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Un reencuentro de ex alumnos que se recibieron de Bachilleres en el año 1975 después de 43 años, desata una serie de eventos que desempolvan hechos atroces y cómo fue que aquellos jóvenes idealistas y rebeldes se transformaron hoy en hombres y mujeres cuyos pensamientos distan años luz de aquellos sueños transformadores que tenían entonces. Pero también todos se aferran a la esperanza personificada en dos de aquellos jóvenes, que trazaron una línea de tiempo manteniendo vivo un amor que nació cuando apenas dejaban de ser niños.
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Seitenzahl: 244
Veröffentlichungsjahr: 2023
SANTIAGO DELFA
Santiago DelfaSi no es ahora, cuándo... / Santiago Delfa. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3857-4
1. Narrativa. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
CAPÍTULO UNO - 2019
CAPÍTULO DOS - 1971
CAPÍTULO TRES - ENERO DEL 2018
CAPÍTULO CUATRO - NOVIEMBRE DE 1972
CAPÍTULO CINCO - MAYO DE 1979
CAPÍTULO SEIS - MARZO DE 1979
CAPÍTULO SIETE - ABRIL DE 1974
CAPÍTULO OCHO - MARZO DE 1976
CAPÍTULO NUEVE - MARZO DE 1974
CAPÍTULO DIEZ - JULIO DE 1986
CAPÍTULO ONCE - SETIEMBRE DE 2018
CAPÍTULO DOCE - MARZO DE 1974
CAPÍTULO TRECE - ABRIL DE 1996
CAPÍTULO CATORCE - 1982
CAPÍTULO QUINCE - AGOSTO DE 1974
CAPÍTULO DIECISÉIS - NOVIEMBRE DE 1975
CAPÍTULO DIECISIETE - 2019
CAPÍTULO DIECIOCHO - 2018
CAPÍTULO DIECINUEVE - 2018
CAPÍTULO VEINTE - 2019
CAPÍTULO VEINTIUNO - REFLEXIONES
CAPÍTULO VEINTIDÓS - 2021
EPÍLOGO - 2021
DATOS DE AUTOR
Para Lucy, Jesy, Romy y Clau.
Para vos…
Todos los personajes y sus historias son ficticios. Si bien el autor basó este libro en sus propias experiencias vividas durante su paso por la escuela secundaria, si hubiese alguna persona que se sintiese identificada, o sean sus vivencias parecidas, es pura coincidencia.
Mayo del 2023
Sentado en mi playera, observo la majestuosidad del mar brillando por los efectos de los rayos de un sol a pleno. Veo sus olas morir mansamente en la playa sin gloria ninguna. Creo que todos los guijarros esparcidos en la costa, son olas muertas. No sé por qué se me ocurrió eso. Creo que estar frente al mar me hace reflexionar sobre muchas cosas, la mayoría inútiles, como esta última.
Las playas se expanden casi en línea recta, hasta que los contornos se hacen difusos. Los acantilados son bajos y siguen esa línea recta. Es la primera semana de un tórrido enero. Mi primer vecino en la playa está a unos cien metros de distancia. Se llama balneario Los Ángeles y se sitúa a unos treinta kilómetros de Necochea.
No hay muchas casas, no sé si llegan a la treintena. Tampoco hay calles. Sus habitantes transitan por el medio de médanos cubiertos de gramilla y algunos escasos arbustos. Los pocos árboles que sobreviven, tienen marcado a fuego el rigor de la inclemencia en sus troncos retorcidos y sus ramajes inclinados hacia el norte, señal inequívoca de que el viento sopla casi siempre desde el sur.
Saliendo del balneario por un camino de tierra, se encuentran las grandes extensiones de campo sembrados de maíz o girasol. No hay nada más.
Dejo por un instante el libro que leo y miro el mar y luego al cielo. No habita allí, ninguna nube, solo el sol en todo su esplendor. Entonces descubro a las golondrinas que revolotean en ese eterno juego que jamás dejan de jugar. Pienso en los versos de Bécquer, aquellos de golondrinas y madreselvas y me sonrío. Es que siempre nos preguntábamos a donde iban las golondrinas cuando comenzaban a emigrar a finales del otoño. Ahora lo descubro. Llegan aquí, a los acantilados bajos de este balneario, donde anidan en huecos entre las piedras, en uno de los lugares más solitarios de la costa bonaerense.
Estoy aquí, porque mi amiga Milagros, la pelirroja bella, atrevida y rebelde de nuestra juventud, me invitó unos días a su casa. Ambos fuimos compañeros de estudios secundarios, allí en Villa Ángela, una ciudad pequeña entonces, de nuestro añorado Chaco. Como no podía ser de otra manera, su casa no es una como la demás. Está hecha enteramente de botellas de vidrios. La luz del sol penetra por esas paredes, dándole distintas tonalidades al interior. Es luminosa e increíblemente bella. Me contó que estuvo cinco años recolectando botellas. Para ello, se valió de la ayuda de sus padres y hermanos e incluso de algunos amigos. También contó con la ayuda para orientarla en dicha construcción, de una arquitecta boliviana que había hecho un emprendimiento similar, en un barrio pobre de La Paz. Allí ayudó a los habitantes de ese barrio, cuyas casas estaban construidas en su mayoría con cartones y bolsas de plásticos. En los días de lluvias, éstas prácticamente se inundaban en su interior, por la precariedad de sus techos. Con botellas de plástico y vidrios, construyeron en el barrio casas más dignas y ese emprendimiento, se hizo conocido mundialmente. Por esa razón, Mila la contactó y contó con su orientación.
La casa en cuestión, estaba a solo cincuenta metros del mar. En medio de dunas. El comedor tiene un gran ventanal, cuya vista da al mar. Es un privilegio único poder desayunar, almorzar y más aún en la noche cenar, viendo al oleaje iluminado por la luna. “Este es mi lugar en el mundo, tal cual lo soñé” me dijo apenas llegué. Esa frase tan corta me hizo sentir bien. Porque pensé que al fin ella podría encontrar un poco de paz en su tan ajetreada vida. Una vida que fue intensa, dolorosa y con recreos de felicidad que no alcanzaron para cicatrizar sus heridas del alma.
Allí residía Mila, gran parte del año sola. A veces la visitaba su madre. Su padre ya había fallecido. Otras veces se quedaba con ella, su tía Eugenia. El resto del año, estaba sola. Sus días transcurrían con largas caminatas por la playa y recogiendo restos fósiles, que allí abundan. Seguramente en esa soledad, trata de perdonarse sus errores y atenaza con fuerzas ese amor que convive con ella, desde que tenía trece años.
“Lo espero, siempre lo espero, me lo imagino bajando por la escalera natural del acantilado, flaco y desgarbado, pero con esa sonrisa encantadora que me cautivó para siempre desde el día en que lo vi por primera vez”.
Yo deseo con todas las fuerzas de mi alma, que ese sueño de Mila se haga realidad. Porque a pesar de estar tantos años sin vernos, la quiero tanto, la quiero como siempre la quise, como nos queríamos cuando cursábamos nuestro secundario.
No sé de quién fue la idea. Pero un día recibo una llamada del Chaco. Era Lucio, mi amigo en la secundaria y luego cuando fuimos adultos. Nos habíamos reencontrado aquí en Buenos Aires unos años después de haber egresados y luego de su partida hacia La Pampa, habíamos perdido el contacto. Me llamaba para invitarme a una reunión de reencuentro de nuestra promoción. La misma se haría en nuestra querida ciudad de Villa Ángela, la fecha fijada era para noviembre de 2018.
Para ponernos al día después de cuarenta y tres años que habían pasado desde que nos recibimos de bachilleres, el organizador había creado un grupo de chat. A través de él, fuimos teniendo charlas por las noches para saber que había sido de nuestras vidas en todo ese largo tiempo que había transcurrido. Era difícil reconocernos. Cuando dejamos de vernos, éramos chicos de dieciochos años de edad. Ahora éramos hombres y mujeres de sesenta y pico. En cada uno de nosotros, la vida había pasado dejando huellas imposibles de borrar. Al comenzar a charlar con ellos, volvió en mí toda la ternura y el cariño que les tenía entonces. Comencé a charlar con mi amigo Francisco, con Melina y Gabriela. Se unía en esas charlas Andrea, el “viejo” Franco que siendo estudiante, revolucionaba la pensión estudiantil de doña Pierina allá por los años setenta. También lo hacía Agustina que residía en la ciudad de Corrientes. El médico Juan, que por aquellos años era terrible en conducta y andaba siempre rondando en el límite de las amonestaciones. Me reencontré a través de esas largas tertulias por la red, con Camilo, mi amigo filósofo y revolucionario que apenas comenzado el año setenta seis, debió escapar del país por pertenecer en aquellos años, a una agrupación política muy radical. Había otros que habían pertenecido al otro quinto y a los cuales, apenas recordaba. Y obviamente estaban Milagros y Lucio. Esos amigos que siempre llevo en mi corazón y a quienes amo de verdad. En esas charlas fuimos deshilachando historias de vida, evocando recuerdos, poniéndonos al día con nuestras vidas actuales. Descubriendo en qué nos habíamos transformados ahora que éramos adultos mayores. Confieso que sufrí muchas decepciones. Pero obviamente no podía pretender que todos siguieran siendo aquellos jóvenes repletos de ideales, imbuidos con ese ímpetu propio de la juventud, que querían cambiar el mundo. Con pesar descubrí que el mundo los había cambiado a ellos y que solo unos pocos, seguíamos siendo fieles a aquellos ideales. Algunos tenemos cicatrices dolorosas por habernos atrevidos, en la noche más tenebrosa que nos hizo vivir la dictadura, a enfrentarlos. Hicimos sacrificios personales en pos de luchar por un país más justo. Por eso no puedo de dejar de sentir dolor por estos compañeros que hoy nos confrontan con sus ideas ultraliberales, olvidando que esa clase de liberales, fueron los cómplices de la dictadura para saquear el país y llevarlo a la pobreza extrema. Otros con añoro por esa dictadura. A esos no puedo perdonarlos. No puedo creer que adhieran a un gobierno nefasto y criminal, que asesinó a treinta mil personas, la mayoría jóvenes. Que torturaron, secuestraron y robaron empresas luego de asesinar a sus dueños y traspasarlos a sus socios civiles, los verdaderos artífices del golpe militar. Éstos solo fueron la mano ejecutora de todos esos crímenes, con el único propósito de hacer más ricos, a esas cien familias que siempre digitaron los destinos de nuestro país desde 1810. Se robaron más de quinientos bebés recién nacidos en cautiverio y que hasta el día de hoy, no pueden reencontrarse con sus familiares. Porque hasta en eso son perversos, se mueren de viejos en cárceles comunes, sin decir dónde están esos niños, hoy adultos. Por eso no entiendo a esos milicos. Hicieron el trabajo sucio para la clase alta, fueron presos y mueren en la cárcel y su gran acto de “patriotismo” fue enriquecer a esa clase alta. Pero algunos integrantes de esta clase no están en ninguna cárcel, ellos pasean por el mundo con las ganancias impresionantes que obtuvieron luego de saquear al país, mientras que sus esbirros uniformados, se pudren en las cárceles y sus jefes se le ríen en la cara. Fueron y serán siempre serviles a esa clase alta y no le puedo encontrar la vuelta para comprender por qué lo hacen.
Bueno, esas charlas con mis compañeros de entonces sirvieron para ponernos en contexto y saber quiénes éramos hoy. La ansiedad nos invadió a todos, porque estábamos ansiosos de poder vernos nuevamente. Desde entonces, nació en mí la idea de plasmar en letras ese reencuentro. Quizás no tanto para evocar los felices que éramos entonces, cuando cursábamos nuestro bachillerato en nuestro querido colegio, sino más bien para contar una historia de amor. Quizás para muchos sea otra historia de amor más. Pero para mí significa muchísimo, porque están involucrados las dos personas que más quise en ese entonces y lo sigo haciendo hoy, porque han estado presentes de una u otra manera en mi vida.
Había pasado mi niñez en la chacra de mis padres en una colonia algodonera de la provincia del Chaco. Distaba a unos cincuenta kilómetros de Villa Ángela. A pesar de su cercanía, había estado pocas veces en la ciudad. Amaba el campo, era feliz allí y era mi lugar de confort. Concurrí a una escuela rural para hacer la primaria. Allí hice muchos amigos, muy buenos amigos, algunos lo siguieron siendo aún después de adultos. Allí también tuve mis primeras peleas a puño limpio. Nunca me gustó la violencia, pero hubo veces en que debí hacerlo para defender a chicos pobres, muy tímidos, a los cuales, los hijos de los gringos se ensañaban con ellos. Así que debía usar los puños para poner orden y de esa manera, aquellos niños no volvían a molestar a los hijos de los obrajeros o de los cosecheros de algodón. Por eso, me había ganado cierto respeto en la escuela y aquellos chicos pobres, que veían en mí a su salvador, me seguían a todas partes y eran mis incondicionales. Porque entre ellos había algunos que sí sabían defenderse muy bien y eran verdaderos luchadores en aquellas peleas a puño limpio. Pero vivían intimidados por los hijos de los dueños de las chacras, porque sus padres eran cosecheros o carpidores de algodón de las mismas. Yo les enseñé a quitar esos miedos y a confrontarlos. Así nos hicimos de un grupo que éramos bien respetados y al cual todos querían pertenecer.
Yo en ese entonces y aún hoy, era un gran lector. Mi padre me había enseñado a leer a los cuatro años de edad. Desde entonces pasaron por mis manos libros como Las aventuras de Tom Sawyer, mi favorito junto con La Isla Del Tesoro, Robinson Crusoe, Kim de la India, el Lobo Estepario y casi todo de Edgar Poe y algunos de Ernest Hemingway, especialmente El viejo y el mar. Cuando vivía en el campo, era mi costumbre tomar un libro y buscar un árbol en la isleta que había cerca de la laguna, treparme a él y en algunas de sus ramas, me enfrascaba en la lectura mientras que, a mi alrededor, los pájaros gorjeaban a su antojo y le ponían música a mi entorno.
Cuando terminé mi primaria y me preparaba para ir a la ciudad para cursar la secundaria, me invadieron todos mis miedos. Primero, separarme de mi madre, a quien adoraba por prodigarme tanto amor y dulzura. Yo iba a ir a la ciudad con una de mis hermanas mayores. Papá había fallecido un año antes y su pérdida fue para mí un hecho doloroso. La primera vez que me enfrentaba al trágico hecho de la muerte y esa muerte era la de papá. Un hecho por el cual mi corazón sufría a horrores y calladamente.
El otro hecho era que, como me había explicado mi hermana que había cursado la secundaria en el mismo colegio al que concurriría, allí todo sería distinto a la primaria. No estarían mis amigos, debería hacer nuevos. Mi escuela primaria había sido mi lugar de confort. Allí era reconocido por mis amigos, por mis maestros. Tenía la consideración del director, ya que siempre fui un buen alumno. En cambio, en la secundaria debería lidiar con chicos a quienes no conocía y ellos si se conocían, porque habían hecho la primaria en los mismos colegios. Cuando le pregunté a mi hermana porque mis compañeros no iban a concurrir a la secundaria, su explicación me dejó devastado. Me explicó que aquellos chicos, la mayoría hijos de trabajadores golondrinas, deberían emigrar de allí hacia otras provincias porque sus padres debían emprender la cosecha de otros productos y, por lo tanto, no podían y no tenían los medios para que pudieran seguir estudiando. Me pareció tan injusto aquello, me parecía algo descabellado que un chico por ser pobre, no tuviera acceso a una educación mejor. Me parecía una injusticia que aquellos chicos no pudieran ir a una escuela que era pública y gratuita y que podría cambiar sus vidas para mejorarla, porque eran hijos de trabajadores golondrinas y se pasaban su vida yendo de provincia en provincia, según fuera el cultivo que debían recolectar. Apenas iban unos días a la escuela y había lugares donde éstas no existían, así que su educación estaba casi al límite del analfabetismo.
En marzo, aparecí en el bachillerato número cinco que estaba frente a la plaza principal de la ciudad. Frente al colegio, del otro lado de la plaza, se erguía el edificio de la municipalidad. En la esquina hacia la izquierda, el imponente edificio del Banco Nación. Cruzando la calle y enfilando hacia la estación de trenes, se levantaba el recién inaugurado hotel Bariloche. Por la derecha de la plaza, estaba la iglesia y pegado a ella, el cine Plaza. Llegué con mi pantalón gris, saco azul y camisa y corbata. Era un colegio público, pero debíamos ir con aquel uniforme. Yo pensé que mis nuevos compañeros me iban a tratar fríamente y que me iban a endilgar el mote de “gringo chacarero”, como solían llamarlos a los chicos del campo. Pero no, fui bien recibido y la primera en darme la bienvenida, fue Milagros o Mila o Colo. Era una chica muy flaca, pelirroja llena de pecas y muy hermosa. Nos hicimos amigos enseguida y lo fuimos desde entonces, aunque la vida nos separara por muchos años más adelante. Además, descubrí que éramos vecinos. Yo vivía en la calle Uruguay y ella una cuadra más abajo por la misma calle. Desde aquel primer día, conformamos un grupo de ocho chicos con los cuales teníamos mayor afinidad y nos hicimos inseparables desde entonces.
Nuestro curso albergaba a los mejores alumnos. Todos teníamos las mejores notas. Éramos los mejores promedios y nadie nos igualaba. Pero en cuanto a conducta, fuimos los peores siempre. Nuestra propia rebeldía nos llevó a ser los más castigados por la dirección de la escuela y llegábamos a fin de año, al límite de las amonestaciones y de las faltas. En ese grupo de ocho, solo había dos mujeres, Milagros y Melina. Mila nos seguía a muerte en todas nuestras travesuras, en cambio Melina trataba de apaciguarnos, nos acompañaba, pero era la que nos ponía límites. Convenimos entre los ocho en que debería ser nuestro curso el que tuviera el abanderado del colegio. Para ese fin, decidimos que sería Julián el indicado. Era muy estudioso, tenía buena conducta, no recibía amonestaciones y desde entonces lo cuidamos para no manchar su reputación. Julián participaba de nuestras trapisondas, pero nos encargábamos de que nunca fuera pillado en alguna. En otras ocasiones, debimos hacernos cargo nosotros de sus culpas, para que su legajo siguiera limpio y estuviera impecable. El primer año solo nos dedicamos a estudiar el ambiente y a conocernos mejor. También fue el año en que debimos pagar el derecho de piso de ese colegio. El “bautismo” de los que comenzábamos primer año, consistía en recibir una “tongueada” cuando íbamos al baño en los recreos. Los alumnos de quinto se ponían en fila en el pasillo del baño y cuando nosotros pasábamos, nos pegaban con el puño cerrado en la cabeza. Ese “bautismo”, por cierto, bastante violento perduró al menos hasta que nosotros fuimos los verdugos en quinto año. Nunca supe si después lo siguieron haciendo. Quizás sí, esas locas tradiciones estudiantiles, suelen perdurar en el tiempo.
Nuestra primera gran travesura en aquel lejano primer año, fue creo que a mediados del año escolar. Y fue el precedente para que el director, un hombre joven, amigable, de baja estatura, que usaba unos grandes anteojos, nos tuviera en su mira. Era muy sociable con los alumnos, pero era una persona que todo lo tenía controlado. Sabía todo de cada uno de sus alumnos y desde entonces, especialmente de nosotros.
En esa época los exámenes eran cuatrimestrales. Prácticamente cada uno de ellos, era un final. Para promocionar cada materia, había que aprobar los dos exámenes del año lectivo. Esa semana nos tocaba el de Biología y dos días antes, ninguno del curso había estudiado. Salvo Julián, pero no podía hacer nada para ayudarnos el día del examen. Para contextualizar un poco el porqué de lo que hicimos, debemos ponernos en perspectiva de lo que acontecía en aquellos años. Gobernaban los militares, era Lanusse el presidente de facto, el país estaba convulsionado políticamente. Había protestas de trabajadores, existían grupos armados extremistas que hacían estallar bombas por todo el país, el secuestro de empresarios y militares eran moneda corriente. Eran tiempos muy violentos y los milicos reprimían las protestas de los laburantes con toda la furia. Las cárceles se llenaban de presos políticos.
La noche previa al examen, nos reunimos en la casa de Julián, que estaba solo a media cuadra del colegio. Juan había llevado un reloj despertador, esos antiguos a cuerda. En una caja, no muy grande, solo cabía el reloj, armamos nuestro “artefacto”. Pusimos el reloj en la caja, forrada previamente con papel madera, por ambos costados habíamos hecho unos pequeños orificios. Por esos orificios pasamos unos finos alambres de cobre, que iban de unos orificios a los otros, pasando por arriba de la caja.
Al día siguiente, a las seis y cuarto de la mañana, cuando la oscuridad del amanecer invernal era nuestra aliada, Mariano, Juan y yo, saltamos la verja que rodeaba a todo nuestro colegio. Caminando agachados por la galería que circundaba a todas las aulas, pusimos la caja en el cuarto C.
Luego regresamos a la casa de Julián y desde allí esperamos a que comenzaran a llegar los directivos del colegio. Pasados unos minutos de la siete menos cuarto, hicimos la llamada. Juan impostando la voz, dijo que había una bomba en el colegio y que podía estallar en cualquier momento.
Después nos dirigimos al colegio. Obviamente no nos dejaron entrar. Enseguida la cuadra se llenó de policías y bomberos. El director, juntos a las secretarias y profesores nos llevaron a la plaza de enfrente en espera de los acontecimientos. Recién cerca de las once de la mañana, el escuadrón especial antibombas, retiró nuestro artefacto. Con todo el revuelo que se había armado, comenzamos a tener un poco de temor, por el alcance que nuestra travesura había producido. Cerca de las once y media, nos hicieron entrar y nos tomaron asistencia. Después nos enviaron a nuestros domicilios. Todo había salido bien, según nuestros cálculos, aunque nos retiramos con cierta aprensión.
Al día siguiente, durante el recreo, fuimos al baño. Entró el director y nos miró uno a uno, haciéndonos sentir muy incómodos. Luego nos dijo:
—Sé que fueron ustedes los que hicieron la “jodita” de ayer. Pero no tengo pruebas, porque si tuviera una sola, ya los habría expulsados a todos. Pero sepan que no soy ningún boludo, desde hoy, más que nunca, los tendré vigilados hasta en sus casas. Y donde los pesque en una, serán expulsados sin contemplaciones, están avisados.
Ni siquiera nos dio tiempo de alguna respuesta exculpatoria. Así como entró, salió y nos dejó a todos muy preocupados. No lo subestimábamos para nada, sabíamos que él todo lo sabía. Pero nuestra aprensión duro hasta que terminó el recreo. Al salir, ya estábamos planeando nuestra próxima fechoría. Pero sí coincidimos en algo todos, que debíamos usar toda nuestra inteligencia y todos los recaudos, porque sabíamos que el director estaría sobre nosotros siempre. Seríamos desde entonces, el blanco que buscaría para pescarnos en alguna travesura, pero que nos podía costar la expulsión del colegio.
El médico me mira la garganta con la ayuda de su pequeña linterna. Me diagnostica una faringitis y me receta nueve días de antibióticos.
Al cabo de los nueve días, mi garganta sigue igual, una irritación y una mancha blancuzca al costado de la amígdala.
Por esa razón recurro a un otorrinolaringólogo. Apenas me ve la garganta, me deriva al Hospital de Clínicas. A esta altura, yo estaba más que preocupado y ni siquiera quería pensar el proceso que pasaba por dentro de Manuela, mi esposa. Esa compañera de hierro que estaba a mi lado desde el año ochenta, que fue cuando nos conocimos. Creo que muy en el fondo, ambos pensábamos en la palabra cáncer y esa sola palabra nos descolocaba emocionalmente. El grupo de Otorrinolaringólogos del Clínica me hizo hacer una biopsia. Al mes el resultado dio que tenía una úlcera crónica. Manuela y yo respiramos aliviados, felices. Pero cuando la jefa del departamento vio los resultados, no quedó conforme y me hizo hacer otras cuatro biopsias más. Esta vez el resultado fue que tenía un Linfoma no Hopkins y que debía comenzar un tratamiento de quimioterapia urgentemente. Cuando la joven oncóloga me explicó lo que tenía y en qué iba a consistir mi tratamiento, confieso que me derrumbé. Todos pensamos en la muerte y yo muchas veces, incluso siendo joven la tuve demasiado cerca. Pero cuando te diagnostican una enfermedad que puede ser terminal y que puede tener fecha escrita para el final, nos desmoronamos. Yo lo hice y Manuela también. Estaban mis dos hijas presentes, Victoria y Delfina escuchando atentamente todo lo que la médica nos explicaba. Cuando ella terminó de explicarnos el tratamiento, mis hijas me miraron a los ojos. Vi el dolor y la angustia en ellos y vi en los de Manuela, un torrente de lágrimas que no pudo contener. El último bastión de contención de mis emociones también se derrumbó y lloré, lloramos los cuatro abrazados muy fuertemente. No podía explicarles a mis hijas el porqué de mi llanto. Desde que nacieron, luché con todas mis fuerzas para que ellas no sufrieran ningún dolor. Me aterraba el solo pensar que algún día pudieran sentir un dolor físico o emocional. Y ahora lo estaban padeciendo, con mi enfermedad, ellas sufrían y no podía hacer nada al respecto, solo abrazarlas. Quizás por eso, limpié mis lágrimas de un manotón y le dije a la oncóloga que estaba dispuesto a darle batalla a esa enfermedad. Ella me sonrió y me dijo que esa era la mejor actitud para enfrentar al cáncer.
Fueron días muy difíciles desde entonces. Días durísimos, quizás como aquellos que había enterrado en el fondo de mi memoria y no por cobardía, sino tan solo para poder curar mi alma.
Esas sesiones de quimio, fueron lenta y despaciosamente destruyendo mi cuerpo, mis energías y hasta aquella entereza inicial que tenía para hacer frente a esa maldita enfermedad. En cada una de esas sesiones de quimio, estaban siempre conmigo, mis dos hijas, Manuela y Marcos, la pareja de Delfina. Siempre estuvieron a mi lado. En la primera quimio, perdí todo mi cabello y con los días, la imagen que me devolvía el espejo, era realmente deplorable. Así transcurrieron seis largos meses durísimos. Hubo un tiempo en que quise renunciar a todo. Las fuerzas de mi cuerpo me habían abandonado. Solo el amor de Manuela logró que continuara y pudiera terminar el tratamiento. No puedo olvidarme de Alejandra, la joven oncóloga de treinta y tres años, que no me permitía bajar los brazos. No me permitía perder la fe y las esperanzas. Toda su ternura había puesto en mí y eso también me ayudaba. Conocerla y que fuera ella la que llevara adelante mi tratamiento, fue un designio de Dios. Sin su empuje no hubiera podido continuar.
Todo ese tiempo intenté sentarme a escribir. Pero no me surgía ni una sola idea. Mi mente se había nublado y así permanecía cuando tenía una hoja en blanco frente a mí. Algunos días Manuela me llevaba a caminar, pero hacía dos cuadras y no podía seguir. Acostumbrado a trotar en los bosques de Ezeiza siete kilómetros diarios, no poder hacer dos cuadras me bajoneaba y mucho. Pero cuando me levantaba al día siguiente, otra vez lo intentaba y llevaba conmigo un bastón para ayudarme. Creo nunca festejé un logro, como el día en que al fin pude hacer cuatro cuadras sin parar. Mis ojos se llenaron de lágrimas por ese pequeño paso que había dado y que para mí significaba el camino que me llevaba a mi sanación.
Cuando acabé con las sesiones de quimio, tuve que esperar dos meses más para hacerme el estudio final, para saber si dicho tratamiento había dado resultado. El estudio se llama Tomografía por Emisión de Positrones, comúnmente llamado PET. Cuando me lo hice y le llevé los resultados a Alejandra, mi oncóloga, ésta me sorprendió con sus lágrimas de emoción y el abrazo interminable que nos dimos. Todo había salido bien. Jamás vi en un hospital público, tanta calidad humana como en el Clínicas. Desde los administrativos, pasando por los enfermeros y médicos, todos ellos fueron personas maravillosas, cargadas de un profesionalismo inmenso. Además, ese humanismo, ese afecto y esa solidaridad, creo que nunca lo vi en un hospital público. No me alcanzará el resto de mi vida, para agradecerles lo que hicieron por mí y seguramente me faltaron palabras para ese agradecimiento, pero los llevaré en mi corazón para toda la vida.