Retrato de una mala madre - Agustina Fernandez - E-Book

Retrato de una mala madre E-Book

Agustina Fernandez

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"—Maté a mi hijo –retumbó su voz en aquel gran baño blanco–. No había sangre, sólo agua por todas partes. Pero aquella escena fue aún más siniestra que todas las que me había imaginado. Finalmente, el fantasma que nos acechaba –y, silenciosamente, nos unía– se apoderó de ella. Yo, ¿me habría salvado?".   La narradora de esta historia descubre que su vecina padece un extraño síndrome que la lleva a enfermar a su hijo y se obsesiona con ella porque siente que algo terrible las une. Alrededor hay otras madres, mujeres que se alejan o se acercan al ideal de la progenitora perfecta, pero que en todos los casos están avaladas por sus historias. Esta es una novela cruda y honesta, que indaga en los confines más oscuros de la maternidad sin huirle a ninguna de sus facetas, ni siquiera a las que nadie se anima a mirar. Sobre la locura, la frustración, la hipocresía y el miedo a la condena. Sobre mujeres que deciden ser madres. Sobre lo irreversible que es el amor.   "El amor maternal no tiene nada de natural: pero, precisamente, por eso, hay malas madres" (Simone de Beauvoir, El segundo sexo).

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Fernandez, Agustina

Retrato de una mala madre / Agustina Fernandez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-48-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2016, 2023, Agustina Fernandez

Corrección de textos: Juan José Lanusse

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2016, 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-48-7

1º edición: marzo de 2023

1º edición digital: febrero de 2023

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

—Maté a mi hijo –retumbó su voz en aquel gran baño blanco–.No había sangre, sólo agua por todas partes. Pero aquella escena fue aún más siniestra que todas las que me había imaginado. Finalmente, el fantasma que nos acechaba –y, silenciosamente, nos unía– se apoderó de ella. Yo, ¿me habría salvado?

La narradora de esta historia descubre que su vecina padece un extraño síndrome que la lleva a enfermar a su hijo y se obsesiona con ella porque siente que algo terrible las une.

Alrededor hay otras madres, mujeres que se alejan o se acercan al ideal de la progenitora perfecta, pero que en todos los casos están avaladas por sus historias. Esta es una novela cruda y honesta, que indaga en los confines más oscuros de la maternidad sin huirle a ninguna de sus facetas, ni siquiera a las que nadie se anima a mirar.

Sobre la locura, la frustración, la hipocresía y el miedo a la condena. Sobre mujeres que deciden ser madres. Sobre lo irreversible que es el amor.

“El amor maternal no tiene nada de natural: pero, precisamente, por eso, hay malas madres.”

Simone de Beauvoir, El segundo sexo

Sobre Agustina Fernandez

Agustina Fernandez nació en Buenos Aires, el 28 de diciembre de 1981. Estudió Periodismo y desde entonces trabaja en gráfica. Creadora y directora de la revista Gata Flora y de otros proyectos editoriales, es colaboradora permanente del diario La Nación y de otros medios. En los últimos años se ha descubierto fotógrafa y escritora. Retrato de una mala madre es su primera novela.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Agustina FernandezDedicatoriaEpígrafeNota de la autoraRetrato de una mala madreAgradecimientos

 

 

A las madres maravillosas que me rodean,

pero sobre todo a la mía, a quien amo

 

 

“Unas encuentran en ella (la maternidad) una felicidad y un beneficio identitario, irremplazables. Otras consiguen conciliar las exigencias contradictorias, mejor o peor. Finalmente hay quienes no reconocerán jamás que no lo consiguen y que su experiencia maternal es un fracaso. En efecto, en nuestra sociedad no hay nada más indecible que esa confesión. Reconocer que una se ha equivocado, que no estaba hecha para ser madre, y que ha obtenido de ello pocas satisfacciones os convertiría en una especie de monstruo irresponsable.”

Elisabeth Badinter, La mujer y la madre

Nota de la autora

Escribí este libro escuchando, cada día, cada hora, la música del compositor estadounidense Philip Glass.

Si se me permite la sugerencia, recomiendo especialmente Metamorphosis: Two, el solo de piano que creo que genera el clima perfecto para leer esta historia.

—Maté a mi hijo —retumbó su voz en aquel gran baño blanco.

No había sangre, sólo agua por todas partes. Pero aquella escena fue aún más siniestra que todas las que me había imaginado. Finalmente, el fantasma que nos acechaba —y, silenciosamente, nos unía— se apoderó de ella. Yo, ¿me habría salvado?

 

(…) las exigencias de amor de los niños no tienen medida, requieren exclusividad, no admiten ser compartidas.

Sigmund Freud, Nuevas conferencias

de introducción al psicoanálisis

 

 

Ana

A Ana la conocí en la primera reunión para organizar el jardín rodante en Altos del Oeste. Luego de la terapia, los antidepresivos y la ayuda de Juan, mi familia y amigos, por aquel entonces creía haber superado la crisis posparto. Aunque lo cierto era que no me terminaba de esmerar lo suficiente como para que mi relación con Allegra fuese al menos sana. Cumplía impecablemente con mis obligaciones formales como madre: el baño, la comida, la ropa, las visitas al pediatra… pero me fastidiaba su llanto, sus tiempos, que no eran los míos pero a los que debía adecuarme. Me enojaba cuando no podía hacerla dormir, o cuando lograba que conciliase el sueño y la siesta duraba apenas unos minutos. Debo reconocer que anhelaba su presencia cuando no estaba conmigo, pero cuando llegaba, la sola realidad de sus múltiples necesidades, me abrumaba. Lo que extrañaba de ella cuando no estaba conmigo era la idea de tener una hija. Pero no podía librarme de la frustración que me generaba que aquello fuese realidad, ni del miedo a mi misma. Sin embargo creía que lo intentaba y que, incluso, lo estaba logrando.

El trabajo, mi vuelta a aquello que me daba tantas satisfacciones, había sido un gran aliciente. Pero necesitaba allanar más terreno, tener más espacio, más tiempo. Las niñeras nunca me gustaron. Contratar una iba en contra de lo que me había propuesto antes de ser madre, cuando soñaba con una película tan diferente a la que estaba viviendo. Pero eso era antes, cuando creía que me haría cargo de mi hija, que la incorporaría a mi vida y que, sobre todo, trataría de hacer de su infancia lo más feliz que pudiese. Una vez que nació no pude sostener tantos anhelos, se me escaparon para volar muy lejos. El jardín rodante, entonces, me urgía. Además a ella también le haría bien, estaría cuidada, más estimulada y en contacto con sus pares. Hasta entonces la cuidaban sus abuelas, todos los días. Trabajaban ellas para que yo pudiese trabajar.

Cuando Ana llegó, la maestra y yo tomábamos un café en el buffet del barrio, que la mayoría llamaba “Club House”, aunque lo cierto era que se trataba de un espacio muy venido a menos, que hacía las veces de kiosco, almacén, panadería, parrilla y rotisería con delivery. De “club” no tenía más que la posibilidad de tener una cuenta corriente y de “house”, francamente, nada. Mucho menos se parecía estéticamente a las propiedades que así suelen llamarse en los countries.

Yo había llegado primera y tuve que esperar a la maestra durante media hora. Lo mismo había ocurrido con los mails, la cadena seguía porque yo la remontaba con frecuencia, lo que demostraba no sólo mi interés en la formación del jardín, sino también cierto grado de ansiedad por hacerlo realidad. El resto de las madres, en cambio, no le ponían el mismo ímpetu, por lo que en algún momento me sentí algo inhibida. Aunque seguí.

—Hola soy Ana. Perdón por la tardanza. Inés, mi hija, no me dejaba salir. Se hacía caca o lloraba. Se pone caprichosa cuando tengo que salir, y eso que me voy todos los días a trabajar. No me gusta dejársela así a mi mamá, entonces hasta que la calmo... Perdón —se presentó así, con una disculpa.

De unos treinta y siete u ocho años, vestía jeans, zapatillas blancas de cuero y una remera negra con una estampa de flores. Pelo largo, con colita. Pecas, ojos azules y sonrisa franca. Una chica sencilla, común. Dejó su bandolera de cuerina marrón colgada en la silla y le puso tres cucharadas de azúcar al cortado.

—De la administración me dijeron que me daban un espacio para armar el jardincito —Al final, se animó Eugenia, la maestra jardinera. Pelo largo, negro azabache, ojos saltones, dientes grandes y amarillos. Jeans, zapatillas de lona azul y remera grande rayada—. Pienso poner un albañil a trabajar para dejarlo en condiciones. Voy a invertir en esto.

—Qué bueno —aventuré para incentivarla—. Es más práctico que el lugar sea siempre el mismo y no ir rotando en las casas. Los nenes se van a adaptar más fácil y si alguno quiere faltar es menos complicado por si toca justo en su casa…

—Pero, ¿vos te vas a quedar sola con los nenes en ese espacio? —se preocupó, al contrario, Ana.

—Bueno, sí, aunque la idea es sumar a una ayudante si superamos los cinco nenes.

—Y el lugar, ¿en qué condiciones está? —insistió Ana.

—Tiene mucha humedad y no hay calefacción. Pero traigo al pintor y tengo un caloventor. Tal vez si ustedes tienen alguna estufa eléctrica, la podemos sumar…

—Sí, eso no sería problema. El lugar tendría que estar en perfectas condiciones, sino sería un peligro en todos los sentidos —intervine intentando sacar a flote un costado confiable—. Además habría que armar un botiquín, poner un matafuegos, cumplir con las normas de habilitación que exige un espacio donde se va a desarrollar una actividad con menores. Mi hermano es arquitecto, puede venir a echar un vistazo para orientarnos con la reforma, incluso dirigir al albañil.

Eugenia se mostraba de acuerdo, mientras Ana parecía tener muchas dudas. Y enseguida supe que esto venía raro, lento, casi imposible. Y, por más desesperada que estuviese por unas horas extra para mí, tampoco dejaría a mi hija en un espacio con humedad, frío y un caloventor al alcance de la mano. Nos levantamos de la mesa porque la maestra nos llevó a ver el lugar y Ana me hizo notar su desconfianza con una mueca. No supe qué hacer y le sonreí. No estaba de su lado, quería avanzar.

El lugar era un desastre. Ahí no dejaría a Allegra. Mucho menos Ana. El resto de las madres, que nunca llegaron, ni siquiera alcanzarían a verlo. Porque lo que siguió a ese encuentro fue también entre Eugenia, Ana y yo, que al final resolvimos hacerlo rodante, en nuestras casas. Dos veces por semana, tres horas. Una semana en lo de Ana, otra en la mía. Y si se sumaba alguien, bien, veríamos cómo seguía.

La primera semana de jardín a pedido de Ana fue en su casa, un mes después de nuestra reunión. Hacía poco que vivíamos en el barrio y nunca había ido a lo de un vecino. Allegra estaba feliz. Yo también. La cambié linda, le armé una mochilita de oso con una mamadera, pañales y toallitas húmedas. Y caminamos juntas los pocos metros que separaban las casas al ritmo de la canción que de aquel día en adelante le cantaría cada vez que había jardín: “Jardín, jardín. Estamos invitados, a tomar el té. Jardín, jardín, jardín”. Ella me seguía a los gritos con su habla tardía, que tanto preocupaba a las abuelas. Le gustaba verme contenta.

Abrió la puerta una mujer de unos sesenta y cinco años: la abuela Tuli. Alta, de abultada melena chocolate, idénticos los ojos y la sonrisa de Ana. Su madre. Atrás apareció una nena de ojos color turquesa o verde, pero muy claros, sorprendentes. Era Inés, quien sería la inseparable amiga de mi hija.

La casa, de estilo colonial, con muchas macetas y tejas color lacre, dejaba adivinar ya en la entrada a sus dueños: que ponderaban la literatura como algo digno de exhibirse, que no se preocupaban mucho por la decoración o la estética, a juzgar por el eclecticismo mal logrado de sus muebles, y que les gustaba viajar a lugares exóticos. En el recibidor, junto a una biblioteca ubicada justo en el medio de la ventana que daba a la calle, Ana tenía una especie de altar con velas, cintas y souvenirs entre fotos, en las que se la podía ver frente a la torre Eiffel, montada a un camello, con las pirámides de fondo, en un mercado que parecía ser en Marruecos y hasta en la India, paradita delante del Taj Mahal. Sola, siempre.

Conocer a esta mujer alivió bastante mis miedos respecto de vivir en un barrio cerrado. O, al menos, al entrar en contacto con ella entendí que no se trataba de un gueto uniforme que se había atrincherado entre cercos de alambre romboidal. Ana cultivaba un vocabulario rico, leía mucho y salía a trabajar todos los días. Tenía una librería en un populoso centro barrial cercano desde hacía diez años. Allí vendía sobre todo textos escolares, pero también se daba el lujo de contar siempre con las últimas novedades de novela romántica histórica, su gran debilidad, y “para no quedar mal”, como decía, algunos autores de textos fundamentales.

Su madre le cuidaba a Inés, todas las mañanas, religiosamente. Y eso me daba algo de lástima por aquella mujer aún joven, en sus primeros sesentas, que parecía no disfrutar del todo aquel deber. La vida, a esa edad, tiene mucho para dar todavía. Una cosa son los nietos. Pero hay más. Y la mirada de la abuela Tuli reflejaba deseos no cumplidos, quizá acumulados desde mucho antes. Pero Ana parecía ser la niña mimada, única mujer de sus tres hijos, a quien nada podía negársele. Incluso, permanentes agresiones verbales de las que fui siendo testigo con el tiempo. Solapadamente, la primogénita le disparaba: “vos porque estás siempre dejada, desarreglada”, “mamá, no acotes con nivel de ama de casa”, le decía. Y había algo de miedo en sus palabras. Pavor a caer en ese destino, que tal vez le resultaba tan inexorable como íntimamente soñado. Porque Ana se esforzaba demasiado en dejar claro su rol de contribuyente fundamental de la economía familiar, mujer independiente al estilo de la feminista que se le había animado a la maternidad a último momento pero que, a la vez, dejaba entrever un fuerte costado doméstico.

Las horas juntas, gracias al jardín rodante de las nenas, hicieron que se colaran en nuestras charlas algunas confesiones. Entonces, Ana me contó que había tenido un matrimonio anterior de varios años con el que había perdido un hijo. La primera vez que tocó el tema no ahondó en detalles y sólo se abocó a las causas médicas del fallecimiento de ese bebé recién nacido. Y desde aquel momento se me presentó una nueva Ana: otra madre marcada por el dolor.

Al mes de conocerla tuve un sueño extraño. Soñé que una tarde que llevaba a Allegra a jugar a lo de su amiga Inés, Ana me presentaba a una amiga de la familia que no había visto nunca. De unos veintipico largos, morocha, flaquita, me llamaron la atención sus ojos claros y lo afectuosa que fue al saludarme, como si estuviese sensibilizada por algo. Al rato, cuando la fui a buscar a mi hija, Ana me abrió la puerta con los ojos llenos de lágrimas mientras, de fondo, la extraña invitada también lloraba sentada en el sillón. Yo la abrazaba a Ana y le decía al oído que ya sabía quién era esa mujer: la mamá de Inés. Sí, me decía ella.

 

(…) esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad.

Julio Cortázar, Las babas del diablo

 

 

Valeria

Ojos saltones. Ese fue el resumen que mi veloz, y a veces odiosa, mente fisonomista hizo de su cara. Hago esfuerzos terribles para mirar a los ojos a la gente cuando algo desvía mi atención en su rostro. Pero con Valeria fue muy fácil. Verdes y redondos, aquellos grandes ojos de mirada inquisidora me resultaron caricaturescos, además de intimidantes. Me recorrieron de arriba abajo y viceversa, cual scanner de alta resolución.

—Exoftalmia —me explicó, con cualquier excusa, lo antes que pudo— se llama lo que tengo. Es por un trastorno endocrino. Además, no veo nada. Igual, de la miopía me operé, ¿no te diste cuenta del lente intraocular?

Psicóloga. Cuarenta y tres años. Madre de dos hijos varones: Luca, de cinco, y Marcos, de dos. Coquetería, mucha. Belleza, poca. Casada con un tipo diez años mayor que venía de un matrimonio anterior, Valeria parecía necesitar dar rápido las señales de su vida para que la gente pudiese tener un panorama claro y así poder atar cabos, como lo haría ella en aquellos laberintos de flechas, nombres y adjetivos que construía para los pocos pacientes que decía que atendía y todo aquel que se posara frente a sus protuberantes globos oculares.

La primera vez que la vi fue cuando llevó a Marcos al jardín rodante, a los pocos días de recibir un mail mío en busca de una mayor convocatoria. Justo tocaba en mi casa. Y nunca hubiese imaginado que tras atravesar mi puerta, lo mismo haría con mi vida. Inmediatamente, lo bañó todo con la vista. El nene, que estaba de su mano, se soltó y corrió directo al rincón donde la maestra jugaba con mi hija y la de Ana. Entonces la invité a pasar, a tomar algo. Había que hacer una especie de adaptación esos primeros días. Y aceptó.

Me felicitó por la decoración y enseguida quiso saber todo lo posible sobre mí. A qué me dedicaba, por qué tenía tantos libros, qué hacía mi marido, quién había proyectado la casa, cómo estaba compuesta mi familia, de dónde veníamos y hasta si hacía gimnasia y de qué tipo. Pero, aunque le contesté todo cual autómata, pareció querer saber más. Hasta que, intimidada, intenté desviar la conversación para incorporar a Ana, que también estaba allí con nosotras.

—¿Saben de alguien más que quiera sumar su nene al jardín? —pregunté de repente.

—No, la verdad es que no conozco mucha gente del barrio pero de los pocos que saludo ninguno tiene chicos de la edad de los nuestros —contestó Ana, a quien mucho no le interesaba traer a su nena, pero se debatía entre cierta necesidad de independencia y su afán sobreprotector, sumado a sus ganas de hacer amigas.

—Sí, puedo conseguir más gente —aventuró Valeria—. Vivo acá desde hace varios años, conozco muchos vecinos y sé quiénes tienen hijos que rondan esta edad. Voy a llamar a algunos y les aviso. Además por Luca, el mío de cinco, sé de varios hermanitos que pueden venir. Con él nunca participé en los jardines rodantes que me ofrecieron, porque esta modalidad es típica de los barrios cerrados. Luca es obeso —soltó, como si nada. Entonces levanté la vista del diario que ojeaba mientras charlábamos y me la quedé mirando, como esperando más información al respecto—. Fue un bebé obeso y, ahora, es un nene obeso —prosiguió—. Hice de todo desde que nació, voy de especialista en especialista. Estuvo internado muchas veces. Pero mejora al principio y luego volvemos a lo mismo. No se puede mover bien, no corre. Intelectualmente es normal, va a prescolar, a un colegio bilingüe que queda cerca. Pero allí también ya tiene problemas, porque los compañeros lo cargan. Sí, es increíble, tan chiquitos… No es cierto que los niños no tienen maldad, algunos la tienen. No es el caso de Luca, que es un amor. Además de los factores psicológicos que padece por su enfermedad sufre la condena de sus pares, pobrecito. Pero siento que en algún momento lo vamos a superar. Y hablo en primera persona del plural, me incluyo, porque esta es una batalla que me corresponde como madre y de la cual no reniego de llevar adelante sola. Mi marido viaja mucho, no puedo contar con él físicamente. Aunque su presencia emocional es suficiente. Tiene muchos contactos y solemos visitar los mejores pediatras no sólo de la Argentina, sino también de afuera. Hemos ido a Estados Unidos, a Canadá y a Francia. Lucas y yo. Si he pateado pasillos con olor a desinfectante, dormido en habitaciones enormes, donde no sabés si es de día o de noche… Y la misma incertidumbre tenés con la vida de los que allí te rodean. Entre viaje y viaje, internación y turnos, los dos nenes, tuve que dejar de lado mi profesión. Tengo algunos pacientes que atiendo en un consultorio de acá cerca, los miércoles. Pero tuve que abocar mi vida y mi energía a este nene. Ojo, esto tiene que ver con una especie de contrato tácito que tenemos con mi marido, él no podría estar en el día a día. Se que está orgulloso de mí como madre y eso me hace feliz. Porque, en el camino, una va virando los medios hacia la autorrealización, ¿no? Bah, eso creo. Al principio era la carrera, luego el amor, la familia, la maternidad… cuando sos madre pasa el Tsunami, ¿no? Se desestabiliza todo, cambia el eje de tu mundo. Mis hijos son lo más importante que tengo y hoy intento ser mejor sólo por ellos. ¡Uf chicas, perdón por el monólogo! Cómo se nota que necesito un espacio de reflexión, en casa de herrero… ¿Ya es la hora? Sí. ¡Marquitos! ¿Vamos?

El día que nos mudamos a Altos del Oeste llovía a cántaros. Casi no nos dejan entrar el camión de mudanzas porque era de cuatro ejes y según el guardia de la entrada la circulación de este tipo de vehículos está prohibida porque rompen el asfalto. Nos había sucedido lo mismo durante la construcción de la casa, cuando tuvimos que hacer el llenado de la loza. “Por eso no hay casas de arquitectura”, sentenció mi hermano, a cargo del proyecto. Estaba en lo cierto, allí no había casas de arquitectura, aunque tampoco abundaba la vivienda paradigmática del country bonaerense: grande y lujosa. En Altos del Oeste, las casas eran sencillas, de bajo costo y rápida construcción. Los lotes no superaban los seiscientos metros y su precio era más que conveniente respecto de los barrios comunes de los alrededores. Claro que existían algunas excepciones, intermitencias del paisaje. Como la que daba al “arroyo” —en verdad, un paso cloacal que atraviesa el Buen Ayre, a pocos kilómetros del Ceamse—, un caserón de puro vidrio, tras el que se puede ver a sus dueños tomando mate en sus reposeras de caño y lona, junto a su gata pelada al estilo poodle. O el chalet del jefe de seguridad del barrio, de estilo afrancesado con ventanas de vitraux.

Concebida con un proyecto de vanguardia que lo hacía debutar a mi hermano en la profesión, nuestra casa también sería una excepción en aquel barrio cerrado. La Casa Allegra, como la llamó en honor a mi hija, tenía toda la inspiración de Le Corbusier y Mies van der Rohe, varios guiños a otros tantos colegas brasileros de moda y materiales tan nobles como sencillos. “La casa del agujero” le decían los vecinos por el patio interno, o simplemente “la casa rara”. Pero para mi no era rara, aunque con el tiempo he llegado a la conclusión de que quizá mi tendencia a identificarme con lo diferente se deba a la exclusividad que me dio mi nombre. Me llamo Ignacia, por cierto.

Mi marido, Juan, y yo vivimos toda la vida en casas de la zona oeste del Gran Buenos Aires, en Ituzaingó y Castelar. Cuando nos juntamos, alquilamos un departamento en el que nunca me sentí del todo cómoda, porque aunque era luminoso y funcional, con todas las amenities, carecía de calidez y originalidad. Y a la hora de comprar lo nuestro, el lote en ese gueto se presentó como la opción más accesible, con el tan en boga plus de la redundante “seguridad asegurada”. Pero lo cierto era que dudábamos de cómo sería la vida allí dentro, sobre todo los códigos sociales de los vecinos. Y todo nos parecía, o me parecía más a mi que a Juan, tan pretencioso: las mujeres de melenas decoloradas trotando al ritmo del personal trainer, los autos más caros que las casas, el festejo de Halloween, del que muchos no tenían idea hasta que se mudaban allí y entonces prácticamente se convertían a una especie de nueva religión que los obligaba a participar de esas celebraciones, entre otras cosas, como hacer deporte, comprarse un cuatriciclo para andar dentro del barrio, mandar a los hijos a un colegio bilingüe o mimetizarse con los vecinos. Teníamos miedo de criar a nuestra hija en un lugar como éste, ubicado por momentos en las antípodas de lo que alguna vez habíamos soñado como el entorno ideal para que creciesen niños. Un lugar que se me antojaba como demoledor de la originalidad, del estilo y del buen gusto. Aunque tampoco había muchas más opciones para nuestro presupuesto, porque frente a esto nos quedaba vivir en un departamento o en una casa prácticamente blindada. Así fue como elegimos vivir en Altos del Oeste, donde pensábamos que al menos la inseguridad se reduciría al afuera.

Al principio las cosas resultaron difíciles, sobre todo para mí. Me sentía ajena a aquel sistema de normas y valores sociales. Mientras escribía, desde la ventana de mi estudio que daba a la calle, observaba la peregrinación de empleadas domésticas y albañiles que ingresaban en la mañana bajo el sol, la lluvia o el frío. Me imaginaba cómo quedaría la imagen si les sacase una foto cenital. Y pensaba que se verían como hormigas, caminando en fila, cargando sus múltiples bolsas. Algunos andarían muchas cuadras desde la entrada del barrio hasta las casas de sus patrones, previo viaje en tren y colectivo, la mayoría de las veces ambos. Me preguntaba qué pensarían al verme en pijama, trabajando cómodamente en lo alto de mi bienestar. No era mi intención ostentarles la que para ellos sería mi “plácida” vida, como aquellos vecinos que colgaban el último modelo de televisor centrado en el marco de la ventana de su living. Porque en este tipo de comunidades, si uno tenía la suerte de no enterarse de la vida de los demás llegaba un mail mensual para arruinar la sensación. Allí se detallaba quiénes debían expensas, quiénes depositaban de más para estar tranquilos, quiénes ayudaban con dinero para las mejoras de la infraestructura, y las multas por todo tipo de infracciones, desde exceso de velocidad hasta cuando se escapaba el perro.

Pero una vez instalados, cuando el hecho de vivir en un barrio cerrado dejó de ser noticia tanto para nosotros como para nuestra familia y amigos, la vida en Altos del Oeste comenzó a transcurrir con aparente tranquilidad, de puertas abiertas, con muchos chicos en las calles, pajaritos y hasta bichitos de luz en verano. Aunque seguía siendo cierto que aquel perímetro coronado con alambre electrificado marcaba una gran diferencia entre vivir dentro o fuera. Dentro, Buenos Aires se asemejaba más a alguna provincia del interior del país, donde uno podía al menos dormir y caminar sin miedo. Las noticias para la sección policial del diario quedaban afuera, o al menos eso suponíamos cuando pensábamos que allí dentro nada malo podría pasarnos. Por eso habíamos llegado a convencernos, primero Juan y luego yo, de que nos gustaba vivir allí. Además, al final, no habíamos hecho demasiadas concesiones.

Gracias al fútbol, Juan se hizo varios conocidos rápidamente. En cambio, para mí que no iba al gimnasio del barrio ni participaba de las actividades recreativas, fiestas o cualquier otro espacio de sociabilización, el contacto con la gente del barrio comenzó recién con la organización de un jardín rodante para Allegra, sugerencia de mi terapeuta, Maritriz, la psiquiatra a quien había acudido tras el nacimiento de mi hija, hacía dos años. Ella me había motivado a reactivar mi vida profesional, lo que fue el puntapié inicial del proceso de interiorizar aquel suceso que no fue tan feliz como se suponía que debía ser.

El periodismo y la fotografía eran mis pasiones, pensaba y miraba a través de ellas. Además de que me habían permitido conocer, fundamentalmente, el sabor de la gratificación de ser una profesional en lo que me gustaba hacer, las ciudades más excitantes del mundo y a las personas. Porque si hay algo en lo que creo es en mi capacidad para mirar y descubrir la verdad de la gente. Aunque, paradójicamente, la maternidad me había atravesado de tal modo que tuve que reorganizar en aquella larga terapia, a la que concurría semanalmente, quién era y cuál era mi verdad. Lo que nunca imaginé fue que iba a encontrarla en otra mujer, ni que conocerla cambiaría mi vida.

Así como de un día para el otro decidí que ser madre era, contrariamente a lo que pensaba hasta entonces, una labor admirable, quedé embarazada. En aquel momento, con Juan estábamos felices, plenos, recién casados. Nos sentíamos exitosos en todo lo que hacíamos. Y si bien la propuesta fue mía, él accedió con una felicidad que fue creciendo durante los nueve meses de la espera, que fueron la cálida y tranquila antesala de un quiebre que me modificaría para siempre.

Me preparé para la llegada de mi hija haciendo una especie de duelo con mi trabajo, que ahora sería otro: ser madre. Y hasta me descubrí trasladando mis obsesiones laborales a mi nuevo rol de embarazada. Los controles médicos se convirtieron en mi nuevo gran deber. Fui una paciente prolija, organizada al extremo, cumplidora y muy inquisidora. Asistía a los turnos con la obstetra con una carpeta donde llevaba un exhaustivo registro de mi embarazo. Allí tenía cada ecografía, los estudios de sangre, los prospectos de los medicamentos que me recetaban, sobre los que además solía investigar en foros de internet para tomar nota de la experiencia de otras personas, listas de dudas previas a la consulta, etcétera. Las repuestas y recomendaciones de mi doctora solían satisfacerme, aunque a veces me resultaba poco profesional que no me atendiese el teléfono o tardase varios días en responderme los mails sobre alguna cuestión que para mi no podía esperar hasta el próximo control. Y pronto, la actitud de la obstetra comenzó a cambiar. Evadía mis cuestionamientos con frases como “tranquila, confiá en mi” o “estás en buenas manos”, lo que fue dejando al descubierto lo patológica que me veía.

Durante el último mes del embarazo, me permití el lujo de dormir largas siestas junto a mi mamá, entregándome sin resistencia a la calidez de lo doméstico, antes el último entorno donde me gustaba estar. Hice una lista de lecturas y de películas que cumplí al pie de la letra, y hasta lo acompañé a Juan en sus maratones de series norteamericanas de espías, miembros del FBI y catástrofes naturales. Armé el cuartito para la beba con toda la inspiración escandinava, que era lo último en decoración según me dictaban los innumerables blogs y revistas de decoración, estilo de vida y moda que consumo. Tenía tiempo y energía para todo. Ponía música y me sentaba en el piso de aquella habitación a imaginarla. La soñé especial, diferente, original. Anhelaba que el nombre que habíamos elegido no se pusiese de moda, así la acompañaría, como a mí, la sensación de ser única, siempre.

La panza nunca me pesó mucho como para poner un freno absoluto a mis obligaciones laborales. Seguí escribiendo notas para los medios en los que colaboraba hasta apenas unos días antes del parto. Todo transcurrió como lo había imaginado, hasta que el que parecía mi mejor plan se arruinó durante uno de los últimos controles, cuando la obstetra me dio la noticia de la cesárea. La beba tenía una vuelta de cordón y había que operar lo antes posible. Esa fue mi primera frustración respecto de la maternidad.

Sentí que debutaba con un fracaso. Me había preparado física y psicológicamente para un parto natural. Hice yoga, pilates y eutonía durante los nueve meses. Me leí toda la bibliografía de Laura Gutman. Y tuve asistencia perfecta en el curso de preparto, donde si bien no me sentí identificada jamás con aquellas mujeres excedidas en peso, ruidosas, poco interesantes y bastante desarregladas, me esforcé por hacer de esas clases algo productivo. Había internalizado la teoría, el contenido y hasta muchas imágenes de lo que se me venía. No me podían cambiar el guión a último momento, no estaba preparada para aquello. Y cuando la obstetra cortó mi vientre, sacó a Allegra y me la dio, sentí que algo andaba mal.

No supe qué hacer, cómo agarrarla, no podía prenderla a la teta. Transpiraba. Hasta ahí, todas sensaciones comunes a las primerizas. Pero lo mío iba más allá. No soportaba la mirada inquisidora de los familiares y amigos que nos habían ido a visitar al sanatorio para conocer a la beba. Todos opinaban y me observaban. Me resultaban descarados, ordinarios, brutos y desubicados. Y Allegra lloraba. Fuerte. Muy fuerte. Quería que se la llevasen. No podía mirarla, y comenzó a darme miedo aquel pequeño ser demandante que dependía sólo de mi.

Creí no poder amamantarla nunca, aunque lo logré con la intervención y esfuerzo de una puericultora que venía a mi casa periódicamente. Ella me decía que todas las mujeres podíamos, sin excepciones, que la leche era la misma para una madre desnutrida de África que para una inglesa de clase alta y que la que decía que no podía era porque no quería. Se esmeraba en derribar todos los mitos, así como en enaltecer todas las virtudes, entre las que me gustó la de la lactancia como acelerador clave del descenso de peso. Necesitaba volver a mi antiguo yo, con urgencia.

Allegra tenía dos semanas y seguía sin poder conectarme profundamente con ella. La tribuna en la que sentía que se habían convertido todos los que me rodeaban, me aplaudía por el logro de la teta. Hablaban de mi instinto maternal, pero en mi pensamiento comenzó a librarse una batalla entre dos madres: la buena y la mala. Hubo momentos en los que tuve arranques de afecto con la nena, alguna vez que logré alimentarla y dormirla, pero aunque me esmeraba en sostener aquella actitud que tanto me costaba, crecía en mí una angustia que se hacía cada vez más evidente. Recuerdo que me esmeraba, quería tenerla en brazos, pero me exasperaba el llanto y no podía calmarla. Me sentía poseída por ella, dominada por su incipiente ser, que me reclamaba a libre demanda. Juan estaba mal, triste y preocupado. Y no era para menos, yo estaba rechazando a nuestra hija. Además, lo vencía el cansancio porque era él quien se levantaba a la noche, cuando la beba lloraba. Lloraba Allegra, lloraba él. Pensé que frente a mi peor versión iba a dejarme. Pero ocurrió todo lo contrario. Habló con la obstetra y juntos decidieron una interconsulta con una psiquiatra, así fue como conocí a Maritriz, quien en la primera sesión me diagnosticó psicosis post parto.

Chau teta, hola antidepresivos. Mágicamente me fui sintiendo mejor y la angustia parecía no estar más. Además de narcóticos me recetó la vuelta al trabajo, al ámbito de mis gratificaciones. Así pude empezar una aparente buena relación con mi hija. Le pedí perdón y prometí resarcir los daños, le conté que a diferencia de los demás animales nosotros tenemos algo que nos hace tan maravillosos como vulnerables: el pensamiento. Ella me miraba absorta y cada tanto me regalaba una sonrisa. Entonces me sentía perdonada. Pero al no haber cortado de cuajo la raíz de la locura a tiempo, las cosas se pusieron mucho peor. Tal vez fueron mis ganas de seguir adelante, o pura negación. Lo cierto fue que subestimé a mi costado más oscuro, creí poder acallarlo a fuerza de voluntad. Pero me equivoqué. Una psicosis post parto no es un traspié en el camino, como quise pensar y hacer creer a todos, hasta a mi terapeuta. Una psicosis post parto es un pozo del que, muchas veces, no se sale sólo con una soga que alguien tira. Quien cae también tiene que tener la convicción de salir, debe creer que puede hacerlo. Y ese no era mi caso.

Todos me ayudaban con la nena, las abuelas siempre estaban disponibles y Juan se hacía cargo de ella casi a la par mío. Yo estaba muy ocupada, me encargaban muchas notas desde el diario y de repente me invadió una ola de productividad. Por aquellos meses armé un cuaderno con notas, fotos y dibujos para inspirarme. Sentía que había salido ilesa de aquel choque inicial con la maternidad, que lo había superado. Pero lo cierto es que no hacía más que poner obstáculos entre mi hija y yo. Quería escribir y sacar fotos, había un nuevo tema del que no podría escapar. Entonces comprendí lo difícil que es renunciar al monopolio que significa en la vida de la mujer el hecho de ser madre.