Romper cosas en el trabajo - Gavin Mueller - E-Book

Romper cosas en el trabajo E-Book

Gavin Mueller

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Beschreibung

Un estimulante desafío a nuestra forma de pensar sobre el trabajo, la tecnología, el progreso y lo que queremos del futuro. En el siglo XIX, los trabajadores textiles ingleses respondieron a la introducción de nuevas tecnologías en la fábrica haciéndolas pedazos. Este activismo convergió en torno a un misterioso personaje denominado el rey Ludd. El movimiento ludita ha sido ridiculizado por los estudiosos como un esfuerzo retrógrado y, en última instancia, ineficaz para detener el avance tecnológico. Sin embargo, para Gavin Mueller el movimiento llega al corazón de la alienación en las relaciones laborales y las supuestas ganancias en ocio y prosperidad que prometen las nuevas tecnologías. Los luditas no eran primitivos y siguen siendo una fuerza formidable, aunque sea inconscientemente, en los centros de trabajo del mundo en el siglo XXI. Romper cosas en el trabajo es un innovador replanteamiento de la organización del trabajo a través de las máquinas, que salta de las fábricas textiles a los algoritmos, de la «administración científica» en las plantas del magnate Henry Ford a los trabajadores de Amazon que evaden la vigilancia con ingeniosas mañas. Mueller argumenta que la estabilidad y el empoderamiento futuros de la clase trabajadora dependerán de la subversión de los fines de estas tecnologías. La tarea es intimidante, pero las semillas de esta resistencia ya están presentes en los esfuerzos neoluditas de hackers, piratas y usuarios de la dark web, así como de numerosos movimientos de base.

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Título original: Breaking Things at Work: The Luddites Are Right About Why You Hate Your Job

© Gavin Muller, 2021

© 2021 Verso (The Imprint of New Left Books)

© De la traducción Albert Fuentes

© De la presente edición: Editorial Melusina, s.l.

www.melusina.com

Primera edición digital: octubre de 2023

Reservados todos los derechos de esta edición

Ilustración de cubierta: Elena Mistrello

eisbn: 978-84-18403-85-9

Contenido

Agradecimientos

Introducción

1. Las noches del rey Ludd

2. Ajustes, retoques y sabotajes

3. Contra la automatización

4. Ludismo high-tech

Conclusión

A Finn y Eve, mis hijos

Agradecimientos

Escribir este libro exigió un periplo por tres ciudades, dos continentes, múltiples trabajos estables y esporádicos, e incluso una temporada de desempleo. Es decir, para bien o para mal, es el fruto de la precariedad académica. Y mucho me temo que todo lo que haga en adelante lo seguirá siendo. También sé de primera mano lo difícil que es producir en estas condiciones: estallidos frenéticos de trabajo excesivo que se intercalan con tramos de trabajo insuficiente que terminan minándote; redes intelectuales y sociales que se deshacen; el suplicio de Sísifo de tener que volver a empezar de cero en un sitio nuevo, una vez más. Pierdes el contacto con tus conocidos, ellos lo pierden contigo. Planes y proyectos se disuelven en ese ambiente corrosivo. Es fácil imaginar las cosas maravillosas que no verán la luz del día a causa de estas condiciones. Poco le ha faltado a este libro para correr la misma suerte.

Si pude crear este libro, ello se debe solamente a las continuidades y coherencias que logré forjar en mi vida. En primer lugar, por encima de todo, mi mujer, Katie. En segundo, mi compromiso permanente con Viewpoint Magazine, donde pude plasmar muchas de las perspectivas que dan forma a este libro: mi resistencia frente a las visiones teleológicas de la historia y las descripciones ontológicas de las clases, mi constante interés por la lucha desde abajo, más allá de las instituciones e ideologías oficiales de la izquierda. Este libro, no me cabe duda, es muy «Viewpoint» en sus apuestas teóricas y políticas.

La tradición intelectual marxista nunca se ha dado por satisfecha con encomendarse a expertos de reconocido prestigio. Al contrario, siempre ha ampliado su ámbito de interés a todo tipo de teóricos con los pies en el suelo, autodidactas apasionados, militantes-obreros creadores de panfletos, bohemios contestatarios y, desde luego, una buena dosis de profesores universitarios. Este grupo variopinto de productores intelectuales, su unidad conflictiva y fragmentaria, es una de las cosas que hacen que el marxismo me resulte tan estimulante, y en este libro he procurado hacer honor a la heterogeneidad de sus practicantes. Dicho de otro modo, he tratado de ser fiel a la vena herética del marxismo, a sus canales extraoficiales y a sus espacios extramuros del mundo académico, ya que, a pesar de mis credenciales universitarias, son esos canales y espacios los que a fin de cuentas han dado forma a mi labor y a mi persona. Por ello, aunque pueda resultar algo extraño dado que este libro aborda el ludismo, me gustaría expresar mi agradecimiento a los vibrantes vericuetos de mis redes sociales, que han dejado una huella indeleble en este texto, en particular el grupo de Facebook «Relaxed Marxist Discussion».

Asimismo, me gustaría dar las gracias a varias personas que han sido importantes en la génesis de esta obra. Mi antiguo colega en Dallas, Andrew Culp, me obsequió con importantes conversaciones y un empujón con los trámites de proponer un libro. Lisa Furchgott me facilitó fuentes históricas fundamentales en una fase temprana del proyecto. Me gustaría dar las gracias especialmente a mi editor en Verso Books, Ben Mabie, por su paciencia y perspicacia, y por haberme brindado un apoyo incansable durante este viaje que se alargó más de lo previsto inicialmente.

Introducción

Jeff Bezos se marcha a la luna. En mayo de 2019, a solo unas calles de la Casa Blanca, presentó el módulo de descenso lunar desarrollado por Blue Origin, su hermética empresa de exploración espacial, al compás de las alegres armonías en falsete de «Mr. Blue Sky» de Electric Light Orchestra. Kenneth Chang, periodista de TheNew York Times, comparó la gala, a la que dieron el título de «Ir al espacio para beneficiar a la Tierra», con «la presentación de un iPhone». «Vamos a construir una carretera al espacio —prometió el presidente de Amazon, tendiendo una mano a las ambiciones de la administración Trump de enviar a astronautas a la Luna—. Y entonces pasarán cosas asombrosas.»1¿Qué clase de cosas? Nada menos que un éxodo planetario: Bezos ha repetido hasta la saciedad que imagina a billones de seres humanos flotando en el espacio a bordo de millones de colonias cilíndricas gigantescas. Es un sueño que, a semejanza de tantos otros alimentados por las élites de Silicon Valley, procede directamente de añejas obras de ciencia ficción, en este caso de High Frontier (Ciudades del espacio), del físico Gerard K. O’Neil, un ensayo que, tras su publicación en 1976, inspiró al Congreso de Estados Unidos a suspender toda partida presupuestaria para la colonización del espacio.2

Sin embargo, para Bezos las colonias espaciales son un negocio de cuidado. No porque puedan resolver los problemas crónicos de la Tierra: la pobreza global y la degradación del medio ambiente son meras dificultades «a corto plazo».3 Con el agotamiento de los recursos disponibles del planeta, el futuro del progreso tecnológico dependerá de la extracción de las ingentes cantidades de minerales que atesoran los cuerpos celestes distantes. La humanidad tendrá que subirse al carro de ese viaje.

Por supuesto, Bezos no es el único multimillonario que apuesta a lo grande por el espacio exterior. SpaceX, más ostentosa, propiedad de Elon Musk, tiene puestas sus miras en Marte. Tras convocar a sus fieles en Twitter, como tanto le gusta hacer, Musk anunció el proyecto de transportar a cien mil viajeros al año al planeta rojo, pagando billete, naturalmente. Y quienes no puedan costearse una excursión por el sistema solar siempre podrán firmar un préstamo y amortizarlo trabajando en una de las fábricas extraplanetarias de SpaceX.4 Para Musk, como para Bezos, los viajes espaciales no son una aventura con ánimo de lucro; de lo que se trata es de restaurar la fe en el propio futuro. «Queremos despertarnos por la mañana y pensar que el futuro será alucinante. De eso trata convertirse en una civilización que viaja por el espacio —proclamó Musk en un Congreso Internacional de Astronáutica de 2017—. Se trata de creer en el futuro y pensar que el futuro será mejor que el pasado.»5

No todos los multimillonarios del sector tecnológico quieren viajar por las autopistas del espacio, pero sí comparten algo (aparte, huelga decirlo, de la afición a cenar con el difunto financiero y proxeneta Jeffrey Epstein). Creen que la tecnología allana el camino a un futuro más luminoso, que el progreso de la humanidad es sinónimo del progreso de máquinas y artilugios. Bill Gates quiere usar ordenadores para remozar la educación, y organismos modificados genéticamente para acabar con el hambre en África; asimismo, patrocina un concurso para inventar nuevos inodoros que resuelvan las carencias en la infraestructura de aguas residuales del Sur global. (La Fundación Gates concedió hace poco un Goalkeepers Global Goals Award al primer ministro de la India, el derechista Narendra Modi, por su dedicación a la causa de los inodoros). Mark Zuckerberg, es de justicia reconocérselo, asume algunas de las carencias de su empresa: «Antes pensaba que bastaba con dar voz a la gente y ayudarla a conectarse para lograr un mundo mejor. Y así ha sido en muchos aspectos. Pero nuestra sociedad sigue estando dividida —escribe, como es natural, en un post de Facebook—. Ahora creo que tenemos la responsabilidad de esforzarnos todavía más. No basta con conectar el mundo, también debemos trabajar para que el mundo esté más unido».6 Zuck, quien nunca se ha caracterizado por tener un pensamiento especialmente creativo, sostiene que lo que necesitamos para resolver los problemas que Facebook ha exacerbado es… En fin, más Facebook.

Peter Thiel, consejero de Facebook y ex socio de Musk en Pay-Pal, convertido hoy en inversor de capital riesgo con cierta afición a las políticas libertarias de extrema derecha, no duda en echar mano de la retórica sobrenatural para justificar su fe en la tecnología: «Los humanos nos distinguimos del resto de especies por nuestra capacidad de hacer milagros. A esos milagros los llamamos tecnología».7 Tal es ardor con el que espera los prodigios de tecnologías como la inteligencia artificial y la ampliación de la vida que se le antoja sospechosa cualquier persona que no lo comparta. Equipara los gustos nostálgicos de los «hipsters» a «la pérdida de la fe en la frontera tecnológica» que sufrió Ted Kaczyinski, conocido como Unabomber.8

En un registro más sobrio, Steve Pinker, psicólogo en Harvard y ex compañero de altos vuelos en el «Lolita Express» de Jeffrey Epstein, una suerte de doctor Pangloss para la jet set que se reúne todos los años en Davos, te recuerda, por si lo habías olvidado, que vives en el mejor de los mundos posibles. En su ensayo En defensa de la Ilustración, de 2018, Pinker se propuso combatir la «progresofobia», un mal causado por los intelectuales de letras que ponen deberes de Theodor Adorno y Jean-Paul Sartre a sus jóvenes discípulos.9 Sin embargo, aun siendo un laicista confeso, Pinker, al igual que Thiel, no puede contenerse y termina echando mano de lo cósmico: «Aunque me asusta cualquier idea de inevitabilidad histórica, fuerzas cósmicas o arcos místicos de justicia, ciertas clases de cambios sociales realmente parecen impulsadas por una fuerza tectónica inexorable».10 Esa fuerza bien puede ser el propio milieu que se ocupa de impulsar las ventas de sus libros, ya que nuestro psicólogo se desvive por alabar a los «tecnofilántropos», la tecnología de la información, los móviles inteligentes, la educación online, los microcréditos y, aun a riesgo de parecer redundante, al mismísimo Bill Gates, cuyo encomio efusivo honra la cubierta de su libro. Al mismo tiempo que desdeña las estadísticas sobre la creciente desigualdad, Pinker avisa a sus lectores contra los enemigos del progreso: defensores del medioambiente, marxistas, populistas e izquierdistas: «La impresión de que la economía moderna ha dejado atrás a la mayoría de la gente alienta … las políticas luditas», nos advierte.11

Aunque ese optimismo tecnológico de los multimillonarios emana del centro y la derecha políticos, también podemos encontrarlo en la izquierda radical, en la que los llamados aceleracionistas suspiran por un comunismo de lujo totalmente automatizado apoyándose en las fantasías más disparatadas de los emprendedores de Silicon Valley, mientras la autoproclamada «izquierda pro-ciencia» se entrega a la organización logística de las empresas más explotadoras del planeta. Los aceleracionistas —ellos mismos suelen señalarlo— son deudores de una mirada dominante dentro de la tradición marxista. Históricamente, los marxistas no han sido críticos con la tecnología, incluso cuando esta se despliega en el lugar de trabajo con consecuencias que podrían resultar perjudiciales para los trabajadores. Según muchos marxistas, la tecnología sería, en el peor de los casos, algo neutro: no es la tecnología en sí misma lo que importa, sino quien la controla, los trabajadores o el capital. Y para algunos de ellos, la tecnología, incluso cuando la enarbola el capitalismo, es una bendición para el socialismo, ya que crea las condiciones para la transformación radical frente a las mismas narices de los patrones sin que estos se den cuenta. Por ello, cualquier movimiento socialista habría de tratar el desarrollo tecnológico, aunque tenga consecuencias negativas a corto plazo, como algo beneficioso.

Discrepo, tanto de los multimillonarios como de los marxistas pro-tecnología, que están mucho más cerca de mis posiciones políticas y teóricas. En mi opinión, la tecnología suele ir en menoscabo de las condiciones laborales y de la lucha por mejorarlas. El desarrollo tecnológico conduce a enormes acumulaciones de riqueza y, con ellas, de poder, en manos de quienes explotan a los trabajadores. A su vez, la tecnología reduce la autonomía de los trabajadores —su capacidad de organizarse para luchar contra sus explotadores—. Arrebata a las personas la sensación de que pueden controlar sus propias vidas y dictar las condiciones de su mundo. Si tienes algún interés por el destino de estas personas, y te cuentas entre quienes deseamos un futuro más igualitario que el que puede proporcionarnos el sistema actual, deberías mostrarte crítico con la tecnología, y honrar esos momentos en los que la gente, especialmente en el entorno laboral, le ha plantado cara.

Dicho de otro modo, este libro trata sobre el ludismo. No es un libro sobre los luditas, aunque hablaré de ellos en el primer capítulo. Más bien, me interesa el pensamiento político que se oculta detrás del movimiento que formaron los tejedores de principios del siglo xix en Inglaterra, un pensamiento político que tomó una posición militante frente a la reorganización tecnológica del trabajo emprendida por la primera hornada de capitalistas. Los luditas creían que las nuevas máquinas socavaban su capacidad de ganarse la vida y destruían sus comunidades, y que atacar esas máquinas constituía una estrategia válida en su lucha. Creo que los términos del debate sobre el trabajo y el futuro de la economía en nuestro momento actual podrían beneficiarse de esa perspectiva, máxime si la acompañamos de una mejor comprensión acerca del modo en que el ludismo siguió atravesando los movimientos obreros hasta la actualidad. Es, como veremos más adelante, el espíritu irreprimible, si bien todavía inconsciente, del entorno de trabajo en el siglo xxi.

Uno de los objetivos que me planteé al escribir este libro fue convertir a los marxistas en luditas. Mi estrategia para conseguirlo tiene dos vías. En primer lugar, exhumo un filón de pensamiento en el seno de la teoría marxista, desandando el camino hasta llegar al propio Marx, a fin de demostrar que el ludismo es compatible intelectualmente con el marxismo. Pero este proyecto no es tan sólo una empresa filosófica. Al contrario, es preciso someter la teoría marxista a la prueba de la historia, a la prueba de las prácticas reales de los propios trabajadores, esas acciones que inspiraron las teorizaciones de Marx y el trabajo de muchos de los mejores marxistas que siguieron sus pasos. Por ello, recupero asimismo numerosas luchas importantes en las que los trabajadores no sólo se centraron en su antagonista de clase (personificado por los patrones o por los gestores), sino también en las máquinas desplegadas en esta lucha. Mi tesis podría resumirse como sigue: para ser un buen marxista, hay que ser también un ludita.

Aunque quiero convertir a los marxistas en luditas, también me propongo otro objetivo: quiero que los críticos con la tecnología se conviertan en marxistas. Si, como Marx sostuvo, las ideas rectoras de una sociedad dada son las de su clase dominante, entonces el optimismo tecnológico sin duda debe estar en lo más alto de escalafón. Y, sin embargo, nuestros multimillonarios y sus lamebotas con estudios de postín se pasan el día protestando. Sus tan cacareadas loas al optimismo delatan, en su propia desmesura, el hecho de que entre quienes disponen de unos medios que no alcanzan lo astronómico el optimismo tecnológico está de capa caída. Cada vez estamos más hartos de las tecnologías que saturan nuestro trabajo y nuestro ocio, y creo que ello entraña poderosas posibilidades políticas, pero sólo a condición de que esta perspectiva se vincule a una crítica más general del sistema social y económico en el que vivimos: el capitalismo. La teoría marxista ofrece múltiples herramientas importantes para comprender el funcionamiento del capitalismo y cómo podemos cambiarlo, herramientas que quiero compartir con personas que tal vez no se consideren marxistas. De hecho, espero que este libro sea accesible a lectores que no dispongan de demasiada formación en teoría marxista. Quizá pueda ser tu puerta de entrada a una tradición intelectual tan rica, variada y vibrante como cualquiera que hayas encontrado.

Gran parte de la crítica tecnológica contemporánea procede de un terreno dominado por un humanismo romántico, confeso o no, que postula que la tecnología nos ha escindido de una parte esencial de nosotros mismos, que nos aliena y aleja de lo que nos hace auténticamente humanos. Por ejemplo, la socióloga Sherry Turkle, que es una influyente crítica de la tecnología, nos pide que «rescatemos nuestras conversaciones de los móviles», que nos alienan de la «parte cruda, humana» de nuestra existencia al permitirnos vivir en una realidad filtrada a nuestra conveniencia.12 En un tono parecido, Tim Wu concluye su fascinante historia de la publicidad, Comerciantes de atención, con lo que denomina un «proyecto de recuperación humana» para proteger nuestra atención de las técnicas y las tecnologías de un internet impulsado por la publicidad. Wu ensalza prácticas como la «desconexión» al ver en ellas el preámbulo de una aventura más amplia para «volver a ser dueños de nuestra atención y recuperar, así, la titularidad de la mismísima experiencia de vivir».13 En los lamentos de Turkle y Wu pueden oírse ecos de Martin Heidegger, quien criticó la tecnología porque desencantaba e instrumentalizaba la naturaleza, distanciándonos así de la experiencia mística del Ser.14

Aunque yo creyera en una esencia humana universal (que conste: no es así), recuperarla no sería suficiente. El problema de la tecnología no es simplemente que nos separe del Ser, o de experiencias auténticas. Al fin y al cabo, el sector tecnológico salta de alegría cuando puede vendernos soluciones a ese problema: Google y Apple han lanzado sus propios servicios de «bienestar» para ayudar a los usuarios a reducir el tiempo de pantalla.15 Antes bien, el problema verdaderamente fundamental de la tecnología es el papel que desempeña en la reproducción de las jerarquías e injusticias que empresarios, gestores y gobiernos nos imponen a casi todos. En otras palabras, el problema de la tecnología es su papel en el capitalismo. En este libro, me dispongo a mostrar de qué modo la tecnología desarrollada por el capitalismo fomenta los objetivos del sistema: nos obliga a trabajar más, limita nuestra autonomía, y nos supera en astucia y nos divide cuando nos organizamos para plantar cara. Por ello, una pujante lucha de clases pondrá necesariamente en su punto de mira a las máquinas de cada época, y voy a documentar los momentos en los que tal cosa ha ocurrido.

Así pues, no sólo lanzo consejos a los movimientos y les digo que rompan las máquinas. Lo que quiero es demostrar que, en sus luchas, los propios obreros se han convertido en luditas en repetidas ocasiones. No cabe duda de que fue así en el caso de los autoproclamados seguidores del rey Ludd en la Inglaterra de principios del siglo xix, pero puede afirmarse lo mismo de las distintas generaciones de obreros que se han sucedido en las décadas transcurridas desde entonces. Incluso podemos afirmarlo en el caso de algunos de los trabajadores más tecnologizados de la era de la informática. Si hay algo que deben hacer los marxistas es estudiar la historia de las luchas pasadas y tomar ejemplo, recuperar las voces de los movimientos que nos precedieron a fin de que puedan orientar la actuación de los actuales. Nuestra teoría debería cobrar forma a partir de esas luchas y no limitarse a lanzar consejos y regañinas desde el pedestal.

Cuando empecé a escribir este libro, mi posición no era precisamente popular. El aceleracionismo estaba disfrutando de su momento de gloria y difundía la creencia —tanto en su versión de derechas como en la de izquierdas— de que el desarrollo tecnológico era exponencial y podría servirnos para superar los atolladeros políticos y sociales del momento presente. Su as en la manga era que podríamos salir de la depresión del neoliberalismo tardío mediante un salto cibernético. Pero el sentir ha cambiado. Desde 2016, la fe en el futuro está bajo mínimos, y son escasísimas las personas que creen en los efectos salvíficos de los últimos avances en redes digitales, automatización o inteligencia artificial. De las «revoluciones de Twitter» en Oriente Medio no queda más que polvo. Los patinetes eléctricos de la llamada economía colaborativa abarrotan nuestras calles, y celebramos colectivamente su destrucción en la cuenta de Instagram «Bird Graveyard». Se percibe un aumento palpable de los sentimientos luditas, así como de los anticapitalistas. Como veremos en los capítulos siguientes, estas actitudes se complementan entre sí y encierran la clave del porvenir de la política radical.

1. Kenneth Chang, «Jeff Bezos Unveils Blue Origin’s Vision for Space, and a Moon Lander», The New York Times, 9 de mayo de 2019, nytimes.com.

2. Corey S. Powell, «Jeff Bezos foresees a trillion people living in millions of space colonies. Here’s what he’s doing to get the ball rolling», nbc News, 15 de mayo de 2019, nbcnews.com.

3. Ibíd.

4. Tom McKay, «Elon Musk: A New Life Awaits You in the Off-World Colonies – for a Price», Gizmodo, 17 de enero de 2020, gizmodo.com.

5. Elon Musk, «Making Life Multiplanetary», transcripción abreviada de la conferencia de presentación del 68º Congreso Internacional de Astronáutica, 28 de septiembre de 2017, spacex.com.

6. Mark Zuckerberg, «Bringing the World Closer Together», nota de Facebook, 22 de junio de 2017, facebook.com.

7. Peter Thiel con Blake Masters, Zero to One: Notes on Start-ups, or How to Build the Future (Nueva York: Crown Business, 2014), p. 5.

8. Ibíd., p. 70.

9. Steven Pinker, En defensa de la Ilustración: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Barcelona: Paidós, 2018), p.64.

10. Ibíd., p. 146.

11. Ibíd., p. 157.

12. Catherine de Lange y SherryTurkle, «We’re Losing the Raw, Human Part of Being with Each Other», entrevista, The Guardian, 5 de mayo de 2013, theguardian.com.

13. Tim Wu, Comerciantes de atención (Madrid: Capitán Swing, 2020), p. 499.

14. Martin Heidegger, «La pregunta por la técnica», en Conferencias y artículos (Barcelona: Serbal, 1997), pp. 9-37.

15. Jack Rear, «How to Give Yourself a Proper Digital Detox ... according to Google», The Telegraph, 8 de febrero de 2019.

1. Las noches del rey Ludd

En la segunda década del siglo xix, la corona británica se enfrentaba a un problema. Tejedores, tundidores y otros trabajadores textiles descontentos habían iniciado una incansable insurgencia contra la propiedad y el Estado. El motivo del contencioso eran unas máquinas nuevas —el telar de medias, la máquina de perchar y la tundidora—, que podían producir y terminar paños empleando una mínima parte del tiempo de trabajo que se necesitaba anteriormente, convirtiendo una profesión especializada en un trabajo a destajo y de escaso valor. Los sueldos se hundieron y el hambre empezó a hacer estragos. Fue un cataclismo que puso en jaque a comunidades de miles de personas.

Algunas de esas tecnologías habían asomado la cabeza en Inglaterra y Francia desde hacía siglos, suscitando reiteradamente las iras de los trabajadores. En concreto, los tundidores tuvieron en su diana a las perchadoras durante años: en las postrimerías del siglo xviii, se destruyeron públicamente varias de esas máquinas en Leeds. (Es sintomático que la policía no pudiera encontrar a nadie que diera testimonio sobre lo ocurrido). En ciertos casos, los tejedores lograron que sus apelaciones a normativas anteriores dieran resultado, protegiendo su sustento frente a la tecnología. Sin embargo, transcurridos apenas unos años, la situación empezó a cambiar de forma drástica. El parlamento británico estaba demasiado ocupado en sus guerras con Napoleón como para tolerar las exigencias de unos artesanos rebeldes. Las nuevas Combination Laws, que prohibieron la actividad sindical, limitaron en gran medida la acción colectiva de los tejedores. Los dueños de las fábricas aprovecharon la oportunidad y pusieron todo su empeño en la mecanización de los talleres y la reducción de los salarios. A medida que las tensiones se enconaban, empezó a perfilarse una nueva estrategia.

Entre 1811 y 1812, cientos de telares nuevos fueron destruidos en docenas de ataques coordinados y clandestinos bajo el liderazgo de un líder legendario que respondía al nombre de «Ned Ludd». Además de esos célebres asaltos, los llamados luditas emprendieron ruidosas protestas públicas, desencadenaron tumultos caóticos y desvalijaron sin cesar los talleres, en una campaña que se caracterizó en su conjunto por un asombroso nivel de militancia organizada. Su acción política no solo se tradujo en violencia. Además, se manifestaba a través del envío descentralizado de extensas cartas en las que exigían, a veces con amenazas, a los industriales locales y a los burócratas de la administración que aceptaran reformas legales como el aumento del salario mínimo, la abolición del trabajo infantil y la instauración de acuerdos de mínimos sobre la calidad de los paños. Las acciones políticas de los luditas les granjearon las simpatías de sus comunidades y, gracias al apoyo generalizado que estas les prestaron, los militantes pudieron conservar el anonimato frente a las autoridades. En el momento álgido de las protestas en Nottingham, desde noviembre de 1811 a febrero de 1812, varias bandas disciplinadas de luditas enmascarados atacaron y destruyeron los telares de la ciudad en una serie de noches prácticamente ininterrumpidas. Los dueños de las fábricas estaban aterrorizados. Los salarios subieron.

La insurrección de los tejedores amenazaba con entroncar con otras corrientes antigubernamentales subterráneas, como los jacobinos; tanto es así que por lo menos un ludita firmó su carta con el nombre de un escritor republicano que había fallecido hacía poco, Thomas Paine. Ahora sí que el Parlamento mostró el interés debido. Desplegó soldados por todo el país para sofocar la violencia y aprobó nuevas leyes que convirtieron la destrucción de telares en un crimen merecedor de la pena capital. Lord Byron, el poeta, pronunció su primer discurso en el Parlamento en esas fechas y denunció las medidas que se habían tomado contra la «turba» ludita. «Podéis llamar turba al pueblo, pero no olvidéis que una turba a menudo manifiesta los sentimientos del pueblo», advirtió Byron.1 Como si le dieran la razón, los pequeños propietarios de telares cada vez tenían más miedo de instalar máquinas. Eso significó que los dueños de las industrias más grandes que sí seguían empleándolas eran conscientes de que tenían muchas posibilidades de convertirse en blanco de las iras de los luditas.

William Cartwright se contaba entre esos grandes industriales y se había preparado para el inevitable ataque ludita. La noche del 9 de abril de 1812, los luditas habían lanzado un audaz asalto contra el gigantesco complejo industrial Horbury, propiedad de Joseph Foster, tras haber reunido a un ejército de cientos de hombres. Destruyeron e incendiaron la fábrica después de retener a los hijos de Foster sin derramar una sola gota de sangre. Cartwright no iba a ser un blanco tan fácil. Había fortificado su taller y se había escondido dentro con varios esbirros armados. Cuando el 11 de abril los luditas se lanzaron sobre su fábrica y empezaron a derribar la puerta a martillazos, Foster y sus hombres abrieron fuego. Tras el tiroteo, los luditas se retiraron, dejando atrás a dos hombres heridos que finalmente perderían la vida. Pese a las intensas labores de vigilancia e investigación, las autoridades no lograron identificar a ninguno de los asaltantes, ni siquiera después de que se produjeran varias tentativas de asesinato (una de ellas lograda) contra los dueños de los talleres a finales de ese mismo mes de abril.

Sin embargo, el empleo de espías y de mano dura finalmente daría frutos y, en enero de 1813, las autoridades identificaron, detuvieron y ejecutaron a varios presuntos luditas de alto rango. La fase álgida de la destrucción de máquinas tocó a su fin rápidamente. Pero el movimiento perduró en la clandestinidad, alimentado por una poderosa mitología y su legendaria oposición a un Estado odiado. Durante años se produjeron estallidos esporádicos de furia contra las máquinas. Ese fue el ambiente que Byron supo captar en «Canción para los luditas», su encomio al movimiento, escrito en 1816, en el que lo presentaba como un intento condenado a un heroico fracaso, pero que había logrado sentar las bases de las luchas futuras por la emancipación. La sangre derramada por los luditas era «el rocío / que hará reverdecer el árbol / de la libertad, plantado por Ludd».2 Este personaje mitológico siguió caminando en la clandestinidad hasta llegar a nuestro presente; como afirma E. P. Thompson: «El ludismo se niega, hasta nuestros días, a revelar sus secretos».3

Pese al empeño de Byron, la historia no ha sido amable con los luditas. Su oposición militante a las máquinas ha sido motivo suficiente para considerar que su legado debía entenderse como una suerte de tecnofobia. Y dado que su rebelión se produjo en los primeros compases del desarrollo de la producción en serie, los luditas se han convertido en sinónimo de un miedo irracional al inevitable progreso. De hecho, los críticos de la tecnología o bien se ven abocados a renegar performativamente del legado ludita o a confesar sus simpatías como si de un pecado se tratara. «Yo no soy ludita», insiste el especialista en tecnología Andrew Keen, mientras da cuenta de la antipatía que le inspiran las redes sociales,4 a semejanza de las «confesiones luditas», que se han convertido en un subgénero ensayístico bien perfilado, del que participan educadores, músicos e incluso profesionales de la tecnología de la información.5

Que se vincule a los luditas con la tecnofobia les ha valido, de hecho, fervientes seguidores. En 1984, Thomas Pynchon preguntó secamente si estaba «bien ser ludita»,6 y la década de los noventa asistió al nacimiento del movimiento neoludita, que reunió a diversos críticos sociales y a ecologistas radicales en una coalición informal que profesaba su oposición a las tecnologías contemporáneas. Aunque su manifiesto recalcaba que no se oponían a la tecnología como tal, la hostilidad de los neoluditas a cualquier manifestación de la misma, desde la ingeniería genética hasta la televisión, pasando por la informática y las «tecnologías electromagnéticas», delataba su deuda con un discurso anarco-primitivista anticivilización.7 Gestos curiosos, como identificarse con Ted Kaczynsnki, Unabomber,8 y el coqueteo posterior de Kirkpatrick Sale, su figura más destacada y autor de una evocadora historia de los luditas, con los movimientos secesionistas,9 despiden un tufillo inconfundible a excentrididad.

Es propio de los mitos el exhibir cierta flexibilidad e indeterminación cuando se aplican a la realidad. En efecto, los luditas adoptaron un carácter mítico en su época; no en vano invocaban el nombre de un rey imaginario. A la elaboración de ese mito, ligado a un sujeto colectivo, se debe en no poca medida que la lucha ludita se haya convertido en una expresión de dominio público dos siglos después. Según sostiene Marco Deseriis, teórico de los medios de comunicación, la fuerza retórica de los luditas se cifra en la articulación de luchas que en realidad no guardan una relación demasiado firme entre sí, convirtiéndolas en un conjunto de prácticas y discursos enlazados, es decir, y por emplear la expresión del propio autor, un «ensamblaje de enunciación»: «una red de acciones pragmáticas y expresiones semióticas que están conectadas, pero, al mismo tiempo, conservan una autonomía relativa». Según Deseriis, la función del «nombre impropio» de Ned Ludd consiste «precisamente en rehuir una posición fija al incorporar una pluralidad de usos que no pueden reducirse fácilmente a uno solo».10

Al fin y al cabo, el de los luditas no fue el primer caso de un ataque contra la industria manufacturera: los telares de medias, sin ir más lejos, habían sido objeto de ataques desde hacía décadas, y el parlamento británico había aprobado en 1788 una ley que protegía esas máquinas. Los ricos y poderosos entendían que estos ingenios eran un método para acumular poder, y a la misma conclusión llegaron las clases trabajadoras, sobre las que aquellos querían ejercerlo. Así pues, dondequiera que se produjera, la mecanización de las fábricas vino acompañada de actos de destrucción y sabotaje. Marx se refiere a la hostilidad enconada hacia los molinos de viento y las máquinas hidráulicas y la remonta, por lo menos, a la década de 1630.11 La maquinaria industrial despertó una ira muy particular, ya que su adopción no sólo perturbó las formas tradicionales de vida, sino que además exprimió brutalmente a sus trabajadores. La inmensa fábrica Albion Mills, en Londres, que probablemente inspiró a William Blake su célebre verso sobre «los oscuros molinos satánicos», ardió hasta los cimientos en 1791, en un incendio provocado posiblemente por sus trabajadores, que jalearon las llamas desde la orilla del Támesis, haciendo caso omiso de los ruegos de las autoridades, que les suplicaban ayuda para sofocar el incendio. Los autores satíricos de la época no tardaron en tildar a los jaraneros de peligrosos radicales y partidarios de máquinas anticuadas.12 En 1805, los tejedores de seda franceses celebraron la llegada del telar de Jacquard intentando asesinar a su inventor y destruyendo el aparato en las calles de Lyon.13 Tras el breve verano de las rebeliones luditas, la destrucción de máquinas y fábricas prosiguió en Francia, Estados Unidos (donde varias textiles fueron pasto de las llamas, seguramente en incendios provocados) y en toda Silesia y Baviera.14

A la luz de esta historia plagada de trabajadores destructores de máquinas, ¿por qué son los luditas los que proyectan una sombra más larga? Ello no se debe solamente a que supieran hilar una buena historia. A fin de cuentas, la corona británica no habría reunido a un ejército de miles de hombres para destruir un mito. Los luditas siguen teniendo mucha tela que cortar por la fuerza de su lucha, tanto en el terreno literario como en sus logros históricos. Si bien E. P. Thompson trató de rescatar a los luditas de «la enorme condescendencia con la que los trata la historia» mediante un acto de compasión radical, reconoció asimismo que las reacciones militantes contra la industrialización fueron tal vez «temerarias. Pero fueron ellos los que vivieron en aquellos tiempos de agudos trastornos sociales y nosotros no».15 Admiro la capacidad con la que Thompson comprende a los luditas desde el interior de la coyuntura concreta que vivieron, en lugar de hacerlo desde un punto de vista que parece considerarlos un mero bache en el camino que nos condujo a nuestro inevitable presente.