Seducción en Navidad - Amanda Browning - E-Book
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Seducción en Navidad E-Book

Amanda Browning

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Beschreibung

Quinn Mannion no tenía ninguna duda de que Laura Maclane era una oportunista sin escrúpulos. ¿Qué otro motivo habría explicado que su anciano padrino hubiera decidido legar una fortuna en su testamento a una mujer joven y atractiva como ella...? Laura nunca había querido el dinero de Alexander Harrington... ¡sino solo llegar a conocer al padre que nunca había tenido! Como por desgracia Alexander había fallecido, ¿quién habría podido creer que era su hija? Quinn no, desde luego. Disgustada por su actitud, Laura no pudo evitar representar el papel de amante que él le había atribuido. Y ese fue el problema. Aunque Quinn la despreciaba... ¡resultaba cada vez más claro que estaba dispuesto a recibirla con los brazos abiertos en su cama!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1998 Amanda Browning

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción en Navidad, n.º 1210 - octubre 2015

Título original: A Christmas Seduction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7329-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Desde el momento en que Laura Maclane conoció a Quinn Mannion, el estado de guerra se declaró entre ambos, aunque eso era algo que no podía ni imaginar en aquella lluviosa noche de viernes, mientras pagaba al taxista y se encaminaba hacia el edificio donde Jonathan Ames tenía su bufete. Jonathan había sido el abogado de Alexander Harrington y era el único ser viviente, aparte de ella misma, que conocía la relación que en tiempos había mantenido con la madre de Laura, así como el contacto que la joven había entablado con él. Por el momento nadie se había acercado a la verdad. Ella era la hija natural del señor Harrington.

Laura siempre había ignorado el nombre de su padre. Nunca había sabido quién era hasta que su madre falleció de cáncer, dejándole instrucciones para que informara personalmente a un tal Alexander Harrington de su muerte. Alexander la había reconocido en seguida, pero su enorme sorpresa solo fue superada por el gran placer que le produjo el hecho de verla. Fue la propia Laura quien dudó de aquella paternidad, hasta que un test de sangre confirmó que él tenía razón. Era su hija.

Laura había sabido muy poco de la aventura amorosa que la había traído al mundo. Su madre jamás le había revelado detalle alguno. Por Alexander, había sabido que su madre y él se habían conocido en la universidad, y se habían enamorado desde el primer momento. Durante un tiempo, vivieron juntos, hasta que él tuvo que regresar a la casa familiar debido al fallecimiento de su padre. Tuvieron problemas a consecuencia de ello, y una cosa llevó a la otra. Alexander nunca regresó y jamás volvió a ver a la madre de Laura, que a su vez le ocultó su embarazo. Con el tiempo, Alexander llegaría a casarse y a fundar una familia, sin saber que tenía otra hija. No por ello, sin embargo, se sintió especialmente culpable. Había aceptado que se había comportado mal con la madre de Laura, y esta, por su parte, se había vengado ocultándole la existencia de su hija. La culpa, por tanto, era doble, pero en todo caso pertenecía ya al pasado. Ahora sabía que tenía una hija y estaba plenamente decidido a recuperar el tiempo perdido.

Durante varios meses, habían pasado la mayor parte del tiempo posible juntos, conociéndose mutuamente. Laura había tardado algún tiempo en familiarizarse con la riqueza y posición social de Alexander, pero en ningún momento había sentido la más ligera envidia. Si de algo se sentía envidiosa, era de la familia que aún no conocía. Por mucho que hubiera deseado hacerlo, jamás le había sugerido a Alexander que le presentara a su hermanastros, y a veces le había pesado aquella soledad. Alexander, sin embargo, estaba decidido a que Laura formara algún día parte de su familia: el problema consistía en decírselo a su esposa, que nunca había sabido nada de la aventura de juventud de su marido. El día que lo supiera tendría un shock, y Alexander quería minimizar el impacto porque Maxine Harrington padecía un grave problema de corazón.

Hasta que llegara ese momento habían decidido mostrarse muy discretos al respecto, pero de alguna forma la prensa del corazón había acabado por descubrir sus frecuentes citas. La foto de Laura había aparecido al lado de la del financiero en un reportaje, con un texto en el que su autor se preguntaba por la identidad de aquella joven que pasaba tanto tiempo en su compañía. A partir de entonces, las especulaciones se habían desatado, y sabiendo que solo era cuestión de tiempo que empezaran a proclamarlos como amantes, Alexander se había decidido a actuar. Sin embargo, antes de que pudiera explicarlo todo convenientemente, había sufrido un grave infarto del que nunca llegó a recuperarse… muriendo a los pocos días, a la edad de cincuenta y un años.

Su muerte habría significado el final de todo aquel asunto si no hubiera sido por su testamento: Laura se había quedado asombrada al descubrir que le había legado una enorme cantidad de dinero. Y cuando la prensa abordó la noticia, la presentó ante el mundo como una cazafortunas sin escrúpulos… Muy a su pesar había terminado por asumir que le resultaba imposible arreglar las cosas y rehabilitarse a sí misma, al menos ante los ojos de la prensa y de la sociedad. Por una parte, a esas alturas nadie la creería: ya era demasiado tarde. Y por otra, le había prometido a Alexander que no revelaría una sola palabra sobre su relación hasta que él mismo no se lo contara a Maxine. Frustrada, durante varios meses se había debatido en ese terrible dilema. Aún seguía esperando secretamente poder conocer a su familia en algún momento: lo que no sabía era cómo.

Hasta aquel preciso día, solo Jonathan, el abogado, estaba al tanto de la verdad, y a causa de ello, Laura lo consideraba su mejor amigo. A veces tenía incluso la sensación de que era el único que tenía, pensaba irónica mientras entraba en el edificio. A aquella hora de la noche el vestíbulo estaba desierto; solo se oía el eco de sus pasos. Mientras subía en el viejo ascensor hasta el tercer piso, revisó su aspecto en el espejo. El cabello rubio, cortado a media melena, se le rizaba justo debajo de las orejas, dando a su rostro en forma de corazón un aspecto de mayor fragilidad. Tenía unos preciosos ojos grises, de largas pestañas, y una boca de labios llenos. Debajo de su abrigo de lana, el vestido de noche de color negro y los elegantes zapatos de tacón resaltaban su magnífica figura y sus largas y bien torneadas piernas.

Pensó que parecía la diseñadora de interiores de veintiocho años que era en realidad, y de inmediato esbozó una mueca irónica. Era una suposición universal que todo el dinero que se gastaba Laura en su propia imagen procedía de su «amante» recientemente fallecido. Las damas de la gran sociedad ignoraban que tanto ella como su amiga Anya Kovacs poseían un boyante negocio de decoración interior.

El ascensor se detuvo en el tercer piso y Laura se dirigió hacia el despacho de Jonathan. Era un abogado excelente, y cuando se sumergía en un caso, se olvidaba de todo lo demás. Aquella noche, por ejemplo, se suponía que tenía que haberla recogido hacía una hora para asistir a la inauguración de una exposición de arte, y salir luego a cenar juntos. En realidad debió haberle telefoneado antes, pero supuso que se acordaría de su cita. Estaba en un error. Abrió la puerta y descubrió a Jonathan sentado a su escritorio y ensimismado en el estudio de un expediente. A un lado de la mesa tenía una taza de café frío con un donut mordisqueado.

–¡Sabía que te encontraría aquí! –exclamó Laura, sobresaltándolo.

–¿Laura? ¿Qué diablos…? –exclamó sorprendido Jonathan. Llevándose una mano a la cabeza, se levantó rápidamente y rodeó el escritorio–. Oh, Dios mío, lo siento. Se suponía que teníamos que ir a la inauguración, ¿verdad? –la besó en las mejillas y Laura suspiró.

–Pues sí –confirmó mientras alzaba una mano para apartarle delicadamente un mechón de la frente–. Sinceramente, eres un verdadero desastre. ¿Qué ha pasado esta vez?

–Me temo que soy yo lo que ha pasado –de repente una extraña voz, rica de matices y levemente ronca, interrumpió su conversación. Laura se volvió rápidamente, pero el hombre se quedó donde estaba, a la puerta del cuarto de baño del despacho, con la luz que tenía a sus espaldas recortando nítidamente su silueta.

–¿Y quién es usted? –inquirió con mayor brusquedad de lo que había pretendido, moviéndose inquieta al lado de Jonathan.

–Oh, diablos, me temo que tenía que ocurrir tarde o temprano –pronunció el abogado–. Te presento a Quinn.

Laura se quedó paralizada de asombro.

–¿Has dicho Quinn? –preguntó ella, aunque lo había oído perfectamente.

–Ajá.

Laura había oído hablar mucho del ahijado de Alexander, Quinn Mannion. Antiguo periodista de investigación, tenía treinta y seis años y ganaba millones de dólares escribiendo novelas de temas políticos que lo habían colocado incontables veces a la cabeza de las obras más vendidas. En la mejor tradición novelística, vivía aislado en alguna parte de la costa de Maine. Con los años su nombre había aparecido sentimentalmente ligado a varias mujeres, pero seguía soltero. Laura siempre había sentido curiosidad por conocer su aspecto, y se quedó sin aliento cuando lo vio acercarse a la luz del escritorio. Abrió mucho los ojos. ¿Aquel era Quinn Mannion?

Era alto, de cabello oscuro, hombros anchos y estrecha cintura. Llevaba una cazadora de piel encima de un grueso suéter y unos vaqueros muy ceñidos, y emanaba una aureola de seguridad en sí mismo que parecía casi palpable. Era impresionantemente guapo, de una belleza de rasgos duros; de hecho, el único detalle que alteraba esa norma era una boca sorprendentemente sensual. Al menos eso fue lo que pensó Laura hasta el instante en que quedó cautivada por sus ojos, de un azul intenso, el más brillante que había visto en toda su vida. Bordeados por largas pestañas, habrían sido casi femeninos, pero no lo eran: muy al contrario, todo en Quinn Mannion era asombrosamente masculino, y de repente, Laura sintió que algo elemental, primario, se removía en su interior.

De pronto, en tan solo un instante, se sentía irremisiblemente atraída por aquel hombre. Incluso en una habitación completamente a oscuras habría percibido su presencia, su magnetismo. Esa era una sensación muy poco familiar para Laura. Siempre había apreciado a los hombres atractivos, pero nunca antes había sido tan abrumadoramente consciente de otro ser humano. Aquello era atracción sexual en toda su crudeza. Por unos segundos, permaneció como hipnotizada, al igual que un conejo cegado por los faros de un coche, mientras Quinn se acercaba a ella con un extraño brillo en los ojos.

–Vaya, vaya. Laura Maclane en persona. Las fotografías de las revistas no le hacen justicia. ¿Está disfrutando de los resultados de su trabajo?

Aquella inesperada pregunta la desconcertó por un momento. Había esperado algún saludo fríamente cortés, pero unas pocas palabras habían bastado para convencerla de que no iba a escuchar, por muy falsa que fuera, una sola galantería por su parte. Aquello la hirió, pero también consiguió enfurecerla.

–¿A qué trabajo se refiere?

–Al duro trabajo de acostarse con un hombre que habría podido ser su padre –explicó con tono desapasionado, lo cual intensificó aun más el insulto de su comentario.

–¡Quinn!

Jonathan dio un paso hacia él, frunciendo el ceño, pero Laura alzó una mano. No necesitaba que la protegieran. Quinn Harrington no tenía idea de lo muy cerca que había estado de la verdad.

–Tranquilo, Jonathan. El señor Mannion solo está expresando en voz alta lo que lo demás me han dicho a la espalda. De hecho, casi se lo agradezco. La respuesta a su pregunta es sí. Disfruto de los resultados de mi trabajo –aunque él no lo supiera, Laura se estaba refiriendo a su negocio, no a su supuesta relación con su padre.

–No esperaba que fuera tan sincera –repuso fríamente Quinn, y Laura sonrió con sombría satisfacción.

–Oh, estoy llena de sorpresas –exclamó, burlona. Durante meses, había estado mordiéndose la lengua. Si Quinn quería iniciar una discusión, la tendría.

–Apuesto a que sí. Por curiosidad, ¿cómo se las arregló para atraparlo? Habría pensado que un hombre de la inteligencia de Alex no caería en una trampa tan burda.

Laura apretó los dientes. Aquel hombre no se contenía en absoluto: se lanzaba directamente a la yugular.

–¿Le apetece escuchar los detalles más íntimos?

–Ya soy un chico mayor. No voy a ruborizarme.

–Ya lo suponía, señor Mannion.

–Podemos tutearnos. Llámame Quinn. Dadas las circunstancias, creo que podemos prescindir de las formalidades.

–Estupendo, Quinn –se permitió esbozar una sonrisa sensual, como si estuviera flirteando peligrosamente con él. Por el rabillo del ojo, vislumbró la sorprendida expresión de Jonathan.

–No hagas eso, Laura –le advirtió el abogado con tono urgente, en un susurro.

–Tiene razón. No es una decisión muy inteligente que utilices tus tretas femeninas conmigo, Laura.

Ignorando la mirada de Jonathan, Laura inquirió:

–¿Por qué no? Podría resultar divertido –se burló mientras jugaba con la cremallera de la cazadora de Quinn, abriéndola y cerrándola, y preguntándose cuánto tardaría en hacerle perder la paciencia.

Con una expresión de desdén, Quinn le apartó la mano.

–Créeme, no te gustaría la experiencia –le advirtió, pero Laura ya estaba empezado a disfrutar con la situación.

–Todavía no conoces mis gustos –replicó en un murmullo sensual.

–Estoy empezando a hacerme una idea. Déjalo ya.

Deleitada por su éxito, Laura emitió un sonoro suspiro.

–De acuerdo. ¿Por dónde iba?

–Me ibas a contar cómo te las apañaste para que mi padrino te legara todo ese dinero.

Aquello era precisamente lo último que había querido hacer Laura. Le disgustaba profundamente la gente que se apresuraba a sacar conclusiones apresuradas. Quinn no sabía nada de ella, salvo lo que evidentemente debía de haber leído en las revistas, y había decidido que era verdad.

–Me serví de los dones que Dios me dio –respondió provocativa, y no la sorprendió que Quinn la mirara de arriba abajo.

–Nunca imaginé que mi padrino caería en algo tan bajo.

–Alexander consiguió exactamente lo que quería de mí. ¿Quieres que te lo describa? –lo desafió con tono dulce. Aquel hombre era asombrosamente fácil de irritar.

–No, gracias –la miró con expresión de asco, y Laura no pudo evitar burlarse un poco más:

–Íbamos a salir a cenar. ¿Quieres acompañarnos? –oyó cómo Jonathan contenía el aliento. Se había quedado lívido.

–Lo lamento, pero no puedo. Se supone que ya debería estar en otro lugar y… –miró su reloj de oro–… ya llego tarde.

–Qué pena. ¿En otra ocasión, quizás? –se aventuró a preguntarle, tendiéndole la mano. Incapaz de mostrarse tan grosero como para ignorar su gesto, Quinn se la estrechó.

Su contacto pareció comunicarle una carga de electricidad que se dispersó por todo su cuerpo, llenándolo de vida. El corazón se le había acelerado y la sangre empezaba a hervirle en las venas. Era una sensación absolutamente asombrosa. Cuando Quinn le soltó la mano y se volvió hacia Jonathan, Laura se quedó temblando por el efecto. Nunca en toda su vida se había se había sentido tan alterada, tan turbada.

–¿Qué diablos creías que estabas haciendo? –le preguntó Jonathan una vez que se quedaron solos.

–¿Qué? –inquirió aturdida, todavía afectada por su reacción. Apenas podía dar crédito a lo que había sucedido. Se estremeció, aliviada de que Quinn se hubiera marchado.

–¡Dios mío, Laura –Jonathan se pasó una mano por el pelo, con gesto nervioso–, te has comportado como una idiota! –exclamó, incrédulo.

–Me he comportado como él esperaba que me comportara –declaró a la defensiva–. Su suposición me disgustó.

–¡No me digas!

–No hay necesidad de que seas tan sarcástico –lo miró frunciendo el ceño–. Sabes perfectamente que no podía decirle la verdad.

–Quizá no, pero de ahí a mentirle tan descaradamente… Tus implicaciones han sido suficientemente elocuentes. Ahora Quinn está convencido de que eres una cazafortunas de la peor especie.

–Oh, de acuerdo, lo admito. No pude evitarlo. O me defendía o me dejaba avasallar.

Aquel comentario le arrancó una sonrisa a Jonathan.

–Pues lo conseguiste. Se quedó de piedra –admitió.

Laura se echó a reír, pero al instante se puso seria.

–Por cierto, ¿qué estaba haciendo aquí? Me llevé la sorpresa de mi vida al verlo contigo.

–Vino a traerme un mensaje de Maxine –le informó el abogado mientras ordenaba su escritorio–. Ya sabes que soy un buen amigo de la familia. Como cada año, me han invitado a pasar las navidades con ellos.

–Ignoraba que vuestra relación fuera tan estrecha –comentó Laura, genuinamente sorprendida.

–El bufete Ames y Ames lleva varias generaciones asesorando a la familia Harrington. Lo de pasar juntos las navidades se ha convertido en una tradición. No podía negarme –explicó a modo de disculpa, como temiendo que Laura pudiera calificar de desleal su actitud.

–No, claro que no –convino ella–. Pero no creo que pasen unas fiestas muy felices.

–«Lúgubre» es el adjetivo que podría describirlas. Serán las las primeras vacaciones que pasen sin Alexander. A propósito, ¿sabes que Philip y Stella quieren impugnar el testamento?

–¡No! ¿Cómo pueden…? –la insinuación de que Alexander no hubiera estado en plenas facultades mentales cuando dictó su testamento la indignaba profundamente–. ¿Qué ha dicho Maxine?

Jonathan se sonrió pensando que Laura parecía una madre osa defendiendo a sus pequeños. Alexander se habría sentido orgulloso de ella al tenerla entre sus más leales defensores.

–No está de acuerdo. Maxine es una dama muy clásica, a la antigua. Tal vez esté terriblemente resentida contigo, pero si Alexander quería dejarte el dinero, ella jamás se opondría a su voluntad. Creo que te gustaría.

–Quiero gustarles a todos –le confesó Laura, suspirando–. Quiero conocerlos. Son mi familia, pero, ¿cómo puedo decírselo? Es imposible. La sorpresa la mataría. Todo es tan complicado…

–Es verdad, pero llegará la ocasión en que puedas decírselo.

Laura sacudió la cabeza. Cada vez se sorprendía más de lo mucho que echaba de menos a su padre, cuando apenas lo había conocido.

–Era un buen hombre, ¿verdad?

–Uno de los mejores –afirmó Jonathan, abrazándola cariñosamente.

Laura hizo un decidido esfuerzo por sobreponerse.

–Creo recordar que Alexander me dijo una vez que la familia siempre pasa las navidades en su casa de Vermont.

–Es verdad. Todos vamos allí uno o dos días antes de Navidad y nos quedamos hasta Año Nuevo.

Laura suspiró. Un genuino encuentro familiar. Lo habría dado todo por poder estar allí. De pequeña, siempre había ansiado poder formar parte de una gran familia, pero solo había tenido a su madre. Había pensado que todo habría sido diferente aquel año, pero con la muerte de Alexander… había vuelto a quedarse sola.

–Supongo que no te permitirán presentarte con un acompañante, ¿verdad? –inquirió esperanzada, y de inmediato contuvo el aliento al concebir una audaz idea.

–Podría si quisiera. ¿Por qué me lo preguntas?

–¿Me atrevería? –se preguntó Laura en voz alta, todavía ensimismada en sus reflexiones.

–¿Atreverte a qué? ¿Por qué estoy empezando a inquietarme tanto? –musitó irónico.

–Probablemente porque empiezas a conocerme demasiado bien. Quiero estar allí, con ellos, Jonathan.

–¡No puedes estar hablando en serio!

–Lo único que quiero es llegar a conocerlos. Y darles a ellos la oportunidad de que me conozcan a mí.

Jonathan alzó las dos manos, como para detenerla.

–Oh, no. Ni hablar.

–¡Por favor! Me portaré bien. ¡Ni te darás cuenta de que estoy allí!

–No me preocupo por mí –se pasó una mano por el pelo, nervioso–. A la familia no le gustará –le advirtió.

Laura se mordió el labio. Jonathan tenía razón, pero aun así sabía que tenía que hacerlo.

–No podrán rechazarme mientras esté contigo –declaró, aunque no estaba del todo convencida de la certeza de aquella información.

–Cierto, pero… Dios mío, Laura, ¿has pensado en todo? La experiencia no será nada agradable para ti.

Laura desechó aquel obstáculo. Si ella podía convencerles de que no era una especie de monstruo, quizá se mostraran más receptivos a los hechos sobre los que tenía que informarles. Además, así podría evaluar la posible reacción de Maxine.

–Lo sé, pero podré soportarlo.

–Debo de estar loco… –murmuró Jonathan, sacudiendo la cabeza.

–Oh, gracias –le echó los brazos al cuello–. Eres un hombre maravilloso.

–No exageres –le advirtió–. Sé que terminaré arrepintiéndome de ello.

–Ya verás cómo no. Esta es la oportunidad que hemos estado esperando. ¿Para cuándo te esperan?

–Para el próximo miércoles por la tarde –respondió, y por última vez, intentó disuadirla–. ¿Estás segura de que esto es lo más adecuado?

–No, pero voy a hacerlo de todas formas.

Dándose cuenta de que no iba a cambiar de idea, Jonathan se resignó a lo inevitable.

–Te recogeré en tu apartamento a eso de las siete.

–No les pondrás sobre aviso de mi presencia, ¿verdad? –le preguntó de pronto Laura.

–Creo que preferiría sorprenderlos. Puede que asesinen al mensajero por llevarles la mala noticia –respondió secamente mientras guardaba en un cajón del escritorio el expediente que antes había estado leyendo–. ¿Nos vamos a cenar? –descolgó su abrigo.

–¿No habremos perdido nuestra mesa?

–No. Me acordé de lo que pasó la última vez que salimos a cenar y reservé la mesa para una hora más tarde. Si nos damos prisa, no la perderemos –tomándola del brazo, la guió fuera del despacho.

–¡Eres un tipo listo!

–Si lo fuera, no me habría dejado convencer por ti.

Capítulo 2

 

Suficiente calor?

Laura suspiró, estirando los pies hacia el calefactor. El coche de Jonathan no podía ser más lujoso.

–Mmmm. Tanto que me está entrando sueño –murmuró. Había sido un largo día y, después del denso tráfico de salida de la ciudad en temporada de vacaciones, avanzaban en aquel momento con mayor rapidez.

–¿Por qué no te duermes un rato? Todavía falta mucho para llegar –le sugirió Jonathan, sonriendo.

A Laura le gustó la idea. No había dormido mucho la noche anterior pensando en la visita que estaba a punto de hacer. Ciertamente no se arrepentía de la decisión que había tomado. Sin embargo, sabía que no iba a ser nada agradable meterse en un sitio donde sabía que no la querían.