Siete razones para amar la filosofía - Giuseppe Cambiano - E-Book

Siete razones para amar la filosofía E-Book

Giuseppe Cambiano

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Beschreibung

Es un tremendo error pensar que la filosofía es difícil y que tiene que limitarse al entorno académico. Nada más lejos de la finalidad con la que nació, ya que no solo resulta muy útil en la vida cotidiana, sino que incluso puede sentirse pasión por ella. Entre las muchas razones por las que amar la filosofía, Giuseppe Cambiano ha escogido siete. Con ella, aprendemos a hacer preguntas, a utilizar el lenguaje adecuado, a buscar respuestas y justificarlas, a apreciar las opiniones discrepantes, a establecer relaciones entre los diversos campos del conocimiento, a comprender el pensamiento de otras épocas y, por último, a abrirnos a un mundo que va más allá de Occidente. "La filosofía es capaz de sugerir muchas posibilidades que amplían el horizonte de nuestros pensamientos y los liberan de la tiranía de la costumbre, aleja el dogmatismo arrogante y mantiene nuestra capacidad de sorprendernos". BERTRAND RUSSELL

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Siete razones para amar la filosofía

Giuseppe Cambiano

Siete razones para amar la filosofía

Traducción de

helena aguilà y guillermo garcía

Título original italiano: Sette ragioni per amare la filosofia.

Autor: Giuseppe Cambiano.

© Società editrice il Mulino, Bologna, 2019.

Todos los derechos reservados.

© de la traducción: Guillermo García Crespo, Helena Aguilà Ruzola, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S. A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2019.

ref.: ODBO575

isbn: 978-84-9187-518-5

depósito legal: b.16.789-2019

composición · dâctilos

Impreso en España · Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Contenido

Introducción

1. Hacer preguntas

2. Utilizar las palabras

3. Buscar respuestas

4. Valorar las disensiones

5. Abrir fronteras

6. Entender a los demás: otros tiempos

7. Entender a los demás: otros mundos

Índice de nombres

Introducción

Este libro va dirigido en primer lugar a jóvenes que empiezan a acercarse al estudio de la filosofía, o que tienen intención de hacerlo, y también a quienes sienten curiosidad por la actividad que conocemos con el nombre de filosofía. Aquí no se relatan los episodios de la filosofía en Occidente a lo largo de 2.500 años; eso lo encontramos en libros sobre filósofos o corrientes filosóficas, o en manuales de historia de la filosofía. Estas páginas tampoco pretenden sustituir la lectura directa de textos escritos por filósofos, menos aún de aquellos que marcaron algún momento especialmente significativo. El presente libro es más bien una invitación a vivir la experiencia de leer dichos textos con vistas a adquirir conocimientos sobre historia de la filosofía. Y, al igual que sucede con cualquier invitación a espectáculos, conciertos, competiciones deportivas, debates, fiestas o almuerzos, en este caso también considero que los hechos expuestos son dignos de atención. Para demostrar que dicha experiencia merece la pena y que a través de ella se puede llegar a amar la filosofía, indico siete razones. Todas ellas inciden en aspectos generales, presentes en distintos grados y formas en la actividad filosófica tal como esta se ha desarrollado en Occidente en sus muchos siglos de historia, y que son aspectos que siguen vigentes hoy en día. Se trata de actitudes y capacidades que forman parte de nuestra vida cotidiana, casi siempre de manera inconsciente, cuando optamos por una manera de vivir, establecemos relaciones con personas más o menos allegadas y con la sociedad a la que pertenecemos, con los momentos importantes del pasado que posiblemente aún condicionan nuestro presente y con culturas distintas a la nuestra. Son actitudes que nos ayudan a valorar y controlar lo que decimos o hacemos habitualmente, o lo que vemos formulado en textos escritos o en pantallas de ordenador, para intentar ser libres frente a todo ello sin vernos sometidos pasivamente a presiones o condicionamientos externos.

Las siete razones forman el contenido de los siete capítulos; cada una de ellas aborda aspectos propios de la actividad filosófica:

1) Hacer preguntas, qué preguntas y cómo plantearlas.

2) Utilizar palabras y qué tipo de palabras para responder a las preguntas.

3) Responder no solo con afirmaciones simples o visiones globales del mundo, sino también mediante razonamientos que traten de justificar y acreditar las respuestas.

4) Comprender el valor de las divergencias entre filósofos, cuyas diferentes respuestas a determinados problemas siempre van acompañadas de argumentaciones, y aprender a valorar el peso de los distintos razonamientos sin caer en formas de dogmatismo o fanatismo.

5) Eliminar fronteras y superar barreras, sin encerrarnos exclusivamente en el ámbito de una especialidad, y establecer conexiones con otras concepciones del mundo propias de religiones, o de obras literarias o cinematográficas, o de productos artísticos en general, y, sobre todo, con las respuestas a determinados problemas que, a lo largo de los siglos, han formulado las distintas ciencias —contra la llamada oposición entre las dos culturas.

6) Entender a los demás, sus palabras y escritos, incluidos otros tiempos y generaciones; comprender por qué en el pasado surgieron ciertos problemas y por qué les dieron unas respuestas determinadas.

7) Comprender otros mundos, es decir, saber que el pensamiento no es una prerrogativa exclusivamente occidental, ni tampoco de los filósofos, sino que haya expresiones escritas igual de complejas, aunque sean muy distintas, en otras localizaciones geográficas, sobre todo en la India, China, Japón y el mundo islámico. De ahí la utilidad de compararnos con otras formas de pensamiento, lo cual nos ayudará a aclarar aspectos y posibles limitaciones de las formas de pensar dominantes en Occidente.

Obviamente, para exponer estas siete razones he tenido que aludir y referirme a problemas, doctrinas y razonamientos filosóficos, pero lo he hecho sin exponerlos de un modo articulado y sin utilizar, salvo en caso necesario, expresiones técnicas. Con el fin de dejar a los lectores con ganas de descubrir más cosas, he optado por nombrar poco a los filósofos de un modo individual, aunque quienes ya posean información sobre la historia de la filosofía reconocerán fácilmente a los autores de las corrientes que expresaron cada doctrina filosófica. He preferido aclarar las siete razones a través de hechos, comportamientos o afirmaciones de personajes de obras literarias o cinematográficas, que representan en clave dinámica hasta qué punto pueden ser relevantes en la vida cotidiana de los individuos las preguntas y respuestas filosóficas, tanto en la esfera privada como en la pública. Gracias a ello, comprenderemos mejor cuáles son las creencias más difundidas y compartidas y, si es necesario, podremos cuestionarlas para ser más conscientes y libres a la hora de asumir nuestras actitudes y posturas y de tomar nuestras decisiones. Como dijo Bertrand Russell el siglo pasado, el ser humano sin filosofía:

[…] pasa por la vida encerrado en prejuicios dictados por el sentido común, las opiniones más difundidas en su época y país, las convicciones que han crecido en su mente sin la cooperación ni el consenso de la voluntad y la razón. Para ese ser humano, el mundo suele ser definido, finito, obvio; los objetos de la vida cotidiana no plantean problemas, y rechaza con desprecio las posibilidades insólitas.*

En cambio, la filosofía «es capaz de sugerir muchas posibilidades que amplían el horizonte de nuestros pensamientos y los liberan de la tiranía de la costumbre», aleja el dogmatismo arrogante «y mantiene nuestra capacidad de sorprendernos». Tal vez Russell fuera excesivamente drástico y a la vez optimista al atribuir un poder tan extraordinario a la filosofía. El poeta italiano Trilussa compuso hacia 1940 un poema titulado «El fin del filósofo», que dice así:

Cuando entró en la selva virgen el Profesor de filosofía, los monos bajaron de los árboles porque echarlo querían. Entonces el Hombre dijo: «No, no es posible que de verdad vuelvas a ser filósofo en una sociedad llena de trampas, donde la Acción engaña al Pensamiento.

Hoy lo importante son los músculos, la razón no vale un pimiento…

¡Mejor los monos!».

Y el pobre filósofo se subió a un cocotero.

Quizá Trilussa también fue excesivamente drástico en su conclusión. Muchos filósofos no han eludido los problemas del mundo en que viven para buscar evasión en otro; incluso a veces han intentado cambiarlo, aunque pocas con éxito y no siempre para mejor. Con todo, debemos reconocer, como dijo Lichtenberg, un físico alemán del siglo xviii, que «es casi imposible llevar la antorcha de la verdad entre la multitud sin chamuscarle la barba a alguien». En cualquier caso, a las siete razones podríamos añadir una octava, tal como recordó un historiador inglés del siglo pasado, según el cual no hay máxima más idiota que «es mejor no saber nada que saber poco».

* En la traducción se ha querido respetar el espíritu que el autor optó por darle a su libro. (A veces, él mismo ha traducido las citas según la conveniencia del texto.) En este sentido, en el caso de obras italianas y extranjeras, hemos traducido la cita a partir del italiano e indicado el título en castellano cuando existía edición traducida. De no ser así, se ha dejado el título en su lengua original. Solo en el caso de autores españoles y sudamericanos, hemos reproducido la cita exacta del original en castellano. (N. de los t.)

1

Hacer preguntas

1. No solemos preguntarnos por qué se dicen o se hacen innumerables cosas que se dicen o se hacen. La vida cotidiana se paralizaría si cada vez nos tuviéramos que hacer esa pregunta. No obstante, en la vida, a todas las edades, de la infancia a la vejez, nos planteamos innumerables preguntas, que surgen cuando advertimos que nos falta algo y deseamos conseguirlo. Les hacemos muchas preguntas a los demás para obtener objetos materiales, prestaciones, trabajos o comportamientos, afecto, amistad o amor. Un personaje de una novela de Achille Campanile, In campagna è un’altra cosa (c’è più gusto) (1931), formula las siguientes observaciones sobre el arte de preguntar:

[…] obtenemos ciertas cosas simplemente con pedirlas: la hora, una limosna, etcétera. Otras, en cambio, mejor no pedirlas si queremos hacernos con ellas; hay que robarlas (un beso, etcétera), o lograr que nos las ofrezcan (un cigarrillo), o sencillamente ser obsequiosos (una propina). Otras las conseguimos gracias a la manera de pedirlas: una cita galante, dinero, honores y trabajos. Y a veces pedimos algo con el fin de obtener otra cosa. Por ejemplo, la mano de una señorita.

Por otra parte, el objeto de algunas preguntas es obtener información sobre personas, cosas, lugares y sucesos. Entre ellas, ocupa una posición relevante la pregunta «¿por qué?», que desde los primeros años de vida aparece con mucha frecuencia, junto con la pregunta «¿qué es?» referida a algo que vemos por primera vez. El escritor de libros infantiles Gianni Rodari dijo una vez que «el juego de los porqués es el juego más antiguo del mundo. Antes de aprender a hablar, el hombre debía de tener en la cabeza un gran signo de interrogación». En un libro suyo contó la «historia de un Porqué»:

Había una vez un Porqué, estaba en la pág. 819 de un diccio­nario de la lengua italiana. Se cansó de estar siempre en el mismo sitio y, aprovechando un momento de distracción del bi­bliotecario, salió por patas, mejor dicho, «por pata», saltan­do sobre el palo de la p. Y acto seguido se puso a molestar a la portera.

—¿Por qué no funciona el ascensor? ¿Por qué no llama el administrador de la finca para que lo reparen? ¿Por qué no hay bombilla en el descansillo del segundo piso?

La portera tenía cosas más importantes que hacer que responder a un Porqué curioso. Lo persiguió con la escoba hasta la calle y le ordenó en tono severo que no volviera.

—¿Por qué me echas? —preguntó el Porqué muy indignado—. ¿Porque he dicho la verdad?

Y se fue por ahí con su fea costumbre de hacer preguntas, curioso e insistente como un inspector fiscal.

—¿Por qué la gente tira papeles al suelo en vez de echarlos a la papelera?

—¿Por qué los conductores tienen tan poco respeto por los pobres peatones?

—¿Por qué los peatones son tan imprudentes?

No era un Porqué, era una ametralladora de preguntas que disparaba a todo el mundo […]. En la comisaría se enteraron de que un Porqué así y asá, que medía tanto de altura, había huido de la página 819 del diccionario. Imprimieron su fotografía, la repartieron entre los agentes con la siguiente orden: «Si lo ven, deténganlo y métanlo en la cárcel», y pegaron carteles. El pobre Porqué, mientras se chupaba el dedo debajo de uno de los carteles, se preguntaba: «¿Por qué, por qué me quieren meter en la cárcel? ¿Es que no se pueden hacer preguntas? ¿La ley castiga a los signos de interrogación?». Busca que te buscarás, pero nadie lo encontraba. Lo cierto es que ni todos los guardias del mundo, que son millones y hablan muchas lenguas, podrán detenerlo. Y es que nuestro Porqué se ha escondido muy bien, por aquí y por allá, en todas las cosas. En todas las cosas que ves hay un Porqué.

Pese a todo, puede haber gente que no se hace ni piensa hacerse preguntas. Una solución extrema que encarna muy bien el personaje de una novela del escritor ruso Iván Goncharov, Oblómov (1859), el cual adopta una actitud apática ante todas las cosas y los hechos, y no lo hace por razones teóricas, sino porque se da cuenta de que todo es inútil. En el colegio, Oblómov «no hacía ninguna pregunta ni pedía ninguna explicación. Lo satisfacía lo que veía escrito en el cuaderno y jamás manifestaba curiosidades importunas, ni siquiera cuando no entendía lo que oía o estudiaba». Así que después «se acomodó en el sencillo y amplio ataúd del resto de su existencia», y triunfó interiormente, «porque se había librado de las borrascosas y molestas exigencias y tormentas de la vida», sin grandes alegrías ni grandes dolores, sin falsas esperanzas ni fantasías de felicidad: «Había renunciado a ello. Su alma solo hallaba paz en un rincón olvidado, lejos de todo movimiento, de toda lucha, de la vida». En cierto modo, renunciar a las preguntas es renunciar a la vida. Podemos tratar de eludir las preguntas durante mucho tiempo, pero siempre queda abierta la posibilidad de que se den situaciones que nos obliguen a plantearlas. Así, el protagonista de la novela del escritor estadounidense Philip Roth Pastoral americana (1997), al descubrir que su hija es terrorista y está implicada en un atentado con víctimas, constata que «existe algo peor que hacerse preguntas demasiado pronto en la vida, y es hacérselas demasiado tarde». En realidad, «jamás en la vida había tenido la oportunidad de preguntarse “¿por qué las cosas son como son?”. ¿Por qué habría tenido que hacerlo, si para él siempre habían sido perfectas? ¿Por qué las cosas son como son? Una pregunta sin respuesta, y hasta ese momento había sido tan afortunado que ignoraba la existencia de tal pregunta». Entonces empieza a plantearse una secuencia interminable de preguntas, alrededor de las cuales gira buena parte de la novela, sobre la relación con su hija en el pasado, para ver dónde se equivocó y qué le ocurrió a ella, para tratar de entender las razones de lo sucedido.

En las situaciones extremas es cuando somos más conscientes de la importancia de las preguntas. Esto es lo que cuenta el escritor italiano Primo Levi, prisionero en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial:

[…] empujado por la sed, vi por la ventana un carámbano a mi alcance. Abrí la ventana y arranqué el carámbano, pero al instante se acercó un tipo alto y gordo que daba vueltas por allí fuera y me lo quitó brutalmente.

—Warum? —le pregunté en mi pobre alemán.

—Hier ist kein Warum (aquí no hay un porqué) —me contestó, y me metió dentro de un empujón.

Donde no hay libertad, no hay espacio para las preguntas. En los campos de concentración, hacerse preguntas no era más que un «tormento inútil». Según dice Levi, allí, la cultura:

[…] podía embellecer unas horas, establecer un vínculo fugaz con un compañero, mantener viva y sana la mente, pero no era útil para orientarse, ni para entender… La razón, el arte y la poesía no ayudan a descifrar un lugar del que han sido eliminados. En la vida cotidiana que llevábamos allí abajo, llena de tedio salpicado de horror, lo más sano era olvidarlos, tan sano como aprender a olvidar nuestra casa y a nuestra familia.

En los campos de concentración, tratar de comprender era malgastar una energía que resultaba más útil invertir en la lucha diaria contra el hambre y el cansancio. «El hombre sencillo, acostumbrado a no hacerse preguntas, era ajeno al tormento inútil de preguntarse por qué». En realidad, poder plantearse una serie de porqués es un privilegio del que no solemos ser conscientes. Y no nos conviene desperdiciar el privilegio que supone la libertad de hacernos preguntas.

La fábula de Rodari resulta instructiva para comprender muchos aspectos de lo que es la filosofía. Por ejemplo, subraya que todo puede ser objeto de pregunta, y eso vale también para las cosas difíciles que ignoramos por completo, como las adivinanzas. La esfinge le pregunta a Edipo: «¿Qué ser camina primero a cuatro patas, después a dos y luego a tres?». La respuesta correcta es: el hombre. Edipo acierta porque tiene en cuenta los medios de locomoción que usa el hombre a distintas edades: las manos y los pies de niño, los pies de adulto y los pies y un bastón de viejo. El cuento Zadig (1748) de Voltaire retoma el conocido tema de una princesa que contraerá matrimonio con el hombre que supere una serie de pruebas; una de ellas es una adivinanza: «¿Cuál es la más larga y la más corta de todas las cosas del mundo, la más veloz y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la que más desperdiciamos y la que más lloramos haber perdido, sin poder hacer nada, la que devora lo pequeño y da vida a lo grande?». Zadig, el protagonista del cuento, responde: el tiempo. Y así resuelve el acertijo, pues no hay nada más largo que el tiempo, medida de la eternidad, ni nada más corto, porque siempre es escaso para nuestros proyectos; nada es más lento para quien espera ni más rápido para quien disfruta; el tiempo se extiende hasta el infinito en lo grande y se divide hasta el infinito en lo pequeño; todas las personas lo desperdician y todas lloran su pérdida; no hacemos nada sin él, nos hace olvidar lo que es indigno del recuerdo para la posteridad y hace inmortales las grandes cosas. La ópera Turandot de Giacomo Puccini, que quedó inacabada por la muerte del compositor en 1924, se basa en un relato de Carlo Gozzi, en el que la princesa también plantea tres enigmas a sus pretendientes; y, si no los resuelven, serán ajusticiados. Lo cierto es que, en las adivinanzas, enigmas y acertijos, quien hace la pregunta conoce de antemano la respuesta; la solución ya existe, solo hay que encontrarla y esa es la tarea que tiene asignada quien debe resolverlos. En cambio, las preguntas de los filósofos no tienen respuestas predeterminadas; ellos son quienes tratan de encontrarlas y no siempre hacen desaparecer por completo los interrogantes que las originaron.

Las preguntas para saber algo pueden estar en cualquier lugar y tomar distintas formas: «¿por qué?, «¿qué es?», «quisiera saber si»… Surgen cuando constatamos que no sabemos algo que deseamos saber. Las suscitan la curiosidad o el asombro que sentimos ante algo desconocido o difícil. Como dijo Dante en el Convivio: «El asombro es un aturdimiento del alma al ver, oír o percibir de algún modo cosas grandes y maravillosas, que por lo grandes causan reverencia en quien las percibe y por lo admirables le producen deseos de conocerlas». En general, lo que siempre tenemos ante nuestros ojos no suscita preguntas; por ejemplo, no solemos cuestionarnos por qué poseemos nuestro cuerpo, sino que lo asumimos como algo obvio y solo somos conscientes de su importancia cuando sufrimos alguna lesión o minusvalía. Con todo, aquello que nos resulta familiar u obvio a veces genera un asombro repentino e introduce un cambio en nuestras vidas. En su relato El tren ha silbado (1914), el escritor italiano Luigi Pirandello muestra que la percepción inesperada de un hecho banal y cotidiano puede llevar a un hombre a cuestionarse el mundo en que vive. Una mañana, un administrativo sumiso y complaciente se rebela contra su jefe cuando este le reprocha que se haya retrasado y no haya hecho nada en todo el día. Cuando el jefe le pregunta qué significa esa rebelión, el protagonista responde que el tren ha silbado y lo toman por loco. Lo cierto es que, al oír el silbato del tren, se le abre un universo de lugares posibles a los que puede viajar con la imaginación, desde Siberia a las selvas del Congo. Así, un hecho de lo más habitual lo despierta de su vida diaria en una familia compuesta por su esposa, su suegra y la hermana de esta, tres mujeres ciegas que quieren que las sirva y las mantenga solo con su sueldo; una vida entre continuas trifulcas, que durante años le había hecho olvidar que «el mundo existía». Oír el silbato del tren es «como asomarse con anhelo, desde una tumba abierta, al espacio lleno de aire del mundo», donde millones de hombres viven de un modo distinto al suyo.

En el Canto nocturno de un pastor errante de Asia (1831), el poeta italiano Giacomo Leopardi pone en boca del pastor esta pregunta: «¿Qué haces tú, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces, / silenciosa luna?». El hombre compara su vida con la de la luna: «Seguro que tú comprendes / el porqué de las cosas y ves el fruto / de la mañana y de la noche, / del paso sigiloso e infinito del tiempo», lo cual plantea otras preguntas: «¿Qué hace el aire infinito, y esa profunda / e infinita serenidad? ¿Qué significa esta / soledad inmensa? ¿Y yo qué soy?». En otro relato muy interesante, Ciaula descubre la luna (1907), Pirandello habla de un pobre minero que teme la oscuridad de la noche y, en una ocasión, después de trabajar todo el día, se ve obligado a trabajar también de noche. Para transportar la carga, debe salir de la mina de azufre y, cuando sube los últimos escalones, ve intensificarse «una deliciosa claridad de plata», como si volviera a salir el sol que había visto ponerse antes de bajar a la mina: «Grande, plácida, como en un fresco y luminoso océano de silencio, vio la luna frente a él. Sí, sabía lo que era, como sabemos tantas cosas a las que no damos importancia […]. Solo ahora, al salir en plena noche del vientre de la tierra, el hombre la descubrió» y «se echó a llorar sin saberlo, sin desearlo, porque sentía un gran consuelo y una gran ternura al haber descubierto allí […] a la luna que lo ignoraba. Y gracias a ella ya no tenía miedo, ni se sentía cansado aquella noche».

2. Es importante saber diferenciar el asombro o la sorpresa que inspiran las preguntas filosóficas de la simple curiosidad por los hechos vinculados a personas conocidas o personajes públicos (actores, futbolistas, ministros…), curiosidad a veces malsana, como la que producen los delitos, que tanto morbo provocan en la televisión. Como dice Pirandello:

Sentimos la necesidad de saber qué les da la vida a los demás, o cómo es para los demás, y pensamos en ello y hablamos del tema. Esta curiosidad por la vida de los otros responde a una necesidad de vivir fuera, o de colmar el vacío de nuestra vida y distraernos de los problemas y disgustos que nos da. Y así pasamos el rato. ¿Ha ocurrido una desgracia, un caso extraño? ¿Cómo ha sido? ¿Cómo se explica? Y corremos a ver, a oír.

La moda acaba con el auténtico asombro y, en consecuencia, con la necesidad de plantear preguntas, pues transforma lo que podría parecer extraordinario y admirable en obvio, en un «todo el mundo lo hace» y yo hago lo mismo. Así lo expresaba el ya citado Achille Campanile, con su gusto habitual por lo absurdo, al comienzo de su novela Si la luna me trae fortuna (1928):

Es una lástima que el espectáculo del amanecer se produzca por la mañana temprano, porque no va nadie. ¿Cómo puede uno levantarse a esa hora? Si se produjera por la tarde, o mejor aún, por la noche, sería muy distinto, pero al ser tan pronto está completamente desierto y es un desperdicio. Si un empresario con vista lo convirtiera en una moda, seguro que una multitud elegante se dirigiría al campo a primera hora para ocupar los mejores sitios. Entonces hasta pagaríamos entrada para contemplar el amanecer y alquilaríamos prismáticos. En cambio, ahora solo presencia el espectáculo algún paleto que no se digna mirarlo siquiera y prefiere ocuparse de las patatas o los tomates.

Por su parte, el sol «no omite ninguno de los elementos que enriquecen el espectáculo […] ¡Oh, qué rabia! Otra ocasión perdida. Unos roncan por aquí, otros roncan por allá, todos duermen como lirones y nadie ha visto nada».

La fábula de Rodari muestra que las preguntas pueden ser particulares, referidas a cosas concretas, a personas o hechos (como el ascensor, la bombilla o el administrador) y también generales, referidas a grupos de individuos que presentan características comunes, como la actitud de los conductores y la de los peatones. Muy vinculados a situaciones individuales están los porqués de los niños, de los que el poeta italiano Eugenio Montale decía que «lo que tienen entre los pies / es el presente y de eso sobra». El niño se pregunta por qué cierto juguete está hecho de una manera determinada y por qué su madre lo regaña o le prohíbe meter los dedos en un enchufe, o lo obliga a despedirse de su abuela. Preguntas que podríamos considerar generales, como «¿por qué la bola rueda hacia abajo?», o «¿por qué se mueve el coche?», o «¿por qué ladra el perro?», en realidad se refieren a la bola, el coche y el perro que están presentes o muy cerca en ese momento. Incluso la típica pregunta «¿de dónde vienen los niños?» es originariamente, según Freud: «¿de dónde viene ese niño en concreto, normalmente un hermanito o una hermanita que me molesta?». Al compararlas con otros objetos y actitudes del mismo tipo, las preguntas van adquiriendo un carácter más general. Con todo, en la edad adulta y en la vejez reaparecen las preguntas concretas. Así, cuando se aproxima la muerte, nos preguntamos por el sentido de la vida, por los hechos y razones que justifican nuestra vida como una época llena de experiencias que merecía la pena vivir o que fracasaron. Este aspecto corresponde a lo que en el lenguaje cinematográfico se llama flashback, un recurso utilizado en innumerables películas y en obras literarias como La muerte de Iván Ilich (1886) de Tolstói y Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar, por citar dos ejemplos ilustres. En la mayoría de los casos, tales preguntas no buscan respuestas generales para transmitírselas a los demás, sino que mantienen una vinculación estrecha con el individuo a partir de numerosas experiencias, encuentros y relaciones que solo le pertenecen a él. En la adolescencia, cuando vamos adquiriendo de manera progresiva nuestro sentido de la libertad y la necesidad de no seguir pasivamente lo que dicen y hacen los demás, es cuando fortalecemos nuestra capacidad de pensar. Entonces somos capaces de plantearnos cuestiones sobre aspectos generales del mundo y de la vida para tratar de comprenderlos dejando al margen las situaciones individuales. Como dice Montale en el poema «Fin de la infancia» (incluido en el libro Huesos de sepia, 1925), «Llegaba también para nosotros la hora que indaga. / La niñez había muerto en un corro». Y generalmente no nos conformamos con las respuestas de los demás, menos aún si proceden de nuestros allegados. Como dice Philip Roth en la novela citada más arriba, nuestros padres nos pueden parecer «ejemplos, torturadores, autoridades morales, gruñones del “recoge eso” y el “llegarás tarde” o cronistas de los deberes y las obligaciones cotidianas».

No debemos creer que las preguntas generales y las concretas son incompatibles; de hecho, se entrelazan con frecuencia. Un caso típico es el del médico, que le hace preguntas al paciente para averiguar mediante sus respuestas cuál es la enfermedad que padece en general, pero también sus reacciones personales —físicas o emotivas— al malestar o al dolor, que revelan su identidad e integridad. En otras palabras, el médico, mejor dicho, el buen médico, demuestra con sus preguntas que le interesan el tipo de enfermedad y también la persona del enfermo. Los filósofos comparten el anhelo de hacer preguntas generales, que a veces afloran también en la vida cotidiana. ¿Y qué clase de preguntas hacen? El universo está poblado por infinidad de cosas distintas: astros, montes, mares, árboles, animales, hombres…, y al mismo tiempo se caracteriza por hechos que se repiten en secuencias regulares, como las estaciones, los fenómenos meteorológicos o el nacimiento de seres vivos engendrados por otros seres vivos semejantes. Cuando tales cosas y hechos producen sorpresa y asombro, nos preguntamos por qué son lo que son y por qué se repiten de un modo regular. Y ese es el punto de partida de lo que se acabará llamando filosofía y ciencia, indistintas entre sí originariamente, puesto que ambas se caracterizaban por el deseo de hallar respuestas a preguntas, esto es, por el deseo de «saber». El término de origen griego «filosofía» significa precisamente eso, amor a la sabiduría. En primer lugar, se trata de conocer cómo es el mundo en general, más que de conocer cosas o hechos en concreto. A menudo se buscan respuestas en lo que desde tiempos inmemoriales se llama «naturaleza», esto es, en el mismo universo más que en la acción de agentes divinos más o menos externos a este. De ahí surgen varios interrogantes: si los fenómenos naturales se deben a la acción de un solo elemento del cosmos o de varios y si tales elementos se encuentran en componentes visibles o invisibles para el ojo humano, como los denominados átomos, que son partículas diminutas que no se pueden dividir. Por otra parte, el ser humano y su posición en el universo también constituyen un problema. ¿El ser humano es un ente entre los demás u ocupa una posición privilegiada en el universo, según la cual el resto de entes son en función de su vida? En el primer sentido, podemos considerar al ser humano una parte de la naturaleza que percibe y se mueve como los otros animales, o nos podemos preguntar si hay algo que lo diferencie del resto de animales.

En líneas más generales aún, ¿qué significa que algo «es»? Solemos considerar la expresión como un equivalente de «hay», de «existe», y se refiere a algo cuya existencia puedo ver o comprobar de algún modo. En este sentido, puedo decir que hay (o existe) una panadería detrás de la esquina, aunque en este momento no la vea, porque la he visto con anterioridad, o porque alguien me ha dicho que está allí. En cambio, si digo que hay (o existe) una crisis económica, ¿cómo voy a comprobar su existencia, dado que no se trata de algo que pueda percibir directamente con los sentidos como una única cosa, sino que es el resultado de un conjunto formado por varios fenómenos? Y la cuestión va más allá. También utilizamos la expresión «es» para atribuir propiedades o características a las cosas; por ejemplo, decimos «la rosa es roja», o «el ser humano es un animal». En estos dos casos, ¿dicha expresión desempeña la misma función o una función distinta? Atribuir el ser roja a la rosa es atribuirle una propiedad que la rosa no siempre tiene, como demuestra la existencia de rosas blancas, mientras que decir que el ser humano es un animal significa que este es una parte o especie de un género más amplio, el de los animales, con los que comparte algunas características, aunque no todas. En este segundo caso no puedo decir que el ser humano no siempre forma parte del género más amplio de los animales. Así pues, una cosa es ser en el sentido de existir y otra cosa es ser algo. Los filósofos suelen plantear una pregunta todavía más radical: ¿podemos hablar de «ser» propiamente dicho solo al referirnos a entes individuales, como Sócrates, el caballo Rayo o la rosa que estoy viendo en este momento, o también a conceptos generales que incluyen una pluralidad de individuos, como «hombre», o «caballo», o «rosa»? Por otra parte, si cuando oigo a alguien afirmar algo digo: «es así», ¿qué pretendo decir con «es»? ¿Deseo corroborar que lo que ha dicho corresponde a la realidad, al estado de las cosas, que es verdad y no mentira? ¿Cómo podemos hablar de ser en el sentido de existir al referirnos, por ejemplo, a los centauros, seres que son mitad hombres y mitad animales? Nadie los ha visto jamás, al menos hasta ahora, pero aparecen en relatos mitológicos antiguos y hoy aún podemos hablar de ellos, aunque no existan. ¿Podemos decir que son porque los podemos imaginar y hablar de ellos, porque existen como objetos a los que se pueden referir nuestros pensamientos y determinadas palabras?

Por último, a veces decimos que algo es en el sentido de que es estable, no se transforma y no cambia, tras lo cual podemos preguntarnos si lo único que es realmente, puesto que no cambia nunca, es la divinidad, el Ser con mayúscula, cuya forma de ser diferiría entonces radicalmente de la del género humano. Ahora bien, ¿en qué sentido podemos decir que este Ser, identificado con Dios, existe? Desde luego, no existe como existen las manzanas o las mariposas. Por tanto, parece que «existir» tiene un significado distinto según lo apliquemos a estas o a Dios. Todos podemos comprobar la existencia de las manzanas o las mariposas a través de nuestros sentidos, pero es difícil afirmar que ocurre lo mismo con Dios. Quizá alguien afirme haber visto directamente a Dios, pero este tipo de declaraciones suelen generar dudas o sospechas. De ahí que nos preguntemos si se puede probar la existencia de Dios y, en caso de considerar que así es, nos planteemos de qué manera y por qué vías se puede realizar dicha comprobación. Además, según algunos filósofos, es necesario diferenciar entre ser y existir, y solo se puede hablar de existencia propiamente dicha en relación con el ser humano, pues este no dispone de un ser propio estable, sino que cambia continuamente, se construye a lo largo del tiempo y es imposible reducirlo a algo establecido de una vez por todas. Todo esto son cuestiones en torno al uso del verbo «ser» que los filósofos siguen abordando hoy en día: ¿es posible hallar un significado primario de la palabra «ser», al cual podamos remitir el resto de significados, o deben prevalecer las diferencias y la diversidad radical de significados del verbo «ser» en función de lo que designe?

El territorio de las preguntas filosóficas no se detiene aquí. Cada sociedad y cada cultura poseen conocimientos y creencias sobre las propiedades y los comportamientos de muchas cosas; por ejemplo, acerca de las propiedades curativas de ciertas plantas o sobre el comportamiento de ciertos animales, acerca de los movimientos de los cuerpos celestes o sobre la manera de conseguir alimentos o de fabricar determinados instrumentos. Y los filósofos se preguntan: ¿qué significa conocer y saber? ¿Qué medios físicos y mentales pueden utilizar los seres humanos para llegar a conocer algo? ¿Dichos medios, por ejemplo los sentidos (vista, oído, olfato, gusto y tacto), nos permiten acceder a conocimientos seguros, como reconocer individuos y cosas, o a veces engañan, como muestra el típico ejemplo del palo que, una vez sumergido en el agua, parece que esté partido? Y si engañan, ¿tenemos otros medios para corregir los errores, por ejemplo la memoria, que nos permite recordar observaciones hechas en el pasado o determinados razonamientos? Son cuestiones relevantes también en otros ámbitos de la vida humana; baste pensar en los tribunales, cuando es necesario determinar en un juicio quién ha cometido una acción delictiva. Por otra parte, nos podemos preguntar: ¿creer que algo es cierto equivale a saber que realmente es cierto? ¿Creer y saber son dos cosas distintas? ¿Podemos creer algo aunque no sepamos si es cierto? Y por último, ¿podemos conocerlo todo o el conocimiento humano es limitado, como muestra el hecho de que ciertos animales poseen órganos de los sentidos (la vista, el oído, el olfato…) más desarrollados que los del ser humano? ¿Es más importante conocer determinadas cosas o todas son igual de importantes?

3. El breve cuento de Rodari sugiere también otro tipo de pregunta. Por mucho que colguemos fotos policiales, es imposible encontrar el Porqué, ya que está en todas partes. Una foto policial describe el aspecto físico de un individuo, sirve para identificarlo si alguien lo ve, pero todos cambiamos con el tiempo; unos crecen notablemente, otros cambian de fisonomía, palidecen, se les cae el cabello, etcétera. No solemos preguntarnos si, a pesar de estos cambios a lo largo de los años, seguimos siendo los mismos. Lo cierto es que todos utilizamos el pronombre «yo» sin problemas. El protagonista de El guardián entre el centeno (1951) del autor norteamericano J. D. Salinger visita el museo de historia natural que había visitado otras veces en el pasado, y considera que lo mejor del lugar es que: