Sangre y pertenencia - Michael Ignatieff - E-Book

Sangre y pertenencia E-Book

Michael Ignatieff

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De manera inesperada, el fin de la guerra fría trajo consigo el resurgir del nacionalismo, una ideología romántica que parecía superada. Para poder vivir de cerca este fenómeno y tratar de comprenderlo, Michael Ignatieff emprendió un viaje a seis lugares claves del nuevo nacionalismo: la antigua Yugoslavia, Alemania, Ucrania, Quebec, Kurdistán e Irlanda del Norte. El resultado es un brillante ensayo que sigue de plena actualidad, en el que Ignatieff alerta de los peligros del nacionalismo cuando este se convierte en una fuerza excluyente que antepone las raíces a los valores y cuyo objetivo es resaltar las diferencias, incluso cuando estas son mínimas."El narcisismo de la pequeña diferencia", en la cita de Freud. "Sangre y pertenencia" es una obra necesaria para entender el nacionalismo y sus distintas manifestaciones. Y es también una llamada de atención que no puede ignorarse. Hoy en día el nacionalismo sigue siendo uno de los temas de mayor relevancia política, y este es un libro imprescindible para entender su atractivo y su vigencia.

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MICHAEL IGNATIEFF

SANGRE Y PERTENENCIA

VIA JES AL NUEVO NACIONAL ISMO

Contenido

El último refugio

Capítulo 1: Croacia y Serbia

Capítulo 2: Alemania

Capítulo 3: Ucrania

Capítulo 4: Quebec

Capítulo 5: Kurdistán

Capítulo 6: Irlanda del Norte

Epílogo a la edición española

Bibliografía recomendada (actualizada para la presente edición española)

Agradecimientos

El último refugio

SEÑORES DE LA GUERRA

El puesto de control de Naciones Unidas era una cabina prefabricada rodeada de sacos de tierra a cargo de dos soldados canadienses que vigilaban una barrera en la carretera entre los sectores serbio y croata de Pakrac, en el centro de Croacia. La carretera hasta el puesto avanzaba entre chalets destrozados, coches volcados en los arcenes y jardines abandonados donde la hierba llegaba a media altura. Apenas visibles entre la hierba, al llegar al puesto, estaban dos vigías croatas adolescentes con sus prismáticos fijos en el lado serbio.

La ONU acababa de dejarnos pasar al territorio serbio cuando quince paramilitares serbios armados rodearon nuestra furgoneta. Habían estado bebiendo en una boda en su pueblo. El más borracho, con ojos cansados y vidriosos, abrió por la fuerza la puerta de la furgoneta y entró. «Os estamos vigilando», afirmó, haciendo con las manos el gesto de unos prismáticos. «Habláis con la Ustache», y señaló a los croatas escondidos en la hierba. Entonces sacó la pistola de su cinturón. «Jodidos espías», dijo. A punta de pistola ordenó al conductor que se bajara, tomó el volante y empezó a revolucionar el motor. «Me muero por grabar esto», se quejó un cámara en el asiento de atrás. «Si lo haces, este te mata», murmuró alguien al fondo.

El serbio metió la marcha y empezó a avanzar cuando uno de los soldados de la ONU abrió la puerta de un tirón, agarró las llaves y apagó el motor. «Haremos esto a mi manera», dijo el soldado, respirando pesadamente, y entre tirones y ruegos sacó al serbio del asiento del conductor. Otro joven serbio vestido de camuflaje forzó su entrada en la furgoneta y sacudió la cabeza: «Soy policía. Estáis arrestados. Seguidme».

Ese fue el instante, en mis viajes en busca del nuevo nacionalismo, en el que empecé a comprender qué aspecto tiene el nuevo orden mundial: paramilitares, ebrios de brandy local y paranoias étnicas, intercambian disparos en un erial; los separa un puesto de control, instalado por algo con el rimbombante nombre de «comunidad internacional», pero que de hecho se reduce a dos adolescentes aterrados; y un equipo de televisión preocupado, por un par de segundos, por si saldrán de allí con vida.

La autoridad de la «comunidad internacional» no cubría más allá de 150 metros a cada lado del puesto. A partir de ahí era la ley del más fuerte. Los paramilitares nos llevaron a la comisaría de policía del pueblo, donde el jefe se pasó una hora convenciéndose de que como el abuelo de nuestro traductor había nacido en la isla croata de Krk, era un espía croata. En ese instante llegó una llamada de teléfono que ordenó al jefe que nos liberara. Nadie nos explicó quién había dado la orden. Debió de ser el señor de la guerra local. Fue mi primer encuentro con el poder de un señor de la guerra, pero no el último.

Soy hijo de la Guerra Fría. Nací en 1947, el año del bloqueo de Berlín, y mi primer recuerdo político de importancia es tener mucho miedo, durante un día, cuando la crisis de los misiles cubanos de 1962. Al mirar atrás, veo que he vivido en la última era imperial, la última época en la que los estados nación del mundo estaban claramente repartidos en dos esferas de influencia antagónicas, la última vez que el terror produjo paz. Ahora el terror solo parece producir más terror.

Si el sigloXXIempezó antes de tiempo, como algunos sostienen, empezó en 1989. Cuando cayó el Muro de Berlín, cuando Václav Havel salió al balcón de la Plaza Wenceslao de Praga y las multitudes celebraron el colapso de los regímenes comunistas en Europa, pensé, como mucha gente, que estábamos a punto de contemplar una nueva era de democracia liberal. Mi generación casi se había conformado con la idea de hacerse vieja en el miedo y la parálisis de la Guerra Fría. De repente, un nuevo orden de países libres empezó a cobrar forma desde las Repúblicas bálticas hasta el Mar Negro, de Tallin a Berlín, de Praga a Budapest, Belgrado y Bucarest. En agosto de 1991, cuando los moscovitas defendieron el parlamento ruso de los tanques, pensamos que el coraje cívico que había derribado el último imperio del sigloXXpodía incluso ser capaz de sostener la transición de Rusia a la democracia. Hasta pensamos, durante un rato, que la ola democrática del Este podría arrastrar a nuestras agotadas oligarquías en el Oeste.

Pronto averiguamos cuán equivocados estábamos. Porque lo que ha sucedido a la última era imperial es una nueva era de violencia. El discurso fundamental del nuevo orden mundial es la desintegración de los estados nación en guerras civiles de raíz étnica; los arquitectos fundamentales de ese orden son los señores de la guerra, y el lenguaje fundamental de nuestra época es el nacionalismo étnico.

Con una ingenua ligereza, asumimos que el mundo dejaba atrás el nacionalismo irrevocablemente, el tribalismo, los límites provincianos de las identidades marcadas por nuestros pasaportes, de camino a una cultura global de mercado que iba a ser nuestro nuevo hogar. Visto ahora, silbábamos en la oscuridad. Lo que estaba reprimido ha vuelto, y su nombre es nacionalismo.

NACIONALISMO CÍVICO Y ÉTNICO

Como doctrina política, el nacionalismo es la idea de que los pueblos están divididos en naciones y que cada una de esas naciones tiene derecho a la autodeterminación, bien como unidades de autogobierno dentro de estados nación ya existentes, bien como estados nación mismos.

Como ideal cultural, el nacionalismo es la creencia de que aunque los hombres y las mujeres tienen muchas identidades, es la nación la que les proporciona la forma primaria de pertenencia.

Como ideal moral, el nacionalismo es una ética del sacrificio heroico, que justifica el uso de la violencia en defensa de la nación propia frente a los enemigos internos y externos.

Estas concepciones, política, moral y cultural, se refuerzan recíprocamente. La consideración moral de que las naciones tienen derecho a ser defendidas por la fuerza o la violencia parte de la consideración cultural de que las necesidades que satisface en cuanto a protección y pertenencia son de una importancia superior. La idea política de que todos los pueblos deben luchar por ser naciones se basa en la idea cultural de que solo una nación puede satisfacer esas necesidades. A su vez, la idea cultural avala la propuesta política de que esas necesidades no pueden ser satisfechas sin la autodeterminación.

Todas estas ideas son discutibles, y ninguna es evidente por símisma. Muchas de las tribus del mundo y de las minorías étnicas nopiensan en sí mismas como naciones; muchas no buscan ni reclaman un estado propio. Tampoco es obvio que la identidadnacional debe ser un elemento más importante de la identidad personal que ningún otro; ni que la defensa de la nación justifique el uso de la violencia.

Pero por el momento lo que importa es que una cuestión central del nacionalismo es establecer las condiciones bajo las cuales está justificada la fuerza o la violencia para defender a un pueblo, cuando su derecho a la autodeterminación está en riesgo o es negado. Autodeterminación puede significar en este contexto tanto autogobierno democrático como el ejercicio de la autonomía cultural, según si el grupo nacional en cuestión crea que puede alcanzar sus objetivos dentro de un estado ya existente o si busca un estado propio.

En todas las formas del nacionalismo, la soberanía nacional reside en «el pueblo»; de hecho, la palabra «nación» es a menudo un sinónimo de «el pueblo», pero no todos los movimientos nacionalistas crean regímenes democráticos, porque no todos los nacionalismos incluyen a todo el pueblo en su definición de lo que constituye la nación.

Un tipo, el «nacionalismo cívico», mantiene que la nación debe estar formada por todos aquellos que suscriben el credo político de la nación, independientemente de su raza, color, fe, género, lengua o etnia. Este nacionalismo se llama cívico porque considera a la nación como una comunidad de ciudadanos iguales poseedores de derechos, unidos por un vínculo patriótico a un conjunto compartido de usos y valores políticos. Este nacionalismo es necesariamente democrático ya que la soberanía reside en todo el pueblo. Algunos elementos de esta formulación fueron alcanzados por primera vez en el Reino Unido. A mediados del siglo XVIII, Gran Bretaña ya era un estado nación compuesto por cuatro naciones, la irlandesa, la escocesa, la galesa y la inglesa, unidas por una definición cívica más que étnica de pertenencia, es decir, por un vínculo común con ciertas instituciones, la Corona, el Parlamento y el imperio de la ley. Pero no fue hasta las revoluciones francesa y americana, y la creación de las repúblicas en estos países, cuando el nacionalismo cívico emprendió la conquista del mundo.

En la práctica, ese ideal resultó más fácil de implementar porque las sociedades de la Ilustración eran étnicamente homogéneas o se comportaban como si lo fueran. Quienes no pertenecían a la clase política con derecho a voto de hombres blancos con propiedades, o sea los trabajadores, las mujeres, los esclavos de color y los pueblos indígenas, estaban excluidos de la ciudadanía y por tanto de la nación. Durante todo el siglo XIX y el arranque del xx, estos grupos lucharon por su inclusión. Como resultado de esa lucha, la mayoría de los estados nación occidentales ahora definen su nacionalidad en términos de una ciudadanía común, no de un origen étnico común. Una excepción prominente es Alemania.

La invasión y ocupación napoleónicas de los principados alemanes en 1806 desató una ola de furia patriótica alemana y de retórica romántica contra el ideal francés del estado nación. Los románticos alemanes defendían que no era el estado el que creaba la nación, como pensaba la Ilustración, sino la nación, el pueblo, lo que creaba el estado. Lo que daba unidad a la nación, lo que la convertía en un hogar, el foco de un vínculo apasionado, no era la fría arquitectura de los derechos compartidos, sino las características étnicas preexistentes: lengua, religión, costumbres y tradiciones. La nación como Volk, como pueblo, había comenzado su largo y turbulento camino en el pensamiento europeo. Todos los pueblos que en la Europa del siglo XIX estaban bajo el dominio de un imperio (los polacos y los bálticos bajo el yugo ruso, los serbios bajo el turco, los croatas bajo el habsburgo) miraron al ideal alemán de nacionalismo étnico al articular su derecho a la autodeterminación. Cuando Alemania consiguió la unificación en 1871 y alcanzó la categoría de potencia mundial, su logro fue una demostración del éxito del nacionalismo étnico a todas las naciones cautivas de la Europa imperial.

De estos dos tipos de nacionalismo, el cívico se ajusta mejor a la realidad sociológica. La mayoría de las sociedades no son monoétnicas, e incluso cuando lo son, un origen étnico compartido no borra por sí mismo las divisiones internas, ya que la etnicidad es solo una de las muchas lealtades a las que se debe un individuo. Según el nacionalismo cívico, lo que mantiene unida una sociedad no son unas raíces comunes sino la ley. Al suscribir un conjunto de procedimientos y valores democráticos, los individuos pueden combinar el derecho a vivir sus propias vidas con la necesidad de pertenecer a una comunidad. Esto, a su vez, asume que la pertenencia a una nación puede ser en cierto modo un vínculo racional.

El nacionalismo étnico, en cambio, defiende que los vínculos más profundos de un individuo son heredados, no elegidos. Es la comunidad nacional la que define al individuo, no los individuos los que definen la comunidad nacional. Esta psicología de la pertenencia puede ser más profunda que la del nacionalismo cívico, pero la sociología que la acompaña es mucho menos realista. Por ejemplo, el hecho de que dos serbios compartan identidad étnica les puede unir frente a los croatas, pero no les impedirá enfrentarse por trabajos, pareja, recursos escasos y más cosas. Una etnicidad común no crea por sí sola cohesión social ni una comunidad, y cuando fracasa al hacerlo, como siempre ocurre, los regímenes nacionalistas acaban necesariamente manteniendo la unidad por la fuerza, no por el consentimiento. Esta es una de las razones por las que los regímenes nacionalistas étnicos son más autoritarios que democráticos.

También pueden resultar autoritarios porque son, fundamentalmente, un tipo de democracia ejercida en el interés de la mayoría étnica. La mayoría de los nuevos estados nación surgidos de la guerra fría simulan defender la idea de una sociedad de iguales y protegen los derechos de las minorías. En la práctica, nuevos países como Serbia y Croacia, los países bálticos o las nuevas repúblicas asiáticas, han institucionalizado el dominio de la mayoría étnica. El nacionalismo étnico es una tentación especial para aquellas mayorías étnicas, como los ucranianos o los pueblos bálticos, antiguamente gobernadas por las minorías rusas apoyadas desde Moscú.

A veces se dice que el nacionalismo étnico autoritario solo surge allí donde el nacionalismo cívico nunca ha llegado a establecerse. Según esta opinión, el nacionalismo étnico ha florecido en Europa Oriental porque cuarenta años de gobierno comunista destruyeron toda la cultura cívica o democrática que la región pudo llegar a tener. Si eso es cierto, el nacionalismo étnico no debería poder penetrar con fuerza en sociedades con fuertes tradiciones democráticas. Por desgracia, no es así. El racismo europeo es un tipo de nacionalismo étnico blanco; de hecho, es una revuelta contra la esencia del nacionalismo cívico, contra la propia idea de una nación basada en la ciudadanía en vez de la etnicidad. Esta revuelta está ganando terreno en países como Gran Bretaña, Italia, Francia, Alemania o España, con una considerable experiencia democrática, aunque en distintos grados.

También hay bastantes ejemplos (Irlanda del Norte, la India y Canadá, por nombrar tres) en los que el nacionalismo étnico florece en estados formalmente comprometidos con la democracia cívica. En Irlanda del Norte, entre 1920 y 1972, la mayoría lealista, de fe protestante, utilizó el sistema parlamentario inglés para someter a algo similar a una tiranía de la mayoría a la minoría católica. Su experiencia bajo la tradición legal y democrática británica no hizo nada por impedir que los lealistas manipularan la democracia con fines nacionalistas. En la India, cuarenta y cinco años de democracia cívica apenas han contenido los nacionalismos étnicos y religiosos que están destrozando el sistema federal del país. En Canadá, el panorama es más optimista, pero el argumento es el mismo. La inclusión plena en un sistema democrático federal no ha reducido la fuerza del nacionalismo quebequés.

En todos estos lugares, el atractivo fundamental del nacionalismo étnico se basa en ser un argumento a favor del dominio de la mayoría étnica, para mantener a los enemigos controlados o para acabar con una historia de subordinación cultural. En las naciones de Europa del Este, el nacionalismo étnico ofrece algo más. Cuando el Imperio soviético y sus regímenes satélite se hundieron, las estructuras de los estados nación de la región también desaparecieron, y cientos de grupos étnicos quedaron a merced unos de otros. Como ninguno de estos grupos tenía ni la más mínima experiencia en resolver sus diferencias mediante el debate democrático, la fuerza o la violencia se convirtieron en su árbitro. La retórica nacionalista se propagó por estas zonas como un incendio, porque proporcionaba a pistoleros y a señores de la guerra un vocabulario de autojustificación oportunista. Entre el miedo y el pánico que recorrió las ruinas de los estados comunistas la gente empezó a preguntar: ¿quién nos va a proteger ahora? Ante una situación de caos político y económico, la gente quería saber de quién se podía fiar y a quién podía considerar de los suyos. El nacionalismo étnico ofrecía una respuesta que era intuitivamente obvia: confía solo en aquellos de tu propia sangre.

PERTENENCIA

Pero si el nacionalismo legitima una llamada a la lealtad de sangre, y a su vez al sacrificio de sangre, solo lo puede hacer convincentemente si parece apelar a la mejor naturaleza de la gente, y no solo a sus peores instintos. Dado que el asesinato no es una cuestión que se pueda tomar con ligereza, debe realizarse por un motivo que permita a quien lo haga pensar bien de sí mismo. Si la violencia va a ser legítima, debe serlo en nombre de lo mejor de un pueblo, ¿y qué puede ser mejor que el amor a su tierra?

Los nacionalistas son extremadamente sentimentales. Elkitsches la estética natural de una limpieza étnica. No hay ningún asesino en cualquier lado de los puestos de control que no se detenga, mientras dispara a sus enemigos, para cantar una canción nostálgica, o incluso recitar algunos versos de una épica tradicional. El objetivo latente de esa sentimentalidad es dejar ver que uno se halla atrapado por un amor más fuerte que la razón, mayor que la voluntad, una pasión similar al destino. Ese amor soporta la creencia de que es el destino, por trágico que resulte, lo que te obliga a matar.

Despojado de esa sentimentalidad, ¿en qué consiste esta pertenencia, y la necesidad que genera, que el nacionalismo parece satisfacer de modo tan exitoso? Cuando los nacionalistas sostienen que la pertenencia nacional es la forma más importante de pertenencia, quieren decir que no hay ninguna otra forma de pertenencia (a la familia, a la profesión o a los amigos) que sea segura si no tienes una nación que te proteja. Eso es lo que demanda sacrificio en defensa de la nación. Sin la protección de una nación todo lo que un individuo valora puede ser destruido. La pertenencia, en esta versión, es sobre todo protección de la violencia. Uno pertenece allí donde está a salvo, y donde está a salvo es donde pertenece. Si el nacionalismo es persuasivo porque justifica la violencia, también lo es porque ofrece protección de la violencia. El señor de la guerra es el protector de su gente; si mata, lo hace en defensa de la causa más noble: la protección de los inocentes.

Pero pertenecer también significa ser reconocido y ser comprendido. Como escribió Isaiah Berlin en Dos conceptos de la libertad, cuando estoy entre mi gente «ellos me entienden, como yo les entiendo a ellos; y este entendimiento crea en mí la sensación de ser alguien en el mundo». Pertenecer es entender los códigos tácitos de la gente con la que vives; es saber que vas a ser entendido sin tener que explicarte. La gente, en resumen, «habla tu idioma». Este es el motivo, por cierto, por el que la protección y la defensa de la lengua de la nación es una causa nacionalista tan emotiva, ya que es la lengua, más que la historia o el territorio, lo que proporciona la forma más esencial de pertenencia, que es ser entendido. Uno puede, claro, ser entendido en lenguas y en países distintos a los propios; se puede encontrar la pertenencia incluso en el exilio. Pero la afirmación nacionalista es que la pertenencia plena, la cálida sensación de que la gente entiende no solo lo que dices sino lo que quieres decir, solo es posible cuando estás entre tu propia gente en tu tierra natal.

COSMOPOLITAS Y PRIVILEGIADOS

Si tu padre ha nacido en Rusia, tu madre en Inglaterra, te has educado en Estados Unidos y tu vida profesional ha transcurrido en Canadá, el Reino Unido y Francia, difícilmente puedes ser un nacionalista étnico. Si alguien puede declararse cosmopolita, debo ser yo. Ojalá hablara más idiomas de los que hablo, ojalá hubiera vivido en más países y ojalá más gente comprendiera que la expatriación no es exilio: es solo la pertenencia de aquellos que eligen su hogar en lugar de heredarlo.

Durante muchos años pensé que la corriente favorecía a los cosmopolitas como yo. Para empezar, parecíamos ser muchos. Había al menos una docena de ciudades globales, gigantescos crisoles multiétnicos que acogían a expatriados, exiliados, emigrantes y transeúntes de todo tipo. Entre la población urbana y profesional de estas ciudades globales, una conciencia posnacional se daba por descontada. En esos lugares, a nadie le importaba el pasaporte de la gente con la que vivía o trabajaba; a nadie le preocupaba de dónde venían los bienes que compraban; sencillamente asumían que en la construcción de su estilo de vida tomarían prestado de todas las culturas que les atrajeran. Los cosmopolitas creaban una ética positiva del préstamo cultural: en la cultura, la exogamia era mejor que la endogamia, y la promiscuidad mejor que el provincialismo.

En sí misma, esta ética cosmopolita no era nada nuevo. Hemos vivido en una economía global desde 1700, y muchas de las grandes ciudades del mundo han sido cruces de caminos globales desde hace siglos. Un mercado global ha limitado la soberanía y la libertad de maniobra de los estados nación, al menos desde que Adam Smith elaboró por vez primera una teoría sobre ese fenómeno a comienzo de la era del nacionalismo, en 1776. Un mercado global de las ideas y las formas culturales ha existido por lo menos desde la República de las letras de la Ilustración. Cosmopolitas desarraigados han existido como tipología social en las grandes ciudades imperiales desde hace siglos.

Dos características, sin embargo, distinguen el cosmopolitismo de las grandes ciudades de nuestra era de lo que había en el pasado. Primero, la variedad social y racial. La democracia del siglo XX y la prosperidad de la posguerra mundial han ampliado el privilegio del cosmopolitismo de una pequeña minoría de varones blancos con dinero a una considerable minoría de la población de los países del mundo desarrollado. De repente, somos muchos, y nuestra sensación de compartir una conciencia posnacional ha sido reforzada poderosamente por los viajes aéreos asequibles y las telecomunicaciones.

El segundo cambio evidente es que el mercado global en el que vivimos ya no está ordenado por un sistema imperial estable. Durante doscientos años, la expansión global del capitalismo fue modelada por las ambiciones territoriales y la capacidad de control de una sucesión de potencias imperiales, los imperios británico, francés, alemán, austrohúngaro y ruso del siglo XIX y principios del XX y los imperios soviético y estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial. Desde 1989, estamos en la primera era de cosmopolitismo global en la que no hay ninguna estructura de orden imperial.

En el siglo XX ha habido tres grandes reordenamientos del sistema europeo de estados nación: en Versalles en 1918, cuando las nuevas naciones de Europa Oriental fueron creadas de entre los escombros de los imperios austrohúngaro, ruso y otomano; en Yalta en 1945, cuando Roosevelt, Stalin y Churchill distribuyeron los países de Europa Occidental y Oriental en dos esferas de influencia; y entre 1989 y 1991, cuando el Imperio soviético y los regímenes comunistas de Europa Oriental se hundieron. Lo que distingue este tercer reordenamiento es que ha ocurrido sin ningún tipo de acuerdo imperial. No existe ningún tratado que regule el conflicto entre la integridad territorial de los estados nación de Europa Oriental y el derecho a la autodeterminación de los pueblos que los componen. Por cada resolución de este conflicto a través de un divorcio civilizado, al estilo checo, ha habido una docena de conflictos armados. La razón básica es evidente: la policía imperial ha desaparecido.

Estados Unidos puede ser la última superpotencia, pero no es una potencia imperial: su autoridad se ejerce en defensa de unos intereses exclusivamente nacionales, no para el mantenimiento de un sistema imperial de orden global. Como resultado, grandes regiones de África, Europa Oriental, el Asia soviética, América Latina y Oriente Próximo ya no pertenecen a ningún área de influencia claramente definida por un imperio o una gran potencia. Esto significa que una gran parte de la población mundial ha obtenido el «derecho a la autodeterminación» en los términos más crueles posibles: han de luchar por sí mismos. No es sorprendente que sus estados nación se estén hundiendo, como ocurre en Somalia y en muchos otros países africanos. En zonas cruciales del mundo, que solían estar muy vigiladas por los imperios (por ejemplo, los Balcanes) las poblaciones se encuentran sin un árbitro imperial al que acudir. No es de extrañar que, libres de cualquier atadura, se hayan lanzado unas sobre otras para un ajuste de cuentas final que la presencia de los imperios había demorado mucho tiempo.

El globalismo en una era postimperial solo permite una conciencia posnacional a aquellos cosmopolitas que tienen la fortuna de vivir en el opulento Occidente. Ha traído caos y violencia a los numerosos pueblos pequeños demasiado débiles para establecer estados defendibles propios. Los musulmanes de Bosnia son quizás el ejemplo más dramático de un pueblo que buscó en vano la protección de vecinos más poderosos. Los ciudadanos de Sarajevo eran verdaderos cosmopolitas, firmes partidarios de la heterogeneidad étnica. Pero carecían tanto de un protector imperial fiable como de un estado propio para garantizar la paz entre etnicidades en conflicto.

Lo que ha ocurrido en Bosnia debe hacer reflexionar a todo el que crea en las virtudes del cosmopolitismo. Es demasiado obvio que el cosmopolitismo es un privilegio de aquellos que pueden dar por garantizado un estado nación seguro. Aunque hemos pasado a una era postimperial, no estamos en una era posnacional, y no alcanzo a ver cómo lo podemos lograr. El orden cosmopolita de las grandes ciudades—Londres, Los Ángeles, Nueva York, París—depende de modo crítico de la capacidad de imponer normas del estado nación. Cuando ese orden se rompe, como ocurrió en los disturbios de Los Ángeles de 1992, resulta obvio que las ciudades civilizadas, cosmopolitas y multiétnicas tienen tanta propensión al conflicto étnico como cualquier país de Europa Oriental.

En este sentido, por tanto, los cosmopolitas como yo no estamos más allá de la nación; y un espíritu cosmopolita y posnacional siempre va a depender, en última instancia, de la capacidad de los estados nación de proporcionar protección y orden a sus ciudadanos. Solo por eso soy un nacionalista cívico, una persona que cree en la necesidad de aquellas y en el deber de los ciudadanos de defender la capacidad de las naciones para ofrecer la protección y los derechos que todos necesitamos para vivir vidas cosmopolitas. Como poco, el desdén cosmopolita y el asombro ante la ferocidad con la que la gente lucha por obtener un estado nación propio está equivocado. Al fin y al cabo, solo están luchando por un privilegio que los cosmopolitas hace mucho que dan por hecho.

SEIS VIAJES

Es difícil generalizar cuando se habla de nacionalismo. No es una sola cosa bajo muchos disfraces, sino muchas cosas bajo muchos disfraces; los principios del nacionalismo pueden tener consecuencias terribles en un lugar, y, en otro, resultar inocuos o incluso positivos. El contexto lo es todo. Quería ver el nacionalismo en tantas formas como fuera posible. ¿Adónde debía ir?

Escogí un itinerario personal, pero espero que no arbitrario. Elegí lugares donde había vivido, que me interesaban y sobre los que sabía lo suficiente como para pensar que podían ilustrar ciertos temas fundamentales.

Comencé el viaje en Yugoslavia, porque había vivido allí dos años de pequeño y lo conocía lo suficientemente bien durante el apogeo de Tito como para que me asombrara que fuera allí donde se acuñara el término «limpieza étnica». Los treinta y cinco años de gobierno de Tito no me parecían un mero interludio de paz en una historia interminable de guerra étnica en los Balcanes. En la Yugoslavia que yo había amado, croatas, serbios y musulmanes habían vivido como vecinos. ¿Qué había convertido a los vecinos en enemigos? ¿Cómo exactamente la paranoia nacionalista había desgarrado la estructura de convivencia interétnica para producir el nuevo sistema de estados separados étnicamente homogéneos?

Mi siguiente viaje fue a Alemania, la nación que primero inventó el nacionalismo étnico con los románticos y luego lo desacreditó con Hitler, y que ahora lucha por contener el nacionalismo étnico en su moderna encarnación en Europa Occidental: las bandas racistas juveniles. La Alemania de la posguerra se considera a sí misma una democracia cívica, pero sus leyes aún definen la ciudadanía desde la etnicidad. Es la sociedad europea más atormentada por la elección entre sucumbir a su pasado de nacionalismo étnico y construir un nacionalismo cívico de futuro.

De los quince estados sucesores del Imperio soviético, Ucrania es el más grande: una superpotencia nuclear que experimenta la independencia por vez primera y descubre lo difícil que es superar siglos de dominación rusa. Fue una elección natural para un viaje a los restos del Imperio soviético. Pero también había una razón personal para elegir Ucrania. Mis abuelos y bisabuelos eran terratenientes rusos que tenían posesiones en Ucrania. Qué mejor manera, pensé, de explorar la profunda intrincación de la identidad rusa y la ucraniana que volver a esas tierras y ver cómo eran recordados mis antepasados en un país nuevo.

El mismo motivo personal me llevó a elegir Quebec, donde aquellos abuelos rusos acabaron exiliados. El nacionalismo que mejor conozco, el que ha desgarrado mi país —Canadá— durante treinta años, es el quebequés. He aquí un nacionalismo en una sociedad moderna, desarrollada y democrática, una reclamación de autodeterminación cultural y lingüística que genera una cuestión fundamental, también relevante en Escocia y Cataluña: si ya eres una nación y disfrutas de una autonomía considerable, ¿para qué necesitas un estado propio?

Dado que el nacionalismo a menudo es considerado un tipo de tribalismo, Quebec también ofrecía la oportunidad de observar cómo la conciencia tribal y la nacional interactúan en un pueblo nativo del norte de Quebec, los Cree, que han adoptado el lenguaje de la autodeterminación nacional para enfrentarse a los planes de Quebec para el desarrollo económico del norte. ¿Cómo se enfrentan los nacionalistas quebequeses a su vez a un desafío nacionalista interior?

Como me dijo un nacionalista tártaro de Crimea, en Ucrania, solo un hombre que no tiene madre sabe lo que significa una madre. Solo un hombre sin estado sabe lo que un estado nación significa. Entre los muchos pueblos sin estado del mundo, de los tártaros de Crimea a los palestinos, los más numerosos son los kurdos. La creación del enclave kurdo en el norte de Irak por los ejércitos occidentales de la guerra del Golfo me permitió comprobar por mí mismo hasta qué punto una autonomía limitada y el autogobierno han transformado un pueblo que nunca ha tenido un hogar propio. En la lucha kurda por una patria han tenido que luchar contra cuatro de los nacionalismos laicos y religiosos más agresivos del sigloXX: la Turquía de Kemal Ataturk, el Irán del Ayatollah Jomeini, el Irak de Saddam Hussein y la Siria de Hafez Al-Assad. ¿Puede su lucha nacional unir finalmente a los kurdos? Dicho de otra forma, ¿puede el nacionalismo crear una nación?

Mi último viaje me llevó a estudiar la ruidosa identidad nacional de mi país de adopción, el Reino Unido. El mejor sitio para observar esta identidad bajo presión es sin duda la ciudad de Belfast, donde la comunidad lealista protestante lleva setenta y cinco años defendiendo su derecho a ser británicos contra el movimiento nacionalista más violento de Europa Occidental, el IRA. ¿A qué exactamente son leales los lealistas? ¿Es un culto religioso de lo británico o un espejo en el que los británicos pueden ver una imagen distorsionada de lo que son en realidad? Retornar a la ardiente identidad británica del Úlster me permitió contemplar la presunción fundamental en la que caen los cosmopolitas en todas partes, y los británicos en especial, acerca de la marea de nacionalismo étnico que está destruyendo los puntos de referencia del mundo de la Guerra Fría: todos los demás son unos fanáticos, todos, salvo nosotros, son nacionalistas. Si el patriotismo, como dijo Samuel Johnson, es el último refugio de los canallas, el posnacionalismo y el desdén por los sentimientos nacionalistas que lo acompañan puede que sean el último refugio del cosmopolita.

Capítulo 1: Croacia y Serbia

EL ANTIGUO RÉGIMEN

En el desayuno se servían fresas en una copa de plata, seguidas de panecillos calientes con mermelada de albaricoque. Desde el comedor se veía el lago y, si la ventana estaba abierta, se notaba el aire de las montañas que recorría el agua, luego el mantel de hilo blanco y finalmente alcanzaba tu rostro.

El hotel se llamaba Toplice, en la orilla del lago Bled, en Eslovenia. El cuerpo diplomático pasaba allí el verano, siguiendo al dictador que se instalaba al otro lado del lago. Mi padre, como los demás diplomáticos, iba para intercambiar rumores y tomar las aguas. Todas las mañanas se bañaba en las piscinas climatizadas bajo el hotel. Yo jugaba al tenis, comía fresas salvajes, remaba en el lago y me enamoraba de una inalcanzable chica sueca de doce años de edad. Esos son mis recuerdos del antiguo régimen, y son de la Yugoslavia comunista.

Recuerdo escuchar una tarde desde el fondo del comedor al entonces Ministro de Exteriores, Koča Popovic, que fumaba con elegancia cigarrillos con una boquilla de marfil mientras contaba como su unidad de partisanos había «liquidado a los chetniks», los serbios que habían combatido con Hitler al final de la guerra. Hasta ese momento nunca había oído la palabra «liquidado» empleada así.

Resultaba evidente, incluso para mí, que la élite comunista había logrado el poder no solo al derrotar a un invasor extranjero, sino al ganar una terrible guerra civil. La realidad del estado policial de Tito era igual de evidente. Vivíamos en Dedinje, un suburbio en las colinas que dominan Belgrado, a unos trescientos metros de la residencia de Tito. Caminaras por donde caminaras había hombres vestidos de civil, paseando o susurrando a suswalkie talkies. Tito era el dios oculto de todo el sistema. Con su peinado perfecto, su bronceado permanente, su traje de seda brillante y el anillo de onix negro en el dedo, a lo que más se parecía, decía mi padre, era a un próspero vendedor de neveras del sur de Alemania.

Obviamente era mucho más imaginativo y siniestro. Recuerdo cómo durante un crucero por el Adriático, mis padres escondían todo el rato un libro de la tripulación, metiéndolo bajo su litera o guardándolo bajo llave en su maleta. El libro resultó ser La nueva clase, de Milovan Djilas. Djilas, compañero de armas de Tito, aun estaba en la cárcel de Tito por denunciar sus tendencias dictatoriales.

Viajamos por todas partes en la Yugoslavia de finales de los añoscincuenta: a los pueblos de montaña de Bosnia, donde los niños se agolpaban alrededor del coche, descalzos y desharrapados; a la gran mezquita de Sarajevo, donde me descalcé y me arrodillé y vi a ancianos tocar las alfombras con la frente y murmurar sus oraciones; a las islas Dálmatas y sus playas, entonces desconocidas para los turistas occidentales; al lago Bled en Eslovenia. Algunas partes del sur de Serbia, el centro de Bosnia y el oeste de Herzegovina eran tan pobres que no estaba claro cómo la gente normal lograba sobrevivir. Liubliana y Zagreb, por el contrario, eran ciudades austrohúngaras limpias y prósperas que parecían no tener nada en común con las duras y desnudas tierras de la Yugoslavia central.

En esa época, cualquier expresión de resentimiento económico, así como de conciencia nacional, había sido prohibida por Tito. La sociedad avanzaba, voluntaria o involuntariamente, bajo la bandera de «fraternidad y unidad». Si te considerabas croata o serbio primero y yugoslavo después, te arriesgabas a ser arrestado por nacionalista y chovinista.

Yo no tenía ni idea de lo complicada y ambigua que era en realidad la división entre la identidad nacional y la yugoslava. Sabía, por ejemplo, que Metod, mi profesor de tenis en Bled, siempre decía que era esloveno por encima de cualquier cosa. Le recuerdo hablando amargamente de lo que odiaba servir en el ejército yugoslavo porque los serbios se metían con él y con su hermano por ser eslovenos.

¿Fue esa la única vez que vi las grietas que se convertirían en fracturas? Creo que sí. En todo lo demás, recuerdo a gente que me decía, alegremente, que eran yugoslavos. Visto desde aquí, conocí el país en su momento más esperanzador. Tito aún era idolatrado por haberse mantenido al margen del imperio de Stalin; se empezaban a ver los primeros indicios del auge económico de los años sesenta; la liberalización de los viajes estaba a punto de llegar, lo que permitiría que millones de yugoslavos trabajaran en el extranjero y convirtió durante un tiempo a Yugoslavia en el país más libre de la Europa Oriental comunista.

Me agarro a mis memorias del antiguo régimen. Todo el mundodice ahora que el descenso a los infiernos era inevitable. Nada parecía más improbable entonces. Mi infancia me dice que nada era inevitable: eso es lo que convierte en trágico lo que ocurrió.

EL NARCISISMO DE LA PEQUEÑA DIFERENCIA

Tal como la cuentan los nacionalistas balcánicos, su historia es su destino. Los croatas, por ejemplo, explican que la raíz del baño de sangre en los Balcanes es que ellos son «esencialmente» católicos, europeos y de origen austrohúngaro, mientras que los serbios son «esencialmente» ortodoxos, bizantinos y eslavos, con un tinte añadido de crueldad e indolencia otomanas. El río Sava y el Danubio, que marcan la frontera entre Serbia y Croacia, fueron una vez la frontera entre el Imperio Austrohúngaro y el Otomano.

Si esta falla histórica se recalca suficientes veces, el conflicto entre serbios y croatas puede ser considerado inevitable. Sin embargo, en los Balcanes lo decisivo no es cómo el pasado se impone al presente, sino cómo el presente manipula el pasado.

Freud afirmó una vez que cuanto más pequeña en realidad fuera la diferencia entre dos pueblos, más grande iba a parecer en sus imaginarios. Llamó a este efecto elnarcisismo de la pequeña diferencia. Su corolario inevitable es que los enemigos se necesitan mutuamente para recordar quiénes son en realidad. Así, un croata es alguien que no es serbio. Un serbio es alguien que no es croata. Sin odio recíproco no habría una identidad nacionalclaramente definida que adorar y venerar.

En Croacia, el partido gobernante de Franjo Tudjman, el HDZ (Alianza Democrática de Croacia), se presenta como un movimiento político al estilo occidental, en la línea de los democristianos bávaros. De hecho, el estado de Tudjman se parece mucho más al régimen serbio de Slobodan Milosevic de lo que ninguno de ellos se parece a cualquier modelo parlamentario de Europa Occidental. Ambos son estados poscomunistas de partido único, democráticos solo en tanto que el poder de sus líderes deriva de su capacidad para manipular la emoción popular.

Desde fuera, lo sorprendente no son las diferencias entre serbios y croatas, sino lo que se parecen. Hablan el mismo idioma, salvo por un par de cientos de palabras, y han compartido la misma vida rural durante siglos. Aunque un pueblo es católico y el otro ortodoxo, la urbanización y la industrialización han reducido la importancia de las diferencias religiosas. Los políticos nacionalistas de ambos bandos tomaron el narcisismo de la pequeña diferencia y lo convirtieron en una fábula monstruosa, según la cual su lado aparecía como víctima inocente y el otro como criminales genocidas. Todos los croatas eran asesinos ustachas, todos los serbios, bestias chetniks. Este prólogo retórico, obviamente, era una condición necesaria para la matanza posterior.

Sin embargo, lo que sigue siendo realmente difícil de comprender sobre la tragedia balcánica es como esas mentiras nacionalistas lograron arraigar. Porque la gente normal sabe que son mentiras: no todos los croatas son ustachas, no todos los serbios son chetniks. Incluso cuando repiten esas frases, saben que no son ciertas. No se debe olvidar que eran vecinos, amigos y cónyuges, no habitantes de otro planeta étnico.

Una minoría nacionalista se puso a trabajar en cada lado sobre el profundamente imbricado pasado común, convenciendo a todo el mundo, incluso a los extranjeros, de que serbios y croatas se llevaban masacrando desde la noche de los tiempos. Esa lección no aparece en la historia. De hecho, los protagonistas estuvieron separados durante gran parte de su pasado en imperios y reinos distintos. El asesinato de políticos croatas en Belgrado en 1928 fue lo que inició la deriva hacia el conflicto étnico que estalló en la Segunda Guerra Mundial. Aunque el conflicto actual es una continuación de la guerra civil de 1941-1945, esto no explica demasiado, ya que hay que tener en cuenta los casi cincuenta años de paz étnica entremedias. No fue solo una tregua. Incluso enemigos declarados en ambos bandos aun no pueden explicar satisfactoriamente porqué se vino abajo.

Es más, es una falacia considerar esta guerra o la guerra civil de 1941-1945 como el producto de una maldad exclusiva de los Balcanes. Todas las fantasías que han convertido a vecinos en enemigos son importaciones con origen en Europa Occidental. El nacionalismo serbio moderno arranca con un alzamiento puramente byronesco contra los turcos. Igualmente, la idea de un estado croata étnicamente puro del ideólogo nacionalista croata del siglo XIX, Ante Starčevic, derivaba indirectamente de los románticos alemanes. El sufrimiento de los Balcanes se debe en parte a una triste aspiración a ser buenos europeos, es decir, importar las terribles modas ideológicas occidentales. Estas modas resultan fatales en la región porque la unificación nacional solo se puede llevar a cabo destrozando el tejido plural de la vida campesina en nombre del sueño sangriento de la pureza étnica.

Incluso el genocidio en los Balcanes no es una especialidad local, sino una importación de la gran tradición de Europa Occidental. El régimen ustacha de Ante Pavelic, que los serbios erróneamente consideran el verdadero rostro del nacionalismo croata, no hubiera durado ni veinticuatro horas sin apoyo de la Alemania nazi, por no mencionar la aprobación tácita de esa autoridad eminentemente europea, la Iglesia católica.

En resumen, nos estamos excusando a nosotros mismos cuando vemos los Balcanes como una región irracional de fanatismo irreductible. Y abandonamos la búsqueda de una explicación justo donde debe empezar si afirmamos que los odios étnicos locales estaban tan arraigados en la historia que era inevitable que estallaran en violencia nacionalista. Por el contrario, hubo que transformar a esta gente de vecinos en enemigos.

THOMAS Hobbes hubiera comprendido Yugoslavia. Lo que Hobbes, que también vivió de primera mano una guerra civil religiosa, hubiera dicho es que cuando la gente tiene suficiente miedo, hará cualquier cosa. Hay un tipo de miedo más terrible en su impacto que ningún otro: el miedo sistémico que aparece cuando un estado comienza a derrumbarse. El odio étnico es una consecuencia del terror que provoca la desintegración de la autoridad legítima.

Tito logró la reunificación nacional de cada uno de los seis principales pueblos del sur de los Balcanes. Era consciente de que un estado federal era la única manera pacífica de satisfacer las aspiraciones nacionales de cada pueblo. Para que cada república se unificara por su cuenta, hubieran tenido que emprender la deportación forzosa de las poblaciones. Hasta un cuarto, tanto de la población croata como de la serbia, siempre ha vivido fuera de las fronteras de su territorio. Tito creó un complejo equilibrio étnico que, por ejemplo, reducía la influencia serbia en el centro del sistema federal en Belgrado mientras aupaba a serbios a posiciones de poder en Croacia.

La contención de Tito del nacionalismo, basada como estaba en una dictadura personal, no podía sobrevivir más allá de su muerte. Ya a comienzos de los años setenta su retórica socialista de «fraternidad y unidad» tenía poco eco. En 1974, llegó a un compromiso con el nacionalismo, concediendo a las repúblicas una mayor autonomía en la nueva constitución. Hacia el final de su era, la Liga Comunista, en lugar de contrarrestar el clientelismo étnico entre las élites en cada república, se empezó a fragmentar según las líneas étnicas.

Esta fragmentación era inevitable, dado que Tito no permitió la existencia de una competencia multipartidista de orientación cívica, en vez de étnica. Si Tito hubiera permitido una política ciudadana en los años sesenta o setenta, un principio no étnico de afiliación política habría podido echar raíces. Tito siempre insistió en que su comunismo era diferente, pero al final, su régimen no era distinto a las demás autocracias comunistas de Europa Oriental. Al no permitir que madurara una cultura política pluralista, Tito garantizó que la caída de su régimen supusiera el derrumbe de toda la estructura del estado. Entre las ruinas, sus herederos y sucesores recurrieron para sobrevivir a los principios más atávicos de movilización política.

Si Yugoslavia ya no te protegía, quizá tus hermanos croatas, serbios o eslovenos lo harían. El miedo, más que la convicción, convirtió en nacionalistas desganados a la gente corriente. Pero la mayoría de la gente no quería que ocurriera; la mayoría de la gente sabía, si se paraba a reflexionar un instante, que recurrir a la protección de su grupo étnico solo conseguiría acelerar la disolución de su vida en comunidad.

Las diferencias étnicas por sí mismas no fueron la causa de las políticas nacionalistas que surgieron en la Yugoslavia de los años ochenta. La conciencia de la diferencia étnica solo se convirtió en odio nacionalista cuando las élites comunistas supervivientes, comenzando por la serbia, empezaron a manipular los sentimientos nacionalistas para conservar el poder.

Merece la pena subrayar esto, ya que muchos observadores externos consideran que todos los pueblos balcánicos son incorregibles nacionalistas. De hecho, mucha gente lamenta amargamente el fin de Yugoslavia, precisamente porque era un estado que les daba el espacio suficiente para definirse en términos no nacionales. En un ensayo amargo y emotivo,Sobrepasada por la nación, la escritora croata Slavenka Drakulic describe cómo, hasta finales de los años ochenta, ella siempre se había definido en términos de su educación, su profesión, su sexo y su personalidad. Solo la enloquecida atmósfera de la guerra serbocroata de 1991 la despojó finalmente de todas esas señas de identidad salvo de la de ser simplemente croata. Lo que es cierto de una intelectual, no puede serlomenos de la gente del campo. Los juegos lingüísticos nacionalistas de la élite solo parecían darle voz a su miedo y su orgullo. En realidad, el nacionalismo acabó por encadenar a todos los habitantes de los Balcanes a la ficción de una identidad étnicamente pura. Quienes tenían identidades múltiples, por ejemplo, hijos de matrimonios mixtos, eran obligados a elegir entre familias heredadas o adoptadas, y así entre dos elementos inseparables de su propio ser.

Históricamente, el nacionalismo y la democracia han ido de la mano. El nacionalismo, al fin y al cabo, sostiene que los pueblos tienen derecho a gobernarse a sí mismos, y que esa soberanía reside solo en ellos. La tragedia de los Balcanes fue que, cuando la democracia por fin era un objetivo alcanzable, el único idioma capaz de movilizar a la gente en un proyecto social compartido era el de las diferencias étnicas. Cualquier posibilidad de una democracia cívica, en vez de étnica, había sido estrangulada por el régimen comunista.

El serbio Slobodan Milosevic fue el primer político yugoslavo que rompió el tabú de Tito sobre la movilización popular en torno a la conciencia étnica. Milosevic se presentaba al mismo tiempo como el defensor de Yugoslavia frente a las ambiciones secesionistas de Croacia y Eslovenia y como el vengador de los males infligidos a Serbia por esa misma Yugoslavia.

El programa de Milosevic, expuesto por primera vez en el Memorándum de la Academia Serbia de las Artes y las Ciencias, y que siguió fielmente desde entonces, era construir una Gran Serbia sobre las ruinas de la Yugoslavia de Tito. Si las demás repúblicas no estaban de acuerdo con una nueva Yugoslavia dominada por los serbios, Milosevic estaba dispuesto a incitar a las minorías serbias en Kosovo, Croacia y Bosnia-Herzegovina a alzarse y pedir la protección de Serbia. Estas minorías eran los alemanes de los Sudetes de Milosevic; el pretexto y la justificación de sus ansias expansionistas.

Hasta ahí, lo evidente. Más complicada es la relación entre el proyecto de Milosevic y la opinión serbia. Sería más fácil si pudiéramos demonizar a los serbios como unos nacionalistas incorregibles y asumir que Milosevic solo respondía a su paranoia étnica. Pero la realidad es más compleja. Aunque había elementos de nacionalismo extremo, como los chetniks, aún furiosos y resentidos por la campaña de Tito contra su líder durante la guerra, Draža Mihajlovic, la mayoría de la población urbana serbia a comienzos de los años ochenta mostraba muy poca paranoia nacionalista, y aún menos interés por sus distantes hermanos rurales en Knin, Pale, Kosovo o Eslavonia occidental.

Lo que hay que explicar, por tanto, es porqué la indiferencia general de la mayoría de los serbios de la calle hacia la cuestión serbia se convirtió en una extrema preocupación por el hecho de que los serbios en la diáspora estaban a punto de ser aniquilados por croatas genocidas y musulmanes fundamentalistas. Sin duda, Milosevic aprovechó la «cuestión serbia» para sus fines demagógicos. Pero la cuestión serbia no se la había inventado Milosevic. Surgió inevitablemente del colapso de la Yugoslavia de Tito. Una vez que el estado multiétnico se desintegró, todos los grupos étnicos fuera de sus fronteras nacionales se vieron como una minoría nacional en peligro. Como el mayor de tales grupos, los serbios se sintieron especialmente vulnerables al auge del nacionalismo croata.

Aunque los croatas, como los eslovenos, decían ser partidarios de una Yugoslavia laxamente confederal, en realidad ambas repúblicas habían tomado el camino de la independencia desde finales de los años ochenta. El resentimiento económico alimentaba la atracción de la autodeterminación. Cuando llegaron las facturas por el crecimiento de Yugoslavia en los sesenta y los setenta, y creció la deuda exterior, las dos repúblicas más ricas, Eslovenia y Croacia, veían con amargura cómo su éxito económico servía para pagar a la atrasada Bosnia y la Serbia «balcánica».Tanto la represión de Tito de la Primavera croata de 1970 como la actitud expansionista de Milosevic, sobre todo la absorción por parte de Serbia de las provincias autónomas de Kosovo y Vojvodina, convencieron a los nacionalistas croatas y eslovenos de que no tenían ningún futuro dentro de una Yugoslavia federal. La independencia atraía poderosamente a laintelligentsialocal y a la élite comunista: les convertiría en los peces más grandes de un estanque muy pequeño.

Los croatas reclamaron el derecho a la autodeterminación, y pronto obtuvieron el influyente apoyo de la Alemania recién unificada. Pero nadie en Alemania ni en la Comunidad Europea estudió con suficiente atención las consecuencias de la independencia de Croacia sobre los derechos de los 600.000 miembros de la minoría serbia.

La constitución de la Croacia independiente la describía como el estado de la nación croata, y los no croatas eran definidos como minorías protegidas. Aunque la mayoría de los croatas creían que su estado ofrecía plenos derechos a la minoría serbia, los serbios no se consideraban una minoría, sino una nación protegida por la constitución, igual que los croatas. Cuando los croatas reintrodujeron la Sahovnica, el escudo de cuadrados rojiblancos, como la nueva bandera, nada más verlo los serbios pensaron que habían vuelto los ustachas. La Sahovnica era tanto un inocente emblema tradicional croata como la bandera del régimen que durante la guerra exterminó a un gran, aunque aún indeterminado, número de serbios. Cuando en el verano y el otoño de 1990 los serbios fueron despedidos de la policía y la judicatura croatas, la minoría serbia llegó a la conclusión que estaba presenciando el retorno de un estado étnico con un pasado genocida.

Los defensores de la postura croata insisten en que esos miedos fueron manipulados por Milosevic. Así fue, sin duda, pero en el contexto general del colapso del estado interétnico yugoslavo, los serbios tenían motivos para tener miedo. La guerra fue el resultado de una espiral en la que interactuaron el expansionismo serbio, la independencia croata y la paranoia étnica de los serbios en Croacia.

La explosión final fue detonada en el verano de 1991 por las batallas en áreas serbias de Croacia para controlar los centros clave de poder local, las comisarías de policía. En pueblos serbios como Borovo Selo, en Eslavonia Occidental, cuando el estado croata despidió a los policías locales serbios, estos decidieron armarse y montar grupos de vigilancia armada. Cuando los croatas intentaron restaurar su autoridad en las áreas serbias, sufrieron tiroteos y se levantaron barricadas a la entrada de los pueblos serbios. Cuando los croatas se vieron incapaces de controlar las áreas serbias de su propio estado, intervino el Ejército Nacional Yugoslavo, primero para imponer orden y luego para aplastar la independencia croata. A Croacia no le quedó entonces más remedio que luchar por su supervivencia. Tras seis meses de tenaz resistencia, se encontró en el alto el fuego de febrero de 1992, con que un tercio de su territorio nacional estaba ocupado por el Estado Serbio de Krajina, y sus rutas de comunicación con la costa de Dalmacia, bloqueadas por los paramilitares serbios de Knin. Hasta 25.000 tropas de Naciones Unidas mantienen ahora separados a los dos bandos con puestos de control esparcidos por todas las principales carreteras croatas. La guerra de Croacia se ha reducido a una tregua armada, pero el conflicto fundamental entre serbios y croatas sigue al sur del río Sava, donde los dos luchan por repartirse Bosnia-Herzegovina a costa de los musulmanes.

LA AUTOPISTA DE LA FRATERNIDAD Y LA UNIDAD

Comencé mi viaje donde solía empezar siempre los veraneos de mi infancia yugoslava, en la autopista entre Zagreb y Belgrado. Esta era la autopista que recorríamos en un espléndido Buick negro, lleno de aletas y cromados, hasta el Lago Bled, en Eslovenia. Se llamaba la Autopista de la Fraternidad y la Unidad y se había construido con la típica mezcla titoísta de auténtico entusiasmo nacional y trabajos forzados socialistas para conectar las economías de las dos repúblicas centrales, Croacia y Serbia. Durante 300 kilómetros discurre paralela al río Sava, a través de las llanuras de Eslavonia, unas de las tierras de cultivo más llanas y fértiles de Europa.

Empecé por visitar la cuna de Tito en Kumrovec, que está cerca de la Autopista de la Fraternidad y la Unidad, en la frontera con Eslovenia, en una región del noreste de Croacia conocida por sus vinos blancos muy secos y sus habitantes muy discutidores.

Kumrovec se conservaba igual que en los noticiarios socialistas que solía ver en los cines de Belgrado en los años cincuenta. El sol brillaba. Los manzanos en flor temblaban con la brisa primaveral. Los campesinos atravesaban el pueblo en sus carretas llenas de paja. Delante de la granja encalada había una estatua de bronce de Tito como héroe partisano, con su abrigo de campaña, avanzando decidido, sumido en sus pensamientos. Dentro de la casa donde nació el gran líder, de padre croata y madre eslovena—la familia yugoslava perfecta—, contemplé el colchón rellenode maíz sobre el que quizá durmiera; sus notas escolares en un colegio austrohúngaro; su foto como agente delKominterndurantelos años treinta; el pasaporte sueco falso que usó durante la guerrapartisana; sus binoculares; su fascinantemente sencillo uniforme blanco de partisano, con hombreras rojas y doradas; el mapa de sus campañas durante la guerra, que mostraban hasta qué punto la guerra partisana se había librado donde hoy se combate en la guerra de Bosnia; «viajes de paz» de la posguerra como líder del movimiento de los no alineados: cada capital visitada era recompensada con una estrella roja. Algunos lugares, como El Cairo y Nueva Delhi, tenían una docena de estrellas rojas cada uno; otros lugares remotos, como Santiago, en Chile, u Ottawa, en Canadá, solo una.

Me lo enseñó todo el maestro de la escuela local, un hombre pequeño y disgustado, con los ojos enrojecidos y las venas visibles de un bebedor. Cuando le pregunté por su nombre hizo una pequeña y nerviosa reverencia.

«Ivan Broz.»

«¿Así que es usted un familiar?» Tito era un apodo. Su apellido era Broz.

«Primo lejano», dijo Ivan, con cara de póker. Pero más tarde, mientras me enseñaba el uniforme de partisano del mariscal, susurró: «Una vez lo sacamos de la vitrina para desempolvarlo y me lo probé». Miró alrededor de forma furtiva, sonriendo y enseñando sus dientes amarillos. «Me iba perfecto.»

¿Había conocido a Tito en persona alguna vez? Una vez, dijo, cuando Tito llevó al presidente Nixon a conocer sus humildes orígenes en Kumrovec. Ivan, un estudiante en aquella época, fue el elegido para darle un ramo de flores a Pat Nixon, y una niña lo fue para hacer lo propio con el Presidente. Durante semanas practicaron la reverencia y el saludo, y cuando llegó el gran momento, pasó en un instante. «Después, la niña recibió una pluma y un autógrafo del Presidente y a mí no me dieron nada. Así es la vida.»

¿Y Tito?

Ivan recuerda los ojos del dictador fijos sobre él. «Era un político. Nunca sabías lo que pensaba.»

Le pregunté si seguía viniendo gente a visitar el lugar. Sí, claro, me aseguró Ivan. Pero el sitio estaba vacío. No había autobuses en el aparcamiento, ni familias merendando en el parque, solo estaba yo visitando el museo.

En una de las vitrinas había una foto de Tito en una conferencia internacional, sentado tras un signo que decía «Yugoslavia». Alguien había tachado violentamente el nombre del país con un bolígrafo.

¿Por qué?, pregunté. Ivan se encogió de hombros. «No es un nombre popular en Croacia ahora mismo», es todo lo que dijo.

«¿Siempre te sentiste más croata que yugoslavo?», le pregunté. «Siempre», me dijo el primo triste de Tito.

DE vuelta en la Autopista de la Fraternidad y la Unidad, pronto me di cuenta de lo extraña que es. En primer lugar, todas las señales indicativas verdes han sido repintadas. Me paro en una de ellas y la examino de cerca. La señal dice que me dirijo a Lipovac, pero cuando arranco las letras de Lipovac, aparece debajo la palabra Belgrado. La autopista todavía llega hasta la capital serbia, pero por lo que toca a Croacia, ese destino ha desaparecido. En términos oficiales, por tanto, estoy en una autopista a ninguna parte.

Unos 40 kilómetros después de Zagreb, el tráfico croata empieza a tomar las salidas, y me deja la autopista para mí. No tardo en ser el último coche civil en la carretera, al lado de los jeeps y los camiones de Naciones Unidas que salen de Zagreb hacia los puestos de control en el camino. Tengo una autopista espléndida de cuatro carriles entera para mí. Me paro, salgo del coche, cruzo los carriles y vuelvo. Nadie. Subo al coche, llego a los 180 kilómetros por hora, lleno de entusiasmo adolescente. Llego a un peaje para descubrir que las ventanas están rotas y las cabinas vacías, aunque las luces de aviso siguen parpadeando. Doy marcha atrás y cruzo el peaje a toda velocidad.

No tengo ninguna compañía aparte de los halcones, que vuelan en círculo sobre la autopista desierta en busca de ratones de campo, y gatos silvestres que pasean por la hierba crecida en los bordes descuidados de la carretera. Pero de vez en cuando adivino un rayo de sol reflejado en los binoculares de comandos de vigilancia croatas escondidos en las rampas de salida de la autopista. Se deben preguntar qué hace un coche civil usando este tramo desierto de autopista como pista de pruebas.

El coche tiene matrícula austriaca. Con matrícula serbia o croata no podría cruzar ninguno de los puestos de control que me esperan. También tengo un pase de la UNPROFOR, el pasaporte esencial para las zonas protegidas por la ONU a las que estoy a punto de llegar. En el maletero del coche hay unos bidones de gasolina extra, para atravesar las zonas serbias, que padecen un embargo de gasolina. Junto a los bidones hay un chaleco antibalas. Me lo he puesto una vez y me lo quité de inmediato. Es increíblemente incómodo e inútil en la práctica. Cuando llevas uno puesto, solo puedes pensar en las partes de tu cuerpo que siguen expuestas. Además, los bidones ya han goteado gasolina sobre el chaleco, de modo que si me alcanzan con él puesto, arderé en llamas.

Setenta kilómetros al este de Zagreb encuentro las primeras señales de la guerra: los quitamiedos de la mediana han sido arrancados y están tirados sobre uno de los carriles. Luego empiezo a notar las huellas dejadas en el asfalto por el paso de tanques y vehículos acorazados. Más adelante, la carretera está marcada por disparos de mortero. En uno de los puentes de la autopista veo la primera cruz con cuatro C en cirílico en cada cuadrante, representando el lema serbio «Solo la unidad puede salvar a los serbios». En el siguiente puente veo la U de los ustachas, junto a la bandera de cuadros, la Sahovnica. A mi izquierda un autobús quemado y herrumbroso, tumbado sobre un lado junto a una rampa de salida, su techo arrancado por algún tipo de disparos. He llegado al comienzo de la zona de guerra.

JASENOVAC