Robespierre. Virtud y terror - Slavoj Zizek - E-Book

Robespierre. Virtud y terror E-Book

Slavoj Zizek

0,0

Beschreibung

"Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, el resorte del gobierno durante la revolución son, al mismo tiempo, la virtud y el terror. la virtud sin la cual el terror es mortal. el terror sin el cual la virtud es impotente". Robespierre La defensa de Robespierre de la Revolución francesa sostiene una de las más poderosas y desconcertantes justificaciones de la violencia política jamás escritas. A través de un ingenioso comentario, Slavoj Žižek subraya la extraordinaria resonancia de las palabras de Robespierre en un mundo obsesionado con el terrorismo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 396

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Akal / Revoluciones / 4

Robespierre

Virtud y terror

Traducción: Juan María López de Sa y de Madariaga

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Slavoj Žižek presents Robespierre Virtue and Terror

© Verso, 2007

© de la introducción, Slajov Žižek

© Ediciones Akal, S. A., 2010

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3890-0

Introducción

Robespierre, o la «violencia divina» del terror

Cuando en 1953 Zhou Enlai, el primer ministro chino, participaba en Ginebra en las negociaciones de paz que debían poner fin a la guerra de Corea, un periodista francés le preguntó qué pensaba de la Revolución francesa, a lo que respondió: «Todavía es muy pronto para decirlo». En cierto sentido tenía razón: con la desintegración de las «democracias populares» durante la década de los noventa reverdeció el debate sobre la importancia histórica de la Revolución francesa. Los revisionistas liberales proclamaron que el derrumbe del comunismo en 1989 se había producido en el momento justo: señalaba el final de la época iniciada dos siglos atrás y el fracaso definitivo del modelo estatalista-revolucionario inaugurado por los jacobinos.

Nunca ha sido más cierto el dictamen «toda historia es un estudio del presente» que en el caso de la Revolución francesa: su historiografía siempre ha reflejado estrechamente los virajes de las luchas políticas. Los conservadores de todo tipo la rechazan absolutamente: desde el principio fue una catástrofe, producto del pensamiento ateo moderno, y debe interpretarse como un castigo de Dios a los caminos extraviados emprendidos por la humanidad, cuyas huellas deben por tanto borrarse tan completamente como sea posible. La actitud liberal típica es algo diferente: su fórmula es «1789 sin 1793». En resumen, lo que desearían los liberales sensibles es una revolución descafeinada, que huela lo menos posible a revolución. François Furet y otros han tratado así de privar a la Revolución francesa de su estatus como acontecimiento fundacional de la democracia moderna, convirtiéndola en una anomalía histórica: era patente la necesidad histórica de asegurar los principios modernos de la libertad personal, etc., pero, como demuestra el ejemplo inglés, lo mismo se podría haber conseguido con mayor eficacia de forma más pacífica... Los radicales, en cambio, están poseídos por lo que Alain Badiou llama «la pasión de lo real»: si se dice A –igualdad, libertad, derechos humanos–, no se debe uno arredrar ante sus consecuencias y debe tener el valor de decir B, asumiendo el terror necesario para defender realmente y mantener A[1].

Sin embargo, sería demasiado fácil decir que la izquierda actual debería simplemente seguir por ese camino. De hecho, en 1990 se produjo una especie de corte histórico: todos, incluida la «izquierda radical» actual, se avergüenzan en cierta medida del legado jacobino del terror revolucionario y de su centralización extrema del Estado, y se acepta comúnmente que la izquierda, si quiere recuperar su eficacia política, debería reinventarse a conciencia a sí misma, abandonando el llamado «paradigma jacobino». En nuestra era posmoderna de «propiedades emergentes», de libre interacción caótica de subjetividades múltiples contrapuesta a la jerarquía centralizada, de opiniones variadas en liza frente a la pretensión de una sola Verdad, la dictadura jacobina «no es de nuestro gusto» (dando todo su peso histórico al término «gusto», como designación de una disposición ideológica básica). ¿Se puede imaginar algo más ajeno a nuestro universo de libertad de opinión, de competencia en el mercado, de interacción pluralista nómada, etc., que la política robespierrana de la Verdad (con V mayúscula, por supuesto), cuyo objetivo proclamado era «devolver el destino de la libertad a las manos de la Verdad»? Esa Verdad sólo puede ponerse en vigor de forma terrorista:

Si el principal instrumento del Gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en momentos de revolución deben ser a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa e inflexible; emana, por lo tanto, de la virtud; no es tanto un principio específico como una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más acuciantes de la patria[2].

La argumentación de Robespierre alcanza su culminación en la identificación paradójica de dos ideas aparentemente opuestas: el terror revolucionario «anula» la distinción entre castigo y clemencia, ya que el castigo justo y severo de los enemigos es la forma más alta de clemencia, y en él coinciden rigor y caridad:

Castigar a los opresores de la humanidad es clemencia; perdonarlos es barbarie. El rigor de los tiranos no tiene otro principio que el propio rigor, mientras que el del Gobierno republicano se basa en la benevolencia[3].

¿Qué deberían pues deducir de todo esto quienes siguen fieles al legado de la izquierda radical? Dos cosas al menos. En primer lugar, tenemos que aceptar como nuestro el pasado terrorista, aunque –o precisamente porque– se rechace críticamente. La única alternativa a la tibia posición defensiva de culpabilidad asumida frente a nuestros críticos liberales o derechistas es: tenemos que hacer mejor que nuestros adversarios esa tarea decisiva. Pero hay algo más: tampoco deberíamos permitirles determinar el campo y el tema de la lucha, lo que significa que la autocrítica más implacable debería ir de la mano con una admisión audaz de lo que, parafraseando el juicio de Marx sobre la dialéctica de Hegel, uno se siente tentado a llamar el «núcleo racional» del terror jacobino:

La dialéctica materialista asume, sin ninguna complacencia particular, que hasta ahora ningún sujeto político ha podido llegar a la eternidad de la verdad que desplegaba sin momentos de terror. Por eso Saint-Just preguntaba: «¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror?». Su propia respuesta era que desean la corrupción, que es otro nombre de la derrota del sujeto[4].

O como decía sucintamente el mismo Saint-Just: «Lo que produce el bien general es siempre terrible»[5]. Estas palabras no deberían interpretarse como una advertencia contra la tentación de imponer violentamente el bien general a una sociedad, sino, por el contrario, como una amarga verdad que hay que respaldar enteramente.

El otro punto crucial a tener en cuenta es que, para Robespierre, el terror revolucionario es lo más opuesto a la guerra: Robespierre era un pacifista, no por hipocresía ni por sensibilidad humanitaria, sino porque era muy consciente de que la guerra entre las naciones sirve por lo general como medio para ofuscar la lucha revolucionaria dentro de cada país. Su discurso «Sobre la guerra» es hoy día de especial importancia: lo muestra como un auténtico pacifista que denuncia convincentemente el llamamiento patriótico a la guerra, aun si se presenta como defensa de la revolución, como intento de los que quieren «la revolución sin revolución» para evitar la radicalización del proceso revolucionario. Su actitud es pues exactamente la opuesta a la de quienes pretenden la guerra para militarizar la vida social y tomar un control dictatorial sobre ella[6]. También por eso denunciaba la tentación de exportar la revolución a otros países, «liberándolos» por la fuerza:

Los franceses no sienten la obsesión de hacer libre y feliz a ninguna otra nación contra su voluntad. Todos los reyes podrían holgazanear o morir impunes sobre sus tronos ensangrentados, con tal de respetar la independencia del pueblo francés […][7].

El terror revolucionario jacobino se justifica a veces (a medias) como el «crimen fundacional» del universo burgués de la ley y el orden, en el que los ciudadanos pueden procurar en paz sus intereses. Pero hay que rechazar esa argumentación por dos razones. No sólo es objetivamente falsa –muchos conservadores estaban acertados al señalar que también se puede alcanzar el orden burgués sin excesos terroristas, como fue el caso de Gran Bretaña (aunque cabría recordar la figura de Cromwell...)–, sino que –y esto es mucho más importante– el terror revolucionario de 1792-1794 no fue un caso de lo que Walter Benjamin y otros han llamado «violencia fundadora del Estado», sino un caso de «violencia divina»[8]. Los intérpretes de Benjamin se debaten en torno a lo que para él podría significar efectivamente la «violencia divina» [göttliche Gewalt]; ¿quizá otro sueño izquierdista de un acontecimiento «puro» que nunca ocurre en la realidad? Habría que recordar a este respecto la referencia de Friedrich Engels a la Comuna parisiense como ejemplo de dictadura del proletariado:

Últimamente, los filisteos socialdemócratas se han mostrado de nuevo aterrorizados ante las palabras «dictadura del proletariado». Mis muy respetables caballeros, ¿quieren saber a qué se parece esa dictadura? Miren la Comuna parisiense. Eso era la dictadura del proletariado[9].

Habría que repetir esa frase, mutatis mutandis, a propósito de la violencia divina: «Mis muy respetables teóricos críticos, ¿quieren ustedes saber a qué se parece la violencia divina? Miren el Terror revolucionario de 1792-1794. Eso era la Violencia Divina» (y la serie continúa: el Terror Rojo de 1919...). Es decir, habría que identificar sin temor la violencia divina con un fenómeno histórico realmente existente, evitando así toda mistificación oscurantista. Cuando quienes se encuentran fuera del campo social estructurado golpean «a ciegas», exigiendo y ejerciendo la justicia/venganza inmediata, eso es la «violencia divina» –recordemos, hace una década más o menos, el pánico en Río de Janeiro cuando una muchedumbre descendió de las favelas a los barrios ricos de la ciudad y comenzó a saquear y quemar supermercados–; eso era la «violencia divina»... Como la langosta bíblica, castigo divino por los pecados de la humanidad, esa violencia golpea desde cualquier sitio, es un medio sin fin, o como decía Robespierre en el discurso en el que exigió el ajusticiamiento de Luis XVI:

Los pueblos no juzgan como los tribunales; no formulan por escrito sus sentencias; lanzan rayos; no condenan a los reyes, los vuelven a hundir en la nada; y esa justicia vale tanto como la de los tribunales […][10].

Así pues, la «violencia divina» benjaminiana debería entenderse como «divina» en el mismo sentido del viejo proverbio latino vox populi, vox dei;no en el sentido perverso de «hacemos esto como meros instrumentos de la Voluntad Popular», sino como la asunción heroica de la soledad de una decisión soberana. Es una decisión (de matar, de arriesgar o de perder la propia vida) tomada en la soledad más absoluta, sin protección alguna del gran Otro. Aun siendo extramoral, no es «inmoral», no da al agente licencia para matar indiscriminadamente con una especie de inocencia angélica. La violencia divina es la materialización de la sentencia fiat iustitia, pereat mundus; es justicia que no se distingue de la venganza, en la que el «pueblo» (la parte anónima de ninguna parte) impone su terror y hace a otras partes pagar el precio –el Día del Juicio Final para la larga historia de opresión, explotación y sufrimiento– o, como decía de forma tan emotiva el propio Robespierre:

¿Qué es lo que pretendéis, quienes queréis que la verdad carezca de fuerza en labios de los representantes del pueblo francés? La verdad tiene indudablemente su poder, su cólera, su propio despotismo; posee acentos conmovedores y terribles, que resuenan con fuerza tanto en los corazones puros como en las conciencias culpables, y que la falsedad no puede imitar del mismo modo que Salmoneo[11] no podía imitar los rayos del cielo; pero acusad de ello a la naturaleza, acusad de ello al pueblo, que la desea y la ama[12].

Y esto es lo que Robespierre señala en su famosa acusación a los moderados de que lo que realmente querían era una «revolución sin revolución», sin el exceso en el que coinciden democracia y terror, respetuosa de las reglas sociales, subordinada a las normas preexistentes, en la que la violencia se vería privada de la dimensión «divina» y reducida a una intervención estratégica con objetivos muy precisos y limitados:

Ciudadanos, ¿queréis una revolución sin revolución? ¿De dónde procede este espíritu de persecución que ha llegado a revisar, por decirlo así, lo que ha roto nuestras cadenas? ¿Cómo se puede pretender someter a juicio los eventuales efectos de tales conmociones? ¿Quién puede señalar, después de que sucediera, el punto preciso donde iban a romper las olas de la insurrección popular? A ese precio, ¿qué pueblo podría nunca sacudirse el yugo del despotismo? Dado que una gran nación no puede alzarse de forma simultánea, y que quienes pueden derrocar la tiranía son necesariamente los ciudadanos que se hallan más próximos a ella, ¿cómo se atreverían éstos a atacarla si, tras la victoria, los delegados de provincias remotas pudieran hacerlos responsables de la duración o la violencia de la tormenta política que ha salvado a la patria? Deberían ser considerados más bien como representantes tácitos de toda la sociedad. Los franceses amigos de la libertad, congregados en París en agosto pasado, actuaron en realidad en nombre de todos los departamentos. Hay que aprobarlos o desaprobarlos en su conjunto. Hacerlos criminalmente responsables de unos pocos desórdenes, aparentes o reales, inevitables en una conmoción tan grande, equivaldría a castigarlos por su devoción […][13].

Esta lógica auténticamente revolucionaria puede discernirse ya al nivel de las figuras retóricas en las que Robespierre suele dar la vuelta al procedimiento habitual consistente en presentar primero una posición aparentemente «realista» para luego mostrar su naturaleza ilusoria; a menudo comienza presentando una posición o describiendo una situación aparentemente ficticia, exagerada, absurda, para hacer ver a continuación que se trata de la verdad misma: «Pero ¿qué estoy diciendo? Lo que acabo de presentar como una hipótesis absurda es de hecho una realidad muy cierta». Es esta actitud radicalmente revolucionaria la que también permite a Robespierre denunciar la preocupación «humanitaria» por las víctimas de la «violencia divina» revolucionaria:

Una sensibilidad que gime casi exclusivamente por los enemigos de la libertad resulta sospechosa. Dejad de agitar bajo mis ojos la túnica ensangrentada del tirano, o creeré que queréis volver a poner grilletes a Roma […][14].

El análisis crítico y la aceptación de la herencia histórica de los jacobinos se solapa con la cuestión central que debería discutirse: ¿nos obliga la realidad (a menudo deplorable) del terror revolucionario a rechazar la propia idea del terror, o existe una forma de repetirlo en la actual configuración histórica, tan diferente, redimiendo el contenido virtual de su realización? Puede y debe hacerse, y la fórmula más concisa para repetir el acontecimiento designado como «Robespierre» es pasar del terror humanista (robespierriano) al terror antihumanista (o más bien inhumano).

En un texto reciente[15], Alain Badiou entiende como un signo de regresión política el desplazamiento producido a finales del siglo xx de «humanismo y terror» a «humanismo o terror». En 1946 Maurice Merleau-Ponty escribió Humanisme et terreur, presentando su defensa del comunismo soviético como una especie de apuesta pascaliana y avanzando lo que Bernard Williams desarrollaría más tarde como «sino moral»[16]: el terror presente quedará justificado retroactivamente si la sociedad que surja de él llega a ser realmente humana. Hoy día tal conjunción de terror y humanismo es sencillamente impensable y el pensamiento liberal predominante sustituye «y» por «o»: «Humanismo o Terror»... Con mayor precisión, existen cuatro variaciones sobre este tema: humanismo y terror, humanismo o terror, tomándolo cada una en sentido «positivo» o «negativo». «Humanismo y terror» en un sentido positivo es la idea desarrollada por Merleau-Ponty en apoyo del estalinismo (el «terrorista» engendra por la fuerza al Hombre Nuevo), y que es ya claramente perceptible en la Revolución francesa bajo la conjunción robespierriana de Virtud y Terror. Esa conjunción se puede negar de dos modos: optando por la disyunción «humanismo o terror», esto es, el proyecto liberal humanista en cualquiera de sus versiones, desde el humanismo antiestalinista disidente hasta los actuales neohabermasianos (Luc Ferry y Alain Renault en Francia, por ejemplo) y otros defensores de los derechos humanos contra el terror (totalitario, fundamentalista); o bien conservando la conjunción «humanismo y terror» pero en un sentido negativo: todas las orientaciones filosóficas e ideológicas, desde Heidegger y los conservadores cristianos hasta los partidarios de la espiritualidad oriental y la ecología profunda, que perciben el terror como la verdad –la consecuencia última– del propio proyecto humanista, de su soberbia.

Hay sin embargo una cuarta variación, que normalmente se deja de lado: la opción «humanismo o terror» pero con el terror, no el humanismo, como término positivo. Es una posición radical difícil de sostener, pero quizá nuestra única esperanza: no equivale a la locura obscena de proponer abiertamente una «política terrorista e inhumana», y es algo mucho más difícil de pensar. En el pensamiento «posdeconstruccionista» actual (atreviéndonos a emplear esa denominación ridícula que no puede sonar sino como su propia parodia), el término «inhumano» ha cobrado un nuevo peso, sobre todo en los trabajos de Agamben y Badiou. La mejor forma de acercarse a él es aviniéndose a la renuencia de Freud frente al precepto «¡Ama a tu prójimo!», rechazando la tentación de su domesticación ética como en el caso de Emmanuel Levinas, con su noción del prójimo como punto abisal del que emana la llamada a la responsabilidad ética con la que disimulaba su monstruosidad, una monstruosidad que hacía a Lacan aplicarle al prójimo el término «la Cosa» («das Ding»), con el que Freud designaba el objeto último de nuestro deseo en su insoportable intensidad e impenetrabilidad. Habría que oír en ese término todas las connotaciones de la ficción de horror: el prójimo es la Cosa (Mala) que potencialmente acecha bajo cada rostro humano corriente. Pensemos, por ejemplo, en El resplandor [The Shining] de Stephen King/Stanley Kubrick, donde el padre, un modesto escritor fracasado, se convierte gradualmente en una bestia asesina, que con una mueca malvada pretende asesinar a toda su familia. Una paradoja auténticamente dialéctica que Levinas, con toda su celebración de la Otreidad, no tiene en cuenta, no es cierta Identidad subyacente a todos los humanos, sino la propia Otreidad radicalmente «inhumana»: la Otreidad de un ser humano reducido a la inhumanidad, ejemplificada por la aterradora figura del Muselmann, el «muerto viviente» de los campos de concentración. Lo mismo sucede, a un nivel diferente, en el caso del comunismo estalinista. Según la presentación estalinista habitual, incluso los campos de concentración eran un foco de la lucha contra el fascismo, donde los comunistas prisioneros organizaban heroicas redes de resistencia –en tal universo, por supuesto, no hay lugar para la experiencia límite del Muselmann, del muerto viviente privado de la capacidad de compromiso humano–, y no es de extrañar que los estalinistas estuvieran tan dispuestos a «normalizar» los campos considerándolos un frente más de la lucha antifascista y a despreciar a los Muselmänner como gente demasiado débil para mantenerla.

Con ese trasfondo se puede entender por qué Lacan habla del núcleo inhumano del prójimo. En la década de los sesenta, la época del estructuralismo, Louis Althusser lanzó la llamativa fórmula del «antihumanismo teórico», permitiendo, exigiendo incluso, que fuera acompañado de un humanismo práctico. En nuestra práctica deberíamos actuar como humanistas, respetando a los demás, tratándolos como personas libres con plena dignidad, creadores de su propio mundo; pero a nivel teórico deberíamos tener siempre presente que el humanismo es una ideología, el modo espontáneo de experimentar nuestro pesar, y que el verdadero estudio de los humanos y de su historia debería considerar a los individuos, no como sujetos autónomos, sino como elementos constituyentes de una estructura que sigue sus propias leyes. A diferencia de Althusser, Lacan da el paso del antihumanismo teórico al antihumanismo práctico, esto es, a una ética que va más allá de lo que Nietzsche llamaba «humano, demasiado humano» y que tiene en cuenta el núcleo inhumano de la humanidad; que no sólo no niega, sino que afronta sin temor la monstruosidad latente del ser humano, la dimensión diabólica patente en los fenómenos que suelen presentarse bajo el nombre-concepto «Auschwitz»; parafraseando a Adorno, la única ética que todavía sería posible después de Auschwitz. Esa dimensión inhumana es para Lacan, además, el fundamento último de la ética.

En términos filosóficos, esa dimensión «inhumana» se puede definir como la de un sujeto privado de toda forma de «individualidad» o «personalidad» humana (por eso, en la cultura popular actual, una de las figuras ejemplares de sujeto puro es la del no humano –alien o ciborg– que muestra más fidelidad a su tarea y a la dignidad y la libertad que sus homólogos humanos, desde la figura de Schwarzenegger en Terminator hasta el androide encarnado por Rutger Hauer en Blade Runner). Recordemos el oscuro sueño de Husserl, en sus Meditaciones cartesianas, sobre la inmunidad del cogito trascendental frente a una eventual plaga que aniquilase a toda la humanidad: en relación con este ejemplo resulta fácil anotarse tantos aludiendo al fondo autodestructivo de la subjetividad trascendental y a la incapacidad de Husserl para advertir la paradoja de lo que Foucault llamaba, en Las palabras y las cosas [Les Mots et les Choses], el «doblete trascendental empírico», el vínculo que siempre ata el ego trascendental al ego empírico, por lo que la aniquilación de éste conduce por definición a la desaparición del primero. Aun así, ¿qué decir si, reconociendo plenamente esa dependencia como un hecho (y nada más que eso: un estúpido hecho), se insiste sin embargo en la verdad de su negación, en aseverar la independencia del sujeto con respecto al individuo empírico como ser humano? ¿No se demuestra esta independencia con el gesto último de arriesgar la propia vida, de estar dispuesto a renunciar a la propia existencia? Es en el contexto de esa aceptación soberana de la muerte como habría que releer el giro retórico de Robespierre que se suele aducir como demostración de su manipulación «totalitaria» de la audiencia[17]. Se produjo durante el discurso que pronunció en la Asamblea Nacional el 11 de Germinal del año II (31 de marzo de 1794); la noche anterior Danton, Camille Desmoulins y otros habían sido detenidos, por lo que muchos otros miembros de la Asamblea temían comprensiblemente que también pudiera estar a punto de sonar su hora final. Robespierre señaló ese momento como un hito decisivo: «Ciudadanos, ha llegado el momento de decir la verdad». A continuación aludió al temor que flotaba en la sala:

Se quiere [on veut] que temáis los abusos de poder, del poder nacional que habéis ejercido [...]. Se quiere que temamos que el pueblo caiga víctima de los Comités [...]. Se teme que los prisioneros estén siendo torturados [...][18].

Resulta aquí notoria la oposición entre el «se» impersonal (no se individualiza a los instigadores del temor) y el colectivo sometido a esa presión, que casi imperceptiblemente se desplaza de la segunda persona del plural «vosotros [vous]» a la primera persona nous (Robespierre se incluye así galantemente en el colectivo). Sin embargo, la formulación final introduce un giro ominoso: ya no es «se quiere que temáis (o temamos)», sino «se teme», lo que significa que el enemigo que induce el temor no está fuera del «vosotros/nosotros», miembros de la Asamblea, sino que está aquí, entre nosotros, entre los «vosotros» a los que se dirige Robespierre, corroyendo nuestra unidad desde dentro. En ese preciso momento, Robespierre, en un auténtico golpe maestro, asume una subjetivización plena, haciendo una breve pausa para que se aprecie el efecto ominoso de sus palabras, y a continuación prosigue en la primera persona del singular: «Afirmo que cualquiera que tiemble en este momento es culpable; ya que la inocencia nunca teme la inspección pública»[19].

¿Podría haber algo más «totalitario» que ese bucle cerrado de «vuestro propio miedo de ser culpables os hace culpables», extraña y retorcida versión superyoica de la bien conocida máxima «lo único que hay que temer es al propio miedo»? Cabe sin embargo ir más allá del apresurado rechazo de la estrategia retórica de Robespierre como «culpabilización terrorista», y distinguir su momento de verdad: en los momentos cruciales de decisión revolucionaria no hay espectadores neutrales o inocentes, porque en tales momentos la propia inocencia –eximirse a uno mismo de la decisión, como si la lucha que estoy presenciando no fuera realmente conmigo– es la peor traición, la más culpable. Dicho de otra forma, el temor a ser acusado de traición es mi traición, porque, aunque yo «no hubiera hecho nada contra la revolución», ese mismo temor, el hecho de que aparezca en mí, demuestra que mi posición subjetiva es externa a la revolución, que experimento la «revolución» como una fuerza externa que me amenaza.

Pero lo que viene a continuación en ese discurso único es aún más revelador: Robespierre plantea directamente la delicada pregunta que tiene que surgir en la mente de su audiencia: ¿cómo puede estar seguro él mismo de que no será el siguiente en ser acusado? Él no es el Amo situado al margen del colectivo, el «Yo» exterior al «nosotros» –después de todo, en otro tiempo estuvo muy cerca de Danton, una figura poderosa que ahora se encuentra bajo arresto, de modo que mañana su proximidad a Danton podría ser usada contra él–. En resumen, ¿cómo puede estar seguro Robespierre de que el proceso que ha desencadenado no acabará arrastrándolo consigo? Es aquí donde su posición alcanza una grandeza sublime: asume plenamente que el peligro que ahora amenaza a Danton mañana lo amenazará a él mismo. La razón de que esté tan sereno, de que no tema ese destino, no es que Danton sea un traidor mientras que él, Robespierre, es puro, una encarnación directa de la voluntad del pueblo; la razón es que él, Robespierre, no tiene miedo a morir, y que su muerte, cuando se produzca, será un mero accidente sin ninguna importancia:

¿Qué me importa el peligro? Mi vida pertenece a la Patria; mi corazón está libre de miedo y si, debo morir, lo haré sin reproche y sin ignominia[20].

Por consiguiente, en la medida en que el desplazamiento del «nosotros» al «yo» puede caracterizarse efectivamente como el momento en que cae la máscara democrática y en el que Robespierre se presenta abiertamente como Amo (hasta aquí seguimos el análisis de Lefort), hay que dar aquí a ese término todo su peso hegeliano: el Amo es la figura de la soberanía, el único que no teme morir, quien está dispuesto a arriesgarlo todo. En otras palabras, el significado último de la primera persona del singular de Robespierre («yo») no es sino: no temo morir. Lo que le da autoridad es precisamente eso, y no una especie de acceso directo al Gran Otro; dicho de otra forma, no asegura disponer de acceso directo a la Voluntad del Pueblo que habla a través de él. Así es como Yamamoto Jocho, un sacerdote zen, describía la actitud propia de un guerrero:

Cada día, sin falta, uno debería considerarse muerto. Un antiguo refrán dice: «En cuanto te expongas a la luz estarás muerto. A unos pasos de la puerta te espera el enemigo». No se trata de ser prudente, sino de considerarse a sí mismo, de antemano, como muerto[21].

Ésta es la razón, según Hillis Lory, de que durante la Segunda Guerra Mundial muchos soldados japoneses celebraran sus propios funerales antes de partir hacia el campo de batalla:

En esta guerra muchos de los soldados están tan decididos a morir en el campo de batalla que celebran sus propios funerales públicos antes de partir al frente. Para los japoneses esto no tiene nada de ridículo; es algo que por el contrario se admira como el espíritu del auténtico samurái que entra en batalla sin esperar volver de ella[22].

Esta autoexclusión preventiva del reino de los vivos convierte evidentemente al soldado en una figura sublime. En lugar de rechazar ese rasgo como parte del militarismo fascista, habría que reafirmarlo como igualmente constitutivo de una posición radicalmente revolucionaria: hay una línea directa desde esa aceptación de la propia desaparición de uno mismo hasta la reacción de Mao Zedong frente a la amenaza atómica estadounidense en 1955:

Estados Unidos no puede aniquilar a la nación china con su pequeño arsenal de bombas atómicas. Aunque las bombas atómicas estadounidenses fueran tan poderosas que al ser arrojadas sobre China hicieran un agujero que atravesara la Tierra, o incluso si la hicieran estallar, eso no significaría apenas nada para el conjunto del Universo, por importante que pudiera ser para el sistema solar[23].

Existe evidentemente una «locura inhumana» en ese argumento: el hecho de que la destrucción del planeta Tierra «no significaría apenas nada para el conjunto del universo», ¿no es un consuelo bastante pobre para la humanidad amenazada de extinción? El argumento sólo funciona si, al modo de Kant, se presupone un sujeto trascendental puro que no se vería afectado por esa catástrofe; un sujeto que, aunque no exista en realidad, vale como punto de referencia virtual. Todo revolucionario auténtico tiene que asumir esa actitud y abstraerse absolutamente e incluso despreciar la particularidad estúpida de la propia existencia, con la indiferencia hacia lo que Benjamin llamaba la «vida desnuda» formulada de forma insuperable por Saint-Just: «Desprecio el polvo que me forma y que te habla»[24]. Che Guevara se aproximaba a esa misma línea de pensamiento cuando, bajo la insoportable tensión de la crisis de los misiles, defendió una actitud resuelta sin arredrarse ante una posible guerra mundial que hubiera supuesto (cuando menos) la aniquilación total del pueblo cubano, y cuando alabó la disposición heroica de éste a correr ese riesgo.

Otra dimensión «inhumana» de la pareja Virtud-Terror promovida por Robespierre es el rechazo de la costumbre (en el sentido de agencia de compromisos realistas). Cualquier orden legal (o cualquier normativa explícita) tiene que basarse en una compleja red «reflexiva» de reglas informales que nos dice cómo tenemos que relacionarnos con las normas explícitas, cómo debemos aplicarlas, en qué medida tenemos que tomarlas literalmente, cómo y cuándo tenemos la posibilidad, incluso la obligación, de dejarlas de lado, etc., y esto es el dominio del hábito. Conocer los hábitos de una sociedad es conocer las metarreglas sobre cómo aplicar sus normas explícitas; cuándo emplearlas o no emplearlas; cuándo infringirlas; cuándo no debemos aprovechar una opción que se nos ofrece; cuándo estamos efectivamente obligados a hacer algo, pero tenemos que pretender aparentar que lo hacemos como opción libre (como en el caso del potlatch). Recordemos la cortés «oferta hecha para ser rechazada»: es un «hábito» rechazar tal oferta y quien la acepta comete un error garrafal. Lo mismo sucede en muchas situaciones políticas en las que se nos presenta una opción bajo la condición de que elijamos la más adecuada: se nos recuerda solemnemente que podemos decir no, pero se espera que rechacemos la oferta y que manifestemos entusiásticamente nuestra aceptación. Con muchas prohibiciones sexuales, la situación es la opuesta: el «no» explícito funciona de hecho como la prescripción implícita «¡Hazlo pero de forma discreta!». Con ese trasfondo, las figuras revolucionarias-igualitarias, desde Robespierre a John Brown, son (potencialmente, al menos) figuras privadas de hábitos: se niegan a tener en cuenta las costumbres que rigen o caracterizan el funcionamiento de una regla universal:

[…] Tan grande es el imperio natural de la costumbre, que consideramos las convenciones más arbitrarias, a veces incluso las instituciones más defectuosas, como la regla absoluta de lo verdadero y de lo falso, de lo justo y lo injusto. No consideramos siquiera que la mayoría se atiene todavía necesariamente a los prejuicios con los que nos ha alimentado el despotismo; nos hemos humillado durante tanto tiempo bajo su yugo que nos cuesta alzarnos hasta los principios eternos de la razón; que todo lo que se remonta al origen sagrado de todas las leyes parece tener, a nuestro entender, un carácter ilegal; y que el orden mismo de la naturaleza nos parece un desorden. Los movimientos majestuosos de un gran pueblo, los sublimes impulsos de la virtud, se presentan a menudo, ante nuestros ojos tímidos, como una erupción volcánica o el trastocamiento de la sociedad política; y ciertamente no es la menor causa de los problemas que nos agitan esa contradicción eterna entre la debilidad de nuestras costumbres, la depravación de nuestro espíritu y la pureza de los principios, el carácter enérgico que supone el gobierno libre que nos atrevemos a pretender[25].

Desprenderse del yugo del hábito significa que, si todos los hombres son iguales, todos deben ser tratados efectivamente como iguales; si los negros son también humanos, inmediatamente deben ser tratados como tales. Recordemos las primeras fases de la lucha contra la esclavitud en Estados Unidos, que ya antes de la Guerra Civil provocaron conflictos armados entre el gradualismo de los liberales compasivos y la figura única de John Brown:

Los afroamericanos eran caricaturas de personas, caracterizados como bufones y juglares, objeto de chistes en la sociedad americana. Hasta los abolicionistas, por antiesclavistas que fueran, en su mayoría no consideraban a los afroamericanos como iguales. La mayoría de ellos, y esto era algo de lo que se quejaban continuamente los afroamericanos, estaban dispuestos a trabajar por el fin de la esclavitud en el Sur pero no a trabajar para terminar con la discriminación en el Norte [...]. John Brown no era así. Para él, practicar el igualitarismo era un primer paso hacia el fin de la esclavitud, y los afroamericanos que entraron en contacto con él lo sabían inmediatamente. Dejó muy claro que no veía ninguna diferencia, y no sólo con sus palabras sino con sus hechos[26].

Por esa razón John Brown es la figura política clave en la historia de Estados Unidos: en su «abolicionismo radical» fervientemente cristiano, estuvo muy cerca de introducir la lógica del jacobinismo en el panorama político estadounidense:

John Brown se consideraba a sí mismo como un igualitario absoluto, y era muy importante para él practicar el igualitarismo a todos los niveles [...]. Dejó muy claro que no veía ninguna diferencia, y no sólo con sus palabras sino con sus hechos[27].

Hasta el día de hoy, mucho después de la abolición de la esclavitud, Brown es la mayor fuente de divisiones en la memoria colectiva estadounidense; los blancos que apoyan a Brown son muy escasos. Entre ellos, sorprendentemente, se hallaba Henry David Thoreau, el gran adversario de la violencia: contra el desprecio general hacia Brown como un bruto sanguinario y enloquecido, Thoreau[28] pintó el retrato de un hombre incomparable que había abrazado una causa sin par; llegó incluso a comparar la ejecución de Brown con la muerte de Cristo (incluso consideraba a Brown como muerto antes de su muerte real). Arremetió duramente contra quienes expresaban su disgusto y su desprecio hacia John Brown: esa gente no podía entender a Brown debido a su actitud concreta y su existencia «muerta»; para Thoreau eran muertos-vivientes, y sólo un puñado de hombres ha llegado a vivir realmente.

Sin embargo, ese mismo igualitarismo consecuente señala al mismo tiempo las limitaciones de la política jacobina. Recordemos la perspicacia de Marx sobre la limitación «burguesa» de la lógica igualitaria: las desigualdades capitalistas («explotación») no son «violaciones del principio de igualdad», sino algo absolutamente inherente a su lógica, el resultado paradójico de su realización consecuente. A este respecto no se trata tan sólo de que el rancio y fatigado discurso liberal sobre el intercambio mercantil presuponga sujetos formal/legalmente iguales que se encuentran e interactúan en el mercado; el punto crucial de la crítica de Marx a los socialistas «burgueses» es que la explotación capitalista no implica ninguna especie de intercambio «desigual» entre el trabajador y el capitalista, sino que ese intercambio es totalmente igualitario y «justo»: idealmente (en principio), el trabajador recibe como pago el valor total de la mercancía que vende (su fuerza de trabajo). Por supuesto, los revolucionarios radicales burgueses son conscientes de esa limitación; sin embargo, el modo en que tratan de remediarla es mediante la imposición «terrorista» directa de una igualdad de facto cada vez mayor (iguales salarios, igual servicio médico...), que sólo se puede imponer mediante nuevas formas de desigualdad formal (distintos tipos de tratamiento preferente para los menos privilegiados). En resumen, el axioma de la «igualdad» significa, o bien no la suficiente (sigue siendo la forma abstracta de la desigualdad real), o bien demasiada (forzar la igualdad mediante métodos «terroristas»); en un sentido estrictamente dialéctico es una noción formalista, es decir, que su limitación es precisamente que su forma no es lo bastante concreta, sino un mero contenedor neutro de cierto contenido que elude esa forma.

El problema a este respecto no es el terror como tal; nuestra tarea actual consiste precisamente en reinventar un terror emancipatorio. El problema está en otra parte: el «extremismo» político igualitario o el «radicalismo excesivo» siempre deberían entenderse como un fenómeno de desplazamiento ideológico-político: como un índice de su opuesto, de una limitación, de una imposibilidad efectiva de «llegar hasta el final». ¿Qué era el recurso jacobino al «terror» radical sino una especie de actuación histérica que atestiguaba su incapacidad para perturbar los fundamentos mismos del orden económico (la propiedad privada, etc.)? ¿Y no ocurre lo mismo con los llamados «excesos» de la Corrección Política? ¿No reflejan también el abandono de cualquier intento de acabar con las causas reales (económicas, etc.) del racismo y el sexismo? Quizá haya llegado pues la hora de problematizar los lugares comunes compartidos por prácticamente todos los izquierdistas «posmodernos», según los cuales el «totalitarismo» político es en cierto modo el resultado del predominio de la producción material y de la tecnología sobre la comunicación intersubjetiva y/o la práctica simbólica, como si la raíz del terror político residiera en el hecho de que el «principio» de la razón instrumental, de la explotación tecnológica de la naturaleza, se extienda también a la sociedad, siendo tratadas las personas como pura materia prima a partir de la cual habría que crear al Hombre Nuevo. ¿Y si fuera exactamente al contrario? ¿Y si el «terror» político indicara precisamente que se niega su autonomía a la esfera de la producción (material), subordinándola a la lógica política? ¿No será que todo «terror» político, desde el jacobino a la Revolución cultural maoísta, presupone la constricción de la producción, su reducción al campo de batalla político? Con otras palabras, eso equivale efectivamente nada menos que al abandono de la idea clave de Marx de que la lucha política es un espectáculo que, para ser descifrado, tiene que remitirse a la esfera de la economía («si el marxismo tiene algún valor analítico para la teoría política, no está en la insistencia en que el problema de la libertad quede subsumido en las relaciones sociales implícitamente declaradas como “apolíticas” –es decir, naturalizadas– en el discurso liberal»[29]).

En cuanto a las raíces filosóficas de esta limitación del terror igualitario, es relativamente fácil distinguir las razones del error fundamental del terror jacobino en Rousseau, quien estaba dispuesto a llevar hasta su extremo «estalinista» la paradoja de la voluntad general:

Dejando a un lado este contrato original, el voto de la mayoría obliga siempre al resto, como consecuencia del propio contrato. Aun así, surge esta pregunta: ¿cómo puede un hombre ser libre y al mismo tiempo verse obligado a someterse a una voluntad que no es la suya? ¿Cómo pueden ser libres los que se oponen si han de someterse a leyes con las que no están de acuerdo? Respondo a esta cuestión diciendo que está mal planteada. El ciudadano acepta todas las leyes, incluso las que se aprueban contra su voluntad y las que lo castigan cuando se atreve a transgredir alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general, y es ésta la que los hace ciudadanos y libres. Cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, lo que se le pregunta no es si aprueba o desecha la proposición, sino si ésta es o no conforme a la voluntad general que es la suya. Cada cual, al dar su voto, expresa su parecer sobre el particular, y el recuento de los votos proporciona una declaración de la voluntad general. Así pues, cuando prevalece la opinión contraria a la mía, esto prueba únicamente que he cometido un error y que lo que creía que era la voluntad general no lo era en realidad. Si prevaleciera mi opinión particular contra la voluntad general, yo habría hecho algo distinto de lo que quería, y entonces no habría sido libre[30].

La trampa «totalitaria» se encuentra aquí en el cortocircuito entre lo constatativo y lo performativo[31]: al considerar el procedimiento de votación, no como acto de decisión performativo sino constatativo, como expresión (o adivinación) de la voluntad general (que queda así sustancializada en algo que preexiste a la votación), Rousseau elude la difícil cuestión de los derechos de los que quedan en minoría (obligados a obedecer la decisión de la mayoría, porque, al conocer el resultado de la votación, saben cuál es realmente la voluntad general). Con otras palabras, los que quedan en minoría no son simplemente una minoría: al conocer el resultado del voto (que va contra su voto individual), no se enteran simplemente de que han quedado en minoría, sino de que estaban equivocados sobre la naturaleza de la voluntad general.

Llama la atención el paralelismo entre esta sustanciación de la voluntad general y la noción religiosa de predestinación: en el caso de esta última, el destino queda también sustancializado en una decisión que precede al proceso, de forma que lo que está en cuestión en las actividades de los individuos no es constituir performativamente su destino, sino descubrir (o adivinar) su destino preexistente. Lo que se soslaya en ambos casos es la inversión dialéctica de la contingencia en necesidad, esto es, la forma en que el resultado de un proceso contingente es la apariencia de necesidad: las cosas «habrán sido» necesarias retroactivamente. Esta inversión fue descrita así por Jean-Pierre Dupuy:

El acontecimiento catastrófico está inscrito en el futuro como un destino seguro, pero también como un accidente contingente: podría no haber ocurrido, incluso si, en futur antérieur [futuro compuesto], aparece como necesario [...]. Si ocurre un acontecimiento excepcional, como por ejemplo una catástrofe, podría no haber tenido lugar; pero el hecho de que no tuviera lugar sólo probaría que no era inevitable. De modo que es la realización del acontecimiento –el hecho de que ocurra– lo que crea retroactivamente su necesidad[32].

Dupuy ofrece el ejemplo de las elecciones presidenciales francesas en mayo de 1995, y en concreto el pronóstico que hizo público en enero el principal instituto de encuestas: «Si el próximo 8 de mayo resulta elegido el señor Balladur, cabría decir que la elección presidencial estaba decidida antes incluso de que tuviera lugar». Cuando ocurre un acontecimiento, éste crea la cadena de precedentes que lo hacen parecer inevitable; esto, y no los lugares comunes sobre cómo se expresa la necesidad subyacente en y mediante el juego accidental de las apariencias, es in nuce la dialéctica hegeliana de la contingencia y la necesidad. Lo mismo se puede decir de la Revolución de Octubre (una vez que los bolcheviques vencieron y estabilizaron su poder, su victoria apareció como resultado y expresión de una necesidad histórica más profunda); incluso la muy cuestionada primera victoria presidencial de G. W. Bush en Estados Unidos, tras su discutible mayoría en Florida, aparece retroactivamente como expresión de una tendencia política más profunda. En este sentido, aunque estemos determinados por el destino, somos libres para elegirlo. Según Dupuy, es también así como debemos enfocar la crisis ecológica: no se trata de apreciar «realistamente» las posibilidades de catástrofe, sino de aceptarla como Destino en el sentido hegeliano del término; al igual que en el caso de la elección de Balladur, «si sucede una catástrofe, siempre se puede decir que estaba destinada a suceder desde antes de que ocurriera». Destino y acción libre (que obstruye el condicional «si») van así de la mano: la libertad es en su sentido más radical la libertad de cambiar el propio Destino[33]. Esto nos retrotrae a nuestra pregunta central: ¿cómo sería una política jacobina que tuviera en cuenta ese ascenso retroactivo-contingente de la universalidad? ¿Cómo habría que reinventar el terror jacobino?

Volvamos al texto Humanisme et terreur de Merleau-Ponty, según el cual algunos estalinistas, cuando se veían obligados a admitir (normalmente en conversaciones privadas) que muchas de las víctimas de las purgas eran inocentes y fueron acusadas y asesinadas porque «el partido necesitaba su sangre para fortalecer su unidad», imaginaban el momento futuro de la victoria final, cuando a todas las víctimas necesarias se les dará lo que les es debido y se reconocerá su inocencia y su gran sacrificio por la Causa. Esto es lo que Lacan, en su seminario sobre L’Éthique de la psychanalyse[34], llama la «perspectiva del juicio final», una perspectiva aún más claramente discernible en uno de los términos clave del discurso estalinista, el de la «culpa objetiva» y el «significado objetivo» de nuestros actos: aunque un individuo honrado actúe con intenciones sinceras, puede ser sin embargo «objetivamente culpable» si sus actos sirven a las fuerzas reaccionarias, y es por supuesto el Partido el único que puede juzgar sobre lo que «significan objetivamente» sus actos. Aquí tenemos de nuevo, no sólo la perspectiva del Juicio Final (que formula el «significado objetivo» de esos actos), sino también el agente presente que ya tiene la capacidad única para juzgar los acontecimientos actuales desde esa perspectiva[35].

Podemos ver ahora por qué el dictamen de Lacan «il n’y a pas de grand Autre» [«no hay un gran Otro»] nos lleva directamente al núcleo del problema ético: lo que excluye es precisamente esa «perspectiva del Juicio Final», la idea de que en algún lugar, aunque sea siquiera como punto de referencia virtual, y aunque aceptemos que no podemos ocupar nunca ese lugar para dictar desde él sentencia, tiene que haber una norma que nos permita valorar «objetivamente» nuestros actos y conocer su «significado real», su auténtico estatus ético. Incluso la idea de Derrida de la «deconstrucción como justicia» parece basarse en una esperanza utópica que mantiene el espectro de la «justicia infinita», para siempre pospuesta, siempre por llegar, pero que está ahí como horizonte último de nuestra actividad. El propio Lacan señalaba la forma de salir de ese embrollo refiriéndose a la filosofía de Kant como antecedente crucial de la ética psicoanalítica. Como tal, la ética kantiana alberga efectivamente un potencial «terrorista»; un rasgo que apunta en esa dirección sería la bien conocida tesis de Kant de que la Razón sin Intuición está vacía, mientras que la Intuición sin Razón está ciega. ¿No es su contrapartida política la afirmación de Robespierre según la cual la Virtud sin Terror es impotente, mientras que el Terror sin Virtud es funesto, al golpear ciegamente?

Según la crítica habitual, la limitación de la ética universalista kantiana del «imperativo categórico» (el apremio incondicional a cumplir nuestro deber) reside en su indeterminación formal: la ley moral no me dice cuál es mi deber, simplemente me dice que debería cumplir con mi deber, y así deja abierto el margen para un voluntarismo vacío (cualquier cosa que yo decida que es mi deber lo es realmente). Sin embargo, lejos de ser una limitación, esa misma característica nos lleva al núcleo de la autonomía ética kantiana: no es posible deducir de la ley moral misma las normas concretas que tengo que seguir en mi situación específica, lo que significa que el propio sujeto tiene que asumir la responsabilidad de traducir la inducción abstracta de la ley moral a una serie de obligaciones concretas. La aceptación cabal de esta paradoja nos obliga a rechazar cualquier referencia al deber como excusa: «Sé que esto es duro y puede ser doloroso, pero ¿qué puedo hacer?; es mi deber...» La ética kantiana del deber incondicional se toma a menudo como justificante de tal actitud, y el propio Adolf Eichmann aludió a la ética kantiana tratando de justificar su papel en la planificación y ejecución del Holocausto: sólo estaba cumpliendo con su deber y obedeciendo las órdenes del Führer. Sin embargo, el objetivo del énfasis kantiano en la autonomía moral plena del individuo y en su responsabilidad es precisamente evitar tales maniobras con las que se intenta desplazar la acusación hacia alguna figura del gran Otro.

El acostumbrado lema del rigor ético es: «¡No hay ninguna excusa para no cumplir con el deber!». Aunque la bien conocida máxima de Kant «Du kannst, denn du sollst!» [«¡Puedes, puesto que debes!»] parece ofrecer una nueva versión del aforismo, implícitamente lo complementa con su inversión mucho más terminante: «¡No hay excusa para cumplir con el deber!». La propia referencia a éste como excusa para mis actos debería por tanto ser rechazada como hipócrita. Recordemos el ejemplo proverbial del maestro severo y sádico que somete despiadadamente a sus alumnos a una disciplina y torturas sin cuento; su excusa ante sí mismo (y ante otros) es: «Yo mismo encuentro difícil ejercer tal presión sobre los pobres críos, pero ¿qué puedo hacer?; ¡es mi deber!». Esto es lo que prohíbe terminantemente la ética psicoanalítica, para la que soy totalmente responsable, no solamente de cumplir con mi deber, sino también de determinar cuál es éste.