Retórica de la religión - Kenneth Burke - E-Book

Retórica de la religión E-Book

Kenneth Burke

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Beschreibung

Partiendo de la comprensión de la religión como un lenguaje, el autor analiza la terminología religiosa y la retórica que la articula: teología y logología. Con ejemplos como la acción verbal en las Confesiones de san Agustín y los primeros tres capítulos del Génesis.

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BREVIARIOSdelFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

241

Kenneth Burke

Retórica de la religión

ESTUDIOS DE LOGOLOGÍA

Traducción deMary Roman Wolff

Primera edición en inglés, 1961 Segunda edición, 1970 Primera edición en español, 1975 Segunda edición, 2014 Primera edición electrónica, 2014

© 1961, 1970, Kenneth Burke Título original: The Rhetoric of Religion: Studies in Logology

Diseño de forro: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 1975, 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2502-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PrólogoIntroducción. Sobre teología y logologíaI. Sobre las palabras y el VerboII. La acción verbal en las Confesiones de San AgustínIII. Los primeros tres capítulos del GénesisEpílogo. Prólogo en el cielo

PRÓLOGO

La religión ha sido considerada con frecuencia como un eje del cual divergieron gradualmente todas las demás formas de motivación humana. Es vista como un principio unificador, la visión de una unidad edénica original, de la que se derivan incontables variedades de acción y pasión, así como con el tiempo surgieron, después de la expulsión del paraíso, los muchos idiomas que trastornaron la construcción de la Torre de Babel.

Sea cual fuere la naturaleza unificadora de la religión en este sentido técnico (con la teología como ciencia central, a cuyos términos todo lo demás pudiera ser “reducido”), la historia de las religiones es también la historia de una gran discordia. Parece ser que no hay nada que pueda malquistar más a la gente que exigirles que piensen igual, ya que dadas nuestras numerosas y diferentes maneras de vivir, no podríamos en realidad pensar igual, aunque quisiéramos. Por mucho que repitiésemos los mismos artículos de fe, los entenderíamos diferentemente, en la medida en que difirieran nuestras relaciones con ellos. La plegaria del hombre rico no es la del pobre. El Dios de la juventud no es el Dios de los ancianos. El Dios del infeliz condenado a la horca no es el Dios del afortunado que acaba de ganar en la lotería organizada por su iglesia.

El tema de la religión puede ser considerado como parte de la retórica en el sentido de que la retórica es el arte de persuasión, y las cosmogonías religiosas son concebidas, en último análisis, como formas de persuasión excepcionalmente minuciosas. Para persuadir a los hombres hacia ciertos actos, las religiones forman las actitudes que preparan a los hombres para tales actos. Y para abogar por tales actitudes lo más persuasivamente posible, los religiosos siempre basan sus exhortaciones (a sí mismos y a otros) en enunciados de la más extensa y profunda envergadura posible, tocante a los orígenes de la motivación humana.

En este sentido, el tema de la exhortación religiosa envuelve la naturaleza retórica, persuasiva, de la religión.

Además, en este libro no trataremos de la religión directamente, sino más bien de la terminología de la religión; no directamente de la relación del hombre con Dios, sino más bien de su relación con la palabra “Dios”. Así, el libro trata de algo tan esencialmente retórico como lo es la nomenclatura religiosa; de ahí el subtítulo “Estudios de logología”, es decir, “estudios de las palabras que se refieren a las palabras”.

La doctrina teológica es un conjunto de palabras habladas o escritas. Cualquier otra cosa que sea, sin importar para nada que sea verdadera o falsa, la teología es preeminentemente verbal. Es “palabras acerca de ‘Dios’”.

Puesto que son palabras sobre un tema tan “último” o “radical”, casi necesariamente se trata de un ejemplo de palabras usadas con minuciosidad. Puesto que las palabras acerca de Dios serían sumamente trascendentales, la “retórica de la religión” ofrece un buen ejemplo de la actividad terminística en general. De ahí nuestra tesis “logológica” según la cual, puesto que el uso teológico del lenguaje es concienzudo, el estudio minucioso de la teología y de sus formas nos proporcionará una buena apreciación de la naturaleza del lenguaje mismo como motivo. Este enfoque también entraña la creencia provisional de que, aun cuando los hombres empleen el lenguaje trivialmente, los motivos inherentes a su posible uso cabal actúan en cierta medida como estímulos, por más imprecisos que éstos sean.

Estos ensayos son la sustancia de tres conferencias pronunciadas originalmente en la Drew University en diciembre de 1956 y en la primavera de 1957, pero todos fueron posteriormente desarrollados con mayor amplitud. Estoy agradecido en particular por la oportunidad de completarlos bajo las más dichosas circunstancias, como becario del Centro de Estudios Avanzados en las Ciencias de Conducta de la Universidad de Stanford en 1957-1958. Y ciertamente debo mencionar mi agradecimiento por la oportunidad de desarrollar gran parte de este material con la ayuda de mis clases en el Bennington College.

Introducción

SOBRE TEOLOGÍA Y LOGOLOGÍA

Si definiésemos “teología” como “palabras acerca de Dios”, entonces por “logología” daríamos a entender “palabras acerca de las palabras”. Con lo cual, pensar en la naturaleza necesariamente verbal de las doctrinas religiosas sugiere una posibilidad adicional: que pudiese haber analogías fructíferas entre los dos dominios. Así los enunciados que los grandes teólogos han hecho acerca de la naturaleza de “Dios” podrían ser adaptados mutatis mutandis para usarlos como observaciones puramente seculares sobre la naturaleza de las palabras.

Puesto que el hombre es el “animal que típicamente usa símbolos”, no debe ser sorprendente que los pensamientos de los hombres sobre la naturaleza de lo Divino incorporen los principios de verbalización. Y puesto que “Dios” es un principio formal, es de esperarse que cualesquiera enunciados minuciosos acerca de “Dios” revelen la formalidad debajo de su prototipo como enunciados. La afirmación bíblica de que el hombre está hecho a la imagen de Dios nos ha hecho cautelosos en cuanto a la tendencia antropomórfica inversa de concebir a Dios en la imagen del hombre. Pero la presente investigación cae entre estas dos posiciones, al sostener meramente que, en cuanto la doctrina religiosa es verbal, ejemplificará necesariamente su naturaleza como verbalización; y en cuanto la doctrina religiosa es concienzuda, su manera de ejemplificar los principios verbales debe ser correspondientemente minuciosa.

Por ende, debería ser posible analizar las observaciones acerca de “la naturaleza de ‘Dios’”, al igual que las observaciones acerca de “la naturaleza de la ‘razón’”, en su pura formalidad como observaciones acerca de la naturaleza del lenguaje. Y tal correspondencia entre el dominio teológico y el “logológico” debe estar ahí, exista o no “Dios” en realidad. Porque, ya sea que la entidad llamada “Dios” exista o no fuera de su naturaleza como mero término clave en un sistema de términos, las palabras “acerca de él” deben revelar su naturaleza como palabras.

No está dentro de la competencia de nuestro proyecto decidir la cuestión teísta, atea o siquiera agnósticamente. Esta investigación no requiere que tomemos decisiones algunas sobre la validez de la teología qua teología. Nuestro objetivo es preguntar sencillamente cómo se puede mostrar que los principios teológicos tienen analogías seculares útiles que esclarecen la naturaleza del lenguaje.

San Agustín, habiendo llegado a su idea trinitaria de Dios, veía manifestaciones de este principio sobrenatural en toda especie de fenómenos puramente naturales. Cada triada, por más secular que fuera, era para él otro signo de la Trinidad. Para nuestros fines, podemos contentarnos con la analogía sólo. No tenemos que decidir en favor ni en contra de Agustín. Para nuestros fines no importa si la Trinidad sobrenatural es manifestada o no en todo lo que el diccionario clasificaría bajo rúbricas tan variables como triada, terna, trifolio, tridente, tercio, terceto, trío, tres de naipes, trinomio, triunvirato, etc. Sólo necesitamos notar que todos los miembros del grupo se pueden clasificar analógicamente en razón de su calidad de tres. Sin embargo, como trataremos de señalar al llegar a nuestro estudio sobre San Agustín, ya sea que haya o no una Santa Trinidad como la que él postula, el patrón trinitario de su idea de Dios tiene que ser considerado como un aspecto radical de su psicología, aunque la concibiésemos en un sentido puramente secular.

En cuanto a un concepto unitario de Dios, su análogo lingüístico se puede encontrar en la naturaleza de cualquier nombre o título que reúna múltiples particulares bajo un solo encabezado (como el título de un libro, o el nombre de alguna persona o movimiento político). Cualquier palabra resumidora de este tipo es funcionalmente un “término deiforme”. Entonces, ¿cuál sería la relación entre tal término y los innumerables detalles que se pueden clasificar bajo el encabezado “unificador”? ¿No hay un sentido en el que el término resumidor, el nombre o título en general, podría decirse que “trasciende” los numerosos detalles incluidos bajo ese encabezado, así como se dice que el “espíritu” “trasciende la materia”? La pregunta indica las maneras en que el estudio de teología podría aplicarse “logológicamente”.

El capítulo I, “Sobre las palabras y el Verbo”, considera el tema en general. El segundo, sobre “La acción verbal en las Confesiones de San Agustín”, analiza el desarrollo de San Agustín, de maestro de retórica pagana (lo que él llama un “mercader de palabras”, venditor verborum) a predicador del Verbo. Aquí el enfoque es el inverso, o sea, por ceñido análisis textual. Y justamente como las Confesiones terminan en el tema del Génesis, nuestro tercer ensayo toma este mismo sesgo. Sin embargo, siguiendo el patrón que hemos establecido, la distinción agustiniana entre “tiempo” y “eternidad” es tratada, en su forma lingüísticamente análoga, como la distinción entre el desarrollo de una oración a través de la materialidad de sus partes y la esencia o significado no material unitario de la oración (una analogía que incidentalmente Agustín mismo señala).

El último capítulo, “Los primeros tres capítulos del Génesis”, combina el enfoque generalizado y el análisis textual. Cualesquiera que sean las dificultades en cuanto a los intentos teológicos de ajustar literalmente esta maravillosa historia a modernas teorías de la evolución, es casi perfecta para los fines del “logólogo”. Así, usamos todos los recursos que tenemos a nuestra disposición, incluyendo un “Ciclo tautológico de términos implícitos en la idea de ‘Orden’ ”, que es una ojeada compendiosa al Leviatán de Hobbes, en pos de la percepción que ofrece del tema importante de las “Alianzas”, y una serie de adiciones de último minuto, las cuales intentan confirmar uno u otro aspecto de nuestra tesis.

Formalmente, nuestra investigación está orientada hacia el intento de estudiar el punto en que las formas narrativas y las lógicas se unen (¡o empiezan a divergir!), ese punto sutilísimo de diferenciación entre principios puramente temporales y los puramente lógicos de “prioridad”, en que se sobreponen conceptos que llegan a un enfoque teológico en las variaciones entre Dios como el fundamento lógico de todas las sanciones morales y Dios como el originador del orden natural, temporal. El cuadro cíclico de términos para “Orden” reúne las maneras “sin dirección” en que tal conjunto de términos se implican uno al otro. El mito de la Creación al principio del Génesis se analiza como el paradigma en que tales principios motivadores entrelazados son traducidos a términos de una secuencia narrativa irreversible.

Y finalmente, aunque el logólogo no puede esperar ofrecer al lector nada que ni remotamente se acerque a las vastas promesas últimas o las igualmente vastas amenazas últimas que ofrece el teólogo, hay por lo menos una importante “moraleja” que se desprende de este estudio. Deriva del gran hincapié que hemos hecho en el principio de sacrificio que, como tratamos de mostrar, es intrínseco a la idea de Orden. Si estamos en lo cierto en lo que creemos que está diciendo el mito de la Creación del Génesis, entonces el mundo contemporáneo debe temer doblemente las compulsiones cíclicas del Imperio, al confrontarse dos grandes potencias mundiales, ambas fatalmente armadas, al punto del suicidio. Y como siempre sucede con el dominio, cada una está acosada por ansiedades. Y en conformidad con el papel “curativo” del “victimaje”, cada una tiene ostensiblemente una aguda necesidad de culpar a la otra por todas sus múltiples dificultades, queriendo sentir la certeza de que, si tan sólo fuesen eliminadas la otra y sus tendencias, toda la discordia gubernamental (todo el Desorden que va con el Orden) sería eliminada.

En resumen:

He aquí los pasos

en la Ley de Hierro de la Historia

que une Orden y Sacrificio:

el Orden conduce a la Culpa

(¡pues quién puede seguir los

mandamientos!),

la Culpa necesita Redención

(¡pues quién no quisiera ser purificado!),

la Redención necesita Redentor

(¡es decir, una Víctima!).

Orden

a través de la Culpa,

al Victimaje

(por ende: el Culto de la Matanza)...

Siguiendo esta línea de pensamientos, el autor propondría remplazar el actual hincapié político en hombres en situaciones internacionales de rivalidad por una reafirmación “logológica” de las flaquezas e incertidumbres que todos los hombres (en su papel de “animales que usan símbolos”) tienen en común.

En cuanto a nuestro apéndice, el “Prólogo en el cielo”, lo ofrecemos a manera de analogía de la “pieza satírica” que en el antiguo teatro griego seguía tradicionalmente a una trilogía de tragedias solemnes. Este diálogo “puramente imaginario” entre el Señor y Satanás tenía por objeto originalmente recapitular de manera “ligera” la defensa de la “logología” como fue desarrollada en los tres ensayos anteriores.

Esperemos que su “ligereza” no parezca “frivolidad”. El hecho es que, una vez iniciada la cosa, la fantasía empezó a tomar posesión del asunto y a desarrollar inesperados caprichos propios. Tal vez un Satanás con un carácter tan apacible como el del diálogo haga que un escritor “se suelte” en alguna medida, particularmente en vista de que la forma de diálogo nos hace posible decir con facilidad cosas con las cuales podríamos estar personalmente en desacuerdo.

El lector debe tener en mientes que este diálogo tiene por objeto ilustrar los principios no de la teología sino de la logología, que es una materia puramente secular. Básicamente está concebido para defender la posición de que en el estudio de los motivos humanos debemos empezar con complejas teorías de trascendencia (como en teología y metafísica) antes que con las terminologías del experimento simplificado de laboratorio.

I. SOBRE LAS PALABRAS Y EL VERBO

TRATAREMOS de la analogía entre las “palabras” (con minúscula) y el Verbo, la Palabra (Logos, Verbum), así, con mayúscula. Las “palabras”, en el primer sentido, tienen una referencia enteramente naturalista, empírica. Pero pueden ser empleadas analógicamente, para designar una dimensión adicional, lo “sobrenatural”. Exista o no un dominio de lo “sobrenatural”, existen palabras para él. Y en esta situación lingüística hay una paradoja. Porque en tanto que las palabras que se refieren al dominio “sobrenatural” necesariamente se toman del ámbito de nuestra familiaridad con el lenguaje, una vez desarrollada una terminología para fines teológicos especiales el orden puede llegar a invertirse. Podemos recuperar los términos que prestamos secularizando otra vez en varios grados términos originalmente seculares que fueron dotados de connotaciones “sobrenaturales”.

Consideremos la palabra “gracia”, por ejemplo. Originalmente, en su forma latina, tenía significados puramente seculares, tales como: favor, estimación, amistad, parcialidad, servicio, obligación, agradecimiento, recompensa, objetivo. Así, gratiis o gratis significaba: “por nada, sin paga, por pura bondad”, etc. El romano pagano también podría decir “gracias a Dios” (dis gratia) e indudablemente tal usanza antigua contribuyó a la subsecuente disponibilidad del término para la doctrina específicamente teológica. Pero como sea, una vez que fue traducida la palabra del dominio de las relaciones sociales al dominio de matices sobrenaturales atribuidos a las relaciones entre “Dios” y el hombre, quedaron establecidas las condiciones etimológicas para un proceso inverso en el cual el término teológico pudo ser, en efecto, estetizado, a medida en que pasamos a buscar “gracia” en un estilo literario, o en la conducta puramente secular de una anfitriona.

Para citar otros ejemplos obvios:

“Crear” aparentemente proviene de una raíz indoeuropea que signifi ca sencillamente “hacer” y que tiene derivados griegos del estilo de “fuerza” y “lograr” (krátos, kraínô). En teología adquiere el significado de producción ex nihilo, y esto a su vez genera la noción semisecularizada que considera la producción poética como (en palabras de Coleridge) un “análogo vago de la Creación”.

“Espíritu” es una palabra similar. Habiéndose alejado analógicamente de su significado natural de “aliento”, hacia connotaciones que florecieron en su uso como término para lo sobrenatural, pudo entonces recuperarse analógicamente como un término secular para la disposición, el temperamento, etcétera.

El destino de tales palabras nos ofrece menudos modelos de la dialéctica platónica, con su Vía Ascendente y su Vía Descendente (forma que discutiremos con más amplitud subsecuentemente en este capítulo).

De manera que si “analogizáramos”, siguiendo la transformación logológica de los términos, de su referencia “sobrenatural” a su posible uso en un dominio tan plenamente “natural” como es el lenguaje considerado como un fenómeno puramente empírico, tal “analogizar” en este sentido sería en realidad una especie de “des-analogizar”. O así sería, salvo en que realmente se añade una nueva dimensión. Y existe una justificación puramente logológica de esta nueva dimensión que las analogías teológicas han añadido a las palabras así adquiridas para la doctrina religiosa. Hay un sentido en que el lenguaje no es sólo “natural” sino que sí añade una “nueva dimensión” a las cosas de la naturaleza (una observación que sería el equivalente logológico de la declaración teológica de que “la gracia perfecciona a la naturaleza”).

La manera más rápida y más sencilla de darse cuenta de que las palabras “trascienden” la naturaleza no verbal es pensar en la notable diferencia entre el tipo de operaciones que podríamos efectuar con un árbol y las que podríamos hacer con la palabra “árbol”. Verbalmente, podemos convertir a “un árbol” en “cinco mil árboles” con sólo enmendar el texto, mientras que se requeriría un conjunto de procedimientos totalmente diferentes para obtener el resultado correspondiente en la naturaleza. Verbalmente, podemos decir: “para no sufrir del frío, corta el árbol y quémalo”, y lo podemos decir aun cuando no haya árbol. Ya sea que llamemos al árbol genéricamente un árbol o nos refiramos a él como a alguna especie de árbol en particular, queda el hecho de que nuestro término ha “trascendido” su individualidad única. Y si le antepusiéramos la palabra “de”, obteniendo por ello la forma posesiva, tendríamos algo muy diferente en la manera en que el árbol “posee” corteza, ramas, etc. Finalmente, puesto que la palabra “árbol” rima con la palabra “mármol”, tenemos aquí un orden de asociaciones totalmente distintas de las entidades con las cuales un árbol está físicamente relacionado.1

Así, aun en el sentido logológico existen buenos motivos de prestar rigurosa atención a este proceso complicado, por el cual nos proponemos seguir el circuito completo, en vez de permanecer siempre dentro de la terminología más limitada (al igual que una terminología puramente naturalista es “más estrecha” que la que se obtiene cuando los términos se piden prestados y son aplicados por analogía a referencias “sobrenaturales”). Y así, aun logológicamente, estaríamos de acuerdo en que existen buenos motivos para pedir prestado, ya que ello añade una nueva dimensión necesaria para analizar al hombre, aun en el sentido puramente secular, como “animal que usa símbolos”. Luego “daríamos de lado” tal préstamo. Pero una vez más, por cautela, quisiera señalar que este doble proceso, visto desde el punto de vista de la logología, no tiene nada que ver, esencialmente, con la teología. Lo que pretendo señalar es sólo que, si participamos así en el doble proceso, llegaremos a un entendimiento más verdadero del lenguaje, aun en términos de su naturaleza puramente secular, que si hubiésemos creado un atajo para evitar tales rodeos.

Los puntos de vista demasiado “naturalistas” esconden de nosotros la envergadura total del lenguaje como motivo, aun en el sentido estrictamente empírico. Pero semejante sobresimplificación de las complejidades lingüísticas se puede evitar si nos acercamos al tema de manera indirecta, por la vía de una preocupación sistemática con los principios lingüísticos minuciosamente ejemplificados en la dialéctica de la teología. Estos principios nos señalan una dimensión que no debemos omitir de nuestro estudio del lenguaje, aun cuando esa dimensión no haya de tratarse literalmente, sino como una especie de “trascendencia” puramente técnica. Hay un sentido en que la palabra que designa el árbol “trasciende” la cosa, tanto como lo hace la idea platónica del “arquetipo” perfecto del árbol en el cielo. Es el sentido en que el nombre que designa una clasificación de objetos “trasciende” a cualquier miembro particular de esa clasificación.

Primera analogía

Para la primera analogía, entre “palabras” (en minúsculas), y “el Verbo” —“la Palabra” (en mayúsculas)—, algunos de los textos primarios serían:

La primera oración del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”; Juan 1:14: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”; Apocalipsis 19:12-13: “y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo… y su nombre es: el Verbo de Dios”. Primera epístola de San Juan 5:7: “Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno”.

En su diccionario de herejías, sectas y cismas, Blunt habla de la facción (los alogianos o alogi) de quienes negaban la doctrina de Juan sobre el Logos, y por tanto rechazaban de plano los escritos de Juan. El mismo diccionario cita también a San Agustín, de su libro sobre las herejías: Alogi sic vocantur quia Deum Verbum recipere noluerunt, Johannis Evangelium respuentes.

Desde el punto de vista de lo que ahora nos interesa, ¡que estos alogi sean anatema! —porque obviamente nuestra empresa logológica no podría proceder si no hubiese una doctrina teológica del Verbo, como lo pretendían aquellos que rechazaban el Evangelio de Juan—.

Sin embargo, aun sin estos textos tenemos pasajes igualmente pertinentes en el Antiguo Testamento, tales como el fiat creador del Génesis 1:3 (“Y dijo Dios: sea la luz”); o en los Salmos 33.9: “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió”. Similarmente, por más que se interprete de manera diferente, “la representación de que la palabra divina fue el agente de la creación se encuentra en las cosmogonías babilónicas, egipcias e indias”.2

Evidentemente el nombre primario de la deidad en el Génesis tiene connotaciones explícitamente verbales, pues la palabra “Elohím” se dice estar formada de El (que significa fuerza, o el fuerte), y alah (jurar, comprometerse por un juramento), mientras que in es gramaticalmente un plural, que se da en “querubín” y “serafín”.

Hasta la palabra inglesa God (“Dios”) parece haber evolucionado por analogía con lo verbal. Está relacionada aparentemente con la palabra sánscrita hũta, participio pasado de un verbo que significa “suplicar, implorar”.

A primera vista, la relación “Yo-Tú” de Martin Buber está similarmente marcada por un fuerte elemento verbal; envuelve una distinción gramatical que tiene que ver con la personalidad implícita en ciertas formas de trato verbal.

El principio verbal está claramente reconocido en la dialéctica teológica de San Anselmo sobre las tres etapas de fe, entendimiento y visión (fides, intellectus, contemplatio). Uno aprende la fe, dice, por oírla (ex auditu). Por cierto, piense uno lo que piense de la noción teológica de que los santos pueden percibir la verdad acerca de Dios intuitivamente (por pura “visión”, contemplatio), San Anselmo trata aquí del hecho obvio de que una doctrina, o un credo, es formulada y enseñada por precepto verbal (como lo indica la propia palabra “evangelio”). Asimismo, Anselmo indudablemente se refería a Romanos 10:17: “Así que la fe es por el oír (ex auditu), y el oír por la palabra de Dios”.

Teniendo en mientes tales ejemplos, uno tal vez se sienta justificado al resistir la tendencia a igualar “Logos” demasiado estrechamente con “Razón”. De unas 270 veces en que aparece la palabra “Logos” en el Nuevo Testamento, en la gran mayoría es usada en el sentido de la palabra hablada, desde la mera locución (como en Mateo 15:23: “Pero Jesús no le respondió palabra”) a “la palabra de Dios” (Marcos 7: 13). ¿No podría la palabra “Razón” limitar demasiado la extensión de las connotaciones, aun cuando la palabra es aplicada a la deidad?

Como quiera que sea, un antiguo escritor patrístico, Ireneo (en la segunda mitad del siglo II), nos da la autoridad para tal reserva. Cito de la undécima edición de la Enciclopedia británica:

Antes de él, el Cuarto Evangelio no parecía existir para la Iglesia. Ireneo hizo de éste una fuerza viviente. Su concepto del Logos no es el de los filósofos y apologistas; concibe el Logos no como la “razón” de Dios, sino como la “voz” con que el Padre habla en revelación a la humanidad, como lo hizo el autor del Cuarto Evangelio.

Los arrianos visiblemente llevaron a cabo este principio de la “voz” tan literalmente que, según Blunt, “quisieron establecer que el Hijo era tan sólo el logos prophorikos, por lo cual le asignaban un comienzo, ya que el pensamiento debe preceder al sonido que le da expresión”.

Es decir que la primera y la segunda personas de la Trinidad estarían relacionadas entre sí de la misma manera en que el pensamiento que conduce a la expresión lo está con la palabra hablada que expresa el pensamiento. Y en cuanto se puede decir que un pensamiento precede a su expresión, esta estricta adhesión a la analogía verbal implicaría que la segunda persona seguiría a la primera en el tiempo. Un decir de San Anselmo, “en la Palabra por la cual expresas tu mismo ser (in Verbo quo te ipsum dicis)”, indica en cierto grado esta misma preocupación con la relación entre pensamiento y expresión, aunque por supuesto sin la conclusión arriana.

Todas estas consideraciones deben indicar por qué haríamos bien en recordar, en una especie de “fundamentalismo lingüístico”, esta connotación fuertemente verbal de la palabra Logos, al igual que lo hace la traducción de la Biblia (al traducirla como “Verbo”), aunque los comentaristas con frecuencia subrayen el significado más filosófico.

Eso en cuanto a nuestra analogía maestra, el elemento arquitectónico del cual podríamos deducir todas las demás analogías. En resumen:

Lo que decimos acerca de las palabras, en el dominio empírico, tendrá un notable parecido a lo que se dice acerca de Dios, en teología.3

Hay cuatro dominios a los cuales las palabras pueden aludir:

Primero, hay palabras para lo natural. Este orden de términos comprende las palabras para cosas, para operaciones materiales, condiciones fisiológicas, animalidad y similares. Palabras como “árbol”, “sol”, “perro”, “hombre”, “cambio”, “crecimiento”. Estas palabras señalan la clase de cosas, condiciones y nociones que habría en el universo aun si toda la habilidad de usar palabras (o símbolos en general) fuese eliminada de la existencia.

Segundo, hay palabras para el dominio sociopolítico. Aquí encontramos todas las palabras que se refieren a relaciones sociales, leyes, el bien, el mal, reglamentos, etc. Aquí cuentan términos tales como “bueno”, “justicia”, “americano”, “monarquía”, “prohibido el paso”, “derechos propietarios”, “obligaciones morales”, “matrimonio”, “patrimonio”.

Tercero, hay palabras acerca de las palabras. He aquí el dominio de diccionarios, gramática, etimología, filología, crítica literaria, retórica, poética, dialéctica —todo lo que me complace concebir reunido en una disciplina que quisiera llamar “logología”—.

Estos tres órdenes terminológicos deben ser lo suficientemente amplios para cubrir el mundo de la experiencia diaria, para cuyo dominio empírico las palabras son eminentemente idóneas. Pero decir esto es darnos cuenta de que también debemos tener un cuarto orden: palabras para lo “sobrenatural”. Porque hasta el que no cree en lo sobrenatural reconocerá que, por lo que toca a los hechos puramente empíricos del lenguaje, sí hay palabras para lo sobrenatural.

Empero, aun aceptando que fuera indiscutible que sí hay en verdad un dominio de lo sobrenatural, nuestras palabras para la discusión de este dominio son, sin embargo, necesariamente tomadas por analogía de nuestras palabras para los otros tres órdenes: el natural, el sociopolítico y el verbal (o el simbólico en general, como en los sistemas simbólicos de la música, la danza, la pintura, la arquitectura, las varias nomenclaturas científicas especializadas, etcétera).

Lo sobrenatural es por definición el dominio de lo “inefable”. Y el lenguaje por definición no se presta a la expresión de lo “inefable”. De ahí que nuestras palabras para el cuarto dominio, el sobrenatural o “inefable”, sean necesariamente tomadas de nuestras palabras para el tipo de cosas de las cuales podemos hablar literalmente, de nuestras palabras para los tres órdenes empíricos (el mundo de la experiencia diaria).

Para citar de mi artículo sobre “The Poetic Motive”, publicado en Hudson Review (primavera de 1958):

Puesto que “Dios” por definición trasciende todos los sistemas simbólicos, debemos empezar como lo hace la teología, por notar que el lenguaje es intrínsecamente inapropiado para discutir lo “sobrenatural” literalmente. Porque el lenguaje está empíricamente limitado a los términos que se refieren a la naturaleza física, a los términos que se refieren a las relaciones sociopolíticas y a los términos que describen el lenguaje en sí. Por tanto, todas las palabras para “Dios” tienen que usarse analógicamente, como si habláramos del “brazo poderoso” de Dios (una analogía física), o de Dios como “Señor” o “Padre” (una analogía sociopolítica), o de Dios como el “Verbo” (una analogía lingüística). La idea de Dios como una “persona” sería derivada por analogía de lo puramente físico, puesto que las personas tienen cuerpos; de lo sociopolítico, puesto que las personas tienen status, y de lo lingüístico, puesto que la idea de personalidad implica los tipos de “razón” que florecen en la habilidad del hombre de usar símbolos (habilidad lingüística, filosófica, científica, moralista, pragmática).

Llegados aquí, hemos establecido suficientes coordenadas para proceder más rápidamente con nuestro examen de las otras analogías.

Segunda analogía

Las palabras son a las cosas no verbales que nombran lo que el Espíritu es a la Materia.

Es decir, si igualamos lo no verbal con la “naturaleza” (usando “naturaleza” en el sentido de lo menos que verbal, o sea, el movimiento puramente electroquímico que habría si dejaran de existir todas las entidades capaces de usar el lenguaje), entonces la acción verbal o simbólica es análoga a la “gracia” que se dice “perfeccionar” a la naturaleza.

Hay un sentido en que la palabra “trasciende” lo que nombra. Es verdad, también hay un sentido en que la palabra misma es material, un “cuerpo”, un significado “encarnado”. Porque hay la dimensión de lo puramente físico (puro “movimiento”), por la cual una palabra es dicha, trasmitida, oída, leída, etc. O hay lo puramente físico de las acciones del cerebro cuando está de alguna manera usando palabras, o sea, “pensando”.

Pero el “significado” de una palabra no es idéntico a su pura materialidad. Hay una diferencia cualitativa entre el símbolo y lo que es simbolizado.

Hay una dualidad de dominio implícita en nuestra definición del hombre como animal que usa símbolos. La animalidad del hombre pertenece al dominio de la pura materia, del puro movimiento. Pero su “simbolicidad” añade una dimensión de acción que no es reducible a lo no simbólico, ya que por su naturaleza simbólica no puede ser idéntica a lo no simbólico.

Sin embargo, también hay un sentido notable en que estos dos dominios no pueden mantenerse rígidamente separados. El ejemplo más obvio nos lo ofrece el caso de las “enfermedades psicógenas”. O podemos pensar en casos en que un alimento, aunque físicamente saludable, puede causar asco en personas que lo ven a través de una tradición y contexto de “ideas” según las cuales el alimento es repugnante. Cuando estaba preparando este artículo, salió en el periódico la historia de un indígena, creo que de las Islas del Sur, quien, habiendo sido embrujado por su tribu, se estaba muriendo a pesar de los esfuerzos de la medicina moderna por salvarlo. No se le había hecho ningún daño material, sólo había regresado a su choza y encontrado los signos mágicos de la sentencia de muerte de la tribu, e inmediatamente enfermó.

Lamento decir que en ese punto los periodistas pasaron a otros asuntos. Al menos, si hubo un reportaje posterior sobre el desenlace de la lucha entre la moderna medicina material y la retórica de la magia primitiva en el caso de un indígena altamente susceptible a sus persuasiones, yo no lo vi. Pero sea cual fuese el resultado, los estragos físicos causados al pobre diablo por su terror al ver los signos “fatales” son suficientes para ilustrar el punto sobre la manera en que el dominio del simbolismo puede afectar las mismas acciones de un cuerpo físico, manifestándose en el cambio, de salud a grave enfermedad, en la parte del cuerpo influida por el simbolismo. Similarmente, las ideas nos pueden “mantener a flote”; de ahí que haya mercado para los textos sobre “el poder del pensamiento positivo”.

En todos estos casos, en los cuales operaciones simbólicas pueden influir sobre procesos corporales, se ve que el dominio de lo natural (en el sentido de lo menos que verbal) es penetrado o animado por el dominio de lo verbal o simbólico. Y en este sentido el dominio de lo simbólico corresponde (en nuestra analogía) al dominio de lo “sobrenatural”.

Tercera analogía

La tercera analogía concierne a lo negativo, que desempeña un papel principal en ambos, lenguaje y teología.

Debemos empezar con el punto que la escuela de lingüística de Korzybski subraya tan insistentemente (y con justicia, porque a pesar de ser obvia la fórmula en principio, es repetidamente ignorada en la práctica).

El lenguaje, para ser usado debidamente, tiene que ser “descontado”. Debemos recordar que cualquiera que sea la correspondencia que haya entre una palabra y la cosa que nombra, la palabra no es la cosa. La palabra “árbol” no es el árbol. Y al igual que los efectos obtenibles con la cosa no se pueden obtener con la palabra, efectos obtenibles con la palabra no son posibles con la cosa. Pero puesto que estos dos dominios coinciden tan útilmente en ciertos puntos, tendemos a pasar por alto las áreas donde divergen radicalmente. Gravitamos espontáneamente hacia el ingenuo realismo verbal.

Es como si un matemático dijera: “Podemos resolver ciertos problemas matemáticos extrayendo la raíz cuadrada de uno negativo. Nuestras soluciones de tales problemas se pueden aplicar a las necesidades de la ingeniería, etc. De manera que los estudiantes deben emprender la búsqueda de la raíz cuadrada de menos uno en la naturaleza misma”.

Sin embargo, por más útil que sea la raíz cuadrada de menos uno para resolver cierto tipo de problemas, es pura y sencillamente una expresión interna de un sistema específico de símbolos y no una “cosa” que se pueda descubrir en la naturaleza, si usamos “naturaleza” en el sentido de lo menos que simbólico, o diferente de lo simbólico, o sea el tipo de cosas que habría si desapareciesen todos los animales que usan símbolos, con sus sistemas simbólicos.

La paradoja de lo negativo entonces es sencillamente éste: Al igual que la palabra “árbol” es verbal y la cosa árbol es no verbal, así todas las palabras para lo no verbal, por la misma naturaleza del caso, deben discutir el dominio de lo no verbal en términos de lo que no es. De ahí que para usar las palabras debidamente, tengamos que sentir espontáneamente el principio de lo negativo.

El ejemplo formal más obvio de esta percepción del “descuento” negativo se encuentra en la ironía, figura que, en su forma más simple, expresa a A en términos de no-A (como en un día de mal tiempo podríamos decir “¡Qué hermoso día!”). Y toda metáfora implica una percepción similar del “descuento”. Así la expresión “empuñar el timón del Estado” se interpreta debidamente sólo en cuanto sabemos que los hombres de Estado no son marineros y que el Estado no es un buque.

Una gran revelación para mí fue el capítulo sobre “La idea de la nada” de La evolución creadora de Bergson. Seguramente este capítulo es un momento importante en la teoría del lenguaje, ya que nos ayuda a darnos cuenta de que lo negativo es una maravilla peculiarmente lingüística, y de que no hay negativos en la naturaleza, pues cada condición natural es positivamente lo que es.

Tengo que remitir al capítulo de Bergson a quien desee una exposición amplia y adecuada de su tesis. También, he tratado de señalar su valor en varios artículos míos sobre “A ‘Dramatistic’. Approach to the Origins of Language”.4 Bergson empieza por observar que, si tratamos de concebir “nada”, sólo lo podemos hacer concibiendo algo. Por ejemplo, podemos cerrar los ojos y pensar en un punto negro, o podemos pensar en algo y luego verlo obliterado, o podemos pensar en un abismo, etc. En cuanto la idea de “nada” envuelve una imagen, tiene que ser una imagen de “algo”, ya que no puede haber otro tipo de imagen.

O podemos entender el punto dándonos cuenta de que podemos pasar la eternidad diciendo lo que no es una cosa. Lo que tengo en la mano positivamente es un libro. No es una manzana, un elefante, un tren, etc. Está positivamente aquí. No está en China, ni en la Edad Media, ni en la luna, etcétera.

Bergson señala el papel importante de lo negativo en cuanto a cuestiones de expectativa. Por ejemplo, si me preguntan si el termómetro registra 37°, tal vez encuentre que registra realmente, positivamente, 35°, o 38°, o 42°, etc. Lo que sea que registre el termómetro que no sea 37°, puedo decir, “No son 37°”. Tales consideraciones nos hacen percibir que lo negativo es una invención peculiarmente lingüística, que no es un “hecho” de la naturaleza, sino una función de un sistema de símbolos, tan intrínsecamente simbólico como la raíz cuadrada de menos uno.

Desde el punto de vista “dramático”, sin embargo, las observaciones de Bergson podrían ser modificadas en un punto. Su exposición del caso toma el sesgo “científico”. Empieza con lo negativo proposicional, como en la frase “no es...” Pero dramáticamente (es decir, viendo la cuestión en términos de “acción”) debemos empezar con lo negativo exhortatorio, lo negativo de mando, como en los “no harás esto o lo otro”, del Decálogo.

Esta leve modificación transformaría nuestro problema, de la “Idea de la Nada” a la “Idea de No”. Y tal vez, puesto que “No” es un principio más bien que una paradójica especie de “lugar” o “cosa” (tal como “nada”), no sentimos tanta presión de concebirlo en términos de una imagen. Podemos “captar la idea” de lo negativo sólo por saber usarlo. No tenemos que “ver” algún NO positivo en la naturaleza, como un árbol o una piedra. Su realidad como principio es simbólica, aunque por supuesto hay una especie de “cuerpo” en el sonido de la palabra, o en su apariencia en una página, o en el sentido de su uso en varios contextos, o en la actividad neural requerida para “captar la idea” de ello.

A propósito, al consultar los expedientes sobre el entrenamiento de Laura Bridgman y Helen Keller, cuyas privaciones sensoriales causaron que aprendiesen el lenguaje mucho después que los niños normales, encontré que en ambos casos sus maestros, sin pensar específicamente en este problema, habían empezado espontáneamente con la negativa imperativa y que no habían introducido la negativa proposicional hasta después.

Por cierto que debe ser analizada la tendencia de existencialistas como Heidegger y Sartre a “objetivar” lo negativo empezando con el “nada” cuasi-sustantivo en vez del “no” moralista. Consideremos, por ejemplo, la noción “meónica” de Heidegger en el sentido de que, si el “Ser” puede “ser”, entonces Nichts (el No ser) puede nichten, dando así una sustancialidad cuasi-positiva a la negación simbólica, por sugerir que Angst (el miedo, la angustia) es la evidencia de la validez de no-ser como la razón metafísica de ser.

Puesto que lo negativo es lo que es, al llegar a un término tan altamente generalizado como “Ser”, aún queda disponible un notable “avance” dialéctico. Se puede añadir lo negativo, y por tanto llegar a “No-Ser” (Nichts), el cual puede ser tratado como la base contextual del término altamente generalizado “Ser”. Porque un tal opuesto absoluto es lo único que queda. Ya sea que se refiera a algo o no, en realidad, es una operación lingüísticamente “razonable”.

Un irreconciliable concepto naturalista de tales maniobras lingüísticas las descartaría sencillamente como puras tonterías. Pero la logología nos aconsejaría tomar en serio la comedia de Heidegger. Porque siempre existe la posibilidad de que, si el lenguaje sí conduce finalmente a este uso generalizado de lo negativo, entonces las implicaciones de tal finalidad están presentes aún en nuestros pensamientos ordinarios, aunque en sí estos pensamientos no posean una tal minuciosidad. Es decir, aunque estén lejos de conducirnos “al fin de la línea”, pueden implicar este fin, si sólo estuviésemos dispuestos a seguirlos con suficiente persistencia. Así que tal fin puede esconderse de ellos, un fin implícito que no podemos evitar sólo por ser frívolos. Porque si el hombre es el animal que usa símbolos, y si la última prueba de simbolización es una percepción intuitiva del principio de lo negativo, entonces las operaciones “trascendentales”, tales como la idea heideggeriana de “Nada”, pueden revelar en su pureza una especie de Weltanschauung que está operando imperfecta pero ineludiblemente en todos nosotros.

Así, mientras que el positivismo sencillamente descartaría tales operaciones como un mero absurdo, la logología tiene que vigilarlas tan cuidadosamente como el psicólogo freudiano vigila los disparates de los sueños de su paciente. Si el animal que usa símbolos se acerca a la naturaleza en términos de sistemas de símbolos (como inevitablemente hace), entonces inevitablemente “trascenderá” a la naturaleza en el sentido de que los sistemas de símbolos son esencialmente diferentes de los dominios que simbolizan. Y estos dominios serán necesariamente diferentes, en cuanto la traducción de lo extrasimbólico a símbolos es una traducción de algo a términos de lo que no es.

Por el momento, lo principal es enfatizar el hecho de que todo el problema de negación en el lenguaje, y la dialéctica similar de la metafísica de Heidegger, tiene su análogo en la “teología negativa”, o sea, definir a Dios en términos de lo que no es, como cuando se describe a Dios con palabras del estilo de “inmortal”, “inmutable”, “infinito”, “ilimitado”, “impasible”, etcétera.

Cuando palabras tales como “Amor” o “Padre” son aplicadas a Dios, deben entenderse no como positivos, sino más bien como cuasi-positivos. Porque deben ser entendidas analógicamente —y la analogía, como la metáfora, tiene sentido sólo en cuanto la descontamos a favor de lo negativo—. Es decir, debemos añadir: “Por ‘amor’ no queremos decir el amor que la gente se tiene, porque sería meramente humano. Y por ‘padre’ no queremos decir padre en el sentido literal, legal o naturalista del término”.

En este sentido, al igual que el lenguaje involucra dentro de su misma esencia un principio de negación, así la teología llega a un último en la “teología negativa”, puesto que Dios, siendo “sobrenatural”, no se puede describir por los positivos de la naturaleza. Por supuesto, hay dispositivos de estilo o dialécticos, por los cuales lo “sobrenatural” se puede llamar lo “verdaderamente” positivo, y los positivos del dominio empírico se pueden llamar negativos. (Recordemos, por ejemplo, la fórmula de Spinoza: omnis determinatio est negatio.) Nuestro objetivo aquí no es el de argüir en pro o en contra de cualquier estilo de dialéctica en particular. Sólo debemos señalar el papel crítico del principio negativo en todo este tipo de pensar. (Y en cuanto a Spinoza, su teoría enfocaba explícitamente la teología negativa, puesto que enfatizó el punto de que la idea de “orden”, por ejemplo, no podría significar lo mismo para nosotros que para Dios —que en realidad la idea que Dios tuviese de orden tal vez se pareciese a nuestra concepción de desorden—.)

Los positivos de la naturaleza se vuelven “cuasi-positivos” en cuanto llegan a quedar imbuidos con el principio de la negación (el “no harás” de los Mandamientos, o sea, lo prohibido) que es tan fundamental al sentido de lo ético. Así es con las funciones sexuales, por ejemplo, en la medida en que éstas pasan al control de las proscripciones moralistas. O en cuanto a las formas de disciplina monástica —penitencias, etc.— que, mientras son totalmente positivas en las “mociones” que involucran, son guiadas por los negativos de lo ético. En uno de los primeros y más largos ensayos de Emerson sobre Naturaleza, hay un pasaje que ilustra perfectamente cómo los positivos del orden natural llegan a imbuirse completamente con el principio de negación, particularmente cuando este principio se extiende para incluir la idea de últimas sanciones teológicas.

Los objetos sensibles concuerdan con las premoniciones de la Razón y reflejan la conciencia. Todas las cosas son morales; y en sus ilimitados cambios tienen una interminable referencia a la naturaleza espiritual. Por tanto la naturaleza resplandece en forma, color y moción; y cada estrella en el más remoto cielo, cada cambio de vegetación desde el primer principio de crecimiento en el centro de una hoja hasta la selva tropical y la mina de carbón antediluviana, cada función animal desde la esponja hasta Hércules, indicarán o pronunciarán al hombre con voz de trueno las leyes del bien y del mal, y harán eco a los Diez Mandamientos. Por ende la naturaleza es siempre el aliado de la Religión: presta su pompa y riqueza al sentimiento religioso.5

Cuarta analogía

La dialéctica de la cuarta analogía está tan entrelazada con la de la tercera que es difícil tratarlas por separado. Así que haré una transición de la tercera a la cuarta por usar un ejemplo que claramente implica las dos.

Imaginemos que se ha empezado con un mundo de positivos, en el sentido más estricto del término, un mundo de cosas y operaciones materiales. Por ejemplo, se ha procedido de este árbol a todos los árboles, de todos los árboles a todas las plantas, de todas las plantas a todos los objetos, etc. Y finalmente, para abarcar al dominio entero de positivos, al notar la manera en que todo se relaciona, se podría resumir la situación por llamar a este dominio natural el dominio de “lo Condicionado”. Una vez que se haya alcanzado un término tan altamente generalizado, ¿qué queda? Obviamente, por la misma dialéctica del caso, “lo Condicionado” tendría como contrapartida un término de generalización igualmente alta, o sea, “lo No-Condicionado”. Similarmente, si lo Condicionado es el dominio de la Necesidad, entonces lo No-Condicionado sería el dominio de la Libertad. Si lo Condicionado es el dominio de los medios, entonces lo No-Condicionado sería el dominio de los fines. Si lo Condicionado es el dominio de lo “sensible” (phenomena), lo No-Condicionado sería el dominio de lo “inteligible” (noumena). Si lo Condicionado es el dominio de las cosas en su relación una con otra, entonces lo No-Condicionado sería el dominio de las cosas en sí (un cuasi-positivo usado por Kant, y que Fichte desveló como negativo por llamar al Ding-an-sich de Kant un seiendes Unding, o ser-no-cosa).

La cuarta analogía involucra el impulso lingüístico hacia un título de títulos, una lógica de nombramiento completada por subir así a niveles cada vez más altos de generalización. En la dialéctica platónica, este movimiento hacia lo abstracto se igualaba con un movimiento hacia lo divino, puesto que se alejaba del dominio de los positivos meramente naturalistas, o sea, de los objetos de la experiencia totalmente sensorial.

Imaginemos el título ideal de un libro. Un título ideal “resumiría” todas las particularidades del libro. En cierta manera “implicaría” estas particularidades. Sin embargo, las particularidades tendrían toda la realidad material. Similarmente en cuanto al movimiento hacia un título de títulos (el principio unificador que se encuentra en una oración, considerado el “título” de la situación a la cual se refiere): tal movimiento es hacia una especie de vaciar, es una vía negativa. (Recordemos la observación de Hegel de que al pasar de este ser a aquél, y a ese otro, etc., hasta obtener un término para “Puro Ser”, tal “Puro Ser” es indistinguible de “Nada”, ya que no hay una sola cosa que se pueda señalar como un ejemplo de “Puro Ser”. Y recordemos aquí el uso de Heidegger de Nada como la contraparte contextual, o “fundamento”, de Ser.)

El hincapié de la cuarta analogía no es en este elemento negativo, sino sobre la búsqueda de un título de títulos, un término omni-inclusivo (que resulta de tener este principio negativo como parte esencial de su carácter). Puesto que la tercera y la cuarta analogía se pueden tratar por separado, la tercera concierne a la correspondencia entre la negación en el lenguaje y su lugar en la teología negativa, mientras que la cuarta concierne a la naturaleza del lenguaje como un proceso de nombramiento, conduciendo en el dominio secular hacia un título de títulos omniabarcante. Tal término resumidor secular sería técnicamente un “término deiforme” en el sentido de que su papel sería análogo al papel de nombramiento omni-inclusivo desempeñado por la palabra del teólogo para la Deidad.6

Nótese que también podríamos enfocar esta cuarta analogía en la dirección inversa. Es decir, en vez de considerar a “Dios” como el título de títulos en que todo es resumido, se podría considerar que todas las subclasificaciones materialmente “emanan” o “irradian” de esta “fuente espiritual”. Y así como la religión podría verse como central, con todos los campos especializados tales como leyes, política, ética, poesía, arte, etc., “desprendiéndose” de ella para volverse gradualmente disciplinas “autónomas”, también hay un sentido técnico en que se puede considerar que toda la especialización irradia de un centro logológico. La logología podría llamarse propiamente central, y se podría decir que todos los demás estudios “irradian” de ella, en el sentido de que todas las “logias” y “grafías” son guiadas por lo verbal. Todas son idiomas especiales (en los campos especiales de las ciencias físicas, las ciencias sociales y las humanidades).

Empero, concebir esta materia perfectamente ideal como si fuese colocada en el centro del plan de estudios de una universidad no es de ninguna manera lo mismo que ver tal “derivación” literalmente. En realidad, los cursos de un plan de estudios se han desarrollado a través del tiempo; su acumulación es histórica, no logológica. Si pusiéramos la universidad en el lugar del universo, con la logología como centro y circunferencia de la universidad (así como “Dios” ha sido llamado centro y circunferencia del universo), la “derivación” del plan de estudios de esta fuente sería puramente esquemática, puramente teórica, una derivación “ideal” que podría ser importante en la formación de actividades académicas y la política educacional, pero que sería “más allá de la imaginación” literalmente. La logología también es análoga a la teología en el sentido de que, aunque idealmente central, en la práctica sería tan sólo un estudio especializado en particular, como cualquier otra división del plan de estudios.

Quinta analogía

Nuestra quinta analogía concierne a la relación entre “tiempo” y “eternidad”, y como texto usaremos una cita de las Confesiones de San Agustín (libro IV, capítulo X). Al discutir las cosas transitorias, Agustín dice:

Eso es todo lo que Tú les has dado, porque son partes de cosas que no existen todas a la vez, sino que, cediendo el lugar y sucediéndose, forman todas el universo, cuyas partes son. De idéntica manera se desarrolla también nuestra habla toda entera por medio de signos sonoros. Y no se completaría el habla si no fuese cediendo el lugar cada palabra, una por una, después de pronunciadas sus partes, para que otra la suceda.

Aquí la sucesión de palabras en una oración sería análoga a lo “temporal”. Pero el significado de la oración es una esencia, una especie de significado fijo o definición que no está limitada a ninguna de las partes de la oración, sino que más bien penetra o anima la oración en total. Tal significado, yo diría, es análogo a la “eternidad”. En contraste al fluir de la oración, en que cada sílaba surge, existe por un momento, y luego “muere” para abrir paso a la próxima etapa del proceso continuo, el significado es “no-temporal” aunque corporificado (encarnado) en una serie temporal. El significado en su unidad o sencillez “simplemente es”.

El País de las Maravillas de Alicia tiene muchos momentos que ilustran esta especie de sutilezas dialécticas. Recordemos, por ejemplo, el episodio del Gato de Cheshire. El gato sonríe. Es decir, en cuanto a meras apariencias concierne, ocurren ciertos movimientos, posturas, etc., y éstos son interpretados como las señales de una sonrisa. La sonrisa es la esencia de estas condiciones materiales, la forma o acto de los puros movimientos. Es lo que los movimientos significan. Entonces el gato desaparece, con excepción de su sonrisa. Los aspectos “temporales” de la sonrisa se desvanecen, dejando sólo su esencia, su significado. En términos reales, la transformación no se podría ilustrar. El dibujo cuando mucho puede eliminar el gato entero menos la parte de su faz que puede registrar una sonrisa. Pero la pura esencia o “lo risueño” de la sonrisa no permitiría tan siquiera esta parca ilustración. “Lo risueño” no es ilustrable. Lo más que nos podemos acercar es imaginar una sonrisa en particular, usando elementos que en sí no son sonrisa. Éstos corresponderían al aspecto meramente “temporal” de la “esencia eterna” de la sonrisa, o del significado que “trasciende” cualquier detalle visible.

Nos podríamos acercar a esta misma analogía (involucrando contrapartes de “tiempo” y “eternidad” respectivamente) por otra vía. Consideremos nuestra definición del hombre como el animal que usa símbolos. Podemos concebir dos ideas marcadamente diferentes de “eternidad”, dependiendo del término con que empecemos. La designación genérica “animal” sugiere la especie de “eternidad” que concebimos cuando pensamos en la eternidad como el tiempo extendido eternamente, aunque se supone que la eternidad está “más allá del tiempo”. O la designación específica, o sea, la característica de diferenciación, “que usa símbolos”, sugiere por analogía otra clase de eternidad, la idea de lo “fijo” o “inmutable”; por ejemplo, al tratarse de principios, conceptos universales, definiciones, de la esencia. Este tipo de analogía (que Santayana trata tan brillantemente en su escrito sobre “el reino de la esencia”) no sugiere la idea del interminable vivir que sugiere el comparar la eternidad con la animalidad indefinidamente prolongada.

Esta diferencia entre dos ideas de “eternidad” o entre términos para órdenes “temporales” y términos para órdenes “fijos”, también involucra una relación ambigua entre términos para “prioridad lógica” y términos para “prioridad temporal”, pero tal vez este punto se pueda considerar mejor a la luz de nuestra sexta analogía.

Sexta analogía

Esta analogía concierne a un notable parecido entre el diseño de la Trinidad y la forma fundamental de la “situación lingüística”. Y está construida alrededor de la consideración de que, respecto a las personas de la Trinidad, el Padre es igualado al Poder, el Hijo a la Sabiduría, el Espíritu Santo al Amor.

Primero pensemos en la relación entre la cosa y su nombre (entre un árbol y la palabra “árbol”). El poder está primariamente en la cosa, en el árbol más bien que en la palabra para árbol. Pero la palabra está relacionada con este poder, con esta cosa, en el sentido de “conocimiento” de esa cosa. Por ende, por derivación, también tiene cierto poder (el poder que reside en el conocimiento, en el nombramiento preciso). Pero el poder está primariamente en los materiales, en las cosas con las cuales podemos construir, calentar, pegar, etcétera.

Para llevar la analogía un paso más adelante: al igual que se supone que la primera persona de la Trinidad “genera” a la segunda, así podemos decir que la cosa “genera” la palabra que la nombra, o sea que le da existencia (para responder a la realidad primaria de la cosa, que requiere un nombre).

Luego notemos que existe cierta correspondencia entre la cosa y su nombre. Hay un estado de concordancia o comunión, entre lo simbolizado y el símbolo. Puesto que estamos considerando sólo la relación entre el nombre y la cosa que nombra, algún término técnico del estilo de “correspondencia” o “concordancia” servirá para nuestros fines. Pero en cuanto la Trinidad se dice estar compuesta de “personas”, debemos traducir nuestra idea de correspondencia perfecta a términos correspondientemente personales. Y la palabra para la perfecta comunión entre personas es “Amor”.

Notemos también que, mientras el primer momento (la cosa) estableció el fundamento para el segundo momento (el nombre apropiado), ambos momentos tomados conjuntamente forman la “correspondencia” entre ellos. Aquí otra vez se sostiene la analogía con la Trinidad, puesto que se dice que la primera persona “genera” a la segunda, mientras que la tercera procede de la primera y la segunda en su conjunto. Es decir: la correspondencia técnica entre cosa y nombre tendría como analogía el “Amor” entre primera y segunda personas.

En vista de que la metafísica hegeliana está tan cerca de la teología, se puede discernir una estructura bastante similar en la dialéctica hegeliana. Dado el prototipo de lo negativo, el término “tesis” en sí implica “antítesis” —y conjuntamente ambos implican “síntesis”, o sea el elemento de comunicación entre ellas—. En este punto se podría objetar: “Pero la ‘antítesis’ hegeliana es antagónica a ‘tesis’, mientras que el Hijo como Verbo está más bien en una relación de ‘como es el padre, es el hijo’ ”.

Y en verdad éste bien podría ser el caso, puesto que mucho del pensamiento del siglo XIX se desarrolló bajo el escudo de antítesis. (Veamos su papel en la obra de Kierkegaard, por ejemplo, a pesar de su declarada resistencia a Hegel.) Pero debemos señalar que la idea de oposición puede ceder a la idea de contraparte. Por ejemplo, en griego:

Antistrophos (una palabra usada por Aristóteles para definir retórica como contraparte de dialéctica).

Antimorphos (que significa: formado a la manera de, o para corresponder a algo).

Antitimao (que significa: honrar correspondientemente).

O, si tal vez se piensa que aquí nos hemos salido por la tangente, nótese que en el grupo pentámero dialéctico de Coleridge, en el punto en que coloca “las Escrituras” como tesis, pone “la Iglesia” como antítesis. (Coleridge complica el sistema bivalente por añadir “protesis” y “mesotesis” a la triada hegeliana.)7

Pero la mención de Hegel sirve como un recordatorio del punto antes mencionado respecto a la relación entre las mociones temporales y lógicas de prioridad. (Por prioridad temporal o “narrativa” se quiere dar a entender una secuencia tal como “ayer, hoy y mañana”; la prioridad lógica involucra una especie de “simultaneidad” como en la secuencia que prevalece entre las partes de un silogismo, donde el argumento procede de la primera premisa, a través de la segunda premisa, a la conclusión, pero no en un sentido temporal.) Se dirá mucho más sobre este tema en los capítulos posteriores de este libro. Pero mientras tanto, podremos obtener un enfoque previo y relevante por tratar de las interrelaciones entre los tres términos de la Trinidad.

Toda cosa que concierne a lo temporal se puede reducir a un grupo de cinco, a saber: protesis, tesis, antítesis, mesotesis y síntesis, como en lo siguiente:

En Aids Reflection (Shedd, I, pp. 218-219) escribe:

Para los fines de lo noético universal, en que se requieren términos de mayor comprensión, y significación menos específica, el grupo neomático pentámero tal vez sería:

A continuación describe ampliamente esta gramática dramática.

La relación ambigua entre los dos estilos de colocación (la narrativa y la lógica) se puede ver si nos detenemos a pensar otra vez en la manera en que la segunda persona de la Trinidad se dice “proceder” de la primera, y la tercera de la primera y la segunda. Aunque pensamos que el Padre precede al Hijo en el tiempo, y aunque concebimos “generación” en términos temporales, los teólogos ortodoxos nos advierten que el proceso por el cual se supone que el Padre “genera” al Hijo no debe ser concebido en términos temporales, sino que Padre e Hijo son uno eternamente. Podríamos decir que la primera persona es “previa” a la segunda más bien en el sentido lógico (al igual que la primera premisa de un silogismo podría llamarse previa a la segunda).

Notemos que el concepto de relaciones personales que involucran dos “generaciones” contiene esta ambigüedad. Aunque hay un sentido en que un Padre precede a un Hijo, también hay un sentido en que los dos estados son “simultáneos” —porque los padres pueden ser padres sólo al tener hijos, y en este sentido los hijos “hacen” a los padres—. Es decir, lógicamente, Padre e Hijo son términos recíprocos, cada uno implica al otro.

Muchas antiguas querellas teológicas giran alrededor de esta posibilidad de cambiar entre los dos tipos de secuencia, o sea, la temporal y la lógica. Joaquín de Floris (1145-1202) ofreció una teoría de la historia que ilustra bien cómo este cambio puede ocurrir. Dividió la historia en tres etapas: primera: edad del Padre, de la Ley, de la Letra; segunda: edad del Hijo, del Evangelio (intermediario entre Letra y Espíritu); tercera: edad del Espíritu.

La edad del Padre requería la obediencia; la edad del Hijo, que era un periodo de estudio y sabiduría, involucraba una búsqueda de revelación mística y un énfasis en la lectura; la edad del Espíritu, o sea, la edad monástica que prevalecía entonces, iba a ser consagrada a la oración y al canto.

Aquí, claramente, las relaciones entre las personas coeternas de la Trinidad son traducidas a una serie temporal en cuanto al desarrollo de la historia. Y Hegel, por supuesto, construyó su teoría de la historia alrededor del mismo tipo de ambigüedad.

Desde el punto de vista estrictamente lógico, la historia de Hegel terminó antes de haber empezado; la “Idea” contenía todas sus posibilidades desde el comienzo. Pero la manifestación de esta “Idea” en términos de naturaleza y de historia era como la revelación gradual, una por una, de estas implicaciones lógicas.