Retorno a Atenas - José Luis Moreno Pestaña - E-Book

Retorno a Atenas E-Book

José Luis Moreno Pestaña

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Beschreibung

"Este es un libro sobre la actualidad político de un pasado lejano, el de la democracia ateniense. Para algunos un referente extravagante, para otros sigue planteándonos preguntas importantes. Entre esos otros se encuentran pensadores de la talla de Cornelius Castoriadis, Michel Foucault o Jacques Rancière. El libro sitúa sus respectivos acercamientos en un contexto marcado por la crisis del marxismo y el ascenso del modelo de la democracia representativa. Fue el consenso de los años ochenta y Atenas sirvió para pensar sobre cuáles eran las posibilidades de la democracia, precisamente allí donde nació nuestra experiencia de la misma. El autor de este libro, especialista en filosofía francesa contemporánea, presenta un paisaje que arranca en la década de los 70 del siglo XX. En la primera parte de esa década aún se creía en la revolución, conforme avanzaba comenzaron las conversiones al liberalismo y el escepticismo ante cualquier modelo de transformación social y político. Con el referente de la democracia antigua, nuestros tres pensadores innovaron el modo de practicar la filosofía, ampliando sus referentes pero también nos propusieron otros modos de pensar la democracia. La tesis del libro es que esos modos aún tienen actualidad, en nuestra actualidad, no ya la de Castoriadis, Foucault y Rancière, sino la que procede de una década de movilizaciones contra la crisis económica del 2008 y del pobre ejemplo que nos daba sobre el funcionamiento de las instituciones democráticas. En ese sentido, este es un libro de historia social de la filosofía pero también porque eso ayuda a aclararse políticamente. Y es que sobre la democracia de asamblea, el uso del sorteo para controlar facciones políticas o el papel de los líderes, aquí se sostiene que Atenas nos ofrece un paradigma de democracia antioligárquica. La democracia ateniense, con todas sus insuficiencias, nos enseña algo sutil y aún pertienente. La participación democrática es el único remedio contra la degeneración de los expertos en tecnócratas, de los dirigentes en elites absorbidas por sus disputas internas, de la ciudadanía en sostén pasivo del secuestro de la esfera pública. Por tanto, a través de Atenas hablamos del final del siglo XX y de nuestro presente en el siglo XXI."

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Siglo XXI / Serie Filosofía y pensamiento

José Luis Moreno Pestaña

Retorno a Atenas

La democracia como principio antioligárquico

¿Qué podemos aprender de la democracia griega? Esa fue la cuestión crucial que se hicieron lectores radicales como Foucault, Castoriadis o Rancière en la década de los setenta. En un contexto de crisis, la vieja democracia ateniense se ofrecía como un marco privilegiado para pensar las posibilidades de la democracia, precisamente allí donde nació nuestra experiencia de la misma.

En la revisión y lectura que el pensamiento francés elabora del legado político de la antigua Atenas, Moreno Pestaña contempla la participación democrática como el único remedio contra la degeneración de los expertos en tecnócratas, de los dirigentes en elites, de la ciudadanía en sostén pasivo del secuestro de la esfera pública.

Solo desde el retorno a Atenas podremos hablar del final del siglo XX y de nuestro presente en el XXI.

«Este valiente ensayo ilumina desde el legado de la Atenas clásica las condiciones materiales de la participación en política y las articulaciones epistémicas más consonantes con la democracia. Nos ayuda a identificar los prejuicios elitistas de la política representativa y a preguntarnos qué tememos de la socialización de la actividad política.»

NURIA SÁNCHEZ MADRID

«Moreno Pestaña demuestra de la manera más estimulante que cada generación debe dialogar a su modo con Atenas; la erudición y rigor de este libro, trufado de fecundas intuiciones, orientan hoy nuestra mirada hacia una urgente revisión de las relaciones entre mercado, Estado y democracia.»

SANTIAGO ALBA RICO

«A través de una historia, erudita y ponderada, de la recepción de la democracia griega en la filosofía política contemporánea, José Luis Moreno Pestaña propone una vigorosa reflexión sobre las tareas de los proyectos emancipadores en nuestros días.»

CÉSAR RENDUELES

José Luis Moreno Pestaña es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada. Sus investigaciones se han centrado en la filosofía contemporánea, en los conceptos de cuerpo, enfermedad y poder, y en el área de la filosofía política. Entre sus publicaciones cabe destacar La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil (2013) y La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (2016).

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© José Luis Moreno Pestaña, 2019

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1978-5

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La segunda edición de Retorno a Atenas me permite recuperar tres cuestiones que afloraron mientras lo presentaba, lo debatía o conversaba sobre él en los meses transcurridos desde su publicación. La primera cuestión responde a la organización del libro. La segunda cuestión destaca las aportaciones de los autores con los que dialogo. La tercera cuestión versa sobre la lección que extraigo.

LOS PRINCIPIOS DE CONSTRUCCIÓN DE UN LIBRO

Empiezo por la primera tarea. En este libro, se señala desde el principio, dialogan tres tiempos. El tiempo en el que se escribe, en este segundo decenio del siglo XXI, durante una crisis de legitimidad de la democracia representativa. El tiempo de los autores que se estudian, las décadas de los setenta y los ochenta del siglo pasado, un momento en el que imperceptiblemente se pasa de las mayores esperanzas revolucionarias al realismo más conservador. Y luego el tiempo lejano de la democracia antigua, de la democracia ateniense.

La cuestión de los tiempos, el haberla enunciado, impulsa a pensar que este es un libro sobre el movimiento del 15M o sobre la crisis de legitimidad pero que aborda el problema meditando sobre Atenas y la filosofía francesa. Me importa aclararlo. Se escribió desde la experiencia del 15M, desde el espacio de preguntas que me planteó y que básicamente fueron las que siguen: en qué consisten las asambleas políticas, cuáles son los principios que las organizan, cómo protegerse de las tendencias desigualitarias que albergan. Esas preguntas condicionan mi lectura del material con el que construyo el análisis. Si lo hubiera escrito desde otras experiencias, seguramente las preguntas no hubieran sido idénticas. En cualquier caso, Atenas fue una democracia de asambleas y las preguntas que me impuse se encuentran reclamadas por el material que trabajo.

Además, el libro finaliza con una coda sobre el 15M. La escribí tras una invitación de la editorial, una vez que el libro se encontraba acabado. El objetivo era intentar pensar un acontecimiento presente con las herramientas de la obra. Ese acontecimiento planteó un problema que aún persiste: cabe resistirse a creer que el modelo de democracia representativa, con sus partidos compitiendo por los recursos políticos y sus líderes rivalizando por el artificio carismático, sea la única modalidad de democracia posible. Al menos necesita una seria enmienda, si no queremos ver avanzar a críticos de esta democracia que quieren llevarse por delante la esperanza democrática. Preguntarse por la democracia ateniense tiene como objetivo adquirir herramientas con las que mejorar la nuestra.

¿Por qué esta alusión a los tres tiempos? De mi dedicación a la historia del pensamiento aprendí al menos dos lecciones que resultan obvias pero que luego, cuando se intenta precisarlas, no lo son tanto. Una es la de que leer exige restituir un contexto complejo. Otra, la de que sin algo de claridad sobre ese contexto no comprendemos bien en qué nos encontramos concernidos o alejados de las ideas con las que dialogamos. La claridad nunca es absoluta pero si renunciamos a ese esfuerzo, acabamos percibiendo en el pensamiento ajeno mucho de nuestras propias proyecciones. Habrá a quien todo esto le parezcan complicaciones innecesarias para la filosofía política. Es posible. En ese caso, lo mejor sería presentar las propias ideas sin escudarse en nombres prestigiosos de la tradición intelectual. Pero si queremos reforzar nuestras tesis con su compañía, si queremos aprender algo de lo que nos enseñan, debemos intentar dialogar con un tiempo que fue el suyo y no es el nuestro: y advertirlo a las personas que nos lean o compongan nuestro auditorio. Sobre qué y cómo leer intento ofrecer un resumen de mi perspectiva en la introducción del libro, aunque reflexiones sobre el particular se encuentran en todos los capítulos, y muy señaladamente en el dedicado a la lectura que Foucault hizo de Edipo.

Si no es un libro sobre el 15M, tampoco es una investigación especializada sobre la democracia ateniense. He necesitado aprender de las aportaciones de los especialistas –hasta donde he sido capaz– mientras lo escribía. No pretendo ofrecer un estado de la cuestión sobre alguna herramienta política surgida en la democracia ateniense –por ejemplo, el sorteo–. Esto último me importa subrayarlo. La lectura de la democracia ateniense persigue ayudarnos a pensar la actualidad posible de componentes de su democracia. Entre ellos el sorteo, pero también la rotación de cargos y, unidos a ellos, mecanismos de igualación social. En su tiempo, tales mecanismos se materializaron con medidas de disolución de los poderes consuetudinarios –objetivo estratégico de la división de las tribus por Clístenes– o como incentivo de la participación de la población trabajadora –caso de los salarios públicos–. Hoy necesitamos seguir pensando con esas claves pero para una realidad distinta. Sin guardar la lección de conjunto que ofrecen tales componentes me temo que extraer uno –el sorteo o la participación en asambleas ciudadanas– aísla un elemento, dotándole de un aura democrática que solo tuvo por su equilibrio complejo con otros cimientos de la emancipación política.

Foucault, Castoriadis y Rancière, protagonistas de la obra, participaron de un tejido intelectual común en el que se impuso un específico retorno a Atenas. Cada uno de ellos nos propone lecturas diferentes de la experiencia clásica. Para comprender las razones de esas lecturas, se necesita reconstruir el espacio político e intelectual en que se escoge un problema, e intentar despejar qué significado tienen las opciones con las que se le trata. En lo que toca al espacio político e intelectual intento, en los tres primeros capítulos, proponer claves acerca del cambio entre la primera y la segunda mitad de la década de los setenta en Francia. Y en el capítulo tercero reconstruyo el debate sobre la autogestión y sobre cómo esta parecía exigir una nueva racionalidad política. Allí explico cómo debían pensarse los derechos económicos más allá del liberalismo o de los regímenes del socialismo real. Coloco a dos de mis autores, Foucault y Castoriadis, pensando en ese entorno y me intento explicar por qué la reflexión democracia económica se encabalga con la reflexión sobre la primera democracia.

LAS APORTACIONES DE LOS PROTAGONISTAS

Eso por la contextualización. Queda la cuestión del significado de las diferentes opciones. Los tres comparten un espacio común de reflexión sobre la democracia pero también optan por poner de relieve uno u otro de los indicios que nos ha dejado la tradición. He intentado plantear preguntas pertinentes a Foucault, Castoriadis y Rancière, basadas en conocimientos que tenían a su disposición y que utilizaron o no. Del balance que realizo se desprenden evaluaciones, a veces incisivas. Mas pese a sus sesgos, y a veces gracias a ellos, los tres autores nos ayudan mucho.

Foucault perfila las asambleas políticas democráticas, formalmente iguales, como espacios atravesados por relaciones de poder. Representa la continuación de un programa, que me parece que tiene su origen en Max Weber. Este consideraba que una democracia radical funcionaba como un gobierno de notables; notables que la dominaban por el tiempo que tenían, por las redes que creaban, por el carisma que concentraban. Discuto mucho, y a veces con dureza, a Foucault pero considero que abraza un excelente programa de investigación. Fructífero para comprender la democracia en Atenas, y para que nosotros saquemos lecciones pertinentes de su experiencia. Y con esas lecciones volvamos nuestra mirada a la realidad cotidiana de las instituciones y partidos políticos o de los movimientos sociales. Las asambleas solo son igualitarias cuando se las corrige con decisión. De lo contrario, es la lección foucaultiana, acaban generando una dinámica de desigualdad, aún más insidiosa de reconocer pues organiza espacios políticos aparentemente igualitarios. El conflicto entre la igualdad formal y el prestigio, insistentemente subrayado por Foucault, constituye una aportación básica para una filosofía y una sociología de la experiencia democrática.

Castoriadis insiste menos en la realidad de la desigualdad y más en los procedimientos que se desplegaron para corregirla. Procedente del socialismo autogestionario, Castoriadis descubre en Atenas una racionalidad política democrática. Racionalidad que corrige la desigualdad asamblearia por medio de salarios –medios de motivación para participar– y por medio del sorteo y la rotación en los cargos públicos –procedimientos de distribución de competencias políticas y de eliminación de facciones–. Lector profundo de los clásicos –señaladamente de Aristóteles–, revisor meticuloso de la literatura sobre el tema, Castoriadis ofrece una filosofía de la democracia ateniense que, si le quitamos su mitificación del Siglo de Pericles, sobresale por su esfuerzo y precisión. En ella se oye latir el programa socialista, mas libre de cualquier adherencia autoritaria. Precisamente porque es un socialismo que propone como seña de identidad una apuesta insobornable por la democracia política.

Rancière, por su parte, ahonda en dos principios de la experiencia democrática. Uno es cómo la democracia ateniense altera las distribuciones establecidas respecto del tiempo. Otro en cómo destruye las fronteras que organizan los espacios sociales. Rancière nos propone así una disección de la sensibilidad política democrática. En cuanto al tiempo, su lectura muestra que se puede ser competente políticamente dedicándose a otros quehaceres profesionales, esto es, que puede formarse una ciudadanía políticamente capaz sin necesidad de especialistas políticos. En cuanto a los lugares, la democracia impulsa a los profanos hacia espacios en el centro de la vida política. Y para eso no es necesario congregarse en una facción o cortejar a un jefe. Basta con que se utilice el sorteo de manera masiva e inteligente –por supuesto combinándolo con la rendición de cuentas–. En ese proceso se fortalecen las capacidades democráticas, sobre todo porque se aprende a modelarlas. Rancière es un crítico profundo de la deslegitimación tecnocrática de la democracia, aquella que pretende saber cómo clasificar a quienes deben consagrarse a mandar, quedándose el resto aprisionados en su papel de seguidores. Seguidores a los que se puede consultar más o menos y cuya opinión se tiene en cuenta con seriedad o displicencia. La política, en cualquier caso, y aunque se articule –poco o mucho– con lo que piensa la ciudadanía, consiste en algo que desarrollan especialistas.

LA TESIS DEL PRINCIPIO ANTIOLIGÁRQUICO EN DEMOCRACIA

Entro ahora en mi aportación específica. La experiencia política moderna –lo explica Bernard Manin– se apoya en un principio de distinción –de los elegidos respecto de los electores– y este tiene una afinidad electiva con la elección. Permítaseme convocar algo que describo en el capítulo IV, dándole una inflexión nueva. La elección, nuestro mecanismo democrático de selección de cargos públicos, era sospechosa para los antiguos de incorporar una tensión aristocrática. Los elegidos deben sobresalir respecto de sus electores, los dirigentes de los dirigidos. Los argumentos pueden ser de distinta índole. Pueden sobresalir por su mayor preparación, ya que la política es una región circunscrita por la división técnica del trabajo. Pueden sobresalir porque dominan bien el significado de los paquetes ideológicos y saben qué hay que ser y cómo hay que actuar para ser un liberal, un socialista, un patriota o un anarquista (colóquese la etiqueta del mercado político que cada uno desee).

Bernard Manin distingue cuatro componentes aristocráticos de la elección, a los que añadiré cómo desentona el sorteo respecto de cada uno de los cuatro. En primer lugar, quien elige prefiere, aunque sea por capricho. Por el contrario, al sortear no preferimos a nadie de entre aquellos que se encuentran disponibles –aunque sí decidimos entre quiénes realizar el sorteo–. Quizá sortear nos protege de una elección que debería fundarse en la razón, pero sospechamos que lo está en el capricho, el prejuicio o un interés tan mezquino como racionalizado.

En segundo lugar, un candidato debe sobresalir respecto de los competidores y consagrar a este trabajo bastante de sus energías. Tal vez eso le impulse a ser mejor –en algún sentido por delimitar– o simplemente le embarque en una pugna entre los que se disputan el espacio de atención. Foucault da un ejemplo en su análisis de Ión. En el sorteo, sin embargo, tal dinámica se muestra baladí. A lo mejor se refuerza la mediocridad o, por el contrario, se impide el gasto absurdo de energías políticas consistente en el despedazamiento entre las elites.

En tercer lugar, el elector necesita comparar, aunque se encuentre limitado por la información que tiene disponible y puede procesar con criterio. De ese modo, debe jerarquizar preferencias electorales a partir de una información defectuosa. Si recurre al sorteo se guía por otra idea de la democracia. La decisión de sortear no consiste en materializar con el voto una opinión sobre candidaturas en conflicto. Consiste en llevar al proscenio político a personas que no se han elegido a sí mismas y es precisamente eso lo que las hace preferibles. Queremos que con su mirada se componga una representación plural de la experiencia cotidiana.

En cuarto lugar, las elecciones suelen favorecer a los candidatos con mayores recursos económicos o que persiguen contactar y complacer con aquellos que los tienen. Acudiendo al sorteo, se intenta evitar a esos candidatos y a sus patrocinadores: razones no faltan para hacerlo.

Quien vive la elección como la única alternativa posible puede habitar en dos planos del fetichismo político[1]. Dos planos que a menudo marchan de la mano pero no siempre. El primer mundo de fetiches se le presenta de la siguiente guisa: es como si el elector ordenase racionalmente un mercado competitivo distinguiendo a los que merezcan sobresalir –por sus competencias, por su ideología, por su carisma, por todo a la vez o, sencillamente, porque sí–. El elector se vivirá como libre y racional aunque no sea capaz de argumentar bien qué es lo que debe sobresalir en el candidato, cómo decidir entre quienes sobresalen por ello y qué mecanismos empujan a unos a sobresalir más y a otros menos. El elector considera que solo existe esa manera de proceder en democracia.

El segundo mundo de fetiches ofusca aún más. Quienes han sido distinguidos sueñan con que la actividad política se encuentra indisolublemente ligada a sus personas y comienzan a ordenar sus acciones con vistas a reforzar constantemente su poder, evitando ansiosamente que se debata, cuando no les conviene, sobre qué es lo que debe sobresalir y si otros sobresalen; en fin, intentan que solo funcionen los mecanismos de distinción política que actúan en su beneficio. Llamaré al primero fetichismo del mercado político y al segundo fetichismo del capital político.

No hay nada intrínsecamente fetichista en el uso democrático de la competición electoral. Puede utilizarse sin convertirla en el exclusivo salvoconducto de la democracia. Podrían planificarse las elecciones para evitar la concentración de capital político y sin que den lugar a oligopolios políticos que convierten la idea de la libertad del elector, basada en una información veraz y que le permiten distinguir entre alternativas reales, en una broma. En suma, puede actuarse en un mercado político que no se encuentre fuertemente distorsionado por desigualdades de información y de acción política. Y que no se conciba a sí mismo como la esencia de la democracia, que sabe compaginarse con otros procedimientos. Así fue en la democracia antigua, así podría volver a ser dentro nuestras coordenadas políticas.

Para evitar caer en el fetichismo político existen dos movimientos reflexivos. El primero impone recordar que funcionó una forma de democracia que restringió la elección y que distó de ser inestable, violenta o de generar una cultura política deleznable. El segundo consiste en preguntarnos: más allá de lo que fue y de lo que es, ¿cómo creemos que debería funcionar una democracia? Para decirlo al modo de Marx, imaginémonos, para variar, una asociación de seres humanos libres que piensan en cómo organizarse. Imaginar ayuda a captar la novedad que podría existir, a pensar en cómo organizarse para evitar ser ineficaz, aunque sin entregar la democracia a los manejos de una elite en conflicto por el poder.

En esa democracia, en la mejor democracia imaginable, habrá elecciones y necesitaremos diferenciar nuestras preferencias e identificar a quienes mejor parecen expresarlas –porque son más competentes, más próximos a nuestra ideología o tienen un carisma fundado en razones (en suma, no elegimos a alguien porque sí)–. Al hacerlo, discerniremos mejor si recurrimos a un principio de corrección política de la elección. Precisamente por la existencia de una tendencia en la elección a ubicarnos en competiciones espurias. Y por la existencia de otra tendencia en los elegidos a cultivar el fetichismo del capital político, esto es: a fortalecer su propia posición y a emplear sus energías políticas para inutilizar a los adversarios, buscando un espacio de competición en el que siempre resulten vencedores.

En este libro identifico un principio antioligárquico, que se modula en otros tres principios dependientes de él. Funciona como un test de detección de la oligarquía en tres dimensiones de una comunidad política.

El primer plano es el que llamo la tangente de Edipo/Creonte. Identifico a ambos –siguiendo a Foucault y a Castoriadis– como dirigentes democráticos, auténticos contrafuertes de su ciudad en situaciones de excepción: el primero en el enfrentamiento con la Esfinge, el segundo en la pacificación de Tebas tras la guerra civil. Ambos dirigentes personifican una eficacia que tiende a esterilizarse, produciendo cada vez más costos externos –aquellos derivados de excluir a aquellos implicados en sus decisiones–. Tales costos externos resultan de dinámicas inevitables, en la corte de Tebas y en cualquier corte: también en la red de influencias que dependen de un dirigente que solo persigue arrumbar a sus adversarios, esto es, en procesos que Sófocles situó en una Tebas mítica, pero que no nos cuesta detectar en nuestra realidad política. El mal de Edipo y Creonte nace en una tendencia a la autorreferencia, a la pérdida de sentido de la realidad, a la concentración en las conspiraciones y su gestión inacabable. Eso sí, las conspiraciones nunca acaban, ya que son consustanciales a la concentración de los debates políticos en espacios restringidos donde muy pocos batallan por recursos políticos: los espacios en los que Sófocles hizo desenvolverse a sus dos héroes.

Los costos de transacción, por su parte, derivan de la práctica democrática, de los múltiples errores del amateurismo, de la fragilidad de las instituciones democráticas por el coste que debe pagarse para aprender a gobernar. Se trata de costos reales y quien no quiera abocarse a la ineficiencia debe contemplarlos. Pero cualquier costo transactivo, esa es la elección ateniense, es preferible a los costos de dirigentes fieramente encerrados en sus conflictos autofágicos.

Debe subrayarse el equilibrio entre el costo social y el costo transactivo, entre el intento por evitar tanto el encierro elitista como la participación desquiciada por la incompetencia. Una democracia cerrada a la eficacia, incapaz de encauzar y concluir debates, se asemeja bastante a las cuitas de dirigentes desconectados de la ciudadanía. Paradójicamente tanto el democratismo como el caudillismo se entregan al cultivo ensimismado de su jardín político.

En segundo plano presento un principio antioligárquico especificado epistemológicamente. La democracia ateniense reconoció principios aristocráticos, de selección de los más capaces, y luego los sometió a control. Les pone una condición: que los saberes por los que se sobresale, sean costosísimos de adquirir en la práctica. El análisis del debate entre Protágoras y Sócrates delimita cuatro posibilidades, resultado del cruce entre el tipo de conocimiento que se requiere en la política –conocimiento especializado o no– y la manera de adquirirlo. Cuando se trata de un conocimiento especializado que necesita distribuirse en una situación de excepción, que requiere enormes esfuerzos, es difícil pensar cómo podríamos distribuir tales conocimientos. La democracia se reduce a una elección entre quienes ya tienen tales competencias. Si se tiene claro qué merito raro necesitamos para que se nos gobierne, el óptimo consiste en aclararlo y en evaluar quién lo posee mejor –por supuesto, controlando su ejercicio.

Ahora bien, si se trata de conocimientos prácticos distribuidos de manera no académica, nada justifica la existencia de credenciales políticas que otorguen preponderancia alguna sobre los profanos. Incluso es posible pensar que la participación democrática debe servir para adquirir ciertos conocimientos especializados, si es que estos pasan el siguiente test: pueden ser distribuidos al conjunto de la población sin que recurramos a una enseñanza académica exclusiva.

¿Qué sucedería si incorporásemos este principio epistemológico en las instituciones, los partidos y los movimientos sociales? ¿Eliminaríamos la especialización? No, obligaríamos a que se justificase y a que se eliminasen barreras para la adquisición de experiencia política. Es verdad que en nuestra sociedad la mitología tecnocrática se encuentra muy asentada. Lo importante de esta segunda modulación del principio antioligárquico es que combate la tecnocracia en su terreno: le obliga a aclarar qué tipo de saber reclama y a especificar cómo puede adquirirse. Y a preguntarse, si existen soluciones para adquirir ese saber menos peligrosas que la tecnocrática.

En fin, en tercer lugar nos encontramos con dos modelos de socialización política. Aquí se enredan dos cuestiones: cómo motivar y cómo garantizar que se haga generando la mejor disposición moral posible. En el primer modelo de socialización política se trata de encontrar el buen maestro, el gran reclutador, aquel que proponga la buena doctrina y seleccione a los candidatos adecuados, aquel que evite que pasen por grandes políticos quienes predominan por su dinero o por su cultura. El ejemplo, al cual dedico un análisis, es El Banquete de Platón. Pero ¿quién descartará a los Alcibíades? ¿Quién encauzará a aquellos que son bellos e inteligentes pero pésimos políticos, y sin embargo encandilan a los maestros? El Banquete sigue definiendo bastante del imaginario moderno en cuanto a la socialización política.

La democracia ateniense, consciente de que alrededor de los mejores maestros florecen los peores arribistas, apostó por otra forma de socialización política. Consiste en que la gente aprenda que puede tener tiempo para ocuparse de lo público, que puede acceder, sin necesidad de conectarse con una clique, a espacios en los que nunca imaginó desenvolverse, y en los que cultivar la emergencia de cualidades que nunca soñó poseer.

Por tanto, tangente de Edipo/Creonte, epistemología política del especialista, motivación no faccional: esos tres principios modulan uno de conjunto al que he llamado principio antioligárquico y que combate oligarquías fundadas en la eficacia cuando son ineficaces, que se amparan en el conocimiento cuando no lo tienen, que se presumen como descubridores de vocaciones cuando son incapaces de evitar que se les generen alrededor espacios cortesanos.

En este libro intento materializar un programa de estudio que quiere ir más allá: ¿puede aplicarse este principio democrático en el campo de la economía? ¿Sirven estos principios de disolución del fetichismo político en el campo de la organización económica? ¿Y en el del capital cultural, allí donde destaca más vincularse a la exhibición del nombre propio? Sobre todo lo cual hablaré en otra obra.

José Luis Moreno Pestaña, Granada, 27 de febrero de 2020

[1] Sobre la diferencia entre el fetichismo del mercado y el fetichismo del capital en Marx, véase G. A. Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, Madrid, Siglo XXI de España, 2015, pp. 127-147. Me inspiro en ella trasladándola al espacio político.

INTRODUCCIÓN

ESCOLASTICISMO

Este es un libro sobre una recepción, y sobre cómo esta aún merece la nuestra. Los protagonistas son Cornelius Castoriadis, Michel Foucault y Jacques Rancière, aunque aparecerán acompañados de otros pensadores. Es un trabajo, pues, sobre la filosofía política de una recepción histórica. En un libro anterior, y apoyándome en José Ortega y Gasset, intenté definir una práctica de la filosofía enfrentada a la historia escolástica[1]. No voy a presentar el conjunto de lo allí expuesto, sino que simplemente me limitaré a subrayar una de las ideas más sugerentes de Ortega y que sitúan un problema central de este trabajo. Esta no es otra que la tesis de que existen escalas de escolasticismo, de recepción descontextualizada de las ideas. Veamos cómo interpreto a Ortega y por qué sus ideas nos conducen al centro de este trabajo.

Ortega se preocupa por el viaje histórico de las ideas. Lo grave es que con estas puede no trasladarse el contexto al que estas responden y, en ese sentido, el escolasticismo compone una «recepción histórica» falseada. La clave estriba en que las ideas no trasladan su «fondo latente», sino que, reducidas a su contenido intelectual, pierden las preguntas complejas a las que respondían. Así expresado, Ortega acierta en mucho pero no podemos sino advertir que nos mete en un atolladero. Una manera de interpretarlo es la de una suerte de historicismo organicista en el que cada tiempo realiza dos articulaciones: volver inmediatamente solidarios a todos sus productos e impedir que estos conserven su sentido, o algo del mismo, cuando se trasladan en el tiempo. Con cada viaje, los elementos se vuelven irreconocibles y la escolástica podría manipularlos a su antojo.

Lo fundamental, para que eso no ocurra, son las escalas de escolasticismo. Si hay grados de escolasticismo, se desarticulan las vinculaciones estrictas entre las ideas y su contexto. Porque la clave, según Ortega, es que existen recuperaciones de ideas que no las falsean, sino que las recogen con escasas diferencias en el tiempo y desde idénticas posiciones en el espacio social. La cuestión se desplaza entonces a un nuevo trabajo de definición. Por una parte, ¿qué es una distancia temporal? Ortega sabe muy bien que la definición del tiempo, por ejemplo de una generación, es una actividad teórica complicada. Antes de agrupar a los nacidos en unos años debe uno decidirse por la fecha en que comienzan a reunirse y por aquella, más allá de la cual, comienza otra generación. Además, y tampoco es tarea fácil, debe definirse qué es un espacio social común, cuáles son sus componentes y hasta dónde la alteración del tiempo cambiaría la comunidad de condiciones de existencia.

OPERACIONES DE ANÁLISIS

El escolasticismo presenta una práctica filosófica poco original en la que se falsean las ideas porque desconoce tanto el tejido temporal en el que cobran sentido, como la posición social en la que fueron formuladas. Ahora bien, ¿cómo establecer cuándo comienza y acaba el mentado tejido temporal y cuáles son las posiciones sociales que permanecen idénticas? Podría desconocerse el valor de una filosofía, incluso compartiendo tiempo con ella. Dos filosofías son contemporáneas aunque expresen, si seguimos una posibilidad enseñada por Ortega, posiciones sociales distintas. Así, cuando planteamos a un filósofo preguntas que corresponden a otra definición de su profesión y a las que, por lo tanto, no puede responder. Y aparecería así una escolástica rigurosamente contemporánea consistente en trasladar ideas dentro de marcos sociales disímiles y en los que el receptor incorpora contenidos sin comprender los problemas de los que surgen.

Se comprende bien que Ortega huye de la «comparación salvaje», pero no se ve bien cómo podrían especificarse rigurosamente las diferencias y similitudes que permitirían evitar el escolasticismo[2]; y especificarse hasta contabilizarlas, pues de lo contrario resulta fantasiosa cualquier escala de escolasticismo. En ese caso, ni tan siquiera sabríamos identificarlo: ¿dónde las diferencias vuelven criticable la recepción de ideas desgajadas de su contexto? ¿En qué punto el desgajamiento es fatal? Admitamos, y ya es mucho admitir, que podemos identificar la época histórica; ¿cómo descomponer los contextos para compararlos? Ese problema lo encuentra todo concepto: agrupa procesos rigurosamente singulares dentro de un idéntico espacio semántico. Pero ningún escolástico es sin más un escolástico si no se hace el trabajo de explicar cuánto separa las ideas de su tiempo y hasta qué punto ignora, tras reconstruir el espacio social de producción y de recepción, lo común y lo distinto.

Ni las épocas históricas se pueden separar, ni los contextos históricos descomponer, para luego compararlos con precisión absoluta. Tomarse en serio a Ortega supone abrir un programa de trabajo que debe acreditar su valor respecto al modelo opuesto de historia de las ideas. En rigor, ni existen dos tiempos ni dos situaciones iguales. Y si miramos de cerca la cuestión, dos situaciones análogas solo pueden delimitarse mostrando en qué y en qué no lo son. Y si lo son, es porque algo del tiempo las habrá congelado, estabilizado, porque las faenas intelectuales responden a problemas análogos. Para describir las analogías no basta la historia exclusivamente interna de las ideas, sino que estas tienen que vincularse con todo aquello que nos permita saber mejor, en primer lugar, por qué se pensaron y, después, qué de ellas ayudan aún a pensar.

Veamos dos ejemplos. El del significado del término «democracia» nos ayuda a comprender cuál puede ser nuestro tiempo compartido, o no, con la democracia ateniense. Por una parte, podemos concluir que no compartimos ningún problema común. La modernidad, es la tesis de Bernard Manin, se apoya en gobiernos representativos de los que se ha extirpado la idea de gobernar y ser gobernado por turnos. Por otro lado, y es la razón de ser de este libro, cabe pensar que los regímenes representativos pueden degradarse en oligarquías que se mantienen en medio de la atonía popular. En ese caso, y pese a que en mucho nos diferenciamos de la situación ateniense, podríamos reactivar algunas de las instituciones o procedimientos de aquellas democracias. Y ello será así porque parte de nuestros problemas fueron también los suyos.

Entremos ahora (segundo ejemplo) en la cuestión de la analogía entre nuestra posición social y las que permitieron estabilizar un régimen participativo en Atenas. Una posibilidad es considerar que nuestra estructura social no permite un gran compromiso político: no tenemos esclavos que nos den la posibilidad de volcarnos en la vida pública. Otra posibilidad es considerar que, con o sin esclavitud, muchos de los ciudadanos atenienses trabajaban. Por tanto, si la participación nos parece, también hoy, necesaria, nos incumbe estudiar los mecanismos que la promovieron entonces y ver qué tipo de actualización resulta factible.

LAS FRONTERAS DE LA FILOSOFÍA Y LA INFLACIÓN TEÓRICA

Acabo de hablar de historia interna de las ideas y estoy dando algo por supuesto: que está claro cuál es el contorno de las ideas filosóficas. El problema de qué resulta relevante para la filosofía se encabalga sobre otro completamente radical: el de cuáles son las fronteras de la filosofía. Esta vigilancia de fronteras es parte del trabajo al que se entregan los filósofos, aunque pueda sospecharse de sus efectos. Ortega insistía en que, para comprender a Platón y a Aristóteles, el primer movimiento que debía realizarse era el de volvérnoslos extraños. Puede que siguiendo esa inspiración, Francisco Rodríguez Adrados se lamentaba amargamente de las historias de la filosofía que establecían una división entre filosofía y literatura griegas, precisamente cuando esta frontera no existía o solo existía como programa polémico. Polémico porque mediante la separación Platón expulsaba a sus concurrentes más allá de la frontera de la filosofía y los reunía a todos dentro del ámbito de la sofística o de la poesía. Gustavo Bueno criticaba airadamente a Rodríguez Adrados y lo acusaba de nivelación entre materiales culturales y de no reconocer las jerarquías entre ellos. La historia de la filosofía debía ser filosófica porque, de hecho, nadie sabría acercarse a esos materiales, sean de Esquilo, Tucídides o Aristóteles, sin la perspectiva de que se trata de géneros distintos[3].

El programa de Gustavo Bueno era ambicioso y pretendía conservar pervivencias y continuidades y para ello convocaba mucho que trascendía la simple historia de las ideas. A la manera en que veremos razonar a Rancière o Castoriadis, Gustavo Bueno evita convertir un periodo histórico en expresión de una exclusiva idea. En ese sentido, se comprende la estabilidad de la filosofía, a la cual le ocurre como al ajedrez: el juego que la define es común aunque los reyes sean faraones[4]. Y quien supone la estabilidad, debe suponer también los cambios del discurso filosófico, incluidos los cambios que le impulsan a jugar a otros juegos, sea por alteración radical de las reglas, sea por transformación progresiva y más o menos silenciosa.

En este libro encontramos a tres autores para los cuales volver a Grecia fue plantearse el sentido de las fronteras de la filosofía y, afirmando las continuidades, no evitaron confrontarse con las rupturas. Se explora todo ello en los dos primeros capítulos y, proceden del segundo, un par de análisis que quisiera subrayar.

Foucault es el protagonista de ambos y en uno me servirá para identificarme con su práctica y en otro para distanciarme de su ejemplo. La primera es el intento de captar con precisión las modalidades del comentario filosófico, de lo que Ortega llamó escolástica. Así, Foucault se propone identificar la permanencia de una actividad intelectual que volvería a la filosofía contemporánea: los lectores actualizarían el mismo tipo de vinculación pese a la distancia temporal y lo harían desde una posición social común, la de comentadores de obras que flotan sin contexto. Ortega puso un ejemplo muy inteligente de esa permanencia histórica. Homero y Euclides seguramente hablaban una lengua común pese a lo cual el primero no hubiera comprendido al segundo. A Euclides, sin embargo, lo comprenden todos los escolares que leen su manual porque conocen la actividad que realiza Euclides y, en ese sentido, habitan una situación común. Los escolásticos comprenden a Aristóteles porque todos reproducen para ser considerados filósofos y, ante los auditorios más diversos, su gesto[5].

Foucault se ampara en una visión muy discutible de Aristóteles mas, aristotélico o no, el modelo de comentario que ofrece tiene interés. Comentar supone primero excluir y después justificar la eterna operación de lectura filosófica, porque en toda filosofía concurren el saber y el error: el comentador tendrá justificado intentar desligarlos y tal programa de discernimiento no tendrá fin. Una vez incluido en el radio de la filosofía, los afortunados merecen lecturas y reactualización eternas; lo excluido siempre definirá en negativo el trabajo de la filosofía.

Excluir, en su modulación más radical, supone designar el exterior de la filosofía y cortar todo diálogo, so pena de contaminación. Existe otra articulación menos extremista que, por lo demás y pese a sus precauciones críticas, utiliza Foucault: consiste en trabajar sobre materiales extrafilosóficos, pero ascendiéndolos en dignidad. Y cabe discutir cuánto aporta esta desde el punto de vista semántico.

Es aquí donde me distancio. Veámoslo con un ejemplo que también presento en el capítulo II. Si mi interpretación es correcta, Foucault presenta una aurora de la filosofía a partir de, entre otras exageraciones, un inflamiento retórico de una propuesta de Jean-Pierre Vernant. Según el historiador francés, en EdipoRey contemplamos dos instituciones atenienses dando sentido a la desgracia del héroe tebano. Por un lado, es el chivo expiatorio de los males de la ciudad, ritual en el que los marginales purificaban la ciudad. Por otro lado, la obra recoge el ostracismo, mecanismo por el que la democracia controlaba las disputas entre las elites. Creo que Foucault interioriza, sin citarlas, las ideas de Vernant y convierte la tragedia de Sófocles en símbolo de una verdad ajena al deseo (purificada como el chivo expiatorio) y desligada del poder (como los potentados expulsados de la ciudad). Aquello que sirve en Vernant de protocolo de lectura históricamente arraigado se transforma en relato sobre el destino de la civilización. Esta hinchazón teórica es una de las formas con la que la escolástica filosófica prestigia materiales que le resultan externos. Algo similar se argüirá en el capítulo IV y respecto de la filosofía que Rancière propone del sorteo. Construida sobre Los principios del gobierno representativo de Bernard Manin, convierte al sorteo en símbolo de la democracia, ignorando la variedad de contextos históricos en los que desempeñó diversos papeles.

LAS MODULACIONES DEL COMENTARIO

La propuesta contenida en este libro es otra. En primer lugar, situar las ideas filosóficas en los contextos que sean relevantes para comprenderlas. Esos contextos incluyen la historia de las ideas, pero no solo la historia de las ideas o, más bien, no la historia de las ideas de manual. En segundo lugar, debemos interrogarnos acerca de cómo ciertas ideas, producto de contextos determinados, pueden, y hasta dónde, comunicarse con las nuestras.

Es sencillo de enunciar, aunque arduo de convertir en programa de trabajo. Al asumir tal perspectiva se intenta, al menos, evitar tres prototipos de comentario exclusivamente internalista. Al oponerse a ellos, debe subrayarse algo: ese tipo de escolástica perjudica la comprensión de la filosofía, aunque dice dedicarse a servirla y a defenderla de acercamientos intrusivos. Entre tales tipos de escolasticismo suelen darse relaciones graduales porque el avance en la carrera académica proporciona mayor seguridad. Las tareas que se impone el tercer modelo exigen una autocomplacencia intelectual que no es necesaria para ejercitarse en el primero o en el segundo. Ahora bien, existen casos en que se comienza por el tercero y se acaba en el primero[6].

Hay un comentador consagrado a la perpetua exhibición de la grandeza de su comentado, respecto del que se instala en una línea de filiación. Si la obra admirada tuvo una historia, tras ella emergió algo irreductible a la misma y que funciona como un paradigma. El paradigma puede ser positivo y concentrarse en cualquiera incluido en el canon filosófico. Puede ser también negativo y perseguir en el origen (un autor o una época) el atardecer filosófico o civilizatorio. Este modelo de comentario suele encontrarse al comienzo de una carrera filosófica y, dado que la filosofía se articula en nombres propios, permite al demandante de ciudadanía filosófica ampararse en uno de los referentes corporativos.

Tras arraigarse en un autor, y ser aceptado por la comunidad de lectores, puede, aunque no siempre se hace, darse un paso de mayor alcance. Consiste en pasar revista al canon filosófico desde la perspectiva del propio autor. Normalmente, el objetivo consiste en establecer diferencias y conexiones. Las obras raramente se sitúan en constelaciones históricas, lo cual complicaría considerablemente no solo el programa de comparación, sino que dificultaría la tarea de jerarquización: es fácil establecer un ranking de autores pero a cualquiera le resulta antojadizo un hit-parade entre contextos y su articulación en unas obras.

El segundo tipo de comentario puede desbordar el diálogo de autores y anclarse en contextos, aunque siempre con un sesgo peculiar: los acontecimientos históricos se refieren a obras que se convierten en suerte de transparencias del mundo. Así, para loarlo o atacarlo, un movimiento social puede referirse a un autor, de cuya obra derivaría la esperanza o la catástrofe: la multitud de Antonio Negri y Michael Hardt, la sociedad del espectáculo de Guy Debord o la razón instrumental de Adorno y Horkheimer se convierten en molinos hermenéuticos de los acontecimientos. Este tipo de práctica admite conservar el modelo del lector, pero modernizándolo con referencias sociales o políticas. La presión para convertir en relevante a la filosofía, típicas de la mercantilización absurda de la investigación, atiza las apuestas de este tipo que solo tras esforzado distingo difieren de las del último de nuestros modelos de comentario.

Antes de llegar a él, una reflexión. Sea refiriéndose a un autor, o engarzándolo con otros o con la historia, este tipo de práctica filosófica asume una disciplina: la referencia a una obra, puede que a otras con las que se compara, o tal vez a rasgos claves de un acontecimiento. De hecho, buena parte de los argumentos de los autores tratados en este libro pretenden captar estructuras de sentido que, desde la democracia griega clásica, pueden todavía iluminar nuestro presente político. ¿En qué se diferencian las apuestas de Foucault, Castoriadis y Rancière de los modos de lectura que acabo de intentar definir? Si seguimos el modelo orteguiano, lo anacrónico aparece cuando se trasplantan salvajemente efectos de un contexto hacia otro. De ese modo, se manipula radicalmente el contexto de origen y de recepción para que la argumentación filosófica cuadre. Juan Carlos Rodríguez dejó una brillante formulación de tal procedimiento: «La filosofía piensa que no tiene espalda, es decir, que no tiene un “exterior”, un “detrás”. Y lo piensa, con buen sentido, porque su tarea consiste en convertir ese exterior en su propio interior, recortando y doblando a tal exterior como quien mete cosas en su propia maleta»[7].

El trabajo de comparación rigurosa de contextos, exige su previa descomposición para identificar los elementos que lo constituyen; posteriormente impone considerar los efectos que, en cada elemento y en el conjunto, tiene la composición global. Ese trabajo, en rigor, es imposible, lo cual no significa que no pueda aprenderse nada de su modelo: cuando Foucault identifica las desigualdades en las asambleas atenienses (capítulos V y VI) pueden considerarse sus análisis muy insuficientes, lo cual no es obstáculo para que su programa –que aquí presento como weberiano– nos ofrezca hallazgos sobre las desigualdades en las prácticas de participación democrática. De hecho, tales hallazgos se comprenden si articulamos cómo Foucault lee a Tucídides con el contexto de reflexión sobre la democracia de los setenta y ochenta en la Francia del siglo XX –algo que aparece en los capítulos I y III.

Muy distinto del tercer tipo de comentario escolástico, abundante allí donde la filosofía se avecina con el ensayismo. Los dos primeros se atienen fielmente a la escritura filosófica incluida en el canon. Este tercer modelo, por el contrario, solo asume fragmentos del mismo seleccionados según la conveniencia del filósofo. Según Stanislas Breton, Spinoza veía allí el desplazamiento de la casta sacerdotal en favor de la casta de los filósofos, que ahora funcionan como guardianes de las Sagradas Escrituras. Estas dejan de exigir fidelidad y solo se las convoca en favor de la especulación creativa del filósofo[8]. De creer a Castoriadis, Heidegger es un ejemplo eminente, en lo que a Grecia respecta, de semejante práctica. El filósofo alemán se caracteriza «por la ignorancia sistemática de la ciudad, la política, de la democracia y de su posición central en la creación griega»[9]. Su lectura del primer canto del coro de Antígona le lleva incluso a falsear la traducción y allí donde se habla de las «pasiones instituyentes» –vinculadas a la creación política democrática– coloca «la pasión de dominación sobre las ciudades» («la passion de domination sur les villes», según la edición francesa que maneja Castoriadis[10]). La ambivalencia trágica del conflicto entre Creonte y Antígona se vacía de su sentido democrático para transformarse en pulsión de control violento. Puede que Castoriadis no sea justo con Heidegger, pero el ejemplo es valioso. Nadie acusaría a Heidegger de ser un simple lector. Su ambición filosófica, sin embargo, se nutre, siempre según Castoriadis, de recreaciones fantasiosas de la tradición. La modestia respecto del texto se pierde –algo que brillaba en los dos primeros comentarios– en favor de una transmutación filosófica superlativa.

Ahora bien. Si Heidegger no ha falseado a Sófocles, el debate procede de la escala de análisis. Heidegger y Castoriadis amplían el modelo del comentario filosófico cuando ambos movilizan a Sófocles –no es un filósofo sino, según nuestra división entre las disciplinas, un literato–. La diferencia estriba, por ejemplo la lectura que cada uno propone de Antígona, en las coordenadas de análisis que se movilizan. El alemán presenta un examen desde tres dimensiones: comienza por delimitar el discurso poético y su vinculación con el lenguaje, posteriormente, se concentra en explicitar el poema y, para terminar, saca una conclusión filosófica acerca del asunto del que trata («quién es el hombre según este decir poético»)[11].

Castoriadis también considera que el asunto es el de qué es lo humano y que el registro discursivo de la tragedia no es el de la filosofía. En ese sentido, puede decirse que los tres puntos de Heidegger entran dentro de su programa –por más que, como acabo de indicar, conteste cómo los desarrolla–. Ahora bien, el mapa que nos propone de Antígona circunscribe otras coordenadas. Estas incluyen la paz de Treinta años con Esparta, entre cuatro y tres años antes de la escritura de Antígona en los años 443-442. En ese periodo de superioridad ateniense, Castoriadis considera relevantes a Heródoto y a la filosofía política de Protágoras, aquella que, según el diálogo platónico, rubricará las bases de la igualdad democrática. La práctica política de Protágoras también resulta relevante, pues fue a él a quien las «pasiones instituyentes» encomiendan una colonia panhelénica en Italia. (En Turios donde, de acuerdo con su filosofía, se proyecta un sistema público de educación[12].) Sófocles es agente activo en ese mundo, en tanto magistrado que se encarga de colectar los tributos de los aliados de Atenas. Es el mundo honrado por Pericles en el epitafio recogido por Tucídides. Entre esa zona de fechas y el 460 –veintitantos años antes, cuando Esquilo escribe su Prometeo encadenado– se perfilan dos concepciones diversas del hombre. En la tragedia de Esquilo será un titán rebelde quien otorgue la condición humana. En Antígona el coro canta la capacidad humana de autocreación, símbolo de la intensidad democrática de Atenas[13]. Castoriadis no se esconde ante las tareas fijadas por Heidegger, pero considera que se deben llevar a cabo con saberes que no se encuentran en la maleta del comentario exclusivamente internalista.

OTRA LECTURA DE LA TRADICIÓN

La ruptura con el comentario exclusivamente interno no supone el abandono de la tradición, sino la elaboración de otra relación filosófica con la misma. Sencillamente, respecto a qué se consideran fuentes del filosofar. No es lo mismo considerar que la filosofía –o, si se quiere, el pensamiento– de la democracia antigua se encuentra en la tragedia, en fragmentos de Tucídides o solo en los filósofos patentados por nuestro canon. Ciertamente, poco nos quedaría de la experiencia democrática griega si creemos al Platón de LaRepública o si mal resumimos a Aristóteles diciendo que la rechazó en favor de un régimen de clases medias. La enseñanza es clara y va en dos direcciones: qué se considera filosofía es algo sometido a conflictos y que no puede juzgarse con nuestros parámetros académicos. Tal es una enseñanza básica: estos, nuestros parámetros, deforman el legado de la tradición. Los deforman porque desconocen las respuestas a las que se enfrentaron los filósofos, entren en estos los que entren. «La doctrina filosófica recibida actúa como una pantalla que se interpone definitivamente entre el receptor y los auténticos problemas filosóficos»[14].

Para comprender los problemas debemos delimitar un contexto relevante que no se encuentra solo en las obras. Por tanto, cabe decir que la selección académica cercena la tradición, porque la comprende mal y porque, a fuerza de detectar y expulsar sofistas, deja fuera de ella a quien debe figurar[15]. Dicho lo cual, queda la cuestión de la proximidad entre contextos. Si admitimos que las articulaciones históricas tienen escalas diversas de perdurabilidad, el problema filosófico cambia: se trata de comprender qué, de la tradición, perdura y exactamente en qué. En este libro, y de sus tres protagonistas, creo que se rescatan tres experiencias de la democracia ateniense que tienen aún mucho de qué interrogarnos.

La tangente de Edipo/Creonte

En primer lugar, se nos lega un dilema en cualquier proceso democrático y se tiende a resolverlo, sin negar la acuidad de los problemas que plantea, en favor de mayor democracia. El dilema es el siguiente. Por una parte, los procesos políticos de excepción reclaman dirigentes fuertes, en los que tiende a concentrarse la confianza colectiva y que supuestamente aseguran una acción eficaz. Se trata de dirigentes democráticos, respetuosos de las reglas institucionales y de la legitimidad de la toma de decisiones; son dirigentes volcados en el bienestar de su pueblo. Esa búsqueda de la eficacia conduce, sin embargo, a una perturbación cognitiva constante y que se manifiesta por la enorme susceptibilidad y la alteración emocional. Susceptibilidad ante la sospecha de conspiraciones antidemocráticas en la elite que, ciertamente, existen, pero que abocan al líder a una dinámica absurda de conflictos entre pocos, conflictos cada vez más oligárquicos. En ese momento su lucidez se despeña y, de servidores de la democracia, se convierten en un problema para esta. La sospecha de Edipo ante Tiresias o Creonte, la absurda inflexibilidad de Creonte ante la no menos rígida terquedad de Antígona, no personifican a tiranos desbocados. Uno y otro son dirigentes democráticos que, ante situaciones de excepción –la peste en Tebas para Edipo, el fin de una guerra civil para Creonte–, comienzan a perder su inteligencia política y transitan hacia conflictos de elite políticamente dañinos e irrelevantes. Dañinos porque restringen la democracia hacia la pugna por poblar sus cúspides, irrelevantes porque los problemas efectivos del gobierno en una situación de excepción tienden a quedarse al margen.

El modelo democrático ateniense tuvo en la tragedia un lugar fundamental de reflexión. Perdidos por los conflictos oligárquicos, los dirigentes empiezan a acumular lo que se conoce como enormes «costos externos», derivados de que las prácticas de decisión empiezan a dejar fuera a la gran mayoría de los afectados. Estos se admiten por mor de la eficacia. Hasta ese momento, los dirigentes recogían el apoyo popular para evitar los «costos transactivos» en política. Estos hacen referencia al esfuerzo que debe realizarse –esfuerzo en información que debe circular, en deliberaciones que deben enfrentarse…– para incorporar a las decisiones al mayor número posible de afectados. Antoni Domènech habló de una «tangente ática» para referirse al punto de equilibrio entre la búsqueda de los bienes privados y la búsqueda de los bienes públicos[16]. Puede hablarse, en homenaje a esa gran obra, de una «tangente de Edipo/Creonte» como intuición central en la imaginación democrática clásica. Los costos externos derivados de la pugna entre elites comienzan a ser tan altos que cualquier costo de transacción, derivado de la articulación compleja de la acción de los más, comienza a ser bienvenido.

Una epistemología política del especialista

La búsqueda, jamás alcanzable, de ese punto de equilibrio me lleva a hablar de una democracia antioligárquica. Lejos de repugnar de las elites, los diseños institucionales de la democracia les asignan un lugar específico y de enorme importancia: aquel donde impera el procedimiento de la elección y no del sorteo. Y aquí entra un segundo principio, al que llamaré la epistemología política del especialista –vinculada con el sorteo y la elección–. El sorteo funciona como un test ante la pretensión –en sí misma legítima– de aristocracia. Aristocracia en el mejor sentido: gobierno de los cualificados. El test es el siguiente: explica por qué se necesitan cualidades que no pueden adquirirse por simple entrenamiento porque este arrastraría insoportables «costos transactivos». Si no eres capaz de hacerlo, pretendes convertir tus cualidades en las únicas valiosas, ignorando cómo el gobierno puede ejercerse bien desde otros rasgos individuales. La epistemología de Protágoras, en el diálogo que le consagra Platón, es una aportación en este sentido que no ha perdido un ápice de actualidad. La democracia no puede entrenar en saberes complejos que solo pueden distribuirse en situaciones académicas o de enseñanza excepcional. Si pretendiese hacerlo, intentaríamos convertir la vida política en una academia, lo que a todas luces es un delirio. Protágoras asume, pues, la necesidad de especialistas y de que estos no se seleccionen por sorteo. Ahora bien, existen saberes que pueden adquirirse, como la lengua griega, por simple inserción en procesos informales de distribución de competencias. La democracia intenta imitarlos mediante prácticas fiscalizadas de distribución sorteada de cargos que rotan. Solo esa distribución permite deliberar, algo muy importante, sobre cuándo debe reclamarse al especialista, es decir, cuándo el ciudadano debe aceptar ser gobernado por su criterio. Al especialista, de hecho, se recurre de dos modos: llamándolo, para que informe de su especialidad; o eligiéndolo, en proceso de concurrencia con otros especialistas, para que administre los asuntos públicos. El primer modo, resaltado por Protágoras, deja a la democracia la decisión de cuándo, aquello que hace el especialista, debe ser reclamado. El segundo modo, derivado de la conceptualización aristotélica de la elección como procedimiento aristocrático (frente al sorteo que sería democrático), otorga a la democracia la inteligencia de saber cuáles son las cualidades valiosas para un cargo y quién las tiene.

Un principio de motivación antifaccioso de la libido política

Si la tragedia explica un modelo antioligárquico global, y la composición del sorteo y la elección un principio epistemológico, también existe un principio donde se anudan la motivación y la moral. Ese principio intenta modular desde perspectivas muy distintas el nacimiento y el mantenimiento del deseo político. La competencia por brillar entre las elites resulta sospechosa de realizarse por una pulsión de convertir los privilegios sociales en privilegios políticos. La redistribución de Clístenes del cuerpo cívico del Ática intentaba evitar que las redes de los privilegiados colonizaran las asambleas políticas. Las dudas aristotélicas, subrayadas por Rancière, de si la aristocracia era solo el gobierno de los ricos, y por tanto una oligarquía, ilustran lo que en términos de la sociología de Pierre Bourdieu se conceptúa como una reconversión ilegítima de capitales. Los recursos sociales, por medio de dispositivos de agrandamiento del poder de elites, acaban haciéndose valer en la política y la arbitrariedad de la dominación se impone como excelencia de gobierno.

Frente a esa sospecha, la experiencia ateniense nos ha legado dos alternativas, consistentes ambas en cortocircuitar la reconversión del capital económico en capital político. La primera la propuso un enemigo de la democracia, aunque no fuera un enemigo tan radical en toda su obra. Consiste en aislar la dominación y mostrar su irrelevancia política. Si Platón acusa a los sofistas, es porque convierten dinero en retórica, pero la acusación también la dirige hacia los privilegiados que truecan relaciones íntimas en entrenamiento para dominar: es el reproche que le dirigirá a Alcibíades. Este modelo resultaba sospechoso a la democracia porque esta veía una idealización de los procesos de formación de las oligarquías. Tras la crítica al dinero, como ha señalado Paulin Ismard[17], la democracia ve una lógica del don del maestro que aboca a la dependencia sectaria. En fin, tras la erótica platónica, destinada a clarificar un amor que no fuera carrerismo, el pensamiento democrático localizaba un procedimiento que, si tenía éxito, solo podía aplicarse con unos pocos. Si salía mal, solo era otra ideología de legitimación de una casta. Y a menudo salía mal, como mostraban los Critias y los Alcibíades, descollantes en un conjunto en el que abundaban los conspiradores contra la democracia.

Lo vio claro un investigador ligado al paradigma de Bourdieu. Daniel Gaxie mostraba que el principio ateniense suponía un intento de distribución radical del capital político, hasta el punto en que, si no desprofesionalizaba el gobierno de Atenas, evitaba la constitución de un espacio político, monopolizado por especialistas, y concentrado en sus conflictos endógenos. Como en el caso de Platón, se trataba de evitar que los pocos se arrogasen ser los mejores pero por un camino absolutamente diferente. Gaxie lo aprendió en la obra de Moses I. Finley Vieja y nueva democracia y otros ensayos, cuyo efecto tendré ocasión de tratar en este libro, y que paso a presentar sin más dilación[18].

LA RECEPCIÓN DE LA DEMOCRACIA ATENIENSE: QUIÉN, POR QUÉ Y PARA QUÉ

El capítulo I y III presentan dos paisajes. El I selecciona y analiza las herencias culturales y el panorama político desde los que Foucault, Castoriadis y Rancière albergan la democracia ateniense. En el capítulo III se analiza un aspecto específico sobre la búsqueda de nueva racionalidad política y que, en mi opinión, prefiguró la vuelta a los clásicos. El capítulo II permite hacer el vínculo entre la primera y la segunda mitad de la década de los setenta, en debates intelectuales y políticos en los que crecen nuestros autores.

En el capítulo IV estudio las importantes aportaciones de Rancière sobre el sorteo y lo coloco en sus condiciones de posibilidad teóricas. En mi opinión, Rancière depende de dos importantes aportaciones de Cornelius Castoriadis y Bernard Manin. El capítulo V es, junto con el II, una reflexión sobre las lecturas foucaultianas de la tragedia. Es en este donde aparece, por vez primera, la lectura de la democracia ateniense como concurrencia entre notables. Ese modelo, de gran valor, tiene evidentes límites que aparecerán en el capítulo VI, utilizando como contraste la elaboración que realiza Castoriadis. El filósofo de origen griego presenta los mecanismos correctores de los conflictos encallados en la cúspide de la democracia y ayuda a perfilar mejor el modelo democrático. El capítulo VII sitúa al lector en algo que articula todo el libro: cómo Atenas ayuda a reflexionar sobre el paradigma marxista, sus aberraciones y los interrogantes que, para un proyecto emancipatorio, plantea su legado. En el VIII se intentan resumir las principales aportaciones de nuestros tres autores y se analiza en qué ayudan a pensar los desafíos de nuestro presente.

Versiones muy diferentes de ciertos capítulos han sido publicadas previamente. Así, el primer capítulo se presentó como «Sobre la democracia antigua como problema filosófico en Foucault, Castoriadis y Rancière», en Logos. Anales del Seminario de Metafísica 51 (2018). Los problemas que se tratan en el segundo capítulo conocieron una primera escritura en «Foucault, Bourdieu et la sociologie de la philosophie. À propos des Leçons sur la volonté de savoir», en Cartografie sociali. Rivista di sociologia e scienze umane 4 (noviembre de 2017). Una versión diferente apareció como «Oedipus Rex as a Philosophical and Political Strategy», en The Sociological Review (enero de 2020). El capítulo cuarto se inspira fuertemente de un trabajo distinto y coescrito con Francisco Manuel Carballo Rodríguez: «Geometría, sorteo y política: Jacques Rancière entre Cornelius Castoriadis y Bernard Manin», en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política 62 (enero-junio de 2020). Una primera publicación del capítulo quinto apareció como «Isegoría y parresia: Foucault lector de Ión», en Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política 49 (2013). El sexto capítulo rehace «Pericles en París», en Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica 70/262, (2014). El séptimo tuvo una primera versión con el título «Castoriadis, Tucídides y la Revolución de Octubre», en Ábaco. Revista de Ciencias Sociales 91-92 (2017). La conclusión se escribe inspirándose en trabajo con las siguientes versiones previas: «Foucault, Castoriadis, Rancière y la democracia antigua: ¿qué cabe aprender para una filosofía del sorteo en política», en Imago Crítica 6 (2017); «Castoriadis, Rancière: quels apports pour une philosophie du tirage au sort en politique?», en Participations (2019); «Castoriadis and Rancière: Contributions to a Philosophy of Sortition», en L. López-Rabatel e Y. Sintomer (eds.), Sortition and Democracy. History, Tools, Theories, Exeter, Imprint Academy, 2020.

Quiero agradecer su lectura y comentarios a Jorge Álvarez Yágüez, José Luis Bellón Aguilera, Francisco Manuel Carballo Rodríguez, Jorge Costa Delgado, Mario Espinoza Pino, Ernesto Ganuza, Sebastián Martínez Solás, Alejandro Romero Reche y Edgar Straehle. No procede de ellos ninguno de los errores que aquí se encuentran. Le agradezco a mi editor Tomás Rodríguez su estímulo y confianza. Este libro ha sido escrito en el marco de la Unidad de excelencia FiloLab-UGR.

[1] J. L. Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013.

[2] J. L. Moreno Pestaña, «¿Qué significa argumentar en sociología? El razonamiento sociológico según Jean-Claude Passeron», Revista Española de Sociología 3 (2003), pp. 62-66. Véase J.-C. Passeron, El razonamiento sociológico. El espacio comparativo de las pruebas históricas, Madrid, Siglo XXI de España, 2011, pp. 146-149.

[3] G. Bueno, La metafísica presocrática, Oviedo, Pentalfa, 1974, pp. 11-15.

[4] G. Bueno, Ensayos materialistas,