Seremos juzgados por el Amor - Gabriel Amorth - E-Book

Seremos juzgados por el Amor E-Book

Gabriel Amorth

0,0

Beschreibung

El enemigo de la raza humana, que se ha rebelado contra Dios y que quiere llevar toda la creación a la perdición y a la destrucción, quiere también hacernos perder la esperanza de amar y gozar de la misericordia de Dios-Amor. Este es el último libro del Padre Amorth en el que nos ofrece, con un lenguaje simple –pero no simplista–, las nociones de base para dotar al lector de una primera orientación en la oscura fenomenología ligada al culto de Satanás –la posesión, las vejaciones, la obsesión y la infestación diabólica– y en sus remedios espirituales, colocándola en la necesaria perspectiva del juicio final de Dios sobre los hombres y sobre la historia iluminada por los acontecimientos salvíficos de Cristo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 224

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Amorth, Gabriele

Seremos juzgados en el amor : el demonio no podrá contra la misericordia de Dios / Gabriele Amorth ; Stefano Stimamiglio. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Talita kum Ediciones, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Verónica Lobo.

ISBN 978-987-4043-15-3

1. Catolicismo. 2. Actividad Religiosa. 3. Vida Sacerdotal. I. Stimamiglio, Stefano. II. Lobo, Verónica, trad. III. Título.

CDD 250

© Talita Kum Ediciones, Buenos Aires, 2018

www.talitakumediciones.com.ar

[email protected]

© Título original: Saremo Giudicati dall’Amore. Il demonio nulla può contro la misericordia di Dio.

Primera edición, enero de 2018.

Segunda edición, abril de 2018.

Segunda edición, digital, marzo de 2019.

ISBN: 978-987-4043--15-3

Diseño: Talita Kum Ediciones

Traducción: Verónica Lobo

 

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

Reservados todos los derechos.

Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño de tapa e imágenes interiores, por ningún medio de grabación electrónica o física sin la previa autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas por la ley.

1 INTRODUCCIÓN

“En el atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor”. Con esta brillante expresión, en el siglo XVI el gran místico carmelita san Juan de la Cruz quiso manifestar teológicamente la misma misteriosa realidad que Jesús expuso a sus discípulos poco antes de ofrecer su vida para la salvación de los hombres. Con un extraordinario y apocalíptico cuadro del juicio final de Dios sobre la historia y sobre nuestras existencias individuales, la misma realidad fue “pintada” majestuosamente por el evangelista Mateo en el capítulo 25 de su evangelio. Cada cosa que habremos hecho –o que no habremos hecho– a cada uno de los hermanos más pequeños de Él, lo habremos –o no lo habremos– hecho a Jesús. El amor, por lo tanto, será la base de la sentencia que se emitirá sobre nuestra vida y que experimentaremos nosotros mismos frente a la patente verdad de nuestra realidad, cuando comparezcamos ante Dios. Este es el corazón de la vida cristiana: la caridad, la misericordia, la acogida. En el atardecer de nuestra vida quedará solo el plus de amor que habremos puesto en cada cosa.

Pero también existe la otra cara de la moneda: además de ser juzgados en el amor, seremos juzgados por el Amor, es decir por Dios. Cuando convocó el Jubileo extraordinario de la misericordia, el papa Francisco quiso expresar para toda la Iglesia y para todo el mundo, precisamente, esta asombrosa y nunca completamente profundizada verdad: el juicio que nos espera es un juicio de misericordia. “La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”1. A cada persona le es dada la esperanza de que no existe ningún pecado, ninguna situación de vida, ningún fracaso humano, que no pueda ser cubierto y acogido plenamente por el amor de Dios, con la única condición de que se manifieste el arrepentimiento y el deseo del perdón.

Este es el mensaje, cargado de esperanza confiada, que quiero hacer mío y proponer en la ocasión feliz del año jubilar según la óptica especial de quien, como yo, ejerce en la Iglesia el ministerio de exorcista, es decir de la batalla frente a frente con el diablo para desterrar su acción extraordinaria en la vida de los hombres. El enemigo de la raza humana, que se ha rebelado contra Dios y que quiere llevar toda la Creación a la perdición y a la destrucción, quiere también –ahora y en cada momento de nuestra vida, incluido el momento final– hacernos perder la esperanza de amar y gozar de la misericordia de Dios-Amor, que se ha encarnado en Cristo Jesús y que a través de su muerte y resurrección nos dio la posibilidad de redimirnos después de que el pecado original había roto la comunión total con el Creador. A través de la acción ordinaria del diablo, que es la tentación, y a través de su acción extraordinaria, que constituye el objeto de este libro, el demonio trata de destruir en cada hombre y en cada mujer la confianza de amar y ser amados.

Este libro que escribí con la ayuda del padre Esteban Stimamiglio –quien fuera subjefe de redacción del semanario Credere y que es mi hermano de congregación en la Sociedad de San Pablo donde hoy ocupa el cargo de secretario general–, nace del deseo de colmar los corazones con la esperanza que se funda sobre la roca de la Palabra de Dios, a la que ni las lluvias ni los desbordes de los ríos ni las ráfagas violentas de los vientos y –fuera de metáfora cualquier acontecimiento por más trágico y dramático que pueda ser– pueden destruir (Cfr. Mt 7, 25).

Quiero poner la mira en un tema muy tratado, me atrevo a decir ¡finalmente!, por la publicidad de los últimos años: la posesión, las vejaciones, la obsesión y la infestación diabólica. Pero el material que hemos producido en oportunidad de nuestros encuentros –fruto de varias entrevistas que han permitido la realización del temario titulado Diálogos sobre el Más allá del Semanario Credere desde su fundación en abril de 2013 hasta agosto del año siguiente cuando se concluyó– es decididamente mucho más amplio y aporta al tema otros aspectos de nuestra doctrina que permiten encuadrarlo mejor en la justa óptica. La organización de ese material en la secuencia lógica de los capítulos semanales en la revista fue realizada con la intención de ofrecer con un lenguaje simple –pero no simplista– las nociones de base y otorgar al lector una primera orientación en la oscura fenomenología ligada al culto de Satanás y a sus remedios espirituales, colocándola en la necesaria perspectiva del juicio final de Dios sobre los hombres y sobre la historia iluminada por los acontecimientos salvíficos de Cristo. Es en el intento de ofrecer un compendio esencial sobre la materia y de hacerlo accesible al gran público, donde reside su originalidad.

Comenzando por una catequesis general acerca de la victoria de Cristo sobre el pecado, trataré por lo tanto seguidamente, la doctrina católica sobre los ángeles caídos, los fundamentos del satanismo y sus innumerables manifestaciones de culto, las consecuencias espirituales que pueden derivar de él, los remedios y concluiré con algunas nociones básicas de escatología cristiana que desean ofrecer –en un recorrido que parte del sacrificio de Cristo y que, pasando por la oscura acción de Satanás, vuelve a Jesús en su éxito salvador– motivos de gran esperanza para todos, pero especialmente para quienes sufren las pesadas consecuencias de los males maléficos, personas que siento mis amigos y mis compañeros de camino.

1 Cfr. Misericordiae vultus, Nº 3.

2 LA VICTORIA DE CRISTO SOBRE EL PECADO Y LA MUERTE

Encarnación y resurrección: la Vida vence a la muerte

Antes de entrar en el corazón del libro, quisiera aclarar algunas verdades fundamentales de nuestra fe, que sirven como “equipaje” indispensable para afrontar el difícil itine-rario en el tema de los males maléficos, complejo y nunca suficientemente clarificado. Antes de hablar de estos males y de su autor, el diablo, y también para quitar inmediatamente la tentación de cualquier sensacionalismo, es necesario poner dos premisas fundamentales que se refieren a la persona de Jesucristo, el Maestro, el Salvador, el Liberador.

La primera consideración que les propongo es sobre el sentido profundo de la Encarnación del Hijo de Dios. ¿Qué significa para cada hombre y cada mujer de todos los tiempos el nacimiento de Jesucristo Salvador, de María Virgen por obra del Espíritu Santo, acontecido una noche de hace más de dos mil años en Belén, una pequeña e insignificante localidad, no demasiado lejana de Jerusalén. Un hecho puntual en la historia de la humanidad que nos da gran esperanza. Es necesario mirar a ese Niño como al Hijo de Dios que nace en medio de los hombres para arrancarnos del pecado, del egoísmo, de la muerte, del poder del diablo. Es preciso tener ojos llenos de fe para ver, recostado en esa pobre gruta, al Profeta esperado por las naciones, al Mesías que revelará de forma definitiva el rostro misericordioso del Padre a través de su predicación por los caminos de Palestina, curando a los enfermos, consolando a los abandonados en el cuerpo y en el alma, predicando la Buena Noticia del Reino de Dios y expulsando a los demonios.

Sin embargo, el nacimiento de Jesús no nos dice todavía todo si no miramos el segundo momento fundamental de la historia del Hijo del Hombre: su muerte y resurrección, que celebramos cada año en la Pascua. La resurrección de Jesús es causa de salvación eterna para las almas muertas antes de su venida, para toda la humanidad contemporánea a Él y para toda aquella que ha venido después de Él. La resurrección de Cristo nos abre de par en par las puertas del paraíso. Con una condición: que esta misma salvación sea aceptada libremente por cada hombre. Dios no impone a nadie el aceptar su salvación y está siempre dispuesto a recibirnos en todo momento.

Al comienzo del evangelio de Marcos hay cuatro frases que resumen toda la obra del Señor y que dan sentido a nuestra existencia: “El tiempo se ha cumplido”, “el Reino de Dios está cerca”, “conviértanse”, “crean en la Buena Noticia” (Mc 1, 15). Analizándolas comprenderemos mejor el sentido de la encarnación y de la resurrección de Jesús.

La primera significa que ha terminado el tiempo de la espera: desde el momento en que nace Jesús sobre la tierra, se convierte al mismo tiempo en el centro de toda la historia de la humanidad.

El sentido de la segunda es que el Cielo, que antes estaba cerrado a causa del pecado, ahora se ha abierto en virtud de la carne transfigurada de Cristo por su resurrección. Su reino, reino de justicia y de paz, ha llegado definitivamente a nosotros. Es útil recordar que, según el Antiguo Testamento, los muertos tenían un destino especial: el sheol2, una especie de “fosa común” en la que los hebreos pensaban que iban a parar las almas de los individuos después de la muerte. El sheol era imaginado como un lugar lleno de neblina, de sombras que, aunque permitiera una especie de sobrevivencia “disminuida” después de la muerte, de todos modos no liberaba al ser humano de sus efectos más perversos y contrarios al orden de la Creación: la exclusión de la comunión perfecta con Dios y con los hombres. Ahora, en cambio, con la llegada de Cristo y la resurrección de su carne, la Revelación se ha completado: las puertas del paraíso se han abierto de par en par y la luz fulgurante de Cristo resucitado y vivo invade el lugar que habitan todos los redimidos.

La tercera frase nos revela que, para gozar de la bienaventuranza eterna, tenemos que cambiar de total y radicalmente nuestro modo de pensar y, por lo tanto, nuestra vida. Estamos llamados a una constante metanoia, a una “conversión”, a una reformulación de las prioridades de la vida, para que esta realidad pueda realizarse plenamente también en nuestra existencia.

La cuarta, finalmente, nos explica cómo realizar concretamente esta conversión: vivir el Evangelio. Allí encontramos todo lo que necesitamos. El Evangelio, que se resume en lo que Jesús ordena a sus discípulos: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34).

¿Cuál es la actitud fundamental que tenemos que encarnar, entonces, para asumir todo esto de modo serio? Respondo con una simple anécdota personal. A lo largo de veintiséis años –desde 1942 hasta 1968– me dirigí regularmente a San Giovanni Rotondo para encontrarme con san Pío de Pietrelcina. Los frailes tienen la costumbre de tener en sus celdas un cartel con alguna frase de la Biblia. Padre Pío tenía esta frase: “La grandeza humana tiene siempre por compañera a la tristeza”. Su sentido me parece claro: tenemos que tener humildad, tanta humildad como tuvo Jesús, para vivir lo que san Pablo sin rodeos llama “anonadamiento” (Cfr. Flp 2, 7), es decir su hacerse hombre –Él, que era Dios– y morir en una cruz rechazado por los hombres. Después que le robaron este cartel de su habitación, puso este otro: “María es toda la razón de mi esperanza”. Si María, que es la Madre de Jesús, es nuestra esperanza, toda persona –quien sufre, quien está solo, quien se siente triste y diría hasta un musulmán o un no cristiano– puede mirar la Navidad del Señor y su Pascua de resurrección con un corazón colmado de esperanza.

La muerte de Cristo ilumina con una luz profunda nuestra muerte. El Hijo de Dios haciéndose hombre quiso aceptar íntegramente la condición humana. Como narra el libro del Génesis, Dios creó al hombre en una condición de inmortalidad. En el paraíso terrenal recibió solo la prohibición de comer del árbol del bien y del mal. Obviamente, para hacerse entender mejor, el autor bíblico usa un lenguaje metafórico: esa narración no debe ser entendida en sentido literal. El mensaje está en la profundidad de su significado teológico: para el hombre fue una prueba de obediencia y de reconocimiento de la autoridad de Dios y de su señorío sobre la Creación. El diablo usó con Adán y Eva –y lo hace también con nosotros– dos trampas con la finalidad de hacerlos caer. Primero los llevó a negar lo que Dios les había impuesto. Por eso la serpiente dice a Eva: “No, no morirán si lo comen” (Cfr. Gn 3, 4). De la misma manera actúa con nosotros cuando nos hace dudar de la existencia del pecado, del infierno y el paraíso y de su eternidad; o cuando, para hablar de nuestros días, hace pasar al aborto o la eutanasia como signos del progreso de la humanidad. El segundo engaño es hacer aparecer el mal como un bien, es decir como una ganancia. De hecho la serpiente continúa: “Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5). En definitiva, el diablo presenta al mal como interesante, positivo, bello.

A la luz de esta situación Jesús, encarnándose, acepta las consecuencias extremas de esta culpa original, cuyo efecto es la muerte: “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer, porque el día que lo hagas quedarás sujeto a la muerte” (Cfr. Gn 2, 17) advirtió Dios colocando al hombre en el Edén. El Hijo del Hombre al encarnarse aceptó –en cuanto hombre, y solamente como tal, ya que la naturaleza divina no está sujeta a estos límites– la condición de mortalidad y todos los límites de la naturaleza humana: hambre, sed, sueño, sensibilidad al dolor. Él aceptó –para salvarnos– las consecuencias extremas de la muerte, para derrotarla con su resurrección. Este hecho es el que hace gritar a san Pablo: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1Cor 15, 55). ¡La muerte ha sido vencida por Jesús! Y quienes padecen males espirituales no están excluidos –¡al contrario!– de la gran consolación por la salvación eterna, en la que el Señor secará todas nuestras lágrimas (Cfr. Ap 21, 4). Esta es la gran noticia para nuestros queridos hermanos que tanto sufren.

Las consecuencias de la victoria de Cristo

Entramos más en profundidad en lo que hemos dicho, deteniéndonos aún más en el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Este misterio nos obtiene tres victorias sobre las tres condenas recibidas por Adán y Eva después del pecado original. La primera condena es la muerte, la segunda se refiere a nuestro cuerpo que sufrirá la corrupción (“¡Porque eres polvo y al polvo volverás!” Gn 3, 19); la tercera condena es el cierre de las puertas del paraíso.

Jesús nos obtiene en primer lugar la victoria sobre la muerte, porque nuestro cuerpo inmediatamente después de haber cerrado los ojos a este mundo no va a las penumbras del sheol sino que está destinado a resurgir. Ciertamente se puede resurgir para la vida o para la muerte, es decir para el paraíso –quizás con un “paso” por el purgatorio– o para el infierno. Respecto a esta realidad es clarísima la afirmación de Jesús al buen ladrón en la cruz: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Esto nos dice que no tenemos que tener miedo a la muerte, porque es solo un ir hacia un Otro de paz, de concordia y amor que nos espera para darnos la vida sin fin.

La victoria sobre la segunda condena: el ser humano está compuesto de alma y de cuerpo y no puede vivir únicamente con su alma, despegada del cuerpo. Cuerpo y alma están destinados a volver a unirse en el final de los tiempos, es decir en el momento del Juicio universal. Santo Tomás –a mi modo de ver, el más grande teólogo cristiano– afirma que si bien es por la fe que nosotros creemos en la unidad del cuerpo y del alma, también desde un punto de vista racional (únicamente con la fuerza de la razón) es imposible pensarlos separados. Si pensamos en los santos, que ya gozan del paraíso, pero cuyos cuerpos no están todavía unidos a sus almas porque esto sucederá solamente al final de los tiempos, podemos tener la certeza de que ellos ya viven la bienaventuranza sin su cuerpo, pero que alcanzarán el culmen de la felicidad solamente cuando cuerpo y alma se vuelvan a unir. Lo mismo se puede decir de cada uno de nosotros cuando, por la misericordia de Dios, alcanzaremos el paraíso. En una palabra: solo con la unión del alma y del cuerpo después de la muerte, cuando el tiempo se haya cumplido, llegará la verdadera plenitud de la vida. Por el momento los santos tienen esa medida de felicidad que puede estar “contenida” –para expresarlo en términos simples– solamente en el alma. Lo mismo vale naturalmente, pero en sentido contrario, para los condenados.

Finalmente, respecto a la tercera condena, podemos afirmar que Jesús con su resurrección nos ha abierto de par en par las puertas del paraíso, que habían sido cerradas herméticamente con el pecado original. Este es el mensaje fundamental de la Pascua por el que podemos decir que gozamos a causa de nuestra fe: nuestra vida no está destinada a la nada sino a la gloria y a la felicidad eterna en compañía de María, de los santos y de la Santísima Trinidad.

Dar un sentido al sufrimiento

A pesar de ello, en la vida todos tenemos la experiencia del dolor y de la angustia. Entonces ¿cómo mirar la vida eterna para aquellos que sufren en el cuerpo y en el espíritu? Dios creó todo para el amor y la felicidad, pero también estableció que cada creatura llegara a ellos a través de un camino libre, no obligado. Para todos el Señor fijó una prueba. Los mismos ángeles, creaturas como nosotros, fueron sometidos a este examen. Conocemos el resultado final: una parte de ellos se rebeló contra Dios y no quiso reconocer su autoridad sometiéndose a Él con humildad y están condenados definitivamente. Otra parte de los ángeles prefirió la obediencia a Dios, eligiendo el paraíso.

También el hombre sobre la tierra es sometido a la prueba de la fidelidad, a las leyes Dios. Esto sucede de modo eminente durante el tiempo del sufrimiento que, como bien sabemos, no le falta a nadie. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 23), dice Jesús. El magisterio de la Iglesia nos recuerda que “la victoria mesiánica sobre la enfermedad, como sobre otros sufrimientos humanos, no se realiza solamente a través de la eliminación del dolor con curaciones prodigiosas, sino también a través del sufrimiento voluntario e inocente de Cristo en su pasión, que dona a cada ser humano la posibilidad de asociarse a Él”3. Este es un punto central: el sufrimiento humano asociado al de Cristo se vuelve salvífico. “Al obrar la redención a través del sufrimiento, Cristo elevó el sufrimiento humano al nivel de la redención. Por lo tanto, también cada persona con su sufrimiento puede participar del sufrimiento redentor de Cristo”4. El dolor, sobre todo cuando es inocente, es un misterio que supera nuestra capacidad de comprensión. El que sufre, a causa de una enfermedad o por algún mal espiritual como la posesión diabólica, si se asocia a Cristo, se eleva a un nivel superior que a través de la fe lo hace capaz de cultivar la esperanza. Es más, los que sufren tienen una verdadera “vocación” propia, una llamada “a participar del crecimiento del Reino de Dios de maneras nuevas, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo son luz que despliega delante de los ojos de quien sufre el significado de gracia que encierra su propia situación y pueden llegar a transformarse en su programa de vida: ‘Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo que es la Iglesia’ (Col 1, 24)”5. Entregarse a la voluntad de Dios en el sufrimiento es el único camino. Es un misterio que constato cada día en mi ministerio de curación de los males espirituales de tantos hermanos y hermanas que ofrecen su sufrimiento por la salvación del mundo.

Si queremos “traducir” estos términos teológicos en palabras populares diría, como se solía hacer en mi pueblo, en Emilia, que “al paraíso no se va en carroza”. Es necesario, de algún modo, “ganárselo”. Entendámosnos: todo es gracia, el paraíso no podrá jamás ser “merecido”. Solo Cristo lo “gana” para todos a través de su paso estrecho por la muerte en la cruz y nos abre al gozo de la resurrección. A nosotros nos toca aceptarlo a través de las pruebas de la vida. Y esto vale para todos. Leemos, por ejemplo, que algunos santos han vivido sufrimientos extraordinarios. Digámoslo pronto: el Señor no se lo pide a todos. Cada uno de nosotros vive sus tribulaciones, sus fatigas ordinarias y extraordinarias. Ser probados en el cuerpo y en el espíritu confiándose totalmente a Dios es verdadera y propiamente una prueba de fe, en la que el amor y la fidelidad al Señor no se viven por alguna posible ventaja, sino que son gratuitos. O sea, el amor a Dios no tiene otras razones… que el amor. ¿No es así también el amor humano? Bernardo de Claraval tiene palabras iluminadoras para este tema: “El amor es suficiente por sí mismo, agrada por sí mismo y en razón de sí. En sí mismo es mérito y premio. El amor no busca razones, no busca ventajas fuera de sí. Su ventaja está en el existir. Amo porque amo, amo por amar”6.

Estamos llamados, por lo tanto, a amar a Dios y a creer en Él dentro de las fatigas de la vida, aunque también reconozcamos que las cosas temporales nos dan fuerzas y ayuda para seguir adelante cada día. Cito una vez más el ejemplo de san Pablo, que habla de una “espina en la carne” (Cfr. 2Cor 12, 7). No sabemos exactamente de qué sufrimiento se trataba, él habla de un “ángel de Satanás” que lo persigue. Podemos intuir que se trataba de un sufrimiento físico debido a la acción del demonio y no a causas naturales. “Tres veces he suplicado al Señor que lo alejara de mí”, afirma Pablo abatido, pero Dios no lo libera: “Te basta mi gracia”, le responde. San Pablo murió con esa “espina” porque la virtud se manifiesta y se profundiza justamente a través del sufrimiento, en el que se prueba y perfecciona la virtud. La experiencia del Apóstol nos confirma que también a través del sufrimiento aprendemos a amar a Dios, a perfeccionarnos en el amor. El sufrimiento, lo repito, ofrecido por la salvación de la humanidad y la conversión de los pecadores, como reparación, se vuelve un instrumento de verdadera colaboración con la acción de Dios para la redención de toda la humanidad.

Los signos del amor de Dios

¿Cómo se manifiesta entonces la misericordia divina hacia los que sufren, y especialmente hacia los que padecen vejaciones del demonio? La respuesta es: a través de la comunión íntima con Jesús, que se experimenta especialmente en la oración y de modo excepcional en los sacramentos, signos tangibles del amor de Dios por nosotros.

La persona que sufre molestias espirituales padece de una forma de dolor muy especial. En el caso de las enfermedades físicas se pueden hacer análisis y estudios médicos, se pueden comprender las causas, obtener un diagnóstico y muchas veces encontrar los remedios aptos para el tipo de mal, aunque más no sea procediendo al tanteo. En el caso de la molestia que aflige al cuerpo la explicación médica puede ayudar al paciente a afrontar mejor su sufrimiento, porque tiene la posibilidad de verificar directamente su evolución observando los tratamientos, la mejora o el empeoramiento de la situación. En el caso de los sufrimientos causados por el demonio, en cambio, no existe ninguna explicación humana o científicamente comprobable. Estamos en el campo de lo invisible: no existen jamás dos casos iguales, cada uno tiene una historia personal y es muy difícil, por no decir imposible, saber cómo se irán desarrollando las cosas. Lo que sí es cierto es que el sufrimiento interior es siempre muy grande, que muy a menudo no es comprendido, al menos al comienzo, ni siquiera por los que están alrededor de la persona perjudicada, ni por amigos ni parientes. Habitualmente esta situación crea una gran frustración y soledad en quien la sufre. En el caso de los tormentos causados por el ataque del demonio –¡es necesario decirlo con fuerza!– nos encontramos frente a un designio misterioso de sufrimiento que se puede afrontar positivamente solo a través de un total abandono en la voluntad de Dios. Es indispensable recurrir a Él, sabiendo que no existe ningún medio humano para sanar distinto de los medios sobrenaturales y la conciencia de fe de que la propia vida, aun en una situación paradojal como esa, “está escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3).

Los “remedios de Dios” son auténticos instrumentos de gracia y por eso son signos tangibles que alimentan la fe y la esperanza aun frente a las situaciones aparentemente más inexplicables. Muchas personas que sufren males espirituales y que encuentro desde hace tantos años, no hacen más que confirmármelo cada día.

2 Cfr. por ejemplo Jb 10, 21; 17, 13-16; 3, 17-19.

3 Cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación, Nº 1.

4 Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici doloris, Nº 19.

5 Cfr. Instrucción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación, cit., Nº 1.

6 Cfr. San Bernardo, Discursos sobre el Cantar de los Cantares (Disc. 83, 4-6).