Renacimiento - Alberto Garín - E-Book

Renacimiento E-Book

Alberto Garín

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Beschreibung

Según los libros de historia, el Renacimiento y su forma de entender el arte comenzó en el siglo xv. Sin embargo, lo cierto es que no fue hasta 1527, tras el saqueo de Roma, cuando este nuevo estilo se convirtió en el símbolo del catolicismo y alcanzó las cotas de popularidad que lograron redefinir para siempre la manera de comprender la pintura, la escultura y la arquitectura. Alberto Garín analiza en este esperado libro las intrigas políticas y los profundos cambios sociales que definieron esta época para explorar la ambición de los papas, el poder de los reyes y los sueños de grandeza que impulsaron una revolución sin precedentes. Y, por supuesto, se sumerge en las obras maestras y genios como Leonardo, Miguel Ángel o Botticelli, entre otros muchos nombres, que formaron parte de este periodo artístico. «El Renacimiento ha sido considerado el estilo artístico que a partir del siglo xv logró recuperar para Europa un mundo clásico humanista y racional, tras diez siglos de oscurantismo medieval, teocrático e irracional. Nada más lejos de la realidad. Ni la Edad Media fue oscura e irracional, ni el Renacimiento es ese supuesto momento de humanismo brillante. En realidad, el Renacimiento surgió como una reacción política de las élites florentinas contra los ejércitos alemanes del emperador para terminar por convertirse en el estilo por antonomasia de los papas y el mundo católico. Entre 1400 y 1527, el Renacimiento fue un movimiento artístico anecdótico en unas cortes, las de los Reyes Católicos, el emperador Carlos V, los reyes Valois de Francia o Enrique VIII de Inglaterra, donde dominaban las formas más alambicadas del arte medieval. Solo cuando el Renacimiento pasó a ser un símbolo del catolicismo se convirtió en un estilo artístico que conquistó el mundo».

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Seitenzahl: 427

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Renacimiento. El arte que conquistó el mundo

© 2025, Alberto Garín

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Arte de cubierta: LookAtCia

 

ISBN: 9788419802989

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

1. La vanguardia antes del Renacimiento: el arte borgoñón

2. Florencia contra el Imperio: el origen del Renacimiento

3. Humanismo inventado y humanismo cristiano

4. Documentos falsos bibliotecas nuevas: los papas de mediados del siglo XV

5. La vieja Capilla Sixtina

6. La imprenta el arte dogmático

7. Las batallas del arte:. Leonardo contra Miguel Ángel

8. La Roma de los Borgia

9. El nuevo Vaticano de Julio II

10. El saqueo de Roma

11. El fin de la Edad Media en españa: las catedrales de Carlos V

12. Una casa para el emperador: los palacios de Carlos V

13. Los sueños de grandeza de los reyes de Francia

14. Los Tudor contra el Renacimiento

15. El último Miguel Ángel

16. Cuando el Renacimiento conquistó el mercado

17. El Renacimiento de Felipe II: de Tiziano Juan de Herrera

18. La biblioteca más grande de la cristiandad

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

A Philippe Malgouyres, por abrirme los ojos a la verdadera historia del arte.

Prólogo

 

 

 

 

Cuando hablamos del Renacimiento, la primera idea que nos viene a la cabeza es la de un movimiento artístico originado en Italia a comienzos del siglo XV que recuperaba el mundo clásico, el de Grecia y, sobre todo, el de Roma, y que, además, ponía al hombre en el centro de la creación tras el largo periodo medieval dominado por la omnipresencia, por no decir la imposición, de Dios.

Es más, ese protagonismo que se le dio al hombre fue lo que permitió el surgimiento del humanismo. Si el Renacimiento fue el despertar artístico que anunció el final de la Edad Media, el humanismo fue el despertar intelectual.

A partir de ahí, los estudiosos del Renacimiento nos han mostrado cómo durante más de cien años, desde comienzos del siglo XV hasta el inicio de la Contrarreforma católica, se fueron sucediendo los artistas que cada vez eran más naturalistas, más realistas, más humanos, menos teocéntricos, más libres, más capaces de desarrollar su individualidad.

Todo este proceso llegó a su cumbre con la reconstrucción de San Pedro del Vaticano en los tiempos de Bramante, Rafael y Miguel Ángel, al tiempo que la monolítica Iglesia católica se desquebrajaba con la llegada de los reformadores protestantes, que aspiraban a una libertad en su fe parecida a la que los artistas habían logrado en su creatividad.

Pues bien, en este libro, tenemos por objetivo demostrar que esta explicación del Renacimiento, y su inseparable pareja el humanismo, es incorrecta.

Se recuperó el mundo clásico. Sí. Pero no por poner al hombre en el centro del universo (algo que tampoco había ocurrido ni en Grecia, ni en Roma), sino porque, de partida, una Florencia exitosa quería librarse del lastre del Sacro Imperio.

Otra cosa es que ese Renacimiento florentino le gustó tanto a los papas, que lo convirtieron en el arte católico por antonomasia. Sí, el Renacimiento es el arte de los católicos, porque si algo caracterizó a los protestantes fue su abierto rechazo por las formas renacentistas (y el saber clásico en general).

Y en cuanto a los artistas modernos, rompedores, de fuerte personalidad, por supuesto que los hubo. Miguel Ángel es el mejor ejemplo y, en gran medida, el único, porque los artistas supieron someterse al mercado y si hay un momento donde lo demostraron claramente fue durante el Renacimiento. Los artistas se hicieron renacentistas cuando sus clientes les reclamaron un arte clásico. Si no había esa petición, la mayoría de los artistas del siglo XV y comienzos del XVI se movieron en el arte medieval, que era lo que sabían hacer, les gustaba y les daba de vivir.

Una observación final. Ese modelo teórico del Renacimiento del príncipe sabio, humanista, que respeta la tradición cristiana, pero que se abre a todos los saberes clásicos. Ese príncipe que vive en un palacio armónico pero rodeado de una naturaleza bien racionalizada, en jardines perfectamente ordenados. Ese príncipe que se rodeó de sabios y miles de libros para bien gobernar, sí existió. Pero no, no fue Lorenzo, el Magnífico, ni el papa Julio II. No fue el emperador Carlos V, ni el rey Francisco I de Francia.

El príncipe que sí supo ajustarse a todos los principios que defienden los grandes teóricos del Renacimiento fue Felipe II. ¿Le sorprende esta afirmación? Entremos en materia, recorra este libro y descubramos, al final, por qué fue así.

1. La vanguardia antes del Renacimiento: el arte borgoñón

 

 

 

 

El 19 de septiembre de 1356, dentro de la guerra de los Cien Años, el rey Juan II de Francia (1319-1364) fue derrotado y hecho prisionero por las tropas del príncipe de Gales en la batalla de Poitiers. Junto al rey había combatido su hijo pequeño, Felipe (1342-1404), que solo tenía catorce años, que también fue capturado, y que demostró tal bravura en el combate que pasó a ser conocido como el Atrevido.

Juan II y su hijo Felipe fueron enviados como prisioneros a Inglaterra, donde permanecieron hasta 1360. A su vuelta a París, con Francia debilitada por los ataques ingleses, y también por las revueltas de los campesinos y los burgueses, el rey Juan II decidió establecer un modelo de apanages o infantazgos con los que hacer sobrevivir su reino. El heredero de la Corona sería su hijo mayor, el futuro Carlos V (1338-1380), y sus otros hijos serían señores de importantes dominios por toda Francia.

La idea era que Carlos V pudiera contar con el concurso de sus hermanos, fortalecidos con esos importantes dominios. En gran medida, lo que habían hecho los ingleses, que, además de las tropas que traían de la Gran Bretaña, contaban con el apoyo de los señores del Poitou o la Guyena.

Entre los infantazgos que estableció Juan II, a su hijo Felipe el Atrevido le correspondió, primero, la Turena (la región de Tours) y, a partir de 1363, el ducado de Borgoña, que el propio Carlos V había recibido en herencia dos años atrás.

Esa idea del rey Juan II de que su hijo Carlos V contaría con el apoyo de sus hermanos, reforzados por grandes señoríos, habría de funcionar hasta la muerte de Carlos V en 1380. En ese momento, la Corona de Francia pasó a Carlos VI (1368-1422), un niño de once años que hubo de dejar el gobierno en manos de sus tíos, incluido Felipe el Atrevido, duque de Borgoña.

Pero, en 1392, Carlos VI se vio afectado por un ataque de delirio que le imposibilitó para el gobierno buena parte de su vida. La regencia volvió entonces a manos de sus tíos y, más tarde, de sus primos, que iniciaron una guerra entre ellos por el control de la Corona (el famoso conflicto de los armagnacs contra los borgoñones), lo que favoreció a los ingleses, que seguían enfrentados a los franceses dentro de la guerra de los Cien Años.

Pero volvamos a 1380. El rey Carlos V había muerto. Le sucedió su hijo Carlos VI. Y Felipe el Atrevido, tío del nuevo monarca, controlaba la regencia. En el momento de su fallecimiento, Carlos V estaba rematando las obras de su castillo favorito a las puertas de París, el castillo de Vincennes. Felipe el Atrevido siguió adelante con las obras en nombre de su sobrino Carlos VI.

Se estaba construyendo, en concreto, la Santa Capilla, que había de convertirse en el espacio sagrado más destacado de la fortaleza. El arquitecto a cargo era Raymond du Temple (†1404), a quien Felipe el Atrevido le encargó que prosiguiese la obra, pero con unas formas más audaces. Que ese repertorio de lo que con el tiempo se conocería como gótico radiante fuera más allá de repetir una y otra vez los motivos circulares en las tracerías de las ventanas. Raymond du Temple puso manos a la obra e hizo unas tracerías con formas alargadas, flameantes, lo que hará que con los siglos los historiadores del arte denominen esta variante del gótico como flamígero.

Fue un cambio puramente formal. Para ese año de 1380, las grandes soluciones estructurales y constructivas del gótico estaban plenamente asentadas. Lo que Felipe el Atrevido quería era mostrar una arquitectura más osada. Para ello, había que tener unos escultores, unos canteros con la mano más fina, a los que, obviamente, había que pagar mejores salarios.

El resultado debió gustar, pues, como veremos, en unas pocas décadas esas formas arquitectónicas más intrépidas se expandieron por toda la cristiandad occidental. Recordemos, no había un cambio en la forma de construir, sino, sencillamente, en sus acabados. Por supuesto, Felipe el Atrevido había contado con el buen hacer de un arquitecto reputado, Raymond du Temple, que contaba con un equipo notable y, sobre todo, con el dinero de las arcas reales, que era con lo que se pagaba toda aquella obra.

Aquello no fue más que el comienzo de un ambicioso plan. Quizás no fuera a desplazar a su sobrino del trono de Francia, pero, a partir de Borgoña, Felipe el Atrevido podía construir un nuevo Estado que, quizás, en el futuro, se convirtiera en un reino. Un Estado que iría desde los Alpes al mar del Norte (desde las actuales Suiza a Bélgica). En 1369, Felipe el Atrevido se había casado con su prima Margarita de Dampierre (1350-1405), heredera de Luis II de Flandes (1330-1384), que aportó una notable dote a su matrimonio: los derechos a los ducados de Brabante y Limburgo, así como el Franco-Condado y los condados de Nevers, Artois, Rethel y, sobre todo, Flandes.

Cuando Luis II murió en 1384, Felipe el Atrevido, en nombre de su esposa, se hizo con todos los dominios de su suegro. No solo se trataba de ampliar los territorios del ducado de Borgoña, sino, sobre todo, de controlar Brujas, en Flandes, la principal ciudad comercial del norte de Europa, a donde acudían desde los mercaderes italianos a los de la Hansa del mar del Norte y el mar Báltico.

Esa posición de privilegio se vio mejorada tras la Peste Negra. Esa epidemia, que a partir de 1347 se llevó por delante a más de la mitad de la población de Europa, afectó en muy escasa dimensión a Flandes. De modo que, pasado lo peor de la Peste Negra, los mercaderes de Brujas lograron posicionarse allí donde sus rivales sencillamente habían desaparecido por la epidemia.

Así, cuando en 1384 Felipe el Atrevido tomó el control de Brujas gracias al patrimonio heredado por su esposa, sus arcas se llenaron con todo ese dinero que necesitaba para su ambicioso programa artístico-político. Porque si quería hacer de Borgoña un reino, tenía que ser capaz de demostrar a los otros príncipes de Europa la grandeza de sus pretensiones. Ya había dado una prueba en Vincennes. Hacer un arte más audaz, más epatante.

Un año antes de asumir la herencia de su suegro, Felipe el Atrevido había lanzado la construcción del que había de ser el panteón real de su dinastía borgoñona, la cartuja de Champmol, y allí logró reunir a un grupo de destacados escultores dirigidos por Jean de Marville (†1389), donde lucía de forma sobresaliente Claus Sluter (1340-1406), que, por cierto, ya había trabajado en Vincennes.

Claus Sluter fue quien definitivamente puso de moda la escultura realista. Esta idea de que las imágenes esculpidas se parecieran a la realidad ya se había dado desde un siglo y medio atrás, con los trabajos de Pierre de Montreuil (1200-1267) o el maestro de Naumburgo (siglo XIII). En todas aquellas ocasiones habían trabajado para clientes muy específicos que trataban de romper con la iconografía medieval antinaturalista. Y lo lograron haciendo figuras muy realistas pero sobrias, contenidas.

Claus Sluter lo que hizo fue dotar a sus esculturas de alma, de pasión, de sentimiento. El sepulcro para Felipe el Atrevido fue un ejemplo notable, con esos monjes plañideros que en verdad lloraban la pérdida del duque, insertos en una arquitectura que se ajustaba perfectamente a las formas flamígeras.

A partir de ahí, los duques de Borgoña harían que todas las manifestaciones artísticas que emanasen de su corte epatasen en las cortes rivales. En arquitectura y en escultura, pero no solo; también en pintura, en las miniaturas de los libros, en los vestidos y en los peinados de la nobleza. Todo encaminado a cantar las glorias de la ambiciosa corte borgoñona. La idea caló: si un Estado quería sentarse entre los grandes podía hacerlo a través del arte. Solo tenía que apostar por unas soluciones artísticas novedosas, inesperadas, impactantes.

Curiosamente, los primeros seguidores de estas modas impuestas por el duque de Borgoña fueron sus propios hermanos, comenzando por Juan de Francia (1340-1416), duque de Berry, quien no lejos de su corte de Bourges, en el valle del Loira, se hizo acondicionar el castillo de Mehun-sur-Yèvre dentro de las nuevas formas góticas más atrevidas. Pero, sobre todo, Juan de Francia destacó por su rica colección de obras iluminadas, entre las que destaca Las muy ricas horas del duque de Berry, un libro de oraciones con numerosas miniaturas, elaborado por los hermanos Limbourg (originarios de los Países Bajos) a partir de 1410. El libro sería concluido décadas después por Jean Colombe (1430-1493), lo que no impide que la primera parte, la de los Limbourg, se convirtiese en un referente para los libros iluminados del siglo XV, una producción artística muy exitosa y que había de ser una de las formas más populares de extender los gustos borgoñones.

La labor de Felipe el Atrevido de establecer esos gustos borgoñones fue continuada por su hijo Juan sin Miedo (1371-1419), también regente en Francia, y en cuyo tiempo en Brujas se estaba formando un joven pintor, Jan van Eyck (1390-1441), que había de marcar en breve la gran pintura borgoñona gracias al detallismo conseguido por el uso del óleo. Algo que demostró ampliamente en uno de sus cuadros más conocidos, El matrimonio Arnolfini, ya pintado en 1434, cuando en Borgoña gobernaba Felipe el Bueno (1396-1467), hijo de Juan sin Miedo.

Estas soluciones escultóricas y pictóricas muy naturalistas, cargadas de detalles y sentimientos es lo que los libros han llamado gótico internacional.

El éxito del arte borgoñón fue tal que desde 1400 encontramos toda una pléyade de artistas borgoñones que emigraron por toda Europa. Por supuesto, llegaron pronto a la corte de Francia, donde, recordemos, Felipe el Atrevido y Juan sin Miedo llegaron a ser regentes. Pero también viajaron a la península ibérica, en principio a la Corona de Aragón, gracias a la protección de Benedicto XIII, el papa Luna, muerto en 1422, para después llegar a la Corona de Castilla, sobre todo bajo la protección del sobrino nieto del papa Benedicto XIII, Álvaro de Luna (1390-1453), condestable de Castilla.

En su viaje a España, ese arte borgoñón supo incorporar algunas costumbres hispanas, sobre todo el mudéjar, que se había puesto de moda desde los tiempos del rey Pedro I el Cruel (1334-1369), a mediados del siglo XIV. El resultado es lo que los especialistas llamaron durante mucho tiempo arte hispano-flamenco.

En todos los casos, el gótico flamígero, el gótico internacional, el arte hispano-flamenco u otros términos que podemos emplear nos están llevando al mismo fenómeno, ese arte cortesano que los duques de Borgoña pusieron en marcha a finales del siglo XIV para reivindicar sus Estados, con un carácter claramente epatante, que terminó por expandirse y convertirse en la marca distintiva de todo príncipe de la cristiandad occidental que quisiera estar en la vanguardia artística hasta las primeras décadas del siglo XVI.

La idea era interesante: un Estado incipiente, que tenía que hacerse sitio entre una serie de viejas monarquías, lo hacía a golpe de renovación artística. Por supuesto, no era la primera vez que un príncipe se vanagloriaba recurriendo a un arte diferente, en este caso, borgoñón. Lo llamativo era ese objetivo político: hacerse un sitio destacado en la mesa de los grandes señores.

Esa propuesta lanzada en 1380 no cayó en el vacío. Vamos a ver cómo dos décadas después, en 1400, se puso en marcha otro programa artístico revolucionario, esta vez en Florencia, la ciudad toscana que en su caso reclamaba la primacía en Italia. Solo que en Florencia no apostaron por las formas góticas tratándolas de manera temeraria, sino por buscar en la propia historia florentina un pasado de gloria y recuperarlo en su versión estética. Ese pasado fue el viejo Imperio romano, y el programa artístico-político que se puso en marcha en Florencia habría de conocerse como Renacimiento.

Adelantemos un titular. Durante todo el siglo XV, los dos grandes movimientos artísticos de vanguardia fueron el arte tardogótico borgoñón y el Renacimiento florentino. Y el que ganó la partida en esa centuria fue el arte borgoñón. El Renacimiento empezó en la Toscana y a finales del siglo XV a duras penas se había impuesto en el resto de Italia. Fuera de Italia, solo de manera muy anecdótica y residual.

El Renacimiento no tuvo éxito durante un siglo, porque las formas borgoñonas eran mucho más impactantes, un realismo más sentido, unas soluciones arquitectónicas más atrevidas. Hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XVI para que el Renacimiento por fin triunfase y solo lo hizo cuando ese arte renacentista se había convertido en la bandera del catolicismo en un mundo en el que la cristiandad latina se dividía entre católicos y protestantes.

Sin embargo, la mayor parte de los manuales de historia del arte insisten en mostrar al Renacimiento del siglo XV como una ola imparable que fue inundando toda la Europa occidental, sobre todo, de la mano de su aliado intelectual, el Humanismo, ese empeño, también del Quattrocento, por poner al hombre como centro del mundo frente a la época medieval en la que todo había quedado supeditado a Dios.

No es cierto.

El Renacimiento se propagó muy lentamente. El Humanismo estuvo supeditado a la fe y la moral cristianas. Tal como acabamos de decir, el Renacimiento humanista triunfó por ser el arte católico por antonomasia, pero no lo logró hasta bien entrado el siglo XVI, cuando por fin derrotó a las modas borgoñonas.

2. Florencia contra el Imperio: el origen del Renacimiento

 

 

 

 

En la Navidad del año 800, el papa León III (750-816) coronó a Carlomagno (h. 742-814), rey de los francos, como emperador. De esa manera, el título imperial regresaba a la Europa occidental tras haber sido enviadas las insignias imperiales a Constantinopla más de tres siglos atrás.

A partir de ese momento, con una cruel periodicidad, cada pocas décadas un rey de más allá de los Alpes, primero los descendientes de los carolingios y luego las distintas dinastías alemanas, cruzaba los Alpes para hacerse coronar emperador. Hablamos de cruel periodicidad, porque cada vez que el candidato imperial se presentaba en Italia lo hacía acompañado de sus multitudinarias huestes, que no dudaban en arrasar las tierras por las que pasaban por mucho que vinieran en son de paz.

A finales del siglo XII, ya hubo un intento por parte de los italianos de crear un Estado en el norte y centro de Italia que frenase a las tropas imperiales. Fue promovido por la condesa Matilde de Canossa (1046-1115), quien contó con el apoyo de los papas, sobre todo de Gregorio VII (1020-1085), y que incluso lanzó un programa político-artístico para distinguirse de los bárbaros del norte, lo que conocemos como románico lombardo.

Aquel empeño, inicialmente exitoso, terminó por fracasar y los bárbaros imperiales siguieron cruzando los Alpes para coronar como emperador a su rey.

Hemos empleado ya dos veces el término bárbaro para referirnos a esas gentes de más allá de los Alpes que caían sobre Italia. Los propios italianos utilizaban esa expresión para referirse a los alemanes que llegaban con el emperador y volvieron a utilizarla para denominar a los franceses o los españoles que invadieron Italia a finales del siglo XV.

Eran bárbaros por dos razones: por su comportamiento vandálico según avanzaban y también por su lejanía del mundo clásico, según el entender de los italianos, pues por mucho que vinieran a reclamar la Corona del viejo Imperio romano esos bárbaros sabían poco de Roma.

La situación era tal que en la propia Italia se crearon dos grandes partidos: el de aquellos que trataban de contemporizar con las tropas imperiales y el de los que se oponían a estas y, en cierta medida, buscaban el liderazgo del papa.

En el caso de Florencia, esos dos partidos tuvieron numerosos enfrentamientos entre ellos. Surgieron a mediados del siglo XII, cuando los intentos de autonomía que había abanderado Matilde de Canossa habían desaparecido. Los partidarios de los imperiales se denominaron gibelinos. Los seguidores del papa, güelfos. Como decíamos, llegaron a enfrentarse entre ellos en la propia ciudad de Florencia, pero para 1400 algo había cambiado.

Ya hemos mencionado antes la Peste Negra iniciada en 1347 y que había arrasado Europa, aunque con poco daño en Flandes, lo que había permitido un rápido crecimiento de la ciudad de Brujas.

En Italia, la situación fue mucho más grave y todas las ciudades italianas vieron morir a la mitad de su población. La recuperación en Italia fue más lenta que en los Países Bajos, pero Florencia contó con una singular ventaja. Sus principales rivales en la península italiana, Génova y Venecia, estaban enfrentados entre ellos, y los comerciantes y banqueros florentinos aprovecharon la ocasión para ir ocupando las plazas que antes dominaron sus vecinos.

En ese sentido, por ejemplo, los genoveses a finales del siglo XIII fueron los primeros italianos en instalarse en Brujas. Para comienzos del XV esa posición privilegiada la tenían los florentinos, quienes lograron establecer un estrecho lazo de apoyo comercial con los duques de Borgoña, como los Arnolfini del cuadro de Van Eyck, que fueron los mercaderes toscanos que abastecían de sedas a los duques borgoñones.

En esa Florencia enriquecida, tras superar la Peste Negra, a finales del siglo XIV, y controlada por la oligarquía de mercaderes y banqueros fue donde se puso en marcha el Renacimiento.

Florencia estaba en la ruta que unían los pasos de los Alpes con Roma. De modo que los florentinos sabían desde hacía siglos lo oneroso que era soportar el paso de las tropas imperiales. Ya hemos visto como incluso dentro de la ciudad hubo esos bandos enfrentados de güelfos y gibelinos. Pero en 1400 el contexto internacional había cambiado.

En el Imperio, muerto el emperador Carlos IV en 1378, varios candidatos pugnaban por ser reconocidos como el nuevo emperador. Algo parecido ocurría en el papado. Los papas habían trasladado su sede de Roma a Aviñón en 1309. En 1377, el papa Gregorio XI había regresado a Roma, donde murió al año siguiente. Entonces, los cardenales en Roma eligieron un nuevo pontífice y los de Aviñón otro, habiendo así dos papas, un problema que se agravó en 1409, cuando llegó a haber hasta tres papas.

Los florentinos supieron aprovechar la ocasión. Sin señores externos que pudieran imponer su voluntad y con una economía saneada, se lanzaron a ampliar los dominios territoriales de la ciudad. En 1403, ocuparon Castrocaro, en la vertiente oriental de los Apeninos. Y en 1406, tomaron Pisa, con lo que se hicieron con el control de toda la Toscana septentrional.

Fue entonces cuando decidieron poner en marcha un programa político-artístico que les distinguiese de sus vecinos y les dotase de prestigio. Recordemos, estamos hacia 1400. Veinte años antes, Felipe el Atrevido, duque de Borgoña, había iniciado su propio programa artístico para enaltecer su señorío. Los mercaderes y banqueros florentinos tenían a los duques de Borgoña como uno de sus mejores clientes y los visitaban con regularidad en sus ciudades de Dijon, Bruselas o Brujas, de modo que esa oligarquía florentina fue una espectadora de excepción del éxito de la apuesta artística de los borgoñones y decidió imitarles.

La primera ocasión fue en 1401, en el concurso de las puertas del baptisterio de Florencia. Allí, varios artistas, entre los que se encontraban unos jóvenes Ghiberti (1378-1455) y Brunelleschi (1377-1446), compitieron por ganar el concurso. Todos habían de presentar el mismo tema, extraído del Antiguo Testamento: el sacrificio de Isaac.

La victoria se la llevó Ghiberti. Conocemos las propuestas de todos los candidatos. Si miramos el medallón que presentó Brunelleschi, las figuras son realistas, perfectamente distinguibles, pero, incluso pese a haber algún escorzo atrevido, la imagen es plana y poco proporcionada.

La propuesta de Ghiberti fue más atrevida, con las figuras bien proporcionadas e Isaac con la apariencia de efebo clásico.

Esa idea de recuperar el mundo clásico gustó al jurado. Ghiberti ganó y Brunelleschi decidió que había de aprender bien cómo funcionaba el arte del viejo Imperio romano.

En este punto, hemos de entender que lo que hizo Ghiberti no fue realmente novedoso. Imitar las esculturas clásicas era algo que ya se había hecho antes en Italia, por ejemplo, en el púlpito del baptisterio de Pisa, realizado por Nicola Pisano (1220-1284) a mediados del siglo XIII, es decir, ciento cincuenta años antes de Ghiberti. Es más, podemos preguntarnos si lo que hizo el propio Ghiberti, en su propuesta para el concurso del baptisterio de Florencia, fue seguir la lección de Nicola Pisano.

De todos modos, lo importante es que al jurado florentino le gustó esa vuelta al mundo clásico y lo consideró como la forma estética que se estaba buscando para el programa artístico-político con el que Florencia quería presentarse frente a sus rivales en Italia.

Insistamos de nuevo en este punto: así como los duques de Borgoña apostaron por su gótico epatante para sobresalir sobre el resto de los príncipes, los florentinos decidieron recuperar el arte clásico para mostrarse como los dignos herederos del Imperio romano, por encima de los bárbaros de más allá de los Alpes y sus súbditos italianos.

Acabamos de aludir a como Brunelleschi decidió que, puestos a imitar arte romano, él estaba dispuesto a aprender de las obras de arte que aún subsistían en Roma y allá se fue de viaje de estudios en 1402 junto con su amigo Donatello (1386-1466), quien por entonces solo era un adolescente. Un viaje que resultó clave, pues Brunelleschi tenía muy claro que no quería inspirarse vagamente en el arte romano, sino entender hasta su raíz cómo los romanos habían creado su arquitectura, para lo que analizó en detalle las ruinas conservadas.

Hemos de entender que el reto que se propuso Brunelleschi era más complejo que el que había tenido Raymond du Temple veinte años atrás en Vincennes, en el origen de ese gótico epatante de los borgoñones. Raymond du Temple, sin cambiar un ápice de las formas constructivas o de composición de la arquitectura gótica, se limitó a mostrarse más audaz. Brunelleschi tuvo que empezar de cero. Sí que podía aprovechar, y así lo hizo, la tecnología gótica. Pero en la forma de diseñar los edificios, todo era nuevo.

En este sentido hemos de contraponer las dos grandes obras arquitectónicas de Brunelleschi en Florencia. Por un lado, la cúpula de la catedral, cuyo concurso le ganó, precisamente, a Ghiberti, en 1418. El proyecto de Brunelleschi respondió aún a los grandes logros del mundo gótico. Diseñó una cúpula octogonal, apoyada sobre arcos torales ojivales, y cuyo desarrollo se realizó a partir de nervaduras también ojivales.

En realidad, Brunelleschi no tuvo que ir muy lejos para conocer ese modelo de cúpula octogonal con nervaduras ojivales. Era la solución que se había empleado en la cúpula del baptisterio de la propia catedral de Florencia, de comienzos del siglo XII. Es cierto que la cúpula de Brunelleschi es mucho más esbelta y mucho más grande que la del baptisterio. Fue, pues, más un reto en las dimensiones que en la tecnología. Aquí Brunelleschi se aseguró construyendo como se habían hecho las grandes catedrales en los siglos previos.

Sin duda, que Brunelleschi ganase el concurso de la cúpula de la catedral en 1418 fue lo que le permitió presentar al año siguiente, en 1419, un proyecto, este sí, totalmente novedoso: el hospital de los Inocentes, para el que diseñó un pórtico exterior configurado por una sucesión de arcos de medio punto sobre columnas de orden corintio.

Ahí sí llegó la vuelta al mundo clásico en la arquitectura, esa sí fue la primera obra del Renacimiento, y no la cúpula de la catedral, perfectamente gótica tanto desde el punto de vista constructivo como en su solución formal.

Es posible que cuando vemos ese pórtico del hospital de los Inocentes nos puede parecer de lo más sencillo, por no decir corriente. Y es cierto, porque la solución propuesta por Brunelleschi fue tan genial que sería reproducida cientos de veces por toda Florencia, el resto de Italia, toda Europa y hasta Hispanoamérica en los siglos siguientes.

Es más, cuando pensamos en una solución renacentista, la primera idea que nos viene a la cabeza es un pórtico con arcos de medio punto sobre un orden clásico. Lo curioso es que este tipo de pórticos fue realmente inhabitual en el mundo romano y prácticamente es un invento de Brunelleschi tras entender cómo trabajaban esos romanos. Es decir, no hizo algo propio del Imperio romano, pero si un arquitecto imperial hubiera visitado la Florencia de 1400 le habría dado su visto bueno.

Esa fue la principal lección que Brunelleschi había de dar a las siguientes generaciones. La idea no era copiar al pie de la letra el mundo romano. Podía hacerse. Pero lo mejor era entender cómo funcionaba ese mundo romano y adaptarlo a las necesidades de cada momento. En el caso de Brunelleschi, las necesidades de comienzos del siglo XIV.

De ahí la otra gran aportación de Brunelleschi al Renacimiento. Si para la arquitectura se fue a estudiar las ruinas del Imperio romano en su capital, para la pintura el problema era mayor, pues Brunelleschi no tuvo la oportunidad de ver pinturas romanas del mundo antiguo en directo. De modo que hizo el ejercicio de plantearse cómo harían los romanos para conseguir unas pinturas realistas, donde la perspectiva, la profundidad de campo, estuviera tan lograda que parecieran esculturas de tres dimensiones, solo que plasmadas en un plano.

El resultado fue la elaboración de lo que hoy conocemos como perspectiva cónica, la que se basa en líneas de horizonte y puntos de fuga. Desde el momento en que Brunelleschi planteó su perspectiva cónica, comenzó a ser utilizada por todos aquellos artistas que trataban de emular una supuesta pintura romana claramente realista.

Lo sorprendente fue que, tras el descubrimiento de las pinturas de Pompeya en el siglo XVIII, se pudo comprobar que los romanos no manejaban esa perspectiva cónica, que la forma de obtener profundidad se basaba sobre todo en la superposición de planos y que, por tanto, las verdaderas pinturas romanas eran menos realistas que las elaboradas a partir del Renacimiento, con lo que Brunelleschi volvió a demostrar que partiendo de Roma era capaz de superar el arte del viejo Imperio.

Tras el proyecto del hospital de los Inocentes, a Brunelleschi le fueron llegando solicitudes de nuevos clientes que le reclamaban ese uso del lenguaje clásico.

Fue entonces cuando Brunelleschi comenzó a trabajar con el patriarca de una familia de banqueros que estaba emergiendo en ese momento en Florencia, Juan de Medici (1360-1429). De partida, a Brunelleschi le encargaron en 1420 la Sacristía Vieja de la iglesia de San Lorenzo, que había de convertirse en la capilla familiar de los Medici. Al año siguiente, Juan de Medici consiguió que Brunelleschi se hiciera cargo de la reforma general de la propia iglesia de San Lorenzo. Esa unión profesional de Juan de Medici y Brunelleschi supuso el espaldarazo definitivo a la apuesta renacentista.

Es cierto que Juan de Medici murió en 1429, pero su hijo Cosme el Viejo (1389-1464) tomó el relevo. Cosme se enfrentó abiertamente contra la otra gran familia que había dominado Florencia desde hacía décadas, los Albizzi. Los Medici salieron triunfantes a partir de 1434 y en su empeño por hacer de Florencia la más grande de las ciudades italianas promocionaron ese programa político-artístico del Renacimiento. Por supuesto, Cosme el Viejo contó con Brunelleschi, y también con toda esa pléyade de artistas toscanos que ya habían nacido y se habían ido formando en la moda renacentista, como el escultor ya citado Donatello, los pintores Fra Angelico (1395-1455), quien aún se movió a medio camino entre las formas medievales y las renacentistas, o Masaccio (1401-1428), posiblemente, el primer artista que hizo un uso sistemático de la perspectiva cónica. O los arquitectos Michelozzo (1396-1472), que reemplazaría a Brunelleschi como constructor para los Medici, o León Bautista Alberti (1404-1472), uno de los principales difusores de las ideas artísticas florentinas fuera de la Toscana.

Porque hemos de entender que, cuando Brunelleschi murió en 1446, sus innovaciones artísticas ya habían cuajado en todos esos seguidores que acabamos de mencionar, pero el Renacimiento seguía siendo un movimiento esencialmente florentino. De esas élites florentinas que querían tener una marca distintiva, de prestigio, frente a los bárbaros del norte. Pero una marca distintiva, de prestigio, que en el resto de Italia se miraba como una anécdota singular, alguna vez imitada, pues lo que primaba en ese resto de Italia, en Roma, en Nápoles, en Milán, seguían siendo las formas medievales.

Todo iba a cambiar desde mediados del siglo XV, cuando los condotieros, los señores de la guerra italianos, que habían empezado a dejarse ver en las guerras de la Lombardía, desarrolladas entre 1425 y 1454, aspiraron a convertirse en dueños de sus ciudades y crear sus propias cortes, unas cortes que buscaron imitar el prestigio de Florencia y su arte renacentista.

3. Humanismo inventado y humanismo cristiano

 

 

 

 

Retomemos la idea de partida. En torno a 1400, las élites de la ciudad de Florencia decidieron recuperar el lenguaje de la vieja Roma como una marca distintiva de la superioridad de la Italia de comienzos del siglo XV frente a los bárbaros del norte, encarnados por las tropas imperiales.

Ese Renacimiento fue empleado en las principales manifestaciones artísticas de su tiempo, muchas de las cuales estaban vinculadas con la espiritualidad cristiana. Así, los Medici le encargaron a Brunelleschi arreglar la iglesia a la que acudían, la de San Lorenzo, y levantar una capilla familiar, la Sacristía Vieja.

Por supuesto que había otro tipo de obras. Al propio Brunelleschi, Cosme de Medici le encargó su palacio familiar, el palacio Medici Riccardi, que terminaría por diseñar y ejecutar Michelozzo.

Lo mismo podíamos decir de Donatello, una de cuyas obras más famosas es la escultura del condotiero Gatamelata, en principio, una estatua ecuestre de un militar, no una obra religiosa, aunque el 99 % restante de los trabajos de Donatello sean altares, púlpitos, cantorías o esculturas cristianas, con temas del Antiguo Testamento, como su famoso David en bronce (realizado hacia 1440), o del Nuevo Testamento.

Es decir, estos renacentistas de comienzos del Quattrocento eran, ante todo, cristianos. Pero, además, unos cristianos que hacían manifestación pública de su fe a través de estas obras de arte.

El Renacimiento nunca perderá su carácter de arte mayoritariamente cristiano. Cada príncipe renacentista que encargue su retrato y el de su familia, algunos cuadros de mitología pagana, su residencia palaciega o reúna una buena colección de libros de filosofía clásica, además, encargará muchísimas más obras de arte cristianas, ya sean capillas, iglesias, esculturas, retablos, frescos o publicaciones.

Insistamos en esta idea, el Renacimiento del siglo XV, del Quattrocento, y del siglo XVI, el Cinquecento, fue sobre todo un arte cristiano y, tras la Reforma protestante, esencialmente católico. De partida, de los católicos italianos. Porque los renacentistas florentinos hacen gala de su italianidad con raíces en el mero Imperio romano y también de su indudable fe cristiana.

Después veremos como el Renacimiento se convirtió, sobre todo tras 1527, en el arte de todos los católicos de la cristiandad occidental. Con una raíz clásica, cierto, pero al servicio del cristianismo.

Sin embargo, hay una confusión habitual en la historiografía sobre el Renacimiento a partir de otro fenómeno, más intelectual, que corre en paralelo con el movimiento artístico, el del humanismo.

¿Qué solemos entender por humanismo renacentista? Pues, en gran medida, la actitud de una serie de eruditos de los siglos XV y XVI que se alejaron de la cultura teocéntrica medieval, aquella que supeditaba todo a Dios, para volver a poner al hombre como centro del universo, para lo cual apelaron a los filósofos grecorromanos, que, por ser anteriores al cristianismo, habían podido evitar ese dominio teocéntrico.

Esa creencia de un humanismo renacentista laico tiene su razón de ser. En 1453, Constantinopla cayó en manos de los turcos. Una diáspora de eruditos bizantinos huyó y se instaló en Italia, trayendo con ellos algunos textos de filosofía clásica, sobre todo griega, en algunos casos poco conocidos en la Europa occidental.

La influencia de estos eruditos bizantinos provocó la constitución en 1459 de un cenáculo intelectual en la Florencia de los Medici, conocido como Academia Platónica. Años después, a esa academia llegó un filósofo especialmente rupturista, Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), que abogó por una dignidad humana (en un famoso texto escrito en 1486) defendiendo un antropocentrismo que fue considerado herético. Pero ese antropocentrismo tuvo escasísimo recorrido. Pico della Mirandola se desdijo poco después. Y la academia fue clausurada en 1523, cuando sus miembros se mostraron prorrepublicanos y, por tanto, contrarios a los Medici.

En cuanto al término «humanista», ya aparece en el mundo italiano de finales del siglo XV, sobre todo para referirse a los profesores universitarios de Gramática y Retórica que basaban sus clases en textos de los filósofos clásicos, bien es cierto que para crear nuevos argumentos en favor del cristianismo.

A partir de ahí, en la historiografía se han mezclado ambas ideas: el antropocentrismo de Pico della Mirandola con los retóricos humanistas que traducían a los clásicos. Y, desde entonces, a cualquier erudito del siglo XV que le gustaran los libros o leyera a un filósofo clásico le hemos convertido automáticamente en un humanista antropocéntrico.

La situación se complicó aún más en el siglo XVI con la Reforma de Lutero (1483-1526) que trataba de renovar la iglesia cristiana. Aquí, vamos a tener a personajes como Erasmo (1466-1536), que apoyaba esa renovación del cristianismo sin por ello dejar de ser un hombre profundamente religioso, junto al propio Lutero, que lo que invocaba era un cristianismo mucho más riguroso, mucho más teocéntrico, lo que no ha impedido que estos dos personajes también hayan sido incluidos en el saco de los humanistas.

Resulta necesario despejar este bosque de ideas confusas. Los eruditos y artistas del Renacimiento fueron mayoritariamente cristianos y muy creyentes, lo que no evitó que durante el siglo XV y comienzos del XVI se debatiera mucho sobre filosofía clásica, dejando claro, eso sí, que la meta final era la salvación cristiana. Esa apertura de pensamiento fue cerrada de forma abrupta por los reformadores tipo Lutero o Calvino, que impusieron dogmas muy estrictos.

Ahora bien, esa autonomía de pensamiento a través de la filosofía clásica no era exclusiva del Renacimiento. Los filósofos de los siglos XV y XVI eran hijos de los filósofos medievales que ya tradujeron, leyeron y comentaron ampliamente a los filósofos clásicos, en especial, a Aristóteles (384 a. de C.-322 a. de C.).

Es más, una vez que el cristianismo fue oficializado en la Antigüedad tardía, comenzó por abrazar el neoplatonismo. El idealismo de Platón (h. 427 a. de C.-347 a. de C.) casaba bien con la filosofía detrás de los escritos bíblicos, tal como hizo ver san Agustín ya en el salto del siglo IV al V. Solo que desde el siglo XIII los estudios filosóficos de las escuelas de la cristiandad occidental se centraron más en Aristóteles. No fue una elección gratuita. En 1204, año de la cuarta cruzada, encabezada por los venecianos, en lugar de dirigirse hacia Tierra Santa, se optó por conquistar Constantinopla, y de esta manera muchos de los textos de la filosofía clásica griega llegaron a las bibliotecas de Occidente, donde rápidamente se pusieron a traducirlos al latín.

Es muy conocido el caso de Guillermo de Moerbeke (1215-1286), quien en 1260 tradujo la Política de Aristóteles del griego al latín a petición de santo Tomás de Aquino (h. 1224-1274). Es decir, ya había traductores de los filósofos clásicos mucho antes de los retóricos humanistas del siglo XV, una filosofía clásica que no había dejado de leerse durante toda la Edad Media y que desde el siglo XIII giró en torno a los trabajos de Aristóteles.

¿Entonces no fueron los eruditos bizantinos huidos de Constantinopla tras la toma de la ciudad por los turcos en 1453 los que trajeron la filosofía clásica a una Europa occidental ignorante y teocéntrica? No. Esos filósofos, como el cardenal Besarion (1403-1472), trajeron algunos autores menores y, sobre todo, quisieron reivindicar la filosofía platónica, esa que había dominado buena parte de la Edad Media hasta el resurgir de Aristóteles en el siglo XIII.

Por cierto, la mayor parte de la obra escrita del cardenal Besarion fue de carácter teológico. Habiendo sido formado en la Iglesia ortodoxa, su paso a la Iglesia católica le llevó a escribir numerosos tratados acerca de la superioridad del mundo católico sobre el ortodoxo.

Pero no nos quedemos en el terreno de la filosofía clásica, que siempre estuvo viva en los centros de enseñanza medievales. Otra de las características del supuesto humanismo antropocéntrico es la capacidad para poner al hombre en el centro, reclamando a las grandes figuras del mundo grecorromano, tipo Julio César.

En realidad, tener a los grandes gobernantes de la Antigüedad como modelos a los que seguir se había utilizado durante toda la Edad Media en el género llamado espejo de príncipes, con el que se buscaba mostrar las virtudes que había de tener el buen gobernante, tomando continuos ejemplos de los líderes grecorromanos. Entre estos espejos de príncipes tenemos desde la Via Regia de Esmaragdo de Saint-Mihiel, escrito hacia el 814, hasta el De regimine principum de Egidio Romano, de 1292, que es todo un tratado aristotélico del buen gobierno.

Pero es que, además, en la literatura más popular, los personajes clásicos estaban presentes, y buen ejemplo de ello es La Alejandreida, de finales del siglo XII, un largo poema dedicado a la vida y hechos de Alejandro Magno que tendría numerosas traducciones durante los siguientes siglos, aunque hemos de reconocer que los libros de héroes más populares fueron las novelas de caballería, hijas de los cantares de gesta de los siglos XI y XII. De mediados de ese siglo XII ya tenemos la obra de Chrétien de Troyes (h. 1130-h. 1183), que creó la figura del buen caballero cristiano con personajes como Perceval (y su búsqueda del grial) o Lanzarote.

Quedémonos con este dato. Si hubo una literatura exitosa en los siglos XV y XVI, no fue la de los tratados filosóficos basados en el mundo grecolatino ni la de los ensayos teológicos, sino la de las novelas de caballería, y veremos que monarcas como el emperador Carlos V (1500-1558) o los reyes de Francia Carlos VIII (1470-1498) o Francisco I estuvieron realmente obsesionados por imitar a estos caballeros novelescos y no a ningún programa político de un humanista antropocéntrico.

Teniendo entonces claro que ese supuesto humanismo antropocéntrico fue una auténtica rareza, lo que vamos a ver durante el siglo XV, y tal como explicábamos al principio de este capítulo, es cómo el Renacimiento, que había surgido como una marca de identidad propia de los florentinos, insignes italianos y buenos cristianos frente a los bárbaros del norte, se va a ir expandiendo por el resto de Italia hasta que los papas lo hacen suyo tanto para reclamar Italia como dominio pontificio como para demostrar que los más grandes saberes, incluida la filosofía clásica, venían a confirmar la grandeza del Credo cristiano.

4. Documentos falsos bibliotecas nuevas: los papas de mediados del siglo XV

 

 

 

 

¿Por qué los papas de Roma, en principio soberanos espirituales de la cristiandad latina, querían reclamar, además, el dominio territorial de Italia?

Esa es una larga historia que comenzó en el momento de la oficialización del cristianismo en el siglo IV.

Los papas habían tenido bienes inmuebles en Roma desde esa oficialización del cristianismo tras el llamado edicto de Milán del 313, pero como propietarios particulares. Unos bienes que fueron creciendo con el paso del tiempo gracias a las donaciones de los fieles.

Al ir acumulando propiedades en Roma, los papas empezaron a tener cierta querencia por convertirse en los señores de la ciudad, aunque tuvieron que seguir reconociendo la autoridad de los soberanos que regían Roma, ya fueran los emperadores de Occidente (hasta finales del siglo V), los reyes ostrogodos (desde finales del siglo V a mediados del siglo VI) o los emperadores bizantinos (desde mediados del siglo VI).

Todo cambió con la invasión de Italia por parte de un nuevo pueblo germano, los lombardos, a finales del siglo VI y que numerosas veces acosaron Roma, prácticamente desvalida por sus soberanos bizantinos.

En el año 712, Liutprando (h. 685-744) fue coronado rey de los lombardos e hizo del catolicismo la religión oficial de su Estado, con lo que quería unificar a romanos (mayoritariamente católicos) con los germánicos (entre los que aún había numerosos arrianos, que ya era una corriente marginal del cristianismo latino).

Liutprando mantuvo una relación compleja con los papas de Roma precisamente por su fervor católico. Si el rey consideraba que el papa no actuaba como un buen cristiano, no dudaba en atacarlo. Pero, con todo, en el año 728, Liutprando le entregó al papa Gregorio II (669-731) una serie de castillos, entre los que destaca el de Sutri, que pasó a quedar bajo el dominio directo de los papas, ya como señores territoriales, sentando así la base de los Estados Pontificios.

A partir de ese momento, los sucesivos papas fueron logrando cesiones territoriales de los diferentes monarcas que reinaron sobre Italia. Tras Liutprando, el siguiente monarca que hará entrega, esta vez sí, de una serie destacada de dominios al papa fue Pipino el Breve (714-768), padre de Carlomagno, en el año 756, en la llamada Promissio carisiaca. Los herederos de Carlomagno, los carolingios, no solo respetaron esta donación de Pipino, sino que siempre que pudieron fueron reforzándola.

Fue en ese momento, a mediados del siglo IX, cuando se inventó uno de los documentos más controvertidos de la historia de la Iglesia católica: la Donación de Constantino. En el año 833, Luis el Piadoso (778-840), hijo de Carlomagno, fue desposeído de sus derechos imperiales por sus propios hijos. Buena parte de los obispos carolingios apoyaron la medida. Pero a los pocos meses Luis recuperó el poder.

Muchos de los obispos levantiscos fueron perseguidos y encarcelados, y fue entonces cuando surgió la figura del Pseudo-Isidoro, un falsificador o grupo de falsificadores que comenzaron a crear decretos papales fraudulentos, en muchos casos datados falazmente siglos atrás, en los que se prohibía esa persecución a los obispos. Muchos de estos decretos fueron descartados en la gran recopilación de derecho canónico que realizó Graciano en el siglo XII.

Pero en ese ir y venir de documentos falsos de mediados del siglo IX, la curia papal aprovechó para meter uno más, esa Donación de Constantino mediante la que el papa se convirtió en soberano de la cristiandad occidental o latina. El trato, en ese momento, debió verse justo: el papa aceptó los decretos que salvaron los cuellos de los obispos carolingios y estos defendieron esa primacía papal.

Con todo, la falsificación fue denunciada pronto. Hacia el año 1000, la corte del emperador Otón III (980-1002) puso en duda la Donación de Constantino. No ha de sorprendernos. El título imperial ya no pertenecía a la dinastía de los carolingios, sino a estos otónidas, que no querían hipotecas con el pasado. Es más, Otón III aspiraba a ser emperador no solo en Roma, sino también en Constantinopla, por lo que no quería como rivales a los papas en la parte occidental de ese imperio total.

Precisamente, desde Constantinopla llegó el siguiente ataque contra la Donación de Constantino a mediados del siglo XI, cuando se produjo el cisma entre las Iglesias católica y ortodoxa de 1054 tras un arduo debate entre el papa León IX (1002-1054) y el patriarca de Constantinopla Miguel I Cerulario (1000-1059).

Entre los motivos del cisma estaba la lucha por la primacía en la cristiandad, y uno de los argumentos que el papa mostró fue la Donación de Constantino. Curiosamente, el patriarca constantinopolitano aceptó esa Donación, pero considerando que el papa había hecho mal uso de ella al nombrar emperador a Carlomagno y tras él a todos sus sucesores, con lo que la Donación había perdido su valor.

A partir de ese momento, la Donación de Constantino fue utilizada casi de forma exclusiva durante los siglos XII y XIII por los papas para reclamar su derecho a gobernar Italia frente a las intromisiones del emperador.

En el momento en que los papas trasladaron su sede a Aviñón, en el sur de Francia, a partir de 1309, el interés por Italia disminuyó. Este traslado supuso un duro golpe político para Roma, que perdió su condición de cabecera de la cristiandad latina, y también cultural. Al partir la curia de los papas, Roma se quedó sin buena parte de sus artistas, sus eruditos, e, incluso, una porción nada desdeñable de la biblioteca laterana, que los sumos pontífices llevaban casi diez siglos reuniendo, se marchó a Aviñón. Retengamos este dato. Los papas contaron con una notable biblioteca desde la Antigüedad tardía. Fue este traslado a Aviñón lo que hizo que buena parte se perdiera.

Cuando Gregorio XI (1329-1378) decidió regresar a Roma en 1377, donde murió al año siguiente, se provocó una ruptura de la Iglesia latina, el llamado Cisma de Occidente. Los cardenales que acompañaron a Gregorio XI a Roma nombraron un nuevo papa. Pero un grupo de cardenales rebeldes eligieron otro papa que habría de permanecer en Aviñón.

La cosa se fue agravando con el tiempo. Llegó a haber tres papas a partir de 1409 y luego se fueron sucediendo los concilios que trataron de solventar el problema, hasta que en el de Constanza de 1417 se logró que solo quedase un papa oficial, Martín V (1369-1431), a la cabeza de la cristiandad latina, de nuevo con su sede en Roma.

Pero entonces se abrió una nueva polémica, el llamado conciliarismo, que debatió si la autoridad religiosa final en esa cristiandad latina le correspondía al papa o al concilio. Este debate se mantuvo hasta 1445, cuando se dio por finalizado el llamado concilio de Basilea-Ferrara-Florencia (por haber ido desarrollándose sucesivamente en estas ciudades), momento en el que se volvió a aceptar como autoridad última la del papa, que en esos momentos era Eugenio IV (1383-1447), sucesor de Martín V.