Sí, ya me acuerdo… - Marcello Mastroianni - E-Book

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Marcello Mastroianni

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Marcello Mastroianni tenía once años cuando se unió a la pequeña compañía teatral de su parroquia. A los veinte, Visconti lo escogió para el teatro y le hizo ser parte de su Olimpo; luego, Fellini haría de él la encarnación del latin lover. Gracias al cine Mastroianni lo fue todo: unas veces gran mujeriego, otras impotente, celoso o cornudo, pero siempre dispuesto a revelarnos el lado más humano de sus personajes y sus propias vivencias, las de un hombre que forma parte de la esencia misma del cine no ya italiano, sino mundial. Este es el cuaderno de notas de un actor en su madurez, un hombre que supo encandilar a la muerte contándole historias del ayer… Y la muerte, como todos sabemos, se quedó escuchándole hasta que el maestro hubo escrito la última palabra.

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Sí, ya me acuerdo…

Marcello Mastroianni

Traducción de José Ramón Monreal

Título original: Mi ricordo, sì, io mi ricordo, originalmente publicado en italiano, en 1997, en Italia

Primera edición en esta colección: mayo de 2023

© de la traducción, José Ramón Monreal, 2023

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2023

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19655-37-0

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime Digital S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

AdvertenciaComo un viejo elefanteNostalgia del futuroTurista de lujoLa cama de Churchill, un parto con cesáreaEl gran museoSe está como dentro de un huevoLa fortaleza de los sueñosPausa con cartuchoEl figurante anónimo«Está bien, gracias, comendador»De la primera a la ciento setenta (y siguientes)Domingo, Perros, Padres, Rufufú, CamaradasVivir entre paréntesisMitología¿Será la edad?Una cueva húmeda y protectoraEl beso de la desconocidaCristales mágicosLos recuerdos más profundosUn millón de cigarrillosUna grandeza humildeDe las actuaciones en la parroquia a ViscontiUna década de formaciónPianola incompleta para PlatonovDel templo a la olla podridaAdiós, Nueva YorkAcerca de proyectar puentes y comediasEmpapelados en HollywoodBrazos, piernas, labios, nariz«Pero ¿quién eres?». «¿Y quién eres tú?»Míster Latin LoverEl bello AntonioTshk-tshkEn Una jornada particularTodo modoLos RuspantosRuggeroLos dos EscipionesEl Gordo y el FlacoDe cómo la última pareja del cine no fue a Broadway«Si los demás te viesen como te veo yo»«Los rusos son como los napolitanos»Un tío fantásticoDiecisiete mil kilómetros más lejosPequeñas flaquezasLa paradoja del comediante (primera parte)Tormentos: meterse en la piel del personajeLa paradoja del comediante (segunda parte)Tormentos: salir del personajeLos mineros lo pasan peorUn duende shakespeariano¡Ochenta y ocho años!Le ultime luneEn una habitación de hotelEn el escenarioLa paradoja del comediante (tercera y última parte)EmociónEl olor de la maderaNavidad en casa de los MastroianniExactamente igual que en una comedia italiana«¿Algo de beber?»MontañasLo que se lleva el vientoComo un dirigibleLa dalle y las hormigasAvant propos (fragmentos)Roma/ParísEl amigo directorEl túnel bajo el TíberEn silla de ruedas y, además, sordomudo¡Tarzán!Mandrake de FrosinoneUna pesadilla minúsculaClaquéUna pequeña prueba para MastornaEl largo viaje con Fellini (I)Intermedio: en un planeta totalmente napolitanoEl largo viaje con Fellini (II)La sensatez de don QuijoteSubidas y bajadasUn hombre afortunado28 de septiembre de 1996El pueblo más cercanoApéndicesNota de Anna Maria TatòDiario de trabajo de la película de Graziolina RotunnoCréditos de la película

«Todos tenemos varios Mastroiannis encajados en la memoria, unidos a momentos importantes de nuestra propia experiencia. Tantos hombres, creados por su arte y su calor humano, por su concepción de la interpretación como un juego gozoso, desprovisto de angustias, a la napolitana, en una improvisación inteligente y continua…».

MARUJA TORRES

Advertencia

Sí, ya me acuerdo… se filmó en septiembre de 1996 en el norte de Portugal, donde Marcello Mastroianni estaba rodando una película. El gran actor pudo ver todo el material, y él mismo decidió el título. Este libro es una transcripción de su voz.

Como un viejo elefante

Recuerdo un gran níspero.

Recuerdo mi asombro y fascinación al contemplar los rascacielos de Nueva York desde Park Avenue, a la hora del crepúsculo.

Recuerdo la cazuelita de aluminio a la que le faltaba un asa y donde mi madre freía los huevos.

Recuerdo la voz de Rabagliati saliendo de un gran tocadiscos y cantando: «E tic e tac cos’é che batte é l’orologio del cuor».

Recuerdo a Clark Gable muy joven, en blanco y negro, de espaldas; luego se vuelve y sonríe… así. Un tunante irresistiblemente simpático. ¿Qué película era? Quizá Sucedió una noche.

Recuerdo la carpintería de mi abuelo y de mi padre. Mi abuelo está haciendo una silla. ¡Recuerdo el olor de la madera, el olor de la madera!

Recuerdo los uniformes de los alemanes. Recuerdo a los refugiados.

Recuerdo que en una ocasión soñé que vivía en un dirigible. O quizás era una astronave.

Recuerdo a H. G. Wells, a Simenon, a Ray Bradbury.

Recuerdo las ilustraciones en color de La Domenica del Corriere. Y también Flash Gordon.

Recuerdo que Fellini me llamaba Snaporaz. Recuerdo la primera vez que fui de campamento.

Recuerdo a Chéjov, en particular al capitán Solioni, que en Las tres hermanas dice «pío, pío, pío, pío».

Recuerdo la primera vez que vi las montañas, y la nieve, y la emoción que sentí.

Recuerdo la música de Stardust. Era antes de la guerra. Bailaba con una chica que llevaba un vestido floreado.

Recuerdo los caballos del viejo anuncio de cervezas Peroni.

Recuerdo perfectamente el sabor y el olor del cocido de garbanzos. Y recuerdo que la noche de Navidad se jugaba al bingo.

Recuerdo el terrible zumbido de los Liberators, los aviones norteamericanos del primer bombardeo sobre Roma.

Recuerdo la agilidad tan elegante de Fred Astaire.

Recuerdo la primera vez que el hombre pisó la luna al ralentí. Pero ¿dónde estaba yo?

Recuerdo que fui por primera vez al cine en Turín. Vi Ben Hur, con Ramon Novarro. Tenía seis años.

Recuerdo París, cuando nació mi hija Chiara.

Recuerdo las croquetas de arroz. Pero era imposible comprar todos los días; costaban cuarenta céntimos.

Recuerdo mi primer sombrero de hombre; era modelo Saratoga.

Recuerdo las películas cómicas de Charlot. Recuerdo a mi hermano Ruggero.

Recuerdo que Cicerón nació en el año 1o6 a. C., es decir, 2122 años antes que yo, pero a dos pasos de mi casa, en Arpino. Mi abuelo se sentía orgulloso de ello. «Vitam regit fortuna, non sapientia», me decía citando a nuestro conciudadano. Luego dejaba escapar un suspiro y añadía: «Pues sí, la fortuna es la que rige la vida, no la sabiduría».

Recuerdo una noche de verano con olor a lluvia.

Recuerdo las aventuras de Ulises: «Háblame, musa, de aquel varón de multiforme ingenio…».

Recuerdo a Cassius Clay (llamado La Lengua) en Nueva York enfrentándose a Frazer.

Recuerdo la espléndida cabeza cana del arquitecto Ridolfi, mi profesor de dibujo arquitectónico.

Recuerdo los primeros dibujos de mi hija Barbara.

Recuerdo mi proyecto de elevar el Tíber construyendo debajo una carretera.

Recuerdo a Greta Garbo mirándome los zapatos y diciendo: «Italian shoes?».

Recuerdo el primer cigarrillo que fumé. Estaba hecho, lo recuerdo perfectamente, con barbas de mazorca.

Recuerdo las manos de mi tío Umberto, unas manos fuertes como tenazas, manos de escultor.

Recuerdo el silencio que se hizo en el restaurante Chez Maxim’s cuando apareció Gary Cooper vestido con un esmoquin blanco.

Recuerdo una pequeña estación y el ruido de los trenes. Recuerdo a la cajera del bar de la estación. La caja hacía ¡clin, clin, clin, clin! «¡Cobrado!».

Recuerdo a Marilyn Monroe.

El primer automóvil que tuve, lo recuerdo, era un Topolino modelo camioneta.

No sé por qué recuerdo esta estúpida retahíla: «¡Oh cuántas chicas guapas, Madame Doré, oh cuántas chicas guapas!».

Recuerdo las luciérnagas, que ya no se ven. Recuerdo la nieve en la plaza Roja de Moscú.

Recuerdo un sueño en el que alguien me dice que me lleve los recuerdos de la casa de mis padres.

Recuerdo un viaje en tren durante la guerra: el tren penetra en un túnel, se hace una gran oscuridad y, entonces, en medio del silencio, una desconocida me besa en la boca.

Recuerdo a los kurdos masacrados en un éxodo bíblico; recuerdo que no debo olvidar la violencia de tantas imágenes absurdamente violentas.

Recuerdo también la sensación de silencio y de luz suspendidos sobre la ciudad de Jerusalén como un halo místico.

Recuerdo el deseo de ver qué será de este mundo, qué sucederá en el año 2000, y de estar allí y recordarlo todo como un viejo elefante, sí, porque, lo recuerdo, ¡siempre he sido curioso, muy curioso!

Y hasta recuerdo cuando íbamos a cazar lagartijas. ¡Mi tirachinas!

Recuerdo mi primera noche de amor. Sí, ya me acuerdo…

Nostalgia del futuro

Cuando somos pequeños, los países que no conocemos y sobre los que tanto fantaseamos nos parecen siempre más bellos y misteriosos, incluso más reales que las ciudades donde vivimos. Tal vez la profunda fascinación de viajar permanece siempre ligada a esta especie de perspectiva fantástica que vuelve los lugares lejanos a la vez más misteriosos y reales que los que tenemos ante nuestros ojos.

Según Proust, «los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos». Es una frase justamente famosa. Yo me permito añadir que acaso existen paraísos más atractivos aún que los paraísos perdidos: son los que no hemos visto nunca, los lugares y las aventuras que entrevemos a lo lejos; no a nuestra espalda, como los paraísos perdidos, que nos llenan de nostalgia, sino delante de nosotros, en un futuro que quizás un día, como en los sueños que se hacen realidad, conseguiremos alcanzar, tocar.

Quién sabe, tal vez la fascinación de viajar radique en este encanto, en esta paradójica nostalgia del futuro. Es la fuerza que nos mueve a imaginar –o a ilusionarnos con ello– que haremos un viaje y encontraremos, en una estación desconocida, algo que podría cambiar nuestra vida.

Acaso uno deja realmente de ser joven cuando tan solo es capaz de añorar y amar los paraísos perdidos.

Turista de lujo

Después de haber intervenido en más de ciento setenta películas, me siento cada vez más ávido de nuevas experiencias. Como por ejemplo esta, aquí, en estas montañas de Portugal.

La idea de películas más seguras, sin riesgos…, lo que yo llamo la «fábrica», en una palabra, el estudio, Cinecittá, donde sin duda existe más comodidad, todo es más tranquilo, más cómodo… No sé, con los años acabé por verme como si fuese un empleado que va todas las mañanas a la oficina. Así que desde hace muchos años elijo películas que me lleven aquí o allá.

Este es otro de los privilegios de mi oficio, porque ¿quién va a venir a parar a un lugar como este?, ¿a qué turista se le va a ocurrir visitar estas maravillosas montañas? El cine te lleva a donde ninguna agencia de viajes te aconsejaría ir. Y, hay que decirlo francamente, como «turista de lujo», porque ningún turista, por más rico o famoso que sea, podría saborear tan en profundidad la naturaleza de un país, de un pueblo. Aunque resulte difícil entenderse a causa del idioma, al final uno siempre se entiende. Y luego está la experiencia de entrar en casa de la gente, de ver y hacer cosas que ni siquiera le estarían permitidas al presidente de la República.

La cama de Churchill, un parto con cesárea

Mientras trabajaba en una película inglesa, fui a parar a un castillo no lejos de Londres; en él había nacido Winston Churchill. Como tantos castillos ingleses, había sido transformado en un museo donde, para entrar, había que pagar. En la estancia donde Churchill había nacido estaba su cama, rodeada del clásico cordón rojo que el público no puede traspasar. Pero en aquellos días el castillo estaba «requisado» por nuestro equipo de rodaje. Bien, para ser breve, pasados dos o tres días yo ya dormía en aquella cama.

La cosa puede parecer vulgar, es cierto (de hecho, el cine tiene a menudo aspectos brutales), pero, por otra parte, ¿qué daño le hice yo a aquella cama? En ella nació Churchill, y más adelante durmió Mastroianni.

La otra anécdota se remonta a hace más de treinta años, cuando, rodando una película en la que hacía el papel de médico, pasé un par de meses en un hospital romano. Me hice amigo de los médicos de verdad, y un buen día uno de ellos me preguntó si había visto alguna vez practicar una cesárea. Como es natural le respondí que no.

–¿Quieres asistir a una? –me dijo.

–¿Por qué no?

Recuerdo que tenía un cigarrillo en la mano y buscaba dónde apagarlo.

–Vamos, ven conmigo –me dijo aquel joven médico–, ya verás como no pasa nada; la guerra es peor, ¿no?

De modo que aquel día presencié una cesárea. Es realmente impresionante.

Pero, digo yo, ¿a quién le está permitido entrar en una sala de operaciones?

El gran museo

He hecho películas en el Congo, en Brasil, en Argelia, en Marruecos, en Hungría… Una ciudad maravillosa: Budapest. La película no salió bien, pero ¿qué importa eso? Las películas malas no las ve nadie, pero Budapest era preciosa, y ¿cuándo se me habría presentado la ocasión de pasar dos meses allí?

En Argentina participé en una película dirigida por María Luisa Bemberg (en esa película me caso con una enana, ¡una enana de verdad! La hice también por el simple gusto de destruir esa imagen estúpida del latin lover).

En Londres he trabajado en tres películas, una de ellas dirigida por John Boorman, un gran director: Leo el último (Leo The Last), una hermosa película que no tuvo éxito, aunque en el Festival de Cannes Boorman ganó el premio al mejor director. (A propósito, en Leo, el último decía yo una frase que, bien pensado, en el fondo me define un poco: «Yo amo a long distance», es decir, por conferencia interurbana, a través del teléfono. Es una manera de permanecer en contacto, desde luego, pero es también algo un tanto abstracto). Bonita ciudad, Londres, pero la encontré muy monótona; esas construcciones todas iguales, con las dos columnas, el portalito, el balcón en la primera planta… He trabajado también en Berlín; y en Francia, naturalmente, allí muchísimo. En Rusia he hecho dos películas, y menudo frío pasamos…

Siempre he vivido estas aventuras como si fuesen cuentos, fábulas en las que yo era el protagonista y, por lo tanto, un privilegiado.

Por otra parte –lamentablemente, debo admitirlo–, aparte de mi oficio, no tengo grandes intereses. Es mi limitación. No poseo una gran riqueza espiritual, cultural. No se me ocurre jamás ir al cine, o al teatro, donde el único que se divierte es el actor porque satisface su histrionismo; pero al que se pasa horas sentado allí, ¿no le entra sueño?

Los museos no me dicen nada; no me gustan, me aburren. Mi gran museo está precisamente allí donde el cine me lleva. Por eso busco más que nunca películas que me hagan viajar.

Se está como dentro de un huevo

Y no solo por el extranjero, sino también por Italia. Entre una película en Civitavecchia y otra en Roma, prefiero la de Civitavecchia. ¿Que por qué? Pues porque Roma me la conozco al dedillo; en cambio, en Civitavecchia me da la impresión de que alejo la cotidianidad. En dos palabra: se cambia.

Yo soy perezoso para muchas cosas, y también un poco cobarde a la hora de afrontar ciertas situaciones o tomar determinadas decisiones. (Y siempre me he complacido en parecer perezoso, pues creo que es una manera de que lo dejen a uno tranquilo). Por otra parte, tengo una especie de ansiedad motora que me lleva a viajar incesantemente.

Sí, entre estas montañas soy feliz. Ayer llovía; anteayer también. Y nosotros esperando encerrados en la caravana, en un coche, en un bar. Todo eso tiene un regusto de aventura, un tanto infantil, es verdad…, pero inventarse fábulas pese a lo brutal que es la realidad que nos rodea…

Vivir en una fortaleza inaccesible mientras fuera se matan, lanzan bombas y violan es un gran privilegio, especialmente en el mundo de hoy. Dentro de esas cuatro paredes nosotros seguimos contando fábulas, unas veces sentimentales, otras incluso trágicas, pero en cualquier caso historias inventadas. Pensad qué sensación de protección: se está como dentro de un huevo.

La fortaleza de los sueños

Cinecittá: ¡un nombre mítico, una fortaleza inexpugnable! Cuántos sueños. Fellini la describió muy bien en la película Entrevista (L’intervista), con el pequeño tranvía azul que salía de la estación y llegaba a Cinecittá. Yo también hice una película, una de las primeras de Dino Risi, que se titulaba Il viale della speranza y hablaba precisamente de este tranvía y de nosotros, los jóvenes llenos de esperanzas.

Trabajé por primera vez de figurante a los once años. Tuve suerte, porque la familia de mis amigos del alma –la familia Di Mauro– tenía un restaurante en Cinecittá. Entonces había tres restaurantes: uno para los artistas, otro para los intermediarios y un tercero para los operarios. La señora Di Mauro me consiguió durante años bonos para hacer de figurante; de lo contrario era imposible entrar en Cinecittá. Pappalardo, el portero, era una especie de mastín que no dejaba entrar a nadie sin aquellos bonos.

Así pues, mi primera aparición en Cinecittá fue en una película con Beniamino Gigli, Marionetas (Marionette), donde se escenificaba la fiesta de la vendimia en un pueblo. Llevé también a mi madre. Pasamos esa gran noche de fiesta, comimos grandes cantidades de uvas (creo que al día siguiente estábamos indispuestos) y al amanecer nos dieron diez liras por cabeza.

En resumidas cuentas, que no era solo un juego, o el sueño de dedicarse a este oficio. Existía además la necesidad de ganarse algún dinerillo, dadas las circunstancias. No quisiera reclamar la lágrima fácil, pero creo que el ochenta por ciento de los italianos tenían que buscarse la vida como podían.

Pausa con cartucho

A propósito, ¿sabéis qué son los cartuchos? Bueno, en Cinecittá el cartucho es la representación misma del cine. A la hora de la pausa todo el mundo lo espera, y siempre llega con retraso. Además, en el fondo lo único bueno de ese cartucho es el quesito en porciones.

Hemos tenido un cine importantísimo y, sin embargo, somos el único país del mundo donde todavía se reparten cartuchos como los que se compraban por la ventanilla del tren cuando paraba en una estación.

El figurante anónimo

Tras mi «debut» en Marionetas, todos los veranos, cuando acababan las clases, hacía de figurante gracias a la señora Di Mauro.

Me acuerdo perfectamente de una intervención en una película con Assia Noris: dentro de un ascensor, yo y la gran diva Assia Noris… Todo yo temblaba de emoción.

Recuerdo otra película, I pirati di Mompracem me parece que era, basada en una historia de Salgari. La protagonizaba Massimo Girotti, que era guapísimo, fornido; la escena tenía lugar en una taberna, y yo hacía de uno de los thug (matón o mafioso). A las cinco de la mañana nos maquillaban con tierra de encina para que tuviéramos el color de piel de los indios; y llevábamos un kris, ese puñal con la hoja ondulada. Massimo Girotti tenía que decir una frase, saltar atléticamente sobre una mesa y escapar de la taberna; pero no lo conseguía.

–¡Que no se mueva nadie! –dijo el director–. Tráiganle un zumo de naranja al señor Girotti.

–¡Pero bueno! –exclamé yo–. En vez de darle una patada en el trasero por ser incapaz de decir la frase, ¿encima le ofrecen un zumo de naranja?

Conocí a Massimo muchos años después, haciendo teatro. Se divirtió una barbaridad cuando le conté esta anécdota.

En La corona de hierro (La corona di ferro), de Blasetti, también salí en calzones, aunque esta vez el arma era una lanza. Muchos años después rodé con Blasetti La ladrona, su padre y el taxista (Peccato che sia una canaglia). En aquella ocasión le dije:

–La verdad es que no tienes ojo de director.

–¿Por qué dices eso?