Robin Hood - Espanol - Walter Scott - E-Book

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Walter Scott

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Beschreibung

Robin de Locksley, Robin Fitzhood o Robin Hood son sólo algunos de los nombres atribuidos históricamente al popular arquero de Sherwood, cuya historia hunde sus raíces en una serie de baladas y leyendas medievales inglesas que nos presentan inicialmente a un simple salteador de caminos para convertirlo con el tiempo en un proscrito justiciero y finalmente en un noble despojado injustamente de sus tierras.

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Robin de Locksley, Robin Fitzhood o Robin Hood son sólo algunos de los nombres atribuidos históricamente al popular arquero de Sherwood, cuya historia hunde sus raíces en una serie de baladas y leyendas medievales inglesas que nos presentan inicialmente a un simple salteador de caminos para convertirlo con el tiempo en un proscrito justiciero y finalmente en un noble despojado injustamente de sus tierras.

Walter Scott

Robin Hood

Título original: Robin Hood

Walter Scott, 1819.

Fuentes Literarias

La primera mención manuscrita de Robin Hood se encuentra en Pedro el Labrador (Piers Plowman) de William Langland en 1377, donde el sacerdote Sloth, declara: “Conozco las rimas de Robin Hood”. Años más tarde, el cronista escocés Juan de Fordun escribe que de los personajes de baladas, Robin Hood “es el que más me gusta”.

Al comienzo del siglo XVI, cuando se imprimen numerosas baladas, Robin aparece en ellas como un caballero (gentleman), nombre dado en esta época a los comerciantes o granjeros independientes. Será recién hacia fines del siglo que adquiere un título de nobleza y toma el nombre de «Robin de Locksley», o «Robert Fitz Ooth, conde de Huntington», y comienza a ser un personaje situado alrededor de 1190, cuando el rey Ricardo Corazón de León parte hacia Jerusalén en la Tercera Cruzada. La asociación romántica con Marian (o Marión, a veces también llamada Matilde) data de este período. El poeta romántico John Keats la menciona como personaje central en el poema que dedicó a Robin Hood a comienzos del siglo XIX.

Es en este siglo que Robin Hood se vuelve un rebelde sajón que combate a los señores normandos y aparece en Ivanhoe (novela) (1820), de Walter Scott. El novelista recrea esta época en su novela, que narra los conflictos entre los normandos y los antiguos anglosajones. Allí aparece Robin de Locksley, con su gavilla de arqueros, aliado al héroe del relato, un noble sajón que regresa de una cruzada en la que combatió junto con Ricardo Corazón de León, hermano de Juan.

En la obra de Howard Pyle, Las aventuras de Robin Hood 1883, excepto Marian, están todos los personajes que luego aparecen en las incontables adaptaciones de la leyenda.

Las diferentes recreaciones incluyen más o menos los mismos episodios: el encuentro de Robin con Little John en el bosque y el combate con palos sobre un tronco que atraviesa un arroyo; la aparición del pícaro fray Tuck en el bosque y su captura; la burla de Robin al sheriff en el concurso de arqueros, en el que Robin participa disfrazado de mendigo tuerto; el rescate de Will Stutely; un gran número de batallas con los hombres del sheriff; el regreso del legítimo rey Ricardo Corazón de León y el casamiento con Marian.

Desde la Edad Media a nuestros días, canciones y baladas, piezas de teatro y comedias musicales, películas y series de televisión, han ido construyendo un mito de acuerdo a sus respectivas épocas. Entonces vemos a Marian jugar tanto el papel de una guerrillera como el de una jovencita sumisa, o, el mismo Robin, presentado ya sea como un bandido o como un resistente que combate por una causa justa.

En 1958 dos obras de teatro recuperaron la figura del Conde de Hunttington que celebra su matrimonio y recupera el Título Nobiliario perdido. Walter Scott en su novela publicada en 1820 titulada Ivanhoe incorpora la figura de Robin como un noble Sajón de apellido Locksley. Este luchará por recuperar el trono para el rey Ricardo Corazón de León frente a su hermano Juan sin Tierra.

Capítulo I

Era el año de gracia de 1162, bajo el reinado de Enrique II; dos viajeros, con las vestimentas sucias por una larga caminata y el aspecto extenuado por la fatiga, atravesaban una noche los estrechos senderos del bosque de Sherwood, en el condado de Nottingham.

El aire era frío; los árboles, donde empezaban ya a despuntar los débiles verdores de marzo, se estremecían con el soplo del último cierzo invernal, y una sombría niebla se extendía sobre la comarca a medida que se apagaban sobre las purpúreas nubes del horizonte los rayos del sol poniente. Pronto el cielo se volvió oscuro, y unas ráfagas de viento sobre el bosque presagiaron una noche tormentosa.

—Ritson —dijo el viajero de más edad, envolviéndose en su capa—, el viento está redoblando su violencia; ¿no teméis que la tormenta nos sorprenda antes de llegar? ¿Estamos en el buen camino?

Ritson respondió:

—Vamos derechos a nuestro destino, milord, y, si mi memoria no falla, antes de una hora llamaremos a la puerta del guardabosque.

Los dos desconocidos anduvieron en silencio durante tres cuartos de hora, y el viajero a quien su compañero otorgaba el tratamiento de milord gritó impaciente:

—¿Llegaremos pronto?

—Dentro de diez minutos, milord.

—Bien; pero ese guardabosque, ese hombre a quien llamas Head, ¿es digno de mi confianza?

—Perfectamente digno, milord; mi cuñado Head es un hombre rudo, franco y honrado; escuchará con respeto la admirable historia inventada por Su Señoría, y la creerá; no sabe lo que es una mentira, ni siquiera conoce la desconfianza. Fijaos, milord —gritó alegremente Ritson, interrumpiendo sus elogios sobre el guardabosque—, mirad allí: aquella luz que colorea los árboles con su reflejo, pues bien, proviene de la casa de Gilbert Head. ¡Cuántas veces en mi juventud la he saludado lleno de felicidad!

—¿Está dormido el niño? —preguntó de repente el hidalgo.

—Sí, milord —respondió Ritson—, duerme profundamente y a fe mía que no comprendo por qué Su Señoría se preocupa tanto por conservar la vida de una pequeña criatura que tanto daña a sus intereses. Si queréis desembarazaros para siempre de este niño, ¿por qué no le hundís dos pulgadas de acero en el corazón? Estoy a vuestras órdenes, hablad. Prometedme como recompensa escribir mi nombre en vuestro testamento, y este pequeño dormilón no volverá a despertarse.

—¡Cállate! —repuso bruscamente el hidalgo—. No deseo la muerte de esta inocente criatura. Puedo temer ser descubierto en el futuro, pero prefiero la angustia del temor a los remordimientos de un crimen. Además, tengo motivos para esperar e incluso creer que el misterio que envuelve el nacimiento de este niño no será desvelado jamás. Si no ocurriera así, sólo podría ser obra tuya, Ritson, y te juro que emplearé todos los instantes de mi vida en vigilar rigurosamente tus actos y tus gestos. Educado como un campesino, este niño no sufrirá la mediocridad de su condición; aquí se creará una felicidad de acuerdo con sus gustos y costumbres, y jamás lamentará el nombre y la fortuna que hoy pierde sin conocerlos.

—¡Hágase vuestra voluntad, milord! —replicó fríamente Ritson—; pero, de verdad, la vida de un niño tan pequeño no vale las fatigas de un viaje desde Huntingdonshire a Nottinghamshire.

Por fin los viajeros echaron pie a tierra ante una bonita cabaña escondida como un nido de pájaros en un macizo del bosque.

—¡Eh! Head gritó Ritson con voz alegre y sonora-. ¡Eh! Abre deprisa; está lloviendo mucho, y desde aquí veo el fuego de tu chimenea. Abre, buen hombre, es un pariente quien te pide hospitalidad.

Los perros rugieron en el interior de la casa, y el prudente guarda respondió en primer lugar:

—¿Quién llama?

—Un amigo.

—¿Qué amigo?

—Roland Ritson, tu hermano. Abre, buen Gilbert.

—¿Roland Ritson, de Mansfield?

—Sí, sí, el mismo, el hermano de Margarita. Vamos, ¿vas a abrir? —añadió Ritson impaciente—. Charlaremos mientras comemos algo.

La puerta se abrió al fin y los viajeros entraron.

Gilbert Head dio cordialmente la mano a su cuñado y saludando cortésmente al hidalgo le dijo:

—Micer caballero, sed bienvenido, y no me acuséis de haber infringido las leyes de la hospitalidad por haber mantenido cerrada la puerta entre vos y mi hogar. El aislamiento de esta casa y el vagabundeo de los «outlaws» (bandidos) por el bosque exigen prudencia; no basta ser valiente y fuerte para escapar del peligro. Aceptad mis excusas, noble forastero, y tomad mi casa por la vuestra. Sentaos al fuego para que se sequen vuestros vestidos; ahora ya se ocuparán de vuestras monturas. ¡Eh! ¡Lincoln! —gritó Gilbert entreabriendo la puerta de una habitación contigua—, lleva los caballos de estos caballeros al cobertizo, porque nuestra cuadra es demasiado pequeña.

En seguida apareció un robusto campesino vestido de guardabosque, atravesó la sala, y salió sin echar siquiera una mirada de curiosidad a los recién llegados; luego, una linda mujer, de apenas treinta años, vino a ofrecer sus dos manos y su frente a los besos de Ritson.

—¡Querida Margarita! ¡Querida hermana! —gritaba éste acariciándola mientras la contemplaba con una cándida mezcla de admiración y sorpresa—. No has cambiado, tu frente es tan pura, tus ojos tan brillantes, tan rosadas tus mejillas y tus labios como en los tiempos en que nuestro buen Gilbert te cortejaba.

—Es que soy feliz —respondió Margarita dirigiendo una tierna mirada a su marido.

—Puedes decir: somos felices, Maggie -añadió el honrado guardabosque-. Gracias a tu alegre carácter no ha habido todavía ni enfados ni querellas en nuestra casa. Pero ya hemos hablado bastante de ello; ocupémonos de nuestros huéspedes… ¡Bueno! querido cuñado, quítate la capa; y vos, micer caballero, deshaceos de esa lluvia que impregna vuestros vestidos, como el rocío de la mañana sobre las hojas. Cenaremos enseguida. Maggie, deprisa, pon uno o dos haces de leña en la chimenea, coloca sobre la mesa los mejores platos y en las camas las más blancas sábanas que tengas; deprisa.

Mientras que la diligente joven obedecía a su marido, Ritson se desprendió de su capa y descubrió a un precioso niño envuelto en un manto de cachemira azul. La cara redonda, fresca y encarnada de aquel niño de apenas quince meses, anunciaba una salud perfecta y una robusta constitución.

Una vez que hubo arreglado cuidadosamente los pliegues del tocado de aquel bebé, Ritson colocó su pequeña y linda cabeza bajo un rayo de luz que hizo resurguir toda su belleza, y llamó dulcemente a su hermana.

Margarita acudió.

—Maggie —le dijo—, tengo un regalo para ti, para que no puedas acusarme de haber venido a verte con las manos vacías después de ocho años de ausencia…, toma, mira lo que te traigo.

—¡Santa María! —gritó la joven juntando sus manos—. ¡Santa María, un niño! Ronald, ¿es tuyo este angelito tan maravilloso? ¡Gilbert, Gilbert, ven a ver que niño más encantador!

—¡Un niño! ¡Un niño en brazos de Ritson! —Y lejos de entusiasmarse como su mujer, Gilbert lanzó una severa mirada a su pariente—, ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué historia es esa del bebé? Vamos, habla, sé sincero, quiero saberlo todo.

—Este niño no me pertenece, buen Gilbert; es huérfano, y este caballero es su protector sólo por voluntad propia.

Margarita se apoderó vivamente del pequeño, que aún dormía, le llevó a su habitación, le depositó en su cama, le cubrió las manos y el cuello de besos, le envolvió cálidamente en su bello mantelete de fiesta, y volvió a reunirse con sus huéspedes.

La cena transcurrió alegremente y, al final de la comida el caballero dijo al guarda:

—El interés que vuestra encantadora mujer demuestra para con este niño me ha decidido a haceros una proposición relativa a su bienestar futuro. Pero primero permitidme informaros de ciertas peculiaridades referentes a la familia, nacimiento y situación actual de este pobre huérfano de quien soy el único protector. Su padre, antiguo compañero de armas en mi juventud, pasada en los campos de batallas, fue mi mejor y más íntimo amigo. Al comienzo del reinado de nuestro glorioso soberano Enrique II, vivimos juntos en Francia, ya en Normandía, en Aquitania, o en Poitou y, después de una separación de algunos años, volvimos a encontrarnos en el país de Gales. Antes de abandonar Francia, mi amigo se había enamorado perdidamente de una joven, se había casado con ella y la había traído a Inglaterra, junto a su familia. Por desgracia, aquella familia, orgullosa y altiva rama de una casa principesca y llena de prejuicios idiotas, se negó a admitir en su seno a la joven, que era pobre y no tenía más nobleza que la de sus sentimientos. Aquella injuria la hirió de tal manera que, ocho días después, murió después de haber traído al mundo al niño que queremos confiar a vuestros buenos cuidados; ya no tiene padre, porque mi pobre amigo cayó herido de muerte en un combate en Normandía, hace de ello diez meses. Si Dios concede vida y salud a este niño, será el compañero de mis días de vejez; le contaré la triste y gloriosa historia del autor de sus días, y le enseñaré a andar con paso firme por los mismos senderos que anduvimos su valiente padre y yo, entretanto vos criaréis al niño como si fuera vuestro, y os juro que no lo haréis gratuitamente. Responded, maestro Gilbert: ¿aceptáis mi proposición?

El caballero esperó ansiosamente la respuesta del guardabosque quien, antes de comprometerse, interrogaba a su mujer con la mirada; pero la bonita Margaret volvía la cabeza y la inclinaba hacia la puerta de la habitación de al lado, sonriendo y tratando de escuchar el imperceptible murmullo de la respiración del niño.

Ritson, que analizaba furtivamente con el rabillo del ojo la expresión de la fisonomía de los dos esposos, comprendió que su hermana estaba dispuesta a hacerse cargo del niño a pesar de las vacilaciones de Gilbert, y dijo con voz muy persuasiva:

—La risa de ese ángel será la alegría de tu hogar, mi dulce Maggie, y te juro por san Pedro que oirás otro sonido no menos alegre; el sonido de las guineas que Su Señoría pondrá cada año en tu mano.

—¿Vaciláis, maestro Gilbert? —dijo el caballero frunciendo el ceño—. ¿Os disgusta mi proposición?

—Perdón, mi señor, vuestra proposición me resulta muy agradable y nos haremos cargo del niño si mi querida Maggie no tiene ningún inconveniente. Vamos, mujer, di lo que piensas; tu voluntad será la mía.

—Bien, yo seré su madre. —Luego, dirigiéndose al caballero, añadió—: Y si algún día quisierais recobrar a vuestro hijo adoptivo, os lo devolveremos con el corazón oprimido, pero nos consolaremos de su pérdida pensando que en adelante será más feliz junto a vos que bajo el humilde techo de un pobre guardabosque.

—Las palabras de mi mujer constituyen un compromiso —repuso Gilbert—, y, por mi parte, juro velar por este niño y servirle de padre. Os doy mi palabra, micer caballero.

Y tomando de su cinto uno de sus guanteletes, lo echó sobre la mesa.

—Una palabra por otra y un guante por otro —replicó el hidalgo, echando también un guantelete sobre la mesa—. Ahora hemos de ponernos de acuerdo sobre el precio de la pensión del bebé. Tened, buen hombre, tomad esto; todos los años recibiréis otro tanto.

Y sacando de su jubón una bolsita de cuero, llena de monedas de oro, intentó ponerla en manos del guardabosque.

Pero éste rehusó.

—Guardad vuestro oro, mi señor; las caricias y el pan de Margarita no se venden.

Durante un rato la pequeña bolsa de cuero fue de las manos de Gilbert a las del caballero. Al fin, y a propuesta de Margarita, convinieron que el dinero recibido cada año en pago de la pensión del niño fuera guardado en lugar seguro, para ser entregado al huérfano al alcanzar su mayoría de edad.

Una vez arreglado aquel asunto a gusto de todos, se separaron para ir a dormir. Al día siguiente, Gilbert se levantó al amanecer y miró con envidia los caballos de sus huéspedes; Lincoln se ocupaba ya de su limpieza.

Entonces se dio cuenta de que los viajeros habían cogido sus pobres caballos, dos feas jacas, y se habían marchado dejándole sus excelentes monturas. No obstante le contrarió el que Ritson no se hubiera despedido. Su mujer defendió a su hermano:

—¿Acaso no sabes que Ritson evita venir a esta región desde la muerte de tu pobre hermana, Anita, su prometida? El aire de felicidad de nuestra casa habrá despertado sus penas.

—Tienes razón, mujer —respondió Gilbert con un gran suspiro—. ¡Pobre Anita!

—Lo peor del asunto —respondió Margarita— es que no sabemos ni el nombre ni la dirección del protector del niño. ¿Cómo le avisaremos si cae enfermo? ¿Y cómo llamaremos al niño?

—Escoge el nombre, Margarita.

—Escógelo tú mismo, Gilbert; es un muchacho, y a ti te corresponde.

—Pues bien; si tú quieres, le daremos el nombre del hermano que tanto amé; no puedo pensar en Anita sin acordarme del infortunado Robín.

—Sea, ya está bautizado, ¡nuestro gentil Robín! —exclamó Margarita cubriendo de besos la cara del niño que le sonreía ya como si la dulce Margarita hubiera sido su madre.

Así pues, el huérfano recibió el nombre de Robín Head. Más tarde, y sin causa conocida, la palabra Head se cambió por Hood, y el pequeño forastero se hizo muy célebre en todo el condado de Nottingham bajo el nombre de Robín Hood.

Capítulo II

Han transcurrido quince años desde aquel acontecimiento; la calma y la felicidad no han dejado de reinar bajo el techo del guardabosque, y el huérfano cree todavía ser el amado hijo de Margarita y de Gilbert Head.

Una bella mañana de junio, un hombre de avanzada edad, vestido como un campesino acomodado y montado en un vigoroso pony, recorría el camino que conduce por el bosque de Sherwood, al bonito pueblo de Mansfeldwoohaus.

El cielo estaba limpio.

La cara de nuestro viajero se alegraba bajo la influencia de tan bello día; su pecho se dilataba, respiraba a pleno pulmón, y con voz fuerte y sonora lanzaba al aire el estribillo de un viejo himno sajón, un himno a la muerte de los tiranos.

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