Romance en tres patas - Katie Hafner - E-Book

Romance en tres patas E-Book

Katie Hafner

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Beschreibung

Esta es una formidable biografía de uno de los pianistas más emblemáticos de la historia: Glenn Gould, y del "dúo dinámico" que lo acompañó: su afinador, el casi ciego y sinestésico Vern Edquist, y su piano, el CD 318, al cual el canadiense dedicó una milimétrica y obsesiva búsqueda, no sin discutir con Edquist, por el sonido perfecto. Gould, un artista que renunció al formato de concierto y se dedicó a realizar grabaciones que se volvieron fundamentales, tuvo una relación fascinante con su piano. Detrás de un gran pianista hay un gran afinador, reza la frase. En el contexto histórico del siglo XX, aquí se recorre la historia de la Steinway & Sons, que tuvo que fabricar féretros durante la Depresión. Este libro también es la biografía de un piano. Este libro, polifónico en muchos sentidos, congrega disciplinas, anécdotas y recorre la historia a través de ellas al tiempo que reflexiona sobre la tensión entre el artista y el medio y abraza al fantasma del clavecín. La investigación de Katie Hafner es fantástica. "Este libro cuenta la historia de Gould a través de sus obsesiones", The New York Times "Una biografía bien temperada", Galileu "Hafner esculpió montañas de investigación", Toronto Star

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ROMANCE EN TRES PATAS

COLECCIÓN NO FICCIÓN

ROMANCE EN TRES PATAS

Primera edición, 2020

© Copyright Katie Hafner, 2008

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Diseño de portada: Abril Castillo

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2020, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

Tamaulipas 104 interior 3,

Col. Hipódromo de la Condesa

C.P. 06170, Ciudad de México

[email protected]

www.elefantaeditorial.com

@ElefantaEditor

elefanta_editorial

D.R. © Universidad Veracruzana

Dirección Editorial

Nogueira núm. 7, Centro, C.P. 91000

Xalapa, Veracruz, México

Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

[email protected]

https://www.uv.mx/editorial

ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-9321-92-5

ISBN EBOOK: 978-607-9321-93-2

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

ROMANCE EN TRES PATAS

KATIE HAFNER

TRADUCCIÓN: PABLO CHEMOR NIETO

PRÓLOGO

OTTAWA, 1983

LLEGÓ EN UN GRAN CAMIÓN DE MUDANZAS: 226 CAJAS llenas de objetos que, si fueran de alguien más, fácilmente hubieran acabado en un basurero. Cada caja contenía miles de hojas de bloc amarillo rayado llenas de garabatos indescifrables escritos con plumín negro. Había además una buena cantidad de esos plumines.

En las cajas también había cientos de casetes, muchas llaves de hotel y de coches rentados, una baraja, dos relojes de pulsera, una colección de perros de porcelana (en su mayoría collies), varias mancuernillas sin par, carteras de piel, tres batutas, una taza con la inscripción FAVOR DE NO DISPARARLE AL PIANISTA, fotografías, guiones de radio, cheques cancelados, camisas y pantalones extremadamente desgastados, dos pares de guantes de lana beige, dos gorras de tweed, y un sinnúmero de frascos de medicinas: pastillas para la presión arterial, los resfriados, el dolor de articulaciones, el insomnio, y para la circulación.

También había una caja grande que mandó Steinway & Sons unos años antes; contenía un set entero de martinetes. En un cajón de una mesa que era parte de esta colección estrafalaria había doce bloques de madera que se habían usado para elevar la altura de varios pianos.

Pero el artefacto más famoso que llegó en ese camión era la “silla pigmea”, una silla plegable, maltratada, sólida, extraordinariamente baja, que se sostenía gracias a armazones de metal, pegamento, y cuerdas de piano. La silla alguna vez tuvo un asiento acolchonado, del que no quedaba rastro. La única manera en que alguien podía sentarse sin caer por el agujero era encaramándose a un soporte de madera que atravesaba el marco de atrás para adelante.

Éstas eran las pertenencias de Glenn Gould, el brillante y excéntrico pianista canadiense, uno de los tesoros culturales más importantes del país, que había muerto en 1982 a los cincuenta años. Idiosincrasias poco comunes, incluso para un músico clásico, caracterizaron su abreviada vida. En 1964, a la edad de treinta y uno y después de una corta pero meteórica carrera como concertista, renunció a la vida pública, se confinó a su natal Toronto, y se dedicó al grabar en el estudio. El éxito de sus grabaciones de J.S. Bach y de compositores poco conocidos del siglo xx, junto con su personalidad poco común, capturó la atención del mundo —y de admiradores apasionados.

La manera de tocar de Gould evocó respuestas viscerales en gente que nunca se había detenido a escuchar música clásica. Hay algo del silencio antes y después de cada nota, de la riqueza de las diferentes voces, que cautivó la imaginación e hizo que los escuchas sintieran sus vidas más profundas, mejores. Muchas personas han escuchado la exitosa grabación de 1955 de las Variaciones Goldberg de Bach —la pequeña aria y sus treinta variaciones virtuosas— y se han vuelto admiradores de por vida.

Para algunos, incluyendo a los que conocían bien la música, la manera de tocar de Gould les permitió escuchar cosas nuevas. Otros, incluyendo a los que no tenían ninguna afinidad por la música clásica, reportaron que sintieron una conexión intuitiva con la música cuando escucharon tocar a Gould. Bruno Mosaingeon, un cineasta y violinista francés, estaba en una tienda de discos en Moscú, a finales de los años sesenta, cuando se topó con un par de grabaciones de Gould, a quien no conocía. Cuando escuchó los discos, el cineasta comparó la experiencia con una epifanía religiosa, como si una voz le dijera “Sígueme”. Mosaingeon dedicaría los siguientes veinte años de su vida a realizar películas sobre Gould. Un cirujano cardiólogo sugería a cada uno de sus pacientes que escuchara las grabaciones de Gould de música de Bach antes de las operaciones. Una repartidora de UPS en Roanoke, Virginia, le contó a un académico especializado en Gould sobre el día que unas frases de las Variaciones Goldberg aparecieron en el radio, y ella instintivamente acercó su mano al botón para cambiar la estación. Pero estaba dando la vuelta, y necesitaba ambas manos en el volante, así que la música continuó. Y continuó, transformándola en una seguidora devota del trabajo de Gould.

Nadie, ni el mismo Gould, pudo prepararse para el infarto que provocaría su inesperada muerte. Una vez que su abogado decidió mandar todas sus pertenencias a la Biblioteca Nacional de Canadá, en Ottawa, la tarea de clasificar todo recayó en un empleado de la biblioteca y en un experto musical externo, contratado específicamente para este propósito. Después de desechar artículos impersonales —directorios telefónicos, menús de pizza a domicilio— se enfrentaron a la montaña de miscelánea personal y empezaron a sentir que tirar cualquier cosa sería un sacrilegio, en parte porque ni siquiera el mismo Gould había logrado deshacerse de ello. Así que mandaron hasta la última hoja amarilla rayada con una pequeña anotación, cada tarjeta de Navidad y bote de aspirinas, a Ottawa, a la Biblioteca Nacional, el repositorio canadiense de tesoros nacionales.

Curadores y musicólogos pasarían los siguientes años ordenando los papeles y la música, eventualmente transfiriendo gran parte a microfilm para evitar que biógrafos y curiosos manipularan los originales. Algunos de los artefactos, como ropa, carteras, estatuillas, y llaves, fueron transferidas eventualmente al Museo Canadiense de la Civilización, del otro lado del río Ottawa, en Quebec. Después de unos años los curadores colocaron la silla pigmea, la única forma de asiento que Gould utilizaba para tocar el piano, en una vitrina, donde asumió una presencia fantasmagórica junto a los elevadores del cuarto piso.

Y estaba también el piano, que la Biblioteca Nacional decidió adquirir del patrimonio de Gould. Un Steinway de concierto de ocho pies, once pulgadas y un cuarto, conocido como CD 318 (la C para indicar que tenía un status especial, de los pianos que Steinway apartaba para sus concertistas, y la D que denota que es el modelo más grande de los pianos de Steinway). Como todos los pianos Steinway, portaba su propio número de serie: 317194. Helmut Kallmann, el director del área de música de la biblioteca, supervisó la entrega de CD 318 y describió más tarde cómo tres robustos y expertos mudanceros descargaron cada una de las 1,325 libras que pesa el instrumento, y lo depositaron en el lobby de la planta baja, sin mayor ceremonia. Desataron las correas, quitaron las colchonetas, atornillaron las patas, pidieron una firma y se fueron.

Kallman, siendo también músico, era un devoto del trabajo de Gould. En la década de 1960 se había cruzado con él, ocasionalmente, en la Canadian Broadcasting Corporation, donde Kallmann supervisaba la biblioteca musical. Gould aparecía esporádicamente buscando partituras y a veces se quedaba a platicar. Las excentricidades del pianista eran siempre evidentes, al igual que su encanto. Gould se ganó el cariño de Kallmann el día que le preguntó: “¿En qué tonalidad crees que esté mi personalidad?”

Como la mayoría de los admiradores de Gould, Kallmann sabía del legendario Chickering, un piano de media cola de cien años de edad, famosamente adorado por Gould. Pero cuando llegó el momento de adquirir uno de los pianos de Gould para la colección permanente de la Biblioteca Nacional, Kallmann y sus colegas del área de música sabían que tenía que ser CD 318, el piano que acompañó a Gould en casi todas las grabaciones de su carrera.

A lo largo de su historia Steinway había construido muchos instrumentos hermosos. No sólo el clásico piano de cola retocado con ébano, sino también una serie de pianos con la caja decorada. Entre los más conocidos están el elaborado piano decorativo construido para Cornelius Vanderbilt, en blanco y dorado y con pinturas de Apolo rodeado de querubines, y el piano creado para la Casa Blanca, con las patas labradas en forma de águilas. Para el hotel Waldorf-Astoria en Nueva York Steinway construyó adornos de caparazón de tortuga y un candelabro. Para E. L. Doheny, el magnate petrolero, Steinway diseñó un piano dorado al estilo Luis XV, con patas labradas y molduras elaboradas. Incluso los Steinway de concierto estándar de ébano pulido eran majestuosos, aunque fueran austeros.

No era el caso de este instrumento.

El piano que llegó al medio día a la bahía de carga detrás de la biblioteca, con la caja negra rayada y abollada, la tapa ligeramente desalineada, y desfigurada por hendiduras evidentes, tenía todas las características de un huérfano. Los archivistas en Ottawa sabían que este instrumento de semblante cansado había sido el favorito de los pianos de concierto de Gould. Y sabían que una vez hubo un accidente que dejó al piano casi inservible. Pero eso era todo lo que sabían.

Una noche poco después de la llegada del piano, una vez que todos sus colegas habían terminado su turno, y asegurándose de que estaba solo, Kallmann se sentó en CD 318 y empezó a tocar. Primero se sorprendió y después lo impresionó la increíble respuesta del piano, el toque improbablemente ligero. Con razón Gould, cuya musicalidad iba de la mano con su destreza, había sentido tanto apego por él. De pronto Kallmann sintió que entendió algo sobre el gran pianista y el piano que amó. A lo largo de la vida de Gould sus fans especularon que el piano que usaba tenía que haber sido alterado de una manera extraordinaria, tal vez intervenido con algún equipo especial que permitiera que los dedos de Gould volaran de la manera en la que lo hacían. Pero Kallmann examinó con detenimiento el instrumento y no encontró nada fuera de lo normal, ningún equivalente pianístico a la velocidad Warp. Usando herramientas ordinarias para afinar y ajustar el piano, un técnico había logrado darle ese mecanismo de gatillo hipersensible. Kallmann pensó maravillado: qué pedazo de técnico.

Kallmann se dio a la tarea de investigar la procedencia de CD 318. Una de las primeras llamadas que realizó fue a la T. Eaton Company, la enorme tienda departamental de Toronto, cuyo departamento de pianos había sido responsable del instrumento durante casi tres décadas antes de que Gould lo comprara en 1973. Kallmann fue referido con Muriel Mussen, quien se había retirado recientemente de Eaton’s después de más de treinta años trabajando en el departamento de pianos, encargada de escoger instrumentos entre una gran colección de pianos para concertistas visitantes.

Ah, sí, dijo Mussen cuando Kallmann explicó el porqué de su llamada. CD 318. Y Glenn Gould. Claro. El piano, dijo, llegó a Eaton’s por ahí de 1946, y durante varios años los pianistas importantes que pasaban por Toronto en sus giras lo utilizaron para sus conciertos. Pero el piano comenzó a envejecer. De hecho, en los años cincuenta, los concertistas empezaron a reportar quejas. Y en 1960, cuando Eaton’s se preparaba para deshacerse de él —con lo que quiso decir que lo regresarían a Steinway a cambio de un instrumento nuevo— Glenn Gould se topó con él.

Desde el momento que abrió la tapa, Gould quedó atónito. Era famosamente quisquilloso con los pianos y durante años rechazó la mayoría de los Steinway de fábrica. Por fin encontró, por casualidad, un piano cuyas cualidades se alineaban perfectamente con su estilo de tocar tan particular. En poco tiempo estaría tocando a CD 318 exclusivamente. Ese piano, observó Mussen, terminaría siendo tan excéntrico como el mismo Glenn Gould, consentido y alterado y ajustado por el técnico principal de Mr. Gould —un hombre a quien Muriel Mussen se refirió simplemente como Verne— para conseguir la sensibilidad extraordinaria en el teclado que Gould necesitaba. Explicó que el apego de Gould hacia CD 318 creció tanto, y llegó a desconfiar tanto de pianos desconocidos, que insistía viajar con su instrumento para los conciertos importantes. Y más tarde, cuando dejó de tocar en público, realizó casi todas sus grabaciones con CD 318.

Una vez, recordó Mussen, alabando las virtudes de su piano, Gould le dijo algo sobre su relación con CD 318 que ella nunca olvidaría: “Es la primera vez en la historia”, dijo, “que hay un romance en tres patas”.

UNO

TORONTO

GLENN GOULD NACIÓ EN 1932 EN EL SENO DE UNA FAMIlia de clase sólidamente media, en un barrio arbolado y tranquilo en las afueras al Este de Toronto.

El padre de Glenn, Bert, era un comerciante de pieles que había tocado el violín de joven; la madre de Glenn, Florence, era pianista y maestra de música. Ambos eran cantantes. La casa de dos pisos de ladrillos donde Glenn viviría más de la mitad de su vida no era nada ostentosa, pero la familia contaba con la afluencia suficiente para comprar coches y radios, y les alcanzaba para personal de servicio de planta y una niñera, y su prosperidad relativa los mantuvo bastante blindados de la Depresión.

Los Gould —metodistas por un lado, presbiterianos por el otro— eran personas discretamente religiosas. Tanto Bert como Florence provenían de una tradición que estresaba la moral, así como la autoridad de la Biblia; favorecía la razón por encima de la pasión, y consideraba el ocio un pecado. Asistían devotamente a la iglesia, y durante su niñez Glenn acompañó a sus padres a misa los domingos.

Glenn tenía predeterminada una vida en la música. Florence estaba segura de la genialidad musical de su hijo desde que era un niño pequeño. “Estaba convencida de que iba a ser músico”, recordó algunos años después Jessie Greig, primo de Glenn. Desde la infancia Glenn era expresivo verbalmente y hablaba con frases enteras antes de cumplir un año. Pero fue en el mundo de la música donde encontraría su verdadera expresión. Cuando Glenn tenía tres años, su madre notó que él podía nombrar correctamente una nota que alguien cantaba en una grabación, una señal de oído absoluto: la habilidad psicoacústica que le permite a una persona reconocer cada nota, saber cómo suena un Do de la misma manera que la mayoría de la gente reconoce el color azul. Fascinada con la agudeza de su hijo, Florence inventó un juego en el que ella se sentaba en el piano y Glenn en una habitación del otro lado de la casa. Florence tocaba un acorde y Glenn lo nombraba. Podía hacer esto no sólo con triadas simples, sino también con acordes complejos que contenían más notas de lo común. Su padre notó que cuando sucedía algo que normalmente provocaría el llanto en un niño —caerse, por ejemplo— el pequeño Glenn canturreaba en vez de llorar.

Era un niño extraordinariamente sensible. Contaba con una hipersensibilidad táctil, tanto al tocar como al ser tocado, y no soportaba los colores brillantes. Sus colores favoritos, según repitió él en numerosas ocasiones, eran el “gris de barco de guerra y el azul de media noche”. A lo largo de su vida, no podía pensar claramente en una habitación pintada de colores primarios. Cuando sus padres lo llevaron a ver Fantasía de Walt Disney,1 el “espantoso estruendo de colores” le provocó un dolor de cabeza y lo dejó nauseabundo.

Glenn también era un niño muy auditivo. Aun cuando sus sentidos de vista y olfato no se habían terminado de desarrollar, el sonido musical lo podía conmover profundamente. A diferencia de la mayoría de los niños, Glenn no necesitaba dar pianazos en el teclado para interesarse en lo que estaba escuchando. En cuanto llegó al tamaño mínimo necesario para sentarse en las rodillas de su abuela frente al piano, tocaba las teclas una por una con esos dedos que desde entonces ya eran largos y afilados, presionando una tecla hasta que el sonido desapareciera completamente, fascinado por su gradual desvanecimiento.

A los tres años, antes de poder leer palabras, Glenn ya sabía leer música. Una de sus niñeras2 recordó más tarde cómo el descubrimiento de esta habilidad extraordinaria llevó a Florence a pensar que su hijo era la reencarnación de alguno de los grandes compositores. El mismo Gould mencionó en una ocasión que nunca le impusieron el aprender música o tocar el piano, sino que lo tomó como si se hubiera sumergido en una alberca, y como resultado, se convirtió en un buen nadador. Y sus manos ágiles eran un bien que él resguardaba intuitivamente, incluso desde pequeño. Si alguien le lanzaba una pelota, aunque fuera rodando por el piso, él retiraba sus manos o se daba la vuelta. “Era como si supiera que por alguna razón tenía que proteger esos dedos”, recordó su padre, algunos años después.

Cuando Glenn cumplió cuatro años su fascinación con el piano ya lo había llevado a tomar clases formales con Florence, fortaleciendo así el lazo, de por sí sólido, entre madre e hijo. Fue en estas clases donde el don de Glenn se hizo todavía más evidente. Para reforzar el talento nato de su hijo, Florence, que también era maestra de canto, le enseñó a Glenn a cantar todo lo que tocaba, sembrando así una semilla de lo que se convertiría en un hábito de por vida. Florence era una maestra precisa. “Nunca lo dejaba tocar ni una nota equivocada”, recordó Jessie, el primo de Glenn. “Si tocaba una nota equivocada ella lo detenía inmediatamente”.

El piano se convirtió en el lugar preferido de Glenn para pasar el día.3 Lejos de obligar a su hijo a tocar el piano, los Gould tenían el problema contrario. Cuando sentían la necesidad de castigarlo por algo cerraban la tapa con llave, una medida que su padre describió como algo “peor que un castigo físico”.

Antes de la adolescencia Glenn ya había decidido que quería ser un concertista. En 1938 sus padres lo llevaron a la Sinfónica de Toronto.4 El concierto, sobre todo el sonido amplio de la orquesta completa, impresionó mucho al joven Glenn, quien más tarde contaría en una entrevista cómo recordaba el camino de regreso a casa en el coche. “Me estaba quedando dormido, estaba en ese estado entre dormido y despierto en el que uno escucha cualquier cantidad de sonidos increíbles en su cabeza, y eran sonidos orquestales. Pero yo los estaba tocando”.

Elizabeth Fox, amiga y visita recurrente de la casa de los Gould,5 una vez comparó al trío —Bert, Florencia y su hijo tan poco común— con la familia que E.B White creó en Stuart Little, en la que el hijo de una pareja de humanos es un ratón, un chiquitín dulce que al mismo tiempo es anormalmente diferente. “Cuando ibas a casa de los Gould, pensabas: estas personas produjeron algo que no es de ellos”, dijo. “Está vestido… como un humano, y toca el piano, pero siempre lo veían con asombro”.

A diferencia de muchos padres de niños talentosos, Florence y Bert no tenían la intención de forzar a Glenn a subirse al escenario, prefiriendo que él se desarrollara a su propio ritmo. Cuando tenía cinco años le permitieron tocar en público por primera vez, en una misa dominical, donde acompañó al piano a sus padres cantando Revive Us Again, un himno del siglo diecinueve. De ahí en adelante tocó en público esporádicamente. Pero durante años, hasta muy avanzada su adolescencia, los Gould mantuvieron a Glenn fuera de la esfera pública; intuían que ese nivel de exposición podía poner en riesgo su salud mental, o física, o ambas. Y aunque para la mayoría de los pianistas la ruta típica hacia el éxito y el reconocimiento son los concursos, Glenn siempre se mantuvo alejado de ellos. A lo largo de su vida se opuso vehementemente a cualquier actividad musical que oliera a competencia,6 declarando que ese tipo de concursos dejaban a los participantes “víctimas de una lobotomía espiritual”. Sin embargo, como era de esperarse, en los pocos concursos a los que sus padres sí lo inscribieron, tres Kiwanis Music Festivals a mediados de los cuarentas, siempre salió con numerosos premios.

Para la educación general de Glenn sus padres comenzaron con un maestro particular. Pero cuando cumplió ocho años y estaba listo para entrar a segundo grado, lo inscribieron a la escuela pública de Williamson Road, que estaba al lado de su casa. Pasó el año con tanta facilidad que le dieron permiso de saltarse un año y entrar directo a cuarto grado. En general, recordó su padre,7 Glenn era un niño feliz, “normal, sano, que le gustaba divertirse” y con actitud positiva. Robert Fulford, que vivía en la casa de al lado, describió a Glenn como “un niño adorable”. “Era muy chistoso”, dijo Fulford. “No se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Se tomaba la música muy en serio, pero no a sí mismo”. Fulford recordó que a veces, cuando caminaba a casa de la escuela, Glenn dirigía una orquesta invisible, agitando los brazos mientras canturreaba las partes de los distintos instrumentos.

Pero una vez entrada la adolescencia, Glenn se perdió cada vez más en un mundo lleno de música. Y las características que lo definieron más tarde como adulto —hipocondria, tendencias obsesivas y de reclusión—empezaron a manifestarse. Tenía pocos amigos. No ayudaba que detestaba las actividades grupales, sobre todo los deportes, y su aislamiento provocaba que lo molestaran. Una vez contó en una entrevista que no lo golpeaban todos los días; lo golpeaban un día sí y un día no.

Si hay algo con lo que Glenn se relacionaba fuera de la música eran los animales. Cuando paseaba en bicicleta en los alrededores de la casa de campo que sus padres tenían junto a un lago, cerca de Toronto, le cantaba a las vacas. Tuvo como mascotas conejos, tortugas, un zorrillo con todo su mecanismo operando, y peces llamados Bach, Beethoven, Chopin, y Haydn, y un perico llamado Mozart. Hubo también una serie de perros muy queridos: un gran terranova llamado Buddy, un sétter inglés llamado Sir Nickolson of Garelocheed —Nick, de cariño— y más tarde, Banquo, un collie. Uno de los sueños de la infancia de Glenn era crear una reserva para animales viejos, lastimados y callejeros en la isla Manitoulin, al norte de Toronto, donde quería pasar su vejez, rodeado de animales.

Desde muy joven Gould se sintió fuertemente identificado con la sensibilidad puritana. A lo largo de su vida adulta dijo con frecuencia que él era el último puritano, y no Oliver Alden, el héroe titular de la novela de George Santayana, un libro que admiraba profundamente. Oliver era un joven serio y comedido; su mente, inquisitiva e inquieta, lo llevó a entender muchas cosas, pero era incapaz de vivir la vida de la mente como un juego, de deleitarse y dejar que esas cosas que entendía lo llevaran a algún lado.

Florence Gould era apasionadamente devota y extremadamente protectora de su hijo sensible y talentoso. En el invierno lo mantenía protegido excesivamente de los elementos; incluso cuando no hacía tanto frío. Y durante todo el año le advertía sobre los peligros de los gérmenes. Sus cuidados extremos fueron el principio del miedo que su hijo desarrolló a las enfermedades. Toda su vida Gould se envolvió en bufandas de lana, mitones —que a veces utilizaba sobre guantes sin dedos— gorras, y pesados abrigos de invierno, incluso en los días más calurosos del verano. Conforme fue envejeciendo, Gould desarrolló una serie de hábitos excéntricos para mantenerse alejado de las enfermedades: evitaba los apretones de manos al saludar e insistía que la temperatura de las habitaciones se mantuviera a 80 grados Fahrenheit, sin importar la estación, aunque se necesitaran todos los calentadores disponibles.

Ya de adulto, a Gould le gustaba decir que había sido autodidacta. Pero en realidad hubo un maestro que le causó una gran impresión. A los diez años, cuando había dominado el primer libro de El clave bien temperado de Bach y continuaba envolviéndose cada vez más en la música como en un capullo, sus padres lo inscribieron en el Conservatorio de Música de Toronto. Su madre, consciente de que el talento de su hijo la había rebasado, comenzó a buscarle un maestro más apropiado para su nivel, que avanzaba rápidamente.

En 1942, después de consultar a varias personas, incluyendo a Sir Ernest MacMillan, el director del Conservatorio, Forence encontró a Alberto Guerrero, quien sería el único maestro de Glenn después de ella. Guerrero, que tenía 58 años cuando comenzó a darle clases a Glenn, gozó de una infancia aún más privilegiada y enfocada en la música que la de su nuevo estudiante. Guerrero nació y creció en Chile. A diferencia de su alumno más famoso, Guerrero sí era un pianista autodidacta, sin ningún tipo de estudios formales. Es poco común que alguien con tal nivel de posicionamiento profesional sea genuinamente autodidacta, pero era el caso de Guerrero: aprendió en famille. Su padre fue un industrial prominente; su madre era pianista, y junto con el hermano mayor de Alberto, le dieron clases. En sus veintes Alberto ya se había establecido como solista destacado, dando conciertos por todo Chile. En 1916 debutó en Nueva York, y dos años después tomó un puesto de maestro en el Conservatorio Hambourg de Toronto, una escuela privada de música que abrió unos años antes. En 1922 se cambió al Conservatorio de Toronto, donde permaneció el resto de su vida.

Cuando el joven Glenn Gould empezó a estudiar con Guerrero, fue muy claro para el maestro que su nuevo pupilo ya era un músico con una mente independiente. En una ocasión Guerrero dijo: “el gran secreto de enseñarle a Glenn es dejarlo que descubra las cosas por sí mismo”. Aun así, Glenn siempre estaba dispuesto a escuchar sugerencias. Aunque más tarde Glenn no citara mucho a Guerrero (ni a nadie más, en realidad), como influencia en su manera de tocar,8 la huella de nueve años de tutela se encontraba por todas partes. Guerrero moldeó la técnica de Gould, así como su gusto musical, en particular su afinidad por el Barroco, especialmente Bach, a quien Guerrero interpretaba en sus conciertos mucho más que cualquier otro pianista. La pasión de Guerrero por esta música tuvo un impacto permanente en su joven estudiante, así como su admiración por las piezas atonales de Arnold Schoenberg.

Guerrero es responsable de algunos de los viejos hábitos de Glenn,9 como por ejemplo una variedad de ejercicios de calentamiento y fortalecimiento poco comunes. A veces las clases comenzaban con masajes de brazo. Para fomentar fuerza y destreza, Guerrero hacía que sus alumnos estudiaran apretando una pelota de hule con las manos. También los hacía rotar la muñeca o el codo mientras mantenían la mano relajada, y tocar escalas, lo más parejo posible, con un solo dedo.

También estaba el ejercicio de los “golpecitos”, con el objetivo de trabajar la sensibilidad y la uniformidad del toque, así como mejorar la separación entre cada nota. Como lo explicó John Beckwith, autor de la biografía de Guerrero, el ejercicio consistía en colocar los cinco dedos de una mano sobre el teclado y dar pequeños golpecitos en cada uno de esos dedos con la otra mano. La idea era registrar en el cerebro cómo se sentía tocar con un mínimo de movimiento muscular, ya que los dedos solos hacían el trabajo. A este ejercicio le seguía estudiar las piezas lento y staccato antes de subir la velocidad al tempo original. Beckwith escribió que “esto explica la claridad de cada nota en los pasajes rápidos de Gould, una de sus características más inolvidables como pianista”.10

Guerrero instruía a sus alumnos a estudiar la partitura lejos del piano, y Glenn se volvió particularmente experto. Antes de cumplir 20 años ya pasaba por lo menos la mitad de sus horas de estudio lejos del instrumento, entregado al estudio de partituras musicales. Más tarde, mucha gente quedaría perpleja al saber que un músico puede hacer tanto del trabajo en su cabeza, pasando relativamente poco tiempo en el piano, y sin embargo tocar con una precisión tan notable.

Guerrero también fomentó que Glenn pensara el piano no sólo como un instrumento de percusión, sino también que escuchara y sintiera las maneras en las que el piano incorpora elementos de otros instrumentos: cuerdas, alientos, laúdes y clavecines. Aunque en general Glenn no usaba mucho pedal, descubrió que con los consejos de Guerrero en mente, usarlo de vez en cuando le ayudaba a acercarse a una sonoridad más orquestal. Muchos años después dijo en una entrevista: “Siempre he tenido la sensación latente, por lo menos en mi periodo postadolescente, de que hay una sonoridad sustituta, como una orquesta o un cuarteto de cuerdas, con la que trato de relacionar lo que sea que estoy haciendo, en vez de aproximarme a la música como música para teclado per se”.11 Gould hacía esto, dijo, porque creía que la mayoría de los grandes compositores pensaban en el piano como un sistema sustituto. “Existe para facilitar la interpretación de música que de otra manera la tocaría un cuarteto de cuerdas, un ensamble de concerto grosso, una orquesta sinfónica, o lo que sea”.

En 1946, a los 14 años de edad, Gould recibió su diploma del Conservatorio y continuó estudiando con Guerrero. En ese año debutó con la Sinfónica de Toronto, en un concierto en el que tocó el Concierto para piano no. 4 de Beethoven. Los críticos se desbordaron. “Es increíble ver cómo opera la genialidad en un niño”, escribió el crítico del Evening Telegram de Toronto. “Porque Glenn Gould es un genio”. El crítico del periódico nacional, el Toronto Globe and Mail, se maravilló con el efecto de las manos veloces de Glenn. “Su toque no es pesado”, escribió, “pero su fraseo delicado y su cadencia le dan claridad, fuerza y movimiento”.

Glenn comentó unos años más tardes que el concierto fue “uno de los momentos más emocionantes de toda su vida”. Sin embargo, recordaba pocos detalles de su presentación. Lo que sí recordaba era el pelo de perro que Nick le dejó en la pierna de sus pantalones cuando él lo abrazó antes del concierto. Glenn se distrajo tanto tratando de limpiarse los pelos de perro durante un par de pasajes largos de la orquesta que casi se pierde en el finale. “Aprendí mi primera lección de muchas que aprendería con la Orquesta Sinfónica de Toronto”, dijo más tarde. “O pones atención, o tienes perros de pelo corto”.

Desde una edad temprana Glenn desarrolló una relación física íntima y poco común con su instrumento. A veces bajaba tanto la cara hacia el teclado que parecía que tocaba con la nariz. Y a veces parecía que abrazaba al instrumento. Desarrolló un estilo de tocar que se concentraba principalmente en la punta de sus dedos, largos y ágiles, y le gustaba sentarse muy abajo —varias pulgadas más abajo que la mayoría de los pianistas— con sus codos colgando más abajo que el teclado, o aleteando a los lados, a veces con las muñecas mucho más abajo que los dedos. Era una manera rara de tocar: parecía que Gould se extendía desde abajo para llegar a las teclas. Guerrero también se sentaba muy abajo, al igual que otros dos pianistas que Gould admiraba: Rosalyn Tureck y Artur Schnabel. Pero la versión de Gould era exageradamente baja. Él creía que esta posición le proporcionaba una sensación de conexión íntima con las teclas y más control sobre los matices más finos del toque, el fraseo, las dinámicas, y las complejidades contrapuntísticas de la música antigua.

En realidad era perfecto para su repertorio. Si hubiera querido tocar, por ejemplo, mucho Chopin o Liszt, esa posición hubiera sido insostenible, porque sentarse como lo hacía limitaba su habilidad de atacar las teclas desde arriba con más fuerza. Esa altura dificultaba el ímpetu necesario para un verdadero fortissimo, o para realmente atacar la parte interna del teclado, como muchas veces se requiere en pasajes climáticos de la música del siglo diecinueve. Y Gould estaba consciente de esta limitación. “Es difícil para mí conseguir un sonido muy amplio, como en algunos de los fortissimos de Liszt”, dijo. Sin embargo, la posición de “casi jorobado” de Gould le proporcionaba “claridad en los dedos, mejor definición y tacto” para sus compositores preferidos, sobre todo Bach, cuya música requería mucho menos movimiento horizontal y vertical.

Cuando tenía 15 años comenzó a dar conciertos como pianista profesional, y se convirtió en tema frecuente de reportajes en revistas y periódicos canadienses. Pero no tenía prisa por expandir su calendario de giras o aumentar su fama, así que por muchos años se limitó a presentarse en Canadá. Finalmente, en 1955, a la edad de 22 años, fue a Estados Unidos. Realizó su debut en Washington D.C., tocando una mezcla poco convencional de música que incluyó las Variaciones de Webern, la Pavana Lord of Salisbury de Orlando Gibbons, y la Partita en Sol mayor de Bach. Una semana después repitió el mismo programa en el Town Hall de Nueva York, frente a un público en el que se encontraban algunos pianistas prominentes, que habían escuchado sobre el pianista delicado y larguirucho de estilo poco ortodoxo y querían ver a Glenn Gould en vivo. Gary Graffman y Eugene Istomin, ambos jóvenes promesas, se asombraron al escuchar lo que Graffman más tarde describió como un original completamente desarrollado.12 “Tenía una mano en el bolsillo cuando apareció en el escenario”, dijo Graffman. “Y en cuanto empezó a tocar, sólo escuché la música y quedé absolutamente atónito.

El concierto también conmovió a los críticos. “Este joven pianista es claramente un delicado y sensible poeta del teclado”, escribió el crítico del Herald-Tribune de Nueva York. Y John Briggs, crítico del New York Times, dijo que Gould “no dejó duda sobre sus poderes técnicos”. Aunque la reseña era corta, capturó la razón esencial por la que Gould maravillaba al público: “Lo más satisfactorio de la manera de tocar del Sr. Gould… es que la técnica como tal está en el fondo. La impresión predominante no es de su virtuosismo sino de su expresividad. Uno puede escuchar la música”.

Después del concierto, Graffman y algunos otros jóvenes pianistas conocieron a Gould en una fiesta que hubo en su honor. Graffman notó que Gould sólo tomaba leche y que se disculpó varias veces para irse a lavar las manos.

Resultó que David Oppenhein, el director de la división Masterworks de Columbia Records, estaba en el público esa noche. Oppenheim fue al recital porque un amigo le había sugerido que Gould podría ser el nuevo Dinu Lipatti, el pianista rumano famoso por el perfecto control de sus dedos y la pureza de su sonido. Lipatti había muerto de cáncer unos años antes, a los 33 años, dejando atrás una legión de admiradores afligidos. El concierto del Town Hall no decepcionó a Oppenheim. Quedó tan entregado a la originalidad absoluta de la interpretación de Gould que le ofreció un contrato exclusivo. Cuando le preguntó a Gould qué quería grabar para su primer disco, Gould dijo que quería tocar las Variaciones Goldberg de Bach. Sorprendido, Oppenheim le sugirió que considerara otra pieza de Bach, tal vez las Invenciones. Había muchas razones detrás de la objeción de Oppenheim. Las Variaciones Goldberg son especial-mente demandantes; era una obra más tradicionalmente asociada al clavecín que al piano; sólo dos músicos la habían grabado en piano, y una de ellas, Rosalyn Tureck, era una autoridad establecida. Pero Gould no cambió de opinión y Columbia tuvo que ceder.

Unos meses más tarde, Gould llegó al estudio de grabación en una iglesia abandonada en la Calle 13 de Manhattan. Traía su silla pigmea, una silla plegable que su padre había alterado para él en 1953, cortándole cuatro pulgadas a cada pata. Gould prefería esta silla por encima de cualquier banco de piano, ya que le permitía sentarse a las 14 pulgadas del piso que le acomodaban; seis pulgadas más abajo que el banco de piano convencional. El padre de Gould modificó la silla de tal manera que cada pata se podía ajustar individualmente, lo que le permitía a Gould ajustar la altura precisa que quisiera en cada una. La silla tenía lo que Gould una vez describió como “la curva perfecta”.13 También se doblaba tanto como Gould quisiera en cualquier dirección: izquierda, derecha, adelante, atrás. Se inclinaba —y crujía— junto con él conforme se movía mientras tocaba. Toda su vida mantuvo un vínculo estrecho con esa silla, y la llevaba a todas partes. Cuando iba de gira, con o sin su propio piano, la silla siempre viajaba también, empacada en su propio estuche de viaje. Otro imprescindible que Gould llevó a sus sesiones de grabación fue una dotación de agua embotellada Poland Spring, que consideraba la única agua apta para beber. Llevó pastillas para el dolor de cabeza, para la tensión, y para la circulación. Y aunque era junio, por supuesto que llegó con abrigo, gorra, guantes y orejeras. Y con esos aditamentos de costumbre se instaló para su semana de grabaciones de las legendarias Goldberg.

Bach escribió las Variaciones Goldberg alrededor de 1740,14 unos diez años antes de su muerte. Es una de las grandes obras enciclopédicas del compositor —una suma multifacética de su estilo—. Gould dijo una vez en una entrevista que aun cuando la obra nunca estuvo “muy arriba en mi lista de favoritas como una experiencia completa”, contenía algunos momentos que le parecían sublimes. La Variación 15 en Sol menor, por ejemplo, uno de los cánones, es una variación lenta que lo conmovía “de una manera extraordinaria” y demostraba lo mejor de lo mejor de Bach. Y aunque sentía menos admiración por las variaciones más virtuosas, de contorsionismo dedístico, como la 5, la 14 o la 23, eran piezas que exponían la técnica impecable de Gould.

En realidad, Gould fue muy astuto al elegir las Goldberg para su primera grabación. Antes de que Beethoven compusiera sus últimas piezas, las Variaciones Goldberg habían sido la obra más extensa para teclado jamás escrita, y a lo largo de su historia había cobrado una reputación de ser intocable en el piano. Pero en las manos ágiles de Gould la música se volvió una revelación, fresca y osada. Incluso los puristas que acusaban de hereje a cualquiera que se atreviera a tocar Bach en cualquier cosa que no fuera un clavecín —esos que insistían que tocar a Bach en el piano violaba las intenciones sonoras específicas del compositor— quedaron estupefactos con lo que Gould hizo con Bach en el piano. Como dijo David Dubal, un conocido pianista y escritor, “Bach en el piano se había convertido en una pesadilla de patrones académicos aburridos, lleno de pedales exagerados que producían sonoridades poco barrocas”. Gould, en una sola grabación, cambió todo eso.

La propuesta de Gould era parte de un repensar general sobre cómo el piano se podía utilizar al servicio de Bach. Para cuando apareció Gould, ya había una moda creciente de tocar música barroca, y Bach en particular, con un estilo claro y austero, sobre todo entre los pianistas jóvenes. La manera de tocar de Gould fue una manifestación particularmente dinámica de esta moda, que parecía ideal para la música del compositor. Cuando Gould tocaba Bach, la música se volvía menos densa, menos abstracta y menos misteriosa. Dubal escribió: “Era un proceso que iba más allá de dimes y diretes sobre el instrumento correcto. En realidad, el timbre del piano en manos de Gould era algo nuevo e inesperado”.

Más allá de sus habilidades técnicas, Gould le estaba dando voz a principios radicales. Argumentaba que los puristas del clavecín sufrían de “sofocación musicológica” y que a Bach le era comparativamente indiferente la pregunta sobre qué instrumentos le venían mejor a su música. A la hora de tratarse de Bach, argumentó que en algunas circunstancias “el piano puede acercarnos mucho más a las ideas de Bach que el clavecín”.

Técnicamente, por supuesto, Gould se coció aparte, principalmente por la velocidad a la que volaban sus dedos. A los 14 años, el periódico de su salón lo apodó “los diez dedos más hot de Malvern”, la escuela de Gould. Guerrero le había ensañado a dejar sus brazos y manos relajadas y permitir que sus dedos hicieran la mayor parte del trabajo posible. Y así lo hacían. Un amigo suyo recordó la vez que en una visita a su casa lo vio leer a primera vista el último movimiento del Concierto para piano de Grieg a una velocidad vertiginosa: “como Horowitz, pero mejor”, dijo el amigo.

Su habilidad táctil era increíble. Sin embargo, a lo largo de su carrera Gould rara vez se detuvo a pensar en el origen de la velocidad, precisión y destreza de sus manos. Prefería creer que poseía un don misterioso que no era necesario entender. A la hora de discutir su técnica,15 ofrecía una explicación que sonaba a budismo Zen: en todo momento mantenía una imagen mental de cada tecla del piano, una conciencia tentacular de dónde estaba cada nota y cómo se sentiría alcanzarla y tocarla. A partir de ahí, la acción física en sí era algo simple. Era una estrategia parecida a la que los entrenadores fomentan en sus atletas cuando dominan un deporte a través de la visualización. En el caso de Gould, su destreza iba acompañada de una capacidad espeluznante de memorización. Podía leer una partitura una vez y luego tocarla sin errores. Y una vez que había tocado una pieza, podía tocarla de memoria años después sin una sola nota equivocada.

Cuando tocaba en público, la elección de programas de Gould era siempre poco ortodoxa. Los pianistas clásicos predominantes de la época —Vladimir Horowitz, Van Cliburn, Myra Hess, Claudio Arrau— tocaban un repertorio más establecido que giraba principalmente alrededor de los románticos del siglo diecinueve. Pero Gould no tenía ningún interés en tocar las piezas favoritas del público. No le importaba la bravura, ni los gestos musicales expansivos y grandilocuentes.

Gould tocaba piezas de los compositores con los que sentía una afinidad musical más cercana: Bach, Gibbons, Schoenberg, Berg. Y el público de sus conciertos recibió bien sus elecciones. No sólo fue un éxito con la crítica, también fue un éxito en taquilla; las localidades de sus conciertos se agotaban con meses de anticipación. Eso era impresionante por sí mismo, pero lo verdaderamente extraordinario era que lograba tocar frente a teatros llenos con un repertorio tan inusual. La norma entre los concertistas superestrellas era muy diferente. Como mucho, un pianista tocaba Bach para abrir un concierto. Gould ofrecía a Bach como el plato principal. Y llenó salas de conciertos con públicos atraídos por la intimidad sosegada de su música, que tal vez recordaba a los escuchas el proverbio del viejo maestro: para captar la atención de la gente, en vez de alzar la voz, habla quedito.

No todos estaban emocionados con el recién llegado. Rosalyn Tureck estaba enfáticamente decepcionada por los logros de Gould. De adolescente Tureck había memorizado las Variaciones Goldberg en cinco semanas y luego las tocó en Julliard. Al día siguiente del concierto el presidente de Julliard se encontró con Tureck en un pasillo y le dijo, todavía impresionado, “yo pensaba que eran imposibles” “¿Ah sí?” contestó ella. Tureck se hizo famosa por sus declaraciones sobre las Variaciones Goldberg. “Es una obra de arte infinita”, dijo en una ocasión. “Después del aria inicial, las treinta variaciones atraviesan toda la experiencia del hombre. Y el regreso al aria al final es uno de los momentos más sublimes del arte”.

Una vez describió de forma muy colorida un episodio que le ocurrió poco antes de cumplir 17 años.16 Perdió el conocimiento, y cuando lo recuperó, se descubrió frente a una revelación, “un entendimiento de la estructura de Bach, su psicología musical, su sentido de forma”, y supo entonces que tenía que desarrollar una nueva técnica, completamente diferente, para tocar el piano.

Fue Tureck quien se llevó el crédito por liberarse de la convicción de que Bach sólo debía tocarse en el clavecín. Pero con el advenimiento de Glenn Gould, el Bach de Tureck se quedó en el pasado. La articulación precisa de Gould combinada con la velocidad sobrehumana de sus dedos hacían que las variaciones de Bach volaran. El ataque y fraseo de Gould recordaban la técnica de Tureck, pero su tono era más seductor y su enfoque, sobre todo en términos rítmicos, más dinámico. Su Bach capturó al público de maneras que Tureck nunca logró. Con una sola grabación Glenn Gould demostró que podía tocar el piano mejor que nadie en el mundo. El disco causó una sensación tanto en escuchas como en críticos, quienes lo declararon un genio, quizás el más grande pianista de su generación.

La grabación de Gould de las Variaciones Goldberg se convirtió en el disco de música clásica mejor vendido de 1956. Para 1960 ya había vendido cuarenta mil copias, que era, según el artículo de Joseph Roddy en un número del New Yorker de ese año, “tan increíble en el negocio de la música como un gran tiraje de una nueva edición de Las Enéadas de Plotino en el mundo editorial”.17 Gould también superó las ventas de la banda sonora de The Pajama Game, uno de los grandes hits de Columbia. Incluso superó a Louis Armstrong. Eventual-mente se convertiría en el disco de un solista instrumental de música clásica mejor vendido de todos los tiempos, con ventas que superaron 1.8 millones de copias. El estrellato llegó a Gould instantáneamente. “No conocemos ningún pianista como él, de ninguna edad”, escribió Paul Hume en el Washington Post. Publicaciones de la industria musical nombraron las Variaciones Goldberg de Gould el disco del año, y más tarde el disco de la década. A principios del año siguiente, invitado por Leonard Bernstein, Gould tocó el Concierto para piano no. 2 de Beethoven con la Filarmónica de Nueva York, y grabó en rápida sucesión las Partitas de Bach, el segundo libro de El clave bien temperado, Beethoven, Brahms y Haydn. Gould estaba encaminado a convertirse uno de los grandes pianistas del siglo viente.