Rehén del jeque - Caitlin Crews - E-Book

Rehén del jeque E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Bianca 3075 La novia fue secuestrada... ¡Para ser la esposa del jeque! Tras ser secuestrada el día de su boda, Hope Cartwright debería haberse sentido furiosa. Pero su captor no era otro que Cyrus Ashkan, el jeque al que estaba prometida desde su nacimiento, y lo que sintió fue algo más peligroso que la furia: ¡deseo! Cyrus se negaba a ignorar su deber real y estaba decidido a casarse con la virginal Hope, aunque la encontrara inadecuada en todos los sentidos. Recluidos en la opulenta fortaleza del desierto, su indeseada atracción arderá más que el sol, suficiente como para carbonizar las defensas del poderoso rey… si Cyrus lo permite.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Caitlin Crews

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rehén del jeque, n.º 3075 - abril 2024

Título original: The Desert King’s Kidnapped Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411808842

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HOPE Cartwright, vestida con el preceptivo traje blanco, avanzó aliviada hacia el novio.

Se lo había ganado.

«Todo va bien». «Todo irá perfectamente bien».

En cuanto pronunciara los votos ante el altar.

Exhaló un suspiro tembloroso, y mantuvo la mirada fija en el hombre, que esperaba al final del larguísimo pasillo de la pintoresca capilla italiana, con su habitual expresión adusta e impaciente. Él lo deseaba tanto como ella, Hope lo sabía. Era el acuerdo que ambos querían, tan frío y calculado como podía ser.

Podría haber sido mucho más desagradable, dadas sus opciones y desesperada situación. Durante los últimos dos años no había pensado seriamente en otra cosa.

Hope caminaba sola porque su madre, fiel a su costumbre, se había alterado tanto por la boda, «porque todo el mundo tiene un final feliz menos yo», que había sollozado hasta caer en algo parecido al estupor.

Excepto que Mignon nunca caía en un verdadero estupor, ese era el problema. Los estupores implicaban cierta medida de silencio, pero ella era una tormenta. A veces exultante, a veces angustiada, siempre una tormenta. Durante toda la mañana había provocado escenas, convirtiendo los preparativos para la ceremonia en una saga sobre ella.

El acuerdo era lo más parecido a la felicidad que iban a poder conseguir, había intentado explicarle Hope. Primero, Mignon se había vuelto loca de alegría. Luego el champán se le había subido a la cabeza y había enfurecido. Luego llegaron las lágrimas, las canciones de amor francesas desafinadas en honor del difunto padre de Hope, el único amor verdadero de Mignon, hasta que se había desmayado sobre un montón de gasa amarilla, roncando.

Hope intentó recordar las palabras de su severo novio la noche anterior, mientras ensayaban en esa antigua capilla que se alzaba sobre las centelleantes aguas del famoso lago de Como, en Italia.

–No está bien correr hacia el altar con prisa indecorosa –había dicho con su habitual tono represivo cuando ella corrió hacia él desde la antecámara.

–¿Aunque sienta una prisa indecorosa? –había preguntado ella, sonriendo.

El amor no había intervenido en las negociaciones. Y su futuro esposo no estaba especialmente interesado en sus sonrisas. Tampoco la encontraba divertida, como ya había dejado claro en numerosas ocasiones. Hope era el medio para alcanzar un fin, nada más.

A Hope le gustaba que la necesitara. No era la única en venta allí.

También ayudaba que él no fuera repulsivo, como tantos de los hombres que se habían presentado para ese papel. Hope buscaba un honorable benefactor, al estilo clásico. Alguien en quien pudiera confiar. Tal vez, con el tiempo, surgiría algo de afecto.

Quizás no fuera el encantador príncipe con el que había soñado de pequeña, pero si algo había aprendido desde la muerte de su padre era que la vida no era amable con los sueños infantiles. Buscar una relación comercial que la beneficiara, y también al hombre en cuestión, parecía una alternativa práctica, incluso encantadora, a su manera.

Pero había descubierto que había demasiados hombres horribles.

Uno había calificado lo que ella hacía de subasta de virginidad.

Y Hope, ciertamente, era virgen. Un accidente, un giro del destino, nada de cruzada moral. Si su padre no hubiera muerto cuando ella acababa de cumplir catorce años, seguramente habría disfrutado de la misma adolescencia que sus amigas del colegio. Con fiestas y chicos en lugar de tener que actuar como la adulta que no era. Porque Mignon, por encantadora que fuera, era tristemente incapaz de comportarse como la adulta que sí era.

A Hope le había tocado ocuparse del funeral y las facturas. Administrar lo mejor posible el dinero heredado de su padre, ante la aparente obsesión de su madre de fundírselo todo. Había tenido que vender la propiedad familiar, desprendiéndose con pesar de los empleados, porque no podía mantenerlos. Había encontrado un piso para las dos en Londres, en el que Mignon sollozaba en las noches tristes, porque el barrio era cuestionable, y «¿qué será lo siguiente, el hospicio?».

Mignon seguía aferrándose a la esperanza de que alguno de los hombres que salían con ella, se aprovechara de ella, llegando a amarla si ella les dejaba hacer lo que quisieran.

Nunca lo hicieron.

Y Hope había tenido que salvarlas.

Desde que cumpliera dieciocho años, había llamado la atención de hombres odiosamente ricos y egocéntricos. Su regalo de cumpleaños había sido conocer a su primer pretendiente potencial. Hope había utilizado los contactos de su padre para presentarse, pero solo a un tipo muy concreto de hombre. Debía ser, ante todo, rico. Porque lo único que importaba era que Mignon no careciera de nada.

Era lo que habría querido el padre de Hope. Y también lo que quería Hope, porque amaba a su madre. Era consciente de poseer un valor del que su madre carecía. Una fuerza, donde Mignon carecía de una mente para la realidad.

Mignon necesitaba que la cuidaran, punto. Y Hope estaba dispuesta a firmar cualquier acuerdo prenupcial, contrato, cualquier cosa. Tras dos años de citas, casi se había convencido de estar preparada para el sacrificio virginal con el que sabía que soñaba cierto tipo de hombre.

Al fin y al cabo, tras renunciar a los estudios a los dieciséis años para cuidar de su madre, solo tenía dos cosas a su favor: el augusto pedigrí de su padre y ser virgen.

Aunque le había llevado tiempo llegar a esa conclusión tan medieval.

Al principio se había dicho que siempre podría conseguir un trabajo. A veces pensaba en una buena profesión con vacaciones bajo el sol de España. El problema era que Mignon no podía hacer lo mismo. Varios intentos por su parte habían demostrado que su madre era incapaz. Y eso había roto el corazón de Hope.

–En mis sueños soy una feroz guerrera –había susurrado Mignon, esforzándose por sonreír–. Cuando lo cierto es que soy un desastre. Sin esperanza.

Y así, Hope había renunciado a cualquier fantasía sobre un príncipe azul y una buena profesión, para intentar encontrar cualquier trabajo decente que pudiera mantenerlas a ella y a su madre. Y todo sin experiencia laboral ni estudios. Pero ella era valiente y no se dejaba llevar por sus sentimientos, como Mignon.

Había vivido dos años agotadores de «citas», con hombres cada vez más insoportablemente desagradables, lo que resultaba profundamente desafortunado, ya que sus menguantes fondos le hacían estar cada vez más desesperada por encontrar a alguien, cualquiera, que las ayudara. Quedarse sin dinero era quedarse sin opciones.

Uno tras otro, esos horribles hombres le confesaban sus fantasías más prohibidas, lo que le hacía imposible aceptar ninguna de sus condiciones.

Uno tras otro, le impedían salvar a su madre.

Y cuando los rechazaba, ellos se complacían en dejarle claro que su virginidad era su único atractivo, y su pedigrí un mero adorno.

Llegó a temer que, tarde o temprano, tendría que casarse con uno de ellos y hacer realidad sus viles deseos.

Dos años atrás, Hope había creído tontamente que encontraría rápidamente la solución a sus problemas.

A fin de cuentas, había buscado al benefactor adecuado entre hombres de la edad de su padre, muchos de los cuales había conocido siendo niña. Los hombres que había conocido carecían de escrúpulos, y muchos le habían ofrecido a su madre «consuelo», después del funeral.

Por eso, Lionel Asensio había sido un soplo de aire fresco. Hope había sobrevivido esos dos años sin sucumbir a las repugnantes proposiciones, imposibles de imaginar y mucho menos de practicar. Mantuvo los ojos fijos en él mientras avanzaba por el pasillo, recordándose a sí misma que se trataba de un escape. Una victoria.

Por fin el amable, aunque frío, benefactor que había estado buscando.

Lionel Asensio tenía sus propios motivos para casarse sin amor y con prisa. A Hope le daban igual. No sintió más que alivio cuando él deseó el brillo y el lustre del impecable pedigrí de su padre. Lo que más le impresionaba era que los Cartwright se remontaban a siglos atrás, cuando una reina elevó de su humilde origen a un constructor de carruajes. Hasta su madre había ayudado, pues Mignon se había criado en la clase de familia incapaz de asumir que la aristocracia francesa había desaparecido. Ella había nacido para brillar, y eso hacía.

Todo eso había impresionado a Lionel Asensio.

La virginidad no había formado parte de las negociaciones iniciales.

Nada de eso importaba ya. Era un día para caminar muy despacio por ese pasillo y felicitarse a sí misma por su valentía. Mignon dormía los excesos de la mañana y sin duda se levantaría para bailar de nuevo por la tarde, sonrojada y feliz de que su hija hubiera conseguido lo único que ella había querido en la vida: un marido.

Mientras caminaba sin ninguna prisa indebida, Hope consideraba la idea de buscar algún trabajo. La esposa de un multimillonario como Lionel Asensio podía fundar organizaciones benéficas y no tendría que preocuparse por no estar cualificada para trabajar en una tienda de patatas fritas.

Estaba impaciente por ver en qué era realmente buena. No qué se veía obligada a hacer.

Solo necesitaría pronunciar unos cuantos votos. Unas cuantas firmas en los contratos que ya había leído y aceptado. Muy poco para ser libre al fin. Su futuro marido de rostro impasible tenía suerte de que no corriera por el pasillo de piedra para acelerarlo todo, algo que él encontraría indecoroso en todos los sentidos.

No había mucha gente, para alivio de Hope, porque no era precisamente una celebración por todo lo alto de una boda normal. «Cuentos de hadas», pensó sin nostalgia. La nostalgia era tan útil como las fantasías infantiles sobre príncipes y castillos. Todos los congregados pertenecían a la plantilla de Lionel, con la excepción de una mujer al fondo, que fruncía el ceño tras unas grandes gafas. Hope se entretuvo imaginando que se trataba de una invitada especial del novio.

Lionel era un hombre de cierto renombre, como la mayoría de las personas de su nivel económico. En los dos últimos años había descubierto que la riqueza creaba sus propias leyendas. Una vez alcanzado un acuerdo con Lionel, había tenido que asistir a numerosas reuniones con su equipo de relaciones públicas, que había decidido cómo convertir esta extraña boda en una historia romántica que pudiera vender periódicos y servir a los motivos ocultos de Lionel.

Pero Hope solo quería terminar con eso para pasar por fin a la siguiente fase de su vida. Permitirse, por fin, llorar la pérdida de su padre.

Y mientras, planeaba pagar a los últimos acreedores de su madre y proporcionar pensiones para los leales empleados que se había visto obligada a despedir. Se lo había prometido, si alguna vez estaba en su mano.

Por fin podía demostrar que era más hija de su padre que de su madre. Amaba a los dos, pero no quería pensar en lo asustada que había vivido su madre los últimos años. No le gustaba recordar cómo había sollozado, consciente de que sus intentos por ayudar solo empeoraban las cosas.

Imaginó lo bien que se sentiría cuidando de la gente que siempre había cuidado de ella. Caminaba como un caracol, que Dios la ayudara, porque debía obedecer las instrucciones de su casi marido, cuando de repente se oyó un estruendo en la parte de atrás.

Hope se quedó helada y cerró los ojos.

Sin duda su madre. Era imposible que Mignon hubiera dormido la borrachera de champán y sollozos. Estaría más alocada de lo habitual…

Junto al altar vio tensarse la mandíbula de su novio. No podía permitirlo, no hasta que estuvieran casados.

Nunca había deseado tanto correr hacia el altar como en ese momento, pero Hope se dio la vuelta. Esperaba encontrar a Mignon tambaleándose, o bailando por el pasillo, cantando nanas francesas.

Abrió la boca, preparada para intentar controlar a su madre, pero fue incapaz de hablar, porque no era su madre la que se dirigía hacia ella.

Era una visión.

Su primera impresión fue de luz y calor. Una explosión de locura en su interior.

Necesitó largos y estremecedores momentos para comprender que estaba mirando a un hombre.

Un hombre como jamás había visto, a pesar de haberse convertido en una experta. Ese hombre no era como los demás.

Caminaba como si sus pisadas fueran un favor que hacía al suelo de piedra, a la tierra misma. Era muy alto y, aunque vestía un traje exquisito que podría mejorar cualquier figura, ella comprendió que no se trataba de un truco. Sus hombros eran así de anchos. Estaba hecho de todo ese músculo, delgado y duro, y cada paso que daba dejaba claro que, a diferencia del tipo de hombres a los que Hope estaba acostumbrada, utilizaba su cuerpo para actividades duras y físicas.

«Duras y físicas», susurró para sus adentros en un eco ardiente que parecía atravesarla.

Pero, sobre todo, era peligroso.

Hope sentía ese peligro como un intenso calor, como llamas que se extendían por toda la iglesia. Tuvo una extraña sensación, como si su propia piel hubiera estallado en ese mismo fuego.

Hope pensó que tal vez fuera un invitado que había llegado tarde, que tal vez conocía a Lionel…

Pero incluso al pensarlo, se dio cuenta de que solo se fijaba en ella.

Y ella solo podía mirarlo fijamente.

No era ningún castigo, pero su cuerpo reaccionó como si se tratara de algo duro y físico. Sus ojos color medianoche la miraban desde un rostro esculpido en bronce. Tenía una nariz afilada, cejas oscuras y una boca tan severa que le provocó un estremecimiento.

El hombre la alcanzó en cuestión de segundos. Sus zancadas, largas y decididas. Había tardado una respiración, quizás dos, pero a ella le pareció una eternidad.

Una eternidad de contemplarlo, a esa aparición, toda esa luz y calor. Una eternidad de asombro mientras se sucedían las explosiones en su interior, despertando nuevas y extrañas sensaciones por toda su piel, hundiéndose en lo más profundo de su ser.

Hope sintió que era el destino. Sintió un profundo reconocimiento, aunque estaba segura de que jamás había puesto los ojos en ese hombre.

Él se detuvo delante de ella. Y el mundo pareció inclinarse y girar, arrancándola tanto del eje que sintió que daba vueltas en el espacio…

Le llevó demasiado comprender que él la había levantado, echándosela al hombro mientras giraba para regresar por el pasillo.

Tardó tanto porque, una vez más, la imposible sensación detonó en su interior.

El duro y musculoso hombro se clavaba en su vientre a cada paso. Peor, ¿o mejor?, su mano estaba sobre su trasero, sujetándola.

Hope quedó reducida a un escalofrío, la cabeza colgando contra la dura y musculosa espalda.

Seguramente debería luchar, o algo, pero no sentía ningún impulso de hacerlo.

No supo si alguien protestó, tenía demasiados zumbidos en los oídos y un ruido enloquecedor en la cabeza. Para cuando fue consciente de lo que sucedía, ya estaban fuera. Sentía la dulce brisa del lago Como en la cara, demasiado calor para sentirse cómoda.

El hombre siguió avanzando, alejándose de la capilla y bajando por la estrecha y vieja carretera, más un sendero, por el que ella había subido no hacía mucho.

Hope se sintió mareada y fuera de sí, pero por más que intentaba sermonearse, no se atrevía a provocar una escena.

Todo volvió a moverse. Ella no le encontró sentido, hasta que él se deslizó en la parte trasera de un vehículo, soltándola, cerrando la puerta tras de sí y hablando en un idioma extranjero a otro hombre, sentado al volante.

Un idioma extranjero que no era ni italiano ni español, la lengua materna de su casi esposo.

Debería estar aterrorizada, pero, mientras el vehículo arrancaba, Hope se descubrió conteniendo una extraña emoción que, ciertamente, no era miedo.

«Alivio», sonó en su mente.

Porque si la estaban secuestrando en contra de su voluntad, no podía seguir adelante con la boda, ¿verdad?

En el fondo eso la complacía, porque en realidad no quería casarse con Lionel.

Ni con nadie.

Y, aunque el remedio parecía peor que la enfermedad, si algo había aprendido en los últimos y difíciles años, era que debía tomarse tiempo para saborear las pequeñas victorias.

Porque eran pocas y espaciadas, y había que celebrarlas cuando llegaban.

–No intentes escapar –le advirtió el hombre a su lado. Y ella pensó que debería haberlo intentado, siquiera por guardar las apariencias.

No podía mirarlo. Era demasiado… hermoso, de una forma que le recordaba a una tormenta. Tan implacable como deslumbrante.

–Estaremos volando en menos de una hora –continuó él en ese tono autoritario que ella no debería haber encontrado tan… atractivo–. Nada ni nadie nos detendrá. Y todo lo que no sea la más estricta obediencia por tu parte tendrá consecuencias que dudo mucho que te gusten.

–Bueno –contestó Hope con suavidad, mirándose las manos. Manos que deberían estar temblando, aunque no era así, y que deslizó sobre la falda para sentir su suavidad–. Pues no hay más que hablar.

–Así eres tú –la reprochó él, sintiéndose, por su tono, traicionado–. Ni siquiera te importa quién te reclama, ¿verdad? Revoloteas de uno a otro como si nada.

Hope no entendía qué quería decir ese extraño, pero su estómago se encogió.

–Esto tiene poco de revoloteo –señaló ella, tratando de no mirarlo. Era escandalosamente guapo y la distraía–. Y bastante de secuestro. No parece justo hacerme responsable de ello, ¿verdad?

Al decirlo en voz alta, comprendió lo que estaba sucediendo, como si se hubiesen abierto unas compuertas en su interior. Hope ni siquiera sabía que tenía compuertas. Creía que todas esas emociones habían sido arrancadas hacía años.

«Es lo que pasa cuando estás desesperada», se dijo a sí misma.

En su desesperación, Lionel le había parecido la salvación. No era desagradable. Ni siquiera antipático. Era muy profesional, y su deseo de casarse con ella la había salvado de destinos mucho peores. Hope no había llorado de alegría al aceptar casarse con él como lo había hecho su madre, pero sí había sentido cierta paz, incluso felicidad, por haberlo conseguido. Por haber salvado a Mignon.

Y a sí misma, como no había imaginado que necesitaría al comenzar ese viaje hacía dos años.

Pero al menos había aceptado el trato con Lionel. No eso.

–Eres mía –anunció el hombre a su lado–. Pasarás el resto de tu vida en mis manos. Y tu comportamiento dictará si mi mano se abre o se cierra como un puño. No te queda otra opción.

Hope asintió como había aprendido a hacer cuando hablaban los hombres poderosos, pero cuando él frunció el ceño, comprendió que probablemente no era la respuesta correcta. No cuando, claramente, estaba amenazándola.

Lo que ese hombre no parecía saber era que ella tenía acreedores cuyas amenazas eran mucho peores.

–Veo que se supone que debo acobardarme –añadió ella, servicial–. Pero si me permites, ¿podríamos saltarnos esa parte y llegar a lo que realmente quieres de mí? Es que he tenido una mañana muy intensa. Y por mucho que aprecie que me arranquen de una boda con la que no estaba exactamente emocionada, realmente tengo que volver. Tengo que pensar en mi madre.

El ceño fruncido en la hermosa y arrogante cara del hombre era ya una profunda mueca de enfado.

–No volverás jamás. ¿No he sido claro?

–Perfectamente claro. Pero no va a funcionar –insistió Hope, con naturalidad–. No es por ti. Es un secuestro realmente maravilloso. Emocionante, te lo aseguro. Pero por dentro estoy casi muerta, y me temo que reunir lágrimas y chillar, y cualquier otra cosa que puedas estar esperando está fuera de lugar. Y de nuevo, hay que tener en cuenta a mi madre. Siempre está mi madre. La quiero. Y se lo prometí.

Recordó el cariño con que su padre miraba a Mignon y cómo había dicho, con voz afectuosa, que esperaba que Hope la cuidara y la quisiera cuando él no pudiera. «Siempre lo haré», había asegurado Hope, siempre deseosa de complacer a su padre. Y porque amaba a esa encantadora, alegre y atolondrada madre más allá de lo razonable.

El hombre a su lado guardó silencio por un momento, la expresión atónita.

–¿Sabes quién soy? –preguntó él en apenas un susurro.

–No creo que nadie que haga esa pregunta espere que la respuesta sea no –se disculpó Hope–, pero no. No sé quién eres. ¿Debería?

–Mi nombre debería sonar como una campana –contestó él–. Debería ser lo único que ves cuando cierras los ojos. El más mínimo indicio de mi aprobación debería ser el sol alrededor del cual gira tu tierra.

–Dios mío –Hope parpadeó–, eso es… muy concreto –ladeó la cabeza–. Ni siquiera pensé en preguntar. ¿Estabas deambulando por las capillas hoy o viniste específicamente a por mí? Soy Hope Cartwright, por si ayuda. No quiero ser grosera, pero creo que me has confundido con otra.

Él se recostó en el asiento y Hope pensó que ningún hombre que hubiera conocido podría haberle parecido tan brutalmente elegante. Iba vestido como cualquier otro, así que no era la ropa. Era él. Le envolvía una ferocidad que hacía que todas sus terminaciones nerviosas parecieran cantar.

–Eres Hope Cartwright –repitió él como si estuviera confirmando su identidad.

«Como si nombrándome me diera existencia», pensó ella. Era su madre la que vivía según la regla de Lewis Carroll de pensar en al menos seis cosas imposibles antes del desayuno, no Hope.

–La mujer que me fue prometida al nacer y que lleva años burlándose de esa promesa.

Ella no podía respirar, solo negar con la cabeza.

–¿De verdad creíste que te permitiría casarte con otro? Soy Cyrus Ashkan, Señor del Desierto de Aminabad, y lo que yo reclamo nunca pertenecerá a otro.

Hope sintió las palabras en su interior.

Como una campana sonando, baja y profunda.

Pero lo ignoró, porque no había nada en su vida que dejara espacio para las campanas. Ni para ese hombre de ojos como la medianoche, ni cómo la miraba, como si la hubiera arrancado de la vida que conocía para llevarla a un sistema solar en el que solo existía él.