Si no somos un pueblo educado - Ricardo Gómez Giraldo - E-Book

Si no somos un pueblo educado E-Book

Ricardo Gómez Giraldo

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Ricardo Gómez Giraldo se propuso aceptar la invitación de algunos historiadores para llenar un vacío a su juicio importante: la falta de estudios que vinculen la historia de las mentalidades con el abordaje de problemas de la sociedad. En este caso, con aquellos que son posiblemente los más significativos de una sociedad moderna: la educación, la ciencia y la tecnología. Para esto, escudriñó los grandes debates que se dieron sobre esos temas desde la década anterior a la Asamblea Constituyentede 1991 hasta el 2013. Es un análisis de opiniones, pero rigurosamente empírico. Su material de trabajo fueron las transcripciones textuales de más de mil trescientas intervenciones de políticos, empresarios y líderes sociales, en ámbitos de decisión tan importantes como los que llevaron al establecimiento de la nueva Constitución Política de Colombia de 1991, y a un conjunto significativo de las leyes que hoy regulan el gobierno y el financiamiento de los sistemas educativo y de ciencia y tecnología en el país. El análisis se centra en los debates de las élites. Pero no se trata de las élites tradicionales, con apellidos de alcurnia, ni de discusiones sostenidas en clubes sociales. El autor define a la élite como una minoría que tiene la mayor influencia política, social y económica posible. Y las discusiones analizadas son opiniones de políticos de partido e independientes, de Gobierno y de oposición, de sindicatos y otros grupos que ejercen presión social, de grandes y pequeños empresarios, en general, de todos aquellos que pueden expresar sus opiniones en ámbitos de decisión. La premisa del libro, muy posiblemente correcta, es que esas élites, y lo que dicen, son claves para la comprensión de nuestra sociedad.

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Gómez Giraldo, Ricardo

Si no somos un pueblo educado : los debates y las mentalidades de las élites colombianas sobre educación y ciencia / Ricardo Gómez Giraldo. – Medellín: Editorial EAFIT, 2022. 282 p.; 24 cm. – (Colección Académica)

ISBN: 978-958-720-832-0

ISBN: 978-958-720-833-7 (versión EPUB)

1. Educación - Colombia. 2. Ciencia – Colombia. 3. Calidad de la educación – Colombia.

4. Élites (Ciencias sociales) – Colombia. 5. Igualdad - Colombia. I. Tít. II. Serie

370.9861 cd 23 ed.

G633

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Si no somos un pueblo educado

Los debates y las mentalidades de las élites colombianas sobre educación y ciencia

Primera edición: abril de 2023

© Ricardo Gómez Giraldo

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial

Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-832-0

ISBN: 978-958-720-833-7 (versión EPUB)

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587208320lr0.

Coordinación editorial: Carmiña Cadavid Cano

Corrección de textos: Juan Fernando Saldarriaga y Carmiña Cadavid Cano

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Diseño de carátula: Margarita Rosa Ochoa Gaviria

Ilustración de carátula: Imagen de Harryarts en Freepik.com.

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Nú- mero 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Re conocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A mi tío Bernardo, que no se deja celebrar los cumpleaños

Para Valen, Susy y el Mono

Aboli[r] todos los privilegios, y especialmente los que se dan en la educación, el punto de partida de los demás privilegios. [Luchar] por mayor calidad de la enseñanza frente a quienes quieren destruir el papel del Estado en la educación. [Buscar] la recuperación del liderazgo social que corresponde al sistema educativo. La universidad pública debe recuperar el liderazgo académico y científico, [ser] la garantía del futuro desarrollo científico y tecnológico del país. Si no somos un pueblo bien educado y si ese derecho no se le garantiza a toda la población, no podemos afrontar y utilizar con facilidad e inteligencia los problemas e inventos de la nueva era científica.

Luis Carlos Galán Sarmiento

No sé si los colombianos nos hayamos detenido alguna vez a hacer cuestión fundamental de nosotros mismos.

Germán Colmenares

Afirmar verdades incómodas y permanecer independiente, es la única manera de ser creativo.

Klaus von Dohnanyi

Las expresiones espirituales, y entre ellas las manifestaciones de la conducta ética de un grupo humano, son el resultado de procesos históricos muy largos y de causas muy complejas.

Jaime Jaramillo Uribe

Prólogo

El libro que tiene en sus manos seguramente es diferente a los que ha leído en los últimos tiempos. Es un trabajo académico riguroso y profundo, una tesis doctoral, adaptada como lectura para un público general e ilustrado.

El autor, Ricardo Gómez Giraldo, se propuso aceptar la invitación de algunos historiadores para llenar un vacío a su juicio importante: la falta de estudios que vinculen la historia de las mentalidades con el abordaje de problemas de la sociedad. En este caso, con aquellos que son posiblemente los más significativos de una sociedad moderna: la educación, la ciencia y la tecnología.

Para esto, el autor escudriñó los grandes debates que se dieron sobre esos temas desde la década anterior a la Asamblea Constituyente de 1991 hasta el 2013. Es un análisis de opiniones, pero rigurosamente empírico. Su material de trabajo fueron las transcripciones textuales de más de mil trescientas intervenciones de políticos, empresarios y líderes sociales, en ámbitos de decisión tan importantes como los que llevaron al establecimiento de la nueva Constitución Política de Colombia de 1991, y a un conjunto significativo de las leyes que hoy regulan el gobierno y el financiamiento de los sistemas educativo y de ciencia y tecnología en el país.

Desde el subtítulo, Gómez Giraldo establece que su análisis se centra en los debates de las élites. Pero no se trata de aquellas élites tradicionales, con apellidos de alcurnia, y de discusiones que se hayan dado en clubes sociales. Define a la élite como una minoría que tiene la mayor influencia política, social y económica posible. Las discusiones analizadas son opiniones de políticos de partido e independientes, de Gobierno y de oposición, de sindicatos y otros grupos que ejercen presión social, de grandes y pequeños empresarios, en general, de todos aquellos que pueden expresar sus opiniones en ámbitos de decisión. La premisa del libro, muy posiblemente correcta, es que esas élites, y lo que dicen, son claves para la comprensión de nuestra sociedad.

El libro está conformado por cuatro capítulos. El capítulo 1 sitúa al lector en el contexto de lo que estamos hablando. Con una cita de Fernando Savater, resalta el objeto central de la educación en nuestro mundo moderno: promover la movilidad social y la equidad. Posteriormente, establece algunas definiciones y descripciones básicas necesarias para entender el asunto que se está tratando; algunos conceptos como el de la calidad en la educación y su importancia para generar una verdadera equidad, o el del papel de la investigación científica en una economía moderna basada en el conocimiento. Define cuáles son las élites que van a discutir en los capítulos posteriores, describe qué es una mentalidad y cómo esta explica las opiniones y actuaciones de los individuos y los grupos.

En el capítulo 2, el autor nos sitúa en el momento histórico del estudio. Analiza algunos antecedentes importantes que llevaron a los grandes cambios que introdujo la Constitución Política de 1991 y presenta a las élites que van a ser objeto del estudio.

El capítulo 3 es el núcleo central de la investigación empírica. En él se muestran los actores y los debates que se dieron en cinco momentos cruciales. El primero es la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Su importancia es evidente, por el impacto de su resultado: una nueva constitución política. La discusión que reproduce es aquella que se refiere más directamente al tema del libro. El lector encontrará elementos para entender hechos como el papel ambiguo que se le dio al Gobierno central en el manejo de la educación, y la poca atención que el tema les despertó a los políticos tanto de derecha como de izquierda.

El segundo momento crucial sucede en el Congreso de la República, alrededor del desarrollo legislativo derivado de la Constitución, durante los años 1992 a 1994. El producto de esas discusiones fueron las tres leyes que rigen hasta hoy y estructuraron en todo su detalle el sistema educativo colombiano. El debate muestra las posiciones de los diferentes grupos interesados, expresadas no solo en sus palabras, sino también en sus silencios, que a veces son tan importantes como aquellas para entender el resultado.

Los momentos tercero y cuarto suceden asimismo en el Congreso. Son las discusiones llevadas a cabo durante los años 2000 y 2001 para definir la Ley de Transferencias del nivel central a las regiones –el mecanismo por el cual se financia el sistema educativo y sus implicaciones en la descentralización del mismo (excesiva o insuficiente según las distintas visiones)– y las discusiones, del año 2010, que dieron origen al acto legislativo que cambió la distribución de las regalías; un despojo para algunos, acto de justicia para otros, establecimiento de la “mermelada sobre toda la tostada” para el gran público. Estos fueron, sin duda, escenarios de privilegio para la discusión sobre la centralización y la descentralización y, en general, sobre la estructura del Estado.

El quinto momento corresponde realmente a un periodo muy largo, de 1980 al 2013, en un lugar que ha sido muy poco estudiado: la Junta de la Dirección General de la Asociación Nacional de Industriales (JDGANDI). De sus actas extrae las preocupaciones de los industriales y muestra el cambio de foco que tuvieron con el tiempo, aunque siempre bastante indiferentes a la educación y a la ciencia, que solo fueron tratados como instrumentos modestos para lograr el entrenamiento técnico de los trabajadores, y a veces como solución de problemas de envergadura menor en las empresas.

En el capítulo 4, el lector encontrará unas de las conclusiones más importantes (algunas vienen insinuadas también a lo largo de los textos anteriores). Sin duda, muchas de ellas lo sacudirán. En este capítulo, el autor dice en voz alta cosas que suelen callarse porque resulta más cómodo ignorarlas. Seguramente abrirá discusiones. Hay suficiente material para que cada uno encuentre algunas con las que estará de acuerdo y otras que rechazará, pero todas tienen la fortaleza de un trabajo de investigación empírico, que se basa en testimonios grabados y en actas. Se recogen las manifestaciones de actores de excepcional importancia, en los momentos mismos en los que los artículos de la Constitución y las leyes fueron redactados.

Coincide el autor con otros libros recientes sobre la educación en Colombia en el hecho de que tenemos un “apartheid educativo”. Poblaciones de jóvenes de distintos orígenes sociales cada vez cuentan con menos posibilidades de encontrarse en la misma aula. Señala como un hallazgo significativo el hecho de que la desigualdad educativa se ha naturaliza do en las mentes y se ha convertido en un hecho normal para la sociedad. Además, que para algunos grupos sociales (tal vez los de mejor situación socioeconómica), el hecho no parece merecedor de la menor preocupación.

Por otro lado, le preocupa también el discurso de la izquierda, en el que predominan los reclamos fuertes de reivindicación laboral, pero con un inexplicable silencio sobre los derechos de los educandos y los problemas pedagógicos y educativos. En ese discurso parecería a veces como si el problema de falta de acceso y de calidad se resolviera simplemente con dar poder político a miembros de la comunidad académica dentro de sus instituciones.

En la Asamblea Constituyente hubo deliberaciones filosóficas importantes sobre igualdad y libertad, pero el papel de la educación pública como integradora social prácticamente no apareció. La ciencia fue soslayada en todas las conversaciones estudiadas. El Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias) fue ignorado, fue irrelevante tanto en el Congreso como en la ANDI.

Son de gran interés los debates sobre la fortaleza del Estado nacional, que en algunas manifestaciones aparece como innecesario, casi como un estorbo para el desarrollo local, y que al final quedó con un papel secundario en el sistema de educación. En las discusiones de la Asamblea Constituyente, el tema de la educación tuvo tres ejes prioritarios: el problema de la descentralización, los asuntos docentes y sindicales, y los recursos económicos para financiar el sistema. Tampoco, en este ámbito, los problemas educativos mismos despertaron atención. En general, en las conversaciones se hizo evidente lo que el autor llama “camaleonismo”, que es la tendencia a tomar medidas formales que no cambian la realidad.

Al final se presentan tres hallazgos que el autor califica como sorprendentes. No debo dañar la sorpresa en este breve comentario; algunos lectores coincidirán con su sorpresa, otros tal vez se sorprendan menos.

Esta recopilación de testimonios es, sin duda, valiosa y muy interesante. Podemos saber con ella cuáles fueron los intereses en juego y cuáles las ideas que se discutieron. Queda alguna duda sobre si toda esa discusión se refleja en los resultados o si gran parte de ella se quedó solo en los discursos. A veces parece que no había realmente discusiones en las que las ideas interactuaran, se combatieran y se recombinaran para llegar a consensos mejorados, sino más bien declaraciones que no se modificaron entre ellas; más monólogos paralelos, que diálogos. Ese análisis corresponde a los lectores, es un reto que el libro les deja.

Ricardo Gómez Giraldo logró complacer a los historiadores que, según sus palabras, exigían hace tiempo vincular y explicar, con las mentalidades de las élites colombianas, hechos como la Constitución, las leyes y las políticas públicas. Propone para la discusión sus interpretaciones agudas, críticas y sinceras sobre el impacto de esas mentalidades en la construcción de nuestras instituciones.

Moisés Wasserman

Introducción

La vida, decía Kierkegaard, sólo puede ser entendida mirando hacia atrás, aunque deba ser vivida mirando hacia adelante.

Claudio Magris, El Danubio

Nada presagiaba que iba a dedicar la mayor parte de mi vida profesional a asuntos relacionados con la educación (y tampoco con la ciencia), salvo que mi madre, por azares de la vida y por corto tiempo, resultó siendo profesora en el Instituto Nacional de Educación Media (INEM) Baldomero Sanín Cano, de Manizales. Su padre, mi abuelo Berardo, a su vez, tuvo fama de ser profesor estricto de latín e inglés en Salamina y Manizales, pero también vivió más de trabajos administrativos que de la docencia. En todo caso, recuerdo con mucha claridad cuando, de niño, algunas veces acompañaba a mi madre a su trabajo: las instalaciones del colegio eran nuevas y magníficas, muy grandes y de amplios espacios. Hoy siguen siendo unos espacios privilegiados en comparación con cualquier colegio privado o público, pero deterioradas.

Unos treinta años después, durante mi primer trabajo formal, me crucé con el programa de educación rural que lideraba, y aún hoy lo hace, el Comité de Cafeteros de Caldas. Se trataba de la Escuela Nueva, un exitoso e internacionalmente reconocido programa de educación básica rural. Desde ese momento, mi interés en la educación pública y, luego, en la ciencia, no me ha abandonado. Este libro es fruto de dicho interés, el cual igualmente me llevó a vivir en las entrañas de universidades públicas y privadas. Todo ello terminó en una investigación al respecto, en la que me propuse comprender el por qué del estado de cosas en ambos sectores.

Cuando se trata de pensar en los problemas educativos o científicos colombianos, el enfoque tradicionalmente asumido es el de evidenciar el escaso monto total de inversión en estos sectores o la cantidad per cápita, o compararla con los demás países. Otra manera es señalar los problemas más inmediatos del sistema educativo o científico: la necesidad de formar mejor a los docentes, o de tener más y mejores científicos o universidades investigadoras, por ejemplo.

Una forma alternativa de afrontar esos problemas es formularlos en términos culturales, como se hace en este libro. En general, el presente ejercicio elabora respuestas propias para el caso colombiano –construidas a partir de una investigación empírica– a planteamientos no propiamente nuevos y que mantienen vigencia.

El libro que el lector tiene en sus manos no es, entonces, sobre la educación ni la ciencia en sí. Es un estudio sobre las mentalidades de las élites colombianas en relación con ambos aspectos. Responde, entre otras cosas, al llamado del historiador Jorge Orlando Melo a trabajar el campo de la historia de las mentalidades con productos que busquen hacer interpretaciones amplias y con ambiciones explicativas sobre problemas centrales. Las élites, en este caso, y lo que tienen que decir sobre temas específicos, son claves para la comprensión de nuestra sociedad. Esto –para contar otra intimidad al lector– me lo enseñó Carlos Dávila Ladrón de Guevara, un profesor con la sencillez de las personas brillantes, el pionero en el análisis del perfil de los grandes empresarios de nuestro país. Asistir a sus clases fue abrir una puerta de cuya existencia no tenía idea.

De esta manera, aquí se hace un aporte a la explicación histórica con respecto al estado de la educación y la ciencia del país, que no solo relata lo que piensan los sectores auscultados sobre ambos temas, sino que además propone un modelo interpretativo con el que pueden alcanzarse hallazgos empíricos escrupulosamente construidos.

Comprendí, en su momento, que la universidad no es una isla; que las fortalezas y debilidades de la ciencia colombiana y del sistema educativo en general son, también, fruto de lo externo a ella, especialmente de aspectos culturales de la sociedad en que se encuentra embebida. Es decir, lo que se vive en universidades y colegios, las falencias y virtudes del sistema científico y educativo de cualquier país tienen mucho que ver con su cultura, como ya lo habían detectado los humanistas del siglo XVI:

Cada sociedad tiene su propia visión de la realidad […]. Esta visión es transmitida por todo lo que sus miembros hacen, piensan y sienten […] en las palabras, las formas del lenguaje que emplean, las imágenes, las metáforas, las formas de culto, las instituciones (Giambattista Vico).

Siempre me ha generado preocupación el solo comparar las estadísticas de educación y ciencia del país, con las de naciones de alto desarrollo económico y humano. Colombia, si bien su sistema educativo ha crecido, aún está lejos de los alcances y desempeños de los países realmente desarrollados y competitivos.

La educación primaria de Colombia, por ejemplo, está en el puesto 98 entre 144 países y se ha llegado a calificar nuestro sistema educativo como “pobre”. En cuanto a matemáticas, según el mismo Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación (ICFES), en la segunda década del siglo XXI, “el 70,6% de los alumnos [colombianos] no logra el desempeño mínimo establecido por [las pruebas del Programme for International Student Assessment] PISA”. La mayoría de nuestros ciudadanos no está en capacidad de participar activamente en la sociedad, pues no tienen capacidad de pensamiento crítico: es decir, les queda difícil, por ejemplo, hacer un juicio sobre la veracidad o justeza de los discursos políticos o de las noticias.

Tal como afirma la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en un informe de 2016 sobre las políticas nacionales de educación, “en las evaluaciones de lectura y escritura de las pruebas nacionales SABER 2014 se encontró que el 49% de los estudiantes en grado 3.°, el 67% en grado 5.° y el 73% en grado 9.° no cumplían los estándares mínimos”. Aún más característico es el estancamiento en la calidad: entre 2012 y 2017 no hubo evolución en los resultados; es decir, y a título de ejemplo, el porcentaje de estudiantes de grado 9.° con nivel avanzado en las mismas pruebas, según Moisés Wasserman, apenas pasó del 5 al 6%, y en 3.° y 5.°, apenas subió un punto porcentual, mientras que el porcentaje de estudiantes en nivel insuficiente bajó un punto en grado 3.° y subió 5 puntos en 5.° grado y uno en 9.°.

Además, el recorrido del estudiante por el sistema educativo, separado entre lo público y lo privado, no tiene impacto positivo en la movilidad social de los más pobres, y por ello Colombia se ubica en el puesto 69 en sostenibilidad social, indicador que incluye la medición de la movilidad social. Se afirma, incluso, que el sistema educativo contribuye a mantener la brecha social del país, por no facilitar dicha movilidad social, lo que Mauricio García Villegas y Laura Quiroz López denominan un “apartheid educativo”.

Y todo esto era antes de la pandemia del año 2020.

Nuestro sistema científico también ha evolucionado en los últimos treinta años. Sin embargo, los resultados, medidos en términos internacionales, son insuficientes para siquiera acercar al país a algo parecido a una “sociedad del conocimiento”. Estados Unidos de América obtiene 400 veces más patentes que Colombia; España, 50, y Brasil, 7 veces más. En 1995, Colombia no graduó ningún doctor de sus universidades y en 2008 graduó 98; en este último año, Brasil graduó 10 800, y Estados Unidos de América, 55 000. Según la primera Comisión de Sabios, el país, para la época de cambio de siglo, debería tener 45 000 doctores.

Colombia aún está lejos de lograr lo que Jeffrey Sachs llama una “verdadera acumulación de conocimientos”. Por acumulación del conocimiento entendemos, parafraseando a Claudia González, algunas cosas básicas: un sistema educativo que transmite información y herramientas que aumenten la productividad laboral, que facilita que los individuos interioricen conceptos y fortalezcan su nivel cultural. No es comprar o importar tecnología: “Está bien aceptado en la literatura económica”, sostienen los referentes del concepto de economía del conocimiento, Dereck Chen y Carl Dahlman, “que la productividad total de los factores [PTF] depende de la disponibilidad de conocimiento […] o capital humano”. Por ello, “resulta vital que los gastos sociales destinados a la acumulación de capital humano alcancen a los más pobres de entre los pobres” (Sachs).

El “Informe Mundial de Competitividad 2012-2013” ubica a Colombia en el puesto 94 en disponibilidad de científicos e ingenieros, y en el 85 en calidad de las instituciones de investigación, razón por la cual es considerada una economía jalonada por la eficiencia y no por la innovación. Otras mediciones internacionales confirman el reto mayúsculo de fortalecer el desarrollo científico: Colombia aparece en el puesto 76, al examinar variables como investigadores que realizan investigación básica y aplicada, gasto total en investigación y desarrollo tecnológico como porcentaje del producto interno bruto, aplicación de patentes, artículos en revistas indexadas, porcentaje de exportaciones de alta tecnología dentro del total de las exportaciones y gasto privado en investigación y desarrollo.

Pero no son solo las cifras comparadas internacionalmente. Es también un problema que, al menos de mi parte, se percibe a simple vista cuando se está al interior del sistema: el predominio del debate político, una excesiva politización que existe al interior de ciertas universidades y en la educación básica pública. La politización llega a extremos de tener “estudiantes” que duran 12 y 15 años en la universidad, de la que nunca se gradúan (y no propiamente porque tengan que trabajar, que sí es el caso de muchos, sino porque allí algunos están pagos para agitar las universidades, en momentos específicos de cada semestre), o a que las discusiones académicas, en muchos casos, sean superadas por el tono y el encono de los debates políticos internos y externos. A veces se percibe que la prioridad es la paz política (con los sindicatos, con los líderes estudiantiles o profesorales), y no tanto los avances académicos o científicos ni el servicio a la sociedad.

Muchas veces la percepción que se tiene del conocimiento en las instituciones es débil, incluso en aquellas donde, pese a que tienen que ver con el desarrollo, nunca se habla de ciencia ni innovación, elementos claves de dicho desarrollo desde hace siglos. O puede llegar a suceder que las mismas instituciones universitarias no tengan un “ambiente científico”.

Recuerdo que cuando fui secretario de Educación Municipal de Manizales y dotamos de computadores algunos colegios, había maestros que me agradecían, como si fuera un favor que yo les estuviera haciendo, y no el resultado de la gestión de sus impuestos por parte de los funcionarios públicos. En ese mismo período, con el alcalde Germán Cardona Gutiérrez nos preocupamos por hacer excelentes colegios en los barrios más populares, mientras algunos decían que no les pusiéramos silla de paño al auditorio, que con sillas de plástico era suficiente, como si a los que más necesitan no hubiera que tratarlos al mejor nivel.

Y pensemos, por último, en la excesiva politización del sindicato nacional de maestros, que 15 meses después del cierre de los colegios por cuenta del COVID-19, aún se oponía a la reapertura de colegios, supuestamente, para proteger la salud de los estudiantes. Pero, en verdad, el presidente del sindicato parecía tener otra intención, como quedó evidenciado en un video: “Esto es de largo aliento, esto es para llegar con miras a 2022 [elecciones de Congreso a las que se postuló] y seguir mucho más allá, para derrotar al Centro Democrático, para derrotar a la ultraderecha y llegar al poder en 2022” (Nelson Alarcón).

Así, se agravó más de lo necesario el daño a los niños matriculados en colegios públicos. Esa oposición a la reapertura escolar, en pleno paro nacional (la fecha del video es junio 10 de 2021), si bien fue muy explicable al inicio de la pandemia, no tenía sentido cuando, ya desde julio de 2020, apenas 4 meses después del inicio de la cuarentena, muchos expertos advertían de los graves riesgos a los que se exponía a los niños, en una de las revistas más reputadas por la ciencia:

Los pediatras y educadores comienzan a expresar su preocupación de que los cierres de colegios están haciendo más daño que bien. El cierre permanente de los colegios corre el riesgo de “dejar cicatrices en las oportunidades de vida de una generación de jóvenes”, según una carta publicada este mes y firmada por más de 1500 miembros del Real Colegio de Pediatría y Salud Infantil del Reino Unido (RCPCH) (American Association for the Advancement of Science; resaltado añadido).

Además, otros científicos, tan temprano como septiembre de 2020, ya tenían pruebas de que los niños, en comparación con los adultos, tenían menores riesgos para la salud: cuando deben ser hospitalizados por COVID, tienen una

[…] menor duración de la estancia, menor necesidad de ventilación mecánica y menor mortalidad en comparación con los adultos. Más específicamente, 22 adultos (37%) [de la muestra objeto de investigación] requirieron ventilación mecánica en comparación con solo cinco (8%) de los pacientes pediátricos. Además, 17 adultos (28%) murieron en el hospital en comparación con 2 (3%) de los pacientes pediátricos. No se produjeron muertes entre los pacientes pediátricos con MIS-C [síndrome multisistémico inflamatorio pediátrico] (Albert Einstein College of Medicine).

Esto, a mi parecer, justifica la afirmación de algunos, como el profesor Wasserman, en el sentido de que la Federación Colombiana de Educadores ha hecho más difícil la adaptación, la modernización y, en general, el progreso del sistema educativo.

El reto es mayúsculo. Por cosas como esas y muchas otras, nació la pregunta de investigación: ¿qué mentalidades manifiestan las élites políticas y empresariales colombianas respecto a las políticas de educación y ciencia?

Lograr la respuesta no ha sido fácil. Eso sí: advierto al lector que el resultado no es para dividir el país entre “buenos” y “malos”. De la palabra “élite” abusan populistas de todos los colores y en cierto sector académico puede tener una connotación negativa. Espero, en todo caso, que el lector entienda que uno de los focos de este trabajo, las élites, no se escogió para buscar “culpables”, pues aquellas son solo una parte del amasijo cultural de las sociedades, donde también hay otros grupos poblacionales, los procesos históricos, además de las instituciones, las costumbres y más. Pero se asume el riesgo porque, como enseñó el proceso de paz surafricano, para superar los problemas, a las cosas hay que llamarlas por su nombre.

Por otro lado, se justifica indagar el periodo histórico del final del siglo XX y comienzos del XXI, por haber sido un momento particularmente interesante en la evolución de la sociedad colombiana: las instituciones propias de la Constitución de 1886, que incluían el poder de la Iglesia católica sobre la sociedad y el letargo causado por el acuerdo político del Frente Nacional, hecho por dos partidos políticos en 1958 y que rigió el país hasta mediados de los años ochenta, encontraron su fin en un momento de coincidencia con la exacerbación de las diferentes guerras internas, el inicio de la inserción de la economía en el modelo neoliberal global y, entre otros hechos, el asesinato de Luis Carlos Galán, atractivo líder que prometía la renovación de las élites desde adentro. Fue un momento de crisis estructural. En respuesta a ello, se expidió la Constitución Política de 1991, completamente nueva, exigida por un espontáneo movimiento estudiantil.

Este trabajo va, entonces, desde la década anterior a la discusión y la expedición de la nueva Constitución, hasta 2013. Un periodo de más de tres décadas de evidentes cambios políticos y sociales, entre los cuales está la renovación de las élites colombianas.

Pero de ese período, sin lugar a duda, el momento que más me influyó, en cuanto a mi percepción de lo público, fue la tragedia del asesinato de Galán, en agosto de 1989. Como dice el sociólogo Charles Wright Mills, “los problemas de la ciencia social, cuando se formulan adecuadamente, deben comprender inquietudes personales y cuestiones públicas, biografía e historia, y el ámbito de sus intrincadas relaciones”. Otros dicen, además, que las preferencias políticas que marcan a los seres humanos lo hacen alrededor de los 18 años, justo la edad que tenía cuando mataron a un líder como muy pocos en la historia de Colombia.

El texto, vengo a caer en cuenta más bien tarde, entonces, es también un homenaje a Luis Carlos Galán, una de las personalidades más aventajadas de la segunda mitad del siglo XX; un hombre consecuente (por ejemplo, siendo hijo del presidente de Ecopetrol, sus hijos estudiaron en colegio público, cosa extraña a las costumbres sociales colombianas); un faro moral contra el narcotráfico; uno de los miembros más ilustrados de la élite colombiana, la verdadera esperanza de su renovación. Quizás por la suma de todo eso lo asesinaron, y en la actualidad, tristemente, es un hombre casi ignorado por las nuevas generaciones.

Como venía diciendo, presento una lectura específica de un momento particular del país. Se evidencian las continuidades de las mentalidades heredadas y las probables rupturas en situaciones de cambio nacional, y se busca comprender la cultura de la dirigencia política y empresarial. En últimas, este trabajo tuvo como propósito reconstruir e interpretar la mentalidad de las élites políticas y empresariales de Colombia entre 1991 y 2013 en relación con la educación y la ciencia.1

Para lograr esto, se buscó identificar la percepción de las élites respecto a la calidad educativa y el desarrollo científico en Colombia, establecer su percepción en relación con la inequidad educativa en Colombia y determinar el papel que le otorgan al Estado en lo que atañe a la calidad e inequidad educativa, y al desarrollo de las capacidades científicas del país.

Vale anotar también que este texto es una adaptación modificada de la tesis de doctorado en Estudios Sociales de la Universidad Externado de Colombia, titulada “Las élites colombianas entre 1991 y 2013: un estudio sobre la mentalidad de políticos y empresarios respecto a la educación y el desarrollo científico”, sustentada el 31 de julio de 2019.2 Esta, a su vez, podría leerse como el epílogo o, más bien, en continuidad con mi experiencia profesional; la aventura de haber sido parte de dos universidades en Colombia, una pública y otra privada, y haber vivido las bondades y complejidades de la tarea.

Por ser resultado de un trabajo para obtener un título formal, se siguió un método de investigación cuya explicación se encuentra en el “Anexo metodológico” de la tesis de doctorado. En todo caso, en el fondo, el trabajo que se resume en este libro acaba siendo una artesanía muy personal; un proyecto que comienza con una meta fija y clara, pero cuyo diseño y construcción evoluciona lenta e imperceptiblemente. Seguí el providencial consejo de Wright Mills,

Sed buenos artesanos. Huid de todo procedimiento rígido. Sobre todo, desarrollad y usad la imaginación sociológica. Evitad el fetichismo del método y de la técnica. Impulsad la rehabilitación del artesano intelectual sin pretensiones y esforzaos en llegar a serlo vosotros mismos.

Una de las modificaciones fundamentales fue el cambio del lenguaje académico a un lenguaje más sencillo, más accesible a un público más general, sin perder las ideas propuestas. El capítulo final, “Nota bibliográfica” (diferente al formato de una bibliografía normal), hace justicia a las fuentes y referencias utilizadas en todo el libro.

Esperamos entregar una memoria comprensible de un momento clave en la historia colombiana, el del cambio constitucional pacífico y tras cendental de 1991, que permitió dar un nuevo aire al espíritu libertario de la nación que la Constitución de 1886 había encubierto, entregando, además, un poder grande a la Iglesia católica, especialmente en el sistema educativo, poder que desapareció definitivamente con la nueva Carta Política.

Un momento, el fin del siglo XX y el inicio del siglo XXI, que también ha significado el lento retiro o la disminución del poder de las élites clásicas colombianas: ilustradas en buena parte, y más bien “aristocráticas”, en el sentido de monopolizadoras del poder social económico y político,3 y el consecuente incremento de la voz de la izquierda y de los barones electorales, entendidos estos en el mismo sentido que el diccionario de la Real Academia Española da para los caciques: “Persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos políticos”, y que denotan un declive cultural en el liderazgo nacional, en comparación con sus antecesores. Ambas cosas cambian, de fondo, la manera en que se toman las decisiones más importantes en Colombia.

De forma significativa, tanto las viejas como las nuevas élites parecerían tener poco interés en construir un Estado nacional capaz de cumplir con propósitos ambiciosos, incluidas la educación y la ciencia, en tanto se preferiría más bien un Estado central débil que renunciar al localismo heredado de la cultura castellana, que no parece haberse ido nunca.

En todo caso, el trabajo también evidencia una época en que diferentes asuntos claves cambiaron el estado de las cosas: por un lado, un cambio político radical, la Constitución de 1991, que significó una nueva estructura de poder; y, por otro, la suma del considerable cambio económico que significó la apertura a principios de la misma década, el informe de la primera Comisión de Sabios de 1994, la creación del primer Comité Universidad Empresa Estado, la negociación de los tratados de libre comercio a partir de 2003 y los éxitos de la seguridad democrática que contenían la amenaza terrorista, que, juntos, significaron una evolución parcial en cuanto a la mentalidad sobre educación y ciencia.

Llama la atención, eso sí, que las nuevas élites no fueron precisamente las que más interés tuvieron en mejorar la calidad y la equidad educativa y el desarrollo científico. Más bien prefirieron proteger privilegios laborales y acceder a las nuevas rentas públicas, que apoyar el desarrollo social con base en los criterios de un Estado moderno.

Agradecimientos

Con el riesgo de no incluir a todos los que se lo merecen, por puro olvido, comienzo por agradecer al profesor Roberto Lleras, en la Universidad Ex- ternado. Él sacó la propuesta doctoral (presentada aquí en forma de libro) del pantano. A Carolina Gallego, gracias por su conocimiento experto, que hizo del trabajo de campo un exigente proceso. Igualmente, a Elizangela Valarini, en el Instituto de Sociología Max Weber de la Universidad de Heidelberg, por su generosidad, lectura crítica y amistad; y a Markus Po- hlmann, por el reto que me impuso al autorizar mi estancia allí, espacio y tiempo sin los que no hubiera logrado elaborar el informe de investigación. A Guillermo Orlando Sierra, Gregorio Calderón y Sandra Londoño de la Universidad de Manizales, gracias por el profesional apoyo recibido.

Claudia Margarita Osorio merece las gracias por su amistad, por su lectura, su inteligente conversación, pero, sobre todo, por su persistencia en invitarnos a pensar: su camino intelectual es necesario en nuestro país. A Nathalie Manco, por el apoyo en el lugar y la circunstancia más inesperada. A Alberto Romero, un especial agradecimiento, por su calidez y calidad intelectual, gran compañía durante los años del doctorado.

Gracias a Armando Silva, que me abrió la puerta para poder cursar el doctorado; a mi asesor, Carlos Alberto Patiño, de la Universidad Nacio - nal de Colombia, que creyó en el proyecto, lo acogió y enriqueció. A Ricardo del Molino, cuyas críticas aportaron mucho, y a Marta Saade y Gloria Vargas, de la Universidad Externado, que soportaron el caos ini- cial. A Alberto Echavarría y Cristina Judith Hinojosa, en la ANDI, por la confianza y diligencia; también a Edna Betancour, en la Hemeroteca del Congreso. A Alba Luz Sánchez Escudero, mi editora, por el meticuloso trabajo. A Ricardo Correa, por la lectura y las sugerencias. Gracias, siempre, a Hernando Salazar Patiño, por su originaria inspiración intelectual, y a Fernando Chaparro, que alguna vez me abrió un camino del que no he salido. También agradezco a Clemencia Bonilla y a Ana Luz Rodríguez en la Universidad Autónoma de Colombia y a Moisés Wasserman. Y, finalmente, gracias a Carmiña Cadavid Cano en la Editorial EAFIT, por su apertura y orientaciones.

Reconocimiento especial

La obra académica original es, en parte, producto del proyecto de investigación titulado “La mentalidad de las élites políticas y empresariales colombianas con respecto a la educación y la ciencia durante las últimas tres décadas”, financiado por la Universidad de Manizales mediante convocatoria interna, e inscrito a la Dirección de Investigaciones y Posgrados mediante el código A0601X0906.

1. ¿De qué estamos hablando?

La educación es el antídoto contra la fatalidad. La fatalidad provoca que el hijo del pobre sea siempre pobre, que el hijo del ignorante sea siempre ignorante. Una buena educación hace saltar estar barreras por los aires.

Fernando Savater, Ética de urgencia

El “último hombre” es aquél que ya no tiene capacidad de mirar más allá de sí y ascender por encima de sí en el ámbito de sus tareas.

Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?

En este capítulo se definen los conceptos fundamentales que sustentan el trabajo de este libro. En el primer apartado, se comienza con la definición de calidad educativa, al tiempo que se plantean ciertas críticas a la debilidad del sistema educativo, para dar paso, luego, a describir la equidad educativa y el desarrollo científico. Al terminar esta sección, entenderá el lector lo lejos que se encuentra el país de la equidad educativa y de constituir una sociedad basada en el conocimiento. Posteriormente, se introducen, de manera amplia, el concepto de élite y algunas consideraciones para tener en cuenta respecto al término. Al cierre del capítulo se hace una aproximación al concepto de mentalidad.

Es preciso anotar que calidad y equidad educativa y desarrollo cientí-fico se enmarcan y son entendidas, para el presente trabajo, como políticas públicas, es decir, se parte de la base de que cada una de ellas es, o debería ser vista como, un “proceso [así no sea lineal] integrador de decisiones, acciones, inacciones, acuerdos e instrumentos, adelantado por autorida-des públicas, con la participación eventual de los particulares”, para el uso estratégico de recursos que intenta aliviar los problemas nacionales. La política pública, y esto es fundamental para comprender el presente estudio, hace parte de un ambiente determinado del cual se nutre. Y en eso es que precisamente nos enfocamos, en los factores externos, el ambiente, que condiciona el proceso de formulación y ejecución de la política pública colombiana sobre educación y ciencia. Se entiende que la mentalidad de las élites es parte de los factores externos que la nutren.

Calidad y equidad educativa: el camino de la integración nacional

Con respecto a “calidad educativa”, se asumen elementos que propone la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) sobre ello. Para esta, el desarrollo cognitivo del educando es el objetivo “más importante de todo sistema educativo”, al igual que la promoción de la autonomía y la emancipación de los marginados. Por otro lado, “el papel que desempeña la educación en la promoción de las actitudes y los valores relacionados con una buena conducta cívica, así como en la creación de condiciones propicias para el desarrollo afectivo y creativo del educando”. Pero también la calidad educativa pasa por la “escolarización, la retención y el aprovechamiento escolar” y la eficiencia y la eficacia de la educación.

Ahora, en relación con la calidad educativa, surgen términos y ex-presiones como “inequidad educativa”, “equidad educativa” e “igualdad educativa”, que ameritan una contextualización. Para ello, primero asumimos, de la mano de Hernando Gómez Buendía, que el sistema de educación colombiana es excluyente:

La educación latinoamericana y caribeña ha estado marcad[a] por un doble y simultáneo proceso de inclusión y exclusión. Cada día aumentan las oportunidades y se extiende la cobertura a todos los grupos sociales, pero cada día aparece otra forma de discriminación […] que deja atrás a muchos niños y jóvenes. Cada vez la escuela fue un transmisor, incluso un amplificador, de las desigualdades […]. Est[o] explica porque la educación ha sido a un mismo tiempo el principal motor y el mayor obstáculo para la integración nacional, el crecimiento económico y la superación de la pobreza.

La educación en la región también es “altamente segmentada”.

En vez de la “escuela universal”, es decir policlacista, en la región existen “circuitos diferenciados” para educar los niños y los jóvenes de cada origen social […]. El sistema le ofrece un tipo de escuela distinto a cada estrato social... La educación tiende siempre a disminuir la pobreza; pero aliviar la pobreza no necesariamente implica reducir la desigualdad.

El problema de la inequidad educativa es multicausal, complejo de explicar y seguramente de manera no por completo satisfactoria. Gómez Buendía sugiere varias causas enraizadas en nuestra historia, de las cuales enuncio dos: la primera, la doble contradicción surgida desde los inicios del proceso colonial de Hispanoamérica, manifiesta en la servidumbre y el vasallaje que pretendían los conquistadores y colonizadores de los nativos (exclusión), en contradicción con el paternalismo que pretendía el clero que educaba al indígena y quería evitar su esclavitud (inclusión); la segunda, en particular de Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela, es la modernización acelerada del sistema educativo al inicio de la segun-da mitad del siglo XX, cuando hubo mucho crecimiento en la población matriculada en secundaria urbana, pero con muy pobre calidad y muchos excluidos en las áreas rurales.

Entonces, un sistema educativo es equitativo desde el preescolar hasta la educación superior si posee funciones de integración nacional, mediante la socialización primaria de los estudiantes –principalmente en la educación básica– y, por lo tanto, es capaz de construir una “comunidad imaginaria”, la sensación de un “destino compartido”, un “código cultural común”, como dice Gómez Buendía y lo reafirma Yuval Noah Harari:

El sentido se crea cuando muchas personas entretejen conjunta-mente una red común de historias […]. La gente refuerza cons-tantemente las creencias del otro… hasta que uno ya no tiene más opción que creer lo que todos los demás creen […] los relatos hacen las veces de cimientos y pilares de las sociedades humanas.

Y esa comunidad de sentido, ese cimiento común, es precisamente lo que no aporta nuestro sistema educación básica. Pareciera que, en Colombia, no hemos comprendido que la educación tiene un “lugar central en la dinámica social”, como dijo la Unesco antes de terminar el siglo anterior. Para ello, el Estado debe “salvaguardar” el “lugar de crisol” de la educación, “luchando contra todas las formas de exclusión”. Muy por el contrario, y como lo mencionamos en la introducción, el sistema colombiano es considerado un apartheid educativo. Es un sistema que, especialmente durante los primeros años de recorrido educativo, segrega a la sociedad, en lugar de cohesionarla.

Al describir el requerimiento de equidad educativa para lograr un Estado más unificado, es necesario asimismo aceptar la sugerencia de Unesco sobre la necesidad de tener Gobiernos nacionales, regionales y locales capaces, pero, especialmente, un Estado central fuerte, con “ca-pacidad de aplicar mecanismos compensatorios”, que asuma su “papel de redistribución, particularmente en favor de grupos… desfavorecidos”. Como menciona Fernando Henrique Cardoso: “La educación es una de las áreas donde la acción del Estado no solo es deseable sino también imprescindible”.

Igualitarismo

Para identificar de manera específica la mentalidad de las élites en relación con la inequidad del sistema educativo colombiano también es útil comprender la idea del igualitarismo y que esta no es una idea débil ni de unos pocos. Amartya Sen habla del institucionalismo trascendental, que fundamenta un ideal de justicia de oportunidades educativas perfectamente iguales. Los pensadores que pertenecen a esta escuela son Thomas Hobbes, John Locke, Immanuel Kant, Jean-Jacques Rousseau y, del siglo XX, John Rawls y Donald Dworkin. Contrario a la idea de las oportunidades edu-cativas igualitarias, Sen sostiene que se encuentran filósofos políticos, como Karl Marx, John Stuart Mill, Nicolas de Caritat (Condorcet), Jeremy Bentham y Adam Smith. Y si bien este último es portaestandarte del liberalismo económico, alguna de sus ideas contribuye al igualitarismo, debido a que defiende que una de las tres obligaciones del Estado es “establecer y sostener la instrucción del pueblo”, porque la educación de los más pobres es un asunto de compensación social.

Si existiese desigualdad de oportunidades en las sociedades, plantea Rawls, serían solo para “promover mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad. Las desigualdades inmerecidas requie-ren compensación”. Ambos conceptos coinciden con el de un pensador emblemático del pluralismo y el liberalismo del siglo XX, es decir, que tampoco hace parte del institucionalismo trascendental, Isahia Berlin, quien va más allá que los miembros de este grupo, al sostener que “la libertad tendrá que ser constreñida para dejar espacio al bienestar social”.

El deseo de igualdad educativa puede nacer de una decisión moral: en términos de Humberto Maturana, se trata de “ver al otro como legí-timo otro”. También puede ser por una decisión puramente racional, a decir de Karl Popper, pues la igualdad conviene a la convivencia social. Por cualquiera de las vías, la racional o la sentimental, lo que importa para nuestro propósito es que ambos caminos conducen al igualitarismo: la búsqueda de la igualdad de oportunidades como un ideal humano (es decir, construido con base en los sentimientos), o conveniente socialmente (es decir, juzgado, por la razón, como necesario para la convivencia).

Desde el punto de vista histórico, el igualitarismo se inspira en la Re-volución francesa, y su rechazo visceral a los privilegios. Se trata, entonces, de la distribución equitativa del conocimiento, porque la educación está entre las necesidades básicas de todos los seres humanos, distribución equitativa que es regla de oro de la democracia liberal. Para algunos, el hecho político que permitió hacer realidad esta regla de oro fue el surgi-miento y la consolidación del estado de bienestar europeo a finales del siglo XIX.

Desarrollo científico

En este libro, al referirnos a “lo científico”, aludimos indistintamente a la investigación científica, básica o aplicada; a la investigación y desarrollo (I+D); a la investigación y desarrollo experimental; incluso, a la innova-ción lograda con base en la I+D.

No vamos a entrar a definir cada una, salvo a la innovación, ya que es el fruto final de todas las anteriores, resultado que tiene directo impacto en el desarrollo social y económico. De esta manera, la innovación, según el Manual de Oslo, es “la introducción de un nuevo, o significativamente mejorado, producto (bien o servicio), de un proceso, de un nuevo método de comercialización o de un nuevo método organizativo, en las prácticas internas de la empresa” o cualquier organización. No es innovación dejar de usar un servicio o producto, la simple sustitución o ampliación de máquinas, el cambio de precio, entre otras.

Un país que logra su desarrollo fundamentado, al menos en parte, en la ciencia, es un país que formula y ejecuta políticas científicas orientadas a “la generación de capacidades de conocimiento para la modernización [de la sociedad y también es capaz de] generar una base científico técnica capaz de solucionar problemas tecnológicos para abrir oportunidades de desarrollo económico productivo y a la atención de necesidades y solución de problemas sociales” (Ronald Cancino et al.).

Específicamente, el desarrollo de un país con base en el conocimiento científico es, al menos en parte, según escribe Jeffrey Sachs, aquel jalonado por “la capacidad de aplicar ideas modernas, basadas en la ciencia, para organizar la producción” y las instituciones sociales. Implica el aprecio y el uso efectivo de “la ciencia y la tecnología, alimentados por la razón humana”, como fuentes continuas de “progreso social y mejora humana”, en palabras del Banco Mundial.

Economía y sociedad basadas en el conocimiento

En suma, calidad y equidad educativa, y desarrollo científico, son partes esenciales de dos conceptos complementarios: sociedad y economía del conoci-miento. La última, según el Banco Mundial, es aquella “en la cual el conoci-miento es el principal motor del crecimiento económico”. La primera es un concepto más amplio. La sociedad basada en el conocimiento es aquella que cree y trabaja, con las élites a la cabeza y por los medios adecuados, en torno al conocimiento y la ciencia, como una fuerza de progreso humano y social.

Manuel Castells explica que han sucedido tres revoluciones industriales: la de la aplicación del conocimiento existente a la producción (siglo XVIII); la del papel definitivo de la ciencia para fomentar la innova-ción, hacia 1850; y, recientemente, la de las tecnologías de la información. Cada una de ellas “cambió decisivamente la ubicación de la riqueza y del poder en un planeta que de repente quedó al alcance de aquellos países y élites capaces de dominar el nuevo sistema tecnológico”. Así, una sociedad basada en el conocimiento es aquella que de una u otra manera ha sido partícipe exitosa en dichas revoluciones. Son sociedades que entienden el infinito potencial de crecimiento que hay en los descubrimientos de la ciencia, en la estima por el saber y la curiosidad.

Y si bien es cierto que la conciencia crítica, la curiosidad, el asombro, investigar, experimentar, analizar, son necesidades fundamentales del ser humano, en realidad no todos los países del mundo logran niveles de interés y capacidad colectiva de producir conocimiento, difundirlo adecuadamente y generar desarrollo económico con base en él. “En la mayoría de los países pobres es habitual que el proceso de innovación ni siquiera se dé”, porque, según Sachs, por alguna razón, se desconoce que “la tecnología y no la explotación de los pobres, ha sido la fuerza motriz que ha impulsado los prolongados crecimientos de rentas del mundo rico”. Es lo que desde hace más de un siglo Max Weber ha llamado el “racionalismo económico”, centrado en el permanente “crecimiento de la productividad”, la cual que se logra con base en el desarrollo tecnológico, y este, a su vez, en el desarrollo científico.

Las sociedades basadas en el conocimiento no surgen como un aconte-cimiento aislado. Condiciones sociales específicas fomentan la innovación tecnológica, que se introduce en el camino del desarrollo económico y produce más innovación.

Ese dominio del nuevo sistema tecnológico por parte de países y élites, insiste Castells, depende, entre otras cosas, de “condiciones culturales”. Y si pensamos en las élites que reúnen las condiciones culturales para el surgimiento de sociedades basadas en el conocimiento, quizás sea pertinente citar a Popper, para quien “ningún hombre se debería considerar educado si no se interesa en la ciencia, el desarrollo más notable en la historia de los asuntos humanos”.

Élites

La élite es una minoría de personas con la mayor influencia política, social y económica posible. Pueden llamarse expresamente la “minoría del poder”, que ocupa las más altas posiciones en los lugares de man-do de la estructura social, donde se centran los medios efectivos del poder y la riqueza, esto es, en la maquinaria del Estado, en las empresas más grandes (en términos económicos) –bien sea como propietarios o como administradores–, o en las instituciones que las representan (asociaciones, gremios), y en los medios de comunicación más influyentes (radio, prensa, televisión).4 Desde estos lugares, sus decisiones tienen consecuencias importantes no solo en la concepción y la gestión de las políticas públi-cas, sino también en la administración del gobierno, en la economía e incluso en el perfil moral de una nación. La élite se puede cualificar por el estatus o la riqueza, pero ninguna de los dos la define por sí sola.

Por un lado, los miembros de la élite pueden o no tener alto estatus social (reconocimiento atribuido u otorgado por muchos otros individuos según las pautas de valor predominantes) per se, es decir, independientemente de la posición que ocupen sus miembros en la burocracia estatal o en las empresas. Por otro, los propietarios de las fortunas económicas hacen parte de esta élite del poder, pero en la cual también están muchos otros con mayores ingresos que el promedio, pero no necesariamente las más ricas.

Este trabajo parte de premisas fundamentales: es fútil aspirar a que en las sociedades exista una igualdad plena, incluso en las que se dicen más democráticas o las que son más igualitarias. Toda acción social es una lucha de poder. Son identificables y cuantificables los individuos que poseen más poder en una sociedad determinada.

Estos supuestos son de la escuela elitista de la sociología y sus elemen-tos claves vienen de Gaetano Mosca, Robert Michaels, Vilfrido Pareto, Talcott Parsons y Charles Wright Mills, en orden cronológico. Con algunas diferencias de matices, todos ellos coinciden con Mosca: “en todas” las sociedades, “existen dos clases de personas: la de los gobernantes y la de los gobernados”, y con Michels: “En todos los tiempos, en todas las fases del desarrollo, en todas las ramas de la actividad humana ha habido líde-res”. Existirá siempre una minoría dominante, no importa si, hablando de un gobierno, se trata de un Estado confesional o comunista o capitalista o socialdemócrata. La centralidad como recurso de poder es evidente hasta en las más democráticas sociedades, como lo confirmó Anton Grau Larsen, quien hizo una investigación al respecto en Dinamarca a inicios del siglo XXI.

La élite, según Mosca, tiene “importancia preponderante en la de-terminación del tipo político, y también del grado de civilización de los diferentes pueblos”. Para unas pocas personas, asevera Grau, “el poder es algo extraordinario”; son personas para quienes las decisiones de alto impacto social hacen parte de la vida diaria y su influencia puede ser sustancial. Son “hombres [y mujeres] cuyas posiciones les permiten trascender los ambientes habituales de los hombres y las mujeres corrientes”, en palabras de Mills.

¿De dónde surge dicho poder? Es la organización, de cualquier tipo que sea, la que, según Michaels, “da origen a la dominación de los elegi-dos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes”, ya que, en general, las aptitudes y la riqueza de los humanos están distribuidas inequitativamente. Para la mayoría de dichos teóricos, el poder es algo natural y propio de las instituciones políticas, como son los Estados. Sin embargo, Parsons desarrolla un concepto de poder algo más sofisticado, y se refiere entonces al estatus: “Existe un sistema muy complejo de mutuas referencias simbólicas… Es un sistema real de relaciones de superioridad e inferioridad efectivas”, resultante de las “valuaciones comunes” de acuerdo con las siguientes categorías: parentesco, cualidades personales, logros, posesiones, autoridad y poder. Es todo un “sistema de estratifica-ción social”. Son “sentimientos morales” que valen como “pauta común para juicios de superioridad e inferioridad”.

La fuente del poder puede encontrarse, entonces, en el dinero, o en lo puramente político, en las posiciones gubernamentales ostentadas o en el poder socialmente reconocido por los demás (estatus), o en una mezcla de todas. Esto, a pesar de que el concepto de poder no es fácil de definir porque, como sugiere Stewart Clegg, los politólogos aún no se ponen de acuerdo en ello. Pese a esto, al menos podemos describir las élites, pues están compuestas por un número muy pequeño que controla recursos materiales, simbólicos y políticos claves en un país.

Los sistemas sociales, según Pareto, son la suma de “tendencias estruc-turales y entretejido de intereses”, y por ello la élite “no es una unidad concreta, no es voluntad única y no son absolutas”. Este grupo de personas no es homogéneo; hay élites militares, políticas, económicas, sociales, entre otras, pues en las sociedades coinciden los diferentes órdenes en más de una oportunidad. No son homogéneas, pero sí están relativa y espontáneamente cohesionadas, porque hay “fluidez de las transacciones, tolerancia a diversas vías de acceso, movilidad entre los grupos”, es decir, “no hay una clara determinación de dónde se centra el liderazgo político”, según explica Parsons.