Secretos revelados - Maya Blake - E-Book

Secretos revelados E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

Entre ambos seguía habiendo secretos por resolver... Hizo falta un devastador terremoto para que el multimillonario Cesare di Goia se diera cuenta de lo que realmente importaba en la vida. Un abismo infranqueable lo separaba de su mujer, pero no estaba dispuesto a renunciar a su hija. Al volver al lago de Como con su hija, Ava di Goia se sentía como una intrusa en el fastuoso palazzo que una vez fue su hogar. Pero un fuerte vínculo de pasión y deseo seguía uniéndola a su marido.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Maya Blake

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Secretos revelados, n.º 2302 - abril 2014

Título original: Marriage Made of Secrets

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4304-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

–Signora?

La voz, vacilante pero insistente despertó a Ava de un sueño profundo. Desorientada, se apartó de la frente un mechón de su pelirroja melena, pero la pesadilla seguía envolviendo los límites de su conciencia.

–Siento molestarla, pero el signore Di Goia está al teléfono otra vez –la azafata, vestida con un traje de seda verde esmeralda, le tendió el mismo teléfono negro que le había llevado tres veces en las últimas ocho horas, desde que despegaran de Bali.

Un cúmulo de emociones barrió la irritación de Ava y los restos de la angustia provocada por la pesadilla. La sensación de pérdida que la asaltaba cada vez que pensaba en Cesare se confundió con la excitación que esos pensamientos le despertaban.

Durante unos segundos se olvidó de la sobrecogedora desolación que dejaba atrás. La presencia del hombre al otro lado de la línea ocupaba su mente por entero. Un hombre que a pesar de estar a miles de kilómetros seguía teniendo el poder de dejarla sin aliento. El hombre al que Ava estaba perdiendo irremediablemente.

–Por favor, dígale que hablaré con él cuando aterricemos –necesitaba conservar sus fuerzas para afrontar lo que tenía por delante.

La azafata pareció horrorizarse.

–Pero... ha insistido –sin duda, era la primera vez que se encontraba con una mujer capaz de contradecir a Cesare di Goia. Especialmente cuando esa mujer viajaba a bordo de su avión privado, rodeada del lujo y la ostentación que representaban la fortuna e influencia del poderoso hombre de negocios.

–Signora? –insistió la nerviosa azafata.

El sentimiento de culpa hizo que Ava agarrase el teléfono.

–Cesare –respondió mientras contenía la respiración.

–Ahora te dignas a responder mis llamadas... –dijo una voz grave y profunda.

–¿Por qué debería hacerlo cuando tú has estado evitando las mías durante dos semanas? Me dijiste que volverías a Bali la semana pasada –la facilidad con la que la había dejado plantada le hizo apretar con fuerza el auricular. Era la misma actitud que había demostrado en su matrimonio durante el último año.

–Tuve un contratiempo en Abu Dabi... Un asunto ineludible –añadió con voz tensa.

«Ineludible». ¿Cuántas veces había oído aquello?

–Claro... ¿Eso es todo?

Una exhalación cargada de ira se oyó al otro lado.

–No, eso no es todo. Explícate.

–¿Quieres decir que por qué estoy viajando en tu avión?

–Sí. Esto no formaba parte del plan.

–Lo sé, pero mis planes también han cambiado... ineludiblemente –añadió con fingida naturalidad.

–¿En qué sentido?

–Si te hubieras molestado en responder al teléfono estas dos últimas semanas, te lo habría dicho.

–Hemos hablado en estas dos últimas semanas...

–No, Cesare. Me llamaste un par de veces para decirme que aplazabas tu regreso –se le formó un nudo en la garganta al recordar las interminables llamadas que le había hecho a la secretaria de Cesarse para asegurarse de que le despejaran la agenda, le compraran los trajes más elegantes y el cocinero de la lujosa residencia de Bali le preparase sus platos favoritos. Se había ocupado de todo hasta el último detalle en un vano esfuerzo por salvar su matrimonio–. Sea como sea, te estoy ahorrando la molestia de hacer un largo viaje o de inventarte otra excusa. Adiós, Cesare.

–Ava...

Cortó la comunicación y dejó el teléfono en la mesa, sin molestarse en responder cuando el aparato volvió a sonar. La expresión horrorizada de la azafata la hizo sonreír, a pesar de tener el pulso desbocado.

–Tranquila, no es tan feroz como parece.

La mujer carraspeó con incomodidad y se retiró rápidamente.

Con manos temblorosas, Ava se sirvió un vaso de agua y tomó un pequeño sorbo. Sí. Cesare estaba acostumbrado a que nadie cuestionase su autoridad, pero ella nunca se había sometido ciégamente a las órdenes de nadie. Y había sido ese carácter indómito y pasional lo que tanto había intrigado, y enfurecido, a Cesare. O así había sido al menos hasta que su relación se estancó en la indiferencia y Cesare empezó a apartarse poco a poco de ella, alargando sus estancias en Roma en vez de estar con ella en la residencia del lago de Como. Antes de que la devastación provocada por un terremoto en el Pacífico Sur acabara con las esperanzas de Ava de salvar a su familia.

La valiente decisión que había tomado el día anterior en Bali empezaba a provocarle nerviosismo y ansiedad. El mes pasado había sido un infierno, pero tenía que ser fuerte. Iba a necesitar todo su valor y coraje para afrontar la verdad.

Se le revolvió el estómago al recordar la rapidez e intensidad con que había empezado todo con Cesare. Desde el principio las cosas se habían descontrolado, y Ava se había visto desbordada por una pasión imposible de contener o comprender.

Pero en aquel torbellino de citas frenéticas y sexo salvaje había sentido que Cesare era todo lo que siempre había anhelado, y que con él podía tener el hogar y la familia que nunca había tenido.

«¡Esta locura tiene que acabar!», fue la acalorada confesión de Cesare cuando la llevó a un armario durante una cena benéfica.

Ironías del destino, al día siguiente, Ava descubrió que estaba embarazada de Annabelle.

Fue entonces cuando Cesare empezó a alejarse.

Sacudió la cabeza y levantó la persiana para que el sol de la mañana le calentase la mejilla. Pero nada podía aliviar el dolor glacial que la congelaba por dentro.

No, no podía dejar que Cesarse la afectase tanto. Annabelle no se merecía tener un padre amargado y resentido. Ni una madre que viviera sumida en la desgracia. La familia que Ava había creído encontrar con Cesare no había sido más que un espejismo. Y el hombre apasionado y lleno de vida con el que se había casado se había transformado en alguien tan frío e indiferente como su padre.

Y, en su desesperación por aferrarse a la ilusión de lo que nunca había tenido, a punto había estado de perder a su hija.

Annabelle ya había padecido bastante y Ava no iba a consentir que su hija sufriera más rechazo.

–¿A qué demonios crees que estás jugando?

La voz profunda e irresistiblemente sexy de Cesare di Goia ejercía en ella un efecto tan poderoso como su impresionante metro noventa de musculatura. Impecablemente vestido con un polo blanco y unos vaqueros negros que realzaban sus esbeltas caderas y fuertes muslos, se erguía tan alto y orgulloso como cualquiera de las cientos de estatuas repartidas por su ciudad natal.

Llevaba el pelo, negro y mojado de la ducha, más largo que la última vez que Ava lo había visto. Y, como siempre, decía lo que pensaba sin preocuparle quién pudiera oírlo.

–¿Por qué no gritas un poco más y así acabas de asustar a mi hija? –le propuso ella con sarcasmo mientras intentaba tranquilizar a una Annabelle que se removía en sueños.

Los ojos de Cesare, del color del oro bruñido, se posaron en Annabelle y una mueca cruzó su severo rostro.

–Está dormida.

–No por mucho tiempo si sigues gruñendo así. Ya lo ha pasado bastante mal, Cesare. No voy a permitir que siga sufriendo.

–No me hables como si fuera una desconocida, Ava. Sé muy bien por lo que ha pasado –había suavizado el tono de su voz, pero sus ojos ardían de furia.

–Discúlpame por tener que recordártelo, pero pareces haberlo olvidado. Annabelle se encuentra en una situación muy frágil, así que haz el favor de calmarte. Y, en cuanto a tu pregunta, creía haber dejado muy claro a qué estoy jugando.

–¿Te refieres a ese larguísimo mensaje de texto que me enviaste al despegar de Bali: «Llegamos a las 2 pm»? ¿O a aquello de que tus planes también habían cambiado? –le preguntó en tono acusador, sin hacer ademán por apartarse de la puerta.

–¿Vas a apartarte o pretendes mantener la conversación en la puerta? ¿Y qué estás haciendo aquí? Apenas vienes a la villa.

–Lo que esté haciendo aquí no importa. Se suponía que ibas a esperar en Bali hasta que le dieran el alta a Annabelle, y que entonces yo iría a buscarte.

–El médico le dio el alta a Annabelle hace tres días.

La sorpresa se reflejó en el rostro de Cesare, que miró por encima del hombro de Ava hacia el coche.

–¿Y Rita?

–Estaba teniendo pesadillas por el terremoto. Cuando salió del hospital le saqué un billete de avión para Londres. La culpa no la deja vivir en paz... Cree que le falló a Annabelle porque la perdió de vista cuando comenzaron los temblores –una punzada de dolor la traspasó al recordar la inconsolable angustia de la niñera–. Pensé que todo sería más fácil de esta manera.

Cesare asintió.

–Me aseguraré de que reciba el tratamiento adecuado y la indemnización que le corresponde. Pero tú no tenías que hacer este viaje aún...

–No, Cesare. Rita no era la única que necesitaba volver a casa. Tú tenías que haber regresado a Bali hace dos semanas, pero estabas en Singapur, y luego en Nueva York.

–Este no es un buen momento para...

–Hace mucho que no tenemos un buen momento, Cesare –una ola de tristeza la invadió, pero consiguió mantenerse firme.

Los mechones se le pegaban al cuello y el sol de la tarde le quemaba los hombros desnudos. Si no se protegía del implacable sol italiano, al día siguiente estaría tan roja como un cangrejo.

–Deberías agradecerme que te haya ahorrado las molestias. ¿Vas a permitir que nos quedemos en casa o supone un problema para ti?

Él aspiró profundamente y bajó la mirada hacia Annabelle.

–No, no supone ningún problema.

–Es un alivio. No me gustaría causarte... inconvenientes.

Annabelle se hacía más pesada por momentos, y la fatiga de un viaje de doce horas con una niña de casi cuatro años hacía estragos en sus exhaustos miembros. Pero hizo un último esfuerzo y consiguió no mostrarle la menor debilidad a Cesare, cuya imponente figura le cerraba el paso a la villa.

–Ava, tendríamos que haber hablado de esto...

–Menos mal que no estoy paranoica, porque podría pensar que intentabas evitarme más que de costumbre –él no se molestó en negarlo y Ava sintió una punzada de hielo traspasándole el corazón–. Creo que tienes razón y este no sea el mejor momento. Me llevaré a Annabelle a mi estudio. Avísame cuando te marches y entonces vendremos.

Apenas había dado un paso cuando una mano la agarró del brazo y tiró de ella hacia atrás. Impactó contra una pared de fibra y músculo, y enseguida se vio envuelta por el olor de Cesare. Una mezcla de sándalo y embriagadora virilidad que la sacudió con la fuerza de un tornado.

–No. Annabelle se queda conmigo –la tensión emanaba de su cuerpo–. Si crees que voy a perderla de vista después de lo que ha pasado, estás muy equivocada –ella intentó apartarse, pero él la retuvo.

Un calor abrasador se propagó por sus venas. La sensación, arrebatadoramente familiar pero del todo imprevista, la hizo tambalearse. Cesare la apretó con fuerza y puso una mano en la espalda de Annabelle para sostenerlas a ambas.

Ava levantó la vista y el corazón le dio un vuelco al ver el destello de emoción que cruzó fugazmente los ojos de Cesare. Un intenso hormigueo le recorrió la espalda y tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

–Te doy diez minutos para que cuentes esos planes tuyos, y después...

–No. Lo primero es acostar a Annabelle. Y luego tendremos una conversación civilizada.

Él se rio entre dientes.

–¿Civilizada? –su aliento le acarició la oreja, provocándole otra ola de temblores por todo el cuerpo–. ¿Recuerdas cómo nos conocimos, cara?

Ava se vio transportada de golpe a su primer encuentro. Cesare casi la había arrollado con el coche en un paso de cebra porque ella se había quedado embelesada con un edificio histórico que estaba fotografiando. El hecho de haber estado a punto de morir, combinado con el impresionante atractivo del hombre que estaba al volante, le hizo descargar el puño con todas sus fuerzas en el capó del Maserati rojo.

La furia de Cesare al salir del coche para examinar los daños se vio rápidamente sustituida por una emoción mucho más peligrosa.

–Apenas nos dimos nuestros nombres y ya nos estábamos arrancando la ropa. Dios... a las pocas horas de habernos conocido estabas perdiendo tu virginidad sobre el capó de mi coche.

Las llamas del recuerdo la calcinaban de la cabeza a los pies.

–¿A qué viene eso? –le espetó.

–Solo te estoy recordando que entre nosotros no puede haber nada civilizado.

–Habla por ti. Tú tal vez quieras comportarte como un cavernícola, pero yo no tengo por qué rebajarme a tu nivel –intentó apartarse de nuevo, y esa vez él se lo permitió.

–Disimula cuanto quieras, cara. Ambos sabemos que es verdad. Cuando nos dejamos llevar, la pasión se vuelve incontrolable.

Sin apartar los ojos de ella, como un ave rapaz observando a su jugosa presa, abrió del todo la puerta y se hizo a un lado con los brazos cruzados.

Por unos instantes, Ava fue incapaz de moverse, aturdida por la poderosa musculatura que se adivinaba bajo el polo y por los pelos que asomaban por el cuello desabrochado. Haciendo un enorme esfuerzo, logró apartar la mirada y cruzó el umbral del palazzo más fastuoso del lago de Como, el que había sido su hogar durante los últimos cuatro años.

El exterior de terracota con su patio lleno de fuentes y sus jardines escalonados contrastaba fuertemente con el interior. Las paredes de estuco y los techos abovedados estaban perfectamente conservados y provistos de un moderno sistema de ventilación que refrescaba la estancia, lo que permitía tener las persianas abiertas para que las cuatro alas de la villa se llenaran de luz natural.

Un rápido vistazo bastó para dejar a Ava sin aliento. Desde las piezas dispuestas en el pasillo hasta los cuadros renacentistas y retratos familiares que colgaban de las paredes, el palazzo recordaba el tiempo en que la Villa di Goia fue un famoso museo. El mármol veneciano y los suelos de parqué relucían con el brillo y la opulencia que solo los multimillonarios podían permitirse.

–No ha cambiado nada desde la última vez que estuviste aquí, Ava. Te sugiero que no pierdas el tiempo admirando la arquitectura y empieces a explicarte. Te quedan ocho minutos –la tensión se dejaba sentir bajo su aparente serenidad.

Ava respiró hondo y lo encaró.

–Y yo te sugiero que dejes de mirar el reloj y me ayudes con Annabelle... a no ser que quieras que se ponga a llorar.

La expresión de horror de Cesare apenas fue visible, pero a Ava no se le pasó por alto. De no haberse respirado tanta tensión, se habría echado a reír.

Cesare se acercó a ella y le quitó con cuidado a Annabelle, que se hacía más y más pesada por momentos.

–Tiene buen aspecto –dijo, apretándola contra su pecho.

–El médico está muy contento con su recuperación –comentó Ava, doblando el brazo para aliviar los calambres.

Las emociones siguieron reflejándose en el rostro de Cesare mientras observaba a su hija. Ava no necesitaba una bola de cristal para adivinar que estaba recordando la última vez que la había tenido en brazos, cuando la encontraron después del terremoto...

Cesare se giró hacia la imponente escalinata que conducía a los pisos superiores. Subió rápidamente, seguido por Ava, y la sorprendió al girar hacia el ala este.

–¿Has cambiado su habitación de sitio?

–Sí, he cambiado algunas cosas. Quería que estuviera cerca de mí cuando volviera –su tono era arisco e irritado, como si no quisiera que cuestionaran sus actos.

Ava sintió otra dolorosa punzada en el pecho. «Cerca de mí», había dicho él. No «de nosotros».

La habitación estaba pintada de verde y rosa, los colores favoritos de Annabelle. Tenía una gran cama de dosel y todos los juguetes y peluches que un niño podría desear. Cesare acostó a Annabelle en la gran cama de dosel y le quitó con cuidado los zapatos y los calcetines, apartando a Ava con un gesto cuando ella se acercó para ayudar. Tapó a la niña con una sábana y le puso un caballito de peluche bajo el brazo.

A Ava se le encogió el corazón. ¿Cuántas veces había deseado que Cesare hiciera aquello cuando Annabelle era pequeña? ¿Cuántas veces se lo había imaginado inclinándose para besar a su hija en la frente y darle las buenas noches en un cariñoso susurro?

Cesare se dio la vuelta y le clavó la mirada.

–Ahora ya podemos hablar –le dijo, y se encaminó hacia la puerta con paso firme y decidido.

La tensión crecía a cada paso. Los tacones de Ava resonaban en el suelo de mármol. Se frotó las sudorosas palmas en la falda e intentó sofocar la ansiedad que aumentaba en su interior.

Entró en el salón, cuyas paredes acristaladas ofrecían una impresionante vista de los jardines y el embarcadero privado a orillas del lago. La imagen era tan espectacular que Ava echó de menos su cámara fotográfica.

Cesare estaba de pie ante la ventana, siguiendo con la mirada una lancha motora que surcaba las relucientes aguas turquesas. Pero Ava sabía que su mente estaba encerrada en aquella habitación.

–Tendrías que haber esperado en Bali a que fuera a por ti –le dijo sin darse la vuelta.

–Ya sabes que nunca se me ha dado bien acatar órdenes. Y no parecías tener mucha prisa por traernos a casa.

–Tenías todo lo que necesitabas.

–Sí, el personal que contrataste estaba altamente cualificado. No tenía más que levantar un dedo para que satisficieran mis deseos.

–¿Pero?

–Pero no quería seguir rodeada por un montón de desconocidos. No era bueno para Annabelle, así que... aquí estamos.

–¡Deberías habérmelo dicho!

–¿Cuál es el problema? ¿Te molesta que quisiera volver a casa o que me atreviera a cuestionar tu autoridad?

Cesare aspiró profundamente.

–Han cambiado muchas cosas...

–Ya me doy cuenta, pero no creo que la solución fuera quedarme a medio mundo de distancia.

–¿Por qué has decidido regresar antes de lo previsto?

–Porque no se trata tan solo de ti, Cesare. La vida sigue y yo tengo que procurar que Annabelle vuelva a la normalidad lo antes posible. Además, cuando te dije que mis planes habían cambiado hablaba en serio. Me han contratado para cubrir la boda de Marinello.

Cesare frunció el ceño.

–Eres una fotógrafa de prestigio. ¿Desde cuándo te dedicas a cubrir las bodas de los famosos?

–Annabelle necesita rodearse de un ambiente familiar. No puedo llevármela al confín del mundo.

–La boda de Marinello se convertirá en un circo mediático. No voy a permitir que Annabelle se vea en medio.

–Nunca he dejado que mi trabajo la afecte en modo alguno, y no voy a hacerlo ahora.

–¿No se te ocurrió contarme antes lo de Marinello?

–Considéralo un efecto colateral del rencor que te guardo por haberme abandonado.

–Tú no sufriste ningún abandono. Annabelle necesitaba atención médica y no podía viajar hasta haberse recuperado.

–Sí, pero no iba a quedarse allí para siempre... Aunque empiezo a sospechar que tal vez era eso lo que tenías pensado.

–Claro que no. Estoy de acuerdo en que Annabelle tiene que estar en casa, pero no... –se calló y Ava sintió un escalofrío en la espalda.

–¿Pero no tu mujer? –él no respondió y ella soltó una temblorosa espiración–. No tienes por qué decirlo, Cesare –esbozó una tímida sonrisa–. En estos momentos, mi única prioridad es Annabelle. Mientras ella esté bien, me da igual que te muestres indiferente conmigo, o que vuelvas a Roma.

Un peligroso brillo ardió en los ojos de Cesare, quien apretó los puños y respiró profundamente.

–Voy a quedarme aquí todo el verano.

A Ava le dio un vuelco el corazón, pero el alma se le cayó a los pies cuando vio la expresión de disgusto de Cesare.

–En ese caso, será una situación muy incómoda para ambos...

–No te quiero aquí. Ahora no.

Sus crueles palabras se le clavaron como cuchillos.

–¿Por qué no?

–Estoy en mitad de... –se pasó una mano por el pelo–. Los dos sabemos que lo nuestro no funcionaba desde hacía tiempo, pero en estos momentos no puedo permitirme ninguna distracción.

Ava tomó aire, dejó el bolso en la mesita y se recordó por qué estaba allí.

–¿La situación de tu matrimonio es una distracción?

–Especialmente, la situación de nuestro matrimonio. Si te hubieras quedado en Bali...

–Pero no lo hice. Te gusta controlarlo todo, pero conmigo no puedes. Esta es tu casa tanto como mía, de modo que no puedo echarte. Así que tendrás que soportar mi presencia, igual que a tu hija.

–¿Soportarla? Soy su padre.

–Sé lo que digo, y no me tientes a calificar tu papel como padre o marido. No creo que te gustase el resultado.

Cesare se puso pálido y tragó saliva.

–Si quieres que mantengamos una conversación civilizada, te aconsejo que midas tus palabras, Ava. Lo que pasa entren nosotros no puede afectar a nuestra hija.

Ava intentó contener el dolor que le carcomía las entrañas y se sentó lo más lejos de él que pudo.

–En ese caso, debemos organizarnos. Tu puedes estar con ella por las mañanas, mientras yo me reúno con mis clientes, y yo me quedaré con ella por las tardes. De esa manera no interferiré en lo que creas que te estoy interrumpiendo. Para ti será como si no estuviera.

Él se echó a reír.

–Igual que un toro en una tienda de porcelana.

–Solo soy así cuando tengo que serlo –especialmente cuando se enfrentaba a un italiano frío como el hielo y arrebatadoramente atractivo que repartía órdenes como si fueran caramelos en una fiesta. O cuando se había crecido con un padre que la ignoraba y unos hermanos encantados de emularlo–. A veces es la única manera para que te tomen en serio.

–¿Por eso has vuelto tan de repente? ¿Para que te tome en serio? –le preguntó él en un tono inquietantemente tranquilo que le puso a Ava la piel de gallina.

–He vuelto porque mi hija necesita estar en casa.

–Nuestra hija –corrigió él con un peligroso brillo en los ojos–. Es tan mía como tuya, Ava.

Ella se puso en pie.

–¿En serio? Apenas la has visto en este último año. Preferías quedarte en Roma y buscarte una excusa tras otra para no venir a casa. ¿A qué viene este repentino deseo por jugar a ser padre?

Una extraña expresión cruzó fugazmente los rasgos de Cesare, demasiado rápida para que Ava pudiera analizarla.

–Es mi hija. Mi sangre. Es lógico que quiera retomar mis responsabilidades como padre.

–¿Retomar? ¡No puedes eludirlas cada vez que te venga en gana! ¿Qué pasará si te sale otro negocio en Abu Dabi, o en Doha o en Mongolia? ¿Volverás a olvidarte de ella?

–¿Crees que abandonaría a Annabelle por mis negocios?

–Oh, no pongas esa cara de indignación... ¿Cuántas veces me abandonaste para largarte a firmar algún contrato en un rincón perdido?

–Eso era distinto...

–¿Esperas que me crea que las cosas van a cambiar solo porque estamos hablando de tu hija en vez de tu mujer? ¿Acaso no antepusiste los negocios a sacar a tu hija de Bali? –Cesare nunca hacía nada sin haberlo calculado todo al detalle. Su inesperada decisión de pasar el verano en el lago y reclamar sus derechos de padre era cuanto menos sospechosa.

–Las cosas han cambiado, Ava.

–¿Cómo? Me gustaría que me explicaras claramente en qué han cambiado las cosas.

Él apartó la mirada.