Secretos bajo el sol - Sarah Morgan - E-Book

Secretos bajo el sol E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

HQN 290 Cuando el exmarido de Joanna Whitman muere en un accidente de tráfico, ella no sabe qué sentir. Su matrimonio disfuncional guardaba más secretos dolorosos de los que le gustaría recordar. Pero al enterarse de que la joven que iba con él en el coche está embarazada, se siente obligada a actuar, sabiendo que los medios de comunicación van a especular sobre la exmujer del famoso chef Cliff Whitman y su misteriosa amiga. shley Blake no puede creerlo cuando Joanna aparece en el hospital y le sugiere que se escondan en su casa de la playa en la costa de California. La ex de Cliff debería odiarla, no ayudarla. Sola y embarazada, Ashley no puede rechazar la oferta. Sin embargo, sabe que si Joanna descubre la verdadera razón por la que ella estaba en ese coche, el frágil vínculo que las une se romperá. El regreso de Joanna causa un gran impacto en la comunidad local, especialmente en el hombre que dejó atrás hace años. Ashley no quiere causarle problemas a Joanna, pero, a medida que los secretos salen a la luz bajo el ardiente sol del verano, esta improbable amistad será puesta a prueba.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022, Sarah Morgan

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Secretos bajo el sol, n.º 290 - febrer o 2024

Título original: Beach House Summer

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788411807678

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A Britt, con amor

1

 

ASHLEY

 

 

 

 

 

Subió a su coche, esperando que no fuera un error. No había sido su primer plan, pero los demás habían fracasado. Estaba desesperada.

Él le sonrió. Había tanto encanto en esa sonrisa que ella se olvidó de todo lo que la rodeaba. La forma en que la miraba la hacía sentir como si fuera la única mujer del mundo. Para añadir aún más encanto, estaba el coche, un descapotable de altas prestaciones, bajo, elegante y caro. Parecía gritar: «¡Mírame!», por si los demás símbolos de riqueza y poder no llamaran ya la atención.

Su madre le habría advertido que no se subiera al coche con él, pero su madre ya no estaba. Ahora, Ashley tomaba las mejores decisiones que podía sin nadie cerca que le ofreciera consejo o se preocupara por ella. Recordó la primera vez que montó sola en bicicleta, inestable y sin equilibrio, con las manos sudando en el manillar y su madre alentándola: «¡Sigue pedaleando!».

Recordó también su primera clase de natación. Al sumergirse había tragado tanta agua que pensó que iba a vaciar la piscina. Estaba segura de que se iba a ahogar, pero entonces sintió unas manos que la levantaban hacia la superficie y una voz que sonaba lejana debido a los oídos taponados por el agua: «¡Sigue moviendo las piernas!».

Ahora estaba sola. No había nadie que la sacara a la superficie si se ahogaba. Nadie que le sujetara la bicicleta cuando se tambaleaba. Su madre siempre había sido la red de seguridad de su vida y más aún tras la muerte de su padre. Pero ahora, si se caía, chocaría contra el suelo sin nada ni nadie que amortiguara su caída.

Giró hacia Mulholland Drive y aceleró. El motor emitió un rugido gutural y el viento jugó con su cabello mientras ascendían a toda velocidad por las colinas de Hollywood. Nunca había montado en un coche así. Nunca había conocido a un hombre como él. Subieron más y más alto, pasando por mansiones de lujo, vislumbrando un estilo de vida más allá del alcance de su imaginación. La envidia la invadió.

¿Acaso desaparecían los problemas cuando se tenía tanto? ¿Experimentaban las mismas angustias la gente que vivía allí que las personas normales, o aquellos altos muros y cámaras de seguridad lograban aislarlos de la vida? ¿Podía comprarse la felicidad? No, pero el dinero podía hacer la vida más fácil. Esa era la razón por la que estaba allí.

Bajo ellos se extendían panorámicas del centro de la ciudad, Hollywood y el valle de San Fernando. Debía concentrarse.

—Conozco el mejor sitio para ver la puesta de sol —le aseguró él con su voz cálida y profunda, la misma que le había ayudado a pasar de ser uno más de la televisión a convertirse en una megaestrella—. Nunca lo vas a olvidar.

Estaba segura de ello. Aquel momento era significativo por muchas razones. ¿Cómo reaccionaría cuando ella le diera la noticia? Las náuseas le revolvieron el estómago y se sintió aliviada por no haber podido desayunar ni almorzar.

—Estás muy callada —observó él, conduciendo con una mano en el volante y mirándola la mayor parte del tiempo. Ella quería decirle que mantuviera la atención en la carretera.

—Estoy un poco nerviosa —admitió.

—¿Te sientes intimidada? No lo estés. Solo soy un tipo normal y corriente.

Sí, claro.

Ahora, él conducía rápido, disfrutando del coche, del momento, de su vida. Ella sabía que eso estaba a punto de cambiar. Había ensayado un discurso, practicado cientos de veces frente al espejo.

«Tengo algo que decirte».

—¿Podrías ir más despacio? —pidió ella.

—¿Prefieres ir despacio? —Su mano acarició el volante—. Puedo ir despacio si lo prefieres. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

No la reconoció. No tenía ni idea de quién era. ¿Cómo podía no saberlo? Se quedó rígida en su asiento. ¿De verdad era tan fácil de olvidar e insignificante?

En esa parte de la ciudad, donde todo el mundo era alguien, ella no era nadie.

Luchó contra la desilusión y la humillación.

—Soy Mandy. Soy de Connecticut —le mintió.

No se llamaba Mandy. Nunca había estado en Connecticut. Ni siquiera podría situarlo en un mapa. Él debía saberlo. Ella quería que lo supiera. Quería que él dijera: «Sé que no eres Mandy», pero no lo dijo, por supuesto. Las mujeres iban y venían de su vida constantemente y él ya estaba pasando a la siguiente.

—¿Y estás segura de que nos hemos visto antes? No creo que me hubiese olvidado de una mujer tan guapa como tú.

Había soñado con él. Fantaseado. Había pensado en él día y noche durante los dos últimos meses, desde que lo vio por primera vez. Pero él no la conocía. No la reconocía.

Le escocían los ojos. Se dijo a sí misma que era por el viento en su cara…, porque su madre le había inculcado que la vida era demasiado corta como para llorar por un hombre. No estaría allí si no fuera porque se había sentido sola y asustada y necesitaba hacer algo para ayudarse a sí misma. Temía no poder hacerlo sola, y él tenía que asumir alguna responsabilidad, ¿no? No debería permitírsele simplemente marcharse. Eso no estaba bien. Le gustara o no, estaban unidos.

—Ya nos conocemos —dijo ella finalmente, apoyando la mano en su abdomen. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas. El momento de desear haber sido más cuidadosa ya había pasado. Tenía que mirar hacia delante. Tenía que hacer lo correcto, pero no era fácil. Su cuerpo le decía que era adulta, pero por dentro seguía sintiéndose como la niña que se había tambaleado en aquella bicicleta con su coleta meciéndose con el aire.

Él volvió a mirarla, curioso.

—Ahora que lo pienso, me resultas familiar. Pero no te reconozco. No te ofendas. —Le mostró de nuevo sus dientes blancos y perfectos—. Conozco a muchas mujeres.

Ella lo sabía. Conocía su reputación, y aun así estaba allí.

¿Qué decía eso de ella? Debería tener más orgullo, pero el orgullo y la desesperación no encajaban bien juntos.

—No estoy ofendida —le aseguró. Bajo el miedo, estaba furiosa. Y ferozmente decidida. No iba a dejar que ese tipo le arruinara la vida. Eso no iba a suceder.

Ahora estaban subiendo. Subiendo, subiendo, la carretera serpenteaba hacia las colinas mientras la ciudad se extendía bajo ellos como una alfombra reluciente. Se sentía como Peter Pan, volando sobre los tejados. ¿Debía decírselo ahora? ¿Era un buen momento? Su corazón empezó a latir rápido, con fuertes latidos que le golpeaban las costillas. No había pensado que la llevaría a un lugar tan remoto. No debería haber subido a su coche. Otra mala decisión que añadir a la lista de todas las que ya había tomado. Cuanto más esperaba para decírselo, más lejos estaban de la civilización y de la gente. Gente que podría ayudarla. Pero ¿quién podría ayudarla? ¿Quién estaba allí?

No tenía a nadie. Solo a sí misma, y por eso estaba allí en ese momento, haciendo lo que había que hacer sin importarle las consecuencias. Y pensar en ellas hizo que se le humedecieran las palmas de las manos. Debería hacerlo ahora mismo, mientras la mitad de su atención estaba en la carretera.

Esperó a que el coche pasara otra curva y llegara a un tramo recto. Ya podía ver la siguiente curva.

—Señor Whitman… ¿Cliff? Hay algo que necesito decirte.

2

 

JOANNA

 

 

 

 

 

Joanna Whitman se enteró de la muerte de su exmarido mientras desayunaba. Estaba tomando su segunda taza de café expreso cuando su rostro apareció en la pantalla del televisor.

Agarró el mando a distancia con la intención de hacer lo que siempre hacía cuando él aparecía: apagarlo. Pero se detuvo al darse cuenta de que detrás de la típica foto de su cabeza y hombros no había un mar de admiradoras ni uno de sus exclusivos restaurantes, sino los restos destrozados de un coche en un barranco.

Vio que en la pantalla aparecían las noticias de última hora y subió el volumen justo a tiempo para oír al presentador del informativo contar al mundo que el famoso chef Cliff Whitman había muerto en un accidente. Darían más información a medida que la tuvieran. Por el momento, todo lo que sabían era que su coche se había salido de la carretera. Fue declarado muerto en el lugar del accidente. Su copiloto, una joven aún sin nombre, había sido trasladada al hospital y se desconocía en qué estado se encontraba.

Una mujer joven.

Joanna apretó los dedos sobre el mando a distancia. Por supuesto que era joven. Cliff tenía un patrón, y ese patrón no había cambiado con la edad. Era la persona más competitiva que había conocido, impulsado por una inseguridad que calaba hasta los huesos. Quería los mejores índices de audiencia en televisión, las mayores multitudes en sus apariciones públicas, las listas de espera más largas en sus restaurantes. En cuanto a las mujeres, las quería jóvenes y delgadas, y las elegía con el mismo cuidado que los ingredientes de su cocina. «Frescos y de temporada».

La mayoría de los días, Joanna se sentía como si su fecha de caducidad ya hubiese pasado. Tenía cuarenta años. ¿Tenía que sentirse así a los cuarenta? Había malgastado media vida con un hombre que la había decepcionado una y otra vez.

Se quedó mirando el televisor, con los ojos fijos en aquel coche siniestrado. ¿No había dicho siempre que su libido acabaría matándolo?

Sonó su teléfono y consultó la pantalla. No era una amiga (¿tenía amigas de verdad? Era algo que se preguntaba a menudo), sino Rita, la asistente personal de Cliff y su amante desde hacía seis meses. Joanna no quería hablar con ella. No quería hablar con nadie. Sabía, por dolorosa experiencia, que cualquier cosa que dijera llegaría a los medios de comunicación y sería utilizada para construir una imagen de ella como una criatura patética, digna de lástima. Hiciera lo que hiciera Cliff, de algún modo se convertía en noticia. Y por mucho que se dijera a sí misma que no importaba, porque ellos no importaban, y que la mujer sobre la que escribían no era realmente ella, seguía sintiéndose angustiada. No solo por la intrusión y las inexactitudes, que eran muchas, sino por el recuerdo constante de su mayor error: no haberlo dejado antes.

Le había sido leal durante dos décadas, y sí, ahora lo lamentaba. Él le había hecho promesas extravagantes y le había dicho que ella era lo mejor de su vida y que esta vez las cosas iban a ser diferentes. Y ella, ingenua, le había creído. Y no solo lo había hecho en una ocasión, sino una y otra vez. Había pensado: «Ahora va en serio y las cosas serán diferentes». Pero las cosas nunca fueron diferentes y él no lo había dicho en serio.

Ahora se sentía estúpida por creer que cambiaría y que las cosas que decía serían algo más que palabras vacías pronunciadas para hacer que se quedara. Pero había deseado tanto creerle…, porque la alternativa era aceptar que, bajo el encanto y la calidez, Cliff Whitman era un tramposo y un mentiroso, y que había permanecido con él demasiado tiempo. Al final lo había dejado, pero las noticias sobre él nunca desaparecieron, lo que significaba que, aunque se habían divorciado, a veces seguía teniendo la sensación de que estaban juntos. Su error era un ancla que la sujetaba. Hiciera lo que hiciera en el futuro, estaría arrastrando su pasado con Cliff junto con ella.

Rechazó la llamada, silenció el sonido del televisor, pero siguió mirando las palabras que se desplazaban por la parte inferior de la pantalla: El famoso chef Cliff Whitman muere en un accidente de coche. Muerto en el lugar del siniestro.

Maldita sea…

Se había pasado el último año queriendo matarlo ella misma y no sabía si sentirse eufórica o engañada. Después de todo lo que había hecho, de todo por lo que la había hecho pasar, le parecía injusto que el universo la privara de la oportunidad de desempeñar al menos un pequeño papel en su muerte.

Soltó una carcajada histérica y se tapó la boca con la mano, sorprendida. ¿De verdad había pensado eso? Ella era una persona compasiva. Valoraba la bondad por encima de casi cualquier otra cualidad, posiblemente porque pocas veces se la había encontrado. Sin embargo, pensó que, si hubiera visto su coche al borde de un barranco, le habría dado un fuerte empujón. ¿Y qué decía eso de ella?

Le temblaban las piernas. ¿Por qué le temblaban las piernas? Se dejó caer en la silla más cercana. Estaba muerto. Su relación con Cliff había sido accidentada, pero lo conocía desde hacía media vida. Debería estar triste, ¿no? ¿Debería sentir algo? Sí, Cliff Whitman era un mentiroso y un tramposo que casi la había destrozado, pero seguía siendo una persona. Hubo un tiempo en el que se amaron. Y aunque ese amor había sido complicado, también había tenido partes buenas. Al principio de su matrimonio, él le llevaba el desayuno a la cama los domingos por la mañana, cruasanes de mantequilla que él mismo había horneado y zumo recién exprimido de los cítricos que crecían en el huerto de su casa. La había escuchado. La había hecho reír. Y ella había organizado su caótica vida, dejándole libre para que pudiera hacer lo que más le gustaba: ser Cliff. Decía que formaban un equipo perfecto.

Se levantó de forma brusca y agarró un vaso de agua helada. Lo bebió de un trago, tratando de enfriar el ardor de la emoción.

Pasara lo que pasara entre ellos, la muerte siempre era una tragedia. ¿Lo era? ¿Estaba siendo hipócrita? Probablemente debería llorar, si no por él, por la mujer que había tomado la mala decisión de subirse al coche con él.

Joanna se compadeció. Nunca había juzgado las malas elecciones de los demás. Ella había tomado tantas malas elecciones en su vida que ya no podía contarlas.

Pensó en Rita. ¿Se escandalizaría al descubrir que no había sido la única mujer en la vida de Cliff? ¿Por qué era tan raro que una mujer creyera que un infiel en serie las engañaría? Todas pensaban que eran diferentes. Que eran especiales. Que ellas serían las que lo domarían. Cuando él decía: «Tú eres la elegida», ellas le creían.

Joanna también lo había creído. Había necesitado creerlo. Cuando lo conoció, ella era una mujer vulnerable y tenía el corazón roto. Había deseado tanto ser especial para alguien. Tener a alguien en cuyo amor pudiera confiar. Creía que el amor significaba seguridad, y había tardado mucho tiempo, demasiado tiempo, en comprender que eran cosas distintas.

Dejó el vaso vacío, respiró hondo y se obligó a pensar. Cliff y ella ya no estaban casados, pero seguían compartiendo el negocio. Cliff’s era una marca, pero ahora la figura principal había desaparecido. ¿Qué significaba eso para la empresa que habían construido juntos? Ella había invertido más de veinte años de su vida en su crecimiento y éxito, y por eso no la había abandonado al mismo tiempo que a él. Había representado la única coherencia y seguridad que le quedaba. Además, Cliff’s la centraba, y ella lo necesitaba. Los medios de comunicación no lo entendían, por supuesto. No entendían cómo podía seguir trabajando con un hombre que la había humillado tanto.

Cerró los ojos. «Olvida eso. No pienses en eso».

Ahora mismo, lo peor era que habría un funeral, y ella odiaba los funerales. No importaba de quién fuera, para ella siempre era el funeral de su padre. Una y otra vez, como una especie de truco de magia cruel que la hacía viajar en el tiempo. Y siempre tenía diez años y temblaba mientras la fría lluvia californiana se mezclaba con sus lágrimas. Esta vez sería diferente, por supuesto.

Ella había adorado a su padre, y su padre la había adorado a ella. Era el único hombre de cuyo amor había estado segura. Pero incluso con él, el amor no había significado seguridad, porque la había abandonado, víctima de un ataque al corazón en medio del salón, con ella como testigo. Aún podía oír el ruido escalofriante de su cuerpo contra el suelo.

Y ahora tendría lugar el funeral de Cliff. ¿Tenía que ir? Solo de pensarlo le entraron ganas de beber, aunque ella no solía hacerlo.

Sí, tenía que ir. Con divorcio o sin divorcio, era lo que había que hacer. La gente estaría mirando. Todo el mundo querría saber cómo se sentía. Y no es que ella fuera a contarlo, nunca había hablado con la prensa.

¿Cómo se sentía?

Oyó ruidos a lo lejos y luego el insistente zumbido del interfono de su portal. Sin pensarlo, se asomó a la ventana y miró a lo largo del camino de entrada hasta las grandes puertas de hierro que la protegían del mundo exterior.

Un disparo de cámara le hizo soltar un grito ahogado y cerrar rápido los postigos.

¡No!

A diferencia de Cliff, ella nunca había buscado la fama o ser una celebridad, pero de todos modos se había visto atrapada en el punto de mira. Era una de las razones por las que se había mudado a otro barrio después del divorcio. Esperaba poder alejarse del deslumbrante foco de atención que siempre se posaba sobre él. Había elegido vivir en una comunidad pequeña y discreta, en lugar de hacerlo entre las lujosas mansiones de Bel Air, donde Cliff se divertía a lo grande en su terraza con vistas a las montañas y al océano. La habían encontrado, por supuesto, porque los medios de comunicación pueden encontrar a cualquiera, pero ella esperaba que, al llevar una vida tranquila, discreta, sin Cliff, dejaría de ser noticia y les resultaría menos interesante. Pero se había equivocado. Siguieron escribiendo sobre ella y desvelando todos sus secretos. Sabían de la muerte de su padre. Sabían que estaba separada de su madrastra, Denise. La habían localizado y, como era de esperar, Denise no había dudado en expresar su opinión.

«No es hija mía. Siempre fue una niña difícil».

Su teléfono sonó, devolviéndola a la realidad tras su descenso en espiral hacia el pasado. Esta vez era Nessa, su asistente.

Joanna contestó, agradecida por la distracción.

—Hola.

—Jefa, ¿puedes dejarme entrar? Estoy fuera, en la terraza que da al jardín. Usé la entrada trasera.

—No tengo una entrada trasera.

—Tomé una ruta secreta —respondió Nessa.

Joanna se dirigió a la parte trasera de la casa, desconcertada y alarmada. Había elegido la casa porque era segura. Cuando la vio por primera vez, en lugar de admirar los electrodomésticos de la cocina y la altura del techo, se había dedicado a comprobar las zonas vulnerables. El denso bosque de la parte trasera la había convencido. Además, no era una zona que estuviese de moda y no había carreteras ni pistas para correr. La propiedad estaba protegida por un muro alto y grandes árboles que ocultaban la parte trasera de la casa.

Había sido una compra muy meditada, pero cuando entró por la puerta no pensó ni una sola vez: «Me encanta esta casa». Ni siquiera se dijo: «Estoy en mi casa». No la consideraba su hogar. El hogar era un lugar donde uno se sentía seguro y podía relajarse. Ninguna de esas cosas podía suceder cuando eras objeto de interés público.

Atravesó el salón y vio a Nessa en la terraza cubierta, de pie, mirando de manera furtiva por encima del hombro. Aunque estaba impecablemente peinada, tenía ramitas en el pelo y los zapatos llenos de barro.

Sobresaltada por el descubrimiento de que su casa no era tan segura como había pensado, Joanna abrió la puerta y su asistente se adentró como un rayo.

—¿Qué le pasa a la gente? Intenté entrar de la forma convencional, por la puerta principal, ya sabes, como alguien normal… Pero hay un millón de personas con cámaras y dos furgonetas de televisión, cosa que no entiendo, porque ¿por qué se supone que eres noticia? Tú no eres el que estaba tratando de tener sexo en un vehículo en movimiento. Estoy a favor de la multitarea, pero depende de la tarea, ¿no? Sexo y conducción…, llámame aburrida, pero esas dos cosas no van juntas.

—Nessa, respira…

—Por cierto, he estropeado mis zapatos. —Se encogió de hombros y se descalzó—. Tal vez podamos cargárselos a Cliff, ya que todo esto ha sido por su culpa. ¿Tienes algún antiséptico? Me arañé al atravesar el bosque. No quiero morir de alguna miserable enfermedad porque me necesitas ahora mismo.

A Joanna le daba vueltas la cabeza.

—¿Viniste a través del bosque por la parte trasera de la casa?

—Sí. Recordé que me dijiste que el bosque era una de las razones por las que elegiste este lugar. No pueden llegar a ti por detrás, solo por delante. Eso es lo que dijiste. Solo tienes que mirar en una dirección. Así que pensé: «Bien, llegaré a ella por detrás». Pero no es peatonal… ¿Tengo barro en la mejilla? Seguro que sí. —Se restregó la cara al azar y luego se ajustó las gafas, que se le habían colocado en un ángulo extraño sobre la nariz—. No estoy hecha para aventuras en la naturaleza. Dame el sol y las playas de California y allí me iré, pero ¿un bosque oscuro lleno de insectos, serpientes, osos y coyotes? Eso no va conmigo. ¿Puedes comprobar si tengo arañas? —Se giró y le enseñó la espalda a Joanna, que la revisó con obediencia.

—Estás libre de arañas. Pero incluso si lograste atravesar el bosque, ¿cómo saltaste el muro?

—Escalé. No me pidas detalles. —Nessa tiró de una ramita que estaba enredada en sus rizos—. Crecí con tres hermanos. Tengo habilidades que te harían saltar los ojos. Y no te preocupes, nadie me ha seguido. Nadie es tan estúpido. Además, no había humanos en ese bosque. Al menos ninguno vivo. Aunque apuesto a que hay algunos muertos. Cuerpos sin descubrir. —Sonrió—. Espeluznante…

—Nessa… —Joanna apartó una hoja de su hombro—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Soy tu asistente, y supuse que necesitarías ayuda.

—No estoy pensando en el trabajo en este momento.

—Por supuesto que no. Estoy aquí para algo más que trabajar. Soy tu mano derecha. El dragón de tu puerta —dijo mientras limpiaba con esmero una mancha de sus gafas—. Cuando me contrataste, dijiste que tenía que estar a tu lado tanto en la calma como en la crisis, así que aquí estoy. Supongo que esta es la parte de la crisis. Estamos juntas en esto.

Juntas.

Joanna sintió una presión en el pecho. Alguien había pensado en ella. Alguien quería ayudarla. Sí, ella pagaba a Nessa, pero iba a ignorar esa parte.

—No querrás exponerte a este circo.

—Tú lo estás haciendo —respondió Nessa ladeando la cabeza.

—Porque yo no tengo elección. Tú sí la tienes.

—Y elijo estar aquí, contigo, así que ya está decidido.

La extraña sensación en su pecho se extendió a su garganta. La gente solía distanciarse de ella por temor a que los asociaran y acabar también en el punto de mira.

—¿Te lo has pensado de verdad?

—¿Qué hay que pensar? Somos un equipo. En mi entrevista dijiste que tendría que ser versátil. Espero que recuerdes lo de trepar por el muro cuando des referencias sobre mí, no es que piense dejarte pronto…, porque este es el trabajo de mis sueños y eres una jefa inspiradora. ¿Qué puedo hacer ahora? Podemos hacer una declaración.

—Nunca hago declaraciones. Nunca digo nada.

—En ese caso, puedo llamar a la Policía y hacer que muevan a esa chusma con cámaras al final de tu camino de entrada —sugirió Nessa.

Joanna miró el rostro serio y sonrosado de su ayudante y, de repente, no se sintió tan sola. No estaba sola. Tenía a Nessa.

Contratarla como asistente hacía dos años había sido una de las mejores decisiones que había tomado en su vida. Su equipo le había preparado una selección de candidatas con experiencia para que las entrevistara, pero entonces Nessa entró en la sala, recién salida de la universidad, rebosante de energía y entusiasmo, y repleta de ideas. Ignorando la desaprobación de sus colegas, Joanna le había dado el puesto y nunca se había arrepentido de su decisión. Nessa había demostrado ser discreta, fiable y afilada como el filo de una navaja de afeitar.

«No todas mis decisiones son malas», pensó Joanna mientras cerraba la puerta trasera.

—Me alegro de que estés aquí, pero no quiero que hagas nada con las cámaras. Déjalas.

—¿Nada? —Nessa la miró boquiabierta y luego pareció sentirse culpable—. Soy tan desconsiderada. Aquí estoy, preocupándome por unas arañas, y tú acabas de perder al hombre con el que estuviste casada durante dos décadas. Sé que os divorciasteis y que él no era exactamente… —Se detuvo unos segundos para estudiar el rostro de Joanna—. Veinte años es mucho tiempo, aunque fuera un… —Se encogió de hombros, impotente—. Dame alguna pista. Quiero decir lo correcto, pero no sé qué lo es. ¿Cómo te sientes? ¿Estás triste o enfadada? ¿Te traigo pañuelos o un saco de boxeo?

—No sé cómo me siento. —Joanna decidió no mencionar sus pensamientos menos caritativos—. Me siento… extraña.

—Sí, bueno, lo de extraño lo abarca todo. ¿Puedo tomar un vaso de agua? Resulta que las operaciones encubiertas en bosques densos dan sed. Luego me cepillaré el pelo, haré magia con el maquillaje para que no parezca que voy disfrazada para Halloween y me pondré a trabajar.

—Pasa a la cocina. Sírvete tú misma. Te acompaño en un minuto.

Joanna recorrió toda la parte delantera de la casa asegurándose de que todas las persianas estaban cerradas antes de volver a la cocina. Podían quedarse allí con sus cámaras, pero ella no les daría nada que fotografiar. Y si alguien se atrevía a entrar por la puerta, no sería recompensado por ello.

Nessa se había sentado a la isla de la cocina. Tenía un vaso de agua en una mano y su teléfono en la otra. Estaba consultando las redes sociales.

—Somos tendencia, no me sorprende. Los hashtags son interesantes. Muchas especulaciones sobre lo que estarían haciendo cuando el coche se salió de la carretera… —Miró de reojo a Joanna—. Esto es… incómodo.

—No pasa nada —dijo Joanna.

—Algunos dicen que es una pena, porque fue su receta del salmón con cítricos la que les hizo darse cuenta de que la buena comida no era exclusiva de los restaurantes.

«Creó esa receta para mí», pensó Joanna. «Intentaba enseñarme a cocinar. Arruiné el salmón y él se rio de mí. Y… también me dijo que a algunas personas no se les podía enseñar». Ese fue el día en que dejó de cocinar.

—Otros dicen que era un sinvergüenza, que le vaya bien y blablablá —dijo mientras continuaba arrastrando el dedo por la pantalla—. Se las han arreglado para conseguir un comentario de dos de las mujeres que él… ¿Qué? No puede ser…

—¿¡Qué!?

—No quieres saberlo. Si quieres mi consejo, borra todas tus cuentas personales de las redes sociales.

—No tengo cuentas en las redes sociales.

—Buena decisión. —Nessa siguió leyendo en la pantalla, con una expresión que alternaba entre el disgusto y la sorpresa.

Joanna suspiró.

—¿Tan malo es?

Nessa dudó antes de hablar:

—Hay algunas personas decentes por ahí. Gente que dice que una muerte siempre es triste. Algunos de los comentarios son bastante neutrales, otros se preguntan quién es esa mujer… —Miró furtivamente a Joanna.

—No lo sé —respondió.

—Por supuesto que no. ¿Por qué ibas a saberlo? Estás divorciada de él. Sea quien sea, apuesto a que ahora está deseando haberse subido al coche de otro tío. Quiero decir, todos hemos tenido malas citas, pero… —Nessa se encogió de hombros, tomó un trago de agua y continuó con el teléfono—. También se preguntan si esto significará el fin del negocio. ¿Será así? —Levantó la mirada—. El negocio se llama Cliff’s.. Y el chef Cliff está… —Se detuvo.

Joanna se sentó frente a ella.

—Muerto. Puedes decirlo.

Y Nessa tenía razón. Afectaría al negocio. El que habían construido juntos. Ella había renunciado a su matrimonio, pero no a la empresa. Había pasado los últimos veinte años nutriéndola, viéndola crecer. Era su bebé.

Sintió una punzada al pensar en el bebé que había perdido. En un momento estaba embarazada de once semanas, ilusionada con su futuro como madre, y al siguiente estaba sentada en su habitación sollozando. Su hijo. Había enterrado profundamente ese dolor, pero eso no significaba que hubiera desaparecido. A veces se despertaba y pensaba: «Mi hijo cumpliría hoy diez años», e imaginaba el regalo que le habría comprado, las aventuras que habrían vivido juntos y lo mucho que le habría querido. ¿Habrían cambiado sus prioridades si hubiera tenido un hijo? ¿Y su matrimonio?

Su teléfono sonó de nuevo y Nessa la miró.

—¿Quieres que conteste?

—No —respondió Joanna.

—Podría ser un amigo —sugirió su ayudante.

Si decía que no tenía amigos de verdad, Nessa sentiría lástima por ella y Joanna no quería eso ni en broma. Quería proteger el poco orgullo que le quedaba.

—Si es un amigo, ya lo llamaré más tarde.

De todas las cosas malas de estar casada con Cliff, y había muchas, la atención de los medios había sido una de las peores. El propio Cliff había sido a prueba de balas en cuanto a lo emocional. Le acusaran de lo que le acusaran, se reía, guiñaba un ojo y respondía: «Sin comentarios». O bien: «Centrémonos en lo que pasa en mi cocina, no en mi dormitorio». Por alguna razón que Joanna nunca había entendido, su mal comportamiento había aumentado su atractivo. Resultaba impactante, y además era adictivo. Sus índices de audiencia subieron, sin importar lo que hiciera. No pedía disculpas por su pintoresca vida personal, tenía la seguridad de que su encanto acabaría garantizándole el perdón por todas sus fechorías. Era imposible avergonzarle o ponerle en evidencia.

Oh, cómo detestaba que chismorrearan sobre ella. Cliff nunca había entendido su aversión. Él siempre había ansiado ser el centro de atención, y no solo porque fuera esencial para construir su marca. Si la atención fuera un gran pastel, lo habría devorado entero sin ofrecerle ni un trozo. Pero quizá precisamente porque no le interesaba, los medios de comunicación optaron por centrarse en ella. ¿Qué opinaba ella de su última aventura? ¿Por qué no se iba? ¿No tenía amor propio? Se convirtió en un ejemplo de humillación, aunque nunca había entendido por qué la vergüenza debía ser suya cuando era él quien la engañaba. La fotografiaban desde todos los ángulos, comentaban lo que había adelgazado, lo demacrada que estaba. Sus especulaciones eran crueles y profundamente personales. Si él la engañaba, la culpa era de ella. Habían especulado sobre si, al casarse con un hombre catorce años mayor, había intentado de algún modo sustituir a su padre. Esa sugerencia la había ofendido más que ninguna otra cosa. Cliff no se parecía en nada a su padre. Oír hablar de ellos en la misma frase le había dado ganas de liarse a tortazos.

¿Por qué la odiaban tanto? Era una pregunta que se había planteado a menudo, y la única explicación que tenía sentido era que la envidiaban. La envidiaban por acostarse con Cliff, por despertarse junto a él, por llevar su anillo en el dedo. Y la única manera de manejar esa envidia era convencerse a sí mismos de que ella estaba teniendo una vida miserable. Se habrían sentido mejor si hubieran sabido que la mayor parte del tiempo sí lo era.

El timbre volvió a sonar y su ayudante lanzó una mirada furiosa en dirección a la puerta.

—Son como hienas, listas para masticar un cadáver —dijo Nessa.

—Sí —admitió Joanna. Dado que ella era el cadáver, la analogía no le resultaba muy agradable.

—Todo lo que dicen de ti es mentira. ¿Nunca has tenido la tentación de dar tu versión de las cosas?

—¿Qué sentido tendría? «Él dijo, ella dijo…» —respondió Joanna—. No quieren la verdad.

—Me sorprende que no se aburran, ya que nunca les das una respuesta. Necesitan exprimir la historia y supongo que esperan que, si insisten, acabes diciendo algo. Cliff está muerto, así que no va a decir nada, la chica está en el hospital… Solo quedas tú. Querrán saber tu reacción.

—Muerto —volvió a pronunciar la palabra en voz alta, intentando hacerla real. Probándose a sí misma. Presionando, para ver si dolía.

—¿Te sirvo una copa? —preguntó Nessa mientras la miraba—. ¿Una bebida de verdad?

—No, gracias —rechazó Joanna. Sus pensamientos ya eran lo suficientemente complicados sin enturbiarlos con el alcohol. Desenredar sus emociones era complicado. ¿Se sentía humillada? El comportamiento de Cliff la había avergonzado continuamente, incluso después de divorciarse. ¿Estaba abatida por la pena? ¿Enfadada por el impacto que sus acciones podrían tener en el negocio y en sus empleados?

Joanna se terminó el café. Estaba frío, pero no le importó. Se sentía extrañamente indiferente. Sentía pena, sí, pero ¿era pena por Cliff o pena por la vida que había deseado y que nunca había salido como ella esperaba? No estaba segura de lo que sentía. No podía ser alivio, porque eso la haría dura de corazón. ¿Lo haría? ¿O la haría humana?

El timbre volvió a sonar. De forma molesta. Persistente.

Nessa se bajó del taburete y volvió a llenar su vaso.

—Le diré a los de la oficina que no irás en unos días. Deja que pase el tiempo y la cosa se calme. Pronto se aburrirán e irán a por otra persona. —Añadió hielo al vaso, salpicando gotas de agua sobre las lisas baldosas italianas—. De todos modos, a menos que vayas a disfrazarte y pasar por encima del muro como hice yo, la única forma de salir de aquí es por la entrada principal. Puedes pasar con el coche por encima de los fotógrafos, pero entonces te arrestarían y no tengo suficiente dinero en mi cuenta para pagar la fianza. —Hizo una pequeña pausa—. Supongo que al final se irán.

—No se irán —dijo Joanna, con una mezcla de resignación y determinación.

Ella sabía muy bien cómo funcionaba. Circularían chismes de forma interminable. En el pasado, incluso había sido el tema central de un programa de entrevistas a mujeres: «Mujeres de éxito que se quedan con hombres infieles». Joanna lo había visto, horrorizada, pero también fascinada por el análisis externo de su vida. ¿Era realmente lo que pensaban? ¿Lo era? Aparentemente, era un felpudo, una cobarde, una vergüenza para las mujeres. ¿Dónde estaba su fuerza? ¿Su dignidad?

Para ellos no era una persona, era una historia. Era un chivatazo, una venta, una oportunidad comercial, un tema de conversación. No les interesaba la verdad.

No sabían nada de su relación. No sabían nada de su vida antes de conocer a Cliff. No les interesaba quién era ni qué sentía. No sabían que, aunque Cliff era la cara del negocio, era el duro trabajo de ella lo que le había hecho famoso. Había un popular programa de televisión, una cadena de restaurantes caros, utensilios de cocina de marca, libros de cocina… La franquicia había crecido como un monstruo.

«Por favor, Joanna, no puedo hacer esto sin ti».

Él era la cara de la empresa, pero ella era el motor. Ella lo mantenía todo en marcha, y él lo sabía.

«Él lo sabía», se recordó a sí misma. Ahora todo formaba parte del pasado. Él ya no existía.

«¿Por qué chocaste, Cliff? ¿Conducías demasiado rápido?».

Nessa le puso un vaso de agua delante.

—Sin duda, es una situación de mierda, jefa. Pero, como dice mi madre siempre: «No importa lo mal que se pongan las cosas, siempre habrá alguien que estará peor que tú». Odio cuando dice eso. Me resulta muy molesto, pero tengo que admitir que casi siempre tiene razón. Aunque también es verdad que ahora mismo no me gustaría ser tú…

—Gracias, Nessa —respondió Joanna.

—¿Sabes quién no me gustaría ser? —Se subió las gafas por la nariz y miró a Joanna—. La chica del coche. No sé quién es o qué estaba haciendo, pero no me gustaría estar en su pellejo.

La chica del coche. Joanna tampoco sabía quién era ni qué hacía con él.

Lo único que sabía era que, incluso estando muerto, Cliff Whitman había conseguido arruinarle el día.

3

 

ASHLEY

 

 

 

 

 

Ashley estaba tumbada en la cama del hospital, escuchando el pitido de las máquinas. No había una sola parte de ella que no le doliera. Sentía como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el costado. Tenía la cabeza nublada, pero el cerebro despejado. Se acordaba de todo. Desearía no recordarlo.

—Estás despierta. Eso es bueno. —Una mujer con bata blanca se le acercó—. Soy la doctora Ramírez. ¿Cómo te encuentras?

Como un animal atropellado. Que era casi como había acabado. Lo revivía una y otra vez. Y los recuerdos eran más aterradores que la realidad.

Intentó hablar, pero tenía la boca seca y una enfermera se aproximó y le dio un sorbo de agua.

—Tuviste un accidente —le dijo la doctora—. Ibas de copiloto y el coche se salió de la carretera. ¿Recuerdas lo que pasó?

Un momento de ingravidez horrible. Un grito. ¿De ella? ¿De él? Rodaron, rodaron y rodaron, sin saber si estaban bocarriba o bocabajo. Una explosión de dolor. «Voy a morir aquí. Ambos vamos a morir aquí».

No podían averiguar la verdad, ¿no? No podían saber lo que ella le había dicho a Cliff en los momentos antes de que él se estrellara. Ahora que él estaba muerto, ella solo quería que todo desapareciera. Quería olvidar que había estado allí. Que había subido a su coche.

—¿Ashley? ¿Recuerdas algo? —le preguntó de nuevo la doctora.

—No —mintió. Recordaba haber tomado una mala decisión. Una serie de malas decisiones. Su madre la había educado para no mentir, pero todos sus instintos le decían que esta era una de esas ocasiones en las que era mejor no decir la verdad, al menos hasta que hubiera tenido tiempo de pensar las cosas. Y tal y como se sentía, ese momento podría tardar en llegar—. Me duele el costado.

Ashley se quedó callada mientras la doctora enumeraba sus heridas. Eran muchas, y eso sin contar las que no podían ver.

Sintió un latigazo de ansiedad. ¿Saldría todo bien?

—Me duele todo…

—Podemos aumentar tu dosis para aliviar el dolor. Además de las lesiones graves, tienes una costilla rota y varias contusiones. Te vigilaremos de cerca los próximos días. Tienes suerte de seguir con vida. —La doctora tenía cara de preocupación—. ¿Hay alguien con quien podamos contactar? ¿Familiares? ¿Algún amigo? No encontramos ningún contacto de emergencia cuando te trajeron.

Sin contacto de emergencia. Eso lo decía todo sobre su vida, ¿no? No había nadie a quien pudiera llamar.

Estaba sola en el mundo, aparte del equipo médico al que pagaban por atenderla.

Sintió un vacío y luego un ataque de pánico. «¡Sigue pedaleando, Ashley! ¡Sigue moviendo las piernas!». Tenía que pensar qué hacer a continuación, pero el dolor y los restos de la anestesia le nublaban el cerebro. No quería estar allí, pero ¿qué otra opción tenía? Ni siquiera podía sentarse sin ayuda. Y aunque pudiera, ¿adónde iría? No había previsto un desenlace así. No tenía ningún plan de respaldo, ni siquiera uno malo.

 

 

La doctora intercambió miradas con la enfermera.

—El hombre con el que estabas…

—Cliff —interrumpió Ashley. No había razón para fingir que no sabía su nombre—. Está muerto. Lo sé.

Ella sabía que estaba muerto y, sin embargo, el recuerdo más importante en su mente no era el accidente, sino la mirada en sus ojos en esa fracción de segundo antes de que él hubiera perdido el control.

Conmoción. Incredulidad. Ira.

Ashley se estremeció. No había salido como ella esperaba. Nada lo había hecho. Incluso si hubiera vivido, el resultado habría sido malo.

La doctora frunció el ceño.

—¿Sabes que está muerto? Creía que no te acordabas…

Ashley señaló la pantalla de televisión que se veía en la sala de espera más allá de las ventanas de cristal de la sala. No se oía nada, pero las noticias que aparecían en la parte inferior confirmaban que el famoso chef Cliff Whitman había muerto en un accidente en Mulholland Drive. Entre los restos del coche, encontraron a una mujer desconocida que fue trasladada al hospital.

Esa era ella. Una mujer desconocida.

La ironía no le pasó desapercibida. A pesar de su historia juntos, para Cliff también había sido una desconocida.

Ahora mismo se sentía aliviada por mantener el anonimato, y quería que siguiera siendo así. Quería dar cuerda al reloj, volver a su antigua vida y olvidar de algún modo este horrible error.

En la pantalla apareció otra imagen. Una mujer delgada, vestida con vaqueros y una sencilla camisa blanca, levanta la mano para protegerse de los fotógrafos. Sus gafas de sol eran tan grandes que le tapaban casi toda la cara. Parecía atormentada. Perseguida.

Joanna Whitman.

El estómago de Ashley se rebeló.

—Voy a vomitar.

La enfermera le dio un recipiente y ella tuvo una arcada horrible a pesar de que no tenía nada en el estómago.

«Lo siento, lo siento».

¿Era mala persona? No se atrevía a hacerse esa pregunta.

—Cierra las persianas y apaga el televisor —ordenó la doctora a la enfermera y Ashley se quedó tumbada, exhausta.

Podría haberles dicho que no se molestaran porque las imágenes de las noticias no le mostraban nada que no hubiera visto ya de cerca. Cuando el coche dejó de rodar, se dio cuenta de dos cosas. En primer lugar, que de algún modo continuaba viva y que todas sus extremidades parecían seguir unidas a su cuerpo. Y en segundo lugar, que Cliff Whitman no había tenido tanta suerte.

Nunca había visto un cadáver, pero no tenía ninguna duda de que estaba ante uno.

Y todo fue culpa suya.

¿Habría sido todo diferente si hubiera elegido otro momento para decirle lo que le tenía que decir?

Ella aún podía oír su voz diciendo: «Eso es imposible». Y recordó su aguda respuesta: «Si tienes relaciones sexuales, ¡siempre existe la posibilidad!». En ese momento había tenido toda su atención, y por eso se había salido de la carretera. ¿Eso la convertía en asesina?

«Estás en serios problemas, Ashley».

Quería correr, pero ni siquiera podía sentarse, y mucho menos moverse de la cama.

La doctora ajustó el goteo que le corría por el brazo.

—¿Te acuerdas de algo?

—Recuerdo haber subido a su coche —respondió. Podía imaginar lo que pensaban de ella. Lo que pasaba por sus cabezas. Pero, con independencia de lo que estuvieran imaginando, la verdad era, con toda probabilidad, mucho más jugosa.

Sintió calor y luego frío. Pensó en Joanna Whitman y se retorció. Aquella mujer tenía un aspecto horrible.

—Cuando te sientas con fuerzas, la Policía querrá hablar contigo —dijo la doctora—. Quieren saber si tienes idea de qué pudo causar el accidente. No llovía y la visibilidad era buena.

—No lo sé. No recuerdo mucho. Íbamos por la carretera y un segundo después ya estábamos rodando y rodando —dijo Ashley. No quería hablar con la Policía. No quería preguntas. ¿Cuánto podían averiguar? ¿Podrían encerrarte por decirle a alguien algo que no quería oír? Vio que la enfermera se volvía para mirar la máquina y esperó que no tuvieran un detector de mentiras instalado junto al resto del equipo médico.

La doctora esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—No te preocupes. La amnesia de corta duración es muy frecuente después de un accidente como el que has sufrido. Has tenido suerte. Pero será mejor que te instales y vayas adaptándote, porque no te daremos el alta hasta dentro de un tiempo. La buena noticia es que el bebé está bien.

Ashley la miró fijamente.

—¿Bebé?

—Sí. Tu bebé. Estás embarazada. De unas diez semanas. —La doctora Ramírez hizo una pausa—. ¿No lo sabías?

Sí, lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Por eso había subido en el coche con Cliff.

Pero no quería que nadie más lo supiera. No hasta que tuviese claro qué hacer a continuación.

«Oh, Ashley».

Tenía más problemas de los que pensaba.

4

 

MELANIE

 

 

 

 

 

Melanie Miller mordió una tostada para no enfadarse con su hija. Hubo un tiempo en el que podría haber dejado volar su mal genio, pero eso fue antes de tener a su propia hija y aprender a contenerlo. Aunque no le resultaba nada fácil. No ayudaba el hecho de que no le gustaran nada las mañanas. Si Greg no le hubiera quitado las sábanas, ahora aún seguiría durmiendo.

—¡Nunca me haces caso! —Eden se puso de pie, con los brazos cruzados y una mirada desafiante en su bonita cara—. No voy a ir a la universidad. ¡Jamás! ¿Qué sentido tiene?

«No respondas a eso».

Mel dio otro bocado a la tostada. Ese enfrentamiento le iba a costar una carrera extra por la playa para quemar las calorías, pero mejor eso que una crisis emocional con Eden que tardaría días en enmendarse.

—¡Mamá! ¿Por qué no dices nada? Estoy cansada de estudiar. Es un desperdicio de vida. ¿Y qué te aporta la universidad, aparte de una gran deuda económica? No quiero una carrera. Quiero hacer algo con el arte o la fotografía. Algo creativo que sea divertido y me deje mucho tiempo para surfear. Y tal vez no gané mucho dinero, pero quiero más de la vida que un sueldo. Quiero ser fiel a mi yo auténtico. Quiero seguir mis sueños. No quiero conformarme, como hiciste tú.

Mel se atragantó con la tostada. Ahora mismo su auténtico yo quería darle a su hija una buena tunda.

Se recordó a sí misma que el mundo era diferente cuando se era adolescente. Veías las posibilidades, pero sin estar contaminadas por la realidad. Parecía un camino sencillo, sin obstáculos.

«No quiero conformarme, como hiciste tú».

Las palabras despertaron una parte de ella que casi siempre ignoraba. Intentó dormirla de nuevo, recordándose a sí misma que había muchas razones para desempeñar un trabajo y que todas eran válidas. Algunos buscaban el dinero, y eso no tenía nada de malo. Otros querían hacer algo que valiera la pena y que les diera un sentido a su vida. Mel había seguido la tradición y se había unido al negocio familiar. El Surf Café daba a la playa y había sido fundado por sus abuelos como un lugar donde la comunidad local podía reunirse para comer y beber. A día de hoy, había el doble de turistas que de lugareños, pero seguía siendo un lugar muy frecuentado por los habitantes de Silver Point, a quienes Mel conocía en su práctica totalidad. Cuando era pequeña, sus padres le decían al menos una vez a la semana: «Este sitio será tuyo y de Nate algún día». Y Mel había pensado de vez en cuando: «¿Y si no lo quiero?».

Dejó de lado ese pensamiento. La cafetería formaba parte de su vida. Llevaba ayudando allí desde que había aprendido a andar. Tiempo atrás había hecho de todo, pero ahora se ocupaba de la parte administrativa, que, si era sincera, no le entusiasmaba demasiado, pero el negocio era el orgullo de su familia y ella y su hermano gemelo, Nate, tenían el deber de mantenerlo en funcionamiento.

De vez en cuando, cuando estaban muy ocupados, ayudaba con los clientes, pero solo cuando estaban desesperados. No tenía el encanto de Nate ni sus modales despreocupados. Ella era demasiado impaciente. Si la hubieran dejado al mando, probablemente ya habrían quebrado. Prefería llevar la contabilidad. Al menos los números no se quejaban y te decían que te habías equivocado de comida o que la hamburguesa no estaba hecha como les gustaba, aunque les hubieras dado exactamente lo que habían pedido.

El trabajo le daba flexibilidad, cosa que agradecía como madre trabajadora, y disfrutaba trabajando con su hermano, aunque ni en un millón de años se lo confesaría. Y el trabajo también tenía otras ventajas. Mel no podía pasar sin darse un capricho al menos una vez a la semana con uno de los brownies de chocolate con nueces de Nate. Eden era adicta a sus galletas de chocolate blanco y macadamia, e incluso Greg, que intentaba evitar el azúcar, era conocido por perder toda su fuerza de voluntad cuando se enfrentaba a una porción de tarta de manzana y canela. Si no caías en la tentación, siempre estaba la ensalada de gambas de la bahía, y si tenías tiempo para sentarte y disfrutar del momento, podías acomodarte en una de las mesas de la zona al aire libre, al abrigo de los cipreses, y contemplar cómo las olas del Pacífico rompían contra la suave arena blanca.

Eden la miraba con el ceño fruncido.

—¿Mamá?

—Sí, te he oído —respondió Mel. No podía hacer esto ahora. Necesitaba refuerzos—. ¡Greg! El café está listo.

—Ya estoy aquí —dijo Greg mientras entraba en la habitación. Y Eden pasó de inmediato de la actitud combativa a la alegre.

—¡Hola, papá!

—Hola —saludó Greg a su hija con un rápido beso en la parte superior de la cabeza, que Eden seguía tolerando siempre que no hubiera nadie conocido cerca para presenciarlo—. ¿Cómo está mi familia esta mañana?

«Cansada», pensó Mel mientras se levantaba y le entregaba el frasco de café que había preparado. Eden había sido una niña peleona, con opiniones firmes sobre cualquier cosa, desde la ropa hasta la comida. Mel se había dicho a sí misma que las cosas serían más fáciles cuando fuera adolescente. Se había equivocado. Tal vez debería dejar de pelear con ella. Dejar de intentar orientar sus decisiones en una dirección más sensata. ¿En qué momento debes dar un paso atrás y dejarles vivir su vida, con errores y con todo lo que eso conlleva?

La pregunta la atormentaba y se sintió aliviada cuando Eden y Greg se marcharon, una al colegio y el otro al trabajo.

A Mel no la necesitaban en la cafetería hasta dentro de unas horas y decidió aprovechar el tiempo para buscar un libro que sustituyera al que había terminado en el baño la noche anterior.

Agarró el bolso y las llaves y salió de casa. Durante el paseo de cinco minutos hasta Main Street, levantó la cara hacia el sol en un intento por rebajar sus niveles de estrés.

Era temprano, pero las calles ya bullían de visitantes.

Mel empujó la puerta de la librería Beach y el timbre sonó de esa forma tan agradable y familiar que le recordaba por qué había elegido trabajar en el negocio familiar y quedarse en su ciudad natal, Silver Point, California.

Silver Point, con sus calles empedradas y sus gloriosas playas, era un tramo muy fotografiado de la costa californiana, para enfado de la Policía, harta de que la gente corriera el peligro de matarse al posar para el selfi perfecto. La pequeña ciudad costera estaba enclavada entre el océano Pacífico y las montañas de Santa Lucía. En los meses de verano, la gente solía pasar de largo de camino a las zonas turísticas de Carmel y Monterey.

Eso le venía bien a Mel. Amaba su hogar, donde las montañas se encontraban con el océano, y se lo habría quedado para ella sola. Ese era su lugar y ella pertenecía a allí, con esas personas que había conocido toda su vida. Donde había corrido por los numerosos senderos que cruzaban las montañas, a través de los bosques de pinos de Monterrey, los cipreses y los cedros. Y donde había practicado surf y nadado en el océano bajo un cielo tan azul que parecía irreal.

Aun así, las palabras de Eden le dolían. Era como caminar con una piedra en el zapato. «No quiero conformarme, como hiciste tú».

Tuvo una breve visión de los tacones altos y la vida en la ciudad, el ajetreo de las calles abarrotadas y el resplandor del sol sobre los rascacielos de cristal.

No se había conformado. No se había conformado en absoluto y, como amaba tanto esa parte de la costa californiana, podía entender la reticencia de Eden a marcharse, pero divertirse no era un trabajo. Y si lo que ella quería era divertirse, ¿por qué rechazar la universidad? Mel había amado la universidad. Había bebido por primera vez legalmente, había fumado hierba y había hecho un montón de cosas que se suponía que debías hacer cuando eras joven. Había bailado hasta dolerle los pies, había hablado hasta dolerle la mandíbula, había tenido mucho sexo con Greg (aunque, para ser honestos, llevaba haciéndolo desde los dieciséis años, así que era más de lo mismo, aunque «lo mismo» era muy bueno), y luego se había formado como contable y había empezado a trabajar en la cafetería utilizando sus conocimientos empresariales. Y tal vez eso no fuera muy divertido, pero era un trabajo estable y eso era algo por lo que estar agradecida. Divertirse no pagaba el alquiler. Divertirse no garantizaba un futuro seguro, y querer eso para su única hija no la convertía en una mala madre.

Quizá en vez de una novela, debería comprar un libro sobre la paternidad.

—¿Tienes algo sobre cómo tratar a adolescentes difíciles? —preguntó Mel, mirando por encima del mostrador, donde Mary-Lou estaba desempaquetando libros de una caja.

—¡Mel! —exclamó Mary-Lou, alzándose del suelo con la cara roja por el esfuerzo—. ¿Tienes problemas con Eden otra vez?

—Es peor que un terremoto —dijo Mel, con un deje de resignación en su voz—. Tuve que pedir refuerzos.

—¿Tan mal ha ido? —preguntó Mary-Lou, con cara de incredulidad—. ¿Y el oficial involucrado llegó a hacer un arresto?

—Por suerte, Greg es un experto en tácticas de desescalada en situaciones de crisis —respondió Mel, aliviada—. Esa es la razón por la que todos seguimos vivos y ninguno de los rehenes resultó herido. Me casé con él por sus habilidades de negociación. Es el hombre más razonable y paciente que he conocido.

—¿Quién era el rehén? —dijo Mary-Lou intrigada.

—Depende de quién pregunte —contestó Mel, tomando una hoja del mostrador y volviéndola a dejar en su sitio—. Por cierto, terminé el thriller que me recomendaste. Era bueno, aunque Greg dice que es imposible que pudieran descubrir todo eso a partir de un cadáver tan viejo.

—¿De eso habláis durante la cena? ¿De cadáveres? —preguntó Mary-Lou, con una nota de sarcasmo—. Qué romántico. Supongo que te has quedado sin temas de conversación después de todos estos años.

—Seguimos siendo espontáneos —respondió Mel, con una sonrisa—. Y no podemos coquetear ni hablar de forma sexi delante de Eden, aunque ahora que lo pienso, podría ser una forma perfecta de despejar la habitación.

Mel archivó la idea para más tarde y Mary-Lou negó con la cabeza, riendo.

—Es un guardián, eso está claro. La comunidad tiene suerte de tenerlo cuidando de nosotros. Y tú también.

—Lo sé —aceptó Mel, dirigiendo su mirada hacia las estanterías—. Y ahora, ¿qué puedo leer? ¿Qué tienes para mí?

—Algo mejor que la ficción. —Mary-Lou se inclinó hacia ella, una señal inequívoca de que estaba a punto de compartir algún cotilleo jugoso.

Como a Mel aún le quedaba una hora libre por delante, también se inclinó hacia ella, aunque no entendía por qué cuchicheaban. Había solo tres personas paseándose entre las estanterías, y todas ellas eran turistas que muy probablemente no tenían ningún interés en las anécdotas de los lugareños.

—¿Se trata del caniche de la señora Highgate? Porque ya estoy al tanto de eso —dijo Mel. El muy mimado caniche se había escapado el día anterior y había desenterrado todas las begonias recién plantadas de la vecina. Como la vecina era Edna Casey, esa pequeña aventura había provocado una visita de la Policía. Mel se había enterado por Greg, que había atendido la llamada antes del desayuno.

—Esto es mucho más grande que lo del caniche de la señora Highgate. ¿No has visto las noticias? —Mary-Lou levantó la vista y sonrió a la turista que rondaba detrás de Melanie—: ¿En qué puedo ayudarla?

—Me llevaré estos dos, gracias —dijo la mujer, entregándole dos libros de bolsillo.

—¿Novedades? —preguntó Mel, esperando con impaciencia mientras Mary-Lou atendía a la clienta. Charlaban sobre el clima y las diversas atracciones que la mujer debía visitar durante su estancia en la ciudad. También le habló maravillas de los tres números siguientes de la colección que estaba a punto de llevarse.

Como resultado de esa conversación, la clienta salió de la tienda con cinco libros en lugar de los dos que había pensado comprar en un principio.

Mel miró a su amiga con admiración.

—¿Eliges dos y te venden tres más?

—Es una gran estrategia de venta y una forma de garantizar la continuidad del negocio —respondió Mary-Lou, volviéndose para mirar a Mel otra vez—. ¿De verdad no has visto las noticias esta mañana?

—Ya te he dicho que estaba tratando de controlar un incidente doméstico importante —dijo Mel, tomando un thriller de la estantería más cercana al escritorio—. ¿Qué tal este? ¿Es bueno?

—Sí. ¿No ves la tele?

—Las noticias crean tensión. He estado escuchando a Mozart. Se supone que es bueno para el estrés. Soy madre de una adolescente. Mi nivel de estrés está siempre alto, no hay necesidad de empeorarlo más aún. Dudo que Mozart me ayude, pero lo voy a intentar. Si eso falla, tal vez recurra al alcohol. —Mel hojeó el libro y leyó la contraportada. Se tomó su tiempo porque sabía que Mary-Lou estaba ansiosa por compartir con ella cualquier noticia que se hubiera perdido, y no veía qué había de malo en divertirse un poco haciendo que se impacientara—. Bueno, ¿qué ha pasado?

—¿Cliff Whitman? —preguntó Mary-Lou.

El buen humor de Mel se esfumó. Dejó el libro sobre la encimera.

—¿Qué pasa con Cliff Whitman?

Mary-Lou deslizó el dedo índice de un lado a otro por su garganta y Mel frunció el ceño, confusa.

—¿Tuvo un accidente con uno de sus propios cuchillos de cocina? ¿Alguien le ha cortado el cuello? —preguntó Mel. No le habría sorprendido. Si hubiera estado casada con Cliff, lo habría asesinado antes de su primer aniversario. Lo habría lanzado al océano donde, sin duda, su cuerpo se habría hundido sin dejar rastro, arrastrado hasta el fondo por el peso de su ego.

Greg, siempre firme, razonable e imperturbable, habría señalado que cada persona tiene diferentes matices, pero el único matiz de Cliff Whitman que Mel quería ver era su espalda mientras se alejaba.

—No le han hecho nada en el cuello… —Mary-Lou estaba ansiosa por compartir los detalles—, pero está muerto. Supongo que eso es lo que pasa cuando te subes a tu coche deportivo de moda, un cliché para un hombre de su edad, y te pavoneas por Hollywood Hills.