Relato en el frente chileno - Michel Bonnefoy - E-Book

Relato en el frente chileno E-Book

Michel Bonnefoy

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Obra testimonial de un joven de 19 años, militante del MIR, capturado y torturado en la Villa Grimaldi por agentes del Estado durante la dictadura civil-militar en Chile.

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© LOM ediciones Segunda edición, julio 2023 ISBN Impreso: 9789560017239 ISBN Digital: 9789560017628 RPI: 2023-a-7002 Primera edición, LOM 2003 Impreso en 1.000 ejemplares Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

A Jaime Caldes, muerto luchandocontra la dictadura en diciembre de 1974.

A Juan José Boncompte, muerto luchandocontra la dictadura en agosto de 1984.

Aclaratoria

Una mañana de verano en Francia, año 1975, mi madre me sugirió que escribiese lo que había vivido en Villa Grimaldi como ejercicio terapéutico, para sacarme del cuerpo los traumas que seguramente había dejado en mí la pasada por un centro de tortura. Asumí el reto y me instalé a recapitular los momentos más representativos de mi experiencia para describirlos verazmente y así digerirlos. Sin embargo, a medida que avanzaba en la rememoración de esos días fatídicos, mi condición de militante del MIR fue convirtiendo el tratamiento en una tarea política. La combinación de los dos propósitos dio como resultado un libro que titulé Relato en el frente chileno, que publicó la editorial Blume, de España,el año 1977.

Hoy, en el marco de la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado, LOM y yo consideramos oportuna la reedición del libro, por su valor en tanto documento histórico. Mientras existan negacionistas y defensores de la dictadura cívico-militar que tiranizó el país durante 17 años, será pertinente refrescar la memoria de las atrocidades que cometieron.

En estos cincuenta años Chile ha cambiado, también yo, que me convertí en escritor. Como tal, para esta edición me permití «limpiar» el texto de un exceso de superlativos que el militante de ese tiempo consideraba necesarios. Espero que esta revisión, efectuada con el cinismo del autor maduro de hoy, no haya purgado también el relato de la ingenuidad que caracterizaba al autor de ese momento, un idealismo que le dio la fuerza para cumplir generosamente con el deber que se asignó.

Me parece esencial rescatar la manera de pensar y de expresarse del joven de 19 años comprometido con la revolución, que vivió y luego escribió esa experiencia. Me pregunto si los cálculos y consideraciones del autor de hoy no me hubiesen limitado en ambos cometidos.

Michel BonnefoyFebrero de 2023

Capítulo I

La pasada de un nubarrón negro transformó la calle 14 en un lodazal y a la población El Cortijo en un archipiélago de islotes conectados por pasarelas improvisadas con ladrillos, planchas de zinc y tablones que la gente arrojó sobre los riachuelos de agua sucia. Parecía que las mediaguas se iban a desplomar con el aguacero, que la corriente se llevaría los ciruelos y que la tormenta se tragaría a las pocas personas que saltaban entre los charcos de barro. Con un periódico en la cabeza, la ropa estilando y los zapatos embarrados, corrían a apretujarse en los escasos y angostos aleros.

A riesgo de llegar tarde a la cita con Toño, todavía no demasiado empapado me cobijé en la casa de los padres de Sonia a esperar que escampe. Me recibieron sorprendidos y algo incómodos porque no habían previsto una cena ni tenían un pantalón de mi talla para prestarme. Encendieron el brasero y me ofrecieron una toalla para el pelo y una taza de té. La casa era pequeña y a los pocos minutos estábamos los tres ahumados. Además de la sala, donde me senté a tomar la infusión, tenían una habitación para ellos y otra más chica para Sonia, que a veces dormía ahí.

Afortunadamente la nube se alejó pronto, las estrellas reaparecieron y me pude despedir de mis anfitriones prometiendo una próxima visita más larga. Me habían atendido con cariño, sin preguntarme el motivo de que estuviese en ese sector, discreción que les agradecí en silencio. Intuían mi actividad política clandestina y conocían la influencia que ejercía sobre Sonia en esa materia, pero no me guardaban rencor por eso. Por lo general, en esas visitas imprevistas solíamos hablar de ella, sus ideas, su futuro, sus estudios..., pero en esa ocasión no la mencionamos. Hablamos de la lluvia, los barriales y la epidemia de pulmonía en la población.

Salí a la calle, al pantano, al desastre que provocó el chaparrón, a los últimos riachuelos que arrastraban la basura, una cáscara de manzana, una colilla de cigarrillo, un puñado de aserrín… Los baldes que habían apuntado hacia las goteras más importantes volvieron a formar fila frente al grifo de la esquina. Los patios recuperaban rápidamente la ropa tendida, mientras las ventanas abiertas para ventilar la humedad descubrían, impúdicas, el desorden de la lucha contra el agua al interior de las viviendas.

Los niños ya habían encontrado los espacios menos inundados para protegerse de las granadas y los bazucazos y dispararles a mansalva a los vecinos. El bar, atestado de moscas que salían apuradas por un vidrio roto, ya había retomado su función de refugio para los obreros que preferían postergar la vuelta al hogar. Pateé un tarro de leche condensada vacío que osó interponerse en mi camino hacia aquel lugar que producto de mi imaginación había alcanzado el grado de trinchera. Lo pateé hasta acercarlo al montón de basura que pronto empezaría su proceso de descomposición detrás del cerco de perros sarnosos.

El panorama en la calle 17 era similar, excepto porque los niños que habían convertido la 14 en campo de batalla, en esta jugaban al fútbol. Aún me sobraba tiempo a pesar de la escala en casa de los padres de Sonia. Me detuve a mirarlos sin la intención de participar en el partido, pero un centro alto y largo me la puso en bandeja para un gol de cabeza. Terminé con un sombrero de lodo, humillado por la carcajada de esos profesionales del juego en la pobreza. Frustrados mis intentos por recibir aplausos, me alejé hacia una pareja de ancianos que saboreaban el aire fresco instalados en dos sillas desvencijadas. Recorrí con una mirada aparentemente distraída una maraña de cables eléctricos en uno de los postes, la progresión dispareja de los techos y un edificio lejano, para verificar el desplazamiento de dos carabineros que había detectado antes del chaparrón.

Cruzaba las esquinas con una mezcla de emoción y nerviosismo, pensando en los minutos venideros. Pregunté la hora: un cuarto para las ocho. Tomando en consideración los tres minutos de adelanto característicos de Toño, apuré el paso sin sacar las manos de los bolsillos. Me faltaban por recorrer cuatro cuadras hasta la parada de la micro donde me tenía que estar esperando. Hubiese querido llegar antes y disponer de algún tiempo para aclarar algunos detalles que me habían espantado el sueño la noche anterior, pero Toño era demasiado estricto, y en principio todas las dudas habían sido esclarecidas en la reunión de preparación del operativo. La cita era únicamente para tomar juntos la micro, conversando sobre cualquier cosa, menos de la operación.

Toño estaba leyendo el diario, revisando el repertorio de los anuncios comerciales en busca de una máquina de escribir usada. De pronto levantó la vista para comprobar el recorrido de una micro que se aproximaba, gesto que le sirvió para echar una ojeada hacia mí. Estoy seguro de que me vio, pero volvió a sumergirse en el periódico. Avancé los últimos pasos con mayor cautela, observando los alrededores disimuladamente. Toño seguía leyendo, impávido. Tuve que golpearle el hombro para que despegase la vista del diario y se dignase a responderme, lo que hizo sin aparentar el asombro convenido. Me apretó la mano con fuerza y luego se mostró disgustado por nuestro encuentro supuestamente casual. Entablamos una conversación en voz alta ostentando una falta absoluta de tema en común para fingir que nos conocíamos poco, quizás colegas o compañeros de facultad por el aspecto. Finalmente produjo el silencio que me permitió insertar la pregunta preestablecida:

–¿Cuál tomas?

Me indicó la línea que me autorizaba a proseguir el contacto.

–Qué bueno, es la que yo tomo.

–Fantástico. Nos vamos juntos.

–Está fresco.

–Sí, y eso que estamos en diciembre.

–Estos aguaceros son raros en verano...

Parecía cansado, pero sentí que estaba tan entusiasmado como yo. Yo estaba asustado y a la vez orgulloso de participar en una jornada de propaganda, bastante importante dada la coyuntura política que estábamos atravesando y el lugar donde se llevaría a cabo. La población que nos habían asignado era de concentración obrera. Con respecto a la situación política en que se enmarcaba, esta acción era de las primeras que se realizaban respondiendo al cambio de táctica del Partido, que había concluido que la correlación de fuerzas, si bien seguía favoreciendo ampliamente a la dictadura, permitía pasar a una etapa superior de lucha, aprovechando las debilidades del gobierno y el progresivo fortalecimiento de la resistencia. La etapa de reconstrucción del Partido pasaría a segundo plano, para permitir que la militancia se abocase de lleno al trabajo de masas, dirigido esencialmente a los sectores más avanzados de la clase trabajadora. Se trataba de centrar los esfuerzos en organizar a los obreros más conscientes en comités de resistencia y a través de ellos llegar a los sectores políticamente más atrasados.

A las ocho y diez llegó la micro que nadie tomó con nosotros. Nos sentamos en el costado opuesto al conductor para ser visibles desde la acera. Paco nos esperaba seis paradas más adelante. Al divisarnos, subiría al vehículo. De ese modo ganábamos tiempo y eliminábamos riesgos, ya que ese mismo transporte nos llevaría a la zona del operativo. La suerte de que nadie haya tomado la micro con nosotros nos permitió cambiar de actitud y asumir el rol de amigos. También nos proporcionó la oportunidad de tener un encuentro alegre con Paco y borrar las sospechas en el momento de bajar los tres juntos.

Toño esperó que Paco estuviese sentado delante nuestro para preguntarle si había acudido al lugar la noche anterior. Paco le contestó afirmativamente. Era lo único que aún estaba pendiente. El resto del trayecto conté un par de chistes malos y peleamos por una supuesta amiga en común.

La acción en sí no era más que una pegatina con rayado a plumón. Las etiquetas tenían diez centímetros de largo y tres de ancho. Sin embargo, el objetivo era significativo y los preparativos así lo confirmaban. La comisión organizadora había impartido órdenes precisas a las cuatro unidades que se movilizarían esa noche. Cada una de estas, compuesta por tres militantes, tenía designada un área claramente delimitada de la que no podíamos salir. Todas debían actuar entre las ocho treinta y las nueve de la noche, aprovechando los treinta minutos comprendidos entre dos rondas de las patrullas. Estaba estrictamente prohibido permanecer en el sector pasada la hora de retirada, como también presentarse antes del momento del inicio de la operación. Además de nosotros, un contingente del aparato militar del Partido merodearía el lugar en previsión de un encuentro casual con militares o carabineros. En caso de que esto sucediese, los compañeros de dicha estructura debían enfrentarse para permitir nuestra huida. Indudablemente esto nos daba confianza, no solo por la protección que nos brindaban, sino por sentirnos parte de una tropa que le hacía frente a la dictadura.

Estaba estipulado que solo un miembro de la unidad pegaría las etiquetas, mientras el otro rayaba las paredes con el marcador y el tercero vigilaba, cuarenta metros más adelante y por la vereda de enfrente. Cualquier sospecha, un gesto del primero sería la señal para deshacerse de la propaganda y seguir caminando, echar a correr o improvisar otra medida sujeta a la situación y a la respuesta por parte de las fuerzas de seguridad. Cada unidad debía preparar una coartada para justificar su presencia en la zona. En el caso nuestro, Paco conocía dos hermanas que vivían relativamente cerca. Podíamos estar perdidos porque no éramos de Conchalí ni solíamos frecuentar esa comuna. Por eso también fue él quien inspeccionó el terreno la noche anterior y sería quien caminaría adelante.

Bajamos de la micro y Paco inmediatamente se separó de nosotros y echó a andar por la primera calle a mano derecha. Lo seguí con los bolsillos llenos de etiquetas preparando saliva. Toño apretó el marcador en el bolsillo. La primera cuadra estaba desierta. Había oscurecido y la iluminación era escasa. Nervioso, casi temblando, me pasé el primer papelito por la lengua y lo estampé en la pared. No pegó porque la superficie era rugosa. Lo vi desprenderse y caer. Instintivamente me detuve para recogerlo, pero recordé las recomendaciones y seguí avanzando.

Pocos metros después la situación mejoró. Pude pegar una buena cantidad en varias paredes lisas, en dos postes del tendido eléctrico y en un kiosco de revistas, cerrado a esa hora. Toño escribió distintas consignas en una tapia de madera, una pared recién pintada...

Tan positivo fue el balance de esa primera cuadra, que Paco nos esperó en la esquina para proponernos una variante: nos pidió que le diéramos etiquetas, prometiéndonos que las pegaría exclusivamente cuando considerara que no existía riesgo, como hubiese sido el caso en esa primera cuadra. Toño, como jefe de la unidad, aceptó y también se llevó consigo un paquete de veinte. El acuerdo no nos quitó más de dos minutos. Retomamos la caminata a distinta velocidad para separarnos. Estábamos descuidando las medidas de seguridad, lo que podía ser fatal. Y en efecto, todavía no nos separábamos de Paco cuando un jeep del ejército dobló la esquina y nos encandiló con los faros. ¿Qué hacer? Se suponía que no pasaría ninguno. Correr... No. ¿Botar la propaganda? Aunque no estuviesen ahí por causa nuestra, nos revisarían por sospechosos. Pero era tarde para arrojarla. Nos descubrirían. ¿Llamar a las fuerzas de seguridad? Denunciaríamos todo el operativo. Y a propósito, ¿cómo llamarlos? ¿Dónde estaban? Seguramente esperaban el momento oportuno para entrar en acción. ¿Habíamos sido delatados por un soplón, un infiltrado? ¿Tenemos aspecto sospechoso? Me miré y me hallé normal. Repasé la coartada. No era muy sólida. Simulamos un altercado gesticulando aparatosamente. Le di un empujón a Toño contra la pared y Paco me golpeó en el brazo gritándome un garabato. Reímos. El jeep se detuvo a diez pasos de nosotros y dos militares bajaron de prisa, metralleta en mano.

Una hora después llegué al departamento donde vivía con mi hermano, Pepe y el Gordo. Solo el segundo estaba ahí, mirando hacia afuera por la ventana. Esperó que cerrara la puerta y me apabulló de preguntas sobre la pegatina en mi sector. Estaba muy excitado, casi tanto como yo. Le contesté que habíamos pegado casi todas las etiquetas en paredes, kioscos, talleres, almacenes, por todos lados, y que habíamos vaciado los dos plumones que llevábamos.

–¿Ningún inconveniente? –me preguntó a continuación.

Con el ceño fruncido le conté las variantes que habíamos adoptado, asumiendo las faltas a la disciplina con cara de autocrítica: «...imagínate el alivio cuando los vimos entrar en una casa».

–Cresta, el susto que se llevaron! ¿Y qué hicieron?

Le expliqué que Paco y yo nos alejamos para esperar una señal de Toño que se quedó en la zona simulando que estaba perdido, hasta que el jeep se fue. Después le describí la capilla que copamos de consignas y etiquetas, los bancos de la plaza, una construcción y la calle del jeep donde nos vengamos del susto. Puse el acento en la progresión, demasiado rápida, con que descuidamos la seguridad y el entusiasmo que nos fue desordenando a medida que pasaban los minutos. «...no sé cómo sucedió, pero de repente estábamos los tres pegando y nadie vigilando...». No le pareció divertido y reconocí nuestra imprudencia. Habíamos puesto en peligro a otros compañeros.

Me pidió detalles concretos para corregir los errores en las próximas operaciones. Le describí a la gente que nos miraba con cara rara, al viejo que nos sonrió, a la niña que intentó borrar con el dedo «El presente es de lucha, el futuro es nuestro», el grito de Paco cuando divisó una industria donde dejamos un gran «La resistencia popular triunfará» en la entrada, cuando trotamos porque solo nos quedaban cuatro minutos y aún teníamos cinco calles que cubrir, y con algo de vergüenza le referí la pequeña competencia que surgió entre nosotros, sobre todo en aquello de encontrar los mejores espacios para pegar las etiquetas o escribir frases largas que nos retenían medio minuto en un mismo lugar.

–¿Se retiraron del sector a la hora?

–Quince minutos de retraso. Pero en la micro Paco rayó los asientos. Toño estaba furioso. Nos volvimos locos. Era como estar ajusticiando fascistas. Vivimos el preludio de la victoria final.

–¿Quién va a elabor el informe?

–Me tocó a mí porque mañana Toño tiene que hablar con un compañero que está pidiendo incorporación.

Mientras escuchaba mi relato, miraba de reojo el despertador. Mi hermano ya debía estar de regreso. El Gordo volvería más tarde, pues formaba parte del aparato armado que se replegaría veinte minutos después de la hora de retirada de todas las unidades.

No le dimos mayor importancia a la demora y seguimos conversando. Habíamos retrocedido dos años, a las noches de peleas con los grupos fascistas por conquistar los muros de Santiago. Entretanto pusimos la mesa para cuatro y el agua de los tallarines a hervir. Pero Pablo, mi hermano, no llegaba. Con la tardanza asomaron los primeros signos de preocupación, ya que a cada paso que escuchábamos a la salida de los ascensores dejábamos de hablar, y se nos fue agotando el repertorio de anécdotas jocosas.

Paradójicamente, quizás por mecanismo de defensa, nos ensartamos en una discusión sobre la importancia de las medidas de seguridad en tiempos de legalidad. Él argumentaba que había que aprovechar todos los cauces legales en tiempos de democracia burguesa y yo insistía que era fundamental mantenerse en la clandestinidad. Pero la evasiva no nos duró mucho. Cuando la llama de la discusión quedó reducida al miserable resplandor de un fósforo, recordamos a Pablo y tuvimos que apagar el agua que llevaba varios minutos hirviendo.

El Gordo no nos inquietaba, pues probablemente su demora se debía al tiempo que habían perdido entregando las armas a los encargados de esconderlas. Una serie de golpes en los últimos meses habían obligado al Partido a centralizar unas pocas armas que no podía adjudicar a los miembros del aparato.

Habíamos establecido que cenaríamos los cuatro juntos. Ya ni hablábamos. Estábamos intranquilos y empezamos a asustarnos. Hasta que Pepe dijo que debíamos salir del departamento. Podíamos prolongar la espera en la fuente de soda de la esquina, desde donde vigilaríamos la entrada del edificio. Evacuar el departamento significaba asumir la eventualidad de que Pablo había caído.

Resolvimos esperar al Gordo. Él estaría al tanto del arresto, a menos de que lo hubieran atrapado después del operativo. Sintonizamos la radio. Se escuchaba mal, pero nos ayudó a espantar las conjeturas. Fumábamos un cigarrillo tras otro. De pronto escuchamos una llave en la cerradura: ¿el Gordo o Pablo? Pablo. Qué alegría me dio verle la cara. Sentí ganas de abrazarlo, pero venía impertérrito. Nos miró sorprendido cuando le preguntamos qué le había sucedido.

–Nada, ¿por qué?

–¡¿Cómo que nada?! –le grité enojado.

–Tení una hora de retraso –le recordó Pepe.

–Me encontré con Luis y fuimos a tomar un café.

Poco después llegó el Gordo. Comimos, contentos, comentando un discurso del general GustavoLeigh a los empresarios. Lavamos los platos y nos instalamos a jugar póker. A medianoche acordamos interrumpir la partida, contar las fichas, repartir la plata y acostarnos. Entré en mi habitación, mi hermano en la suya y Pepe y el Gordo desplazaron la mesa, desarmaron el diván-cama y desenrollaron el saco de dormir.

Volvía del baño cuando el Gordo me reclamó el documento que le había prometido copiar.

–Se me olvidó. Mañana sin falta. Apenas Pablo desocupe la máquina. Está traduciendo el artículo sobre América Latina que salió en el Inprecor que metió el belga.

Los caminos de la libertad de Sartre me estaba esperando en el velador, pero opté por apagar la luz para revivir la pegatina. Como todas las noches, un silencio sepulcral, quebrado por tiros aislados, reinaba en Santiago. Me quedé dormido escuchando el infaltable diálogo proveniente de la sala.

Capítulo II

A la mañana siguiente me despertaron unos golpes insistentes en la puerta de entrada. Tenía sueño, pero la curiosidad no me dejó desentenderme. Recibíamos algunas visitas, compañeros de la universidad, amigos, aunque nunca tan temprano. Desde la cama escuché con algo de morbosidad los garabatos de Pepe en el camino a la puerta y los murmullos del Gordo poniéndose el pantalón. Inmediatamente una confusión de voces llenó la sala. No tuve tiempo de pensar, menos de asustarme. Un individuo irrumpió bruscamente en mi habitación y me pidió el carné de identidad. El tono fue cortés, de rutina. Pálido, me puse a hurgar entre la ropa arrugada sobre una silla. El hombre me vigilaba con una mirada de repugnancia. Encontré la cédula y se la entregué. La revisó con displicencia mientras yo me vestía.

–Tú eres del MIR, ¿verdad? –me dijo en un tono distante.

–¿De qué?

No me contestó. Me ordenó pasar a la sala, donde vi al Gordo anudando sus zapatos y a Pepe sentado en el diván, sin camisa. Frente a ellos, un tipo con lentes negros examinaba sus cédulas. La puerta de la habitación de mi hermano estaba abierta. Desde el sillón, Pepe levantó la vista y me clavó en los ojos una mirada inexpresiva.

Diez o doce hombres sobriamente vestidos habían invadido el departamento. Entraban y salían al corredor desde donde se escuchaban otras voces. Revisaron el baño y la cocina con desenvoltura. Se movían sin atolondramiento ni sobresalto. Con la punta del zapato, uno de ellos escarbó el saco de dormir y la ropa de cama desordenada sobre el diván. Otro le echó un vistazo distraído a la biblioteca. Removieron los papeles, ojearon las revistas, los discos, todo esto con una actitud de hastío e indiferencia. La mayoría eran jóvenes. Me llamó la atención el pelo largo en uno que vestía bluyín y una camisa tropical.

El Gordo tomó un calzoncillo de recambio que encontró en la extremidad del sillón. Se los mostró antes de guardárselo en el bolsillo. Fue un signo de que ya sabía lo que le esperaba. En ese momento apareció Pablo. Venía acompañado de un señor un poco mayor, de traje gris y corbata oscura. La demora quedó justificada porque mi hermano estaba vestido. Los tres volteamos hacia él. Tenía el semblante serio, lucía sereno.

Nadie hablaba: ni ellos, ni nosotros. Todo sucedía en un ambiente de normalidad. Nada parecía importarle a nadie. El desenfado con que registraban, la lentitud de los movimientos hacía pensar en un control de rutina, como si no estuviesen ahí específicamente por nosotros, y menos aún capturando miristas. Daba la impresión de que iban pasando por el centro cuando habían resuelto aprovechar un tiempo muerto para verificar la identidad de un grupo de muchachos revoltosos.

La situación cambió con la aparición del portafolio negro. Aquel que ejercía como oficial al mando se despreocupó de las identificaciones para recibir el maletín que le presentó triunfante uno de sus ayudantes. Lo depositó con cuidado sobre la mesa.

–¿Tienen orden de allanamiento? –preguntó el Gordo antes de que lo abriera.

–Nosotros hacemos las preguntas –le respondió alguien sin alterarse.

Se produjo un instante de expectativa. Otros agentes se acercaron y rodearon la mesa. El oficial empezó a manipular la cerradura. Solo los sujetos que revisaban las dos habitaciones seguían haciendo ruido y circulando, buscando objetos de interés, relojes o dinero que por supuesto no le entregaban al oficial. Los demás, impávidos. Miré de soslayo al Gordo, a Pepe y a mi hermano. Finalmente lo abrieron. No pude distinguir el contenido. La tapa levantada me obstruía el ángulo de visión. Sabía que pertenecía al Gordo y me temía lo peor. En las gafas oscuras del oficial traté de adivinar la gravedad del asunto.

–¿De quién es esto? –preguntó sacando dos bolsas de plástico transparente llenas de balas.

–Mío –contestó el Gordo con firmeza.

–¿De dónde las sacaste?

–Me las regalaron.

–Un regalo de navidad anticipado (era el 13 de diciembre de 1974).

El Gordo se encogió de hombros y sonrió. Se alejaron hacia la entrada para discutir y hablar por walkie-talkie.

Pepe aprovechó un descuido para darme a enteder con una señal inequívoca que todo recaería sobre el Gordo y sobre él. Le repitió el gesto a Pablo. Pensé que había tomado esa determinación por el cargo de cierta responsabilidad que ocupaba en el Partido y porque sabía que inevitablemente a él lo descubrirían, dada la cantidad de documentos que había en el departamento que lo comprometían. Eso me tranquilizó un poco. Fue un sentimiento egoísta, pero me levantó el ánimo considerar la posibilidad de negar todo sin comprometer a nadie.

–¡Pásenme todas las llaves del departamento! –gritó de pronto el oficial.

Me chocó el cambio de actitud con que volvieron de las deliberaciones. Se las dimos y siguió gritando: «Aquí de todos modos queda gente. Si alguien más tiene llaves y abre esa puerta, le metemos una bala. ¡Ahora pónganles las esposas y bájenlos a los autos!».

A Pepe y a mí nos esposaron juntos, mi muñeca izquierda con su derecha. Pablo y el Gordo tuvieron esposas individuales. Antes de que se las cerrasen, el Gordo pidió permiso para ponerse una chaqueta.

–Si querí. Igual estái muerto.

Se acomodó la chaqueta y adelantó las manos para que terminaran de esposarlo. Fue el primero que se llevaron. Con un sentimiento de despedida definitiva lo seguí con la mirada. Iba preocupado pero inmutable. Salió del departamento con un paso seguro. Doblaron a la izquierda en el pasillo del edificio y desapareció entre los gritos de los agentes que lo escoltaban: «¡Apúrate, mierda! ¡Camina, conche tu madre!».

–Tira todo al suelo –fue lo último que escuché antes de abandonar el departamento.

En el pasillo pregunté con una risita que pretendía demostrar mi inocencia: «¿No se escandalizará alguna mujeral verme con la camisa desabotonada?».

–A ver si te seguí riendo dentro de un rato –me contestaron devolviéndome la sonrisa.

Durante los dos minutos que duró la carrera en la escalera, entendí que intentar la fuga era absurdo. Estábamos rodeados por agentes de la policía política de civil, probablemente la DINA. En el vestíbulo, el conserje nos miró con una mezcla de miedo y odio. Salimos a la calle. Divisé brevemente a un grupo de curiosos que se había juntado en la acera de enfrente. Un viento helado me sacudió la piel. Me sentí héroe y mártir.

Cuatro vehículos de tres corridas de asientos nos estaban esperando con todas las puertas abiertas. Una docena de tipos armados se movían alrededor de los automóviles, nerviosos.

A Pepe y a mí nos ubicaron en la tercera corrida de asientos del segundo auto, donde ya estaba el Gordo pegado a la ventanilla derecha. Quedé en el medio, con Pepe a mi izquierda. A mi hermano todavía no lo bajaban. Delante del Gordo, en la segunda corrida de asientos, había un tipo joven, arrodillado sobre el asiento mirando hacia nosotros. Era el único que no tenía un arma en la mano. Nos advirtió el peligro que corríamos en caso de intentar algo. El tono era casi amistoso.

En eso apareció Pablo entre dos hombres que lo arrastraban hacia nuestro vehículo, probablemente para sentarlo junto al individuo hincado en la segunda corrida de asientos. «¡¿Qué estái haciendo?!», gritó de repente el joven desarmado. Se abalanzó sobre el Gordo intentando agarrarle las manos. Demasiado tarde. Jaime había aprovechado la aparición de Pablo para voltearse hacia mí y cubrir con el cuerpo sus manos esposadas, que hundió en el bolsillo izquierdo de su propio vestón.

–¡Ya! –gritó sacando un revólver. Apuntó al agente en el pecho y disparó. Una detonación seca me paró la sangre.

–¡Cresta! –exclamé proyectándome contra Pepe, que levantó las manos.

Una segunda detonación estremeció el interior del vehículo.

–Hijoeputa –se quejó el herido con una voz titubeante, con el pecho ensangrentado. El Gordo había bajado el arma para esquivar los manotazos del muchacho y el segundo balazo se le había incrustado en el bajo vientre. Por las dos heridas salía la sangre a borbotones. El respaldo del asiento se tiñó de rojo en un segundo.

El Gordo se echó hacia atrás para evitar los manotazos del agente herido, pero el tipo agarró el revólver por el cañón y lo desvió hacia la ventanilla. A pesar de sus heridas, logró quitarle el arma, la dio vuelta, le apuntó a la cara y gatilló. La bala propulsó la cabeza de Jaime hacia atrás. De inmediato saltó un chorro de sangre del agujero en la frente. Bajó el revólver y le disparó al estómago. El Gordo se retorció con las manos en el vientre. La cara empezó rápidamente a cubrírsele de sangre.

Volteé hacia la vereda donde corrían los agentes para rodear el vehículo. Vi a mi hermano en el suelo con un cañón de fusil en la cara. Pasaron bala y nos apuntaron a través de los vidrios. «¡Tranquilos! ¡Todo el mundo tranquilo!», gritó el oficial, impidiendo que nos acribillaran.