La cara oscura del capital erótico - José Luis Moreno Pestaña - E-Book

La cara oscura del capital erótico E-Book

José Luis Moreno Pestaña

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Beschreibung

¿Por qué nuestra apariencia corporal nos inquieta tanto? ¿Qué es lo que se valora socialmente en ella? ¿Se tasa en todos los entornos del mismo modo? Una reconstrucción histórica permite ver que los cuerpos no se valoraron siempre igual; tras esta, el autor nos propone leer la presencia de un capital ligado al cuerpo (un "capital erótico") como el efecto de transformaciones en el campo de la salud, de la relación entre las clases sociales y de nuestra idea de cuáles son las condiciones de una persona consumada. Esas transformaciones nos permiten avistar posibilidades de transformación. Porque una cosa es que nos expresemos como deseemos con nuestro cuerpo y otra muy distinta que se nos impongan exigencias y que éstas, además, nos adentren en caminos próximos a la patología. Un estudio empírico sobre trabajadoras, cualificadas y de oficios obreros, nos ayuda a tener un mapa contemporáneo de cómo se conecta el capital erótico con los trastornos alimentarios. Un análisis de los conflictos existentes nos permite avistar formas de movilización política contra los modos más dañinos de capital erótico.

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Akal / Pensamiento crítico / 51

José Luis Moreno Pestaña

La cara oscura del capital erótico

Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios

¿Por qué nuestra apariencia corporal nos inquieta tanto? ¿Qué es lo que se valora socialmente en ella? ¿Se tasa en todos los entornos del mismo modo? Una reconstrucción histórica permite ver que los cuerpos no se valoraron siempre igual; tras esta, el autor nos propone leer la presencia de un capital ligado al cuerpo (un «capital erótico») como el efecto de transformaciones en el campo de la salud, de la relación entre las clases sociales y de nuestra idea de cuáles son las condiciones de una persona consumada.

Esas transformaciones nos permiten avistar posibilidades de transformación. Porque una cosa es que nos expresemos como deseemos con nuestro cuerpo y otra muy distinta que se nos impongan exigencias y que éstas, además, nos adentren en caminos próximos a la patología. Un estudio empírico sobre trabajadoras, cualificadas y de oficios obreros, nos ayuda a tener un mapa contemporáneo de cómo se conecta el capital erótico con los trastornos alimentarios. Un análisis de los conflictos existentes nos permite avistar formas de movilización contra los modos más dañinos de capital erótico. Así, este libro nos propone tareas concretas para una política del cuerpo: en el mundo del trabajo, de la salud y de la acción del Estado.

José Luis Moreno Pestaña, profesor de Filosofía en la Universidad de Cádiz, filósofo y sociólogo, formado en la tradición de Pierre Bourdieu, investiga y publica sobre filosofía política, sociología de la enfermedad mental y sociología de la filosofía. Es un reconocido especialista en la obra de Michel Foucault y en la sociología de los trastornos alimentarios.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© José Luis Moreno Pestaña, 2016

© Ediciones Akal, S. A., 2016

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4338-6

Dedico este libro a Manuel y Lola Moreno Huete, mis hijos

INTRODUCCIÓN

En este libro se presenta una investigación empírica sobre trastornos alimentarios y trabajo –realizada para un organismo público, entregada como informe, ejecutada con medios modestos, ampliada luego con los recursos propios– convertida en una teoría del cuerpo como capital. El lector tiene lo fundamental de esa investigación –cómo se preparó, cuál de sus datos importa en nuestra argumentación– en el apéndice metodológico.

Entre los capítulos primero y tercero se ofrece una genealogía de la capitalización del cuerpo (I), una discusión de las teorías contemporáneas sobre dicha capitalización (II) y una vinculación de los trastornos alimentarios con el capital erótico (III). Esta parte fue redactada después de la que presentamos a continuación: primero pues se investigó, luego se pergeñó un marco teórico. Se ha querido que este sea preciso, adecuado a lo que se presenta. Los lectores juzgarán si puede servir para otros propósitos.

Entre el capítulo IV y VI se ofrece un estudio sobre los efectos del empleo y las tareas exigidas en los trastornos alimentarios: se recorre un elenco importante de profesiones (desde las camareras a las diseñadoras de moda) sin pretender cubrirlas todas, aunque suponiendo que cuanto se saca de algunas (por ejemplo, las profesoras) podría aplicarse a otros profesionales cualificados. El capítulo VII recupera los problemas planteados en el primero y les propone un mapa político: convertido el cuerpo en un capital, cabe atender también a procesos que pueden desandar el camino; no para volver atrás, a una supuesta edad de oro, sino para, con los materiales de nuestro tiempo, proponer otros modos de esgrimir las excelencias humanas, entre ellas las corporales.

Algunas partes de este libro fueron publicadas, aunque han sido casi completamente reescritas. Un segmento del capítulo I, integrado en una consideración más amplia sobre la obra de Bourdieu y Passeron, Los herederos, apareció en Educação & Sociedade («Qué nos enseña el capital cultural para pensar el capital erótico», vol. 36, 130, 2015). El capítulo II apareció en una versión distinta, mucho más reducida y con diferente argumento central, firmada con Carlos Bruquetas, en la Revista Internacional de Sociología («Sobre el capital erótico como capital cultural», vol. 74/1, 2016). Un artículo, que subsiste bastante modificado en el capítulo IV, se encuentra en el dosier «A table! Alimentation et sciences sociales», publicado como «Le marché préfère les minces», La Vie des idées, 4 de febrero de 2015 (ISSN: 2105-3030. URL: http://www.laviedesidees.fr/Le-marche-prefere-les-minces.html). Una versión muy transformada y reducida del V se publicó en el número «Le poids des corps» que coordiné para la revista Actes de la recherche en sciences sociales (n.o 208, junio de 2015). Llevaba el título de «Souci du corps et identité professionnelle. Enquête sur les “jeux esthétiques” au travail et les troubles alimentaires». Un fragmento del capítulo VII apareció también en ese número con el título «Haro sur les gros». El capítulo VII cobró cuerpo, sentido y se extendió a partir de un texto publicado en Dilemata. Revista internacional de éticas aplicadas («Mercado de trabajo y trastornos alimentarios. Las condiciones morales y políticas de la resistencia», n.o 12, 2013).

Quiero agradecer a José Luis Bellón, Francisco Manuel Carballo, Jorge Costa, Mónica Moreno, Melania Moscoso y Jesús Ángel Ruiz su lectura de este texto y a Tomás Rodríguez su confianza en el mismo.

CAPÍTULO I

Una historia de la capitalización del cuerpo

Convertir el cuerpo en capital supone encarnar las diferencias sociales. Todo cuerpo comunica por su morfología, por el aspecto que luce. Cuando hablamos de encarnación, suponemos que a una y a otro le atribuimos una identidad y que esta se encuentra socialmente valorada o denigrada; en suma, que proporciona cierto poder al individuo. Una cosa es que el cuerpo sea un recurso. Otra cosa es que sea un capital: en esto somos aún deudores de la enseñanza de Marx (Castien, 2013). Para que un recurso se convierta en un capital, debe integrarse en un mercado, en un sistema de equivalencias. Cultivar tomates no es convertirlos en capital: debo acomodarme a los precios de producción de la competencia, integrar ese cálculo en el modo en que trabajo (Harvey, 2014: 93). Cuando me arreglo para asistir a una boda o para gustar a alguien, no necesariamente me integro en un mercado: no tengo un cálculo general de qué modelo de cuerpo debo presentar de forma que produzca un efecto común en todos los espectadores; del mismo modo que puedo conocer a Platón sin presentar un currículo: sólo en la conversación se verá mi dominio del filósofo, pero ningún sistema de credenciales podrá atestiguarlo y no entraré en un mercado de empleo estratificado por medio de títulos. Ese sistema de credenciales exige simplificar los saberes reales por medio de títulos educativos: ¿qué puede desempeñar un papel general respecto del cuerpo?, ¿cómo un cuerpo puede encarnar la excelencia al modo en que lo hace el precio de un producto o el título de un filósofo?

Es importante insistir: una persona puede recibir admiración por su belleza (o, en general, su aspecto) y cierta deferencia en el trato sin que por eso la belleza funcione como un capital: pueden no existir equivalentes generales más o menos estandarizados de qué es un cuerpo valioso. Además, los mercados se encuentran siempre segmentados, con fronteras más o menos rígidas y de extensión variable, por edad, género y clase; aún más los mercados corporales donde las «tasaciones» varían extraordinariamente por considerandos, por ejemplo, de edad. Una primera línea de investigación se impone: cómo institucionalizar un valor, el erótico, cuyos efectos se encuentran socialmente tan condicionados, controlados y modulados.

Utilizaré una guía acerca de las dimensiones del cuerpo que nos acompañará en este libro. El cuerpo, como muestra Enrique Gil Calvo (2000: 26, 41, 63-65), siempre se construye desde tres ejes. El primer eje es eminentemente físico y supone habérselas, para mantenerla, mejorarla o transformarla, con nuestra herencia biológica. El segundo eje exige vestirse y adornarse como es debido, incorporando los signos de estatus que tocan. El tercer eje es el del valor del cuerpo, de su físico y su atuendo, en los diferentes mercados. Este eje define la identidad global del cuerpo, el significado que se atribuye –positivo, negativo, rural, urbano, de clase, de recursos intelectuales– a la manera de portarlo y adornarlo.

La resistencia al capital corporal: el caso griego

Confrontarnos a una formación social lejana ayuda a comprender lo arbitrario de nuestros juegos de distinción corporal. El problema de los equivalentes generales acerca del cuerpo apareció muy pronto en la historia social y política. Testimonios, y muy significativos, existen de Grecia en los siglos v y iv a.C. En el panfleto antidemocrático del Viejo Oligarca (seguramente Critias, tío abuelo de Platón y jefe del Gobierno terrorista de los Treinta Tiranos), se encuentra una queja amarga de cómo, en Atenas, los cuerpos no incorporan las marcas de las diferencias sociales: nadie sabe, paseándose por la ciudad, si estamos ante esclavos, metecos o libres. De ese modo, no puede exigírseles deferencia (Osborne, 2011: 24).

Comenzaré por la última de las dimensiones del cuerpo a las que me referí: la identidad (las otras dos, recuerdo, eran el cuerpo y el vestido). Disponemos, sobre el valor del cuerpo para la identidad, de un ramillete de críticas procedentes de medios intelectuales. Todas ellas vinculan el cultivo atlético del cuerpo con la inutilidad política. Sócrates, por ejemplo, en La República (404a), retrataba así las costumbres de los atletas: «Se trata de un régimen [de vida] apto para producir somnolencia y hacer la salud precaria. ¿No has observado que estos atletas se pasan la vida durmiendo y, a poco que se aparten de las normas que les han fijado, sufren grandes y violentas enfermedades?». Jenófanes de Colofón se reclamaba, en cuanto versado en asuntos públicos, más útil para la ciudad que cualquier héroe de las Olimpiadas. Eurípides, en un fragmento de un drama satírico, consideraba a los atletas el peor de los males de Grecia. Pendientes de su régimen, promueven una vida obtusa: «Sería mejor coronar a los hombres de bien y apreciar a aquellos que saben actuar del mejor modo para la ciudad y apartar de ella los males con sus palabras» (citado en Romilly, 1997: 53-54). La misma crítica se encuentra en Isócrates. Las hazañas corporales se encontraban en conflicto con las competencias culturales; específicamente, con aquellas necesarias para la vida política activa.

Recuperemos la primera dimensión, la morfología física en dos de sus dimensiones: la belleza física y la capacidad de enmendar el cuerpo. Respecto a lo primero, Osborne (2011: 33-36), leyendo dos diálogos de Platón (Cármides y Lisis), muestra la inexistencia de un exclusivo criterio de belleza física. La belleza de los cuerpos depende del efecto producido en los demás, para lo cual nada ayuda el entrenamiento atlético[1]. Más concretamente, Platón exige proporcionalidad entre cuerpo y alma e igual que, como se acaba de comprobar, critica a los atletas, lo hace también con los glotones, incapaces de dedicación espiritual por su dependencia de los placeres del vientre. Platón, sin embargo, no conecta glotonería y gordura. Un gordo puede permanecer equilibrado internamente y, por ende, no encarnar degradación moral alguna: cuerpo y alma se combinan en él perfectamente (Hill, 2011: 52-53). El atletismo, por lo demás, conduce a menudo a comer en exceso y a la obesidad ya que el cuerpo tiene mucho de ingobernable.

La belleza morfológica, por tanto, no depende de un exclusivo patrón. Además, y esto es muy importante, el cuerpo no puede acumularse como capital porque no se encuentra pedagógicamente disponible. El desconocimiento de la circulación de la sangre impedía que la medicina hipocrática conectase ejercicio y musculatura. Por tanto, la constitución física era un dato natural ante el que poco podía hacerse (Osborne, 2011: 49-50). La medicina hipocrática justificaba diferentes regímenes según el tipo de cuerpo, siempre constituido por una idiosincrásica combinación de humores: la gordura podía conciliarse muy bien con la salud (Hill, 2011: 80). Con un cuerpo atlético se nacía; si se tenía, podía emplearse en el deporte, aunque existen representaciones de atletas barrigudos. Belleza plural, desconexión entre salud y deporte e indisponibilidad pedagógica del cuerpo: sin esos tres componentes la empresa de encarnar las desigualdades sociales se encuentra severamente limitada.

Pero ¿y qué sucede con la ropa? Osborne (2011: 151-152) recuerda la impresionante capacidad técnica de los escultores para captar matices en los atuendos –la caballería tracia del Partenón destaca como ejemplo–. Pese a ello, los escultores no diferencian, de manera sistemática, la apariencia según el estatus social (por ejemplo, ser o no un ciudadano) y etnicidad. Atenas, nos recuerda, fue una sociedad compleja donde se utilizaban botas de origen tracio, faldas lacedemonias e incluso motivos persas, sin que nada de ello determinase una específica categoría social. Las estatuas persiguen más mostrar el alma del individuo, su personalidad. Su vestimenta no nutre un relato de privilegio y jerarquía.

Ni la morfología ni la ropa permitían definir, en la vida cotidiana, la identidad social del individuo. No lo testimonia sólo el enfado del Viejo Oligarca. Sirva como muestra en Osborne (2011: 112-113) el análisis de la estatua de Harmodio y Aristogitón, los amantes tiranicidas, símbolo de la libertad y ubicado en un lugar prominente del Ágora. El conjunto nos muestra a Harmodio, el joven deseado por Hiparco, y a su amante, más provecto: el escultor sabe relatarnos la historia y decirnos quién despertó la libido invasiva del tirano. Pero el conjunto escultórico no informa de algo y ese silencio resulta fundamental. Herodoto lo refiere: procedentes de Eritrea y de origen fenicio, ninguno de los dos era ciudadano de pleno derecho por su procedencia y, en el caso de Harmodio, además, se encontraba el obstáculo de su juventud. El artista no consideró necesario reflejarlo y prefirió presentar desnudos a los amantes. Todo ello ocurría en un mundo donde las marcas étnicas o la edad podían utilizarse para demostrar importantes diferencias políticas en la vida cotidiana: entre ciudadano y meteco o entre hombre adulto y ciudadano y joven en formación. Ciudadano, en griego, puede recubrir dos significados: «rural» por oposición a urbano o «persona con derechos políticos». Los especialistas, escribe Osborne (2011: 106), buscaron inútilmente un cuerpo ciudadano en el segundo sentido de la palabra, como el que reivindicaba Critias: a veces se marca (por ejemplo, con los esclavos) pero en otras ocasiones no. La ciudad podía haber reflejado corporalmente (en la ropa, propagando una morfología) la participación en la asamblea, pero no lo hizo. Tampoco sirve decir que era una ciudad donde todo el mundo se conocía y, por tanto, sobraban las marcas sociales. Osborne arguye que el caso no era tal y que Atenas tenía rasgos de una metrópoli multicultural. En esta no se defendía, fuera de algún extremista conservador, marcar políticamente los cuerpos. Entiéndase: la sociedad era brutalmente desigualitaria, pero no arbitró modos de leer tales diferencias en las relaciones cara a cara[2]. Los restos del arte griego –nuestro mejor vestigio visual de aquel mundo, como señala Osborne– así lo confirman (2011: 140-141).

El arte griego trabaja con modelos morales más que sociales y, como concluye Osborne (2011: 76), de nada sirve estudiarlo persiguiendo las referencias a la distinción social. La sociedad griega no entra en el modelo de Pierre Bourdieu. Sencillamente, las diferencias sociales existían, pero no se encarnaban: la belleza plural, la solidez de la morfología, difícil de transformar, la desconexión de la salud moral y corporal con la morfología, la hibridación cultural en abalorios y, con todo ello, la crítica radical de parte del mundo intelectual al atletismo. El conjunto impide al cuerpo funcionar como capital. Faltan criterios uniformes de belleza, legitimaciones de salud, jerarquizaciones precisas de la vestimenta, creencia en la reflexividad humana para moldear a fondo la apariencia.

La unificación de la belleza, la legitimación sanitaria de la misma, con sus efectos en la ropa, permitirán la encarnación de las diferencias sociales. Hasta ahora hemos alumbrado uno de los enigmas por los cuales el capital erótico institucionalizado ha sido débil. Ya en el mundo clásico se le cuestionaba severamente por sus efectos deletéreos para la vida en común –había una crítica política del capital erótico–. Por otra parte, el cuerpo no se consideraba susceptible de modificación.

Tres elementos, por tanto, organizarán nuestro recorrido histórico con un objetivo: comprender cómo el cuerpo puede funcionar como capital erótico. Tal y como nos enseña el retrato del mundo griego propuesto por Osborne, no basta con que el cuerpo pueda ser un recurso. Se necesita, por un lado, que exista una cierta congruencia de los criterios de belleza: estos pueden diseminarse por edad, por género, por grupo social, por estado civil, por rasgos étnicos, por oficios. Sin un cierto patrón estable, la belleza deja de obtener retribuciones previsibles. En segundo lugar, el cuerpo debe concebirse susceptible de cultivo planificado con, más o menos esfuerzo, al alcance del sujeto. Un cuerpo sometido al imperio de la herencia biológica, al poder de nuestra dotación natural, no puede ser cincelado, amaestrado, transformado en capital. La medicina hipocrática teorizaba acerca de los límites radicales del cultivo del cuerpo y, de ese modo, desconectaba la salud de un modelo morfológico determinado. Dado que la belleza, como se acaba de comprobar, fue contestada pronto como un recurso fútil, la preocupación exclusivamente cosmética necesita, para legitimar socialmente sus esfuerzos, la alianza con un dispositivo de salud. En tercer lugar, la belleza unificada y su legitimación médica podrían no significar nada socialmente o significar algo negativo: fue la crítica política del atletismo ya que este volvía a la gente inútil para la vida política. Para que el cuerpo pueda funcionar como capital, debe encarnar valores sociales que lo trasciendan: pueden ser sociales (origen de clase, por ejemplo) o morales (testimonio de responsabilidad) o ambos a la vez. Ninguno de ellos, si Osborne describe bien la Grecia clásica, articulaba las relaciones humanas durante tal periodo. Vamos a trazar el proceso por el cual la belleza, y específicamente la delgadez, queda definida por una norma, una defensa sanitaria y una metafísica social –que lee en las mismas los valores socialmente apreciables.

Unificación de los prototipos de belleza

Para que el cuerpo pueda funcionar como capital, se necesitan equivalentes generales. ¿Son estos posibles? Enrique Gil Calvo (2000: 149) prevenía contra la tendencia a erigir un modelo de centralización absoluta de los valores y una instancia que los organiza y los juzga. Imaginaríamos entonces el cuerpo desfilando por un jardín versallesco, completamente racionalizado y sometido a la visibilidad permanente y jerarquizada de la Corte. Esa cultura, donde uno es sólo apariencia y donde esta se juzga sin posibilidad de resistencia, funcionó durante el Barroco absolutista. Sin ese marco asfixiante de observación, los individuos se confrontan con prácticas plurales, adaptadas a contextos, nunca completamente vinculadas con un exclusivo dispositivo de distribución de normas y de evaluación de su cumplimiento.

Sin caer en la metáfora del aparato unificado –a todas luces incorrecta–, puede trazarse una línea de unificación tendencial de los valores de belleza. La Grecia clásica nos queda tan lejos casi como el Medievo, donde existe una crítica constante a la coquetería. La belleza se concentra en el rostro. Las innovaciones son limitadas y recogen prácticas que vienen de lejos, del mundo romano. Terencio, en el segundo siglo de nuestra era, ya recogía en una obra cómica la preferencia por las adolescentes delgadas (Chabrol, Callahan, O’Halloran, 2000)[3].

Resuelvan como resuelvan los especialistas el problema de la distinción en Roma, lo cierto es que la Edad Media mantenía una renovación católica de la crítica platónica a la coquetería. En el Gorgias (465a-d), se planteaba un conocido juego de homologías: la retórica era a la justicia lo que la cosmética a la gimnástica y lo que el arte culinario a la medicina. Retórica, cosmética y arte culinario parasitaban las artes nobles y se aprovechaban de su cercanía; se ocultaban bajo ellas para recibir un prestigio que no merecían. La belleza medieval se centra en el rostro, en la parte alta del cuerpo y respecto del cuerpo sigue funcionando un modelo clásico: la gordura merece crítica si representa el vicio y la glotonería, pero no es perniciosa en sí. En cualquier caso, ciertas innovaciones van atrapando a sectores de la Corte y, en la misma, el modelo de cuerpos rotundos empieza a ser levemente cuestionado (Vigarello, 2010). Es en esa Corte, nos cuenta Juan Carlos Rodríguez (1990: 80), donde nuevos elementos cualifican la vida del caballero: la hazaña guerrera se acompaña ahora de la amorosa; la espada, del corazón y la gentileza. La jerarquía de la sangre no basta: el cuerpo, espejo de un alma bella, necesita reafirmarla, probarla.

Porque el cuerpo burgués no es el cuerpo corrupto, camino a la degradación y enaltecido por la sangre noble, propio del feudalismo. El alma debe expresarse en el cuerpo: la belleza de ambos se reclama mutuamente (Rodríguez, 1990: 95). En esa nueva cultura, el cuerpo deberá precisarse y, en el camino, se atenderá a más contornos. Desde el Medievo a la época burguesa el cuerpo va dejando, progresivamente y no sin ciertas restricciones, de vincularse con un gran relato cósmico y religioso, de dividirse en partes altas y bajas, nobles e innobles (Vigarello, 2004: 21). Aún en el siglo xvi y el xvii, la belleza corporal se encuentra disciplinada por las correspondencias cósmicas: sólo el busto, el rostro o las manos se comunican con el sol ya que se encuentran participando de la naturaleza de los ángeles. No podía ser de otro modo: la transición entre el imaginario feudal y el burgués no se realiza de golpe. El mundo feudal pensaba en un conjunto de cuerpos escalonados hacia el cielo y esa jerarquía se inscribía en cada rincón del cuerpo. En este, el alma salva todo cuanto no es terrenal y aquello que esta no informa, las partes bajas del cuerpo, se avecinan con lo satánico. En el orden burgués el cuerpo expresa la belleza del alma. El orden feudal piensa en un alma que, participando en lo divino, informa el cuerpo, pero sólo aquellos signos del cuerpo que se avienen con la jerarquía divina se consideran bellos, ya que la corrupción terrestre se mide por su distancia graduada con el orden celeste (Rodríguez, 1990: 141).

Merece la pena detenerse en los albores del proceso de unificación de la belleza y de las condiciones que lo definen. Ya se ha visto una creciente exposición del cuerpo y la idea de que este refleja la cualidad del alma. El idealismo griego, explica Robin Osborne, al menos en las artes visuales, puede leerse como un acto de resistencia contra las diferencias de naturaleza o de cultura. Representar el cuerpo ciudadano sin los rasgos que lo dividen denota una ideología que se niega a distinguir los cuerpos, que se niega a desgarrar con ellos la experiencia de una comunidad compartida (Osborne, 2011: 123). Ese imaginario se muestra incluso cuando se representa a los dioses. Se encuentra la excepción: la Atenea de Fidias, colocada en el Partenón, completamente fuera de nuestro alcance y que sólo podía inspirar piedad y distancia. Si queremos entrar en comunicación con los dioses, deben tener algo en común con nosotros: de lo contrario Afrodita no podría seducirnos. Y así nos la representó Praxíteles: saliendo del baño y desnuda, despejada para la mirada del amante o del voyerista (209). El dios cristiano carece de rasgos comunes y siempre será representado desde un abismo radiante que nos anonada. Ese idealismo ofrece un marco imaginario desde el cual pensar el cuerpo y, como se ha señalado, no era del gusto de Critias, del Viejo Oligarca: en Atenas no se sabía cuándo te topabas con un esclavo.

La ideología burguesa del amor parte de que las almas pueden comunicarse a través del cuerpo, y ya no le sirve acorazarse en los códigos nobiliarios (Rodríguez, 1990: 91). En el amor, las almas se tallan mutuamente y los cuerpos serán el signo cualificado de esa experiencia. En su análisis de La Celestina, Rodríguez presenta a la alcahueta como una metáfora del mercado de los cuerpos, una suerte de intercambiador universal de las almas, al modo en que el mercado permite el intercambio de las mercancías. Se trata de un mercado donde los individuos deben calcular y no rebajarse. Las clases sociales experimentan esa ideología de modos diferentes, pero comparten un marco común (Rodríguez, 2001: 173). Calixto y Sempronio no aman de la misma forma. Celestina advierte a los criados que se cuiden de las pasiones alocadas de sus amos. Unos y otros, pese a todo, se encuentran comunicando sus almas a través de sus cuerpos y se experimentan como almas libres e iguales. Pero esas almas son indisociables de sus cuerpos, estos responden de aquella, aquella se expresa en estos. El cuerpo, incluso el cuerpo de los pobres, ya no es un cuerpo rebajado respecto de las jerarquías celestes, ya no exhibe la mácula de un linaje degradado. Celestina los acoge a todos.

Ese mercado, en el Renacimiento, comienza a afinar las morfologías, aunque hasta donde permite la ropa, sólo en aquello que merece ver la luz del sol: el cuerpo no se muestra aún del todo en el mercado; todavía conoce restricciones del periodo feudal. Georges Vigarello (2004: 37, 81) describe, ya en el siglo xvi, rasgos de una fuerte encarnación de las diferencias sociales: gordo y esbelto se oponen como pobre y rico. Poco a poco, el siglo xvii extiende regímenes de adelgazamiento y el xviii los cosméticos. Las Cortes del xvii, por su parte, ya conocen tratados con secretos para no engordar y se focaliza la atención en el vientre femenino: a medida que el cuerpo se descubre, los individuos no pueden escudar su «descuido» tras los símbolos de estatus (Vigarello, 2010). Un grupo de expertos en belleza (peluquería, cosmética…) pugnan por la definición del cuerpo legítimo que, ya entonces, resulta susceptible de administración pedagógica: el artificio y la belleza se elogian y se pretenden al alcance de los interesados (Vigarello, 2004: 119-141). Tras la Revolución francesa, la nobleza ansía reconstruir corporalmente las jerarquías sociales y la encarnación de la diferencia social se ha convertido en objetivo social y político. La mujer parisina se erige como modelo: bella, ligera, activa, se opone a la provinciana tosca.

Desde el siglo xvii, el espejo, las básculas y los consejos de belleza aumentan la tensión corporal de las clases dominantes. La belleza, según Vigarello, conoce un proceso de individualización, de análisis de cada vez más partes del cuerpo y de recombinación permanente de los códigos de distinción porque, ya en el xix, menguaban las críticas morales a la belleza. El cuerpo estaba disponible, el trabajo sobre la vestimenta se había complejizado y la identidad de clase se reivindicaba por la apariencia. Belleza interior y belleza exterior comunicaban íntimamente. El sueño del Viejo Oligarca comenzaba a realizarse.

Y es que el gobierno del cuerpo se identifica con el gobierno de uno mismo (Vigarello, 2004: 131). Al final del siglo xix, la belleza femenina, al menos en las elites, se encuentra completamente normalizada. El aumento de la desnudez en las playas incrementa la presión corporal: nada cubre del escrutinio público y en las elites belleza y gordura son términos completamente inconciliables. Vigarello (2010) recuerda el cambio de significado de la palabra francesa embonpoint: en un diccionario de 1866 designaba un buen estado del cuerpo mientras que en 1884 es una persona grasa y gorda.

Las marcas de género son importantes: los financieros suelen aún lucir morfologías rotundas. Sin embargo, una división puede detectarse entre los hombres, importantísima para comprender la conexión del capital erótico con el capital cultural. La invención francesa de la vida de artista en el xix (la creación de la bohemia) impone un nuevo capital corporal maridado en el cultural. Émile Zola confesará a un periodista haber perdido 27 kilos y medio en 3 meses y 10 días. Flaubert, por su parte, critica el vientre prominente, testimonio de una masculinidad nobiliaria caída en desuso. Hasta el republicano Léon Gambetta se someterá a un proceso de adelgazamiento ante la insistencia de sus próximos (Vigarello, 2010)[4]. Comentando el habitus corporal de Manet, Bourdieu (2013: 452-253) recuerda su importancia para facilitar su aceptación. Manet, revolucionario e izquierdista, no paraba de recibir elogios por su elegancia. Bourdieu recuerda la triste suerte de Léon Cladel, escritor al cual su acento de Quércy y su aspecto rural lo orilló en los círculos simbolistas. Bourdieu pone el dedo en la llaga. Comenzó un proceso que llegaría hasta hoy: el capital corporal adquiriría un lugar creciente en la composición orgánica del capital cultural. Merece leerse la cita:

Esta propiedad particular de la hexis corporal y del acento es muy eficiente, sobre todo en universos que tienen por principio las cualidades estéticas. Es una cosa que se observa muy frecuentemente hoy en las entrevistas: el medio intelectual y artístico es mucho menos tolerante con las gentes de origen humilde que el medio burgués, por ejemplo comerciante […]. Y el racismo de clase, extrañamente, que puede coexistir con una generosidad política muy grande, es muy potente en el polo más dotado de capital cultural (Bourdieu, 2013: 453).

La alianza, importantísima para nuestra investigación, entre cuerpo y cultura se anuda también en Estados Unidos; en este caso, no con la belleza decadente de la bohemia, sino en alianza con el nutricionismo. Horace Fletcher, promotor de la dietética fin-de-siècle en los Estados Unidos, encuentra el apoyo de los hermanos James, Henry y William, el escritor y el científico. El segundo anima a sus estudiantes de Harvard a escuchar al dietista, capaz de escribir a la vez en el Ladies Home Journal y Scientific American (Stearns, 2002). La delgadez no sólo exhibe ya el trabajo corporal del alma; no sólo testimonia su belleza: también encuentra la legitimación de la salud. Será un broche definitivo en la unificación de los mercados de belleza.

Ortega registra el proceso en España y su lectura servirá de resumen de este apartado. Será en artículos del diario El Sol de 1927, recogidos luego en La rebelión de las masas. Primero constata una disciplina juvenilizante creciente con la que comienza a revertirse la idea de una belleza para clase de edad: «Las modas actuales están pensadas para cuerpos juveniles y es tragicómica la situación de padres y madres que se ven obligados a imitar a sus hijos e hijas en lo indumentario» (Ortega, 1976: 252). Según Stearns (2002), el cambio se produjo entre 1890 y 1910; hasta entonces la delgadez sólo singularizaba la belleza juvenil. La ropa aplanará las diferencias de edad y el mundo del ready-to-wear acentuará permanentemente la delgadez. El mercado de la ropa se homogeneiza y a la vez se vuelve más expansivo, atrayéndose a todas las edades de la vida, incluso aquellas –como la niñez o la senectud– hasta entonces excluidas de las exigencias de la moda (Oliver, 2006: 69-72).

En segundo lugar, y coherente con lo anterior, insiste en la delgadez como nueva marca de distinción, tanto para mujeres como para hombres. Fue en las conferencias pronunciadas en 1928 en Buenos Aires, una de las cuales se titulaba «Juventud-cuerpo»: «¿Qué figura de varón es la más elegante? No hay duda: el hombre alto y sobrio de carnes, es decir el rectángulo vertical y la figura más simple. Lo elegante de un cuerpo es su esbeltez» (Ortega, 2008: 76). Sólo Oriente, nos dice, cultiva la obesidad. Stearns (2002) nos ayuda a precisar mejor: las mujeres, incluso entre 1920 y 1960, siguen siendo el objetivo primordial de los dietistas, lo cual no desmiente a Ortega: desde Comte a los hermanos James, pasando por Manet, esbeltez y capital cultural masculino comienzan a entrelazarse y la tendencia llega hasta nuestro tiempo.

En tercer lugar, la estilización morfológica se anima y se practica en nuevos espacios de exhibición. Una nueva economía de la legitimidad envuelve a las clases medias: para Ortega pierde terreno el intelecto en favor de los rituales del cuerpo en la pista de baile, en deporte, en la sala cinematográfica (importantísima para la extensión de un concepto de belleza común[5]) y en una densa interrelación de las clases: «Los muchachos cuidan escrupulosamente su salud y la gracia de su corporeidad. Nunca han vestido mejor las clases medias ni han gozado de más bella apariencia. Cualquier muchacho de familia modesta parece que sale de Oxford» (Ortega, 2008: 65). La unificación de las culturas corporales de clase jamás es tan extrema como proclama el filósofo español. En Estados Unidos, el foso entre lo rural y lo urbano nunca, en lo que a la delgadez respecta, se ha cerrado. Las oleadas de inmigración, por ejemplo la de 1980, seguían cuestionando los patrones de delgadez. Francia, por el contrario, cultivó la disciplina infantil en todas las clases sociales y extendió la preocupación por la salud en todos los ámbitos ideológicos. Desde 1914, la oposición es entre lo urbano y lo rural, quedando lo primero, cualquier clase incluida, concernido por la delgadez. Hubo intentos de resistencia, visibles en la prensa comunista dedicada a las jóvenes (Jeunes Filles de France) durante la época del Frente Popular (Stearns, 2002).

La tendencia hacia la delgadez existe pero con bolsas, más o menos amplia, de disonancia: la moneda de la delgadez encuentra siempre espacios donde no cotiza del mismo modo. En Estados Unidos, actores políticos en la cultura negra reivindican la corpulencia (Stearns, 2002). Sólo la pirámide educativa parece haber acompasado capital cultural y delgadez, más entre las mujeres pero con intensidad también entre los hombres (Oliver, 2006: 76-79). Por lo demás, la individualización de las comidas, el aumento de los precocinados, la promoción de los dulces no acompañan precisamente a la presión por la delgadez. Sólo las fracciones de clase más disciplinadas y más capacitadas (por tiempo, recursos económicos, habilidades culturales…) logran regular la ingestión de alimentos baratos, sabrosos y de alto contenido calórico. Las tendencias a la unificación se compaginan, pues, con procesos de separación y diferencia entre las clases, los géneros y las culturas étnicas (Oliver, 2006: 151-153). En la época del capitalismo neoliberal, a la vez que crece una aristocracia estética entre fracciones de las clases populares, continúa habiendo grupos sociales que viven, más o menos dominados, más o menos orgullosos, y que lucen una cultura somática diferente, desviada.

Legitimación sanitaria de la delgadez

La red de expertos vinculados con la belleza nunca se impondría sin alianza con los vinculados a la salud. De hecho, la coquetería fue históricamente estigmatizada: por la crítica masculina, por la severidad religiosa, por moralismos diversos. Oponerse a los preceptos de salud resulta muy difícil. Representan la parte «lógica» dentro del arbitrario cultural ligado a la belleza. La medicina, promoviendo la reflexividad corporal y estigmatizando ciertas morfologías, impone un arbitrario estético. Si la belleza se ampara en la salud, el discurso se acoraza contra la crítica. El índice de masa corporal (IMC) puede ser considerado una especie de barrera que separa a las clases y que permite a ciertas elites reservarse espacios de sociabilidad e incluso nichos en el mercado de trabajo: resistirse a su uso es posible. El efecto no es el mismo que si se le considera una credencial de salud y de responsabilidad. De hecho, es aquí donde el capital corporal se encuentra más cerca de un proceso de institucionalización, esto es, de una credencial institucionalmente garantizada capaz de informar sobre las cualidades del individuo. Las credenciales, enseñaba Weber, son «formas de crédito social que facilitan los intercambios bajo condiciones de incertidumbre social» (Brown, 2001: 26). Procede una genealogía de cómo una morfología corporal ha sido investida de legitimidad sanitaria. Una persona delgada atestiguaría, en parte, capital cultural incorporado, resultado de conocer la cultura objetivada (en libros, prescripciones, productos farmacéuticos) al respecto y, lo más importante, de encarnar el espíritu de la salud.

El Medievo, obviamente, no conoció la estigmatización de la gordura, símbolo de buena salud y de abundancia. Hubo que esperar al siglo xvii para que el volumen se vincule con la enfermedad. Pero, en un mundo asolado por la peste, era difícil enaltecer la delgadez[6]. Juan Carlos Rodríguez (1990) describía un imaginario de un cuerpo modificado por el alma, espejo del alma, detectada en la primera literatura burguesa, en el mismo Garcilaso. Los avances técnicos y las condiciones sociales aún no permitían desarrollarlo. Debe insistirse en este punto: lo fundamental es convertir al cuerpo en marcador psicológico y de clase. Este inconsciente ideológico retraduce las innovaciones técnicas en marcadores de desigualdad. Por sí solas, las innovaciones técnicas no explican nada.

Buffon estableció una primera proporción entre estatura y peso que prepara el camino al IMC. En 1776, la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert propone, por vez primera, que la obesidad es una enfermedad. Sócrates, en el Gorgias, deslindaba la medicina de la cosmética: ese punto fuerte de nuestra cultura llevaba camino de superarse. La obesidad, avecindada con lo mórbido, justifica una extensión de productos adelgazantes y de manuales de pérdida de peso: estamos en 1830, donde los avances químicos permiten vincular la combustión calórica con el adelgazamiento. En 1832, Auguste Quetelet recupera a Buffon y propone una vinculación entre peso y talla, aislando magnitudes normales. Como aclara sabiamente Georges Vigarello (2010), las medidas no implicaban aún juicio alguno de valor. Sólo se constataba estadísticamente: la inserción de esta en el imaginario de la restricción corporal vendría después.

Ciertamente, los proyectos de encuadramiento de la alimentación adquirían prestigio intelectual. En el Catecismo positivista, publicado en 1852, Auguste Comte (26, 139) proclama ya la necesidad de un estricto régimen: por sentido de la equidad social (consumimos demasiado y lo birlamos a los menesterosos) pero también por razones médicas. El sacerdote positivista, gracias a su autoridad, logrará imponer lo que ciertos doctores no consiguieron entre su clientela. Como se explicó, el filósofo y reformador controlaba rigurosamente sus ingestiones. Su casa, repleta de espejos, muestra bien un instrumento de control del cuerpo que la elite hace suyo y que se irá transmitiendo hacia lugares cada vez más modestos[7].

Hasta 1870 no se introduce la ciencia de la nutrición entre los saberes médicos y habrá que esperar a 1890 para que se registre el peso de los pacientes[8]. La legitimación sanitaria de la medicina fue costosa y no vino desde arriba. Los médicos se resistieron distinguiendo, aún, entre salud y belleza. Fue el mundo profano quien abrazó apasionadamente los saberes para el adelgazamiento. Para combatir lo que consideraban seudociencias, el cuerpo médico se introduce masivamente en la nutrición. Habrá que esperar a los años veinte, cuando la delgadez era ya un marcador de clase, para que la medicina legitime el proceso. No asistimos pues a un proceso de disciplinarización desde arriba, sino más bien a la captación de un saber por los tentáculos elitistas de la cultura profana. Ciertamente, los profesionales, añade Stearn, también procedían de dicha cultura: a medida que la obesidad se consideró corregible y no hereditaria, aumentó el desdén para con los pacientes de peso rotundo.

Dos son los frentes de la cultura médica en su predicación de la delgadez. Primero, se estabilizan las magnitudes de morbilidad y salud alrededor del IMC. Frente a ello, el viejo argumento platónico tiene mucho que decirnos. Oliver (2006: 52, 67) lo recupera, sin conciencia, cuando recuerda que la mayoría de la gente que se somete a regímenes arrojan un IMC entre 24 y 32. En esa franja, no comparece argumento alguno de salud, sino exclusivamente cosmético. El peso constituiría una suerte de mínimo común ético, capaz de encarnar las diferencias sociales cuando desaparecen los marcadores del apellido y el pedigrí. El IMC como indicador puede ser arbitrario. Un espacio de debates científicos se abre al respecto: así, sostienen algunos críticos, cuando el IMC mensura la morbilidad, existe una variable parásita que determina la correlación estadística y no es otra que la falta de ejercicio (153-160).

El segundo problema, una vez establecidas las magnitudes correctas, es si el cuerpo se encuentra pedagógicamente disponible –algo que para la medicina hipocrática resultaba un disparate–. La herencia, insiste Oliver (2006: 102-109) y con él militantes contra la delgadez obligatoria, impone vínculos entre los genes, los niveles de energía necesarios en el organismo, el sentimiento de hambre y saciedad. Cada individuo, de acuerdo con esta perspectiva, tiende a estabilizarse alrededor de un peso (es la teoría del set-point), quizá debido a la ausencia de la hormona leptina que regula los niveles de saciedad. En fin, la creencia en un cuerpo pedagógicamente disponible supone también condiciones económicas y sociales: los horarios de trabajo pueden impedir el acceso a comidas elaboradas y obligar a ingerir comida con altísimo contenido calórico.

Vemos lo frágil que resulta la alianza entre la legitimación sanitaria y los modelos corporales legítimos. La idea de un cuerpo susceptible de reforma integral ha sido cuestionado respecto de las dietas de adelgazamiento, uno de los componentes esenciales de la belleza contemporánea. Las dietas, a menudo, resultan fallidas y las tendencias a ganar y perder peso son indiscutiblemente más nocivas que el sobrepeso y la obesidad. Además, los beneficios médicos de la pérdida de peso se encuentran lejos de estar probados. Por tanto, desde tales perspectivas, la estigmatización médica de la gordura resulta, siempre desde el punto de vista de la salud, arbitraria. Como en la Grecia hipocrática, muchos especialistas cuestionan la posibilidad de acometer una batalla contra la biología (Lyons, 2009). Los arquetipos de sobrepeso y obesidad, desde esa perspectiva, proceden de estereotipos nacidos en las obsesiones de clase media occidental. Tras los mentados estereotipos, subyace un intento de encarnar la desigualdad social: en Estados Unidos, por ejemplo, los gordos, los pobres, los afroamericanos y latinos denotarían, con su complexión, sus fallas morales (Oliver, 2006: 5-11).

La encarnación moral del capital cultural. La delgadez como unificador de los mercados de belleza

Hasta el momento se delimitaron dos componentes fundamentales: la unificación, nunca completa, de los patrones de belleza y la legitimación, jamás incontestada, de la delgadez por su convenio con la salud. Falta un tercer elemento, vinculado a estos, pero con consistencia. Se explicó que en la Grecia clásica se cuestionaba políticamente el atletismo y, de ese modo, los valores que representa un determinado culto del cuerpo: se encuentra en Jenófanes de Colofón, en Eurípides y en Platón.

¿Qué sucede en la modernidad? En primer lugar, la disociación entre el capital cultural y los prototipos corporales, los recursos eróticos, desaparece. Comienzan a caminar de la mano, contaminándose mutuamente. En el Medievo, el gordo simbolizaba la fuerza física y la abundancia, valores centrales en una sociedad guerrera y avecindada con la escasez. Ya en el xviii, al menos entre las elites francesas, la sensibilidad era absolutamente distinta: Diderot identifica gordura y carencia de sensibilidad, aunque las invenciones estéticas de la elite cultural tardarían tiempo en transmitirse y adquirir su relevancia global. Aún a finales del xix, existen más obesos en la cúspide social que en la base (Vigarello, 2010). Pero la identificación de la delgadez con la cultura se encuentra abrochada. El Ladies Home Journal, una revista norteamericana de la época, vincula a las mujeres delgadas con las refinadas y, es la clave de este punto, con las cultas (Stearns, 2002). En España, en la década de los treinta, la primera Miss República (elegida en Tenerife) exhibía sus lazos con la Institución Libre de Enseñanza y con la elite política (Herreros, 2012: 251). Dentro de las clases populares, serán las trabajadoras de las tiendas de moda las primeras que contactarán con semejante cultura de elite y, por tanto, constituirán un agente fundamental en su difusión (Stearns, 2002; Vigarello, 2010).

En segundo lugar, el autocontrol corporal, una vez legitimado social y sanitariamente (por la unificación de los mercados de belleza y por el dispositivo de salud), comienza a encarnar el autocontrol ético; todo ello entre la burguesía intelectual y progresista pero también entre las fracciones más conservadoras. En la cultura católica, la vigilancia de la carne, de sus movimientos, produjo una inspección permanente de sí mismo y una jerarquización de las funciones corporales: frente a las funciones bajas, animales, se encontraban las altas, las espirituales. Comer, puede suponerse, no quedaba entre las últimas; era algo vulgar que unía al hombre con las especies inferiores y con los hombres inferiores. Gabriel Marcel, el filósofo cristiano francés, fue uno de los testigos fundamentales de la rehabilitación de la carne como concepto filosófico, enfrentada al cuerpo orgánico defendido por el positivismo. Su nieta Odile Marcel nos explica cómo era la cultura somática en su familia. El cuerpo, tal y como enseñó Juan Carlos Rodríguez, seguía jerarquizado como en el Medievo (entre lo alto y lo bajo, la parte espiritual y la mundana), pero tales códigos, aplicados en el mundo de la exhibición corporal, producían un efecto paralelo al de la inquietud laica por la apariencia:

No se puede tener indulgencia alguna por el cuerpo. Hay que vencerlo, endurecerse, ser dócil, comer a la hora y nunca entre comidas, lavarse a la hora y acostarse a la hora. El cuerpo no es nada sin la educación, la ley y las formas que le dan decencia, apariencia y dignidad ordenándolo a los deberes, a los intereses superiores de la existencia (Marcel, 1984: 26).

Joan Jacobs Brumberg (1988: 245-246) describe una cultura burguesa reconcentrada en el control interno constante, temerosa de los juicios que levanta la exposición corporal, donde crece un imperativo de belleza entre las mujeres. Más abajo se explicará que nunca los rasgos físicos cotizan igual en todos los contextos y, por supuesto, semejante diferencia separa a la burguesía católica de Marcel y a la positivista y republicana de Comte y Gambetta. En ambos casos, la constricción contra los excesos unifica las metafísicas en conflicto. La gordura acaba condenada en la segunda década del siglo xx, al menos entre las elites de Occidente. El Oriente obeso, según los decires de Ortega, puede que se ordenase desde otros cánones.

En tercer lugar, esa educación tiene un sesgo de género, evidentemente. En el hombre la delgadez no se identifica con la belleza –lo hará más tarde: ahora, en nuestro tiempo–, sino con la responsabilidad: el gordo, entre los trabajadores del terciario, se identifica con ser un perdedor, alguien poco fiable. La encarnación moral, relativamente separada del aspecto estético, resultará máxima en la denigración de la corpulencia masculina. Sieg­fried Kracauer lo constató en Berlín, en los años treinta del siglo xx, cuando escribió su penetrante monografía sobre los empleados. El asunto preocupaba ya a los sindicatos socialdemócratas, quienes se lamentaban de la disociación entre capital estético y capacidad técnica. Citaba Kracauer (2007: 126) a Jules Moses, a la sazón diputado del Partido Socialdemócrata alemán y quien declaraba en 1929: «Deficiencias corporales visibles, aun cuando no perjudiquen en lo más mínimo la capacidad de trabajo, convierten precozmente al débil social en cuestión en un inválido laboral voluntario». Y, aclaraba Kracauer, «desde muchos sectores queda confirmado que no sólo se comportan así en el caso de empleados que están en contacto con el público». Kracauer recordaba cómo intentaban defenderse los empleados frente a la presión estética, reivindicando una afabilidad básica, una buena actitud ante el cliente o el usuario que no exigiese transformaciones en la morfología del bronceado o la renovación radical del vestuario: «La afluencia a muchos salones de belleza responde también a cuidados vitales. Por miedo a ser retirados de la circulación como productos viejos, las damas y los caballeros se tiñen los cabellos y los cuarentones hacen deporte a fin de mantenerse esbeltos» (Kracauer, 2007: 128). Kracauer no se olvidaba de insitir en que tamaña dedicación estética, en un entorno donde «moda y economía se benefician mutuamente», era difícil para los empleados con salarios modestos. El diputado Moses luchaba, con toda lógica, para incorporar los cuidados cosméticos a la Seguridad Social, con el apoyo entusiasta, apunta con malicia Kracauer, de la «comunidad laboral de médicos alemanes dedicados a la cosmética».

Por supuesto, las diferencias nacionales son importantes. La encarnación moral, como nos explica Stearns (2002), vale fundamentalmente para la sociedad norteamericana pero no del todo para la francesa. En esta la encarnación moral es menos estricta que en la sociedad americana. La distancia corporal entre las clases es menor y el efecto simbólico de la delgadez menos determinante. Desde las vacaciones pagadas, en los días legendarios del Frente Popular, los trabajadores franceses van a la playa y se habitúan a la exhibición corporal[9]. También, y es una segunda razón, porque el discurso del cuerpo médico se encuentra menos anudado con los intereses previsores de las compañías de seguros –las cuales, en Norteamérica, se esfuerzan por delimitar los riesgos de la complexión corporal–. Los niños, por lo demás, siempre han conocido una disciplina alimentaria superior en Francia, en donde las normas dietéticas se acoplaban mejor a pautas relativamente comunes. En fin, la crítica a la gordura es fundamentalmente estética (París fue y es capital de la moda): ante esta, la respuesta política e incluso sanitaria puede legitimar la rebelión.

Por supuesto, la belleza corporal no es el exclusivo criterio de fiabilidad moral, ni siquiera en la esfera del amor. Sobre la cuestión y en la modernidad, Eva Illouz (2012: 59-60) ha distinguido dos periodos. En un primer periodo, los individuos se ejercitaban en prácticas de cortejo sometidas al control de los próximos y codificadas según estrictas reglas morales. Tomando como ejemplo a las heroínas de las novelas de Jane Austen, se comprende que las constricciones morales sirven de defensa contra la exhibición corporal más descarnada. Además, dentro de emparejamientos muy definidos económicamente, el sujeto tenía una escapatoria subjetiva ante el rechazo: atribuirlo a considerandos mezquinos y no a su propia subjetividad. El modelo de pareja se apoyaba en un modelo normativo de amistad y autoconocimiento (78). Ese modelo normativo cambia en un segundo periodo más contemporáneo. La clave es ahora la pasión, la diversión juntos: los sujetos se someten exclusivamente a sus emociones, eliminando cualquier marco de restricción moral y distanciándose del control de los próximos. En ese momento, el sujeto se queda solo ante los impactos de mercados corporales. Confrontado a un espacio de elección cada vez más amplio y, para conducirse en él, sólo puede fiarse de su cuerpo y de sus sentimientos.

El modelo de separación entre un mercado protegido y un mercado libre tiene, a mi parecer, dos problemas muy profundos. El primero es convertir un tipo ideal en un artefacto masivo que designa una época. Obviamente, las formas de control social de los mercados corporales siguen presentes y sólo en ámbitos muy particulares el cuerpo y los sentimientos funcionan como único criterio. El segundo, relacionado con el primero, es que, incluso cuando es así, podría demostrarse que esos mercados exigen condiciones sociales particulares para hacerse valer en los mismos. Entiéndase: no digo que los privilegios situacionales del cuerpo y su valor no hayan aumentado en el presente gracias, en mi opinión, al anudamiento de legitimación sanitaria y ética con la unificación de mercados de belleza. Insisto en que los procesos de adquisición del capital corporal (una especie del capital cultural, como se mostrará en el capítulo siguiente) se encuentran socialmente condicionados, aunque existen formas específicas, como en cualquier capital cultural, de que los más débiles adquieran mejores recursos[10].

En qué sentido los valores corporales entran en un mercado 1. No mirar desde la cúspide las desigualdades corporales. La «moneda» corporal no es común

Los herederos, el libro clásico de Bourdieu y Passeron, caracterizó tres formas de desigualdad escolar: la eliminación directa de las clases populares, la relegación a las ramas menos valiosas del sistema educativo y el estancamiento, fruto del retraso en los estudios o la repetición (2003: 14-15). De ese modo, Bourdieu y Passeron constataban las diferencias sociales contemplando el sistema educativo desde su cúspide. Las clases populares acumulaban las probabilidades mayores de eliminación, relegación o retraso. El sistema de enseñanza era un juego en el cual no se admitían las diferencias de clase, pese a lo cual estas desempeñaban un papel de primer orden en la distribución escolar de los sujetos.

Este modelo tuvo dos críticas. La primera, de inspiración althusseriana, la realizaron Baudelot y Establet (1975: 276-279). Bajo este análisis, sostenían los dos sociólogos, subyace la creencia de que la escuela es una realidad única, una suerte de pirámide que, como su homóloga social, podríamos jerarquizar desde la cúspide, midiendo carencias. Baudelot y Establet (151-154) defendían la existencia de dos redes escolares: una primaria-profesional y otra secundaria-superior, la primera dedicada a la clase trabajadora y la segunda destinada a los vástagos de las clases medias y superiores. No interesa discutir sobre la teoría de las dos redes de Baudelot y Establet. Lo importante es que las redes constituyen una manera sociológica de pensar las distintas formas de cultura escolar, exigiendo una precaución: no medir la cultura escolar dominada según criterios de la dominante, ya que ni sus contenidos ni sus prácticas son idénticos. Cuando obramos así, en los de abajo sólo sorprendemos defectos respecto de los de arriba: «Al observar el aparato escolar desde la cima de una de sus redes, es decir, al adoptar la perspectiva de la burguesía sobre el aparato escolar, no pueden ver [Bourdieu y Passeron] en las clases populares más que a los portadores de desventajas culturales» (Baudelot, Establet, 1975: 279).

La segunda crítica la produjo el propio Passeron, ya en alianza con Claude Grignon. Ambos desarrollan, sin referirse a ella, una crítica semejante a la de los sociólogos althusserianos; indudablemente, dentro de una reflexión sobre las culturas populares de enorme alcance. Reconstruiré alguno de sus pasos. En un momento de este libro en diálogo, Passeron se interroga sobre la afinidad electiva entre los métodos de producción de datos y los paradigmas de dominación cultural. El cuestionario tiende a registrar el mundo según los haberes de las clases dominantes: a partir de estos, se registra cuanto falta a las clases populares. Podríamos imaginar que los dominados disfrutan de privilegios de los que carecen los dominantes e incluirlos en el cuestionario. Pero es raro que un sociólogo conozca la cultura dominada y pueda inventariar sus recursos, construyendo una batería de interrogaciones que permita determinar su carencia entre los privilegiados. Yendo hacia las prácticas corporales, los gordos, cuando no viven bajo la culpabilidad, experimentan placeres que las restricciones no procuran. El estudio de los trastornos alimentarios, que no padecen exclusivamente las clases dominantes, podría ofrecer un catálogo de todo el sufrimiento comportado por la persecución del cuerpo legítimo (Moreno Pestaña, 2010b). Sin embargo, solemos considerar la gordura desde el prisma de quienes la denigran culturalmente y la discriminan social y económicamente; la delgadez y el cuerpo legítimo, desde el prisma de quienes la ensalzan. Existen otras miradas posibles que arrojarían balances distintos.

La metodología etnográfica puede recoger, de entre los dominados, recursos de los que carecen los dominantes. En ese sentido, sortea la tendencia legitimista de la investigación por cuestionario. El peligro se encuentra en otro lugar. Aislando las culturas dominadas, se obvia la dominación social, como si existiese una discutible sordera, más o menos completa, de las culturas populares respecto de las legítimas (Grignon, Passeron, 1989: 58-59).

Las reflexiones de Passeron siguen inspirando buenas preguntas sociológicas. La tendencia de la etnografía a construir las culturas desde la autonomía y a ignorar su vinculación con la dominación se vislumbra en ciertos razonamientos del segundo capítulo del trabajo de Debra L. Gimlin (2002). El libro contiene una hermosa etnografía de un salón de belleza, una clase de aeróbic, una clínica de cirugía estética y un baile de una asociación de defensa de personas gordas. Analizando la clase de aeróbic, constata la enorme sensación de confianza alcanzada por las participantes. ¿Cuál es la razón? El cumplimiento de una norma de comportamiento que estriba en regular la alimentación y continuar con el deporte. En ese momento, señala la autora, pueden olvidarse del cuerpo y dedicarse a otras actividades. ¿Tiene que ver ello con la dominación? ¿No asistimos a una enorme emancipación de las mujeres?, se pregunta la autora. Las críticas del discurso de la belleza ignoran el empoderamiento femenino, las capacidades que las mujeres pueden desarrollar precisamente por atenerse a la norma dominante.

Todo depende de la escala de análisis, podría responderse. De centrarnos en la experiencia individual de las afectadas, evidentemente sienten una enorme liberación. Ahora bien, el precio de la misma ha sido incorporar las exigencias de legitimidad de las normas de género. Estas obligan a las mujeres a asumir, para sentirse en paz consigo, un mínimo común denominador corporal. Desde ese punto de vista, sólo sujetándose a una práctica de dominación de género, adquieren libertad los individuos. Para ser sujeto, necesitamos sujetarnos a ciertos sistemas de reglas. El criterio sociológico de emancipación no es idéntico al criterio político: con el primero alcanzamos movilidad social dentro del marco hegemónico; con el segundo lo cuestionamos y lo transformamos (Gil Calvo, 2000: 238-240).

El efecto de la visión legitimista del cuerpo ronda la investigación por cuestionario, incluso en la más armada de reflexividad teórica. Dieter Vandebroeck (2013: 174-175), en una importante contribución a la sociología de las desigualdades corporales, muestra cómo en la cúspide social se encuentran los cuerpos más atractivos. Así, en una escala del 1 al 10, la satisfacción con el propio peso crece entre las mujeres de clases dominantes (6,3), mientras que en las de clase obrera sólo es un 5,8; un 36% de las segundas se considera atractiva frente a un 52% de las primeras. Un 16% de las dominantes se consideran con sobrepeso u obesas, lo que asciende a un 46% de las dominadas.

Vandebroeck constata, con toda justicia, la encarnación de las diferencias sociales en las corporales. Existe una desigual probabilidad de alcanzar los cuerpos más admirados y, coherente con ello, la sensación de menosprecio tiende a avanzar conforme descendemos socialmente. Pero, entroncando con las críticas al modelo de dominación formulado en Los herederos, podemos formular las siguientes preguntas: las personas que, dentro de cada entorno, desentonan con los porcentajes dominantes, ¿ansían constantemente subsanar sus carencias? ¿Pueden desconectarse de las exigencias del cuerpo legítimo en algunos momentos de su experiencia? Cuando el capital cultural sirve, por ejemplo, para denunciar el arbitrario del capital estético, ¿permite esto recuperar la propia dignidad? ¿Significa que, como en la fábula de la zorra y las uvas, se protege uno de cuanto no tiene? Si así fuera, hablaríamos de lo que Passeron denomina un comportamiento ambivalente, que aparenta recusar la dominación cuando en el fondo acepta sus dictámenes. ¿Significa, por el contrario, que en ciertos espacios uno no se siente interpelado y puede liberarse de la sensación de dependencia? Tal es el efecto de la alternancia (Grignon, Passeron, 1989: 106-109). O, simplemente, significa el enfrentamiento entre dos fuerzas que se impugnan la una a la otra; así, cuando desde un cierto tipo de capital cultural se cuestiona la arbitrariedad del capital erótico –y, por tanto, su aceptación como capital cultural válido.

La réproduction daba otra respuesta a este problema que animaba a no pensar en la sociedad como en un mercado unificado, contemplado desde la elite. En la sociedad coexisten diferentes acciones pedagógicas que no siempre encuentran un contexto donde expresarse. En una sociedad no todo funciona según las sanciones de las clases dominantes: porque estas se encuentran internamente divididas[11] y porque ninguna sociedad constituye algo unificado y dominado por un exclusivo principio. Recuerdan, para ello, la relación entre los diversos modos de producción en una formación social. La agricultura o el artesanado tradicionales tienen que valorizar sus productos en el mercado capitalista. Las formas de organización y retribución del trabajo funcionan, sin embargo, con otra lógica y la familia que acude a recoger aceituna no cobra un salario (Bourdieu y Passeron, 1970: 44). Aquellos que se desvían de los cuerpos legítimos pueden medirse con otros criterios, olvidar la lógica dominante e incluso construirse regidos por otros criterios de valor.

El cuarto capítulo de la etnografía de Debra L. Gimlin (2002) en los bailes de la National Association to Advance Fat Acceptance ofrece un excelente ejemplo sociológico. En ella podemos contemplar la dificultad de construir cierta autonomía respecto de la cultura dominante y la fragilidad de la misma, siempre amenazada por la reimposición de los criterios de valor hegemónicos. Antes de asistir al baile, entre personas gordas, ninguna de las participantes se había considerado atractiva, precisamente porque su apariencia les resultaba absolutamente inaceptable: el cuerpo atravesaba territorios hostiles donde los insultos se desencadenaban fácilmente. En el baile, sin embargo, Gimlin las contempló llamando la atención sobre sus propios cuerpos. Creaban lo que Pierre Bourdieu (2001: 140-143) llamó un mercado franco (en el mismo sentido en que hablamos de un puerto franco) respecto de la norma dominante, como los existentes en los bares de clase trabajadora. En ellos funciona un argot descalificado en los mercados legítimos. Bourdieu advierte que esos mercados sólo son libres en apariencia, si entendemos por libre expresión de hábitos relajados. El grupo de pares vigila constantemente cualquier ejercicio de distinción penalizando a quienes introducen la norma dominante; por ejemplo, el lenguaje escolarmente prestigioso.

El baile, como el mercado del argot popular, aparcaba la norma dominante pero muy frágilmente. Gimlin constató que todas las participantes deseaban perder peso y, cuando lo hacían, despreciaban el entorno protegido, ridiculizando a los hombres que prefieren a mujeres gordas. De hecho, la propia antropóloga, delgada, introducía inquietud. Era un espacio costosamente resguardado y que exigía homogeneidad para entrar en él. Pero, sin duda, era un mercado dominado por la norma que deseaba excluir. Cuando esta aparecía, los equilibrios se rompen.

En qué sentido los valores corporales entran en un mercado 2. La experiencia de la interpelación

Perseguir o no el capital cultural depende, se nos decía en Los herederos