Rita Levi-Montalcini - Varios - E-Book

Rita Levi-Montalcini E-Book

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El legado de Rita Levi-Montalcini continúa vigente hoy en día como estandarte del proceso de la sociedad contemporánea. Pionera en el campo de neurociencia, fue un ejemplo de sacrificio, devoción y tesón que sigue alumbrando a científicas de todo el mundo. Su larga vida —murió a los 103 años— recorrió el siglo XX a un ritmo tan vertiginoso como los sucesos históricos, políticos y culturales de su tiempo: luchó contra el fascismo, fue una precoz feminista en sus prácticas y discursos sobre la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres, y consiguió el Premio Nobel de Fisiología en 1986 por el descubrimiento del factor de crecimiento nervioso.

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Fotografías: Ansa: 157a; Archivo RBA: 119a; Getty Images: 144, 145, 181a; Getty Images/Mondadori Portfolio: cubierta; Giacomo Giacobini: 51; Museo de Anatomía de Turín: 65a, 65b; Piera Levi-Montalcini: 19a, 19b, 39, 42, 74, 99d, 99c, 99i, 110, 119b, 135, 148, 157b, 181b; Reuters/Max Rossi: 175; Science Photo Library: 10; Wikimedia Commons: 83. Texto: Aloma Rodríguez y Alba González. Diseño de cubierta: Luz de la Mora. Diseño interior: Tactilestudio. Realización: Editec Ediciones.

© RBA Coleccionables, S.A.U., 2022.

© de esta edición: Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2022.

REF.: OBDO120

ISBN: 978-84-1132-171-6

REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL • EL TALLER DEL LLIBRE, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

A PRÓLOGO B

La vida de Rita Levi-Montalcini recorre el siglo XX a un ritmo tan vertiginoso como los sucesos históricos, políticos y culturales de dicha centuria. Nacida en Turín en 1909, junto a su hermana gemela Paola, fue la menor de una familia judía culta y de buena posición social, lo que no impidió que su existencia fuera un continuo luchar contra las trabas sociales, políticas e incluso familiares que enfrentaban las mujeres de su tiempo. A pesar de la apertura intelectual de su padre, él consideraba que la carrera más adecuada para una mujer se circunscribía al matrimonio y a la maternidad. Rita, sin embargo, no estuvo de acuerdo: desde pequeña fue consciente de la injusta desigualdad entre mujeres y hombres que la rodeaba en todos los ámbitos de la vida y, tanto ella como su gemela Paola, decidieron muy jóvenes que no se casarían jamás, para evitar el papel subordinado que la ley y la costumbre concedían a las esposas y poder dedicarse, así, a sus respectivas carreras de una forma plena.

Levi-Montalcini preparó por su cuenta los exámenes de acceso a la universidad y se matriculó en la Facultad de Medicina, en la que disfrutó de la formación y del magisterio del célebre científico Giuseppe Levi, padre de la escritora Natalia Ginzburg. El conocimiento se convirtió pronto en la pasión de la vida de la joven Rita, que perseveró en el ámbito de la neurología y obtuvo los máximos honores al licenciarse. La presencia de las mujeres en la universidad, en todo el continente europeo, había sido una conquista de las luchas feministas ya desde finales del siglo XIX e Italia no era una excepción. Precisamente carreras como la abogacía o la medicina fueron las que más tardaron en abrirse a la presencia de las féminas, pues especialmente esta última se consideraba inapropiada o indecorosa para la naturaleza femenina: se creía que la visión del cuerpo humano en su desnudez y en sus funciones más elementales atentaba contra el respeto que se debía a las mujeres. Rita, junto con otro puñado de compañeras, contribuyó a romper ese muro en dicha disciplina.

Pero la historia de su país se iba a cruzar en su vida de una forma determinante: el ascenso al poder de Benito Mussolini y la intensificación de políticas racistas y xenófobas contra la población judía puso contra las cuerdas a la familia Levi-Montalcini, que se vio obligada a un exilio interior durante la Segunda Guerra Mundial. Por su condición judía, Rita se vio despojada de su puesto en la universidad y todo su mundo, al que se había consagrado con la pasión de un sacerdocio laico devoto de la ciencia, se vino abajo. La finalización del conflicto le permitió, sin embargo, retomar su trabajo en un punto determinante. En 1947 se trasladó a Estados Unidos y permaneció allí tres décadas, participando en la creación de una de las disciplinas científicas más importantes del mundo: la neurociencia en un sentido moderno. Sus contribuciones a su campo, en concreto el descubrimiento del factor de crecimiento nervioso (NGF, por sus siglas en inglés) le valieron el Premio Nobel de Medicina en 1986, lo que la convirtió en la primera mujer que obtenía este galardón en su campo de estudio.

Rita Levi-Montalcini vivió hasta casi concluir el año 2012 y sus tres décadas finales, ya jubilada de sus obligaciones docentes e investigadoras, las consagró a su otra pasión: la participación social en causas que para ella habían resultado siempre de la máxima importancia. Desdeñando la idea de que el científico es un ser superior, Rita creía en la unión del pensamiento científico, humanístico y social y se dedicó con ahínco a causas para ella fundamentales: la educación de las niñas y mujeres de África, la ayuda al desarrollo de carreras de investigación a jóvenes de las regiones más desfavorecidas de Italia, la lucha contra el racismo o la pobreza a nivel mundial. Testigo incomparable de un siglo que, en Europa, conoció la violencia y la desesperación a la par que la esperanza y los mayores descubrimientos, Levi-Montalcini se consagró a la defensa de una educación universal, para todas las personas, fundamental a su juicio para evitar que monstruos como el fascismo o el nazismo volvieran a reproducirse en el mundo. Como neurobióloga de prestigio y fama mundial, su legado se subraya de forma específica en el Instituto Europeo de Investigación sobre el Cerebro (EBRI, por sus siglas en inglés), un centro de vanguardia que Rita consiguió inaugurar a comienzos de los 2000.

Tras toda una vida dedicada a la investigación, al conocimiento y a la defensa de la justicia, el 1 de agosto de 2001 fue nombrada senadora vitalicia de la República de Italia. Su país reconocía, así, la figura de una mujer inspiradora, una referencia mundial indiscutible, que jamás se arredró ni se vio limitada por la época que le tocó vivir. Rita Levi-Montalcini superó las injusticias que padeció por ser mujer, pero también las agresiones y ataques que el fascismo italiano supuso a su condición de judía. En lugar de albergar resentimiento, fue capaz de generar vida y conciencia de esas experiencias complejas o traumáticas y consagró su existencia a dos elementos para ella fundamentales de la condición humana: el anhelo de saber y el deseo de justicia e igualdad.

Desde la concesión del Premio Nobel, Rita se volcó en otra de sus pasiones desde la infancia: la escritura. Tocada con el don de la buena prosa, desde su autobiografía Elogio de la imperfección, publicada al calor del reconocimiento sueco, hasta sus trabajos más recientes que rescataban pioneras de la investigación y de la ciencia o hablaban a los jóvenes para exhortarles a seguir plenamente su vocación en la vida, gozó del reconocimiento y el aprecio de lectoras y lectores. Rita Levi-Montalcini no dejó de reunirse, casi semanalmente, con estudiantes de instituto de toda Italia para dirigir su interés hacia la ciencia y hacia la plena implicación en la lucha por un mundo más justo. Dedicaba especial atención a promover entre las niñas el seguimiento de carreras científicas.

Rita Levi-Montalcini fue a la vez pionera en su campo, precoz feminista en sus prácticas y discursos sobre la libertad y la igualdad entre mujeres y hombres, declarada antifascista y una luchadora social de un calado casi tan importante como el de su condición de madre de la neurociencia, disciplina que hoy sigue siendo fundamental en el avance del conocimiento humano y que sigue tratando de responder a la pregunta fundamental por la naturaleza del pensamiento y las emociones humanas. Su ejemplo de sacrificio, devoción y tesón sigue alumbrando a miles de científicas en todo el mundo.

Rita Levi-Montalcini supo desde pequeña que nada frenaría su voluntad de aprender. En la imagen, en una de sus poses habituales, cuando tenía once años, en 1920.

1EL DESPERTAR A UNA VOCACIÓN

La experiencia del papel subalterno de la mujer en una sociedad enteramente regida por hombres me había convencido de no estar hecha para esposa.

RITALEVI-MONTALCINI

Puede que precisamente porque no tenía nada de particular, el sombrero llamara la atención de la pequeña Rita, que paseaba de la mano de su madre por su ciudad, Turín. Agarrada a la otra mano de Adele Montalcini iba Paola, su hermana gemela. Rita se había detenido en seco, como si el objeto la atrajera de una forma especial, a pesar de que su madre seguía andando. Tiró fuerte de su brazo y se dirigió a su hermana con el apelativo cariñoso que empleaba, Pa, señalándole un sombrero ancho y de paja en el escaparate junto al que acababan de pasar. Era de esos que se llevaban tanto en primavera como en verano, con una cinta alrededor de colores claros. Rita había conseguido detener la marcha del grupo que componía con su hermana y su madre y vio en los ojos de esta, que se había dado cuenta de cómo la atención de sus hijas estaba fija en las cristaleras de la sombrerería, una expresión cálida y divertida.

—Entremos —dijo.

Dentro de la tienda un señor con apariencia seria y voz sorprendentemente aguda les preguntó si podía ayudarlas en algo. Paola enseguida se lanzó: querían probarse sombreros; Rita señaló sin dudar el que había visto en el escaparate. Elevando la voz sobre el murmullo de las gemelas, Adele preguntó al dependiente si tenía dos iguales, pues como era costumbre solía vestirlas de forma idéntica. Mientras el hombre iba a comprobarlo, a Rita le brillaban los ojos: nunca había estado en una tienda en la que solo se vendieran sombreros y en cada lugar que miraba encontraba un motivo de juego que deseaba compartir con Paola. Era una suerte que fueran niñas y aún no tuvieran que llevar miriñaque, así podían corretear por toda la tienda. Su madre, que sí andaba enfundada en uno de esos armatostes, lo tenía un poco más difícil para seguirlas, y no dejaba de recomendarles mesura con una voz en la que Rita, sin embargo, supo que no había atisbo de enfado. Paola se había parado delante de uno de los espejos en los que las señoras podían probarse los elegantes tocados que descansaban en los estantes y empezó a hacer muecas para provocar la risa de Rita. El dependiente volvió con dos sombreros casi iguales: el mismo ancho, el mismo tono de paja, solo los distinguían los colores de las flores que había estampadas en el lazo que los adornaba. Rita supo que quería el de la cinta verde, pues era su color favorito. Su hermana eligió el otro, en rojo. Les quedaban un poco grandes, pero no importaba, Rita se mostraba encantada con el intenso color verde sobre su cabeza y solo se lo quitó cuando su madre le dijo que era preciso llevarlos a casa bien guardados en las cajas que el hombre había dispuesto.

No los estrenaron hasta el día siguiente, cuando su joven institutriz —una muchacha procedente de Cerdeña llamada Antonietta— las llevó a pasear después del almuerzo. Rita odiaba estas salidas diarias. Adele quería que sus pequeñas tomaran el sol e hicieran algo de ejercicio, pero a Rita no le gustaba demasiado relacionarse con otras niñas ni participar en sus juegos, en los que se sentía torpe. Estrenar el sombrero de paja con la cinta verde convirtió las horas de tedio del paseo en una pequeña aventura. Al regresar a casa, sin embargo, las cosas dieron un vuelco: ambas escucharon la voz de su padre, lo que significaba que Adamo Levi acababa de volver del trabajo. Paola se soltó de la mano de Antonietta y corrió presta a su encuentro. Rita se quedó a una prudente distancia. Su padre le inspiraba un difuso temor. Prefería mil veces la compañía de su madre, con la que se sentía siempre relajada y a gusto. Adamo torció la boca en un gesto de disgusto. «¿De dónde han salido estos sombreros?», preguntó. Las niñas guardaron silencio. No debían volver a usarlos, sentenció el padre sin elevar la voz, pero de forma tajante. Eran de mal gusto.

Con las mejillas encendidas, Rita dejó que Antonietta guardara los sombreros en el fondo de algún armario. Amaba a su padre, pero su severidad la asustaba. También, muchas veces, como en aquella ocasión, sus órdenes le parecían injustas. ¿Qué tenían de malo aquellos sombreros? ¿Por qué no podían usarlos si a ellas les parecían hermosos? El predominio de la voluntad de Adamo Levi sobre toda clase de asuntos, pequeños y grandes, comenzaba a resultarle incuestionable. Algo dentro de Rita, sin embargo, se rebelaba sordamente ante ese estado de cosas.

AB

Rita Levi-Montalcini nació en Turín el 22 de abril de 1909 y fue la más pequeña de los cuatro hijos del matrimonio compuesto por Adamo Levi y Adele Montalcini, ambos originarios de la industriosa capital de la región del Piamonte italiano. La familia era judía de origen sefardí: los hilos de su historia se perdían en la diáspora provocada por la expulsión de los judíos de España en 1492, bajo el reinado de Isabel I de Castilla y Fernando de Aragón, y documentaban el asentamiento en aquella zona de Italia desde finales del siglo XIX. Los padres de Rita se habían conocido en 1901 cuando ella tenía veintiún años; él era doce años mayor. Rita supo que el amor entre sus padres había sido instantáneo porque en una anotación del diario de Adele del día en el que se habían conocido, el 10 de enero, se podía leer un enigmático «día importante», confirmado poco después con el matrimonio de ambos. Los hijos no tardaron en llegar: el primogénito, Gino, nació al año siguiente, en 1902; después llegó Anna, a la que la familia llamaba cariñosamente Nina, en 1904. Y las gemelas, Paola y Rita, cinco años después.

Adamo Levi era ingeniero y Adele Montalcini, cuyas dotes para la pintura eran excelentes aunque nunca las ejerciera fuera de la intimidad familiar, se ocupaba del hogar. La pareja respondía en parte al modelo tradicional del matrimonio victoriano: ella se hacía cargo de la crianza de los hijos y de la casa, siguiendo a su esposo en sus diferentes destinos laborales, mientras que Adamo trabajaba fuera. El matrimonio se estableció primero en Bari, donde el señor Levi puso en marcha una innovadora fábrica de hielo y, después, una destilería de alcohol a partir de los frutos del algarrobo, un árbol típico de la zona mediterránea de Europa. El hielo no era algo que se viera mucho en Bari y, además, la fábrica resultaba una amenaza para los proveedores de nieve, por lo que los inicios de los Levi-Montalcini en la ciudad no fueron nada fáciles. El clima en Bari era templado, por lo que estos trabajadores de la nieve la traían en carros desde las montañas próximas y la almacenaban en el subsuelo, en los alrededores de la ciudad. Abastecían después a las carnicerías y otros negocios que necesitaban del frío para conservar los alimentos. Los Levi-Montalcini llegaron a recibir amenazas para que abandonaran una forma de producción moderna que ponía en peligro esta antigua industria tradicional, que se producía y almacenaba con mayor coste y dificultad que el novedoso hielo en los limpios lingotes rectangulares que fabricaba Adamo Levi. El padre de Rita se tomaba a risa las amenazas de los parroquianos, en absoluto infundadas, pero Adele sufría de veras cuando su marido se retrasaba y ella comenzaba a temer lo peor. No obstante, el señor Levi, con su carácter dialogante y resuelto, supo ganarse la confianza de los lugareños e involucrarlos positivamente en la fabricación del hielo. La destilería no tuvo, sin embargo, tanto éxito: la montó poco después y creció con rapidez, pero a lo largo de los años, con la familia ya instalada en Turín, su situación financiera se deterioró de forma progresiva. La Primera Guerra Mundial tuvo mucho que ver con el declive económico de la familia Levi-Montalcini. Durante los años que duró el conflicto, de 1914 a 1918, Italia se puso del lado de la Triple Entente —Gran Bretaña, Francia y Rusia— con el objetivo de recuperar Trentino y Venezia-Giulia, dos territorios —hoy regiones italianas— que entonces pertenecían a Austria. El esfuerzo de guerra limitó la mano de obra disponible y, por si fuera poco, la fábrica sufrió un incendio y, hacia la década del veinte, se vio afectada por las huelgas obreras en respuesta a la grave crisis económica que estaba viviendo el país. Toda esta difícil coyuntura terminó por llevarla al borde de la quiebra. Adele tuvo que recurrir a sus hermanos para salvar el negocio familiar y estos no dejaron de señalar que Adamo debería haber sido más cauteloso con la administración, lo que hizo que durante el resto de su vida el padre de Rita tuviera entre ceja y ceja abrir una nueva fábrica en Turín que lo resarciera de aquel fracaso personal. La amenaza de la quiebra, en cambio, no minó al matrimonio, sino que lo unió aún más: Adele no solo escuchaba pacientemente las angustias de su marido sobre la gestión de la fábrica, también lo acompañaba en los largos viajes a Bari, en los que debía hacer frente a los distintos contratiempos que la destilería generaba. La docilidad de Adele liberó a las niñas y en particular a Rita de crecer en un hogar infeliz.

Los padres de Rita motivaron el cultivo intelectual en toda su descendencia. Abajo, el matrimonio con sus hijos Gino (detrás), Anna (a la izquierda), Rita y Paola (delante de los padres). Arriba, las gemelas Rita y Paola con pocos meses de vida.

Pese a todo esto, la familia Levi-Montalcini no era del todo convencional en sus valores, más allá de la normalidad y la costumbre de algunas prácticas matrimoniales propias de la época victoriana o de lo relativo a la autoridad indiscutible del cabeza de familia: Adamo y Adele eran ilustrados y burgueses, apreciaban la cultura y el estudio: Adele pintaba cuando no estaba atendiendo a las labores domésticas; mientras que Adamo era un brillante ingeniero muy bien dotado para las matemáticas. Alentaban la curiosidad y el cultivo intelectual en su descendencia y no creían, ni por un momento, que sus hijas tuvieran que estar al margen de ese clima cultural. Además, aunque ambos provenian de familias de religion judía, ninguno de ellos, especialmente Adamo, era practicante. El señor Levi era un judío laico que respetaba profundamente la libertad de pensamiento en todos los ámbitos de la vida, y en esos valores educó a toda su descendencia. Esa independencia de criterio y no sometimiento a ningún dogma de forma acrítica fue fundamental en el desarrollo intelectual de Rita. Sin embargo, cuando era una niña ávida de encajar como cualquier otra pequeña, también le deparó algunos sinsabores y se reveló como una tensión en el seno de la familia, especialmente con la rama materna, que, sin ser ortodoxa, sí era practicante.

Los Levi-Montalcini celebraban el Séder, la cena ritual con la que se inaugura la Pascua judía, con la familia de Adele, que sí observaba los ritos y celebraciones del judaísmo con religiosidad. Esos encuentros tenían algo de festivo e incómodo a la vez, pues la actitud laica de su padre y su mirada crítica sobre algunos episodios de la historia hebrea despertaban recelo en sus parientes, algo que Rita vivía sin comprender del todo. Para Adamo Levi no era lógico ni ético que un pueblo que había sufrido en carne propia el destierro y mil y una penalidades deseara el mal a sus enemigos. Comentarios como este no eran del agrado de los hermanos de Adele y no era extraño que un encuentro familiar acabara en una gran discusión. Durante el Yom Kipur, o Día del Perdón, que tiene lugar en octubre, esa tirantez se trasladaba a una distinción clara entre los más pequeños de ambas familias, pues los hijos de Adamo y Adele no guardaban ayuno durante el día pero sí sus primos, que se veían recompensados después, al llegar la noche, con la preferencia sobre la deliciosa comida propia de dicha festividad, que Rita y sus hermanos solo podían tomar cuando se habían hartado sus más píos parientes. Así lo contaba la propia Rita en su autobiografía:

Nosotros, librepensadores con el estómago lleno, para ayudarlos y demostrar nuestro celo, escrutábamos el cielo en busca de estrellas y gritábamos con júbilo cuando se nos antojaba ver tres. Pero nuestros primos no se fiaban, y solo consideraban válidas las estrellas que ellos veían. Apenas contaban tres, corrían a avisar a tía Anna, quien, deseosa de aplacar su hambre canina, les tenía ya preparada bruscadella, el plato de rigor que pone fin al ayuno. Esta comida, que a nosotros nos encantaba, no son sino finas rebanadas de pan tostado con canela y especias aromáticas empapadas en vino dulce. Nuestros primos se arrojaban hambrientos sobre las tostadas, pero a nosotros, librepensadores, no nos estaba permitido servirnos hasta que ellos habían saciado su hambre. Dado que no solo habían expiado sus pecados, sino también los nuestros, tenían todo el derecho.

Sin embargo, aunque dentro del círculo estrecho de su familia la religión no era un tema de conversación, Rita pronto aprendió que su educación y en particular su identidad sí suponían una cuestión importante para los demás, incluidas las niñas con las que se encontraba en el paseo o en la escuela. Era costumbre entonces que las pequeñas, aun siendo ocasionales compañeras de juego, realizasen preguntas muy específicas que permitían conocer la extracción social o las creencias de las otras. Una tarde, en el paseo, una niña preguntó a Rita su apellido, su religión y a qué se dedicaba su padre. Con eso último, al igual que con el apellido, no había problema: su padre era ingeniero. Pero Rita no supo qué responder en cuanto a qué religión profesaba su familia, pues lo único que sabía era que no iban a ninguna iglesia. Al llegar a casa, inquieta por no poder responder sobre algo que el resto de las niñas del paseo parecía tener claro, le preguntó a su madre, Adele, que en ocasiones lamentaba la franqueza con la que Adamo educaba a sus hijas e hijo y las consecuencias que esto pudiera depararles cuando se relacionaran con otros niños. La señora Levi llevó a la pequeña Rita frente a su padre, que leía la prensa con atención. Adamo apartó el periódico y se acercó a su hija menor: mirándola a los ojos, pero al tiempo acariciando su cabecita con ternura, le respondió que ellos eran librepensadores y que, llegada la mayoría de edad, a los veintiún años, podrían escoger religión o mantenerse en el mismo estado de conciencia, y que eso era lo que debía contestar si alguien volvía a preguntarle. Así que eso mismo fue lo que la obediente Rita hizo en adelante para consternación de su institutriz, Antonietta, católica convencida que, durante un tiempo, se tomó como misión especial la conversión al catolicismo de la pequeña de los Levi. Sus intentos fueron vanos: a Rita le resultaba difícil entender la insistencia en que se bautizara para poder ir al cielo, pues no comprendía del todo a qué se refería por mucho que alzara su vista a las alturas y escrutara las nubes o los pajarillos. Cuando Antonietta logró transmitirle la idea de vida eterna y paraíso católico, Rita solo pudo preguntar si sus padres, sus hermanas y Gino se reunirían allí con ella y, ante la tajante negativa de su institutriz, Rita perdió todo interés en la salvación de su alma: prefirió quedarse como estaba, con sus seres queridos siempre cerca.

Además de Antonietta, en la vida de Rita tenía gran importancia Giovanna, la niñera que desde primera hora cuidaba de las gemelas, descargando los días de una atareada Adele Montalcini. Aunque también era creyente, Giovanna no trataba de inducir ninguna idea en la pequeña Rita, que la quería con locura y disfrutaba de sus juegos y abrazos, de un olor peculiar que en la niñera le hacía pensar en calor y cobijo. La crisis sobre su religión duró poco y, como escribió después en su autobiografía, refiriéndose a los valores en los que Adamo y Adele los habían educado: «Antes de aprender a leer y a escribir, y no digamos a pensar, fuimos “librepensadores”».

Los principios liberales que reconocían la igualdad de derechos y deberes favorecieron que, en algunos países, la situación de los judíos mejorara con respecto a épocas anteriores. El clima religioso y político de la Italia de comienzos del siglo XX favorecía esta tolerancia religiosa, de la que se benefició la crianza de Rita: en 1848, el rey Carlos Alberto de Cerdeña —padre del futuro Víctor Manuel II, responsable de la unificación de Italia en un único reino en 1861— promulgó el llamado Estatuto albertino. A pesar de que se reconocía el catolicismo romano como religión oficial, se recogía el derecho a la libertad religiosa. El Estatuto cristalizaba los valores de la Ilustración y de la burguesía progresista europea y reconocía los derechos individuales de la población bajo dominio de este monarca de la casa de Saboya, de forma que los judíos italianos que vivían en el Piamonte pudieron salir de los guetos y pasaron a tener los mismos derechos que sus compatriotas católicos en lo tocante a derechos civiles y políticos: podían estudiar, trabajar o ejercer cargos públicos; todo ello, claro, con la salvedad de las mujeres, fueran o no judías, que hasta bien entrado el siglo XX tuvieron muy limitado el alcance de su ciudadanía y sus libertades, como en el resto de Europa. El Estatuto también establecí