San Manuel Bueno, mártir - Miguel de Unamuno - E-Book

San Manuel Bueno, mártir E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Una novela considerada la cima de la narrativa de Unamuno y síntesis de las preocupaciones esenciales del autor La novela narra, con un lenguaje lleno de fuerza y sinceridad, el desgarro interior de un sacerdote que ha perdido la fe. El protagonista finge creer en dios para salvar de la desolación que él mismo padece a sus feligreses, y llegará incluso a alcanzar fama de santo. La fe y la duda, la realidad y la apariencia, la verdad y la esperanza son algunas de las hondas reflexiones en las que nos sumerge esta novela a través de su protagonista.

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Seitenzahl: 239

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Índice

Introducción

Contexto histórico

El problema religioso en la época de Unamuno

Las corrientes literarias de la época

Miguel de Unamuno. Vida

La obra de Miguel de Unamuno

Criterios de esta edición

Bibliografía

San Manuel Bueno, mártir

Prólogo de Unamuno

San Manuel Bueno, mártir

Análisis de la obra

Ediciones

El título de la novela

Finalidad de la novela

Fuentes

Estructura de la obra

Los narradores de San Manuel Bueno, mártir

El espacio

El tiempo

Temas

Personajes

El estilo. Recursos literarios y estilísticos

Actividades

Créditos

INTRODUCCIÓN

CONTEXTO HISTÓRICO

Cuando nació Unamuno, el reinado de Isabel II (1843-1868) estaba tocando a su fin. La Revolución Septembrina forzó su exilio, dando paso al Sexenio Revolucionario (1868-1874), que promulgaría la Constitución de 1869. El 10 de octubre de 1868 se inició la primera guerra de Cuba, a causa de los aranceles que limitaban el libre intercambio de productos, el esclavismo y el deseo de independizarse de la metrópoli.

En el breve reinado de Amadeo de Saboya (1871-1873), propiciado por Juan Prim, comenzó la tercera guerra Carlista, lo que unido a la guerra de Cuba, los enfrentamientos entre los políticos y el rechazo hacia su persona, le llevaron a abdicar.

El 11 de febrero de 1873 las Cortes proclamaron la Primera República (1873-1874), que sería presidida por Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, en ese orden. Fue una etapa de gran inestabilidad, marcada por el cantonalismo, la insurrección cubana y el deseo de carlistas y alfonsinos de instalarse en el poder, que finalizaría con el desalojo de las Cortes por el general Pavía el 3 de enero de 1874, instaurándose la República Unitaria del general Serrano, a la cual puso fin el pronunciamiento del general Martínez Campos, que restauró de nuevo la monarquía.

El reinado de Alfonso XII (1875-1885) terminó con las guerras carlistas en 1876, suprimiéndose los fueros de las Vascongadas. En 1876 se aprobó una nueva Constitución que estuvo vigente hasta la dictadura de Primo de Rivera. Tras diez años de lucha en Cuba, el Pacto de Zajón (1878) trajo una aparente paz de casi veinte años. El bipartidismo, la alternancia en el gobierno de conservadores (Cánovas) y liberales (Sagasta), y el caciquismo se instalaron en la política española. Durante su reinado, el hambre y la miseria de los campesinos andaluces dieron lugar a los sucesos revolucionarios anarquistas de la Mano Negra. Su temprana muerte, el 25 de noviembre de 1885, planteó el problema sucesorio pues, aunque había casado dos veces —con María de las Mercedes de Orleans y, tras la muerte de esta, con María Cristina de Habsburgo-Lorena—, solo había tenido con la segunda dos hijas (Mercedes y María Teresa) y dejaba a su esposa encinta. El 17 de mayo de 1886 nació el futuro rey Alfonso XIII.

Durante la regencia de María Cristina (1885-1902), liberales y conservadores firmaron el Pacto de El Pardo para seguirse alternando en el poder. Las asociaciones proletarias fueron adquiriendo cada vez más protagonismo en las grandes zonas industriales. Los conflictos con Cuba y Filipinas por la independencia se recrudecieron. Estados Unidos, interesado en dominar las islas españolas del Caribe y del Pacífico para su expansión colonial —había intentado comprar Cuba a España en varias ocasiones, sin éxito—, envió al Maine a la Habana. El 15 de febrero, el acorazado sufrió una explosión y se hundió en la bahía. La prensa estadounidense culpó a España de lo ocurrido, declarándose la guerra entre ambos países. La superioridad estadounidense infligió una dura derrota a nuestros navíos y tropas. La firma del Tratado de París (diciembre de 1898), que puso fin a la guerra de Cuba, la tomaron políticos e intelectuales como una gran humillación, pero el pueblo con gran indiferencia. España perdió los últimos reductos del Imperio (Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam) y vendió a Alemania las islas Marianas, Carolinas y Palaos en 1899, ante la imposibilidad de poderlas defender.

Alfonso XIII accedió al trono el 17 de mayo de 1902 con el deseo de regenerar el país y elevar su influencia en el exterior. Pero el prestigio de los partidos políticos que se iban turnando en el poder —una oligarquía de nobles terratenientes unida a la alta burguesía financiera— fue debilitándose progresivamente al marginar a los demás partidos como consecuencia del caciquismo y el reparto previo de los escaños pactado entre ellos.

La neutralidad española ante la Primera Guerra Mundial (1914-1919) creó una gran división entre los españoles al enfrentarse dos posturas: la de los liberales y progresistas, partidarios de los aliadófilos, y la de los conservadores, defensores de los germanófilos. Por otro lado, supuso grandes beneficios para ciertos industriales, pero un mayor empobrecimiento para comerciantes y trabajadores al subir la inflación, aumentar el desempleo y resentirse los salarios, lo que aumentó aún más las diferencias entre las distintas clases sociales, agravadas con la posterior recesión europea.

Durante el reinado de Alfonso XIII se desarrollaron los nacionalismos vasco, catalán y gallego. Aumentó la tensión de la clase obrera por su precariedad y descontento, radicalizándose cada vez más los movimientos obreros anarquistas y socialistas que desembocaron en la Semana Trágica de Barcelona (julio de1909) motivada por el reclutamiento de soldados reservistas —muchos de ellos padres de familia sin recursos que no podían pagar la cuota con la que librarse de él— para la guerra de Marruecos, que acabó en una insurrección popular extendida por toda Cataluña y una durísima represión.

En 1910 se creó la CNT. La Revolución rusa (1917) y otros movimientos europeos repercutieron de forma notable en los movimientos anarquistas, socialistas y marxistas españoles, generando gran alarma en la burguesía. Las protestas, desmanes y huelgas fueron en aumento, destacando la huelga ferroviaria (1912) y las generales de 1917 (convocada por la UGT y el Partido Socialista Obrero Español y apoyada por la CNT) y de 1919 (favorecida por la CNT), que fueron un éxito para los sindicatos aunque trajeron consigo el pistolerismo de algunos empresarios en Barcelona.

Todo ello, unido al desastre de Annual en Marruecos, el 22 de junio de 1920, llevó al general Miguel Primo de Rivera a dar un golpe de Estado (el 12 de septiembre de 1923) e imponer una dictadura, que Alfonso XIII y los militares aceptaron. Primo de Rivera gobernó mediante un directorio militar (1923-1925) y después un directorio civil (1925-1930). Con el desembarco en Alhucemas, en colaboración con Francia, terminó con la guerra del Rif. Durante su gobierno proteccionista, hubo un crecimiento económico; se crearon CAMPSA, la Compañía Telefónica Nacional de España, las Confederaciones Hidrográficas y se mejoraron las carreteras y ferrocarriles. La oposición de los intelectuales —a la que ayudó el destierro de Unamuno, el encarcelamiento durante un mes de Gregorio Marañón y el cierre del Ateneo madrileño—, la falta de apoyo popular, las huelgas, el fracasado golpe de la noche del 24 al 25 de junio de 1926 en Tarragona (La Sanjuanada) o el de Valencia en 1929 y la pérdida de la confianza real llevaron a Primo de Rivera a exiliarse en París el 27 de enero de 1930.

La sublevación militar de Fermín Galán y Ángel García Hernández en Jaca (Huesca), cuyos cabecillas fueron fusilados, seguida de la de Cuatro Vientos (Madrid) con el general Queipo de Llano y el comandante Ramón Franco, que huyeron a Portugal, mostraron al monarca el descontento general, confirmado en las elecciones municipales del 12 de abril, tras las cuales Alfonso XIII decidió abandonar el país, proclamándose el 14 de abril la Segunda República (1931-1936).

A un Gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora, en el cual se aprobó la Constitución de 1931, le siguieron el Bienio Reformista (1931-1933) de republicanos y socialistas, presidido por Manuel Azaña; el Bienio Radicalcedista (1934-1936) en que gobernó el Partido Republicano Radical de Lerroux con la Confederación Española de Derechas Autónomas; y el Gobierno del Frente Popular (de febrero a julio de 1936), una coalición de izquierdas, que dio paso, tras el levantamiento del 17 y 18 de octubre, a la Guerra Civil, que terminaría con la victoria de Francisco Franco.

EL PROBLEMA RELIGIOSO EN LA ÉPOCA DE UNAMUNO

Desde la publicación de la Enciclopedia francesa, muchos europeos habían empezado a cuestionar las creencias religiosas y habían defendido la necesidad de separar el ámbito político del religioso. En el siglo XIX la expansión del imperialismo, el capitalismo, la fe ciega en la ciencia y el progreso, hicieron que la moral y las creencias de los burgueses cambiasen en toda Europa. En las últimas décadas del siglo XIX, las tensas relaciones de la Iglesia con los gobiernos francés (la derrota de Napoleón III en la guerra austro-prusiana dio paso a la Tercera República Francesa), alemán (Otto von Bismarck, más afín al protestantismo que al catolicismo, consideraba a la Iglesia un obstáculo para la unificación alemana) e italiano (Víctor Manuel II había tomado Roma, el 20 de septiembre de 1870, en la lucha por su unificación, tras derrotar a los Estados Pontificios, durante el papado de Pío IX) propiciaron un rechazo de lo católico que, unido a las ideas de filósofos como Nietzsche, Schopenhauer, Kant, Hegel, Spencer, Kierkegaard, y a las teorías de Karl Marx influyeron notablemente a finales del siglo XIX y, sobre todo, durante el siglo XX en todo el continente e hicieron que muchos católicos se cuestionaran sus creencias y perdieran la fe, convirtiéndose en agnósticos o ateos. Ya con anterioridad, en 1864, el pontífice había condenado en Syllabus errorum, un apéndice de la encíclica Quanta cura, ciertos movimientos doctrinales difundidos por Europa (entre ellos el panteísmo, naturalismo, modernismo, comunismo, socialismo y liberalismo) por considerarlos contrarios a la doctrina católica, al no subordinarse a la moral cristiana y perjudicar la fe de los creyentes, aunque León XIII posteriormente fuera más tolerante.

En España, la Iglesia había ido perdiendo poder. Se la acusaba de fanatizar a las masas, estar anclada en el pasado, ser responsable del atraso del país, poseer un gran patrimonio aun después de las distintas amortizaciones —la última, en el reinado de Isabel II, la de Madoz— y de su intromisión, además de en lo religioso y en lo moral, en lo político ya que la alta jerarquía eclesiástica era parte importante del Senado.

Durante el Sexenio Revolucionario el enfrentamiento entre eclesiásticos y políticos (liberales y republicanos) fue manifiesto. La Iglesia, consciente del proceso de secularización de la sociedad, deseaba la confesionalidad del Estado; los liberales, abiertamente anticlericales, buscaban debilitar su poder y, aunque no atacaron ni las creencias ni la fe, sí impidieron algunos de sus ritos o manifestaciones religiosas públicas. La libertad de culto establecida por la Constitución no satisfizo a la alta jerarquía y menos aún la disolución de las órdenes religiosas y la expulsión de los jesuitas. Por otro lado, la jerarquía eclesiástica española tardó en denunciar las injusticias sociales que sumieron en la pobreza a gran parte de la sociedad. Su labor, centrada en lo pastoral, la beneficencia y la enseñanza, fue tachada de paternalista y cómplice de la oligarquía gobernante, al recomendar a los pobres paciencia y resignación para mantener la paz e inalterada la jerarquización social. Los proletarios, al no sentirse apoyados, buscaron amparo en el socialismo, anarquismo y marxismo incipientes, que se presentaban como nuevos apóstoles y luchaban por un reparto más justo de recursos en esta vida, sin tener que esperar a la justicia divina tras la muerte.

La Primera República, partidaria de la ciencia y el progreso, defendió la separación Iglesia-Estado, al entender que la religión pertenecía al ámbito de la conciencia y no al de la política. Se culpaba a los jesuitas —que anteponen la obediencia al papa a todo lo demás— de la intransigencia de la Iglesia hacia todo lo científico y progresista y de querer imponer como única religión del Estado la religión católica, excluyendo a todas las demás, lo que se veía como una injerencia del Vaticano en la política nacional. Por ello, para disminuir la autoridad e influencia de la Iglesia se prohibió la enseñanza de la religión en las escuelas públicas y se favoreció el laicismo. La aversión hacia los eclesiásticos provocó ciertos incidentes violentos en la península contra iglesias, edificios religiosos o imágenes, mientras que otros los defendieron porque no concebían un Estado sin religión y creían que el hombre no podía vivir sin ella.

Como afirmara Antonio Cánovas del Castillo, muchos pensaban que el hombre necesita creer en Dios para encontrar sentido a su vida y no dejarse llevar por la inquietud, la agitación y el terror; para no desviarse hacia una vida amoral o sustituir la religión por supersticiones, ciencias ocultas o ritos masónicos. Consideraban que el escepticismo o el ateísmo tampoco eran buenos para la sociedad, al correrse el riesgo de caer en el caos, el cesarismo o la tiranía. Dado que la ciencia y la tecnología habían demostrado que no solucionan las desigualdades sociales ni hacen más feliz al hombre, era preferible armar a la sociedad de valores morales y que el Estado protegiera a la religión y a la Iglesia.

Alfonso XII, a fin de restar apoyo al carlismo, defensor de una monarquía católica tradicional y cuyo lema era «Dios, patria y rey», declaró su deseo de gobernar como católico y liberal, pero le recordaron —entre otros Benito Pérez Galdós y la propia Iglesia— que el liberalismo estaba condenado por el papa en Syllabus errorum, se consideraba un pecado y como tal lo recogían las ediciones del catecismo del padre Astete de esos años. Así, aunque durante su reinado el Estado se declaró católico, permitió la libertad de culto, lo que Roma vio con recelo, a pesar de acoger a las congregaciones religiosas que Francia había expulsado al imponer la escuela laica. Fue en esos años cuando los krausistas Fernando de Castro, Gumersindo Azcárate, Giner de los Ríos y otros, profundamente religiosos pero partidarios de una fe racional, se vieron obligados a elegir entre las verdades científicas y los dogmas católicos fundamentados en la Biblia y se alejaron de la Iglesia. Sus reflexiones, plasmadas en libros, y la influencia que ejercieron en la mayor parte de los intelectuales de la época a través de la Universidad y del Ateneo madrileño, hicieron que muchos de ellos —entre los cuales se contó Unamuno— se plantearan sus creencias, se alejaran del catolicismo, buscaran una religiosidad íntima y defendieran un Estado laico, aunque no ateo. Con todo, el catolicismo estuvo muy asentado en Navarra, País Vasco, las dos Castillas y en el medio rural, no así en la zona mediterránea donde predominaba la animadversión hacia sus enseñanzas, credo y representantes. Durante la regencia de María Cristina, surgió un nuevo desencuentro con la Iglesia al tener que renovar Sagasta el Concordato de 1851 y pretender hacer un registro de las asociaciones religiosas para su control.

Con Alfonso XIII, los intelectuales y políticos republicanos y liberales, relacionados en ocasiones con la masonería, fueron detractores de la Iglesia. La propaganda anticlerical criticaba duramente la riqueza de los eclesiásticos y la influencia que ejercían en la sociedad a través de la enseñanza, direcciones y ejercicios espirituales, círculos religiosos, etc., a pesar de que muchos eclesiásticos vivían modestamente e incluso, como los curas rurales, con precariedad. Se acusaba a los clérigos de vivir una vida alejada del Evangelio y ser verdaderos oligarcas, fanáticos, aliados del poder... Este discurso republicano fue asumido por las masas, creándose ligas anticlericales que movilizaron al proletariado en las principales ciudades españolas. Sin embargo, el Estado no podía prescindir de los religiosos al serle imposible asumir el coste de la labor que estos hacían.

Aunque en las pequeñas zonas rurales, la gente solía cumplir con los preceptos eclesiásticos, en los núcleos urbanos de muchas zonas de España más de la mitad de sus habitantes estaban bautizados pero no eran practicantes, y el proceso iba en aumento, como reconocían con preocupación muchos religiosos. La virulencia de los sucesos ocurridos en la Semana Trágica de Barcelona, como consecuencia del gran poder radicalista que Lerroux ejerció sobre los proletarios, en los que se quemaron iglesias y establecimientos religiosos —centros educativos a los que acudían los hijos de los burgueses pero también instituciones de caridad situadas en los barrios marginales—, se saquearon tumbas y se destruyeron imágenes religiosas, horrorizó a gran parte de la sociedad.

Algunos eclesiásticos, alarmados por la situación, intentaron contrarrestar el laicismo, creando patronatos y círculos católicos para socorrer las necesidades de los más desfavorecidos y fomentar el ocio cristiano y la cultura. Sin embargo, aunque la clase media siguió, en general, siendo católica, sobre todo en el norte de España y las dos Castillas, en las zonas industriales y mineras los proletarios fueron alejándose de los ritos y dogmas católicos. La preocupación fue tanta que Pío X y Benedicto XV instaron a los prelados españoles a revitalizar y espiritualizar la vida cristiana, mejorar la formación del clero y potenciar los actos litúrgicos; en definitiva, a evangelizar de nuevo el país.

Dado que José Canalejas había autorizado la apertura de escuelas laicas —vieja reivindicación de amplios sectores de intelectuales—, la exhibición de los símbolos de las otras religiones y había impedido, con la «Ley del Candado» (1910), el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sin la autorización del Ministerio de Gracia y Justicia durante dos años, los católicos decidieron actuar tanto política como socialmente.

El viaje que hicieran en 1923 el rey Alfonso XIII y Primo de Rivera a Roma para escenificar su obediencia al papa supuso un gran apoyo a la Iglesia. Se potenció la publicación de periódicos como El Debate, revistas, hojas parroquiales, misales, devocionarios, vidas de santos, etc. Tomando como ejemplo la labor de los católicos europeos y la corriente misticista francesa, que daba mucha importancia a la teología, los textos bíblicos, la liturgia y la experiencia mística, se crearon cátedras de Ascética y Mística, y se publicaron las obras de ascetas y místicos españoles (fray Luis de León, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, fray Luis de Granada) o extranjeros.

Las órdenes religiosas iniciaron una labor catequizadora por los pueblos. Se promovieron círculos religiosos y congregaciones de estudiantes. Se fomentó el ideal de la santidad para alentar nuevas vocaciones y se invitó a dar testimonio externo de la fe. Se impulsaron las devociones marianas, prestando máxima atención a las apariciones de la Virgen a Bernardette Soubirous (Lourdes), a los tres pastorcitos (Fátima), o del Sagrado Corazón de Jesús a Margarita María Alacoque y, siguiendo la indicación papal hecha a los gobiernos, se consagró España al Sagrado Corazón de Jesús (ya lo había hecho el pretendiente carlista Carlos María de los Dolores de Borbón y Austria-Este; ahora lo haría Alfonso XIII), dejando constancia de ello en el Cerro de los Ángeles. Los republicanos intentaron impedir algunas actividades religiosas, produciéndose violentos altercados en los que tuvo que intervenir el ejército para proteger a los católicos. Autoritarismo y represión se identificaron con catolicismo.

En la Segunda República, la Constitución de 1931 decretaba que el Estado español no tenía religión oficial y garantizaba la libertad de conciencia y de culto. La Iglesia, por prudencia, pidió a los obispos que los católicos acatasen la República, a fin de evitar enfrentamientos. La célebre afirmación de Manuel Azaña, «España ha dejado de ser católica», produjo una gran crispación. Se eliminó la financiación estatal al clero; se secularizaron los cementerios; se prohibió la enseñanza de los colegios religiosos; se estableció la disolución de las órdenes que, como los jesuitas, establecieran la obediencia a otra autoridad que no fuera el Estado y se declaró que los bienes eclesiásticos pertenecían a la nación. El anticlericalismo tomó mayor fuerza. Ciertos episodios y malentendidos crisparon cada vez más los ánimos, al hacerse las posturas cada vez más radicales, irreconciliables e irracionales.

LAS CORRIENTES LITERARIAS DE LA ÉPOCA

A pesar del declive político, la cultura vivió una etapa de esplendor. Con fin didáctico, se agrupa a los escritores en movimientos o generaciones, atendiendo al año de nacimiento, la similar formación intelectual, la existencia de algún acontecimiento generacional ante el que reaccionaron, etc.; sin embargo, las obras de muchos de los escritores que mencionaremos a continuación tienen numerosos puntos en común que responden más a la toma de postura frente a los problemas de una época —la finisecular y la de las primeras décadas del siglo XX—, que a los movimientos o generacióones que, por otro lado, se suceden con mayor celeridad que en siglos anteriores, e incluso se simultanean.

El realismo dio sus mejores frutos a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX. Sus representantes fueron coetáneos de Unamuno, compartieron ideas e incluso mantuvieron con él una relación de amistad o epistolar, como fue el caso de Juan Valera, José María Pereda, Leopoldo Alas «Clarín», Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés, etc.; a Vicente Blasco Ibáñez le unió en París su repulsa a la dictadura de Primo de Rivera.

En el realismo se dieron dos concepciones: una tradicional (Cecilia Böhl de Faber, Pedro Antonio de Alarcón, Luis Coloma, José María Pereda, Juan Valera), que defendía los valores —éticos, morales y religiosos—, usos y costumbres ancestrales frente a las prácticas corruptas de la ciudad; otra más liberal, en la cual los escritores, aconfesionales y librepensadores, conocedores de la literatura y filosofía europea, se sintieron atraídos por la ciencia y el progreso y fueron afines a las ideas krausistas, defensores de la educación laica, republicanos o admiradores del socialismo de Pablo Iglesias. Muy críticos con el clero —recordemos La Regenta de Clarín o Doña Perfecta, Tormento y Electra de Pérez Galdós— y algunos influidos por los escritores rusos, se ocuparon de los problemas religiosos, buscando una religiosidad —diferente de la tradicional católica— más espiritualista, como en Nazarín de Pérez Galdós.

El regeneracionismo surgió como consecuencia de la postración de España en los últimos años del siglo XIX y comienzos del siglo XX tras la Guerra de Cuba y el Tratado de París. Lucas Mallada, Joaquín Costa, Damian Isern y Ricardo Macías Picavea diseccionaron y analizaron los males de la patria para encontrar las causas que la habían llevado a la ruina y al desprestigio internacional (pobreza, hambre, pereza, ignorancia, caciquismo, centralismo...) y propusieron una serie de medidas y planes de acción tendentes a combatir la degeneración, la corrupción, la apatía, el pesimismo y la indiferencia en que habían caído los españoles: «escuela y despensa»; un «cirujano de hierro»; reformas en la educación, siguiendo los métodos europeos; mejora de las carreteras...

Modernismo y Generación del 98 reaccionan ante una misma realidad en la que domina la ramplonería y lo sórdido, que disgusta a ambos grupos por igual.

El modernismo surgió como un movimiento teológico en Alemania a mediados del siglo XIX, en un intento de hacer compatibles los avances científicos con la religión. Convertido en una actitud de rebeldía frente a todo tipo de dogmatismo, influyó en todos los ámbitos en Europa y América. El modernismo literario se introdujo en España con la llegada del nicaragüense Rubén Darío con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América. Su libro de poemas Azul había sido alabado en El Imparcial por Juan Valera. Cuando regresó a Madrid tras el desastre del 98 como corresponsal de La Nación,se relacionó con Salvador Rueda, Francisco Villaespesa, Ramón María del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, grandes admiradores suyos; años más tarde, surgiría su amistad con los hermanos Machado en París.

La Generación del 98 empezó a darse a conocer en revistas como Don Quijote, Germinal, de la última década del siglo XIX, y Electra —creada a raíz del estreno de la obra teatral de Pérez Galdós— o Juventud, de la primera del siglo XX. Fueron revistas efímeras en las que compartieron espacio escritores ya consagrados con otros más jóvenes.

En Juventud (octubre de 1901 a marzo de 1902) se incluyeron textos de regeneracionistas (Joaquín Costa, Ciro Bayo, Rafael Altamira), krausistas (Francisco Giner de los Ríos), modernistas (Ramón María del Valle-Inclán, Salvador Rueda, Manuel Machado, Eduardo Marquina) y de la Generación del 98 (Miguel de Unamuno, Pío Baroja, José Martínez Ruiz y Ramiro de Maeztu). En ella se publicó el «Manifiesto de los tres» con el cual Pío Baroja, José Martínez Ruiz (todavía no firmaba como Azorín) y Ramiro de Maeztu intentaron promover la regeneración nacional. Deseosos de obtener un mayor respaldo a sus propuestas, buscaron el apoyo de Unamuno, que publicaba artículos en las principales revistas seguidas por los intelectuales del momento, pero este no se adhirió al manifiesto por entender que el problema español no radicaba en lo social o político sino en lo personal, en la mentalidad de los españoles.

Eran, en su mayoría, jóvenes de clase media provinciana, socialistas, ácratas o republicanos, llegados a Madrid desde la periferia para abrirse paso en publicaciones periódicas. Autodidactas casi todos ellos, les unió la rebeldía, la rabia hacia la España heredada, la sed de justicia social y el deseo de un cambio radical sobre todo en lo ideológico y espiritual. Creyeron necesario europeizar España (Unamuno abogará posteriormente por españolizar Europa). Los modernistas, preocupados por lo sensorial y lo estético, atraídos por la literatura francesa (Gautier, Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud), la norteamericana (Poe, Whitman), la decadentista italiana (D’Annunzio) y la española (Bécquer) buscaron el cosmopolitismo se evadieron en el tiempo (a la Edad Media o al siglo XVIII) o en el espacio (Oriente), aunque con los años derivaron hacia una literatura más personal y comprometida.

Los noventayochistas, preocupados por lo metafísico y dolidos por la situación del país, recorrieron España siguiendo a Giner, y contrastaron su pasado con su presente, buscando la esencia y los valores que la pudieran hacer resurgir de sus cenizas. Los encontraron en la austera y empobrecida Castilla —en su paisaje, su literatura medieval, los místicos, Cervantes o Calderón— donde el tiempo parecía haberse detenido. Compartieron tertulias en los cafés (Café de Levante, Café Inglés, Café de Madrid, Café de Fornos...); confluyeron en su interés por filósofos (Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger, Schopenhauer, Kant) y literatos extranjeros , y en los temas que trataron (religiosos, filosóficos y existenciales). Tras alejarse de la religión ortodoxa, evolucionaron hacia el agnosticismo, el ateísmo o la búsqueda de una religión más intimista, de sentimientos, que diera sentido a su vida; algunos se acercaron a lo esotérico. Se sintieron arrojados a la vida y condenados inexorablemente a la muerte, lo que les creó angustia y les llevó a plantearse el sentido de la existencia. Homenajearon a Larra, a Góngora y al Greco; se opusieron a la concesión del premio Nobel a Echegaray... Su radicalismo exacerbado se fue templando con los años y el desengaño, en muchos casos, tomando rumbos diversos e incluso opuestos a lo que defendieron en un principio. Su forma de expresión preferida fueron los artículos periodísticos, la novela, el ensayo, el teatro y la poesía.

Cuando todavía estaban en pleno apogeo los escritores anteriores, surgió una nueva generación de autores, nacidos en torno a 1880, con una gran formación intelectual, el novecentismo o la Generación del 14, cuyos principales integrantes fueron José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Eugenio D’Ors, Ramón Pérez de Ayala, Juan Miró, Manuel Azaña y Ramón Gómez de la Serna. Este movimiento con influencia italiana, que se introdujo en España a través de Cataluña y de Eugenio D’Ors, intentó romper con lo anterior para imponer la modernidad en las artes y en la literatura, de ahí la mirada atenta a los «ismos» europeos o el estudio sobre el arte vanguardista de Ortega.

Procedentes de la alta burguesía o de una clase media alta, los novecentistas recibieron una exquisita educación en colegios religiosos y estudiaron carreras universitarias, que ampliaron en el extranjero. Aunaron su vocación periodística, política y literaria. Se expresaron a través de sus libros y de diarios o revistas literarias (Prometeo de Gómez de la Serna, Revista de Occidente de Ortega y Gasset, La Pluma de Manuel Azaña, La Gaceta Literaria de Ernesto Giménez Caballero) creadas por ellos mismos. Se caracterizaron por su intelectualismo, elitismo y una gran vocación científica, humanística, histórica y crítica. En España invertebrada, Ortega y Gasset analizó los problemas patrios que para él son la falta de minorías capaces de vertebrar la nación, los separatismos, los particularismos de clase y la indisciplina de las masas, que no aceptan la dirección de las minorías selectas. Fueron partidarios de la europeización para acabar con el aislamiento político. En el arte, les interesaron más las emociones estéticas que las humanas. Tras perder la fe, criticaron con dureza la educación religiosa recibida y fueron defensores de una enseñanza laica. De ideas liberales, mayoritariamente republicanos, se mostraron muy críticos con la dictadura de Primo de Rivera aunque también con Azaña durante la Segunda República, a pesar de haber intervenido en su advenimiento.

Otra nueva generación, coincidente con la dictadura de Primo de Rivera, fue la Generación del 27 en la que predominaron los poetas y los críticos literarios: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, a los que se unirá posteriormente Miguel Hernández. Surgida en torno al periódico El Sol y a la Revista de Occidente, fueron Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Giménez Caballero, y Guillermo de la Torre quienes les pusieron en contacto con las vanguardias (futurismo, expresionismo, cubismo, dadaísmo, ultraísmo, creacionismo, surrealismo) y les dieron la oportunidad de publicar sus primeros textos en sus revistas o periódicos. Coincidieron en la Residencia de Estudiantes de Madrid, continuadora del pensamiento de Giner de los Ríos, en la que el liberalismo, la pasión por la cultura y el gusto por la naturaleza orientó su estética y gustos literarios. Se reafirmaron como grupo en 1927 con el tricentenario de la muerte de Góngora. Admiraron la obra de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez; se sintieron atraídos por Bécquer y la literatura popular andaluza, que aunaron con las vanguardias y su amor a los clásicos españoles, cancionero popular y romancero. En un primer momento, eludiendo cualquier compromiso político o social, su poesía fue vanguardista e intelectual, mas, desde 1927, por los avatares políticos y sus circunstancias personales, su poesía se humanizó y se sintieron más próximos a Antonio Machado y Pablo Neruda. En los años previos a la Guerra Civil casi todos tomaron partido por la República.

MIGUEL DE UNAMUNO. VIDA

Miguel de Unamuno y Jugo nació el 29 de septiembre de 1864, el día de San Miguel Arcángel. Su padre, Félix María de Unamuno Larraza, hijo de un confitero de Vergara, emigró a México en busca de fortuna, casándose a su regreso con una sobrina carnal, María Salomé Crispina Jugo Unamuno, diecisiete años menor que él y huérfana desde los catorce años. Miguel fue el tercero de los seis hijos habidos en el matrimonio.