Rosas estadista - José Massoni - E-Book

Rosas estadista E-Book

José Massoni

0,0

Beschreibung

Rosas estadista es un análisis de la historia argentina desde el 25 de Mayo hasta el presente desde la perspectiva de las luchas entre los poderosos de estas tierras y el pueblo con sus dirigentes. El método también es singular: desde la Revolución en 1810 hasta 1852 el examen se realiza con el coro popular como fondo pero desde el examen de las acciones de los líderes más destacados de cada momento. De ahí en adelante se abandona el centro del estudio a través de los líderes y la historia está observada desde el ejercicio del poder por la corriente más trascendental dentro del formato de nación que quedó instaurado. La tesis que se sostiene es que, con mucho más poder del que se advierte porque en rigor se trata de un extendido sentido común social, en su sentido cultural profundo aún seguimos luchando por las metas de los revolucionarios de Mayo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 305

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Rosas Estadista es un análisis de la historia argentina desde el 25 de Mayo hasta el presente desde la perspectiva de las luchas entre los poderosos de estas tierras y el pueblo con sus dirigentes. El método también es singular: desde la Revolución en 1810 hasta 1852 el examen se realiza con el coro popular como fondo pero desde el examen de las acciones de los líderes más destacados de cada momento. De ahí en adelante se abandona el centro del estudio a través de los líderes y la historia está observada desde el ejercicio del poder por la corriente más trascendental dentro del formato de nación que quedó instaurado. La tesis que se sostiene es que, con mucho más poder del que se advierte porque en rigor se trata de un extendido sentido común social, en su sentido cultural profundo aún seguimos luchando por las metas de los revolucionarios de Mayo.

Rosas estadista La cabeza de Goliat

José Massoni

 

 

 

 

Rosas estadista - La cabeza de Goliat

José Massoni, 2020

 

1a edición, 2020

ISBN: 978-987-47727-3-2

 

Este libro no cuenta con dispositivos que limiten su uso (DRM). No obstante, el autor y el editor conservan los derechos sobre su comercialización.

Antes de compartirlo, evalúa el costo de una descarga legal y piensa que tu compra ayudará a la publicación y circulación de este y otros libros como este.

 

Buenos Aires

www.edicionesacapela.wordpress.com

[email protected]

 

Massoni, José

Rosas estadista : la cabeza de Goliat / José Massoni. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ediciones A capela, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo digital: descarga

ISBN: ISBN 978-987-47727-3-2

1. Historia Argentina. 2. Política Argentina. I. Título.

CDD 320.0982

Introducción

Ante todo dejamos claro que cuando tratamos de la historia argentina y las divisiones antagónicas y secundarias que en ella se desplegaron, el escenario geográfico está constituido por su actual territorio y extensiones limítrofes cuando era parte principal de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y por sobre todo que constituirá esencialmente la relación de hechos y sucesos del país de los blancos, que creció en lucha para la dominación de los pueblos originarios, sobre cuyo papel —enfrentado siempre y aliado a veces— en relación con la culturización blanca, trataremos de no eludir cuando la colecta de elementos documentales, sepultados por desprecio u olvido, hayan dejado huellas levantables significativas. No olvidemos, por tanto, que la siguiente relación se refiere a sólo uno de los lados de la primera y profunda grieta cavada entre los conquistadores y su descendencia y los pueblos originarios.

La historia de la Argentina blanca es la de sus luchas de clases con las particularidades propias de un país rico en recursos naturales pero marginal en extremo geográficamente, dependiente de las grandes potencias económicas y con dirigentes influidos cultural e ideológicamente por los intelectuales, políticos y filósofos que sucesivamente fueron brotando en los países asiento de aquellas fuerzas productivas dominantes en el mundo occidental del que procedemos.

Cuando decimos Argentina sucede entonces que nos estamos refiriendo a la asociación de los habitantes blancos —y luego mayoritariamente mestizos— de su suelo, que llevan pujando por más de doscientos años procurando construir una sociedad que se gobierne con independencia de esa sujeción material y cultural a los poderes extranjeros, públicos y privados, en pos de lograr una nación que privilegie el buen progreso y la buena vida de los miembros de su pueblo.

Ello significa que esa asociación, como toda sociedad contemporánea, contiene dentro de sí plurales sectores con objetivos específicos que pueden ser paralelos, convergentes desde distintas fuentes, coincidentes sólo en tramos, y hasta antagónicos siempre. La amalgama, influida en su composición por un constante movimiento interno, la construye un claro sentido de libertad de acción como colectivo singular dentro de la multiplicidad del mundo, con el fin de lograr la insoslayable independencia económica de aquellas usinas de poder que le permita asegurar, a un tiempo, el objetivo final de todas sus aspiraciones, que no son otras que el desarrollo pleno de las posibilidades existenciales como seres humanos de todos y cada uno de sus miembros.

Esa masa que hoy incluye —meros ejemplos extremos— pueblos aborígenes, peones hacheros esclavos en las devastaciones forestales, exquisitos científicos, obreros, intelectuales y artistas aplaudidos internacionalmente, técnicos, operarios y empresarios de producciones diversas, han tenido como pegamento objetivo aquel interés nacional y de organización democrática igualitaria en el que coinciden, porque con hartos motivos lo conciben o intuyen como paso ineludible para sus concepciones de mejor vida y progreso.

En formulación esquemática —sucinta pero medular— esa masa nacional, popular y democrática lleva dos siglos y diez años enfrentada a quienes, también nacidos en esta tierra, han tenido posiciones extranjerizantes, elitistas y aristocráticas. Ha sido la lucha por la independencia política y económica, la democracia y la igualdad social, contra sus enemigos abiertos o solapados, propios o ajenos. Habiéndose dado todos los matices y mezclas imaginables, fugaces y no tanto, pero ubicándose esencial y realmente a un lado o el otro. Esa es la grieta que divide la sociedad argentina y que no debemos cerrar, porque su desaparición por sutura sólo significaría —inevitablemente por potencia objetiva y cultural— la completa victoria del lado oscuro, el de los poderosos por explotación y latrocinio, los que desprecian toda manifestación de igualdad entre los humanos, los cipayos que se alían o se aceptan como administradores locales de las corporaciones internacionales y los gobiernos imperiales.

La brecha sólo puede desaparecer —y con ello el advenimiento de la paz social— por la independencia de nuestro pueblo para manejar sus intereses y la concreción de plena y buena vida de todos sus miembros, que conlleva por necesidad la hegemonía rotunda y extensa en el tiempo del campo democrático, popular y nacional.

La grieta, como fenómeno político, social y económico, reconoce una larga historia, tanto que puede hallarse en el período histórico de la humanidad que nos plazca, en las distintas civilizaciones.

Pero aquí nos ocuparemos de la nuestra como país, en lucha por su independencia desde 1810 hasta el presente, en guerra que no ha cesado. Nunca.

Primeras dos décadas

Aviso. Los análisis que se ensayarán tomarán en cuenta las corrientes públicas, visibles, de los acontecimientos históricos, pero procurará observar también las subterráneas de las contradicciones y desplazamientos en la economía y en sus reflejos sociales. Con frecuencia harán eje en los protagonistas, tanto por estimación del papel del individuo en la historia como, más todavía, por su aptitud para gozar y usufructuar de los aportes de sus encarnaduras vitales en los procesos visibles y ocultos que con deliberación o por azar objetivamente interpretaron.

Nuestro nacimiento, la Revolución de Mayo, fue tan solo la firme intención de un pequeño núcleo dirigente que capturó el vértice de los cursos en desarrollo contra la oprimente inmovilidad política, social y económica existente, cuando acontecen episodios exteriores e interiores trascendentes que la habían zamarreado. Su fuerza transformadora, raigal, tuvo la fulgurante potencia para plantar el hito inicial de una patria y su fuerza sigue marchando con obcecado e incólume denuedo en la persecución de sus ideales de libertad, igualdad, fraternidad —a los que aún no ha llegado— grabada de manera inequívoca e indeleble en el mojón liminar.

Ni los eventos de ese 25 de mayo de 1810 ni los personajes que ese día actuaron emergieron en ese instante, sin historia. No eran un montón de circunstancias y personas reunidas y mezcladas sin concierto. Transitaban separados por grietas, ya entonces.

La más notoria y decisoria separaba los intereses de España y sus administradores locales de todos los demás.

Con respecto a la ubicación en el mundo la primera gran división pasaba entre, por un lado, los partidarios de la permanencia sin cambios de la relación con la metrópoli europea y su expresión de monopolio comercial en lo económico, con régimen realista absolutista en lo político, y por el otro, todos los que se les oponían desde el republicanismo revolucionario.

El escenario era el virreinato cuyo nombre daba cuenta de su causa económica: la plata de Potosí(1). Ese metal más cobre, estaño y oro bajaba a través del Tucumán, transitando en carretas «el camino real(2)» hasta llegar al puerto de Buenos Aires para su traslado a la metrópoli. La protección de este puerto y de la frontera oriental del imperio contra el incesante avance portugués determinó que España creara el Virreinato del Río de la Plata con sede en la lejana e intrascendente Buenos Aires, desde la que también comenzó una necesaria actividad militar contra los indios que ocupaban la pampa, especialmente hacia el sur y el suroeste, con la creación de los fuertes y pueblos de frontera en una línea imaginaria a la vera del río Salado (las guardias de Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Navarro, Mercedes, Salto, Rojas) y el desplazamiento de las compañías de blandengues(3), llevadas coercitivamente a habitar el confín de la pampa, así como la instalación de colonos ubicados en pueblos aledaños a los fuertes para, al par que avanzar sobre los territorios en poder de los indios, asegurar la contención de los ganados cimarrones para el abastecimiento de carne y cueros a la capital y sobre todo conseguir «civilización y domicilio de una multitud de hombres que viven de lo que roban, sin conocer a Dios, ni al Rey, limpiándose los campos de estas abandonadas familias… al reducirlos a una conducta cristiana y civil ganándose para dios y para el rey muchos vasallos(4)». Está claro que el objetivo religioso y civilizador era una excusa, y que el aludido «robo» no era sino la recuperación por los indios de ganado mostrenco que por ocupación ancestral del suelo era antes propiedad de ellos que de los invasores.

Como único asentamiento urbano entre Córdoba y el extremo del continente, la ciudad de Buenos Aires constituía el agrupamiento humano más austral del mundo, en rigor poco más que una aldea con unos treinta mil habitantes que se ocupaban de artesanías y comercio. Su población blanca estaba compuesta por abundantes inmigrantes portugueses judíos conversos que huían de la Inquisición peninsular, quienes junto a sus colegas comerciantes españoles y criollos actuaron como factor de progreso económico y ejercieron con éxito el difundido contrabando, con el que se inició la prosperidad de la región; hacia 1600 eran numerosos y fracasaron las persecuciones civiles y eclesiásticas, porque adquirían la calidad de vecinos desposándose con mozas de la ciudad y luego ocupaban posiciones de primera fila en el comercio o en las estancias; hacia 1700 era de sangre en parte judía buena parte de la «gente principal», como surge del estudio de sus apellidos ligeramente cambiados(5). Se sumaban los españoles «puros» de origen y sus descendientes, y todos esos blancos estaban rodeados de una cohorte mucho más numerosa de mestizos euro-indígenas a los que después se añadieron africanos genuinos y mulatos cuando se creó el mercado de esclavos negros(6).

Los criollos blancos descendientes de europeos —españoles y otros— entraron en contacto con la realidad socio cultural del occidente más avanzado cuando fueron estudiantes en las universidades de Charcas y Córdoba. No porque fuera parte de sus currícula sino porque inmersos esos jóvenes —por debajo y sin acceso a la capa de los españoles de origen— en el ambiente de estudios y curiosidad intelectual que los claustros generaban, entraron en contacto con los autores mentores de la Revolución Francesa, con las banderas que ésta levantara y los hechos que produjera. No les fueron ajenas tampoco las doctrinas económicas fisiocráticas de los reformistas, aplicadas en la metrópoli por los Borbones Carlos III y IV. Se fue conformando así en Buenos Aires un grupo de intelectuales que formaron una corriente claramente opositora al régimen español de monopolio y despotismo realista. La decisiva participación de las fuerzas criollas en la derrota de poderosas invasiones inglesas, por dos veces (1806 y 1807) le dieron prueba del poderío propio con el que contaban. La grieta entre blancos había surgido con posibilidades de trascendencia efectiva.

El crecimiento de la diferencia se acercó a una coyuntura ansiosa de fractura cuando la proyección de la revolución francesa hacia el resto del continente por las tropas napoleónicas colocó en España a José Bonaparte como rey y fue desconocido por una Junta Central de Sevilla que se arrogó el gobierno del reino, que pasó de enemigo a aliado de Inglaterra.

La opción que quedó en la superficie fue tan nítida que, debajo de ella, aparecía una contradicción antagónica: de un lado, quienes fieles a España proponían seguir los dictados de la Junta Central, por el otro, los que aducían que debían permanecer fieles al destronado Fernando VII, cuando éste en puridad no reinaba, por lo que en verdad pretendían era independizarse de España.

Los detalles cronológicos de la gesta los obviamos para centrarnos en la trayectoria y las ideas de protagonistas esenciales, que encarnaron el espíritu y rumbo señero, por más de dos siglos hasta hoy, de la Revolución de Mayo.

Mayo

En el ideario económico de los revolucionarios quien jugaba un rol de liderazgo en Buenos Aires era Manuel Belgrano. Estaba estudiando en España cuando aconteció la Revolución Francesa y asimiló su influencia por vía de Montesquieu y Rosseau, así como admiró a George Washington(7).

En la materia económica, por influencia de las políticas de las cortes borbónicas, tomó las ideas innovadoras de François Quesnay, surgidas en Francia cuando el capitalismo aún no se había desarrollado bastante e imperaban en ese país las relaciones feudales. Aquél criticó la tesis de los mercantilistas según la cual la ganancia capitalista se originaba en la circulación y acertó en que la ganancia se creaba en la producción. Un gran avance, acorde con la alborada del capitalismo, aunque encontraba esa ganancia únicamente en la producción agrícola, creando así la corriente que se llamó fisiocracia, no llegando a ver el fenómeno que se producía en la industria y en las relaciones entre los capitalistas y sus empleados. La importancia de Quesnay fue singular y Adam Smith, el creador de la economía política, le rindió tributo en su obra fundamental La Riqueza de las Naciones. De regreso Belgrano en Buenos Aires desde 1794, ejerció como secretario del Consulado —árbitro en controversias mercantiles— donde estuvo en permanente conflicto con los vocales del cuerpo, todos grandes comerciantes con intereses en el comercio monopólico con Cádiz, que rechazaron año tras año sus propuestas librecambistas, donde sostenía que «El comerciante debe tener libertad para comprar donde más le acomode, y es natural que lo haga donde se le proporcione el género más barato para poder reportar más utilidad(8)». Escribió en el primer periódico de esta tierra, el Telégrafo Mercantil y colaboró asiduamente en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, dirigido por Hipólito Vieytes. Allí exponía sus ideas económicas complementarias y extensivas a las puramente fisiocráticas: promover la industria para exportar lo superfluo, previa manufacturación; importar materias primas para manufacturarlas; no importar lo que se pudiese producir en el país ni mercaderías de lujo; importar solamente mercaderías imprescindibles; reexportar mercaderías extranjeras; y poseer una marina mercante. Es de relevancia suma que Belgrano, con las ideas políticas de la Revolución Francesa y estas concepciones de economía política fuera un integrante principal de la Primera Junta y que, desde allí fuera un precursor de Juan Bautista Alberdi en cuanto a su insistencia en contar con una «política económica», y que este último se reconociera fuertemente inspirado por Adam Smith. Ambos próceres fueron, cada uno a su tiempo, seguidores de las teorías y consecuentes prácticas del capitalismo, naciente para la época de Belgrano y en arrolladora expansión en las sociedades europeas y norteamericana en el mundo de Alberdi. Son ejemplos significativos de que nuestro estado-nación en lo económico tuvo, desde que se lo intuyó como sociedad independiente de la colonia, una impronta capitalista. Acomodada, por mérito de nuestro «provincianismo» periférico, a un paralelo diferido con los tiempos en los que aquel sistema productivo crecía marcando el rumbo de las economías y luego de las políticas en los países centrales, que devendrían imperialistas.

Mariano Moreno fue el indiscutido numen de los hombres revolucionarios de Mayo, que se mostró por medio de su tarea ímproba y brillante en los pocos meses que ejerció como secretario de la Primera Junta. Sus palabras, acordes con sus efectivos actos consecuentes, fueron reveladores de su apego irrestricto a los ideales de la Revolución Francesa en cuanto a libertades e igualdad y tuvieron el empuje de la convicción y decisión hondamente transformadoras, tan conocidas que no cabe aquí enumerarlas. Sí nos interesa el aspecto menos tratado de su ideario, el de sus concepciones económicas. La fuente principal para darles luz es su Representación de los hacendados, escrito en el que actuó como abogado de ellos y de los labradores, ante el virrey Cisneros. En síntesis, su pensamiento económico se encuentra dentro de la doctrina fisiocrática el estímulo a la agricultura como medio de desarrollo, en cambio de una economía muy dependiente de los negocios de importación y exportación y su desvío, el contrabando. Le dice al virrey que «no puede ser verdadera ventaja de la tierra la que no recaiga inmediatamente en sus propietarios y cultivadores» y, más adelante, «el viajero a quien se instruyese que la verdadera riqueza de esta Provincia consiste en los frutos que produce se asombraría cuando, buscando al labrador por su opulencia, no encontrase sino hombres condenados a morir en la miseria». En un marco de asfixiante monopolio colonial hispano explotador, ataca con fuerza a quienes se oponen a la única salida coyuntural de esa trampa, que eran las reglas liberadoras y democráticas del libre comercio, «afectando interesar en su causa la santidad de la religión y pureza de nuestras costumbres». Insiste en que «El que sepa discernir los verdaderos principios que influyen en la prosperidad respectiva de cada provincia, no podrá desconocer que la riqueza de la nuestra depende principalmente de los frutos de sus fértiles campos…» y fundamenta la necesidad de abrir el libre comercio con la nación inglesa como remedio para las penurias económicas de la colonia. Destaca que si concediéramos que abrir el comercio es un mal, es necesario e imposible de evitar debiendo procurarse sacar provecho de él haciéndolo servir a la seguridad del estado. Puntualiza una realidad a la que aludimos antes: desde la primera invasión inglesa «el Río de la Plata no se ha perdido de vista en las especulaciones de los comerciantes de aquella nación; una continuada serie de expediciones se han sucedido; ellas han provisto casi enteramente el consumo del país; y su ingente importación, practicada contra las leyes y reiteradas prohibiciones, no ha tenido otras trabas que las precisas para privar al erario del ingreso de sus respectivos derechos, y al país del fomento que habría recibido con las exportaciones de un libre retorno». En otras palabras señala que en realidad el libre comercio con los ingleses se ha convertido en un hecho que, a falta de legalidad, se realiza por medio de un contrabando que califica de impune y escandaloso. Plantea «en la economía política la gran máxima es que un país productivo no será rico mientras no se fomente por todos los caminos posibles la extracción de sus producciones y que esta riqueza nunca será sólida mientras no se forme de los sobrantes que resulten por la baratura nacida de la abundante importación de las mercaderías que no tiene y le son necesarias». Añade: «La plata no es riqueza, pues es compatible con los males y apuros de una extremada miseria; ella no es más que un signo de convención con que se representan todas las especies comerciables: sujeta a todas las vicisitudes del giro, sube o baja de precio en el mercado según su escasez o abundancia, siempre que por otra parte no crezcan o disminuyan las demás especies, que son representadas por ella, pero los caminos de nuestra felicidad están cifrados por la misma naturaleza». Por si cupiera duda sobre la inscripción del pensamiento económico de Moreno, vale de modo incontestable lo que sigue: «ésta (la naturaleza) nos ha destinado al cultivo de sus fértiles campañas, y nos ha negado toda riqueza que no se adquiera por este preciso canal. Si V. E. desea obrar nuestro bien es muy sencilla la ruta que conduce a él; la razón y el célebre Adam Smith… que es sin disputa el apóstol de la economía política, hacen ver que los gobiernos en las providencias dirigidas al bien general, deben limitarse a remover los obstáculos» [los del monopolio y su burocracia]. Finalmente, disipa temores sobre un dominio inglés sustituto del de España, opinando que «los ingleses mirarán siempre con respeto a los vencedores del cinco de julio y los españoles no se olvidarán que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de mercaderes, sino de hombres del país que defendieron la tierra en que habían nacido, derramando su sangre por una dominación que aman y veneran(9)».

La adscripción de Moreno a los fundamentos de la democracia republicana liberal y a las leyes del capitalismo naciente como política para nuestras tierras es de claridad diáfana y, más aún, es explícita su opinión de que sus frutos deben aprovechar a quienes las trabajan. Su idea de la obtención de los frutos de las tierras presuponía su propiedad en dimensiones cuando más medianas, pues era incompatible con grandes latifundios que impondrían una explotación extensiva, imposible sin un régimen de esclavitud como el del sur de Estados Unidos. Su visión del propietario de la tierra era la de quienes fueron los farmers en el país del norte.

Juan José Castelli era primo de Manuel Belgrano. Estudió lógica dos años en el Real Colegio de San Carlos y luego cinco para el sacerdocio en Córdoba. Cambió de rumbo en 1786 e ingresó en la exigente Real Academia Carolina de Practicantes Juristas de Charcas, en cuyo ambiente estudiantil entró en contacto con los iluministas españoles y Montesquieu. Vuelto a Buenos Aires, su bufete le permitió comprar el único bien que tuvo su patrimonio, su domicilio en una chacra del actual barrio de Núñez.

Sus ideas políticas comenzaron a tomar más precisiones desde 1796 trabajando como secretario suplente de Belgrano en el Consulado de Comercio de Buenos Aires, y con él compartió nítida oposición al monopolio comercial español y a la carencia de derechos para los criollos de Buenos Aires. Otro campo para su desarrollo partidista fueron sus notas en el periódico creado por el Consulado en 1801, El Telégrafo Mercantil y luego en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio que apareció en 1802 y expuso concepciones económicas fisiocráticas, sosteniendo que «Todo depende y resulta del cultivo de las tierras; sin él, no hay materias primas para las artes. Por consiguiente, la industria no tiene cómo ejercitarse, no puede proporcionar materias para que el comercio se ejecute». Desde esa base se ocupaba de la libertad de comercio; la rotación de los cultivos y abonos; del establecimiento de escuelas rurales; de la forestación y la cría de ganado; y, detalle esencial, del reparto equitativo de tierras y —también él, como Moreno y Belgrano— de su propiedad para quienes las trabajaban. En circunstancias de la primera invasión inglesa ya se aprecia en los hechos la audacia de Castelli en su militancia libertaria. Como integrante del grupo de patriotas criollos que entendían la liberación de España junto con cambios económicos y sociales revolucionarios, no dudó vincularse con James Florence Burke, presunto representante de Gran Bretaña, cuyo apoyo podría ser útil dentro del plan del patriota venezolano Francisco de Miranda para la emancipación de la corona española de todo el continente. En esa misma línea, preso el jefe William Beresford luego de su derrota en la primera invasión inglesa, cuando se aproximaba la segunda invasión fue ayudado a fugarse por el grupo que integraba, con la misión de que en Montevideo reclutara al jefe de las fuerzas inglesas para que se aplicara el proyecto del venezolano, dado que Miranda y Home Popham se habían reunido para tratar acerca de liberar a América del Sur con ayuda británica. Cuando Popham inicia la segunda invasión, sin previo acuerdo, fue evidente que los ingleses sólo planeaban cambiar una metrópoli por otra y Castelli, Belgrano, Martín Rodríguez, Domingo French, Antonio Beruti y otros abandonaron por completo aquella posible alianza y combatieron duramente contra quienes habían intentado coligarse y fueron protagonistas, también ellos, de la segunda victoria sobre el imperio británico.

Castelli actuó con creatividad y tenacidad por una liberación de España con contenido revolucionario. Con José Bonaparte en el trono de España, la hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina, reclamaba la regencia de las colonias. Castelli, con acuerdo de Belgrano y otros criollos, redactó una propuesta a Carlota de asunción una corona nominal en una monarquía constitucional, pero la infanta rechazó el convite porque su aspiración era un régimen absolutista tradicional.

A comienzos de 1809 Castelli da nueva prueba de su plasticidad ante las coyunturas para mantenerse con firme coherencia en una política revolucionaria patriótica y popular. Apoya al virrey Liniers contra la revuelta encabezada por Martín de Álzaga —de relevante actuación en la segunda invasión inglesa y acaudalado comerciante de armas y esclavos— porque el objetivo del sedicioso, más que desplazar al sospechado por su origen francés, como se invocaba, era mantener la supremacía de los españoles sobre los criollos. La victoria de Liniers redundó en un aumento notorio del poder de los nativos patriotas y sus cuerpos armados.

Cuando en julio de 1809 llegó el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, la propuesta de Castelli fue la más radicalmente independentista: creación de una junta de gobierno sin españoles. Pero primó la opinión de Saavedra de postergar las acciones, llegándose así al 14 mayo de 1810, cuando se supo que la Junta Suprema Central de Sevilla, que había asumido el gobierno de España, había sido disuelta por los franceses. La actividad criolla se tornó febril, con Castelli, Belgrano y Saavedra como sus líderes más notorios. La consigna era que la ausencia de esa Junta obligaba a los pueblos a tomar en sus manos la bandera de la fidelidad al prisionero Fernando VII. El historiador Enrique De Gandía escribió en su Historia Argentina: «Las memorias de los testigos y protagonistas de esos días mencionaron a Castelli en multitud de sitios y actividades: negociando con los hombres del Cabildo, en casa de los Rodríguez Peña participando de la planificación de los pasos a seguir, en los cuarteles arengando a las milicia. El propio Cisneros, al describir los acontecimientos al Consejo de Regencia, llamó a Castelli “el principal interesado en la novedad […] cual era de examinar si debía yo cesar en el gobierno superior y reasumirlo el cabildo”». El 21 de mayo se reunió gente en la plaza reclutada entre el bajo pueblo por tres eficaces agitadores(10) y provocaron la convocatoria al Cabildo Abierto del 22. Allí apareció la división más importante, la de colonialistas contra independentistas. El obispo Lué defendió el derecho de los españoles —hasta el último que quedara, dijo— para gobernar estas tierras y propuso la continuidad de Cisneros, con dependencia de la Real Audiencia de Charcas. Le respondió Castelli con una pieza de singular calidad retórica, tan legal como fogosa, sosteniendo la doctrina de la retroversión de la soberanía de los pueblos: cuando no existe autoridad legítima, la soberanía regresaba al pueblo y éste debe gobernarse a sí mismo. Su elocuencia hizo que desde entonces fuera conocido como “el orador de la revolución”. La votación favoreció la posición criolla por 38 votos a 6. Siguieron agitadas y exitosas maniobras políticas del sector conservador durante los dos días siguientes, que culminaron con un acuerdo sobre el establecimiento de una Junta presidida por Cisneros acompañado por representantes de los estados militar, judicial, clero y comercio. Se consumó una distorsión completa de lo resuelto, con clara derrota para los criollos independentistas firmes, que sólo contarían con Castelli —representando al “estado judicial”— para defender su causa. Se dio por primera vez en nuestra historia, ocurrido el cabildo abierto nítidamente independentista del 22 de mayo, la unión y triunfo de los conservadores nativos en colusión con los colonizadores extranjeros. Los revolucionarios respondieron como tales al arreglo entre conservadores ajenos y propios: con un golpe popular, que en eso consistió el 25 de Mayo. Ocuparon la plaza de Mayo y adyacencias con gente armada, se hizo saber a Cisneros que había cesado y fue designada una Junta con miembros de las distintas extracciones de la política local.

Los tres días transcurridos entre el 22 y el 25 de mayo de 1810 pusieron en el escenario, por primera vez en tiempos de independencia de estas tierras del imperio colonial, una diferencia antagónica, brecha o grieta —como se la quiera llamar— entre una concepción progresista, popular, nacional y democrática independiente de la corona de España y su contraria, una conservadora del orden establecido aunque por momentos aceptaran retoques insustanciales en las formas.

Hemos reseñado sucintamente los perfiles e influencia en ellos de quienes encarnaron de manera más pura la posición patriótica sin ambages: Moreno, Castelli y Belgrano. Sus señales vibraron desde entonces durante toda la historia argentina y perduran hoy con vigencia plena. La de sus contrarios, también.

Después del 25 de mayo

Pero aunque las circunstancias impusieron la presencia en la Primera Junta, el primer gobierno patrio, de algunos integrantes «moderados», resaltaba un detalle esencial: Moreno, Castelli y Belgrano estaban en él, el primero como Secretario. Castelli y Moreno compartían el ideario de El Contrato Social de Rousseau, y como cabezas de las posturas más radicales en favor de concretar la revolución empezaron a ser tildados de «jacobinos». No dudaban en propiciar las medidas más extremas si eran necesarias para el triunfo de la libertad y la igualdad. Por caso, una de las primeras decisiones de la Junta a instancias de Castelli fue la expulsión de Buenos Aires de Cisneros y los oidores de la Real Audiencia, a los que se embarcó rumbo a España. Además, el 27 y 29 de mayo la Junta y el Cabildo de Buenos Aires dirigieron comunicaciones a las ciudades y villas del virreinato explicando los motivos de la deposición del virrey y pidiendo el reconocimiento de su autoridad provisional y el envío de diputados para formar un gobierno de todas las provincias. El sector revolucionario de la Junta no ignoraba que las provincias, bajo dominio de capas más conservadores, actuarían en su contra aduciendo, por caso, que quedarían como colonias de segundo grado en beneficio de los porteños. Por esa razón, «por si acaso», la comunicación iría acompañada por un ejército que partiría para asegurar la «libertad de los pueblos» en la selección de los diputados. De esta forma aparecía en el horizonte la posibilidad de una guerra civil entre quienes apoyaban a la Junta revolucionaria de Buenos Aires y quienes sostenían el Consejo de Regencia de Cádiz.

Se despacharon de inmediato dos expediciones militares, una al Paraguay al mando de Belgrano y otra hacia el Alto Perú. La expedición al Paraguay tuvo numerosas dificultades de reclutamiento y logísticas que dificultaron su llegada a destino. Con más relevancia aún, llevaba una equivocada evaluación de la realidad paraguaya, engañada por las informaciones de José Espínola, militar paraguayo nativo que por dos veces había sido desplazado del gobierno en su país y el 25 de mayo estaba en Buenos Aires gestionando su reposición ante Cisneros. Según informó a la Junta 200 hombres armados serían suficientes para auxiliar a los paraguayos que anhelaban, en su mayoría, adherir al movimiento porteño. Belgrano dijo, después, que el gobierno creyó lo que decía Espínola porque era «fácil persuadirse de lo que halaga». La realidad era tan otra como que Pedro Alcántara de Somellera —exfuncionario en Paraguay desde 1807 por designación de Liniers y promotor de la anexión al gobierno revolucionario en el Río de la Plata— sostuvo sobre Espínola que «no había un viviente más odiado por los paraguayos», lo que confirma su historia personal de oportunismo personalista y despotismo desplegado en sus tierras. Por encima de todo, se sumaba el elemento esencial, cuanto era que Paraguay llevaba ya una larga historia de sumisión económica al Buenos Aires colonial, que decidía sin consultas el corte de su tránsito fluvial y el comercio de sus frutos del país, lo que en el plano subjetivo había alimentado una prevención, rayana con el odio, hacia los dueños del puerto. «La mayor influencia de los comerciantes porteños sobre las autoridades coloniales en comparación con sus colegas del Alto Plata generó en las distintas áreas que componían dicha región (Paraguay, las provincias del Litoral, sur del Brasil) un profundo sentimiento de suspicacia y recelo hacia la poderosa ciudad-puerto(11). No ayudaba tampoco que el enfrentamiento, en sus formas, era entre “españoles”: los que defendían a la Junta de Cádiz y los que lo hacían con Fernando VII. El resultado fue que, como lo informara Belgrano, se encontró con un país al que no debía anoticiar de las «buenas nuevas» y contribuir a su liberación, sino a conquistarlo. La guerra terminó con la derrota de Tacuarí y el retiro de las tropas rioplatenses. En tanto, los cambios políticos ocurridos en Buenos Aires con el triunfo de saavedristas sumado a conservadores del interior, en su ofensiva desplazaron a Moreno, separaron de sus mandos a French y Berutti por morenistas y lo enjuiciaron a Belgrano por su derrota. En ese juicio, en el que insólitamente no se lo escuchó a él, todas las declaraciones fueron muy favorables al comandante y finalmente el tribunal en agosto de 1811, declaró que Manuel Belgrano « […] se ha conducido en el mando de aquel ejército con un valor, celo y constancia dignos de reconocimiento de la patria; en consecuencia queda repuesto a los grados y honores que obtenía y que se le suspendieron…; y para satisfacción del público y de este benemérito patriota, publíquese este decreto en La Gazeta(12). Una brecha nítida quedó manifestada entre morenistas y conservadores. Éstos, aupados en el perfil de impronta cultural colonial que le dio la incorporación de los diputados del interior a la llamada Junta Grande que sucedió a la Primera, no eludieron atacar de todas formas al sector revolucionario de Mayo, con decisiones ejecutivas y juicios. Otra secundaria pero potente, que se manifestó una y otra vez a lo largo de la historia argentina también quedó a la luz: la frecuente y fundada desconfianza del interior hacia los porteños.