Salve, Regina - Alfonso María de Ligorio - E-Book

Salve, Regina E-Book

Alfonso María de Ligorio

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Beschreibung

Del extenso tesoro de Las glorias de María, seleccionamos aquí la primera parte, que recoge un comentario sobre la bella oración de la Salve, que san Alfonso lleva a cabo acudiendo a citas de diversos padres y doctores de la Iglesia. María es, para todos los cristianos, Puerta del Cielo, pues, citando a san Buenaventura, "nadie puede entrar en el Cielo si no es a través de María".

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Seitenzahl: 434

Veröffentlichungsjahr: 2025

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SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

SALVE, REGINA

Prólogo, revisión y notas de Laurentino M.ª Herrán

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2025 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-7096-6

ISBN (edición digital): 978-84-321-7097-3

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-7098-0

ISNI: 0000 0001 0725 313X

ÍNDICE

Nota del editor

Prólogo

Súplica del autor a Jesús y María

Advertencia al lector

Introducción

EXPLICACIÓN DE LA

SALVE, REGINA

1. María, Reina y Madre de misericordia

Cuán grande debe ser nuestra confianza en María por ser Reina de misericordia

Que debemos tener aún mayor confianza en María por ser nuestra Madre

Del grande amor que nos tiene María, nuestra Madre

María es también Madre de los pecadores arrepentidos

2. María Santísima, nuestra vida y nuestra dulzura

María es nuestra vida, porque nos alcanza el perdón de los pecados

María es también nuestra vida, porque nos alcanza la perseverancia

María vuelve dulce la muerte de sus devotos

3. María es nuestra esperanza

María es la esperanza de todos los hombres

María es la esperanza de los pecadores

4. María es nuestro socorro

Con cuánta prontitud acude María a socorrer a quien la invoca

Cuán poderosa es María para defender a los que la invocan en las tentaciones del demonio

5. María, nuestra medianera

De la necesidad que tenemos de la intercesión de María para salvarnos

Prosigue la misma materia

6. María, nuestra abogada

María es una abogada poderosa para salvar a todos

María es una abogada compasiva, que no rehúsa defender la causa de los más miserables

María es la reconciliadora de los pecadores con Dios

7. María es nuestro consuelo

María es toda ojos para compadecer y socorrer nuestras miserias

8. María es nuestra salvación

María libra a sus devotos del infierno

María socorre a sus devotos en el Purgatorio

María lleva a sus siervos al Cielo

9. De la clemencia y bondad de María

Cuán grande sea la clemencia y piedad de María

10. Del dulce nombre de María

Cuán dulce sea en la vida y en la muerte el nombre de María

Devotísimas oraciones de algunos santos a la Madre de Dios2

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

Nota del editor

La colección Neblí ofrece en su actual catálogo dos de las grandes obras de san Alfonso María de Ligorio: Práctica del amor a Jesucristo y Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima.

Sin embargo, la colección estaba huérfana sin una de sus obras más emblemáticas, Las glorias de María, que Rialp publicó en 1977, pero que llevaba largos años fuera del catálogo.

Ofrecemos ahora, bajo el título Salve, Regina, la primera parte de ese gran clásico de espiritualidad, y que contiene una bellísima explicación de esa oración mariana, recitada y cantada durante siglos por millones de cristianos en todo el mundo para honrar a la Madre de Dios.

PRÓLOGO

El traductor al castellano de Las glorias de María cuenta esta simpática anécdota, la mayor alabanza, según él, que se ha hecho de este libro.

San Alfonso, en los últimos años de su vida, acrisolado en la prueba de la «noche oscura», distraía las amarguras de su ceguera haciendo que le leyeran algún libro piadoso. «Entusiasmado en cierta ocasión el santo anciano con la lectura que le estaban haciendo, y no recordando al autor que tales maravillas decía, preguntó al que leía: “¿Qué libro es ese? Dígame, por favor, ¿quién lo ha escrito? ¡Qué precioso es! ¡Qué suavidad, Dios mío! ¿Cómo se llama el autor?”. Por toda respuesta el lector abrió el libro por la portada y leyó lo siguiente: “Las glorias de María, por Alfonso María de Ligorio”. El venerable anciano, al oír el título, se cubrió el rostro con ambas manos, lamentando una vez más la pérdida de memoria».

El tiempo, evidentemente, acrisola el valor de todas las cosas. Y las reediciones comprueban si resisten frente al tiempo los libros que un día tuvieron su público y su fama.

En una época como la nuestra, que creemos muy parecida a los tiempos en que se editó por primera vez la que se ha reputado obra maestra de san Alfonso, esperamos que el libro siga consiguiendo lo que fue intención del autor: aumentar en los lectores el deseo de amar a la Señora y la confianza en su valiosa intercesión. Y ello se añadirá al éxito que tuvo el libro que tan maravilloso parecía al mismo autor y que ahora mismo sobrepasa las 750 ediciones, en las lenguas más importantes de la Cristiandad.

San Alfonso María de Ligorio (Liguori)

Fundador de la Congregación del Santísimo Redentor (Redentoristas), Patrono de los moralistas católicos y Doctor de la Iglesia, nació en Nápoles en 1696.

Su padre, capitán de las galeras reales, viendo que las aficiones del niño no iban por el camino de las armas, se preocupó de darle la competente formación humanística para que pudiera hacer la carrera que prometían las dotes de Alfonso, y que, naturalmente, era ya la ilusión de la familia Liguori.

Intelectualmente bien dotado, aprovechó las enseñanzas al máximo, y en poco tiempo adquirió la formación y el bagaje de conocimientos —Humanidades, ciencias naturales y exactas, música y dibujo—, que serían la sólida base de amplia labor futura en las distintas etapas de su vida.

A los 16 años —con previa y especial dispensa de cuatro— se doctoró en Derecho, y comenzó a ejercer la abogacía con entrega y competencia, con honestidad y entusiasmo. Su carrera, sobre la base de resultados positivos, fue realmente espectacular. Ocho años ejerció su profesión, y nunca perdió un pleito. Por descontado, nunca aceptó una causa de cuya razón no estuviese seriamente convencido. Y lamentaba sinceramente los peligros que acechan en el ejercicio de su profesión, en los que veía caer a algunos de sus compañeros.

Y ya entonces comenzó a barruntar que la voluntad de Dios le marcaba otros derroteros. Y así, delicada y suavemente, acertó a eludir los dos compromisos matrimoniales que su padre le había buscado.

De manera que, podríamos llamar novelesca, Dios le hizo conocer su camino. En un pleito que ya tenía ganado, su adversario le hizo caer en la cuenta de la injusticia que, aun involuntariamente, estaba defendiendo. Y el abogado Alfonso, en público y todo, no tuvo reparo en reconocer que se había equivocado. Ello le costó tres días de crisis angustiosa. Pero en ella vio claro que Dios le llamaba al sacerdocio. Y, sin miramiento alguno, dejándolo todo, inició la nueva etapa de su vida.

Con mayor entrega aún, se entregó plenamente a su sacerdocio con sus exigencias: trato íntimo con Cristo, sobre todo en la Santa Misa, y apostolado, cuyo ejercicio le ocuparon todas las horas que le quedaban de su piedad personal. La predicación al pueblo iba a ser su pasión devoradora, que cristalizó en la congregación religiosa del Santísimo Redentor, que se ha distinguido siempre sobre todo por las misiones populares.

Y al servicio de su tarea apostólica puso todo lo que era y tenía: su sacerdocio, su cultura y su tiempo; con el voto, que cumplió religiosamente, de no perder un minuto en su vida.

Y esa fue su entrega a Cristo y su obra redentora. Primero como sacerdote. Luego como obispo durante doce años, al cabo de los cuales renunció al ejercicio del episcopado, para entregarse más de lleno a su Congregación. Como infatigable escritor siempre: toda su inmensa erudición, su experiencia apostólica, su inteligencia y dones naturales y sobrenaturales al servicio de la Palabra, predicada y escrita. Lo cual explica que, cuando, según la costumbre que fija en un epíteto lo específico del Doctor, se pidió para san Alfonso el título de Doctor, se presentara y se aceptara el de celosísimo.

Este celo se tradujo en una producción escrita realmente notable. De san Alfonso se conocen ciento once títulos, entre libros y folletos, y cerca de mil manuscritos. Redactados todos en un período que va desde 1728, cuando tenía 32 años, hasta 1778, a los 82 años, en que publicó su último libro.

El magisterio de san Alfonso —en lo que se refiere a su Doctorado— cae particularmente en la Teología Moral, donde su autoridad suma pudiera compararse casi a la de santo Tomás de Aquino. En el campo de la Moral creó escuela, y su nombre es garantía de seguridad en los dictámenes morales.

Murió en 1787, y fue canonizado en 1839.

Momento religioso del escritor

Uno de los aspectos destacados de su ascética es la entrañable devoción a la Virgen María.

Fundador, como hemos visto, de los Redentoristas, puso a su congregación desde el principio bajo el patrocinio de la Inmaculada Concepción, misterio mariano del que el santo era particularmente devoto. Y, entregado desde los comienzos de su sacerdocio a la predicación entre el pueblo, pudo palpar la eficacia inmediata de la predicación de las verdades marianas, en especial de la Mediación universal sobre todas las gracias de la Madre de Dios. Él mismo asegura que ningún sermón resultaba tan provechoso para la salvación y santificación de las almas como el de la Misericordia de María.

Y esto precisamente es lo que pretende en su libro fundamental, Las glorias de María: acrecentar la devoción del pueblo a la Virgen, suministrando a esta devoción popular y a la predicación de los sacerdotes las bases teológicas para que el amor y la confianza en María Santísima sea realmente trasunto de la vida que de Cristo deriva a su Iglesia.

Son dos, entre los privilegios de María, por los que especialmente san Alfonso se preocupa y aboga: la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora y la Mediación de la Virgen en la economía de la salvación de las almas. Sus biógrafos y los mariólogos están de acuerdo que fue mucho lo que hizo san Alfonso por afianzar y propagar estas verdades: la Inmaculada, para cuya definición faltaba todavía un siglo largo, y la Mediación, que hoy podemos calificar como verdad de fe propuesta por el Magisterio ordinario, como explícitamente lo afirma Pablo VI en la exhortación apostólica Signum Magnum, n. 1, del 13 de junio de 1967.

Verdades que, desde su ciencia teológica, sabía eran imprescindibles a la devoción y vida marianas. Y cuyo entibiamiento palpaba causar estragos en la devoción, y, por lo mismo, en la vida cristiana del pueblo, cuyas necesidades espirituales detectaba directamente de continuo.

Recordemos que el santo vivía en el siglo xviii. No se había extinguido la influencia de los jansenistas, y ya amenazaban al catolicismo los sarcasmos volterianos y las ideas enciclopedistas. La contaminación racionalista alcanzaba a mentes que pretendían permanecer en el seno del catolicismo, purificándolo de supuestas adherencias que, en su opinión, dañaban la integridad razonada de la Fe. La crítica «racional» se iba a fijar en lo que, ya desde el siglo anterior y con resabios protestantes, algunos denunciaban como pretendidos excesos de la mariología y, sobre todo, de la devoción popular. Precisamente en Italia iba a sentir san Alfonso el discreto ataque de la crítica ambiental.

En 1714 y 1740, respectivamente, aparecieron, con seudónimo, dos opúsculos, cuyo autor era Luigi A. Muratori (1670-1750), hombre de indudable prestigio intelectual y famoso en el campo de la crítica y de la historia. Desde una actitud que personalmente juzgaba equilibrada, y atento a defender la pureza de la doctrina y de la devoción de la Iglesia, se proponía descalificar las supersticiones que, según él, inficionaban el culto que el pueblo daba a los santos; trataba también de desmontar las bases de lo que él estimaba una aberración, el famoso voto de sangre en defensa de la Inmaculada Concepción: creencia esta, por otra parte, que él tenía por opinión no suficientemente fundamentada, y que, por piadosa que fuera, dado que el Magisterio no había intervenido definitivamente, no pasaba de ser una opinión sujeta al error humano. (Conviene recordar, teniendo en cuenta al silencio del Magisterio que invocaba Muratori, que hacía treinta y dos años [1708] el papa Clemente XI había declarado de precepto la fiesta de la Inmaculada, que desde 1330 figuraba en el calendario romano.)

San Alfonso comenzó por entonces a preparar el material para su libro mariano. Y el mismo Muratori, también con seudónimo, publicaba en 1747 Della regolata devozione dei cristiani. Es interesante tener en cuenta los reparos que su crítica presenta, porque ellos condicionan en parte el libro de san Alfonso.

Las indiscreciones que señalaba Muratori se reducen a exageraciones del poder de intercesión de la Virgen, una predicación tan especial de la Mediación que compromete la única mediación de Cristo, y el fomento de un recurso a la Virgen que deteriora la economía de la salvación. Y dentro de este cuadro de acusaciones fundamentales a la «desreglada» devoción mariana, Muratori denuncia la multiplicación de fiestas marianas, y el exceso de prácticas piadosas, fuera además de tiempo y contra el espíritu litúrgico.

Recriminaba, en fin, a la devoción popular como si en ella se suplantara el puesto salvador de Cristo y se oscureciera la verdad católica de que solo la gracia y nuestra correspondencia garantizan, moralmente, nuestra salvación.

Pero los ataques de fondo iban contra la Mediación de María, que, según el autor, sería solo la crédula opinión del pueblo basada en la expansión de tantas leyendas milagreras, que producen en el pueblo tal impacto que lo desorientan.

El libro, a pesar del toque de alerta de la Inquisición española, no fue prohibido. Y, con ello, se extendió, no solo en Italia, sino por Alemania y Austria.

Fueron varios los que en Italia salieron a rebatir las acusaciones de Muratori. San Alfonso, en 1748, publicaba una Disertación sobre las censuras acerca de la Inmaculada Concepción de la B. Virgen María.

Pero la defensa más seria la preparaba para el libro que venía elaborando hacía años: Las glorias de María. Libro, pues, de controversia, dignamente apasionada, en que el autor entra, consciente de la responsabilidad que asume, por la que arriesga su prestigio. Pero que, sobre todo, es, como veremos, la exposición sólida, y al mismo tiempo popular, sobre todo de los fundamentos de la Mediación universal de las gracias.

Las glorias de María (1750)

Consciente san Alfonso de los efectos desastrosos que la desorientación y el entibiamiento de la devoción a María producían en los ambientes adonde llegaban tales escritos, quiso ofrecer a los devotos y en particular a los sacerdotes un arsenal de «materiales para predicar y propagar la devoción a esta Madre divina».

Sus conocimientos teológicos y su experiencia personal le mantenían en el convencimiento de que la vida espiritual y su restauración se ha de lograr —seamos o no conscientes de ello— en conformidad a la llamada «economía» o plan, que Dios ha preestablecido y realizado en la historia de la salvación: la mediación de la Virgen María, Madre por quien nos vino la Vida, camino que nos lleva de retorno al mismo Dios. «Dios quiere que todas las gracias nos vengan por medio de María»: es, pues, a su piedad y a su misericordia, razón de su intercesión, a la que hay que apelar para conseguir frutos de salvación y arrepentimiento en el pueblo fiel (Introducción).

A defender esta verdad, indudable para el santo y que no obstante era objeto, como ya hemos dicho, de la impugnación de hombres del prestigio de Muratori, venía dedicando los esfuerzos de dieciséis años de intensa labor preparatoria.

«El más pequeño de mis opúsculos —escribía a Remondini, su editor— me exige dos veces más trabajo que el que yo exigiría a los demás, pues yo verifico todos los autores que están al alcance de mi mano». Y tendremos ocasión de constatar la impresionante lista de obras y autores que cita en las Glorias: «Todo lo que los Santos Padres y autores más celebrados han escrito sobre la misericordia y el poder de María», dice el mismo san Alfonso.

Pues, aunque escriba para un amplio público devoto popular, piensa al mismo tiempo en el clero, a quien pretende suministrar un sólido libro de consulta para una predicación documentada.

Es ciertamente un libro de piedad, pero no de pietismo. Y las bases del libro están, como veremos en detalle, en la Biblia, los Santos Padres, el Magisterio, los Doctores de la Iglesia y los grandes Teólogos, al mismo tiempo que la Liturgia y el sentimiento mismo del pueblo a quien va dirigido.

La obra, como afirma Dillenschneider, resulta por ello ser un «compendio mariano a la vez sólido y piadoso», y ello explicaría el éxito inmediato, y siempre creciente, en los países particularmente afectados por el antimarianismo de la Reforma y del Jansenismo.

Hacemos nuestra la valoración que hace el P. Dillenschneider de la obra maestra de san Alfonso:

Sin reclamos ostentosos, sino las más de las veces por el simple dinamismo y la unción de la doctrina y por su forma, este libro conquista a las muchedumbres. San Alfonso, mariólogo, se muestra controversista hábil, teólogo seguro y al mismo tiempo práctico consumado en el arte de conducir las almas a la salvación.

Controversista, defiende victoriosamente contra Muratori las dos verdades de la Inmaculada Concepción de María y su Mediación universal.

Teólogo lúcido, aporta útiles precisiones a los problemas marianos tratados por autores anteriores. Y, frente a los rigores jansenistas, consagra la mayor parte de sus Glorias al papel bienhechor de María en la economía de nuestra salvación.

En esta tarea es consciente de estar en línea con las tradiciones más venerables.

El primer esbozo que de María nos trazan los Padres antenicenos nos la presentan como la Nueva Eva acogedora, madre del Nuevo Adán, y su colaboradora en la restauración del género humano. Y luego son estos rasgos de medianera compasiva los que el sentimiento cristiano ha gustado de contemplar en María para enamorarse de Ella. San Alfonso no se aparta de esta corriente tradicional al ofrecer a los fieles en sus Glorias de María un código de confianza salvadora.

Sin enfeudarse en teorías pragmáticas que miden ante todo el valor de una verdad por los servicios que presta, el autor de las Glorias es un teólogo santamente utilitario. Si se esfuerza en poner tan de relieve el hermoso papel misericordioso de la Virgen, es porque trata de estimularnos a conformar la actitud de nuestras almas a la de la Madre de los hombres. San Alfonso toma las manos temblorosas del pecador, las une en actitud de súplica y las encierra en las manos de Quien es refugio de los miserables. En la economía de la gracia de Dios, tal como la presenta el doctor de la plegaria, la devoción a María, en consecuencia, tiene un papel que desempeñar.

No obstante, esta devoción la quiere, tanto como Muratori, sabiamente regulada. Él nos dirá en qué sentido la defiende necesaria para la salvación; en qué condiciones es una prenda de predestinación, y qué puesto ocupa en ella el culto de imitación a María.

Y, cuando hayamos determinado los títulos para poder llamar a las Glorias el libro de los humildes (el objetivo de amplia base devocional de ideas sencillas y prácticas corrientes, forma transparente y sencilla, y sentido realista de la situación religiosa del pueblo que descubre en la “humanidad” de la Madre la Humanidad del Verbo en que Dios manifestó su misericordia para con los pobres pecadores) habremos completado la auténtica fisonomía del gran mariólogo italiano.

Creemos que estas apreciaciones de Dillenschneider1 son la mejor presentación de la intención y el meollo de Las glorias de María, el libro que han leído generaciones de cristianos, y que no dudamos será oportuno releer ahora, un poco con la sencillez de los humildes, pero al mismo tiempo buscando en el libro lo que necesitamos ahora mismo para reactivar nuestra devoción a María: sabernos en línea con los cristianos que nos han precedido, y conciencia desacomplejada de que con el pueblo de Dios acertamos a querer a la Madre de Dios y Madre nuestra, aun buscando en ella el refugio de nuestras miserias.

Así la han leído, con evidente aprovechamiento, cristianos de todas las condiciones y situaciones diferentes. E incluso su lectura pudiera resultar un baremo para ayudarnos a descubrir la actitud devocional de nuestro corazón.

Escribió el cardenal Dechamos:

Aquí está mi termómetro espiritual. Cuando soy un poco fiel a la gracia, este libro, en la menor de sus páginas, me ilumina y sostiene mi confianza; cuando me descuido y entibiezco, casi no me sirve, y me resulta, por así decirlo, un plato fuerte. A esta señal de alarma, entro dentro de mí y reconozco sin amargura que no es que la luz haya perdido resplandor, sino que mi ojo interior no es capaz de soportar su viveza. Entonces me esfuerzo por devolver a este ojo del alma su pureza, y su vigor enseguida se levanta y se pone al nivel de las queridas Glorias de María.

Fuentes literarias de las Glorias de María

Ya indicamos la razón de que, con ser un libro eminentemente popular, era realmente impresionante el número de citas que se verifican en Las glorias de María: de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres, de los Doctores y Teólogos, de los autores espirituales y escritos de los santos.

1. En primer lugar, naturalmente, la Sagrada Escritura, tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento. Con esta diferencia: que si el Nuevo se cita casi siempre en su sentido literal, al Antiguo Testamento se aduce más bien en un sentido espiritual, muchísimas veces en simples acomodaciones, de las que casi siempre se usan las comúnmente recibidas. De aquí que los libros que suenan constantemente sean los Sapienciales, y en concreto el Eclesiástico (Siracida), los Proverbios y el Cantar de los Cantares.

Puede que hoy nos parezca empalagosa esta manera de leer la Escritura. Pero no podemos olvidar que tal lectura es la que hacen, no solo los autores espirituales, sino incluso los grandes exegetas católicos de la Antigüedad, de la Edad Media y muchos de la modernidad. Uso que no podemos ignorar si queremos penetrar en la inteligencia de muchos escritos teológicos, y sobre todo en la Liturgia que, en las fiestas marianas, tanto para el Oficio como para la Misa, ha seleccionado siempre fragmentos de estos libros.

2. De los Padres y Doctores de la Iglesia los más citados son: Orígenes, S. Efrén, S. Ambrosio, S. Agustín, S. Jerónimo, S. Germán de Constantino pía, S. Juan Damasceno, S. Bernardo, S. Anselmo, S. Pedro Damiano, S. Alberto Magno, S. Buenaventura, santo Tomás de Aquino, S. Francisco de Sales.

Y entre los homiletas y predicadores, el beato Amadeo de Lausana, el abad Guerrico, Eadmero de Canterbury, Ricardo de S. Víctor, Ricardo de S. Lorenzo, Ruperto de Deutz, el beato Raimundo Jordán «el Idiota», S. Vicente Ferrer, S. Bernardino de Siena, S. Antonino de Florencia, Sto. Tomás de Villanueva, S. Juan de Ávila.

Dada la situación de la crítica en su tiempo, no todas las obras son de los autores que se citan. Pero en la edición romana de las Obras Completas de san Alfonso, Las glorias de María llevan, en notas, la verificación de todas y cada una de las citas que el autor aduce (la edición de la BAC, Obras ascéticas de san Alfonso, recoge prácticamente todas).

En nuestra edición, teniendo en cuenta el amplio sector a quien se dirige, menos interesado por esa rigurosa compulsación de las obras que san Alfonso cita, prescindimos en gran parte de este aparato crítico, y solo anotamos los autores y obras que pueden tenerse más a mano (en ediciones como la Biblioteca de Autores Cristianos, Patmos) y siempre a los autores españoles.

Con esta advertencia, para tener una idea sobre todo de los autores más citados y la autenticidad de sus obras, conviene tener en cuenta que

a san Anselmo lo cita muchas veces en una obra que es de su discípulo Eadmero de Canterbury,

De excellentia V. Mariae

;

a san Bernardo, a más de los sermones auténticos, le atribuye —por haberse publicado entre sus obras

— Meditatio super Salve Regina

y

Lamentado Mariae Virginis,

cuyo autor se desconoce;

como de san Buenaventura se citan

Especulum B. Mariae V.

; de Conrado de Sajonia,

Stimulus amoris

y

Psalterium minus B. Mariae V

., de autor desconocido, y

Meditationes vitae Christi

, que son en realidad del B. Buenaventura Baduario (+ 1388), y

a san Pedro Damiano le cita casi siempre por unos sermones que son de Nicolás de Claraval.

Estas deficiencias —no culpables al autor que manejaba, naturalmente, ediciones no suficientemente críticas— no restan peso a la autoridad sobre el que apoya la seguridad de su doctrina: fuerza que le da, si no el nombre de los autores, sí la antigüedad de las obras que aduce, famosas por la extensión e influencia que de hecho ejercieron.

De entre los más cercanos a san Alfonso que cita en Las glorias de María están Jean Crasset, S. Vicent Contenson, O. P.; Paolo Segneri, S. Famosos por sus obras en defensa de la devoción de la Virgen, que esclarecieron en sus fundamentos teológicos contra las impugnaciones que se lanzaron el siglo anterior.

Y entre todos, un autor de menos importancia, pero que san Alfonso cita con mucha frecuencia sin nombrarlo expresamente, «como dice un autor»: es Angelo Paciuchelli, O. P., que en 1657 publicó Excitationes dormientis animae: libro que paga tributo al mal gusto de la época, excesivamente barroco, pero que interesa por la decidida exposición que, sobre la Salve Regina, hace de la Mediación y Maternidad espiritual de María Santísima.

3. De menos solvencia, en cambio, aunque a ellas recurre san Alfonso con frecuencia, son las revelaciones, sobre todo de santa Brígida y santa Gertrudis, y alguna de menos relieve. Recordemos lo que al respecto nos enseña la Iglesia: estas revelaciones son siempre privadas, y nada añaden a la Revelación pública que se contiene en el Depósito de la Fe; por lo tanto, solo obligan a la persona que le conste haberlas recibido. Así, aunque en el plano de la teología sean discutibles algunos datos concretos que aportan estas revelaciones, no hay nada serio que objetarles, desde el momento en que, al ser canonizados sus destinatarios, al menos no han sido reprobadas por la autoridad competente.

Los «ejemplos»

Mayor dificultad pueden ofrecer a una mentalidad moderna los famosos ejemplos o milagros. Atacados por la crítica (en concreto de Muratori), ciertamente su aceptación denota una ingenua credulidad, tanto que hoy se prefiere relegarlos al campo de la literatura religiosa, en donde ciertamente han producido obras inolvidables: recordemos a Berceo, Alfonso el Sabio, y a nuestros grandes dramaturgos, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, con sus epígonos de todo el romanticismo.

A la hora de la reedición de Las glorias de María, dudamos sobre si publicarlos o eliminarlos. El P. Ángel Luis, cuya edición seguimos, escogió una vía media, sustituyendo los más «chocantes» por otros menos comprometidos, seleccionados del apéndice que el santo pone a su obra. Este criterio es el que seguimos en nuestra edición.

Pero creo interesa reflexionar en la actitud que adoptó el autor, que nos ha movido a publicar los ejemplos, pues creemos pueda ser tal actitud modelo de lo que en esto, como en otras actuaciones, pudiera ser la nuestra.

Las glorias de María, como hemos visto, a más de la exposición de la doctrina mariana, es un libro claramente polémico. Sale san Alfonso a la defensa de lo que se atacaba como «excesivo» y hasta «supersticioso» en la devoción que el pueblo profesa a santa María.

Y entonces san Alfonso, lejos de buscar una línea defensiva cautamente segura, equilibrada según la mente del atacante, no solo defiende, con el peso de la Tradición y la Teología, las bases dogmáticas de esta devoción mariana, sino que incluso se reafirma en dar al pueblo lo que el pueblo puede entender más fácilmente, el ejemplo, e. d., la narración de casos-límite, que evidencian hiperbólicamente la misericordia y la omnipotencia suplicante de nuestra celestial Intercesora.

Hasta esas situaciones llegaría el valimiento de nuestra Mediadora celeste: es la moraleja de cada milagro.

San Alfonso aduce estos casos, consciente de su «anormalidad», pero apoyándose en la autoridad que atestigua el sucedido.

San Alfonso no se inventa el ejemplo. Y, para desarmar al posible impugnador hipercrítica, adopta la arriesgadísima postura de legitimar la creencia popular, aportando las pruebas testificales del ejemplo que narra. Es el abogado defensor de las causas más difíciles: todo para llevar a las almas al inconmovible convencimiento de que la piedad y misericordia de María son infinitas, diríamos: María puede más de lo que nosotros somos capaces de pensar e imaginar. Con ello, si con el bagaje de sólida doctrina tradicional consolida la creencia, con el ejemplo ofrece el estímulo práctico para vivir la verdad que defiende.

Y así nos explicamos las dos cosas que acompañaron el libro: que, dado el ambiente de cautela criticista en que se movían los intelectuales de la época, Las glorias de María encontraron las reservas que retardaron la aprobación eclesiástica; y por otra parte que, una vez publicadas, tuvieran el éxito clamoroso con que el pueblo acogió la obra de san Alfonso.

Pues bien, teniendo en cuenta estas reflexiones que hacen tan parecida la hora actual a la de la aparición del «libro de la misericordia de María», como se lo ha llamado acertadamente, afrontamos también el riesgo de publicar el texto de san Alfonso con los ejemplos que rematan cada capítulo del libro. Y apelamos a la sensatez de los lectores a la hora de leer y enjuiciar, no solo los ejemplos, sino más de una página, sobre la cual —ya lo advertimos en cada caso— habrá que ejercitar la virtud de la prudencia respetuosa.

Nuestra edición

Transcribimos, casi en su integridad, el texto que el P. Ángel Luis, redentorista, publicó —sobre la traducción del P. Ramos— en la Editorial El Perpetuo Socorro, Madrid, 1941.

Como hemos indicado, el texto va aligerado de notas, a las que hemos añadido algunas que hemos creído oportunas para una mayor comprensión de ciertas cuestiones que se plantean en el libro.

Súplica del autor a Jesús y María

Amantísimo Redentor y Señor mío Jesucristo: sabiendo el placer que os proporciona el que se esfuerza en glorificar a vuestra Santísima Madre, a la cual tanto amáis, y deseáis tanto ver amada y honrada de todos, yo, miserable siervo vuestro, he determinado sacar a luz este libro mío, que trata de sus glorias. Y puesto que tan a pecho tomáis las glorias de vuestra Madre, no conozco, a la verdad, a nadie más digno que Vos a quien pueda dedicarlo. A Vos, pues, lo dedico y lo encomiendo. Aceptad, Señor, este humilde obsequio, en reconocimiento del amor que os tengo a Vos y a vuestra Madre. Ponedlo bajo vuestra protección, derramando a manos llenas, sobre los que esto leyeren, vuestras luces; e inflamadlos en llamas de amor hacia esta Virgen Inmaculada, en quien habéis constituido la esperanza y refugio de todos los redimidos. Y en recompensa de este mi humilde trabajo, concededme, os ruego, tanto amor a María cuanto, al componer esta obrita, he deseado encender en el corazón de todos los que la leyeren.

A Vos también me dirijo, oh dulcísima Señora y Madre mía, María; bien sabéis que después de Jesús en Vos tengo puesta la esperanza de mi eterna salvación; porque reconozco que todas las gracias de que Dios me ha colmado, tales como mi conversión, el abandonar el mundo para seguir mi vocación, y tantos otros bienes, mercedes son que el Señor me ha concedido por vuestro medio. Bien sabéis también que, para haceros amar de todos, como Vos lo merecéis, y daros alguna prueba de agradecimiento por los innumerables beneficios que de Vos he recibido, he trabajado por inculcar a todos, en público y en particular, y en todas mis predicaciones, vuestra dulce y saludable devoción.

Mientras que me quede un soplo de vida pienso seguir publicando vuestras glorias; pero mi avanzada edad y mi quebrantada salud me dicen que me voy acercando al fin de mi peregrinación y que estoy para franquear los umbrales de la eternidad. Por esto he pensado publicar este libro antes de morir, a fin de que prosiga, no solo pregonando en el mundo vuestras alabanzas, sino también animando a otros a proclamar vuestras glorias y los inagotables tesoros de piedad que dispensáis a vuestros devotos.

Confío, amadísima Reina mía, que este mi humilde don, harto mezquino para lo que Vos merecéis, será agradable a vuestro agradecidísimo Corazón, puesto que es ofrenda de puro amor. Tended sobre ella vuestra mano protectora, que me ha librado del mundo y del infierno, recibid mi obrita y protegedla como cosa vuestra. Pero sabed, Señora, que por este obsequio, aunque humilde, os pido una recompensa: que de hoy en adelante os ame con más perfecto amor, y que todos cuantos lean estas páginas se inflamen en vuestro santo amor, de suerte que se aumente en ellos el deseo de amaros y de veros amada de todo el mundo, y se dediquen con todo el entusiasmo de su alma a proclamar vuestras grandezas y aumentar cuanto puedan en todos los corazones la confianza en vuestra poderosísima intercesión. Amén, así lo espero, así sea.

Vuestro amantísimo, aunque indigno siervo,

Alfonso de Ligorio,del Smo. Redentor

Protesta del autor1

Por si alguno creyera demasiado avanzada alguna proposición escrita en este libro, hago aquí protesta de haberla escrito y entendido en el sentido de la Santa Iglesia y de la sana Teología. Así, por ejemplo, al llamar a María «Mediadora», mi intención ha sido llamarla tan solo como Mediadora de gracia, a diferencia de Jesucristo, que es el primero y único Mediador de justicia. Llamando a María «Omnipotente» (como por lo demás la han llamado san Juan Damasceno», san Pedro Damiano, san Buenaventura, san Cosme de Jerusalén y otros muchos), he pretendido significar que ella, como Madre de Dios, obtiene de Él cuanto le pide a beneficio de sus devotos; puesto que ni de este ni de ningún otro atributo divino puede ser capaz una pura criatura como es María. Llamando, en fin, a María nuestra «Esperanza», entiendo llamarla tal porque todas las gracias (como defiende san Bernardo) pasan por sus manos.

Advertencia al lector

A fin de no exponer esta mi obra a las severas censuras de ciertos críticos harto exigentes, he juzgado oportuno esclarecer una proposición que, al parecer, pudiera considerarse como muy atrevida o demasiado oscura. Alguna más hubiera podido aquí notar; pero si por ventura no pasan inadvertidas a tu penetración, lector benévolo, te advierto que las he escrito y entendido en el sentido que las explica la verdadera y sólida Teología, y las entiende la Santa Iglesia Católica Romana, de la cual me declaro hijo obedientísimo.

Por lo cual, hablando en la Introducción de la doctrina que se expone en el Capítulo V de esta obra, he dicho que Dios quiere que todas las gracias nos vengan por medio de María. Verdad es esta muy consoladora, así para las almas que aman a María con toda la ternura de su corazón, como para los pobres pecadores que desean convertirse. No se crea que esta doctrina es contraria a la sana Teología, porque el Padre de ella, san Agustín, dice, con palabras de un alcance universal, que María cooperó por medio de su caridad al espiritual nacimiento de todos los miembros de la Iglesia1. Y un célebre autor, que no entiende de exageraciones, ni está inclinado por su acalorada imaginación a caer en falsas devociones, añade: «Que habiendo propiamente formado Jesucristo sobre el Calvario su Santa Iglesia, es claro que la Santísima Virgen ha cooperado de una manera excelente y especial a esta formación. De la misma manera puede también decirse que si María dio a luz sin dolor a Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, no sin gran dolor engendró al cuerpo místico, del cual Cristo es la cabeza. Por lo que sobre el Calvario comenzó María a ser de modo particular Madre de toda la Iglesia».

En una palabra, el Dios de toda santidad, para glorificar a la Madre del Redentor, determinó que María, por su gran caridad, interpusiese sus ruegos en favor de todos aquellos por los cuales su divino Hijo ha pagado y ofrecido el precio sobreabundante de su preciosa sangre, en la cual está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección. Pues bien: fundado en esta doctrina y en otras muchas verdades en perfecta armonía con ella, he podido apoyar mis proposiciones. Hasta los mismos santos, en sus amorosos coloquios con María y en los fervorosos discursos pronunciados en honra y gloria suya, no han tenido reparo en hablar de la misma manera. Uno de los Padres antiguos, citado por el célebre Vicente Contensón, ha escrito «que en Cristo está la plenitud de la gracia como en la Cabeza, de la cual desciende a los miembros del cuerpo místico por medio de María, que es como el cuello». Y el Angélico Doctor santo Tomás, bien a las claras enseña esta misma doctrina y la confirma con estas palabras: «Por tres razones se dice que la bienaventurada Virgen María fue llena de gracia… Y es la tercera porque por Ella se transmite la gracia a todos los hombres. Gran cosa es que cada santo tenga gracia tan abundante, que pueda bastar para la salvación de muchos; pero el colmo de la grandeza sería poseer tanta gracia que fuese suficiente para salvar a todos sin excepción. Ahora bien: esto se halla en Jesucristo y en la bienaventurada Virgen María; porque en cualquier peligro podemos alcanzar el auxilio de esta gloriosa Virgen. Pues mil escudos penden de ella (Cant 4, 4), es decir, el remedio contra todos los peligros. Además, en todos los actos de virtud puede ser tu auxilio y fortaleza, como Ella misma nos lo asegura cuando dice: En mí, toda esperanza de vida y de virtud (Eccli 24, 25)2.

Introducción

Amado lector y hermano mío en María: ya que la devoción que me ha inspirado a mí a escribir este libro, y te ha movido a ti a leerlo, nos hace a entrambos hijos felices de esta buena Madre, si por ventura oyeres decir que en vano me he fatigado componiendo este libro, por haber ya demasiados muy doctos y celebrados que tratan de este mismo asunto, respóndeles, te ruego, con aquellas palabras que dejó escritas el abad Francón en la Biblioteca de los Padres: «El alabar a María es como una fuente abundante, que mientras más de ella se saca, tanto más se llena; y mientras más se llena, tanto más se dilata». Como si dijera que la bienaventurada Virgen María es tan grande y tan sublime, que cuantas más alabanzas recibe, tantas más le quedan por recibir. Y san Agustín, abundando en este mismo sentir, dice «que no bastarían a alabarla, como se merece, todas las lenguas de los hombres, aunque todos sus miembros se trocaran en lenguas»1.

Innumerables libros, ya de reducido volumen, ya de gran tamaño, he leído que tratan de las glorias de María; pero, advirtiendo que son raros, o demasiado voluminosos, y no conformes con mi intento, he procurado en este libro, que ahora saco a luz, recopilar con la brevedad posible, de cuantos autores han llegado a mis manos, los pensamientos más selectos y substanciosos de los padres y teólogos. De esta suerte los devotos de María podrán, a poca costa y con toda comodidad, inflamarse con su lectura en el amor de esta gloriosa Virgen, y los sacerdotes, en particular, podrán hallar abundantes materiales para predicar y propagar la devoción a esta divina Madre.

Acostumbran los amantes del mundo hablar con mucha frecuencia de las personas que aman, y alabarlas, con el fin de cautivar para el objeto de sus amores la estima y alabanza de los demás. Harto frío pues, debe ser el amor de aquellos que, preciándose de ser devotos de María, apenas si piensan en hablar de Ella y en hacerla amar de los demás. No obran así los verdaderos amantes de esta amabilísima Señora: por doquier quisieran publicar sus alabanzas y suspiran por verla amada de todo el mundo; y por esto, siempre que pueden, en público y en privado, procuran inflamar a todos los corazones con las felices llamas del amor que ellos sienten arder en el suyo por su amada Reina.

Para que todos se convenzan de cuánto importa al bien particular y al de los pueblos el propagar la devoción a María, bien será traer aquí lo que a este propósito dicen los Doctores. Asegura san Buenaventura2 que los que trabajan en publicar las glorias de María tienen asegurado el Cielo.

Con este concuerda el parecer de Ricardo de San Lorenzo, que dice: «Honrar a la Reina de los Ángeles es granjearse la vida eterna». «Porque esta agradecidísima Señora —añade el mismo autor— glorificará en la otra vida a los que trabajan por honrarla en este mundo». ¿Quién ignora además la promesa que la misma Bienaventurada Virgen hizo en favor de los que miran por darla a conocer y amar en este mundo? La Santa Iglesia, en el Oficio de su Inmaculada Concepción, le aplica aquellas palabras del Eclesiástico: Los que me esclarecen, obtendrán la vida eterna (Eccli 24, 31)3. «Regocíjate, alma mía —exclamaba san Buenaventura, que tanto celo desplegó en publicar las alabanzas de María—, salta de gozo y alégrate en Ella, porque muchos son los bienes preparados para los que la ensalzan». «Y puesto que todas las divinas Escrituras hablan en loor de María —añadía—, esforcémonos también nosotros por celebrar con la boca y con el corazón las alabanzas de la Madre de Dios, a fin de que un día nos lleve al reino de los bienaventurados».

Se lee en las Revelaciones de santa Brígida que, acostumbrando el Obispo B. Emingo a comenzar todos sus sermones alabando a María, se le apareció la Virgen cierto día a la santa y le habló así: «Di a ese Prelado, que acostumbra comenzar sus sermones celebrando mis glorias, que yo quiero ser su Madre, y que después de haberle dado buena muerte, yo misma presentaré su alma ante el acatamiento de Dios»4. Murió, en efecto, como un santo, con la plegaria en los labios y con la paz celestial en el corazón. A un religioso dominico que terminaba todos sus sermones hablando de María, se le apareció Ella misma en el momento de la muerte, y lo confortó y lo defendió de las asechanzas del demonio, y llevó consigo al cielo su dichosa alma. El devoto Tomás de Kempis asegura que la Virgen María recomienda a su divino Hijo todos los que publican sus alabanzas, y hace decir a María: «Hijo mío, ten piedad del alma de este tu siervo, que me ha amado y alabado».

Por lo que mira al bien de los fieles, considerando san Anselmo que el augusto seno de María fue el camino que recorrió el Señor para venir a salvar a los pecadores, mira como cosa imposible que los pecadores no se conviertan y se salven cuando se ensalzan sus prerrogativas. «¿Cómo es posible —dice el Santo Doctor— que no se salven los pecadores haciendo memoria de las glorias de María, cuando su casto seno fue el camino que anduvo Jesucristo para salvar a los pecadores?»5. Y si es cierta la sentencia, como yo la tengo por cierta e indubitable, y se verá en el capítulo V de esta obra, que todas las gracias se dispensan solamente por medio de María, y que todos los que se salvan, se han de salvar por mediación de esta divina Madre, por natural consecuencia se puede asegurar que de la predicación sobre las grandezas de María y de la confianza que se inspire en su intercesión, depende la salvación de todos los hombres.

Y la historia nos enseña que por este medio santificó a Italia san Bernardino de Sena, y santo Domingo convirtió a la fe a provincias enteras; san Luis Beltrán no dejaba en todas sus predicaciones de exhortar a la devoción de María, y otros muchos santos han seguido el mismo camino.

El tan celebrado misionero P. Pablo Segneri, el Joven, en todas sus misiones predicaba un sermón sobre la devoción a María Santísima, y a este sermón lo llamaba su sermón favorito. También nosotros6, en nuestras misiones, tenemos por regla inviolable no omitir jamás el sermón sobre la Virgen María, y con toda verdad podemos asegurar que, entre todos los sermones, el que trata de la misericordia de María es el que ordinariamente produce en el pueblo fiel mayores frutos de salvación y arrepentimiento. Digo el sermón que trata de la misericordia de María, porque, como dice san Bernardo: «Si bien nosotros alabamos su humildad y admiramos su virginidad; pero siendo como somos miserables pecadores, lo que más nos cautiva y agrada es el oír ponderar su misericordia; porque a ella nos abrazamos con más placer, de Ella hacemos memoria con más frecuencia, y más a menudo la invocamos»7.

Quédese, pues, para otros autores el cuidado de pregonar las grandezas de María, que yo en este libro me propongo especialmente tratar de su gran piedad y de su poderosa intercesión. Con este intento he recogido durante muchos años y con no poco trabajo, todo lo que los Santos Padres y autores más celebrados han escrito sobre la misericordia y poder de María. Y puesto que en la hermosísima oración de la Salve Regina, aprobada por la Santa Iglesia y mandada rezar durante la mayor parte del año a todo el Clero regular y secular, se hallan admirablemente expresados la misericordia y el poder de la Santísima Virgen, me he propuesto declarar, en una serie de capítulos, esta devotísima oración. He creído, además, hacer cosa agradable a los devotos de María al añadir piadosas lecturas, llamémoslas discursos, sobre las principales fiestas y más singulares virtudes de esta divina Madre, añadiendo, para terminar, las prácticas de devoción más recomendadas por la Iglesia y más usadas por los fieles servidores de María.

Si por ventura es de tu agrado, como lo espero, esta mi obrita, te suplico, piadoso lector, que me encomiendes a la Santísima Virgen, a fin de que me conceda gran confianza en su protección. Pide para mí esta gracia, que yo también pediré para ti, quienquiera que seas, esta misma gracia y merced. ¡Dichoso mil veces el que con amor y confianza procura asirse a estas dos áncoras de salvación, quiero decir: Jesús y María, porque ciertamente no se perderá! Repitamos, pues, de corazón, ambos a dos, caro lector, la devota oración de san Alonso Rodríguez: «¡Jesús y María, mis más dulces amores, padezca por Vos, y por Vos muera; sea todo vuestro y nada mío!». Amemos a Jesús y a María, y hagámonos santos, porque fortuna mayor que esta no podemos pretender, ni tampoco esperar.

¡Adiós! y hasta el Paraíso, donde tendremos la dicha inefable de estar a los pies de esta dulcísima Madre y su amantísimo Hijo, para alabarlos y darles gracias, y amarlos juntos, gozando de su presencia por toda la eternidad. Amén.

Oración a la Santísima Virgen para impetrar una buena muerte

Oh María, dulce refugio de los miserables pecadores, cuando mi alma tenga que abandonar este mundo, os suplico, Madre mía amabilísima, por los dolores que experimentasteis, asistiendo al pie de la Cruz a la muerte de vuestro Hijo, que me ayudéis con toda vuestra misericordia. Arrojad lejos de mí a los enemigos del infierno, y venid Vos misma a recibir entonces mi alma, para presentarla al eterno Juez. Reina mía, no me abandonéis. Vos, después de Jesús, habéis de ser, en aquel terrible trance, mi apoyo y mi fortaleza. Rogad a vuestro Hijo que por su bondad me otorgue en aquella hora la gracia de morir abrazado a vuestros pies, y de exhalar el postrer suspiro de mi alma dentro de sus santas llagas, diciendo: Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía.

EXPLICACIÓN DE LA SALVE, REGINA

1. María, Reina y Madre de misericordia

Salve, Regina, Mater, misericordiae.

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia.

Cuán grande debe ser nuestra confianza en María por ser Reina de misericordia

1. María es Reina por su Hijo, con su Hijo y como su Hijo. Habiendo sido exaltada la Santísima Virgen María a la dignidad de Madre del Rey de los Reyes, con sobrada razón la honra la Santa Iglesia y quiere que todos la honren con el glorioso título de Reina.

Si una madre tiene por hijo a un Rey, con justo título debe llamarse Reina a la madre y tributarle los honores de Reina. «Si el que nació de la Virgen María es Rey —dice san Atanasio—, la Madre que lo engendró es, en hecho de verdad y propiamente hablando, Reina y Soberana». Desde el punto mismo en que María dio su consentimiento para ser Madre del Verbo eterno, mereció ser levantada a la dignidad de Reina del mundo y de todas las criaturas. Esto es de san Bernardino de Sena, el cual dice: «Su consentimiento mereció a la Virgen el imperio del universo, el dominio del mundo y la regia soberanía sobre todas las criaturas».

«Si la carne de María —reflexiona Arnoldo, abad— no fue diversa de la de Jesús, ¿será posible que María no fuese asociada al imperio de su Hijo?». Y luego añade: «Que no solo es común entre el Hijo y la Madre la dignidad real, sino que es también la misma».

Por tanto, si Jesucristo es Rey del universo, del universo es igualmente Reina, María. «Porque una vez constituida Reina —dice el abad Ruperto—, con buen derecho se extiende su señorío sobre todo el imperio del Hijo». «Por consiguiente —concluye san Bernardino de Sena—, cuantas son las criaturas que sirven a la Santísima Trinidad, otras tantas son las que están sujetas al poder de la gloriosa Virgen María. Estando, pues, sometidas al imperio de Dios todas las criaturas: los ángeles, los hombres y todo lo que hay en el Cielo y en la tierra, por el hecho mismo obedecen a la Virgen María». Por lo cual el abad Guerrico, hablando con María, se expresa de esta manera: «Prosigue, oh María, prosigue gobernando con entera seguridad; dispón como te agrade de los bienes de tu Hijo, porque siendo Madre y Esposa del Rey del universo, a Ti te corresponde, en calidad de Reina, el reinar y dominar sobre todas las criaturas».

2. María, Reina de misericordia; la misericordia es su mejor timbre de gloria. María, por consiguiente, es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es Reina llena de dulzura y clemencia, siempre atenta a velar por el bien de los pobres y miserables. Por eso la Santa Iglesia quiere que en esta oración de la Salve la llamemos y la saludemos con el título de Reina de misericordia. El mismo nombre de Reina, como lo advierte san Alberto Magno8, significa compasión de los pobres y providencia en sus necesidades; a diferencia del nombre de emperatriz, que significa severidad y rigor. «En aliviar a los miserables —dice Séneca— deben los reyes y las reinas poner todo su esplendor y magnificencia»9