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Todo empieza con una tómbola: Zuppi gana un cerdito en una fiesta en el campo. Los niños están entusiasmados e incluso los papás consiguen aceptar a Rudi Russel; no así el casero, el señor Buselmeier, que un día pone a la familia con cerdo incluido de patitas en la calle. Ahora deberán buscar un nuevo hogar, pero no será fácil con un cerdito como mascota; y menos aún si éste tiene que probar su valor de la forma menos esperada.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
ilustrado porAXEL SCHEFFLER
traducciónMARGARITA SANTOS CUESTA
Primera edición en alemán, 2002 Primera edición en español, 2012 Cuarta reimpresión, 2022 [Primera edición en libro electrónico, 2023]
Distribución mundial
Uwe Timm, texto Axel Scheffler, ilustraciones
© 2019, dtv Verlagsgesellschaft MbH & Co. KG, Múnich Por mediación de Ute Körner Literary Agent-www.uklitag.com Publicado por primera vez por Nagel & Kimche en 1989 Título original: Rennschwein Rudi Rüssel
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel. 55-5449-1871
Editoras: Eliana Pasarán y Mariana Mendía Diseño: Miguel Venegas Geffroy Traducción: Margarita Santos Cuesta
Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos correspondientes.
ISBN 978-607-16-1170-3 (rústica)ISBN 978-607-16-7942-0 (ePub)ISBN 978-607-16-7944-4 (mobi)
Hecho en México - Made in Mexico
Para Johanna
En casa tenemos un cerdo, y no estoy hablando de mi hermana pequeña, sino de uno de verdad que responde al nombre de Rudi Russel. ¿Que cómo llegamos a tener un cerdo? Es una larga historia.
Todo empezó hace dos años. Un domingo nos fuimos todos en auto al campo. “Todos” quiere decir mi mamá, mi papá, mi hermana Betti, que sólo tiene un año menos que yo, y Zuppi, la más pequeña. Llegamos a la Landa de Luneburgo y nos pusimos a hacer algo que a los niños no nos gusta nada: dimos una caminata por la naturaleza.
Horrible. Estuvimos dando vueltas por los alrededores, y mis papás decían cada dos minutos: “Miren qué maravilla”. Se paraban y señalaban con el dedo alguna colina o algún árbol esperando que nos entusiasmáramos, ¿pero qué se puede decir sobre una colina? Como nosotros no dejábamos de protestar y pedir una limonada, mamá empezó a enojarse y dijo que primero le hiciéramos el favor de caminar un poco más. Nos dolían los pies, y Zuppi lloriqueaba y decía que ya no podía andar. Entonces papá se la subió a los hombros y empezó a dar fuertes pisadas sobre los caminos de arena, sudando y sin decir una palabra más sobre la belleza del paisaje.
Por fin llegamos a Hörpel, un pueblecito. En un mesón celebraban una fiesta en aquel momento: los bomberos del pueblo cumplían su cincuenta aniversario. A la sombra de los castaños, la gente ocupaba largas mesas de madera, bebía cerveza y comía salchichas y, sobre un escenario, tocaba una banda de música. Al fin pudimos sentarnos y beber nuestra limonada.
En algún momento de la tarde, la orquesta dejó de tocar y un hombre vestido de bombero se acercó al micrófono y dijo:
—Ahora dará comienzo nuestra tómbola; quien compre un boleto ayudará en la compra de una nueva manguera para el cuerpo de bomberos. Hay muchos premios pequeños y uno principal.
A nuestra mesa vino un hombre con un bote en la mano; adentro estaban los boletos y todos pudimos comprar uno. Yo no gané nada; Betti se llevó un premio de consolación, un banderín para la bicicleta que decía: “Bomberos voluntarios de Hörpel”; Zuppi sacó un número rojo. Cuando dieron todos los los números ganadores, mi hermana corrió con el suyo hasta el escenario.
El bombero mostró el boleto y gritó:
—¡El número 33! ¡Aquí está la ganadora del premio gordo! ¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—¿Ya vas a la escuela?
—No. Sólo hace dos semanas que cumplí seis años.
—¿Sabes qué acabas de ganar?
—No.
—Eres una niña afortunada, ¡porque ganaste un cerdito!
Entonces el hombre sacó un lechón de una caja y se lo plantó a Zuppi en los brazos. La gente reía y aplaudía. Sonriendo de oreja a oreja, Zuppi arrastró al cerdito hasta nuestra mesa y se lo puso a mamá encima de las piernas. Era un animal limpio y rosáceo, con un ancho morro y ojos minúsculos y brillantes; dos grandes orejas le caían a los lados de la cara.
Era una monada, pero papá puso mala cara. Forzó una sonrisa cuando un campesino que estaba sentado a nuestro lado nos felicitó por el premio. Es que a papá no le gustan las mascotas. “Una casa no es lugar para un animal”, dice siempre. Y ahora mamá tenía a este cerdito en los brazos y le acariciaba una oreja.
—Es monísimo, ¿verdad? —dijo Zuppi entusiasmada—. Mira cómo se le riza la colita.
Papá se sacó la pipa de la boca.
—Sí, muy bonito —comentó—, pero cuando nos vayamos, ¡devuelves al animal!
—¡No! —protestó Zuppi—, es mi premio. Me pertenece.
—Pero no podemos llevárnoslo.
Entonces Zuppi se echó a llorar, y cuando llora es bastante ruidosa. La gente de las otras mesas empezó a mirarnos. ¿Por qué lloraba la pequeña, si acababa de ganar un cerdito de la suerte?
Papá, que había alargado ya el brazo para poner al cerdo en el suelo, retiró la mano. Las personas de la mesa de al lado lo miraron con mala cara pues les pareció que papá le iba a pegar al cerdito.
—Bueno, bueno —dijo—, quédate con el bicho por el momento.
Papá pagó y volvimos al auto. Tuvimos que andar bastante, aunque tomamos el camino más corto. Al cerdito lo teníamos que llevar en brazos; si lo dejábamos avanzar solo no quería seguirnos, se ponía a correr de un lado para otro. Es increíble lo que pesan los cerditos, mucho más que un perro grande.
Al final ya no podíamos más, y eso que mis hermanas y yo nos turnábamos para llevarlo. Mamá también lo cargó un buen trecho; lo llevaba bajo el brazo como si fuera un cojín. Cuando ya no pudo más, intentó dárselo a papá, pero él dijo:
—Si quieren llevarse al animal a casa, cárguenlo ustedes.
Nos pareció una injusticia, pero no dijimos nada, por si acaso.
Cuando por fin llegamos al auto, estábamos hechos polvo. Mamá se puso el cerdito en el regazo para que no ensuciara el tapiz del asiento, aunque él estaba muy limpio.
—Los cerdos siempre están sucios —dijo papá—. Les encanta la porquería. ¿Por qué creen que se dice que alguien come como un cerdo, o que una habitación es una auténtica pocilga?
Estaba clarísimo que se refería a nuestra habitación, por supuesto.
No llevábamos mucho tiempo en el auto cuando, de repente, mamá dio un grito. El cerdito se había orinado encima de su vestido.
—Se acabó —dijo papá.
En la siguiente granja detuvo el auto.
—Bueno —dijo—, ahora vamos a regalar el cerdito a un granjero. El lugar de un cerdo es el campo, y no un departamento en la ciudad.
Zuppi empezó a gritar. Sabe gritar tan agudo que tienes que taparte los oídos.
—¡Silencio! —ordenó papá—. Los cerdos se ponen tristes si no ven más que casas en lugar de campos y praderas.
Zuppi siguió gritando.
—Déjala tener al cerdito al menos un par de días —dijo mamá—. Después de todo, es su premio. Podemos regalárselo a alguien después.
—Está bien, puedes quedártelo tres días; después el animal tendrá que irse. ¿Qué van a pensar los vecinos?
¿Dónde metes a un cerdo en un departamento? Por fortuna nosotros vivimos en la planta baja y tenemos un pequeño jardín detrás del edificio, con un peral y una lila. Junto al nuestro hay otros jardines, todos tan pequeños como pañuelos.
Pero no podíamos dejar al cerdo, al que habíamos bautizado Rudi Russel, sin más en el jardín, porque había empezado a llover, y mamá dijo que las noches eran todavía bastante frías. Así que sólo quedaba el baño, porque papá se negó rotundamente a que Zuppi metiera a Rudi en su cama. Rudi corría por toda la casa explorando las habitaciones. Pareció gustarle en particular la alfombra de color gris claro del despacho de papá. Una y otra vez se tumbó allí estirándose cuan largo y ancho era. Al final papá lo ahuyentó de la habitación, así que Rudi corrió a la cocina y armó un gran estruendo volcando cazuelas en un intento por meterse en el armario.
—No tenía ni idea de que los cerdos fueran tan activos —dijo mamá mientras recogía las cazuelas.
Cuando ya nos habíamos lavado los dientes, papá encerró a Rudi en el baño. Desde la cama lo oíamos chillar débilmente.
A la mañana siguiente, mamá fue la primera en entrar al baño, pero literalmente saltó del susto. En el suelo estaba su tarro de crema para la cara. Con los nervios, la noche anterior había olvidado cerrarlo. El tarro estaba vacío.
—Creo que se comió mi crema facial —Rudi olía, en efecto, a rosas. Por lo demás, seguía tan animado como siempre y corría de nuevo por la casa. Zuppi quería llevarlo al veterinario, pero papá dijo:
—Lo que nos faltaba. ¿Cuánto piensas que puede costar eso?
—Tenemos seguridad social —comenté.
—Pero no para un cerdo. Además, los cerdos comen de todo, ni siquiera una crema de belleza les sienta mal.
Tuvimos que apresurarnos para llegar a tiempo a la escuela. Mamá nos llevó a Betti y a mí después de dejar a Zuppi en el jardín de niños. Ella trabaja como profesora en nuestra escuela; desgraciadamente, eso no es ninguna ventaja para nosotros, todo lo contrario. Nuestros profesores pueden ir a hablar con ella justo después de clase cuando no nos hemos portado bien o hemos hecho alguna travesura, como hace poco, que le metimos un ratón blanco en el bolso a la profesora de arte. Menudo drama organizó la mujer. Y mamá me dio una regañiza durante el recreo. Pero si me pongo a hablar de nuestras historias del colegio empiezo a contar otra historia.
Zuppi no quería ir a la guardería aquella mañana; aseguraba tener dolor de panza. La verdad era que tenía miedo de que papá se deshiciera de Rudi. En nuestra familia, papá es el amo de casa, pues está desempleado. Tiene una profesión muy rara con un nombre un poco complicado, un auténtico trabalenguas: es egiptólogo. Los egiptólogos son personas que estudian a los antiguos egipcios, que nos dejaron cosas como las pirámides, las momias y los jeroglíficos, que son símbolos escritos que consisten en pequeñas figuras: pájaros, rayas y serpientes. Y eso es lo que mi papá descifra cuando no está cocinando o quitando el polvo. Voy a escribir una frase que significa nada más y nada menos que: “Estuve tres días solo”:
Por supuesto, nosotros esperamos que algún día descubra una pista de algún tesoro. Entonces todos viajaremos a Egipto para desenterrarlo: el tesoro de los faraones, un montón de piedras preciosas, oro y plata. Mis hermanas y yo nos imaginamos todo lo que compraríamos con ese dinero, pero papá siempre dice: “El tesoro se va a un museo”. Estaría bien que papá volviera a trabajar en el museo donde trabajaba antes de quedarse sin empleo. Entonces podríamos al menos admirar gratis los tesoros en las vitrinas y papá no estaría todo el día sentado en casa refunfuñando.