicas, que tampoco eran tan chicas, sufrieran un poquito menos. Qué difícil y qué lindo el brazalete que, cree, solo se va a poner el año próximo, cuando se junten las cuatro y llegue Begonia con un sello más en el pasaporte. Luego, el brazalete y su caja volverán a la gaveta. Ágata es coqueta, pero cada vez soporta menos cosas encima, le pesan los aretes, los bolsos ampulosos, los enconos, los relojes innecesarios, los rencores añejos, los cinturones opresivos y el rímel pastoso.

En el dormitorio se sube al taburete que tiene justo para eso.

–Qué agilidad que tienes, viejita, ¿eh? –se felicita y mientras lo dice cruza el brazo sobre el pecho, lo estira y se palmea el hombro. Busca una pequeña lata que está dentro de una boina de lana roja, debajo de una gran pila de sombreros que hace años que no usa. La abre, toma lo que hay adentro y centra la mirada en el sombrero azul de arriba de todo porque si mira lo que sacó se le va a pasar la noche ahí, recordando lo imposible, meditando con la imaginación y sufriendo. Con un gesto rápido lo mete dentro de la caja del brazalete nuevito y luego la acomoda en el estante, pero bien a la vista. Ahora sí, a dormir, y entonces empieza la coreografía de las buenas noches.

–Sin rituales la soledad se convierte rápido en abandono –repite Ágata y se lava los dientes, se cepilla el cabello finito que le llega, impecable, hasta los hombros.

“Antes muerta que con peinado de abuela”, viene diciendo desde hace una década. El cepillo chorrea unas gotas de loción engrosadora. Lo enjuaga y después se lava largo el rostro con agua fría, secreto de belleza heredado de Nelly, su mamá. Crema, unas gotas de perfume porque sí, porque si no es para ella para quién es el perfume, y luego va apagando las lámparas de toda la casa hasta que solo queda una luz chiquita en forma de estrella que permanece siempre encendida. Se saca las gafas y las pone en la mesa de noche.

–Qué suerte que se puede dormir sin lentes –le dice Ágata al techo–. El mundo tiene bordes más blandos y contornos más amables –aclara en voz bajita.

Se mete en su cama. Cuando Valentino murió ella mandó a cortar la cama en dos. No quería reemplazarla, pero tampoco quería seguir durmiendo ahí y esa fue la solución que encontró para, entre otras cosas, descansar.

“Abuela, te sale más barato comprar dos camas nuevas”, le había dicho Azucena con cierto enojo, como si Ágata no entendiera. “Pero hay cosas que no tienen precio, corazón, no me digas que no te pude enseñar ni eso”, la peleó Ágata y Azucena se fue refunfuñando argumentos sobre la vejez, la testarudez y varias cuestiones más.

Hay luna llena y hay silencio. Las dos cosas son enormes e imponentes. La luz blanca rebota en la cortina, Ágata suele dormir con la ventana abierta para que el aire nuevo se lleve lo que deba y traiga lo que toque, y alumbra el conjunto de ropa que dejó preparado para el desayuno de mañana con las amigas, las que quedan vivas después de los años y el Covid. Un pantalón de jean, una camisa blanca, un abrigo por las dudas y zapatitos rojos cómodos.

–Qué cosa los zapatos a esta edad –le dice Ágata a su reflejo bosquejado en la ventana–. Es mentira que hay que mirarles las manos a las mujeres para saber cuántos años tienen, hay que mirarles los pies, los pies no perdonan y piden zapatos de vieja –protesta y se relaja.

Qué cosa también las amigas, sigue Ágata, pero ahora sin hablar, que quieren desayunar porque ya no salen ni de noche ni de tarde; pero, bueno, por lo menos ahora que pasó la pandemia se pueden volver a juntar. Se da vuelta en la cama de una plaza y agradece, como todas las noches, por lo que aún le queda y porque sigue acá a pesar de todo. Hoy también agradece por su cumpleaños y de a poco va perdiendo el desvelo.

En duermevela, ahí cuando no está ni dormida ni despierta, siente los brazos del amor que la busca. Lo huele. El aliento de ese hombre tiene un ritmo único.

–Hola, mi amor –susurra–, te estaba esperando. Siempre te espero.

No siente culpa, ahora puede.

Nota que, sin motivo, germina una lágrima que marca un camino en su mejilla arrugada, de piel de porcelana a fuerza de cremas carísimas, hasta que se acomoda en la almohada. Después es casi un río que no deja de salir, pero sin llanto ni desesperación, solo lágrimas que limpian y que se bifurcan en el esbozo de su sonrisa. Se acurruca Ágata en esa paz que tanto le costó conseguir, construir, y por fin se duerme.

Exactamente veintitrés minutos después, con la luz de la luna enfocada en su serenidad, Ágata suspira fuerte, como si soltara amarras, y se muere.

Camelia busca en su bolso las llaves de la casa de su abuela que, por supuesto, esquivan la mano de uñas decoradas con arcoíris multicolores como si tuvieran vida propia. Pañuelos, billetera, cargador del teléfono, pastillas de menta, un cuaderno, un bolígrafo, facturas de varias compras, un perfume chiquito… Pero de las llaves, nada. Finalmente las encuentra y distingue enseguida la de la puerta de entrada al edificio. Hay tres llaves y esta está marcada con esmalte rojo; las otras dos, con esmalte violeta. “Con el esmalte para arriba, chicas”, les había dicho Ágata cuando les dio un juego a cada una, hace una eternidad, cada llavero con la inicial correspondiente. Y parece que la escuchara y se pregunta si alguna vez olvidará cómo sonaba la voz de su abuela, y entonces, por vez número un millón en esa semana, los ojos se le encharcan de lágrimas que, la verdad, a esta altura pensaba que se le habían agotado.

Entra al vestíbulo del edificio, se cruza con Néstor, el encargado que se acerca y la abraza, ella no quiere, pero se presta al consuelo porque Ágata dejó a todos dolidos, y, bueno, alguien tiene que hacerse cargo. Lástima que sea justo hoy que no da más de la tristeza, y lástima que Néstor se haya cruzado con ella y no con otra con más ganas de escucharlo.

Sube al elevador, llega hasta la planta del apartamento y se detiene frente a la puerta. La última vez que estuvo ahí, hace unos pocos días, tenía un regalo en el bolso y un pastel en la mano. Al final que ella no tenga hijos es la excusa perfecta de Azucena para mandarla a buscar, traer, llevar y comprar cualquier cosa. Margarita y Jacinto, sus sobrinos, son lo más parecido a la felicidad plena que tiene Camelia. Lo más permanente, la certeza de que el amor existe y toma muchas formas. Qué manía con esto de usar nombres de flores que tiene esta familia, piensa Camelia y se promete que si alguna vez tiene hijos, ¿alguna vez tendré hijos?, se pregunta, los va a llamar Esmeralda, Isabella, Martín… cualquier cosa que no suene ni cerca de la botánica. No es que no le gusten las tradiciones, le incomoda esta en particular.

–Dale, Camelia, entra que si no nos vamos a ir de aquí el martes –apremia Azucena desde el otro lado de la puerta y la saca a Camelia del sopor en el que estaba. Parada en el pasillo, con la llave en la mano, estática frente a la puerta, cerquita, y con las ideas dispersas como una armadura para no enfrentar nada de lo que, sabía, no tenía más remedio que enfrentar.

–Ahí voy, Azucena, estoy entrando, ¡me asustaste! –Mete la llave en la puerta que cede con media vuelta y la ve a su hermana mayor, siempre tan del hacer, sentada en el suelo, en el medio de la sala, con una guirnalda de cumpleaños en la mano, una bolsa de residuos en la otra y, en el medio, el peso de la quietud, la imposibilidad de avanzar. Igual que Camelia del otro lado de la puerta, pero adentro. Más valiente, pero idéntica.

Camelia se acerca a su hermana porque entiende que el reclamo para que entre era más un pedido de ayuda, de esos de los que Azucena nunca puede expresar, y le acaricia la cabeza.

–¿Cómo sabías que era yo, Azu?

–Porque yo soy la que llega a horario y Begonia es la que llega siempre última, si es que está en el mismo continente, claro. Y te escuché, Came, las personas tienen sonido.

–Qué mala fama –dice Begonia y entra por la puerta que sigue abierta–. Aupa –saluda en vasco–. Hola, hermanas. –Se deshace de la mochila y se sienta en el suelo con las otras dos. Ella tampoco cierra la puerta, como si no quisieran quedar atrapadas en la tristeza con la que cohabitan en ese espacio: el apartamento de su abuela muerta hace menos de una semana.

–¿Hace mucho que llegaste, Azu? –pregunta Camelia mientras toma la bolsa de residuos de las manos de su hermana mayor.

–Ojo que llegar temprano también es ser impuntual, Azu, ¿eh? –pelea Begonia y toma la guirnalda de feliz cumpleaños de las manos de Azucena y la pone en la bolsa de residuos que, ahora, tiene Camelia.

No importa cuánto tiempo pasen sin estar las tres juntas, se portan, se mueven y discuten como si tuvieran ensayada la coreografía de sus vidas, como si hubieran nacido para ser ese trío que se equilibra y que potencia todo lo que les es propio a cada una, lo bueno y lo malo. Ni Begonia, con su vida de distancias, pudo romper eso.

–No lo puedo creer… –Se muerde el labio y se lamenta Azucena, y se levanta con un brío nuevo que tiene más que ver con la decisión de hacerlo que con la realidad de sus músculos y sus tripas.

–¿Cómo son las etapas del duelo? ¿Estamos en el enojo o en la depresión? –pregunta Begonia y también se pone de pie. Nunca se sabe bien si es sensible o irónica, y ella se aprovecha de esa duda.

–Yo estoy en la etapa en la que no me animaba a entrar sola al apartamento… –Y mientras lo confiesa, Camelia toma la mano que le extendió Azucena y quedan las tres en el centro de la sala, mirándose en ese triángulo de flores que ahora mismo se parece más a un ring que a un arreglo de mesa.

–Treinta y seis años tienes, Camelia, treinta y seis –dice Azucena y pone los ojos en blanco y todas se sueltan las manos... La coleta del pelo perfecta, la camiseta blanca como si fuera nueva y el calzado deportivo también–. ¿Qué te da miedo, Camelia? ¿Los fantasmas o tener que tomar alguna decisión sobre qué hacemos, por ejemplo, con las sábanas de la abu? –Está enojada Azucena, pero no se sabe bien con quién o con qué. Con ella misma y por la culpa que carga desde que se murió su abuela, seguro, pero hay más.

–Ágata sería un fantasma genial. ¡Genial! El fantasma más divertido del planeta. Abu, te invoco –intenta descomprimir Begonia, la única de ojos verdes de las tres– y exagera una pose de manos en oración y mirada al cielo.

Camelia ignora la buena intención de su hermana del medio y le responde a Azucena:

–La tristeza me da miedo, Azucena. Discúlpame si no tengo la vida tan ordenada, nací sin tu don de convertir cualquier emoción en una lista de supermercado en la que hay que tachar ítems. Hasta tu separación fue ordenada, eres una flor de plástico. –Tiene la mirada nublada Camelia, pero ya aprendió que ese no es un buen lugar, así que rompe ese círculo imantado que las sostiene a las tres y se va a la cocina.

–Lo bueno es que sigues haciendo un drama infantil de todo, como una adolescente, Camelia, eres coherente –dice Azucena–. Tienes la suerte de no ser la mayor. No tuviste que hacerte cargo de tus hermanas menores. Yo no tuve esa fortuna. –Baja la mirada y se restriega las manos. Begonia se para detrás de ella e intenta masajear sus hombros, pero la falta de costumbre hace que las dos estén incómodas. Azucena se retira, se libera, la libera, y empieza con el recorrido inverso al último que hizo Ágata, pero esquivando el dormitorio de su abuela: enciende luces, corre cortinas, abre ventanas, como si quisiera que, al menos, la casa tuviera la vida que su dueña ya no tiene.

–Azu, ven, mira… –exclama Camelia desde la cocina, y Azucena se acerca hasta la puerta de ese diminuto ambiente del apartamento, casi un pasillo, una cocina pequeña pero con onda, como Ágata. Camelia está abrazada a un tupper y la luz que sale del refrigerador abierto le da a ese espacio una tonalidad cinematográfica.

–Están los trozos del pastel que traje el martes –y solloza mientras habla–. ¿Cómo puede ser que el pastel de cumpleaños de una persona viva más que la persona que sopló esas velitas? ¿No es absurdo? –Camelia presiona el tupper sobre su pecho con la esperanza de que la cobertura de colores tiña la opresión que siente y la deje respirar otra vez, libre.

Azucena pasa el umbral de la puerta en donde estaba detenida y va hasta el cesto de basura, en donde está la bolsa nueva que ella misma puso el miércoles cuando con Begonia, que perdió el vuelo porque perdió a su abuela, tuvieron que venir a reconocer el cuerpo de su Ágata. Saca la bolsa del cesto, mete la cabeza en el refrigerador y empieza a descartar lo obvio: medio limón, lo último de un envase de leche descremada, una mermelada casi vacía… pero se detiene.

–¿Qué se hace con la comida empezada? ¿Se dona? ¿Alguien se la lleva? –Y sus preguntas suenan importantes, hondas, como si hablara de cuestiones fundamentales–. Qué manía la de Ágata de meter todo en recipientes, cajas, cajitas… –Y destapa una botella con un líquido espeso verde, lo huele, hace una mueca y lo tira.

–Me siento una intrusa, Azu, siento que si Ágata estuviera acá y nos viera revisando su cocina nos echaría a patadas. Y si además supiera que acabas de tirar su sopa de verdura, más –acota Camelia mientras sigue abrazada al tupper–. ¿Cómo se desarma la vida de una persona sin preguntarle a esa persona qué hacemos con sus cosas?

A esa altura, Azucena, que no le responde, ya superó la duda existencial y tiró casi todo lo que había en el refrigerador. Dejó en un estante lo que se podía regalar y en otro estante una botella de vidrio labrada y una azucarera del juego de bodas de su abuela que entraban en la categoría mental de “cosas para repartirnos con mis hermanas”.

–Begonia, ¿dónde estás? Ven, que estamos tomando decisiones importantes, como quién quiere la azucarera –se ríe Azucena y acelera la risa como si se le hubiera escapado, indecente, en ese tiempo estático en el que aún, creían, no estaban preparadas para reírse.

Camelia esquiva a Azucena, se aplasta contra la pared, sin soltar el recipiente con el pastel, y se asoma a la sala.

–Azu, mira… –susurra–, ven.

Azucena se pone de puntillas y mira por encima del hombro de Camelia. Ellas dos comparten los días, cosas de vivir en el mismo país, y hay algo en ese músculo ejercitado que, al menos en la superficie, hace que Begonia quede separada, en otro espacio. En la sala, Begonia está petrificada frente a la “mesita de las fotos”. La mesita de las fotos es toda una institución en el apartamento de Ágata. Es casi lo único, junto con la cama partida en dos y la vajilla que Ágata se trajo de la casa grande, de la casa familiar, cuando Valentino ya no estaba, y ella, por primera vez en su vida, se mudó sola y pudo decidir, sin preguntarle a nadie, en dónde iba cada cosa y a qué hora se desayunaba. Sin embargo, la mesita se mudó como estaba, con ese mantelito tejido al crochet por la bisabuela Nelly, y esos portarretratos todos diferentes. Parecía una cápsula del tiempo en un sitio que, por decisión y esfuerzo, no tenía muchas ligazones con el pasado. El apartamento y su dueña eran personas que podían usar jeans.

Camelia, que no pierde oportunidad de convertir cualquier escena en una de telenovela, abandona el tupper y va a cerrar la puerta de entrada.

–Be, ¿estás bien? –Y Azucena, que no pierde oportunidad de ser Azucena, aprovecha y descarta el pastel y pone el tupper en el lavavajillas con una velocidad asombrosa. Después se acerca a Begonia.

–Me cuesta creerlo… Este era mi lugar a donde volver –dice Begonia, se sopla el mechón de cabello largo irregular que moderniza su corte casi varonil y vuelve a poner en la mesita la foto que tenía en la mano: una de Ágata adolescente, medio borrosa, en la que su abuela, joven, mira de frente y desafiante a la cámara y al mundo. Tiene la boca entreabierta y los ojos de brasa–. Esta foto siempre me llamó la atención, parece que estuviera viva, como si se fuera a mover, como en los periódicos de Harry Potter. –Y la acomoda como estaba aunque ya no hay abuela que la regañe por no hacerlo.

–Puedes volver a casa, Begonia, o a la casa de Came, o a ese hotel en el de que todos modos te quedas cuando vienes, no hace falta que seas siempre tan desamorada. –Cualquiera podría creer que el propósito de la vida de Azucena es no dejarle pasar nunca nada a nadie. Y cambia de tema–. Debe ser la foto de la abu que más me gusta, ojo, tal vez es de tanto verla. Cuando no existían ni Jacinto ni Margarita esa foto ya estaba en la mesita y no sé por qué creo que cuando no estábamos nosotras también ya estaba ahí. ¿Habrá sido la primera? –Azucena reflexiona y podría estar hablando sola.

–A mí me gusta esta, la de la boda de los abuelos –opina Camelia y corre adelante el portarretratos de plata pesado, contundente. Camelia se mueve como si bailara, como si la estuvieran filmando todo el tiempo. En la fotografía se ve a Valentino y a Ágata tomados de la mano. El vestido de ella no llega a taparle los tobillos, porque rebelde se nace, y todas conocen la anécdota en la que por esa razón casi no la dejan entrar a la iglesia para casarse. La mirada de su abuelo es transparente, la mirada más limpia del mundo.

–Qué linda era mamá, mira ese pelo, se parece al tuyo, Azu –dice Begonia mientras levanta el cuadro en donde se ve sus papás con el uniforme del colegio, tomados tímidamente de la mano y lo pone de frente a sus hermanas–. Un poco que la abuela los crio a los dos. Papá parecía un pollito mojado.

–Y, no debe haber sido fácil la abu como suegra, el abu sí, él era un amor; bueno, Ágata también, pero brava y más joven, más brava –evalúa Camelia.

–No creas, la edad te pone más valiente, más brava, porque el cuero se te pone más duro, pasan menos balas aunque las que pasan te duelen más. Cuando eres joven eres más blandita. –Y no se sabe bien si Azucena se lo está diciendo a sus hermanas o a ella misma porque la vida te enseña hasta lo que no quieres aprender.

–Azu, hablas como si tuvieras cien años ¡y no cuarenta y cuatro…! Bueno, lo que seguro no va a pasar es que nos volvamos más jóvenes acá, precisamente, empecemos a desarmar esta casa. ¿Alguna entró al dormitorio ya? –pregunta Begonia y las otras dos le esquivan la mirada.

–No. Bueno, entré contigo el otro día, cuando parecía que la abu dormía, qué cosa la muerte que te da paz. Ojalá se la haya dado también a mamá y a papá –interviene Azucena.

–Ya sé, Azu, ya sé que entramos, digo ahora, que ya no hay nadie ahí. Y no sé para qué te enroscas con la muerte de mamá y papá. Suelta, Azucena, suelta, deja de sufrir por elección –se ofusca Begonia, pero no levanta el tono de voz. Nunca levanta el tono de voz, como si no le importara o le importara tanto que tuviera que reprimirlo. Ella no grita, ella escribe.

–Yo no entré todavía, nunca. Podemos dejarlo para el final, ¿les parece? Cuando ya estemos tan cansadas o tan hartas que no lloremos como tres marranas –sugiere Camelia.

Azucena termina de ordenar las fotos de la “mesita de las fotos”. Pone alineadas las de ellas tres y, por primera vez, piensa que Ágata no eligió una de las tres juntas, sino una de cada una y le agradece en silencio por ese gesto tan de su abuela. Acaricia las fotos de Jacinto y de Margarita, sus hijos que hoy están con el papá “porque les toca”, y se pone los lentes que lleva siempre colgados para examinar el portarretratos chiquito y redondo de Nelly y Tito, sus bisabuelos. Todo lo que sabe de ellos es lo que les contó Ágata, y piensa que, entonces, no los conoce realmente. El linaje y sus historias como una canasta de sorpresas. Ágata muchas veces le decía “Nelly” en lugar de “Azucena” y se reía. Como una profecía, una condena o una bienaventuranza

–Quién sabe… –dice Azucena sin advertir que no dijo nada de todo lo otro en voz alta.

–Azu, ¿a dónde te fuiste? Vuelve que no sé ni por dónde empezar –pide ayuda Camelia.

–Acá estoy, que estamos todas grandecitas y que se nos murió la abuela, milagro era que siguiera viva, esto es natural. Después de lo de mamá y papá somos de amianto, chicas. Y el apartamento tiene un dormitorio, una sala, un baño y una cocina, muy complejo no puede ser. ¿Nos dividimos o hacemos de a un ambiente, pero juntas? –pregunta Azucena, sabiendo que de todos modos lo decidirá ella.

–De a un ambiente, pero juntas; no puedo ni pensar en la otra opción. Cuando se murieron mamá y papá, la abu nos decía que la orfandad no tenía edad. Ahora siento algo parecido. Claro que sabíamos que iba a pasar, pero, Azu, hace menos de una semana esta mujer nos estaba regañando porque queríamos lavar los platos, y ahora… no lo puedo creer, les juro que la miraba en el ataúd con esa sombra medio rosada que le habían puesto en los ojos y por la que hubiera insultado hasta a Dios y… –Camelia, finalmente, deja de hablar y se desarma en un llanto afligido.

Begonia se acerca y la abraza, Camelia se deja y se cobra tantos abrazos que no se dieron porque tantos océanos en el medio lo hacen complejo. Atrás va Azucena a lo mismo y también un poco a marcar territorio, y son un rodete de brazos y mocos, de respiraciones fuertes, de congoja y alivio porque aún se tienen y eso, aprendieron, no es poco. Un funeral después los abrazos son un recurso cómodo y efectivo. Se ponen al día luego del distanciamiento social y preventivo y se eligen contacto estrecho. Suspiran juntas, exhalan al unísono como sangraban en trío cuando vivían en la misma casa. La marea del cuerpo que se impone.

–Bueno, vamos a organizarnos –distiende Azucena que sabe que lo que ella ordena casi no se discute, sobre todo si se trata de planificar. Y además, mientras hace, no piensa, no se culpa–. Vamos a pensar cada cosa en uno de estos tres grupos: para tirar, para donar, para repartir. Lo que es para repartir lo podemos ver después, sobre todo si somos dos las que queremos lo mismo, pero no será un problema. Sobre todo porque, Begonia, tú no podrás llevarte las cosas grandes, a no ser que tengas un avión propio y no nos hayas contado.

Begonia responde con un gruñido que no significa nada. Mientras Azucena hablaba ella sacó algo de un mueble y se sentó de espaldas, en la mesa de la sala. Su nuca limpia deja ver el tatuaje de un mandala que de tan complejo es hipnótico. Está inclinada sobre aquello, muy concentrada y con pocas ganas de seguir escuchando ese tono de institutriz de Azucena que la exaspera. Cada vez que vuelve recuerda todo lo que extraña y también todo por lo que se fue.

Camelia se acerca a ver qué está haciendo su hermana y se pone a llorar otra vez; un engrudo de pestañas postizas. Azucena hace lo propio y ve sobre la mesa los trozos de la taza rota de su abuela y a Begonia con un tubito de pegamento intentando armar el rompecabezas. La metáfora.

–Explícame qué haces, Be. ¿Eso lo sacaste de la basura el miércoles? ¿En qué momento? Si te vieron los de la policía van a pensar que somos una familia de desquiciados. ¿Realmente piensas llevarte una taza toda rota a dar vueltas por el mundo, al lado de tu computadora, en esa mochila tan moderna, tan ergonómica, que parece de la NASA? –la provoca Azucena, pero mientras lo dice entorna la ventana para que el vientito lindo del otoño no le seque el pegamento abierto, y la voluntad, a su hermana del medio.

–Junto los trozos, Azucena. En esta familia es casi un deporte, y deja de llorarme en la oreja, Camelia, porque no veo bien –se desquita Begonia.

A Camelia se le escapa una carcajada.

–Qué tendrá que ver la oreja con la vista, Begonia; eres un personaje, al final todos los nerds son así, mucha computadora y mucho cerebrito, pero pierden la capacidad de comer goma de mascar y caminar al mismo tiempo, o de pegar los mil trozos de la taza de su abuela muerta mientras la hermana le llora cerca. –Lo dice sin maldad y las tres se ríen un rato.

–Diego, mi nuevo exnovio, también era programador, no sabes lo que me gustaba verlo trabajar. Se encendía y no era la luz de la computadora, era su cabeza. –Pierde la mirada en la nada Camelia, soñadora–. Lástima que le gustaba la computadora más que yo. –Y eso también les causa gracia y vuelven a reírse las tres.

–Bueno, empecemos por la cocina, que total ya algo hicimos. Tirar, donar, repartir. La que tiene dudas, pregunta. –Se levanta Begonia de la silla y se dirige hacia la cocina con cierto alarde por la decisión tomada.

–Yo tengo una duda. ¿Tú sigues sola? ¿No te gusta el amor o simplemente no lo compartes con tus hermanitas? –Camelia hace gala de su intensidad. El amor le interesa y la asusta al mismo tiempo y no puede resolverlo; después de todo, su padre, el hombre que más la quiso en vida, tuvo la mala idea de morirse. El amor mata, el amor duele.

–Define el amor, Camelia, ¿en dónde vives? ¿En una telenovela? Yo soy sola –enfatiza con burla la expresión–, pero estoy con gente y la paso bien, solo que no necesito nada para sentirme completa ni andar publicando una foto en Instagram cada vez que duermo con alguien, como otras… Diego, tu novio. –Otra vez ese tono burlón pero cálido–. ¿Cuánto duró?

–Arranquemos: tirar, donar, repartir. –Camelia simula estar ofendida–. Azucena, ¿con quién chateas? –Y se arroja sobre el hombro de su hermana que esconde rápido el teléfono.

–Tengo hijos, ¿recuerdas? Son tus sobrinos, yo soy la madre y hoy es domingo y yo estoy acá. –Con las mejillas sonrojadas, Azucena guarda el móvil en el bolsillo del pantalón y entra a la cocina-pasillo.

Sin darse cuenta vuelven a ser esas tres niñas que se pelean mientras preparan la cena familiar porque su mamá y su papá tienen que entregar una nota al periódico. Es muy importante el periódico, ya saben, pero también les gusta porque su mamá y su papá les festejan las salchichas con puré instantáneo y las verduras de lata que hace Azucena y los carteles que indican los lugares para sentarse que delatan la letra de Begonia y el tarro de vidrio que antes tenía mermelada y que ahora está lleno de ramas en el medio de la mesa adornado con el lazo del pelo de Camelia. Eran felices cuando se peleaban así y, ahora, aunque no lo saben, volver a usar los mismos tonos burlones e infantiles las ampara.

Las tres quedan alineadas, mirando la encimera y empiezan. Parecen una línea de producción.

Camelia besa cosas antes de decidir a qué categoría van. No todas, pero esa cacerola de los guisos de su infancia, ese mate histórico, esa cucharita con iniciales… cosas que merecen una despedida más digna o, al menos, más amorosa.

Begonia saca del refrigerador una cerveza que sobró del festejo, toma del lavavajillas tres vasos y los sirve sin preguntar. Ahí siempre se encuentran y, además, ya es casi el mediodía.

Azucena se ata el pelo y toma ritmo. No para ni duda. Hasta que mete la mano en una gaveta y saca una servilleta bordada por su mamá cuando era niña. Esos puntos desparejos y apretados, con el peso de la concentración de cuando una persona aprende, que forman esa flor de dudosa gracia, siempre fueron motivo de broma familiar.

Lo expone a la distancia más grande que le permite el brazo, como para tener perspectiva antes de decidir y dice:

–Esto, para mí, es para donar.

–Tirar –vota Begonia al mismo tiempo.

–Repartir –implora Camelia, sincronizada, completando el canon de voces.

Se quedan las tres en silencio, mirando la servilleta como si fuera un objeto sagrado porque acaban de advertir que a partir de ahora ya no hay quien les dirima las discusiones ni las ordene. A partir de ese momento están solas tanto para ser un jardín florido como para ser un ramo de flores secas y pinchudas. Por un segundo se dan la mano porque la atmósfera de templo que las envuelve lo exige, tajante. Enseguida Azucena se suelta y sigue.

–Bueno, podemos decidirlo después –resuelve mientras deja la servilleta sobre la encimera, y las otras dos acatan porque tienen clarísimo que les espera un día largo, y una vida nueva y desconocida, que recién comienza.