Relatos del Gran Continente - Juan Franco Alba - E-Book

Relatos del Gran Continente E-Book

Juan Franco Alba

0,0
4,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Años han transcurrido desde la Rebelión de las Cumbres, otra familia ciñe la corona de cuatro puntas y reina la paz en el Gran Continente. Aun así, las secuelas siguen presentes y su memoria continúa esparciendo dolor, como una herida abierta que tiñe de rojo las telas que la envuelven. El norte se regocija victorioso, entre fiestas y banquetes, mientras que, en el sur, nadie ha olvidado lo ocurrido, siendo ellos los únicos que se enfrentaron a los cavernícolas. Sir Lars Miodir, un caballero errante, con dotes de perro de caza a sueldo, veterano de esta cruel contienda y un viejo seguidor de aquella monarquía que murió, junto con lo que quedaba de honor en el reino. Por orden de su señor feudal, se verá inmerso en una misión donde, a su pesar, deberá lidiar con las contradicciones del sentir y el obrar, elegir entre el bien común o sus principios, y entender que, a veces, la línea entre el bien y el mal es tan fina como prácticamente inexistente. Tendrá que optar por atravesar aquellos umbrales a los cuales, muchas veces, disfruta tanto como les teme, o, simplemente, recaer en esa desidia oscura donde habitualmente se refugia. Tal vez, su condena lo librará de la prisión.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 468

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


JUAN FRANCO ALBA

Relatos del Gran Continente

Rezagos de la Rebelión

Alba, Juan Franco Relatos del Gran Continente : rezagos de la rebelión / Juan Franco Alba. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3283-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

PRÓLOGO

CAPÍTULO I

INOCENCIA PERDIDA

CAPITULO II

LA MARCHA

CAPÍTULO III

EL SANTUARIO

CAPITULO IV

RAMEDIL

CAPÍTULO V

MISSEF

CAPÍTULO VI

LOS FANTASMAS DEL NORTE

EPÍLOGO

Para mi madre quien, en mis más viles tormentas, naufragandopor los confines de mi mente, ha sido la única luz que ha ahuyentadoa los monstruos...

No habría un qué sin un cómo ni tampoco un ser sin haber sido. Cada paso dado me ha traído hasta aquí, cada segundo, cada letra, cada acción, cada fracaso y realización, todo aquello, a su debido tiempo, ha desembocado en este mar de palabras como un río que rellena un resplandeciente lago o, a veces, una oscura ciénaga, sin dejar de ser una tan sorprendente como la otra. No hay uno sin el otro, no hay logros sin errores.

Cabe destacar, antes de emprender este viaje, a esas, en su mayoría mujeres, lectoras espontáneas de esta obra, quienes criticaron y elogiaron la novela, sin discriminar vínculo o edad, mejorando mi desarrollo y fortaleciendo ese frustrar intolerante, que es tan importante, como el movimiento de mis dedos sobre las letras dispares.

Un último agradecimiento a mi abuelo que, tanto en la distancia como en el apego, sin su esfuerzo, no hubiese sido posible cumplir este sueño.

PRÓLOGO

Los Huérfanos de Landerl habían caído en una emboscada.

Una sinfonía de acero, lamentos y cascos de caballos vibraba en el ambiente, casi opacando al zumbido aturdidor que provenía de su oído derecho.

Del otro lado de la calle principal de Missef ondeaba, orgulloso y soberbio, un estandarte que esbozaba una corona de cuatro puntas sobre un fondo negro. Aquel emblema fantasmal, alguna vez, perteneció a los antiguos monarcas del reino.

Tras de ella se encontraba el vangal del pueblo, una estructura hexagonal que representaba la casa de los dioses, donde los kimires daban sus sermones y los simplones se arrodillaban ante aquello que consideraban sagrado.

No pudo evitar recordar su hogar.

—«Tal vez el sacerdote tenía razón…» —pensó Aldara, la joven bandida, mientras contemplaba aquellos ojos inertes que escrutaban su alma. Aquellos ojos, sin vida ni razón, pertenecían a un antiguo camarada, alguien con quien nunca había compartido palabra alguna o, siquiera, el pan. Sin embargo, por alguna razón, sabía que serían los últimos ojos amigables que vería antes de morir.

Recordó las palabras de su antiguo sacerdote o, como eran llamados por los religiosos, kimir. Aquel dulce hombre predicaba todos los séptimos días de la semana en un lugar al que alguna vez llamó hogar.

“No hay un santo sin un pasado, ni un pecador sin un futuro”, le había dicho una de las tantas veces en que él depositó su fe en ella, intentando que tomara el camino correcto.

Ella sabía que su futuro sería breve como también sabía que aquellas palabras eran demasiado inteligentes para haber sido aglomeradas por aquel torpe viejo, aun así, le gustaba oírlo de vez en cuando.

Todo eso terminó cuando le rompió la parte trasera de la cabeza con una estatuilla de arcilla que formaba la figura de Atisca, la diosa de la luna, y, luego, le robó una bolsita de tela llena de monedas de cobre y plata. Lógicamente, más de cobre que de plata.

Aldara siempre había sido una huérfana, Aldara siempre había sido una bandida. Aldara sabía que aquello era lo único que merecía.

El grupo que la había acogido luego de escapar de Cinderell, su antiguo hogar, un pequeño asentamiento bajo el yugo del señor feudal Lord Derek Besteller, había sido los Huérfanos de Landerl. Los nuevos Huérfanos eran simplemente la sombra de aquel glorioso ejército de bandidos que había tomado La Capital años atrás, pero fueron ellos los únicos que le llenaron la barriga, le dieron cobijo y le enseñaron el arte de la espada y el arco.

Como era de esperar, no todo fue color de rosas.

Desde niña aprendió que su mejor arma no era la espada ni la flecha, si no que aquella que se escondía entre sus piernas. Herve, su padre adoptivo, se había encargado de enseñarle paso por paso, parte por parte, detalle por detalle.

Para poder avanzar o hacerse valer entre los mal hechores y mal hechoras que ocupaban las filas de la tropa, inevitablemente, tuvo que utilizar aquella sutil y poderosa herramienta que de mocosa había tenido que emplear.

Luego de un tiempo dejó de disfrutar todo lo relacionado con su sexualidad. Simplemente lo hacía por interés o, algunas veces, cada vez menos, por la fuerza.

Para esfumar los tormentos del pasado, viró la cabeza con fuerza hacia los flancos y un relámpago de dolor se apodero de su cabeza. Se sostuvo la misma con las dos manos, intentando cubrirse los oídos para poder aplacar aquel atormentante zumbido, el cual había sido provocado por un golpe plano de la espada de algún caballero. Su mano derecha se empapó de sangre al tocar la parte trasera de su cabeza.

Por un momento, sintió desesperación al ver sus manos cubiertas por aquel líquido viscoso, rojizo, alarmante, hasta que recordó que nada tenía importancia. A esta altura, lo mejor que le podría pasar, sería una muerte rápida.

Permaneció sentada con las rodillas flexionadas contra el pecho y lentamente ojeó sus lados. Descubrió al menos una docena de desertores, bandidos, ladrones y asesinos, quienes conformaban su banda. Estaban allí, retenidos junto al templo, esperando que una espada o una cuerda terminara con sus vidas. Algunos lloraban, otros reían y, algunos pocos, se mantenían en silencio, un silencio tal que, más bien, parecían muertos.

«Tal vez ya estemos muertos», se dijo, sin poder recordar la última vez que había hablado.

La joven y audaz bandida nunca había sido de hablar mucho, al contrario, siempre prefería recurrir al silencio antes que abrir la boca y ser tildada de estúpida o, como le decía Herve, el jefe de la familia que la cuidaba de niña: “calla que pareces una loca”.

No estaba loca, solo era tartamuda.

Sin previo aviso, un grupo de jinetes cubiertos con férreas armaduras, irrumpió en la escena sobre grandes bestias protegidas por unas ornamentadas bardas de acero pulido, al igual que las pecheras y la testera que protegía el rostro del animal. Las casas de madera, barro y piedra que se encontraban alrededor se vieron opacadas por la inmensidad de las bestias y los recios soldados que las montaban.

Un hombre robusto, achaparrado y de complexión ancha, lideraba al grupo de jinetes armados. Evidentemente, sin necesidad de presentarse, era un caballero. Aquel hombretón permaneció con los ojos clavados en los prisioneros, escrutando a cada uno de los bandidos que estaban junto al vangal. Durante un instante, aquellos ojos indiferentes y sin alegría, se detuvieron en los de la joven, observándola como a un simple cordero.

—Vamos, venga, es hora de acabar con esto —espetó el caballero, montado sobre un corcel negro como la noche, protegido por una coraza y hombreras de acero, esmaltadas de rojo, con un ornamentado yelmo debajo del brazo.

—«Ya era hora —quiso responder Aldara, pero sabía que aquello solo le ganaría una golpiza. Entre el zumbido de su oído y las llamas del pueblo, podía oír los gritos de clemencia y los llantos de súplica que emanaban sus camaradas—. Cobardes…» —pensó con asco.

Hacía tiempo que quería encontrarse con los dioses cara a cara y sabía que aquella era su oportunidad dorada.

—«Si hay algún dios, no tengo dudas que deberá darme algunas explicaciones» —se dijo, sintiendo como una macabra sonrisa se dibujaba en su rostro.

Uno de los soldados embutidos en fino acero la observó de forma despectiva, casi con asco, al ver su sonrisa. La joven bandolera comenzó a sentir un fuerte gusto a hierro en la boca e inmediatamente supo que hacer con ello. En forma de agradecimiento, escupió un gargajo sanguinolento sobre las botas lustradas del recio soldado. Acto seguido, comenzó a reírse frenéticamente.

El hombre, cegado por la rabia, se acercó a zancadas y la tomó de su pelo dorado, arrancándole un puñado de ellos, para luego asestarle un revés encuerado en la boca.

Un líquido caliente comenzó a brotar y su lengua saboreó un inmenso caudal de hierro… Otra vez.

Cuando el galante caballero se dispuso a darle otra violenta bofeteada, dos prisioneros, uno más lerdo que el otro, comenzaron a correr por la calle principal hacia el este, hacia la libertad.

Ningún grito se oyó y dos bestias salieron al galope tras ellos, incluyendo al honorable espadachín que la sostenía del pelo y no pensaba soltarla por un largo rato.

Nunca más volvió a ver a sus camaradas.

Volvió a sentarse, esta vez, lanzando un chorro sanguinolento. Continuó escupiendo hasta no sentir más aquel fuerte sabor que se congregaba, cada vez más, dentro de su boca.

Todavía recordaba cómo había terminado allí. Missef, el devastado pueblo donde se encontraban, fue uno de los tantos asentamientos que los Huérfanos habían saqueado a lo largo de los años. “La manzana más preciada”, había dicho Yeska Poltimer o, más conocida por Yeska La Loca, cuando indicó cuál iba a ser el destino siguiente redada.

—«Siguiente y última.»

El zumbido continuaba atormentándola y, algunos de los recién llegados, se dispusieron a colgar las cuerdas de cáñamo al otro lado de la calle, justo al norte del vangal, donde el bosque Layklend cubría el alto horizonte con una gruesa mata de hojas y madera oscura.

Aldara se preguntaba si su alma se iría hacia las estrellas, como los hombres de las Cumbres Nevadas creían, o hacia la luz eterna de Landerl, como el sacerdote de su pueblo siempre decía.

«O con Phoeberl —pensó—. Hacia la oscuridad y el fuego…» —Una risita nerviosa se escapó de sus labios ensangrentados.

Desde la calle principal, apareció una nueva decena de jinetes, a los cuales, el grueso de la tropa se corrió a un lado para dejarles paso hacia el vangal de piedra.

Algunos estandartes sobresalían de la comitiva, ondeando orgullosos en aquella mañana gris y húmeda, donde las estelas de luz solar eran absorbidas por las gruesas nubes de lluvia.

—«¿Cómo es posible?» —se preguntó, incrédula. Cuando forzó la vista, volvió a ver aquel fantasmal emblema, ondeando de los estandartes de algunos jinetes que custodiaban a lo que parecía ser un rey: una corona dorada de cuatro puntas sobre un fondo negro.

De las bestias descendieron algunos de los hombres más armados que Aldara jamás había visto. Entre medio de ellos había un muchacho, de unos quince inviernos, delgado, pero de complexión ancha, caminando con lo que parecía ser un yelmo coronado sobre su cabeza, la cual, estaba cubierta por una cofia de malla esmaltada en oro.

Nuevamente, sus ojos atestiguaban lo que su mente no creía.

Aquel estandarte solo lo había visto una vez, cuando un antiguo vecino de Cinderell lo había esbozado con orgullo, poco después que la destitución de la antigua monarquía sucediera. Lord Derek Besteller, convenientemente, se encargó de colgar a él y a toda su familia desde las almenas de la muralla que protegía su oscuro torreón.

Curiosamente, durante la traición del norte, Lord Derek había sido el único señor norteño que no acudió ante el llamado del actual rey Heberox Dumbler.

Tal vez fue por miedo a sufrir el mismo destino, tanto de su antiguo vecino como el del hijo del antiguo monarca del reino.

—«Y ahora está aquí…»

—Estos son los rezagados, alteza —dijo el oficial robusto que estaba montado frente a los prisioneros—. El resto se escondió nuevamente en el bosque —informó.

El chico, con una mirada lúgubre debajo de aquel yelmo coronado, entre las llamas y los gritos de un pueblo devastado, observo a todos y cada uno de los Huérfanos de Landerl.

Una ráfaga de viento, sonora y fugaz, se llevó todos los sonidos, dejando solo el crujido metálico de las botas del niño rey contra el barro.

Aldara, nerviosa y evasiva, tragó un generoso gargajo de sangre.

—Cuélguenlos y encuentren al resto… —ordenó, seguido por aullidos de temor e insultos hacia su persona. Aldara ni siquiera podía hablar—. Apurad el paso, Sir Umbil, no tenemos mucho tiempo.

El zumbido del oído derecho era insoportable, aun así, se esforzó por hablar.

—El… el… El verdadero rey…

Al escuchar el tartamudeo, se volvió hacia ella, inspeccionándola de arriba abajo con sus ojos café, llenos de desprecio e indiferencia.

—¿Cómo sabéis? —inquirió.

—Vu… vu… Vuestro emblema… —confesó. Un grupo de soldados se aproximó y comenzó a levantar a los prisioneros. Aldara, un gordo mal herido y otro pobre infeliz eran los primeros para las tres sogas que colgaba de la posaba ubicada en frente del vangal.

Algunos prisioneros vomitaban, otros gritaban, rezaban, lloraban o simplemente contemplaban al rey fantasma, quien, según todas las historias, estaba muerto y enterrado.

Un hombretón, envuelto en cota de malla y con la respiración tan pesada como olorosa, la sujetó fuertemente del brazo y comenzó a guiarla hacia las cuerdas de cáñamo ubicadas en la posada de piedra que tenían frente a ellos.

Por un momento, sin sacarle los ojos de encima al fantasma coronado, la forajida deseó que aquella calle de tierra húmeda fuera tan ancha como el mismísimo Gran Continente.

Pronto se encontraría con los dioses.

Tras ella, el niño rey, la seguía de cerca, con curiosidad.

—Una forajida ilustrada —declaró, con una sonrisa macabra dibujada en su rostro. Por debajo del yelmo cóncavo que portaba las cuatro puntas de la corona, y la extensa cofia de malla que relucía con sus aros metálicos recién pulidos, escapaban algunos mechones de lo que parecía ser una larga melena negra y, cuando se le acercó, advirtió que su piel era olivácea y sus ojos negros como la noche. Era él, sin duda alguna, era el hijo del antiguo rey—. Decidme, bandida ¿sabíais que los Huérfanos de Landerl ocuparon La Capital durante seis lunas? Seis lunas que, mi madre y yo, moríamos de hambre… ¿Acaso lo sabéis?

A su alrededor, el caos reinaba: jinetes pasaban galopando por las calles, el fuego consumía algunas casas del pueblo y otra media docena de bandidos intentó escapar antes de ser abatidos por un puñado de flechas.

Mientras tanto, sintió como un soldado le colocaba la cuerda alrededor del cuello y ajustaba el nudo por detrás. No le importaba, solo quería mirar al heredero fantasma.

Este sería su último intento.

—Yo… no… no… no estuve ahí. Mi… Mi… Miradme bien, alteza. A… a… ¿Acaso soy una vieja? —Su voz había recuperado una confianza que nunca tuvo.

Aquello le robó una sonrisa al joven.

—Tal vez si, tal vez no —replicó, todavía sonriendo con aquellos deslumbrantes ojos café, que resaltaban aún más gracias al yelmo coronado que llevaba sobre la cofia de malla que cubría su cabeza—. No puedo saberlo —continuó—, pero sí sé que, luego de que los Huérfanos de Landerl rompieran con el orden establecido, mi familia sufrió grandes penas. Tan grandes que, quien te habla, es el último de ellos. —cinco hombres se colocaron al final de la cuerda para mantener suspendidos a los pobres desgraciados que serían ahorcados hasta la muerte.

No quedaba mucho tiempo.

Su mente se volvió un torbellino de recuerdos. Recordó a Evyn el sacerdote, a Herve, su tutor, a su madre postiza, a sus hermanos, a Yeska La Loca, a su escape, a la vibración de la estatuilla al golpear a Evyn, el único amigo que alguna vez tuvo…

Todavía tenía la posibilidad de utilizar su última carta, el arma que su padre adoptivo le había enseñado o, más bien, obligado a utilizar.

Sin embargo, decidió morir con lo poco que le quedaba de dignidad.

—¡Arderás en el infierno, al igual que tu familia ardió años atrás, alteza! —le rugió, escupiendo pequeñas gotitas de sangre para todos lados. Era la primera vez que podía completar una frase sin titubear.

Aquello le borró la sonrisa al niño rey y le regalo la última carcajada agonizante a la joven bandida.

—No lo haré —replicó de forma infantil.

Aldara seguía riendo entre lágrimas de desconsuelo.

—Tu estabais muerto…

—Y tú lo estaréis —declaró, ahora desde más abajo, con una mirada macabra, llena de odio y resentimiento—. En nombre de la verdadera familia real… —agregó, con más ira que antes.

Sintió como la orina comenzó a escapar de su vagina, empapando aquellas bragas de lana que cubrían sus piernas.

—¡Arriba! —ladró un oficial. Nunca sabría quién.

Su cuello se ajustó de una forma tan abismal que no supo cómo no se le quebró, al mismo tiempo que sus pies se despegaron del suelo y todo su cuerpo, meado y sin fuerza, comenzó a elevarse. El instinto la obligo a querer aflojar la áspera cuerda de cáñamo que le otorgaría la muerte, pero, como miles de infelices antes de ella, no tuvo éxito alguno.

Ya nada importaba.

Contempló, desde las alturas, a un grupo de soldados del reino, prisioneros y jinetes, conglomerados allí, para ver la ejecución. Las gotas de orina caían como una pequeña garua contra el barro. Luego, por azar del destino, su cuerpo comenzó a girar en el aire y, mientras se sacudía con fuerza, observó cómo sus compañeros se aferraban, inútilmente, a sus vidas, pataleando en el aire al igual que lo hacía ella. Finalmente, su rostro apuntó hacia el norte, hacia una parte del bosque que no estaba oculta tras la posada de piedra donde perdería su vida. Como un regalo divino, pudo contemplar la inmensidad y belleza del bosque Layklend justo antes de ser absorbida por la muerte.

Un resoplido áspero atravesó su garganta cuando quiso arrebatar un poco de aire para mantenerse con vida por unos instantes.

No sirvió de nada.

Poco a poco el paisaje se convirtió en penumbra, hasta que las tinieblas la absorbieron por completo. Un aturdidor zumbido le sacudió el cerebro y, luego, todo se tornó oscuro.

CAPÍTULO I

INOCENCIA PERDIDA

I

El cielo se había teñido de ceniza y el rocío de la mañana humedecía toda la hierba que crecía en la ribera del río Flunn. Esto empeoró el olor a sangre que provenía de la víctima y el del vómito de los hombres que la hallaron.

—Por los dioses, Sir, ¿quién haría algo así? —dijo Humber Vlek, el capitán de la guardia de Pelegrin, un pequeño pueblo a la orilla del río.

—«Tal vez tus dioses dejaron que esto pasara» —quiso decir Lars, pero el nuevo capitán era demasiado joven para entenderlo. Además, todos sabían quién era el culpable—. Tapadla y llevadla ante vuestro señor —ordenó a dos guardias aún más jóvenes que el capitán, haciendo caso omiso a las palabras del mismo. Los hombres de Vlek estaban tan mal vestidos que, sus jubones de cuero, parecían trapos sucios cosidos uno sobre otro— Mi trabajo aquí ha terminado, chico —le dijo al capitán, extendiendo su mano con impaciencia.

El rostro de Humber se ruborizó a tal punto que, por un momento, pensó que iba a estallar. Sin embargo, procedió a descolgar una tintineante bolsita de tela de su cinturón, atada con un pequeño hilo de cáñamo.

—¿No te quedarás a presenciar la justicia del rey? —preguntó Humber, inocente, mientras depositaba el pago sobre la palma derecha de Lars.

—«¿Cuál rey? ¿Qué justicia?» —quiso decir el caballero, pero solo se limitó a negar con la cabeza.

—Espero que no vuelva a ocurrir algo así —manifestó Vlek. El rostro del joven capitán de la guardia se encontraba semioculto por un yelmo cóncavo de acero con nasal, mientras que su cuerpo estaba cubierto por una cota de malla hecha a medida, bajo un chaleco de cuero endurecido y una capa de lana gris que lo resguardaba del frío. La nobleza del joven se podía oler a leguas de distancia.

—Acostúmbrate, chico. —Cada vez que hacía referencia a su edad, era como una bofetada al orgullo del capitán—. No es la primera vez que una doncella es violada y asesinada bajo las narices de quienes juraron protegerla. Haz bien tu trabajo, no me obligues a regresar…

—Yo apenas si he comenzado… —se defendió Vlek, débil y confuso.

Sir Lars Miodir se subió a su yegua castaña con un hábil salto y un veloz movimiento de cadera. Al acomodarse sobre la silla de montar, una gélida brisa otoñal le acarició el rostro, bandereando su oscuro cabello hacia atrás e inundándole las fosas nasales con un fuerte olor a lluvia.

Lanzó una última mirada hacia los helechos que crecían en la ribera este del río, justo donde habían encontrado a la víctima. El cuerpo pálido e inerte estaba siendo trasladado, boca abajo, por dos asqueados guardias. Observó como el oscuro y húmedo cabello le caía hacia el suelo, tapándole la cara, mientras que el vestido blanco de tela vasta que la cubría denotaba rajaduras en todos los lugres donde, el forcejeo con su violador, había tomado lugar. El caballero se volteó, clavando sus ojos en los de Vlek, perturbado por aquella macabra escena.

—Eres tan joven que todavía no te salen pelos en los huevos, chico. No es necesario que me digas que recién has comenzado, hasta un ciego puede verlo. —le contestó, recordando las palabras del muchacho. Algunas risitas se escucharon detrás de ellos, junto a la ribera del vado. Por alguna razón, los ojos llorosos de rabia y el rostro enrojecido de Humber Vlek, hizo que el caballero se arrepintiera de lo dicho—. No os deseo mal, capitán. Solo os pido que hagáis bien vuestra labor.

—Vuestras palabras dicen lo contrario, Sir —replicó, todavía ofendido. Sin embargo, suspiró para mantener la compostura—. ¿Hacia dónde os dirigís?

Uno de los guardias que trasportaba a la víctima emitió un sonido gutural cuando vomitó con violencia. Nadie podría culparlo. No era una tarea fácil.

—Lejos del norte. —dijo el caballero, devolviendo el rostro del capitán hacia la conversación. La pregunta lo incomodó, no quería que nadie se enterara hacia donde se dirigiría—. No os preocupéis por mí, Vlek —dijo sonriendo.

—No lo hago —replicó con el ceño fruncido. Aquel gesto gruñón sobre el rostro redondeado del noble, lo hacía parecer un mocoso aireado.

—Bien. Preocúpate por adiestrar a tus hombres —declaró, señalando hacia la docena de los mal llamados hombres que lo acompañaban. El guardia que antes había interrumpido la conversación con su vómito, continuaba expulsando el desayuno—. Enviad mis condolencias a la familia de la joven y asegúrate que le otorguen un entierro digno.

—Eso lo tiene que decidir Lord Grunter Flunmin, Sir.

—Por eso es que te lo digo a ti —replicó de forma filosa. Su yegua relinchó con impaciencia—. Al parecer es tiempo de retirarme. Buena suerte Humber Vlek, espero no volveros a ver.

—Lo mismo digo, Sir Lars Miodir… —El joven capitán iba a añadir algo más a su tan respetuoso saludo, pero, antes de que pudiera, el curtido caballero tiro de las riendas y se alejó al galope de la escena del crimen.

El recuerdo del rostro congestionado y ofendido de Humber le hizo soltar una carcajada mientras se alejaba de allí. El golpe gélido del aire, la risa y el movimiento de la bestia bajo su cuerpo fue suficiente para alejar el dolor y la angustia de aquella mañana…

Al menos por un rato.

Luego de recorrer varios kilómetros hacia el suroeste se topó con el río Vert, el cual discurre en paralelo al río Flunn. Desmontó y se sentó bajo un sauce que sobresalía de la orilla de la corriente de agua que le proveía alimento.

Ahí permaneció quieto, en silencio, dejándose llevar por sus emociones. No tardó mucho en estar llorando y sollozando como un niño.

Recordó a la macabra posición en que habían dejado al cadáver de la plebeya sobre aquel pequeño vado. Tenía la cara enterrada en la maleza, su cuerpo, inerte e hinchado, se mecía con cada empujón de la corriente y, las vestiduras que la arropaban, estaban rajadas y arañadas como si un animal la hubiera atacado. Tal vez eso era su asesino, un animal. La sangre se había secado en el cabello oscuro de la joven y su piel clara estaba pálida, con aquella palidez de los muertos, con vetas violáceas que atravesaban sus miembros descubiertos. Aquella “mujer” apenas si había florecido dos lunas atrás. Este iba a ser el fin de su decimocuarto invierno.

Lars se tomó la cabeza con sus manos mientras se acurrucaba apretando las rodillas contra el pecho. No quería ver a la joven otra vez en su mente. Quería desaparecer todos sus recuerdos, inclusos los buenos. No quería estar allí.

La testarudez lo traicionó y recordó cuando dieron con el culpable del asesinato.

—No quise… No… —La voz del asesino era fina como la de un niño, pero ronca como un borracho y su rostro estaba demacrado por el tiempo, aunque no debía tener más de treinta inviernos—. Ella lo hizo, no quería que la dejara tranquila… ¡Por favor! ¡No! —había suplicado, justo antes de perder la conciencia a golpes.

Luego se enterarían que su nombre era Gilvert y que era ayudante de herrero en el pueblo Posada Noble, una docena de kilómetros más al norte de Pelegrin. También, supieron que la joven era la doncella más deseada del pueblo y que, Gilvert, no tenía toda la capacidad de pensamiento.

—Era el tonto del pueblo, Sir. Nadie lo quería. Era tan estúpido que no podía dar dos pasos sin arrastrar una pierna —le había informado Humbert Vlek, luego de que el degenerado declarara haber violado y asesinado a Lara, la niña doncella.

«Tal vez por eso fue que se desquitó con la rosa más preciada», reflexionaba Lars Miodir, mientras un sollozo le sacudía el cuerpo. En los ojos de Gilvert había visto el mismo miedo que se apoderaba de su espíritu cada vez que podía.

Al pasar de los días, mientras seguían con la búsqueda de Lara, los hombres le fueron proveyendo de más información sobre el perverso violador. Aparentemente nadie recordaba cómo había llegado, pero todos sabían sobre su pasado. Había luchado en la Rebelión de las Cumbres, como la mayor parte de los hombres restantes en el reino, diez años atrás. Según los soldados de Vlek había luchado en la Batalla del Triple Frente y, una vez que las fuerzas del reino se hubieran visto derrotadas por las huestes de las Cumbres Nevadas, Gilvert desertó junto a medio millar de hombres.

Era simplemente un campesino estúpido que tuvo la mala fortuna de terminar en el pueblo de Posada Noble.

Se decía que nadie le hablaba y que, el herrero para quien trabajaba, apenas si le pagaba con una comida al día. Los jóvenes se burlaban, las mujeres lo ignoraban y las doncellas lo miraban con asco, como si fuera un perro sarnoso.

—«Era demasiado lerdo como para dejar de lado las bromas e indiferencia —se decía el caballero, intentando olvidar el gesto de desamparo del perturbado veterano a quien había golpeado hasta la inconciencia—. Aun así… ¿Por qué rayos la violó?»

Por alguna extraña razón, sabía que sus preguntas jamás tendrían respuesta.

Se mantuvo inmóvil bajo el sauce, escuchando el correr del agua, mientras esperaba a que los rezagos del llanto se esfumaran en el tiempo. Luego se levantó, sacudió su regazo y volvió a montar a la bestia que lo había llevado hasta allí.

—Gracias… —le susurró a Bletza, su fiel yegua castaña, mientras acariciaba sus largas crines—. Es hora de irnos —agregó, chasqueando su lengua y tirando de las riendas para dirigirse nuevamente hacia el suroeste, hacia la Fortaleza Verret.

El día se estaba tornando más gris que antes y las densas nubes, cada vez más oscuras, observaban toda la tierra con ojos amenazantes de lluvia. El curtido caballero siguió el sendero que costeaba al río, cuesta arriba hacia el oeste, el cual luego se dirigía hacia el sur una vez que se topaba con el curso principal del río Vert. Los árboles se elevaban alrededor del camino como centinelas inmóviles que vigilaban a cada viajero que pasaba a su lado. El olor a pino húmedo inundó las fosas nasales de Lars, mientras que los pájaros carpinteros y los gorriones generaban música a su alrededor.

No había nadie en el camino. No era de extrañar, no después de la Rebelión de las Cumbres.

—Tú y yo, Bletza mi amor, solos nuevamente, rodeados de árboles y acompañados por el cantar de los pájaros —dijo en voz alta. La yegua relinchó, como si le hubiera respondido. En ese momento, el aullido de un lobo cortó la armonía del camino—. No temas —le susurró a Bletza—. El sonido viene del otro lado del río —señaló, pero nadie le respondió. Tal vez simplemente se lo decía a él mismo. La soledad era engañosa.

Poco después del mediodía, el curso principal del río Vert apareció con todo su esplendor. Donde se encontraba antes era una de las tantas pequeñas ramificaciones que el río tenía hacia el este, donde se adentraba hacia los bosques de Lash Borzak, una misteriosa parte del reino donde aún se hablaba la antigua lengua y nadie deambulaba por allí sin tener algo que hacer. Hacia el sur, el río comenzaba a ensancharse y volverse cada vez más caudaloso, regando la gran mayoría de los campos de Ciudad del Granjero, llegando casi hasta la Ruta de las Rosas.

Mientras el camino se alejaba cada vez más hacia el lado opuesto del norte, los árboles fueron desapareciendo hasta que solo una gran llanura de trigo y centeno se extendían hasta el horizonte. El río siempre se mantenía a su derecha, mientras seguía su curso hacia el sur, hasta encontrarse con el pueblo Cáliz y, desde allí, cruzar el puente hacia la Fortaleza Verret, al otro lado del cauce de agua.

De pronto, el estómago de Lars comenzó a rugir de una forma tan abrupta que el dolor lo hizo gruñir. Mientras se mecía con el andar de su montura, comenzó a buscar restos de carne seca que tenía guardado en su alforja de cuero. Una vez las hubo tenido en la mano, comenzó a mascar aquella carne dura y amarga que le había quedado de su visita al castillo de Arcem, el hogar de los Flunmin.

—No hay hombres, Lars. Solo mocosos que ni siquiera pueden embarazar a una mujer. Lord Grunter os necesita —le había dicho Lord Simur Renar, señor de la Fortaleza Verret, un cuarto de luna atrás.

—Lord Grunter… —había bufado el caballero—. No deseo recibir órdenes de un maldito norteño.

—Déjate de tonterías Lars. Demasiada sangre se ha derramado en estas tierras. No quiero más pelea. No me obliguéis a ordenártelo —le había respondido el robusto señor.

Era cierto. La Rebelión de las Cumbres había durado poco más de un año y gracias a ella la parte sur del reino había quedado prácticamente en ruinas: campos quemados, hombres masacrados, castillos sin señores, pueblos deshabitados. Más de cien mil hombres perecieron en aquella guerra. Nadie más quería luchar.

—Excepto los Dumbler… —dijo en alto Lars, esfumando los recuerdos. Aquellas palabras le produjeron tanto asco que tuvo que escupir al suelo, expulsando un generoso trozo de carne.

Una vez que la guerra hubo terminado, los hombres de las Cumbres Nevadas regresaron a las montañas mientras que, los sobrevivientes del reino, lamían sus heridas dentro de los castillos abandonados, los poblados desiertos y los campos quemados que el conflicto había dejado a su paso. El rey Boldir III había muerto durante la Batalla del Sur, donde el destino de la guerra fue definido. Ochenta mil espadas se presentaron ante aquella contienda y más de cincuenta mil hombres perecieron en combate. Grandes caballeros, feroces guerreros, señores, porquerizos, nobles y plebeyos, cavernícolas y sureños, no hubo quien no muriera aquel día.

Todavía podía oír los gritos de los heridos, ver como la sangre había teñido toda la hierba de rojo y como el pueblo Corazón del Sur había quedado sumido en ruinas, una vez que la batalla hubo acabado.

Luego del conflicto, la corona del Gran Continente había recaído con todo su peso sobre las cienes de Fredor Golfornt, un niño de tan solo siete años, el único hijo de Boldir III.

Dos inviernos transcurrieron antes que los Dumbler, con apoyo de los Tipdar y los Flunmin, se dirigieran hacia La Capital para “salvar” a su rey. La ciudad había sido tomada por un grupo de rebeldes que se hacía llamar Huérfanos de Landerl, devastándola y masacrando a todo campesino que se había refugiado tras los gruesos muros de La Capital. Sin embargo, la ayuda de los norteños, no vino sin condición. Obligaron a toda la familia real a hincar la rodilla y a renunciar a su derecho divino, cediéndole el poder a la familia que fuera elegida por las cuatro grandes Casas que cuidaban al reino. Todos los guardianes dieron su voto, sí, pero nadie más que los Dumbler, los guardianes del norte, tenían espadas y hombres que las blandieran para respaldarlos.

Nadie más quería derramar sangre y Lord Heberox Dumbler se salió con la suya. A pesar de que los Waryth, los Tademir y los Tipdar accedieran a que la nueva familia norteña ciñera la corona, el nuevo rey, Heberox, decidió no dejar cabos sueltos y declarar como fugitivos de la ley a los miembros restantes de la antigua monarquía. Un terrible crimen ocurrió en el antiguo torreón de Linn, donde la familia de la reina regente fue asediada y calcinada por las llamas de los Dumbler. Tanto la reina Muriel Linner, su padre, Lord Frank Linner, y el infante rey Fredor Golfront, murieron durante el asedio a lo que hoy se conoce como Las Ruinas de Linn.

Jamás alguien imaginó semejante traición hacia el heredero de un rey que había dado su vida por el reino.

—Aun así, ocurrió —declaró Sir Lars Miodir, meciéndose al paso de su yegua y contemplando al horizonte, donde aquella antigua traición se esfumaba en la llanura.

Las conversaciones con su mente eran cada vez más recurrentes.

No quería seguir allí, en aquellas desoladas y olvidadas tierras. Alguna vez el sur había sido su hogar, pero ahora se había convertido en una prisión. Poco a poco, al pasar de los años, el incansable veterano había guardado cada moneda que ganó en sus trabajos como caballero de los Renar o, más bien, una suerte de perro de caza que pagaba tributo al señor de sus tierras. No faltaba mucho para migrar. El norte no era una opción y el este era demasiado frío.

—«El oeste —se dijo con esperanza—. Las tierras exóticas del oeste, lo más lejos posible de aquí. Lejos del sur, maldición, lejos del reino.» —deseó.

II

Los cascos de la yegua resonaban en soledad, mientras atravesaba los pilares que, alguna vez, flanquearon una sólida puerta de madera. Las piedras de las murallas tenían un color grisáceo, pero también arenoso, sin embargo, eso era antes. Ahora, con suerte, en algunas partes elevadas de la baja muralla, aún se podía distinguir el color original de la pared que protegía al poblado.

Todo lo demás, había sido alcanzado por las llamas.

La calzada principal de Cáliz era de piedra, lo cual era un atributo remarcable, el único que tenía. No había guardias ni tampoco gente. De vez en cuando, el caballero observaba alguna que otra cara asomarse de entre medio de alguna hoja a medio abrir de las ventanas.

—Al parecer no hay comité de bienvenida —bromeó con Bletza, su fiel yegua. Para variar, nadie le respondió.

Cáliz fue el poblado más alejado que sufrió la ira de los cavernícolas. Ellos siempre enviaban lugartenientes o bargh, como los hombres de las cumbres los llamaban. Estos se encargaban de quemar, saquear y destrozar poblados indefensos que estaban a merced del enemigo. Cuando los señores y sus hombres partían a atender la llamada de su señor feudal o rey, los bargh se encargaban de prender en llamas sus tierras. Eran como lobos atacando a un rebaño sin pastor.

Aun podía recordar como Lord Simur había llorado tras recibir la noticia que su fortaleza estaba siendo asediada. No solo que estaban atacando las tierras de su familia si no que, su anciano padre, Lord Trevor Renar, había fallecido cuando su corazón explotó debido a un pico de nervios.

—Mi padre. Mi señor. ¿Cómo he podido dejarlo? —había dicho entre sollozos el amigo del curtido caballero. Antes de convertirse en señor de la Fortaleza Verret, Simur había sido camarada de Sir Lars durante las campañas del sur.

«Si tan solo hubiera derramado una lágrima por los habitantes de Cáliz… Su gente…», pensaba Lars, resignado, recordando los relatos de bravura que los campesinos habían desatado sobre los montañeses cuando no había nadie más para defenderlos. Aun así, murieron casi todos los hombres y mujeres que se enfrentaron contra las huestes de los bargh.

Las casas eran de piedra y sus techos de madera. La mayoría tenía techos nuevos. La madera sobresalía clara y pulida por debajo de la paja que la protegía de la lluvia. Ningún techo sobrevivió a los asedios. No obstante, algunas casas aún estaban deshabitadas y sin techo, lo cual, le daba un aspecto aún más aterrador al pueblo.

Una de las calles perpendiculares a la principal, la cual se dirigía hacia el puente que cruzaba el río Vert, desembocaba en un imponente vangal: el templo de los dioses. Era una estructura de piedra hexagonal, con vitrales circulares en cada lado de la estructura. No obstante, algunos de los vitrales estaban siendo reemplazados o pintados debido a que, durante las redadas de los bargh, el vangal fue una de las primeras edificaciones que quemaron y, los kimires, los súbditos devotos de los dioses, fueron a los que masacraron sin piedad.

Diez años habían transcurrido desde el comienzo de la Rebelión de las Cumbres y nueve desde que finalizó. Aun así, el sur, seguía enfrentando problemas para restablecerse.

—«Nadie nos ayuda» —reflexionó Miodir, imaginándose las risas de la realeza y los grandes festines que los señores norteños desplegaban en sus cómodos castillos. El norte no había presenciado más que alguna otra redada espontanea durante la guerra, ellos eran las tropas de reserva que, para desgracia de los sureños, nunca fueron utilizadas por miedo a un contraataque en el norte.

El reino no solo se había divido entre los cavernícolas y los continentales, sino que, además, el norte y el sur eran países completamente distintos, regidos por una misma corona. Nadie entendía cómo había sucedido tal desgracia.

Una gotita de agua que golpeó su frente lo trajo de vuelta a la calzada de piedra. «¿Lloverá?», se preguntó. Tal vez pronto lo sabría. Observó hacia sus flancos y advirtió a un kimir apostado en la puerta del vangal, conversando con los dos guardias que la resguardaban. Siempre llevaban una túnica gris, con un círculo bordado en el pecho, mitad sol y mitad luna, haciendo referencia a Landerl el dios de la luz o, más bien, del sol, y a Atisca, la diosa de la oscuridad o de la luna.

—«Raro que no los hayan masacrado a todos» —pensaba Sir Lars, sintiendo lástima por aquellos que ponían su confianza en los dioses.

El día tenía sabor a desolación y su color cada vez más gris hacía que el pueblo de Cáliz pareciera un cementerio. Pronto se encontró a los pies del puente de piedra que se dirigía hacia la Fortaleza Verret. En el último tercio de la estructura que cruzaba el río Vert, se veía un corte recto y más adelante un puente elevadizo de madera, el cual, había salvado en más de una ocasión a la fortaleza.

—¿Quién anda allí? —Una voz ronca y cavernosa se oyó detrás de las almenas de la muralla.

—Un caballero cansado —respondió Lars, avanzando hasta el límite del puente. El sonido y el movimiento del agua lo sorprendieron como la luz de la mañana.

—Hasta ahí es suficiente —ladró la voz cavernosa en señal de detención.

—Si avanzo, no serán tus flechas las que terminarán con mi vida… —declaró, señalando la fuerte corriente del río. Bletza relinchó con temor—. Mi nombre es Sir Lars Miodir y he venido a ver a Lord Simur —añadió, impaciente, tirando de las riendas de su yegua castaña.

El silencio se apoderó de aquella muralla. Las dos torres que flanqueaban la entrada principal, vigilaban sobresalientes al puente de piedra. Cada una contaba con una aspillera en forma de una flecha en posición vertical, con lo cual, las torres y la puerta que guardaban, en su conjunto, parecían un temible rostro.

Solo se oía la corriente del agua y el restallar de los estandartes que ondeaban con orgullo al compás del viento, aferrados a un mástil de madera que sobresalía desde cada torre que resguardaba al puente elevadizo. Una flecha en posición vertical sobre un fondo color arena: el emblema de los Renar.

De repente las poleas comenzaron a moverse y, con un áspero crujido metálico, el puente comenzó a bajar para darle paso al caballero. Una vez que se hubo colocado en posición horizontal, dos guardias procedieron a abrir las hojas de madera con tachones de hierro que componían a la puerta. Lars chasqueo la lengua y comenzó a andar con su yegua. Los cascos repiquetearon cuando comenzó a atravesar el puente de madera. El material era nuevo, como la mayor parte de las construcciones de madera del lugar.

Nada quedó a salvo del fuego una vez que se hubieron ido los hombres de las Cumbres Nevadas.

Al pasar por el breve túnel de piedra que precedía a la puerta principal, se topó con el patio interior de la fortaleza. Al parecer las lluvias otoñales habían pasado por la Fortaleza Verret: todo era lodo y humedad.

—Bienvenido Sir Lars —saludó una voz familiar.

—Troner Lancer, ¿me habéis extrañado?

Troner era un hombre de unos cuarenta inviernos, robusto, achaparrado y con rasgos toscos como su persona. No era alguien para llevar a un festín real, pero si era un soldado recio y leal como pocos. Durante los últimos años se había convertido en el castellano de la fortaleza y mano derecha de Lord Simur. Aquel veterano era uno de los pocos hombres en quien Lars confiaba, si no es que el único.

—¿Echarte de menos? —preguntó de forma sarcástica. Luego miró hacia sus alrededores y señaló de forma despectiva a los jóvenes que estaban entrenando con espadas de madera, pajes moviendo barriles con arena para remover el óxido de las cotas de malla, y algún que otro soldado tan verde como la hierba de primavera y tan harapiento como un mendigo—. A decir verdad… Si… —soltó con un bufido—. Deja a Bletza en los establos, nuestro señor os está esperando —indicó Lancer.

Lars asentó con la cabeza e indicó a su yegua dirigirse hacia los establos que se ubicaban en la muralla oeste. Mientras recorría el patio interior contempló por un momento el desalentador espectáculo de los hombres Renar: pajes, niños, algún que otro viejo sin nada que hacer y muchachos tan jóvenes que nadie les creería que a alguien se le hubiese ocurrido nombrarlo guardia, soldado o arquero. Sin embargo, al menos en el sur del reino, los hombres escaseaban y, los que quedaban, eran tullidos, campesinos o desertores.

De pronto se encontró en la entrada de los establos y un niño estaba sosteniendo las riendas de su bestia.

—Mi señor —saludó el mozo de cuadra, seguido de una profunda reverencia. A los ojos del caballero, aquel muchacho, no debía de tener más de ocho inviernos. Sus ojos eran claros como la miel, tenía el pelo cobrizo y la piel tostada por el sol.

—Encárgate de ella muchacho. Les gustan las manzanas y que la cepillen, al menos, tres veces por día.

—Sí, mi señor caballero.

—«No soy un señor, mocoso —quiso decirle, pero le arrebataría la inocencia de un solo golpe. En vez de eso, desmontó de su yegua con un rápido movimiento y se acomodó el cinturón del cual colgaban su espada bastarda y estilete largo—. Si lo fuera —pensó—, no estaría hablando con el bondadoso Simur…» —se dijo, resignado.

Sus botas salpicaban pequeñas gotitas de barro cada vez que daba un paso. El torreón principal de la fortaleza se erguía en el fondo del perímetro que conformaba la muralla, era imponente y de un gris arenoso, como todas las piedras que conformaban el recinto. A diferencia del pueblo, solo algunas partes de la muralla exterior, y el puente elevadizo, habían saboreado las llamas de los cavernícolas, es decir que, todo el interior de la fortaleza estaba prácticamente inmaculada.

La Fortaleza Verret se ubicaba entre dos ríos: el Vert y el Roinn. Este último era un afluente del primero, más pequeño y menos caudaloso, en cambio el Vert recorría una mayor superficie, regando la gran mayoría de los campos de la región de Ciudad del Granjero y su caudal era notablemente mayor. No obstante, la fortaleza de los Renar utilizaba la confluencia de estos dos ríos como una muralla extra a las de piedra. El perímetro de Verret era en forma de triángulo, con sus lados en el este, oeste y el sur y, su punta, en la confluencia de los dos ríos que lo flanqueaban. Allí era donde se encontraba el torreón, sobresaliente en el extremo de la punta de la flecha que formaba la fortaleza.

El barro se convirtió en piedras mal acomodadas y las piedras en una empinada escalera que se dirigía a la entrada principal del torreón. Una vez llegó a la cima, dos guardias le cortaron el paso.

—Mi señor no espera visitas —dijo el más osado. Su voz gruesa no podía terminar de ocultar las espinillas que se asomaban en su rostro, delimitado por la cofia de malla que llevaba sobre su cabeza.

—Por suerte no soy una visita, chico. Córrete del camino antes que te mees encima —manifestó filoso, clavando sus ojos en los de los dos jóvenes guardias que tenía delante—. Quizás Lord Simur os puede explicar quién soy. Sin embargo, insistiré en que los castiguen apropiadamente —declaró con cansancio.

Justo antes de que la duda los hiciera actuar, las puertas se abrieron con un chirrido metálico.

—¡Lars! —La voz de Lord Simur Renar irrumpió en el patio como el rugido de un león. El señor de la fortaleza era un hombre ancho, voluptuoso y al menos una cabeza más alto que Sir Lars. Tenía una enmarañada barba que recubría la parte baja de su rostro casi por completo y un cabello ralo y mal peinado que, en un intento de higienizarse, lo había tirado hacia atrás con agua. Sus ojos eran pequeños, su nariz ancha y tenía los dientes tan amarillos como la cerveza que tanto le gustaba. La sonrisa del robusto señor siempre era tan grande que su rostro se ocultaba debajo de ella. Con los brazos extendidos se acercó hacia él, abrazándolo tan fuerte como un oso. Sir Lars Miodir ni siquiera tuvo la gentileza de levantar los brazos—. ¿Qué haces parado aquí en el frío? —preguntó. Luego miró con desprecio a los guardias que estaban tras ellos—. No me digáis que os han dejado afuera —inquirió con el ceño fruncido.

Lars contempló los ojos atemorizados de los guardias y sonrió con lástima. Eran tan solo muchachos que, gracias a la mala fortuna, terminaron vigilando la entrada de la fortaleza.

—No, mi señor —replicó el curtido caballero—. Apenas si había terminado de subir las escaleras cuando aparecisteis —mintió. El rostro de los guardias denotó un alivio que casi se podía palpar en el aire.

—Bien —ladró Lord Simur, devolviendo su mirada sonriente hacia el caballero—. Venid conmigo, Sir. De seguro estáis agotado por el viaje.

El veterano y el señor penetraron hacia el torreón principal de la fortaleza en un abrazo amistoso que, obviamente, Simur se empeñaba en sostener. Cruzaron las hojas de madera y tachones de hierro, las cuales, volvieron a crujir mientras se cerraban tras ellos.

El salón principal del torreón contaba con un mesón de roble y un trono el final del mismo, el cual estaba flanqueado por dos ventanas con vidrios de diferentes colores que, dependiendo de la posición del sol, emanaban una variedad de colores. Durante aquellas horas, el salón estaba teñido de un azul profundo.

—Dime, viejo amigo —dijo Renar, sentándose en la silla de la punta del mesón y señalando a la silla de su derecha para que su invitado hiciera lo mismo. Lars obedeció—. ¿Cómo os ha tratado el viaje?

—Con frío, lluvia y un mal desenlace —confesó el caballero—. La doncella murió, pero el culpable será ajusticiado —le informó a su señor.

—¿Murió? ¿Cómo?

—La encontramos en un vado del río Flunn, a las afueras de la aldea Pelegrin. Debió de haber estado allí al menos dos días antes de ser hallada. Solo había vivido catorce inviernos, mi señor. Una verdadera lástima. —Los recuerdos invadieron la mente del viejo caballero: el color grisáceo del día, el vómito de los soldados, la sangre de la doncella y la posición aterradora en la que se encontraba. Sacudió violentamente su cabeza para alejar sus pensamientos.

—Por los dioses… —suspiró Simur—. ¿La habéis encontrado tú?

—No, mi señor. Fueron los hombres del capitán Humber Vlek. Cabe destacar que fue gracias a Gilvert que encontramos su paradero. El asesino de la chica. —replicó Sir Lars Miodir.

—¿Qué hizo con ella este desgraciado? ¿Solo la mató?

—No, mi señor… —La curiosidad morbosa de Lord Simur comenzaba a irritar al caballero.

—¿La violó? Por los dioses…

—Este asunto no tiene que ver con los dioses.

—¿Estaba desnuda cuando la hallaron? —quiso saber Lord Simur, con sus ojos relucientes por la espera de los detalles.

—No lo sé, no he querido mirar —mintió Miodir.

—No me digáis que no has mirado. Está bien. Comprendo. ¿Supisteis si había florecido? ¿No? ¿Sí? ¿Estaba casada? Quiero decir, ¿había tenido otro hombre o este engendro fue el primero? —El señor de Verret se adelantó sobre su silla, acercándose hacia el caballero, expectante—. No me digáis que este bastardo la desfloró…

Aquello fue demasiado.

—Prefiero no hablar de ello, mi señor —respondió Sir Lars de forma cortante.

—Si, claro. Entiendo —manifestó Lord Simur, indiferente. Estaba tan entusiasmado por los detalles que hasta se había inclinado hacia delante, apoyando sus codos sobre el mesón. Una vez que Miodir dio por finalizado el relato este se respaldó contra la silla, avergonzado—. ¿Lo colgaran? —preguntó, luego de carraspear.

—¿A Gilvert? No lo sé. El ajusticiamiento le corresponde a Lord Grunter Flunmin. —El solo hecho de pensar en el secuaz de los Dumbler le revolvía la panza.

—Espero que lo hagan. Es tiempo de sacar la mierda del reino.

—«¿Mierda del reino? Era simplemente un desertor medio estúpido y loco, ¿qué esperabais que pasara?» —quiso decir, pero prefirió morderse la lengua. En ese momento una sirvienta vieja y pechugona depositó una jarra de metal, repleta de vino, y dos copas de vidrio en el mesón. Luego se retiró con una leve reverencia y Lars asentó con la cabeza en forma de agradecimiento—. ¿Vino? —le preguntó a Lord Simur.

—Por favor —replicó, acercando su copa hacia la jarra—. Dime una cosa, viejo amigo: ¿queréis ganar más oro?

Lars meditó la propuesta mientras terminaba de verter el líquido rojizo dentro de la copa de Renar y, para ganar más tiempo, en la suya.

—«Solo un poco más, Lars —se dijo, observando como su copa casi se rebalsaba de vino. Cuando corrió la jarra metálica, pudo contemplar como la superficie del vino se mimetizaba con los bordes de la copa. La había llenado, literalmente, hasta el tope—. Solo un trabajo más y te iras de esta maldita tierra.» —Depositó la jarra a un costado del mesón, bebió un sorbo de vino y replicó—: Espero que sea más que la última vez.

—¡Ja! —rio Lord Simur Renar. Su risa era como un gruñido de perro y, bajo el jubón de cuero y la capa de piel de zorro, su barriga se alzó con violencia—. Mucho más, Sir. Mucho más.

Las últimas palabras del señor de la Fortaleza Verret absorbieron toda la atención del caballero.

—¿De qué se trata el trabajo? —indagó.

—Al parecer tenéis fama de perro de caza —bromeó Simur. Lars ni siquiera sonrió—. Alguien importante se ha perdido en el norte.

—El norte…

—Así es —declaró el señor con tono filoso—. Lord Boris Cultran ha enviado mensajeros a los grandes señores del norte. Al parecer un pueblo de sus tierras ha “desaparecido”, o su gente, no lo tengo claro —informó empinando la copa de vino y tragando el resto que le quedaba del seco líquido rojo. Luego gimió de placer y le hizo una seña con su copa vacía hacia Lars, a lo que el veterano respondió generosamente—. Para mí que está medio loco. Es viejo como un roble y no tiene hijos varones. Debe querer ganar fama antes de irse a la tumba o, lo que yo haría, sería conseguirme una doncella joven y fértil, así podría engendrar algún heredero —comentaba Simur, mientras mantenía la copa en el aire. Al terminar, bebió un largo trago de vino—. No tiene importancia —dijo, lanzando un eructo silencioso y luego limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Lo que importa es que ofrece una buena paga: doscientos soles de oro y cien lunas de plata para aquel que halle el motivo de la desaparición de los habitantes o tierras y títulos para los caballeros que se acudan a su llamado.

—Demasiada recompensa para encontrar a unos cuantos campesinos—replicó Sir Lars Miodir, mientras dejaba la jarra de lado y veía como Lord Renar, nuevamente, bebía un generoso trago de aquel oscuro líquido—. Decidme, mi señor, ¿para qué quiero títulos y tierras? —El hinchado señor se encogió de hombros—. Algo me huele mal…

—No empecéis, Miodir —replicó Renar, frunciendo el ceño—. Además, no son solo campesinos. Aparentemente el pueblo Missef es un gran colaborador de impuestos para los Cultran —informó, lanzando un eructo menos sutil que el anterior—. Cultivos, pesca y madera… No todos cuentan con esa bendición.

—Y sin guerra… —El curtido caballero jamás olvidaría como el norte permaneció al margen de la Rebelión de las Cumbres, mientras “resguardaba” el frente norteño. El sur ardía y el norte ni siquiera los miraba.

—También —replicó el señor de Verret, mirando con recelo al caballero—. Tened cuidado con vuestra lengua allá arriba, no está en mis planes recoger los huesos de nadie.

—¿Quién dijo que iría hacia el norte?

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —la carcajada de Lord Simur Renar fue tan fuerte que pequeñas gotitas de vino saltaron de su boca—. Por los dioses, ¿cuándo le has dicho que no al oro? Además, en el norte hay mucho más trabajo que aquí. Allí hay gente, oro y campos fértiles, aquí solo hay miseria, ruinas y angustia. Necesitas cambiar los aires.

—No necesito oro ni nuevos aires —mintió—. ¿Acaso me veis triste?

—¿Triste? —replicó el señor, esbozando una sonrisa lúgubre—. Tú eres el rostro de la puta angustia, Sir. —Bebió otro largo trago de vino, se limpió y añadió—: Otra cosa, hemos cambiado tu guarida de lugar. No estaréis más detrás de la bodega, no. Ahora ocupareis la habitación de los huéspedes: más espacio y menos humedad. Un buen cambio, ¿no crees? —Aquella noticia hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo. «Mi oro», pensó. Poco a poco comenzó a sentir como sus mejillas se irritaban— Además, nunca tenemos huéspedes —rio con amargura—. ¿Algo os ha molestado, Sir?

—«Compórtate, maldición» —se dijo en forma de reto—. No, mi señor. Estoy agotado, ha sido un largo viaje. —No quería que nadie supiera sobre el escondite de su pequeña fortuna. De pronto, tuvo que contenerse para no salir corriendo hacia las bodegas en búsqueda de su bolsa llena de oro y plata.

—Bien —replicó Lord Simur, echándole una mirada plagada de desconfianza—. Llena tu barriga con algo caliente, aséate y descansa. Esta noche habrá una cena aquí en el salón y espero vuestra presencia.

—No me gustan los banquetes.

—Mierda Lars, eréis más aguafiestas que un maldito kimir. Tan buen espadachín que eres, Miodir. Si tuvieras una lengua menos filosa que tu espada tal vez estarías en la corte.

—Allí afilaría mi lengua, sí, pero perdería la destreza de mi brazo —replicó rápidamente—. Habéis dicho que Lord Boris Cultran ha dado aviso a todas las grandes familias del norte sobre la “desaparición” de un pueblo. ¿Verdad?

—Así es.

—Entonces, mi señor, ¿cómo os habéis enterado?