4,99 €
Si alguien se preguntase de qué tratan los cuentos plasmados en este libro, sería difícil decirlo porque los temas son diferentes y diversos ya que están directamente conectados con las emociones y sensaciones que el autor trata de trasmitir en cada relato. Relatos escritos en un adoquín, aunque estén creados en Argentina y especialmente con un fuerte aroma a Buenos Aires, son cuentos sin tiempo y sin lugar. Relatos futboleros, de amor, de prejuicios, de muerte, de angustias, con una mezcla de recuerdos reales y otros quizás inventados por el autor los cuales nos hacen recordar algunos momentos de nuestra propia vida, en algunos casos contados con un cierto dejo de humor. Podría decirse que son historias escuetas, simples pero a la vez elocuentes y vívidas, son cuentos con aroma a café mirando la lluvia, de risas y de llantos, de amigos y de amores, de pérdidas y encuentros. El autor deja su sello en cada una de sus narraciones, aunque sea su primer trabajo ha podido vislumbrar El Ayer de Susana, dialogado con La Extranjera, quizás estuvo Iluminándome la vida pero sin buscar La Solución definitiva. Más que un escritor, Sergio se describe como un tipo que escribe. Relatos escritos en un adoquín es su primer libro, prometiendo otros para un futuro. Los estaremos esperando.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 327
Veröffentlichungsjahr: 2023
Sergio Sosa
Sosa, SergioRelatos escritos en un adoquín / Sergio Sosa. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4144-4
1. Relatos. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Prefacio Inesperado
No es verdad
El ayer de Susana
Esperando a mi hermano
La Cueva de Alí Babá
La Extranjera
Parte I – Los Amigos
Parte II – La Confesión
Parte III – El Encuentro
Parte IV – El sueño y la pesadilla
Parte V – Final
De compras
Kunta Kinte
Murmullos
Aquellos fines de semana
En el parque por la noche
Braceando por la vida
El cuento de Julio Quiroga
Toda la vida por un sueño
Dando vueltas
Olores
Iluminándome la vida
La lámpara de la abuela
Sueño extraño
Casi en un abrir y cerrar de ojos
La culpa
Los Sosa
Algo nuevo
Bifurcación
Jorge y Mario
La Solución
Las que faltaban
Secreto Profundo
Problemas resueltos
El hombre en el umbral
Deuda de honor
Mitos e inventos
¿Para qué?
El aprendizaje y la milanesa
Quince años después
Orígenes
En el tren de los sueños oLola y Paco
Menos mal
El vendedor de sonrisas
Materia pendiente
El mate más amargo
El pasado de hoy
Comienzo de viaje
¡A comeeeer!
Breve cuento del jinete enmascarado
Empujando el changuito
El mundo de Ante Garmaz
Cambiando de canal
La Operadora de Entel
Punto y coma, el que no se escondió…
Juegos, fantasías y otras aventuras en la Malasia
Chau ayer, hola mañana
Vuelo demorado
Un paraíso personal
A Graciela, el amor de mi viday a Malena y Sebastiánel apoyo imprescindible
Se acercó un año atrás con la necesidad de plasmar tímidamente ideas en el papel.…
Y empezó a esbozar algunas palabras…
Dice lo que siente y lo escribe con una claridad y una certeza inconfundibles.
Las palabras escritas de Sergio diagraman tramas sencillas de la vida cotidiana, con aromas a infancia, al amor, a la amistad y a las enseñanzas que dieron alguna vez los mayores en una familia… Y germinan en los personajes para dar paso a historias breves, íntimas, con resoluciones reparadoras.
Con mucho trabajo de elaboración, iniciando un camino prometedor, Sergio Sosa nos brinda una serie de cuentos con un lenguaje claro, ameno, transparente; con palabras amables y cálidas.
Abramos este libro…
Sergio nos invita a recordar, viajar, soñar, compartir distintas vivencias que llegan así, sin escalas, estimado lector, directamente a tu puerta.
Historias, que, sin duda, en poco tiempo harás tuyas.
Silvia Irene Stisman
Cuando me senté frente a este, llamémosle “Prefacio”, no tenía mucha idea de lo que escribiría por variadas y no muy claras circunstancias.
Según lo que pude saber, el objetivo de estas introducciones es describir las causas del por qué el lector debería leer este libro y además, como de paso, narrar la historia de cómo nació la idea de darle vida.
Del primer propósito, solo mencionar en resumen, que son relatos cortos y con diversidad de temas, algunos extraídos de la memoria y otros de mi cuestionable creatividad, sin embargo aguardo que puedan ser algo ameno para el que los lea o en el mejor de los casos, traerle algún recuerdo agradable.
Para el segundo objetivo de este introito, que es hacer una pequeña reseña del origen de estas narraciones, entiendo que puedo decir algo más.
En mi caso, como quizás ocurra en muchas otras situaciones, este libro es hijo y nieto de la catarsis. Esa que, sin meterme en la poética aristotélica, nos sirve para liberar y eliminar nuestros recuerdos, esos que alteran la mente y de esa manera buscar el equilibrio.
Luego del fallecimiento de mi esposa, la escritura ha jugado un papel fundamental en mi vida. No como un bálsamo reparador, porque siento que es difícil que cumpla esa función, sino que se ha convertido en un amigo cercano, que me escucha y algunas veces me habla.
A raíz de las observaciones de Luis, psicólogo, sobre mi manera de contar simples historias, derivaron en su insistente recomendación en la “obligación de escribir de mis cosas” y eso me alentó a comenzar a borronear algo sin ninguna pretensión.
Me reí mucho cuando me bautizó como un “Poeta de Barrio”, un honor que entiendo no llego a alcanzar.
Siempre me gustó escribir, no obstante por diferentes pormenores no lo hice, el primero, no saber encontrar el tiempo propicio, y el segundo, quizás el más importante, ser poseedor de una fuerte autocensura que me llevaba a ser, en alguna medida, despiadado en la crítica hacia mi producción. Esta conjunción me había “obligado” a dejar de escribir por una vergüenza mal entendida.
El tremendo golpe recibido al no poder contar físicamente con el amor de mi vida, me dio las fuerzas necesarias para comenzar a delinear algunas historias que tenía escondidas y querían salir, como además, el poder vencer todos los mecanismos de defensa que me impedían hacerlo.
Me dije, o mejor dicho me convencí de que no era necesario ser Cortázar, Sacheri, Arlt o Soriano, para animarme a escribir, porque tampoco es necesario ser Pavarotti para cantar o Messi para prenderse en un picado. Por eso dejé de medirme con la regla inapropiada para hacerlo con la propia y poder seguir adelante.
No soy un escritor, me autodefino como un tipo que escribe, que en mi diccionario personal es algo diferente. Por eso fue muy útil la recomendación recibida por parte de Luis, que fue la de contactarme con alguien que me enseñara a hacer esa tarea un poco mejor, que me ayudara a corregir mis errores y que ordenara mis garabatos, y aquí Silvia tuvo la titánica tarea de mejorar la calidad de lo que traté de expresar en las páginas que siguen y también de ser la receptora de todas mis ansiedades.
En las páginas de este pequeño libro, nos encontraremos con temas simples de mi vida, tramas en las que siempre pensé, que quizás, y eso espero, sean parecidas a las vividas por mucha gente. Realmente no creo ser muy original en mis argumentos, pero sí totalmente honesto conmigo y con el lector.
La muerte, la amistad, el fútbol, los recuerdos de la juventud y la niñez, y como no podía faltar, las referencias al amor, incluyendo al perdido y el no correspondido, son mis permanentes ocupaciones a la hora de escribir.
Afortunadamente, los personajes de mis relatos fueron generosos conmigo y me ayudaron a narrar alguna historia, pero tuve la ventaja de contar con una autopista directa entre ellos y mi mano con parada de peaje intermedio en mi corazón o mejor dicho en mi mente.
Algunos lectores podrán encontrar en estas historias y reflexiones, cierta conexión con sus propias vivencias, y a otros les podrá parecer un conjunto de relatos extraños un tanto mal escritos.
A ambos les agradezco, desde ya, el tiempo de lectura dispensado y espero que puedan disfrutar, aunque sea algo similar a lo que he vivido al redactar estas sencillas historias.
Muchas gracias.
Todo el mundo dice que el “Truco” es un juego de mentirosos, yo no estoy de acuerdo, no me parece, no me parece para nada.
¿Y por qué? me preguntará usted, quizás con toda la razón del mundo por sentirse apoyado por miles y miles de opiniones, principalmente de dichos populares o mitos colectivos que dicen que este famoso juego de naipes fue diseñado para que lo disfruten los engañadores y embusteros y que lo sufran las personas francas y sinceras.
No lo voy a discutir, quizás tenga razón, pero me gustaría explicarle algo para poder refutarlo, aunque me fuera muy difícil expresarlo.
Para mí el truco no es un juego de mentirosos porque es un juego de amistad, de festejo y sobre todo de complicidades.
Porque el truco no es jugar a las cartas, es más que eso, es asado, es picada, es un vino o vermut, es un vaso volcado por golpear la mesa por un retruco ganado, porque principalmente es bromas, es risas con cargadas de ida y vuelta, y aunque sea pasajera, es felicidad, no es rabia o enojo, Y nunca debe ser dolor o tristeza.
Y por eso, el truco se debe jugar con las personas que se aprecian, con las que se comparte algo, o acaso usted elegiría como compañero a alguien que odia, aunque juegue bien.
Sí, por supuesto hay campeonatos, y allí se debe jugar contra totales desconocidos, pero es un certamen, como los hay de cualquier cosa en el mundo, del fútbol, del tenis, del básquet o de comer panchos, que sé yo, pero eso no es truco, eso es competir y competir no es truco en mi diccionario.
Lo lindo del truco, es jugarlo con personas por las cuales sentís algo de afecto o por lo menos, con aquel con quien la puedas pasar bien, con quien se pueda compartir un tiempo mejor, no sufrirlo. Es estar con esas personas que te dejan, aunque sea, una pequeña tilde de sonrisa en la memoria por haber compartido un treinta.
Y le digo más, es un juego en el que se debería prohibir jugar entre personas que se odien o que no se lleven bien. Debería estar en el reglamento. Sí, sí, no se ría, no exagero. Se debería seguir esa consigna a rajatabla, como se cumple el valor de los puntos y la importancia de cada carta.
El truco es más que un juego de naipes. Es compartir un momento de vida, no es otra cosa. Lo otro es análisis, ajedrez, póker, es apostar, es ganar o perder dinero, no es felicidad.
Ya sé lo que me va a decir, en el truco también se apuesta, sí es verdad, pero generalmente se juega por alguna ronda más de vermut, un asado, un lechón, o si es plata, generalmente será alguna suma que impacte más en el orgullo que en el bolsillo.
Y se lo dice alguien que vio jugar al truco, prácticamente desde que nació, y acá me remonto a mi memoria o bah, creo que está en mi memoria, porque quizás está en la fantasía de recuerdos que armé con relatos de terceros o con retazos de reminiscencias unidas por el hilo invisible de lo que llamamos soñar despierto.
Y ahí me veo de pantalones cortos, sentado en un banquito al lado de mi padre solo para mirar, la verdad le tengo que decir, que no entendía nada del juego ni mucho de lo que se decía, pero observaba y me entretenía.
Los observaba jugar y sentía esa sensación gratificante que los niños sienten sin ningún tipo de filtro, que es la felicidad compartida, de cantos, gritos, porotos, risas y discusiones pasajeras.
Luego fui un partícipe digamos de reparto, de ese espectáculo ya que sabía los números y tenía el honor y la primordial tarea de repartir los porotos con las instrucciones precisas de mi papá, y si me equivocaba recibía los falsos retos de mis tíos, que me recriminaban de favoritismo para un lado o para otro. Qué lindo que era, todos reían y yo también.
Usted me dirá que mi hipótesis de no llamar al truco juego de mentirosos se fundamenta solo en mi dudosa memoria de pantalones cortos, del banquito y el reparto de los porotos y que eso es una tontería que no puede ser tomada como comprobación de lo que afirmo.
Yo le puedo decir que puede ser que tenga razón, pero para mí es porque creo, en definitiva, que el truco es un juego que es similar a la vida misma.
Algunas veces te vienen buenas manos para el envido y también para el truco, quizás allí puedas pasar al frente, o tal vez en otra jugada te toquen naipes solo para alguno de ellos, pero en otras situaciones, casi siempre la mayoría, te vienen cartas para solamente defenderte y salir empatado. Como también ocurre en la vida.
O como ocurre en el amor, algunas veces vos anhelas que quieran pero simplemente y con desdén no quieren. Y cuando vos querés, el otro te canta un “30 de mano” que es igual que en la vida cuando te lastimaron diciendo “esto no va más” y en definitiva también perdés, quedándote con ese sentimiento de desventura.
Además opino, y esto es mucho más personal, que en el juego de naipes las mentiras, te pueden salvar en varias manos pero no siempre, tarde o temprano los demás se dan cuenta, amigo, entonces la mentira no sirve, porque la mentira es una verdad pasajera, la verdad llega después y es definitiva.
Cuidado, que cuando creés que tenés una buena mano, tu oponente, como el destino, te gana, te hace la primera con el as de bastos. Y vos perdés teniendo incluso el as de espadas, como pasa con la vida misma, que crees que vas a ganar y terminás perdiendo y preguntándote ¿Qué me pasó?
Así es la vida, llena de cuatros, cincos y seis de diferente palo y vos tratando que el destino no te saque muchos puntos en ese momento, querés que pase pronto esa mano para tener revancha y esperanza de que en la próxima, nos venga aunque sea algún naipe valioso. Por eso es que debemos aprovechar siempre cuando nos viene una buena carta, la debemos usar, hacerla valer y no dejar pasar la oportunidad de jugar o de vivir.
¿Y ahora se da cuenta? Por qué afirmo que se debe jugar con gente querida, con compañeros, o sin ir muy lejos, con aquellos que compartan una mirada similar, por eso digo que no se debe jugar con enemigos, porque ya es difícil ganar a las cartas o al destino y mucho más cuando debes hacerlo sin las personas que querés de compañeros.
Bah, es lo que me parece.
Para finalizar, le tengo que decir amigo, falta envido y truco, así nomás sin mirar las cartas.
Yo creí que me quería, creí que no podía vivir sin mí,
que yo era todo para ella, me equivoqué totalmente,
quizás hubiera sido más fácil si nos hubiésemos conocido.
—Hola, perdoname si estoy equivocado, sos Susana ¿verdad?
—Sí, y vos sos Martín, ¿No’ cierto?, cuando te vi allí sentado, me preguntaba si eras vos. No estaba segura, y tampoco estaba segura si querías hablar conmigo.
—¡Pero por favor! pasaron muchos años Susana, ya somos grandes, lo que pasó entre nosotros, ya fue. Es cosa juzgada.
Me acerqué y le di un beso en la mejilla, como si fuésemos amigos. Tenía un lindo perfume mezclado con el aroma del cortado que estaba tomando.
Si bien, los años pasaron, todavía conservaba algunos toques del aire juvenil que tenía cuando la conocí, el pelo lacio rubio no muy largo (ahora me imagino que teñido), los ojos celestes, no mucho maquillaje, y la ropa, como siempre vestida a la moda, insinuando que aún tenía buena figura para una señora de su edad. Linda como siempre.
—No me digas que sos abogado.
—No, soy psicólogo, dejé administración y comencé a estudiar después que nos dejamos de ver ¿decís abogado por lo de cosa juzgada? —Ella rió y tenía la misma sonrisa de los veinte años, esa misma que me cautivaba.
—¿Y qué es de tu vida? Tanto tiempo… ¿Estás casada? ¿Tenés hijos? Contame… Bueno, perdón, yo me senté sin invitación y no sé si esperás a alguien o si tenés tiempo para charlar, perdoname –Hice un ademán desganado como si fuera a pararme.
—No te hagas problema. solo quería tomar un café y descansar un poco. Sí, estoy casada hace casi… treinta años ya, con Juan José, ahora es taxista, desde que cerraron la fábrica de carrocerías de colectivos que estaba en aquella esquina de Rivadavia ¿Te acordás? Tengo dos hijos de veintiocho y veinticinco años. Emiliano y Juan José, juntos tienen un bar cerca del barrio, ah, por supuesto tengo dos nietos que son mi perdición.
—Siempre te gustaron los chicos, me imagino ahora con los nietos, cómo los malcriarás —dije tratando de mostrar interés y simpatía.
—Sí, totalmente, una abuela babosa, de dos linduras: Ludmila que se habla todo, de tres años y el otro, Benjamín, un gordo de apenas seis meses, que es lindísimo, muy parecido al padre.
—Qué lindo, y contame, ¿trabajás?
—Sí, trabajo hace bastante, soy empleada en una escribanía y vine a traer unos documentos a una empresa y me dieron ganas de tomar un cortado, antes de ir para casa. Y vos ¿qué contás? Te tengo que decir que a pesar de las canas estás casi igual, unos pocos kilos de más y bueno, conservás la barba —Sonreí, perdonando la mentira.
—Te hago un resumen rápido para no aburrir, estoy divorciado, y también tengo dos hijos, una hija de veinticinco y un hijo de veintisiete años, María de las Mercedes es arquitecta y Rodrigo, es contador. Afortunadamente están muy bien en sus trabajos.
—Uh, esos nombres me suenan…
—Ah, Sííí… eran los que pensábamos para… cuando nosotros tuviéramos nuestros hijos juntos. Bueno estaban libres y los puse en uso, jaja. —Ella hizo un rictus de sonrisa, me pareció que mucho no le gustó que le pusiera los mismos nombres que habíamos pensado juntos. No obstante, seguí hablando.
—Los dos están en pareja, pero no tengo nietos por ahora, dicen que tienen tiempo. Decime ¿y tus hermanos? ¿Tu mamá…?
Dejó el rictus de fastidio en paz, y empezó a contarme, que la madre había fallecido hacía seis años y sobre algunos detalles del estado actual de sus dos hermanas y dos hermanos, a quienes conocía.
Me desconecté de la conversación y de vez en cuando, asentía o decía “Ajá”, “¡Mirá vos!” o cosa similar. La verdad mucho no me interesaba y hacía como que escuchaba con interés.
Ese paréntesis en la conversación me sirvió para recordar.
Recordar lo que ocurrió hace más de treinta años, recordar nuestra última conversación en el colectivo. Volver a sentir ese dolor ante la ruptura. Palpitar nuevamente esa sensación indudable del engaño con otro. Escuchar su silencio ante mis acusaciones; sentir otra vez esa pesada tristeza y repetir por un instante el abismo en que caí por ese amor, asimétrico, fraudulento y no correspondido.
—¿Y los tuyos? —me dijo ella, a manera de devolver la gentileza, despertándome de mis pensamientos, de ese tipo de ensoñación por el pasado, mejor dicho, de esa pesadilla del pasado.
Me reconecté con el presente, e inmediatamente me di cuenta, que me había mentido sobre lo de “cosa juzgada”, quizás todavía le faltaba la sentencia final.
Y comencé, como un autómata, a contarle de mi hermana y el fallecimiento de mis viejos, sin poder olvidar el pasado.
Como la conversación de esas historias tiraba para abajo el ánimo, traté de cambiar de tema preguntándole por dónde vivía.
—No me moví del barrio, vivo cerca de donde estaban mis viejos ¿Te acordás? estoy a cinco cuadras ¿y vos?
—También, cerca de donde vivía antes. Si querés, te llevo, estoy con el auto estacionado a una cuadra.
—No…, dejá, te tenés que abrir un montón.
—No te hagas problema, Susana, podemos seguir charlando mientras te llevo. No tengo ningún compromiso —mentí para convencerla, y después de insistir un poco, pagué la cuenta y nos fuimos para el auto.
—¡Uh, qué lindo auto! debés cobrarles bien a tus pacientes.
—Más o menos —Me sonreí. Salimos, y me encaminé por el camino que tantas veces había recorrido en colectivo de noche, de día, de tarde, con lluvia, con sol, con frío, solo para verla, aunque fuese un rato, entonces me animé a preguntar:
—En todo este tiempo ¿te acordaste alguna vez de nosotros?, es decir, no la parte en que… nos dejamos —No quise decir me dejaste, —la parte linda …
—Sí Martín, me acuerdo mucho, algunas veces me preguntaba qué había sido de vos, te busqué en Facebook. Y te encontré pero no decís mucho en tu página, solo algunas fotos de tus viajes y nada más.
—Sí, trato de no decir mucho. Yo también te recordé, pero no te busqué por Facebook.
—¿Por qué? ¿Seguías enojado?
—No, quería dejarlo así, como decía Serrat, “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”.
—Ah, no digas pavadas, que ya estamos grandes para esas cosas.
—No, ninguna pavada, es cierto, nuestra ruptura, para mí fue un dolor enorme, me costó superarla. Cuando me repuse, me focalicé en el trabajo y en estudiar, y después conocí a alguien, pero no supe cuidarla, ya estaba enfermo de trabajo y estudio, y creo, no le di el tiempo que se merecía. Fui un tarado, bah.
—No me digas que no estás bien, tenés un buen pasar por lo que me parece y tus hijos parece que les va muy bien también.
—No hablo de eso, Susana, estoy hablando de otra cosa, que muchas veces me he acordado de vos, de nuestra pasión, de cuando hacíamos… el amor. De cuando escuchábamos música, de cuando íbamos al cine. De lo que vivimos juntos, lástima que después…
—Yo también lo recuerdo con mucho cariño.
—¿Qué parte?
—De todo, —dijo entre sonrojada a pesar de la edad y con un dejo de sensualidad.
—Sí, la verdad que la pasamos muy bien, éramos felices, bah, yo era feliz, estaba enamorado y me quería casar. Quizás estaba un poco acelerado, éramos jóvenes y yo quería las cosas, ¡ya!
—Sí, bastante acelerado —Rió ella. —Pero lo nuestro…
—Dejalo así Susana, —dije sin emoción y sin rencor. —Es muy tarde para aclaraciones o descargos, el tiempo pasó y nuestras historias se dividieron, quizás con toda la razón, porque no éramos el uno para el otro, quizás en la escalera de la vida, fuimos solamente un escalón.
—No te enojes —rogó ella, tocándome el hombro, es que…
—No me enojo Susana, es un lindo momento, nos encontramos después de muchos años y lo hicimos bien, no lo empañemos para hablar de cosas que hoy ya no tienen sentido. Creo que pasó tanto tiempo que ahora hay que aprovechar los recuerdos lindos y olvidar los otros.
—Tenés razón lo que decís, siempre fuiste el más sensato e inteligente de los dos y tuviste las cosas claras.
—Ojalá hubiera sido así —Sonreí levemente. —No te enojes, pero antes de llegar, te quisiera pedir algo.
—¿Qué cosa?
—¿Te puedo dar un beso? Qué se yo, tengo ganas, para rememorar viejos tiempos, solo eso —Ella no dijo nada, y pensé como dice el dicho “el que calla otorga”.
Estacioné rápidamente el auto y la besé, no fue un beso apasionado, más bien, algo tímido, como de primer novio.
No fue lo mismo, habían pasado muchos años, Quizás si… bueno, no importa.
Sonreímos los dos, ella todavía con su mano en mi nuca, me dijo:
—¡Fue muy lindo!, ¡Seguís siendo muy dulce!, —mintió quizás a modo de caricia.
Por un momento pensé en tratar de ir más lejos que un beso de novios adolescentes, pero recordé lo que cantaba Serrat y preferí decir:
—Creo que a partir de ahora me tenés que indicar por dónde voy. Ya no me acuerdo.
—Seguí derecho y dentro de cinco cuadras doblás a la derecha, y ahí seguís derecho ocho cuadras más, yo te aviso, —Llegamos. —Dejame en la esquina. —Su tono de voz había cambiado, antes de llegar estuvo buscando algo en la cartera, un pedazo de papel y una lapicera. Allí escribió su nombre y el número de celular.
—Llamame, ¿dale?, así terminamos esta… charla —me dijo, en una mezcla de ruego y orden.
—Sí por supuesto —respondí apresurado —Sin problemas, cuando deje de manejar y llegue a casa te mando un mensaje, así tenés agendado mi teléfono también.
Me besó en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios, me miró, abrió la puerta del auto y me susurró un “Chau”, caminó unos pasos y se dio vuelta para saludarme con la mano.
Yo la seguí con la mirada, hasta que a setenta metros ingresó en una casa de la que no quise fijar los detalles del frente en mi memoria.
Arranqué el auto y seguí el camino automáticamente. Pensando, sobre lo que haría, sobre el pasado, el presente y el futuro. Estaba algo confundido.
Me imagino que iba despacio, masticando suavemente todo lo ocurrido, cuando alguien me tocó bocina, recordándome que estaba en la avenida y por el medio, molestando a todos.
Doblé, estacioné, respiré profundo y me pregunté “¿Qué estás haciendo Martín?” tenía un torbellino en la cabeza, más propio del joven de décadas pasadas, lejos del tipo que está más cerca de ser abuelo que de comenzar un, digamos, noviazgo o algo clandestino.
Lo que sí sabía era que una mitad de mí, quería enviarle un mensaje ya mismo, diciéndole, “Susana, qué lindo fue verte, mi número es…, decime cuándo podemos continuar la charla, así te paso a buscar”. solo esperar y ver lo que pasaba, quizás volver a vivir algo lindo, distinto, sin mucho futuro, pero tal vez rememorar algunos momentos. A lo mejor ella también lo necesita.
La otra mitad comenzó a recordar, a hacer memoria de lo que sufrí por ella, lo que lloré, rememorar mi angustia y mi depresión por la ruptura no deseada ni esperada, en definitiva, se develó la verdad, la “cosa juzgada” fue un autoengaño.
Y esa otra mitad también me preguntó —¿Por qué ahora será distinto? ¿Por qué no te va a hacer sufrir otra vez?
Y un determinante ¿Por qué?
Me sonreí; al principio creí que ninguna mitad me había convencido,
Suspiré.
Arranqué nuevamente el auto.
Puse música.
Abrí la ventanilla y arrojé el papel.
Me arrepentí solo porque nunca me gustó ensuciar la calle…
Uno aprende a convivir con el dolor,
no importa cuán grande es el cuchillo clavado,
nos acostumbramos a vivir y caminar con él,
sin poderlo quitar nunca totalmente.
¿Por qué tardará tanto?
Me dijo que a estas horas vendría por mí. No tengo reloj, pero, como ya amaneció… Seguro que tiene que ir a buscar a otros. Siempre necesita de otros para cualquier cosa.
Pero, eso sí, siempre cumple lo que promete. Estoy seguro que me dijo algo así como —Cuando la noche se termine vengo por ti, cuando apenas llegue la claridad estoy aquí.
Mira que encontrarnos en Belchite, cerca de Zaragoza y tan lejos de nuestro hogar y aún más distante del amor de nuestra madre, después de tanto tiempo sin vernos, sin siquiera cruzar palabras ni cartas, encontrarnos aquí cerca del río, los dos mucho más flacos y barbudos; por supuesto lo reconocí casi de inmediato. Y digo casi porque no veía bien al principio, tenía entrecerrados los ojos por el sol, además de cansado y con algunas heridas en el brazo izquierdo y el pie derecho.
Mi ropa estaba hecha girones, mi hermano, bastante bien, comparado con las circunstancias del momento, con la ropa gastada, pero en mejores condiciones que las mías, y con ese birrete azul, como siempre a este desgraciado no le queda mal ningún ropaje.
Lo vi caminando hacia mí, con el arma en la mano, quizás porque al principio no me reconoció, con ese caminar apurado que tiene desde siempre. Desde que éramos niños, desde cuando nos mandaban a cuidar las ovejas.
Ayer mismo, le pregunté si recordaba cuando salíamos a buscar anguilas, y me respondió que se acordaba perfectamente.
—Cómo me voy a olvidar de eso Pepe —me dijo con voz un poco ronca.
Pero cuando le reviví aquella anécdota de cuando se resbaló y cayó al agua, que por reírme casi me caigo yo también, de los golpes de nuestra madre al verlo todo mojado, no le gustó demasiado, en ese momento hizo una mueca apenas, asintió con la cabeza y preguntó por nuestra madre y el resto de nuestros hermanos más pequeños.
Yo no sabía mucho, nos habíamos ido en momentos similares, los dos para lugares distintos y poco sabía de la familia y de la vieja casa de piedra junto al río.
Igual mentí, —todos bien, creo, Los tiempos son muy malos Miguelito, Al perro flaco, todo se le vuelven pulgas.
También me preguntó si sabía algo de Antonia, a los dos nos gustaba esa muchacha, pero me parece que a ella le gustaba mucho más Miguel, recuerdo siempre cuando hablábamos, me preguntaba por él y se sonrojaba.
Estuvimos hablando, por lo que me pareció un poco más de media hora, pasando por el pan de mamá, la tienda de Manolo, de cuando quisimos cazar un lince con un arma de vaya a saber de qué siglo era, por supuesto sin éxito, vaya que luego el tiempo se ha encargado de cambiar esa destreza.
También de cómo nos abrazábamos y bromeábamos, riéndonos por cualquier tontería, orgullosos de ser hermanos. Y ahora, tan fríos, tan lejanos que parecemos dos desconocidos.
Estaba muy serio, más que de costumbre, entonces fue cuando me dijo, —Pepe, tú ya sabes todo ¿verdad? Mañana cuando apenas haya claridad, te paso a buscar.
—Miguel, no te apenes para nada hermano, te espero tranquilo, ¿tienes algo para comer? aunque sea un mendrugo. Con la barriga vacía, ninguno muestra alegría, —le dije y me respondió que sí, me alcanzó un pedazo de pan y un poco de agua, se sonrió nuevamente, balbuceó algo sobre mis habituales refranes y se fue rápido.
No dormí nada, estaba acostumbrado a dormir en cualquier sitio, pero el suelo me pareció más duro que de costumbre, me quedé mirando hacia arriba, reviviendo algunas historias de cuando éramos jóvenes y de cuando nos fuimos al pueblo porque había fiesta de la patrona, y también muchachas, ¡Ay Antonia! ¿Dónde estarás ahora? De cuando empezó la guerra, de los llantos de nuestra madre y del entierro de nuestro padre.
Mientras tanto, miraba a mi alrededor, para ver si había algún lugar mejor, un poco más fresco, estaba en una casucha de piedra casi sin techo, creo que en alguna ocasión servía de corral para las ovejas, me pareció por las bolillas de excrementos, que veía en el suelo, no había demasiado olor, estaba acostumbrado de pequeño al hedor de los deshechos secos de los animales.
Solo había una entrada pequeña, y cerca había un grupo de jóvenes, más o menos de mi edad hablando de tonterías y riendo fuerte.
Tenía calor, menos mal que la falta de techo ayudaba a que entrara el aire en esta especie de barraca chica, pero no me preocupé, porque solo estaría por esta noche.
Bueno, acá está, ya llegó, siempre cumpliendo con lo prometido, y vino acompañado, como sospechaba, él nunca hace las cosas solo.
—Aquí estoy Miguel, hermano, gracias por no hacerme esperar demasiado.
Me abrazó con un abrazo fuerte y largo, salimos juntos. El grupo que hablaba fuerte en la noche nos estaba esperando.
Me preguntó con voz entrecortada si quería algo. Le dije que no, que ya se cumplió mi deseo de ver a mi hermano, aunque fuera por unas horas.
Me agarraron ganas de cantar. Y canté fuerte, casi gritando aunque estaba tranquilo.
¡Arriba, parias de la tierra
¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha:
es el fin de la …
No llegué a terminar la estrofa, porque mi hermano gritó – Apunten…, Fuego Coño, antes de ponerse a llorar. Y en ese momento sentí su dolor, junto con un ardor en mi pecho.
Después de pedirle al mozo una coca y un tostado de jamón y queso, me quedé pensativo mirando la calle. A cuarenta metros vi el paredón de una fábrica y no sé por qué me transporté al pasado.
Ese paredón me hizo acordar a… Qué linda que fue esa época, quizás no lo fue para todos, pero para mí lo fue, porque éramos pobres, pero no nos dábamos cuenta porque éramos felices.
Y fue linda de verdad por muchas razones, evidentemente la edad y las amistades de aquel entonces ayudaron, pero creo que también hubo un agregado importante que me marcó o mejor dicho nos marcó a muchos, que fue el poder ser protagonistas de lo que podríamos nombrar como un hito barrial, y lo digo sin exagerar. Me queda solo pensar que fui uno de los actores principales de lo que podríamos llamar “la fundación”, o mejor dicho, el nacimiento de esa leyenda de nuestro vecindario.
Sí, y me permito decir leyenda, porque ya pasaron varias décadas, una cantidad de años suficientes, como para que la memoria borrara los recuerdos malos y los reemplazara por otros que se acomodan mejor a la historia para hacerlos más lindos para relatar.
Muchas veces los recuerdos viejos son adornados como los viejos colectivos, con muchos fileteados, todo para que parezcan más lindos, un poco recargados a veces, pero es lo que siempre pasa cuando queremos poner un filete más, algunas veces nos excedemos. Pero no tiene importancia.
Bueno, comenzando por el principio, empezaría por contar que cuando era muy chico, frente a mi casa, había una fábrica que, creo era de cartón, mejor dicho, hacían cartón.
Recuerdo cuando la fábrica funcionaba a pleno, la miraba con aquellos ojos de niño, viendo los camiones que entraban y salían, gente que iba y venía, gritaba, se reía, también se enojaba y por todo eso me encantaba verlos porque era vida, era trabajo, era en definitiva, algo maravilloso.
Muchos conocidos del barrio trabajaban allí. Los reconocía, ya que hablaban con mis viejos y me acariciaban de vez en cuando la cabeza a manera de saludo. Y algunos hasta me saludaban por mi nombre.
Pero un día, y como ocurre muchas veces en el país, esa empresa de barrio, se transformó rápidamente en eso que fabricaba, en cartón y se quebró, quedando solamente el edificio como un esqueleto, vacío de trabajo, de gritos y de ruido, quedando solo el silencio de la desocupación.
Yo era muy chico, pero igual me entristecí, se fueron los camiones y la gente, y solo quedó un frente de silencio. El barrio ya no era el mismo.
Pasaron los años, y el frente del edificio empezó a sufrir las inclemencias del tiempo, pero seguía siendo parte de la decoración barrial, blanco de cohetes, rompeportones y una lanzadera perfecta de algunas pocas cañitas voladoras para las fiestas, y lo más importante, como no había vecino que se quejara, la vereda se usaba para jugar a la pelota.
En verano cuando el calor era imposible y especialmente en carnavales, abríamos la cañería de incendio para jugar y refrescarnos, después no podíamos ajustar la llave y salía un chorro de agua vertical de unos metros, hasta que venía algún adulto con ganas de mojarse y herramientas apropiadas para cerrarla.
Todo permanecía cerrado y mudo, hasta que la curiosidad de un grupo de ocho o nueve atorrantes que comenzaban a entrar en la adolescencia, yo incluido, nos empezó a picar esa urticaria de la curiosidad y la investigación. ¿Qué habría adentro de esa ruina?
Entonces un día nos metimos literalmente por una ventana, para saber qué había dentro, y al entrar pudimos ver una mezcla de edificio semiderruido, montañas de escombros, playones de carga y descarga con pilas de suciedad, muchas cosas tiradas que costaba saber qué eran o para qué habían servido, tanques con una mezcla gelatinosa, creo que en el pasado había sido pegamento y que en ese momento bautizamos inmediatamente como “masilla plástica”; este elemento serviría luego para batallas campales entre dos bandos.
Comenzamos a investigar con cuidado. Como el predio era de más de media manzana, tratamos de recorrer todos los rincones poco a poco visitando lo que nos parecía una mezcla de película de terror, algo de un policial de los cuarenta con una pizca de ciencia ficción acerca de un futuro postapocalíptico.
Como chicos que tenían más anhelos que realidades, empezamos a buscar cosas que podrían servir para revender, dentro de ese baldío de chirimbolos inservibles y sucios.
Empezamos a ver que había algo de plomo y de bronce, y se sacó todo lo que podía servir, almacenando para esperar el momento propicio para venderlo. Pero lamentablemente, una noche, uno de nosotros fue más rápido, y los metales “preciosos” desaparecieron sin compartir las ganancias. Al tiempo uno de nosotros apareció con campera y pantalones nuevos, diciendo que se los había regalado el padrino, nadie le creyó.
Una tarde de sábado en verano, en una de estas excursiones, mezcla de descubrimiento y lugar de juego, entró la policía, seguramente alertada por algún vecino que nos vio pululando dentro de la fábrica, gritando, jugando, haciendo el suficiente batifondo como para no dejar dormir la siesta a nadie.
La policía detuvo a tres de nosotros y luego los padres tuvieron que ir a buscarlos a la comisaria, obviamente aguantarse los retos del comisario y explicarle que era cosa de chicos y que no se iba a repetir.
Yo también recibí el reto de esos padres al tratar de explicar por qué no me habían agarrado, mi culpa fue mi rapidez, por eso la policía ni me vio. Si bien todos teníamos el sentido de compañerismo de Los mosqueteros “de todos o ninguno”, mis piernas no lo recordaron, solo tuve tiempo para alertar al grupo con un grito
¡Guarda, la cana! ¡Rajemos!
Y salí corriendo antes que alguien se diese cuenta. Y pasé raudo por la ventana que era entrada y salida. Lástima que no competía en una olimpíada porque seguro hubiese obtenido alguna medalla.
El cuento es que luego de ese incidente, durante un tiempo nadie entró en el lugar, porque estábamos temerosos del enojo de nuestros padres, pero lamentablemente… era un lugar que ya habíamos visitado, lo conocimos en detalle, nos había encantado y ya no podíamos dejarlo como si no lo hubiéramos visto nunca en nuestra vida. El “daño” en nuestro ánimo juvenil estaba hecho, el espíritu aventurero había prendido fuerte en nosotros.
Y entonces, comenzamos nuevamente con las excursiones, ahora prometiéndonos no gritar ni hacer ruido, cosa que fue imposible.
Un día, sentados en algún piso del mugroso lugar, no me acuerdo a quién, se le ocurre:
—Che, y si limpiamos el playón de adelante y hacemos una canchita…
—Dejate de joder, hay una mugre bárbara, cuánto vamos a tardar…
—Está fabuloso, imaginate tener nuestra propia cancha para jugar cuando quisiéramos sin que nadie nos moleste.
—Sí, en especial doña Filomena, que cuando está en hija de puta nos pincha “la Pulpo”.
—Traigamos escobas y escobillones que nos den en casa, y empezamos a limpiar el playón de adelante, que está techado.
—¡Ojo! El que no limpia, no juega, es una ley para todos.
Así que por el dictamen de esa ley que no pasó por ningún congreso, comenzamos a barrer y a pelearnos por estrategias de limpieza, productividad, colaboración, todo con vistas a nuestro futuro estadio.
Debo decir que lo “planificamos” y comenzamos con el arduo trabajo del “dudoso aseo”, trabajoso para adolescentes que no limpiaban ni su cuarto en sus casas y que pretendían limpiar ese playón que otrora fue un gran depósito para poder jugar al fútbol, o mejor dicho a la pelota.