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Beschreibung

En algunos casos la música fue compuesta expresamente para recordar a individuos, como en el caso de la Música para los funerales de la reina Mary de Purcell. O puede ser parte de un servicio litúrgico, como en el caso de los réquiem. En un funeral militar los "toques" señalan la muerte de un soldado. Un rasgo frecuente de estas composiciones es una música solemne, pausada y lenta apropiada para el estado mental nostálgico, melancólico y de profunda tristeza. Pero no toda la música de funeral tiene aire de lamento. Los funerales tradicionales de Nueva Orleans emplean endechas lentas y tristes de camino al cementerio, pero se transforman en melodías como "Feel so Good" y "When the Saints Go Marching In" en el viaje de vuelta como una afirmación de la vida vivida. Tampoco es necesario que la música en honor de los muertos haya sido compuesta expresamente para ese propósito. El sereno y desgarrador "Adagio para cuerda" de Samuel Barber ayudó a millones de personas a sobrellevar las muertes de la Princesa Grace de Mónaco y de los presidentes Franklin Delano Roosevelt y John F. Kennedy. La pieza ha llegado prácticamente a ser un himno de la expresión de dolor en América. El "Adagio" conocido por todos es en realidad una orquestación de la parte molto adagio del inicio del segundo movimiento de la Op. 11 de Barber, titulada simplemente Cuarteto de cuerda en Si Menor. La música es uno de los mayores objetos de perplejidad filosófica, como prueba la riqueza del debate estético actual. Formalistas, emotivistas, sociologistas, autonomistas o moralistas aspiran a describir el fenómeno de la experiencia musical, a interpretar el sentido de la música, a explicar los valores que reconocemos en ella y la influencia que ejerce en nosotros.

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Significado, emoción y valor. Ensayos sobre filosofía de la música

www.machadolibros.com

Mª José Alcaraz y Francisca Pérez Carreño (eds.), Philip Alperson y Noël Carroll, Alessandro Bertinetto, Sixto Castro, Peter Kivy, Antoni Gomila, James Hamilton, Jordi Ibáñez, Derek Matravers, Margaret Moore, Héctor J. Pérez López, Stefano Predelli, Gerard Vilar

Significado, emoción y valor. Ensayos sobre filosofía de la música

La balsa de la Medusa, 175

Colección dirigida porValeriano Bozal

Filosofía,serie dirigida porFrancisca Pérez Carreño

© De los textos, sus autores, 2010

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

[email protected]

ISBN: 978-84-9114-043-6

Índice

Introducción, Mª José Alcaraz y Francisca Pérez Carreño

¿Qué clase de experiencia es una experiencia «puramente musical»?, Gerard Vilar

Compositores, intérpretes y obras musicales, Stefano Predelli

Una estética audiovisual deElectra, Héctor J. Pérez López

«Filosofando a Trane.A Love Supreme» y el problema del significado musical, Alessandro Bertinetto

Una «profunda» confusión: la explicación de nuestros juicios de profundidad musical, Margaret Moore

La suerte de envejecer o las ilusiones del estilo tardío, Jordi Ibáñez

La expresión como forma de aparecer, Derek Matravers

Música y emoción: el problema de la expresión y la perspectiva de segunda persona, Antoni Gomila

Wittgenstein: música, lenguaje y sentimientos, Sixto Castro

Comprensión musical y teatral, James Hamilton

Música, Mente y Moralidad: moviendo el cuerpo político, Philip Alperson & Noël Carroll

Moralidad musical, Peter Kivy

Bibliografía

Autores

Introducción

M.ª José Alcaraz y Francisca Pérez Carreño

En 1839 Walter Pater escribía la famosa frase «(t)odo arte aspira a la condición de música». De esta manera, Pater se oponía a la idea hegeliana de la superioridad de la poesía, y daba voz a una tendencia de la filosofía de moderna que encuentra en la música la expresión artística y espiritual más elevada. Entendida como lenguaje universal, representación de los sentimientos o de la pura voluntad, desde el Romanticismo se encuentra en el centro de la filosofía moderna del arte. También para las corrientes kantianas la música clásica es la expresión máxima de belleza artística: la llamada música pura representa la realización de un arte autónomo, que, sin conceptos, apela al espíritu universalmente. Para una teoría estética del arte, la música no puede por menos de considerarse objeto ideal de una experiencia puramente estética, es decir, de una experiencia en la que el reconocimiento de la estructura sonora va acompañado de un placer que se eleva por encima de la mera sensibilidad del material o de la ilustración de categorías intelectuales. Este placer desinteresado fruto de la belleza musical no solo exige teóricamente aprobación universal, sino que la historia de la música muestra la existencia de una comunidad de gusto que rebasa las particularidades nacionales o de época. En ese sentido la música clásica no puede dejar de percibirse como un logro excelso del espíritu humano.

Ahora bien, durante casi todo el sigloXX, con notables excepciones como la filosofía del arte de Theodor Adorno, la reflexión estética se centró básicamente en las artes visuales. Ello quizá se debiera, por un lado, a que la discusión omnipresente sobre la vanguardia y su suerte enfocaba a la historia de los movimientos artísticos plásticos, y, por otro, a que la crítica de las nociones de realismo y el estudio de la representación visual y, en menor medida, de la expresión, fueron el centro de las reflexiones más sistemáticas. En las últimas décadas, sin embargo, la filosofía de la música ha recibido una atención creciente. Este auge ha venido acompañado de una atención, quizá excesiva y motivada por un enfoque predominantemente estético, hacia cierto tipo de producción musical: la música instrumental, pura o absoluta, desvinculada de cualquier propósito ilustrativo o representacional. Sin duda, parece haber una suerte de convergencia entre el análisis estético-formalista y este tipo de música en el que los aspectos formales pueden ser aprehendidos sin que otro tipo de consideraciones extra musicales intervengan en la apreciación. Pese a la higiene filosófica que semejante enfoque proporciona, resulta uno cuando menos sesgado si el propósito de la reflexión es el de responder a problemas generales de la música, su apreciación y contenido.

La música es quizá el objeto estético que más perplejidades crea a la reflexión filosófica. En primer lugar, de definición y hasta de dominio, puesto que la música pura, que parecía adecuada a los planteamientos de la teoría del arte estético-formalista, es solo una mínima parte de la música que se produce y que históricamente se ha producido: la música con texto, la música religiosa o la militar, la música ligera, la música para bailar… son otros tantos tipos de música que permiten experiencias diferentes y que muestran conexiones de diversa naturaleza con lo extramusical.

Las cuestiones ontológicas, sobre el tipo de objeto que la música es y el tipo de experiencia que por lo tanto le es adecuado, son objeto de continua discusión. Las obras musicales son múltiples y performativas, es decir, que a la existencia de numerosas instancias de la misma obra, como ocurre también con las obras de literatura, se suma la necesidad de que la obra sea ejecutada cada vez que se experimenta. Si las obras musicales son tipos y de qué clase, lo que defienden las diferentes teorías realistas, o si la obra es solo el conjunto de sus ejecuciones correctas, como hacen las nominalistas, permanece siendo uno de los temas centrales de discusión de la filosofía de la música. Además, la relación de las diferentesperformancescon la obra de la cual son una ejecución constituye no solo un problema de ontología musical, sino también de interpretación y evaluación.

El tercer grupo de cuestiones de filosofía de la música se refiere a su significado. Aunque es innegable que la música es altamente significativa para nosotros, que signifique algo, en el sentido de que represente o se refiera algo externo a sí misma, es mucho más dudoso. Las diferentes posturas van desde aquellas que niegan dimensión semántica a la música, que sería un arte de naturaleza abstracta, pasando por aquellas que afirman que la música ejemplifica relaciones entre sonidos, estructuras más o menos abstractas, hasta aquellas que defienden que la música representa emociones o, quizá la más extendida, que la música las expresa. Es una intuición extendida que la experiencia musical tiene carácter expresivo, que la música nos emociona, pero cómo las exprese o cual sea el tipo de emociones que provoque ya no recibe una respuesta unitaria. La música podría causar emociones, sin necesidad de expresarlas, como lo hacen fenómenos naturales, como un paisaje, por ejemplo. De este modo, las propiedades de la obra podrían provocar emociones, sin apelar a significados expresivos o de otro tipo. Por otro lado, que las emociones estéticas sean propiamente emociones es un tema de discusión, como lo es que otro tipo de respuestas afectivas pertenezcan necesariamente a la experiencia de la música. Después de todono es corriente abandonar la sala de conciertos presa del pánico, o estallar en carcajadas o en lágrimas provocadas por la música.

Ahora bien, ciertas propiedades de la música podrían explicar respuestas emotivas, ya no de carácter estético, sino cotidiano, incluso sin que la música las expresara propiamente. Las respuestas podrían ser subjetivas o podrían tener alguna relación necesaria con la percepción de propiedades en la música. Todas las opciones tienen defensores en el panorama actual, sin embargo, el primer problema para las teorías estrictamente expresivas, aquellas que defienden que la música posee, en sí misma, significado expresivo, es que sin un contenido proposicional o representativo no es en principio posible expresar emociones1. La razón es que lasemociones poseen contenido, son intencionales, no consisten en la mera excitación de nuestra sensibilidad interna, sino que implican –hay quien defiende que constituyen– pensamientos sobre el mundo. Así pues, no tendría sentido sentir pena o alegría cuando los objetos de nuestra experiencia fueran solo sonidos.

Un último grupo de temas relacionados con la reflexión filosófica sobre la música se refiere a su relación con la sociedad, y con el mundo moral. El hecho de que concedamos a la música un elevado valor entre los productos de la cultura a menudo se explica por su significación vital para nosotros. Quizá el valor que le atribuimos haya de estar fundado en el modo en que la música satisface necesidades espirituales, expresivas, comunicativas o de otro tipo. En otras ocasiones parece funcionar una especie de argumento ontológico del tipo de que alguien capaz de construir productos de tal excelencia debeposeer un grado semejante de excelencia. La idea de que la música nos hace mejores también parece ligada a nuestra noción de su valor. Ahora bien, ¿hay algo real en todo esto o se trata simplemente de unwishful thinkingo de una imagen gratificadora pero irreal de nosotros mismos?

* * *

La presente colección de ensayos tuvo su origen en un seminario sobre «Filosofía de la Música: significado, emoción y valor»2en el que participaron los autores de los ensayos ahorarecogidos. La presencia de Peter Kivy influyó de modo determinante en la elección de sus temas por parte de otros colaboradores. Representante de lo que llama «formalismo enriquecido», Kivy defiende la versión más sofisticada del enfoque estético-formalista y la autonomía de la obra de arte musical; como era de esperar, la mayoría de los autores presentes en el libro elabora alguna crítica o comentario a su compleja filosofía de la música elaborada sobre casi todas las cuestiones relevantes: ontología, significado, expresión, experiencia, historia, evaluación, ejecución, autenticidad, etc. Por esa razón la compilación es a la vez una muestra de la variedad de los planteamientos y de la riqueza de la discusión actual que venimos señalando.

Una aproximación natural al tema de la naturaleza de la música consiste en describir su experiencia: su tipo de objeto, su fenomenología, su carácter, su paralelismo con otras formas de experiencia. En «¿Qué tipo de experiencia es una “experiencia puramente musical”?» Gerard Vilar revisa la nociónde experiencia estética asumida por el modelo formalista, que según él, resulta insuficiente para dar cuenta del valor comunicativo y revelador que atribuimos a la música. El formalista mantiene una concepción kantiana de la experiencia estética, en la que el sujeto experimenta un placer desinteresado en la percepción de la mera forma del objeto. Se trata de una experiencia aconceptual y el juicio correspondiente no es cognitivo sino expresión de la respuesta de placer que constituye su marca y origen. Una de las consecuencias de esta concepción es que excluye aspectos de la obra que pertenezcan a ámbitos como la moral o la política. El formalista respalda esta caracterización apelando a la autonomía de lo estético y a la necesidad de mantener esa autonomía distinguiendo claramente los aspectos estéticos de los que no lo son y dejando a éstos últimos fuera del ámbito de la apreciación. Además cuenta con una razón ulterior para defender esta concepción: frente a lo que resulta común en las artes narrativas, la música absoluta o pura no es representacional, es decir, no es sobre nada, no posee significado alguno. Aunque un formalista como Kivy reconoce el carácter expresivo de la música y lo señale como fuente de su valor; sin embargo, distingue este aspecto de la cuestión del significado y, por ello, concluye, la experiencia de la música absoluta es una puramente musical, sin referencias externas.

Vilar tratará de mostrar algunas deficiencias del modelo formalista y propondrá una caracterización de la experiencia estética que reconoce la relevancia de otros aspectos –cognitivos, morales, políticos o religiosos– de la experiencia humana como parte constituyente de esta experiencia. Además incidirá en el status simbólico de las piezas de música absoluta y por ende en la necesidad de analizar su capacidad significante.

Para reformular el concepto de experiencia estética, Vilar recupera la noción de «soberanía» adoptada por Christoph Menke3. En el ámbito de la experiencia musical, esta señala a la capacidad del arte para conectar una experiencia puramente estética con otros tipos de experiencia mostrando cómo la música llega a ser un modo de transmisión conocimiento del mundo y de nosotros mismos. Esta experiencia de sentido no arriesga, sin embargo, y como teme el formalismo, la autonomía de lo estético. Al contrario, muestra, por un lado, las conexiones necesarias entre el arte y otros ámbitos de la experiencia humana y, por otro, señala el modo en el que el arte puede, a su vez, decirnos algo de ésta. Los modos de expresión de la música absoluta no son representacionales, pero esto no impide que la música absoluta posea contenido. Nuestra apreciación requiere que indaguemos de qué modo pueda proporcionarnos una experiencia significante al tiempo que reconocemos las dificultades de señalar cual sea su contenido específico.

Vilar señala que la experiencia musical solo puede tener lugar sobre un trasfondo de experiencias anteriores, de la tradición musical, de categorías musicales, etc. Sin este trasfondo, la mera experiencia de la obra resultaría insuficiente para una apreciación correcta. Así pues, tenemos una razón que proviene de las condiciones necesarias de la apreciación para cuestionar la validez del modelo formalista. Vilar va más allá y se pregunta si los límites de ese trasfondo son nítidos o si, por el contrario, el tipo de información relevante para informar nuestra experiencia puede abarcar contenidos que sobrepasan lo estrictamente musical. ¿Son, por ejemplo, ciertos hechos acerca de la vida del compositor o de la época que le tocó vivir relevantes o reveladores a la hora de apreciar y comprender una obra? Vilar examina tres casos en los que parecemos tener razones para pensar que ciertos hechos no solo motivaron la composición de ciertas obras sino que impregnan su carácter. Sin arriesgar la autonomía propia de lo artístico, el concepto propuesto por Vilar da cuenta de los aspectos cognitivos constitutivos de la experiencia estética al tiempo que explica uno de los rasgos más salientes de la experiencia de la música absoluta: su capacidad para decirnos algo acerca del mundo y de nosotros mismos.

Las cuestiones ontológicas acerca de la obra de arte musical han motivado una importante discusión sobre los criterios de identidad de la misma. ¿Es una obra musical idéntica a su estructura sonora? ¿Son dos obras que comparten la misma estructura sonora, la misma obra, o dos obras diferentes? En este punto el platonismo de Kivy también es una referencia clara: las obras son entidades realmente existentes de carácter ideal. La esencia de la obra musical es la estructura sonora y las interpretaciones con la misma estructura sonora son de la misma obra. Frente al realismo platónico, Stefano Predelli ofrece en «Compositores, intérpretes y obras musicales» una defensa del contextualismo ontológico, es decir, de la idea de que dos obras pueden compartir una misma estructura musical y no ser idénticas, no ser «la misma» obra. Para ello, Predelli examina la incoherencia en el seno del pensamiento de Kivy derivada de su adopción, por un lado, de un modelo platónico de la identidad de la obra de arte y, por otro, de su defensa de un intencionalismo moral con respecto a la actividad interpretativa del artista.

Predelli trata de mostrar que, incluso adoptando una versión general, –y menos comprometida con nociones como la de obligación moral– del intencionalismo de Kivy, la concepción platónica de la identidad de la obra musical resulta insostenible. Como alternativa defiende una concepción contextualista, que denomina «teoría de la valoración de la interpretación relativa al compositor». Según esta teoría, el intérprete de una obra musical está obligado a seguir las instrucciones dadas por el compositor de la obra con respecto ala ejecución de la misma. La propuesta contextualista defiende que dos obras que comparten una misma estructura sonora pueden, de hecho, ser dos obras distintas ya que su identidad puede estar determinada en parte por propiedades relacionales, como por ejemplo, ser creación de un género o de un autor determinado, que no son menos relevantes para la identidad de la obra que sus propiedades estructurales. Predelli considera que la apelación a propiedades relacionales por parte de esta versión del contextualismo resulta insuficiente y en parte supone unapetitio principi. Lo que ha de mostrar el contextualista, en su opinión, es que dos obras que comparten una misma estructura son de hecho distintas obras en virtud de alguna propiedad intrínseca y no relacional. Predelli trata de ofrecer un argumento de este tipo y así vindicar el contextualismo apelando a las propiedades de la interpretación derivadas de las instrucciones del compositor.

Predelli propone el siguiente argumento: tenemos una obraoy una obrao’que comparten una misma estructura sonora S;ofue compuesta por A yo’por B. Según «la teoría de la valoración de la interpretación relativa al compositor», las ejecuciones deoy deo’han de conformarse a los constreñimientos de S siguiendo, en el primer caso, las indicaciones de A y, en el segundo, las de B. Sin asumir en ningún caso queoyo’no son la misma obra –podrían serlo hasta que se demuestre lo contrario–, el ejemplo de Predelli trata de mostrar que podemos hallar una propiedad, P, queoposee y de la queo’carece. Ahora bien, la ejecución deo, llamémoslee, es una que surge de la obediencia a las instrucciones de A, mientras que la ejecución deo’,e’, surge del respeto a las de B.eye’ son distintas ejecuciones y mientras queotiene la propiedad de dar lugar ae,o’tiene la de dar lugar ae’. Por tantooyo’no son la misma obra y, en consecuencia, la idea platónica de que la identidad de una obra musical viene dada por su estructura sonora queda falsada. Si este argumento es persuasivo, como Predelli sostiene, parece que podemos derivar dela propia concepción de Kivy de la obligación del intérprete de seguir las instrucciones de un compositor con respecto a la ejecución de su obra un argumento en contra del platonismo ontológico.

En «Una estética audiovisual deElectra», Héctor J. Pérez López insiste en la complejidad de la experiencia de la opera, que no puede explicarse recurriendo solo al análisis de la partitura musical, y tampoco del texto escrito, sino que está basada en todas las «aportaciones» interpretativas, muchas veces constitutivas del significado global de la obra, de las líneas que articulan la recepción de la experiencia estética». Pérez López analiza en este artículo la experiencia de la ópera grabada en audiovisual, insistiendo en la relevancia de la grabación vidográfica de la ópera ha experimentado y en la necesidad de hacerse cargo de este hecho, por ahora poco estudiado. En su análisis de laElektrade Strauss pone de relieve cómo no solo la escenografía, la coreografía y hasta el maquillaje de los actores, sino también los elementos de la realización audiovisual son constituyentes de la experiencia estética de la obra.

Pérez López analiza la grabación en DVD de la Electra de Strauss, con dirección musical Claudio Abbado, escénica de Harry Kupfer y dirigida por Brian Large para vídeo en 19894.En primer lugar el autor defiende la interpretación expresionista de la obra basándose en la particular concepción de Strauss de la filosofía de Schopenhauer. Strauss concebía la expresión musical más abstracta como resultado de la inmersión en la experiencia más intramundana, en el caso de Electra en los enigmas más profundos de la psicología humana. La influencia de los estudios sobre la histeria de Freud y Breueren Strauss serían pertinentes en este punto. Partiendo de este énfasis en lo psicológico, el análisis de la estética visual de esta grabación subraya, dentro del fragmento elegido, aquellos momentos en los que la realización videográfica acompaña, subraya o incluso dirige la experiencia de la música. La fuerza dramática, la tensión o la intensidad musicales y en suma la expresividad son subrayadas por recursos audiovisuales que componen una experiencia diferente a la que sería posible en la Ópera de Viena. El enfoque de los distintos personajes, no necesariamente ligado al momento del canto, el zoom, los mocimientos de la cámara, los picados y contrapicados, son recursos que permiten tanto la percepción de detalles imposibles en la sala del teatro o desde perspectivas imposibles como en general influyen la experiencia de un modo determinante.

* * *

Los intentos de concretar el significado de una obra musical parecen a menudo diluirse en vaguedades e imprecisiones. ¿Se trata de un síntoma de que al hablar del significado de la música estamos cometiendo un error de lenguaje, que no hay nada en la música que signifique o pueda significar? Varias de las aportaciones a esta compilación desafían la tesis formalista de la ausencia de dimensión semántica de la música apelando a diferentes rasgos de la música y de nuestro entendimiento de ella que parecen indicar la presencia de un contenido musical. Encontramos en la música sinceridad, profundidad o espiritualidad; elementos análogos a los de otras expresiones simbólicas como la expresión de su autor, que Jordi Ibáñez investiga en el fenómeno del «estilo tardío», la utilización de géneros expresivos, como el salmo, que Alessandro Bertinetto analiza en su ensayo sobre Coltrane, o la experiencia de sentido, por ejemplo de profundidad, que Margaret Moore relaciona con un cierto estilo.

En relación con los problemas de la expresión y el testimonio personal sitúa Jordi Ibáñez el problema del estilo tardío en «La fortuna de envejecer o las ilusiones del estilo tardío». ¿Lo que llamamos «estilo tardío» es simplemente una forma de delimitación temporal de la obra de un artista? ¿Es quizá una forma de agrupar ciertos rasgos formales y de establecer ciertas relaciones evolutivas dentro de uncorpusartístico? O, como finalmente parece apuntar Ibáñez, ¿se trata de algo que apunta a la conciencia del artista de su muerte y al acabamiento de un proyecto artístico que en ocasiones abarca una vida entera? A través de obras de diferentes artistas, Ibáñez muestra cómo la conciencia de la muerte puede acompañar al artista en numerosas ocasiones pero solo cuando ésta es también manifestación de una conciencia sobre los límites de la propia obra tendemos a hablar de estilo tardío. Solo entonces, «el estilo tardío llega a ser el documento de algo tan privado e incierto como el fin de la vida de alguien». En otras palabras, Jordi Ibáñez parece reivindicar una noción fuerte de estilo individual en la que el significado de la obra es inseparable de lo que la obra significó para el propio artista5. Laforma de una pieza concreta se percibe de modo inseparable del sentido que le imprime la entera trayectoria de su compositor.

Pese a que el «estilo tardío» varía de artista a artista –ya que es el contenido y dirección de cada vida y obra lo que lo determina–, en todos ellos apuntamos «alpathosdel acabamiento» que el artista experimenta y expresa a través de su obra. En ocasiones constituye un acto de despedida, que en su lado más amable, puede a su vez expresar la visión del artista de su obra como algo que ha alcanzado la madurez,como sucede con Joan Miró. En su lado más dramático, el artista puede articular esta despedida sin dejar de mirar el vacío que le espera. Por último, también el silencio –señala Ibáñez– puede constituir este acto de despedida en el que la mera renuncia a la expresión es ya reconocimiento y expresión de la conciencia de un fin próximo. La noción de «estilo tardío» comporta así mismo un aspecto reflexivo sobre la propia obra, una especie de conciencia o perspectiva del artista sobre su trabajo como un todo. Esa perspectiva, plasmada en las últimas obras de un artista, puede ser a la vez el síntoma de una libertad ganada, como en el caso de Miró, o de desesperanza por un sentimiento de acabamiento que llega antes de tiempo. En cualquier caso, Ibáñez nos recuerda que el estudio del «estilo tardío» parece decirnos más acerca del hombre, del artista, que de su obra, pero nos recuerda también que es a aquél a quien en el fondo admiramos cuando admiramos su arte.

La pregunta sobre el «estilo tardío» sirve a Jordi Ibáñez además como caso de la dificultad y la ambigüedad de la tarea filosófica, en particular, sobre el arte. El modo en el que apreciamos una obra una vez que tenemos en cuenta que puede ser la expresión de esta conciencia de acabamiento es necesariamente distinto a lo que experimentamos si la obra pertenece a un período de formación del artista. Incluso el modo en que la apreciamos cuando sabemos que pertenece a los últimos años del artista a pesar de que no sea claramente una reflexión intencionada sobre el final. No siempre está claro que el sentido que la obra adquiere percibida de esta manera pertenezca con claridad a la obra y no sea impuesta desde fuera, y sin embargo, Ibáñez apuesta por la validez de estos «arañazos» de lo humano sobre la excelsa superficie de la forma artística. En este caso podríamos hablar más allá del significado de la obra en sí misma, y del significado de la obra para el artista, también del significado de la obra para el receptor.

La contribución de Alessandro Bertinetto, «Filosofando a Trane. El significado deA Love Supreme», aborda directamente el problema del significado musical. Su aproximación parte, por un lado, de la discusión que se viene dando entre formalistas y defensores de la idea de un contenido musical y, por otro, de la ejemplificación de sus tesis a través del análisis de la obra de John ColtraneA Love Supreme. Bertinetto propone esta obra por dos motivos: primero, porque a pesar de ser una obra instrumental parece vehicular un significado particular sin que un texto sea estrictamente necesario para su reconocimiento. En segundo lugar, la obra de Coltrane resulta especialmente interesante a la obra de abordar filosóficamente la cuestión del significado musical. Su importancia parece a la vez artística y filosófica.

Es cierto que la música carece de componentes semánticos y sintácticos y, por tanto, parece incapaz de transmitir significado. Si una obra instrumental posee significado éste le viene generalmente dado por un título o texto que la acompaña pero no posee una naturaleza estrictamente musical. Bertinetto señala al menos tres críticas ya consolidadas a la postura formalista con respecto al significado musical. En primer lugar, como Ridley6ha notado, la negación delsignificado musical propia del formalismo se deriva de una comprensión excesiva y obsesiva con la cuestión de la autonomía artística; es decir, con la idea de que lo estrictamente relevante a la hora de atender a la obra de arte son solo sus propiedades formales. En segundo lugar, se dice que el formalista solo podría defender su tesis respecto a una porción relativamente pequeña de la producción musical a lo largo de su historia. En general, su tesis gana su aparente universalidad una vez que se generaliza desde cierto tipo particular de música –la música tonal de los siglosXVIII-XIX– al resto de las obras instrumentales. Finalmente, el formalista parece incurrir en cierta incoherencia cuando, de un lado, reconoce el poder expresivo de la música absoluta pero, de otro, niega que ésta posea contenido o significado. ¿No es el contenido expresivo, después de todo, un tipo de contenido musical?

Bertinetto trata de contribuir a la posición contenidista mostrando cómo el formalista solo puede sostener su postura abrazando una teoría del significado que resulta insuficiente incluso cuando se aplica a los lenguajes naturales. Su propuesta pasa por recomponer una concepción del significado que no solo nos permita detectar el significado musical sino que cuente con evidencia en otras prácticas comunicativas. De las tres teorías del significado señaladas por Bertinetto –como correspondencia, coherencia y evidencia– la segunda y la tercera juegan un papel esencial en la aprehensión del significado musical. En particular, la noción de verdad como evidencia resultaría, de acuerdo con Bertinetto, especialmente valiosa a la hora de dar cuenta del modo en el que el arte, y la música en particular, revelan verdades acerca del mundo y del arte.

En el ensayo «Una «profunda» confusión: explicar nuestros juicios sobre la profundidad de la música», Margaret Moore parte también de una supuesta paradoja en el modelo formalista a la hora de explicar nuestra experiencia de ciertas obras de música absoluta como poseedoras de profundidad. Si la experiencia musical es una en la que no se nos transmite ningún significado o contenido, ¿cómo podemos dar sentido a la experiencia de profundidad característica de algunas de las obras más ejemplares dentro de esta categoría musical? Peter Kivy trata resolver la paradoja negando que la música sea realmente profunda y apoya su tesis en la analogía entre la profundidad en literatura y en música. Si hubiera profundidad en la música ésta se daría como en la literatura. Pero careciendode significado o contenido, al contrario que la literatura, la música no puede ser profunda.

Moore rechaza la analogía y considera excesivo requerir que nuestros usos de «profundo» en literatura y en música deban coincidir exhaustivamente. Después de todo, son medios suficientemente distintos como para que las propiedades que puedan ostentar sean distintas o requieran condiciones distintas de identificación. Además, señala Moore, la experiencia de profundidad en la música resulta más que evidente y reconocida en la apreciación de la música absoluta como para que la opción de su mera negación sea una alternativa aceptable. Sea o no una propiedad de la obra, lo que parece necesario es dar cuenta de los rasgos que caracterizan la experiencia en la que percibimos la música bajo ese aspecto. De un lado, podemos sostener que la música absoluta posee, después de todo, cierto contenido y que es la profundidad de éste la que nos permite adscribir profundidad a la música; o, de otro, podemos rechazar que la condición del contenido sea una condición necesaria para adscribir profundidad a la música absoluta y tratar de explicar ésta en otros términos que los del significado musical.

Moore reconoce, junto con el formalista, que la profundidad musical no consiste en la transmisión de un contenido profundo en la obra de música absoluta, sin embargo, relaciona indirectamente la percepción de profundidad con la profundidad del contenido. Su propuesta consiste en trazar una conexión entre la experiencia estética de profundidad en una obra de música pura y el reconocimiento de cierto parecido de estilo entre obras que en la tradición musical han servido al propósito de acompañar o ilustrar contenidos profundos. Así pues, nuestra atribución de profundidad a una obra de música absoluta se basaría en la percepción de una semejanza de estilo con obras que poseían contenido profundo o se empleaban en contextos profundos.

* * *

La tradición filosófica reconoce una relación especial entre la música y las emociones desde la Antigüedad. La relación mimética entre música y emoción se entiende de maneras diferentes. Por un lado, se puede considerar como una relación binaria de tipo representacional, ejemplificadora o expresiva. Defender de este modo la capacidad mimética de la música implica reconocer su capacidad significativa, su relación con un elemento extramusical, que es la emoción. Sin embargo, la estética contemporánea ha defendido que la expresión artística debe entenderse de otro modo, como expresividad, en el sentido de que la forma artística posee en sí misma una configuración expresiva, pero no está relacionada con ninguna emoción externa. Ser expresivo es un relación monádica, no es necesario referirse a un estado de cosas externo; en las famosas palabras de Bowsma: «la emoción está en la música como el rojo en la manzana»7. Un desarrollo de esta ideaes defendido por Kivy como «formalismo enriquecido». Las propiedades expresivas de las obras musicales serían un subconjunto de sus propiedades estéticas, y, como tales, serían experimentadas estéticamente, es decir, escuchadas en la música. No hay teoría actual de la expresión musical que no sea sensible a estos argumentos. Las de índole expresionista tratan de recuperar una relación fuerte (al menos, más fuerte) entre emoción y música sin dejar de hacer justicia a las propiedades realmente presentes en la música. Algunas propuestas sugieren que cuando percibimos propiedades expresivas en la música las atribuimos a la expresión de un sujeto imaginario: unapersona(Levinson) o un autor implícito (Robinson). Dos de los ensayos de este volumen presentan sendas críticas a estos modelos: Derek Matravers se enfrenta a lateoría de lapersonamusical de Levinson y Antoni Gomila a la del autor implícito de Jennefer Robinson.

En su libroArt and Emotion8,Derek Matravers defendió,en medio de una gran polémica, una teoría causal de la expresión enfrentándose a la postura dominante desde Wittgenstein, y al bien atrincherado formalismo enriquecido de Kivy. En «La expresión como “forma de aparecer”», Matravers critica la teoría de Jerrold Levinson sobre la expresión musical, que es a su vez un desarrollo de la teoría de la expresión como expresividad. Levinson propone una respuesta de corte realista y se sirve de la analogía con el color: decimos que la música es triste como decimos que el limón es amarillo. La tristeza de la música sería el modo en el que la música se nosaparece. En ambos casos, el de la percepción expresiva y el de la percepción de color, existiría una propiedad en el objeto que justificaría la adscripción del predicado correspondiente. Dejando a un lado el hecho de que existe un gran abanico de explicaciones sobre la naturaleza del color, Matravers trata de mostrar que existen al menos dos aspectos de esta explicación que pueden resultar problemáticos9.

En primer lugar, Matravers pone de manifiesto que la analogía entre colores y propiedades expresivas no es tan amplia como sería deseable. Como es evidente, la adscripción de propiedades expresivas en la música está sujeta a mayor discusión que la adscripción de colores a los objetos. Parece que existen al menos dos causas del desacuerdo: la primera se refiere a la existencia de sensibilidades de grupo diferentes y que el acuerdo posible sería relativo a cada una de ellas. La segunda causa de desacuerdo es que, incluso dentro de un grupo que comparte una misma sensibilidad,hay divergencias acerca de cómo describir la experiencia expresiva misma.

En segundo lugar, critica la original propuesta de Levinson al caracterizar la experiencia de la expresión musical modelándola sobre casos ordinarios de expresión. Puesto que la expresión de un estado mental siempre lo es de alguien, en la expresión musical, capturamos esta propiedad como si un agente estuviera expresándose musicalmente: escuchamos la música como si fuera la expresión de unapersonamusical. Para Matravers, no está claro que la percepción de estapersonamusical esté siempre presente de la manera en que siempre lo está en nuestro entendimiento de la expresión ordinaria. Si lo que buscamos es una caracterización de la experiencia expresiva, desplazar el núcleo de la explicación a aquello que está implicando en la experiencia –la existencia de un sujeto expresivo– no parece la mejor estrategia.

Levinson postulaba la existencia de propiedades expresivas en la música para explicar la normatividad de nuestras caracterizaciones expresivas de la música. Como en el caso del color, su propuesta estaría justificada como una inferencia a la mejor explicación. La existencia de propiedades expresivas en la música haría posible defender la normatividad del juicio sobre la expresión. Sin embargo, el paso que va desde experimentar la música como expresiva a suponer que la música posee una propiedad de este tipo solo se obtiene al precio de no respetar algunas condiciones de la aplicación de los conceptos en general. Si existen criterios de identidad para nuestros conceptos expresivos cuando se aplican a la expresión de las personas, claramente nuestro uso en el caso de la música viola algunos de esos criterios: por ejemplo, que la expresión sea el síntoma de un estado mental. ¿Se trata entonces del mismo concepto en el caso de expresión humana y musical? ¿Estamos usando el concepto expresivo metafóricamente para referirnos a otra propiedad o aspecto distinto del referido en los contextos de expresión humana? ¿O estamos simplemente usando un concepto diferente?

Matravers concluye que el intento de Levinson por ofrecer una explicación de la normatividad de la experiencia expresiva en términos de propiedades no parece finalmente compensar las ventajas que este tipo de explicación pueda tener con sus inconvenientes. Matravers sugiere que entender la tristeza como una propiedad que se nos aparece en la experiencia no es la mejor estrategia. En otros lugares ha defendido que son muchas propiedades diferentes las que podrían «aparecer» expresivamente y seguramente no es posible determinar de antemano cuales o en qué contexto pueden contribuir a la expresión musical. Una de esas propiedades es de hecho la tonalidad de la música clásica, que percibimos como una diferencia expresiva. El ensayo de Toni Gomila estudia el caso en relación a la capacidad expresiva de la música atonal.

En «Música y emoción: el problema de la expresión y la perspectiva de segunda persona», Gomila critica la idea de que la experiencia expresiva de la música implica la imaginación de un sujeto que se expresa por considerar que esto exigiría un grado de complejidad de la experiencia que esta no siempre posee (aunque podría en algún caso). Aún así el autor reconoce que el fenómeno de la expresión es intersubjetivo, en el sentido de que la actividad expresiva llama la atención sobre sí misma. Ahora bien su comprensión no exige un nivel de reflexión sobre la expresión y su agente sino que se produce en un nivel perceptivo espontáneo vinculado a la interacción intersubjetiva que denomina «perspectiva de segunda persona».

Gomila aborda el problema de la expresión musical desde la revisión psicológica del fenómeno de la expresión. La expresión no consiste como quería la visión cartesiana y romántica en la manifestación de un estado previo privado, al contrario, es un mecanismo social mediante el cual no solo manifestamos qué emoción sentimos sino que lo hacemos de modo ostensivo mostrando también cómo la sentimos. Esteaspecto es crucial para explicar la comprensión de la expresividad musical, según el autor.

En este marco teórico Gomila analiza el problema de la expresión en la música atonal. Numerosos filósofos y críticos la han descrito como inexpresiva y, en consecuencia, como incapaz de proporcionar una experiencia estética valiosa. Sin embargo, las motivaciones teórico-formales que ocasionaron su surgimiento están directamente vinculadas con las vanguardias de principios del sigloXX, y en particular deDer blaue Reiter, cuyo carácter expresionista sería uno de sus rasgos centrales. Según Kivy, rompiendo con la clave principal de expresividad de la música clásica, la tonalidad, el atonalismo ha sido incapaz de introducir formas expresivas reconocibles. Para Gomila no es cierto que la música atonal no posea esta cualidad afectiva, aunque el repertorio de emociones que es capaz de generar en el oyente no es del tipo producido típicamente por la música tonal. Más bien, son emociones que tienen que ver con la frustración, la sensación de desencaje, de crisis, etc., que fueron investigados desde aspectos distintos a la tonalidad y que contribuyen al potencial expresivo de la obra, provocando el reconocimiento perceptivo por parte del oyente.

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Sixto Castro y James Hamilton abordan el tema de la comprensión musical poniendo en primer plano las condiciones particulares de las artes temporales –prestando especial atención a la música y al teatro– y a cómo éstas determinan ciertos aspectos de la comprensión ajenos a otras formas artísticas. Ambos autores coinciden en la necesidad de explicar la experiencia de la comprensión en términos de un componente afectivo y otro de carácter discursivo.

En «Wittgenstein: música, lenguaje y sentimientos», Castro abunda en el problema de la significación de la músicaabsoluta, adoptando un marco wittgensteininano para tratar de proporcionar una salida al aparenteimpasseen el que incurre el formalismo al negar que la música absoluta posea contenido al tiempo que reconoce su cualidad expresiva y el innegable valor que posee para nosotros.

La primera estrategia propuesta por Castro es la de rescatar la analogía wittgensteiniana entre música y lenguaje. La analogía se fundamenta en los modos de caracterizar tanto nuestras experiencias lingüísticas a través de conceptos musicales, como describir la experiencia musical en términos que solemos aplicar al comportamiento lingüístico. Este rasgo no debe, sin embargo, llevarse tan lejos como para sostener que la música sea, en sí misma, un lenguaje. Como el propio Wittgenstein reconocía, la música parece carecer de una estructura semántica y sintáctica del tipo que los lenguajes naturales manifiestan y, por ello, carecería de poder representacional. Sin embargo, y sobre todo si prestamos atención a la concepción del lenguaje desarrollada por el segundo Wittgenstein, es posible que la música posee un significado independientemente de que posea o no carácter representacional. Si, según la concepción allí expuesta, el significado depende del uso, la música puede bien usarse en contextos comunicativos y ganar su contenido de éstos.

Ahora bien, incluso si adoptamos esta perspectiva, aún es necesario explicar en qué consiste la comprensión musical y en qué medida, cuando esta comprensión de la música conlleva un componente comunicativo, podemos dar cuenta de él: es decir, cómo señalamos el contenido de la música. Castro señala, a este fin, un rasgo importante del contenido musical. Su comprensión no pasa por el reconocimiento de una adecuación entre la música y algo externo a lo que se refiere, sino que más bien, consiste en experimentar cierto sentimiento de concordancia con la música que, de nuevo, podemos aclarar refiriéndonos a su contrapartida lingüística. Del mismo modo que al escuchar o leer una oración tenemos ciertas expectativas respecto al tipo de palabra que podemos esperar a continuación, cuando apreciamos una obra musical generamos ciertas expectativas sobre qué tipo de sonidos encajarían con los precedentes. Aún así, y como ha señalado Hanfling, este sentimiento no se deriva de una necesidad lógica sino estética. Es la sensación de encaje lo que experimentamos en la comprensión musical por más que no podamosa priorideterminar qué tipo de elementos producirán dicha sensación. Ahora bien, ¿cómo explicamos este fenómeno? Castro, nos recuerda aquí que los motivos por los que podemos experimentar la sensación de encaje son variados: pueden abarcar asociaciones, percepción de parecidos, etc. Lo único que finalmente explica que reaccionemos como lo hacemos y que tal reacción constituya la comprensión correcta de la obra es nuestra pertenencia a una cultura y la familiaridad con sus códigos y juegos de lenguaje. De ahí que, en general, nuestra respuesta afectiva vaya acompañada de descripciones, asociaciones y caracterizaciones de nuestra experiencia que confirman que nuestra respuesta es intencional y tiene a la obra y sus rasgos por objeto.

Una vez que, siguiendo a Wittgenstein, se caracteriza la experiencia de comprensión musical en analogía con el lenguaje, Castro avanza hacia la cuestión del contenido musical. Descartado que el contenido pueda ser representacional, examina si la capacidad expresiva propia de la música absoluta podría ser el lugar apropiado para buscar una respuesta. Tras revisar algunas de las propuestas sobre cual sea el contenido expresivo de una pieza musical, descarta que se trate de emociones (bien percibidas o experimentadas en la apreciación de la obra) y propone examinar el problema como uno en el que el oyente experimenta ciertos estados de ánimo. La ventaja de esta propuesta es que, al contrario que las emociones, los estados de ánimo pueden explicarse sin hacer referencia a ningún objeto, mientras que forma parte de nuestra forma de comprender las emociones que se dirijan a objetos. La falta deintencionalidad de los estados de ánimos evitaría los problemas usuales de la referencia a emociones y se presentaría como un candidato plausible de aquello que llamamos el contenido expresivo de la música.

James Hamilton, autor deThe Art of Theater10aborda en«Comprensión musical y teatral» las semejanzas y desemejanzas que se pueden señalar entre la comprensión musical y teatral. Hamilton comienza señalando algunos rasgos comunes de nuestra apreciación de la música y del teatro que subrayan su carácter temporal y secuencial. Algunos de éstos son también rasgos de otros medios artísticos como el cine o la literatura. Sin embargo, Hamilton señala un par de aspectos que parecen caracterizar de manera exclusiva a nuestra experiencia de la música y del teatro (o, mejor, a sus ejecuciones particulares en la sala de conciertos y en el escenario). En primer lugar, no parece posible que podamos, mientras escuchamos una pieza musical o vemos una obra de teatro, salir fuera de esa experiencia y tener una impresión de la obra como un todo. En segundo lugar, no podemos ir hacia atrás o hacia delante en nuestra aprehensión de la obra.

Estos rasgos han motivado, al menos en el ámbito de la teoría musical, una teoría de la comprensión de la obra que subraya la imposibilidad de concebir la comprensión musical como una en la que la obra en su totalidad es comprendida en el acto de la apreciación. El defensor de esta llamada «teoría concatenacionista» es Jerrold Levinson, para quien la comprensión musical consiste en una serie de respuestas en las que se manifiesta nuestra aprehensión de la sucesión de los distintos momentos musicales. Lo que no parece posible es que nuestra apreciación de una obra musical pueda consistir en una aprehensión de la misma como un todo. Quizá este tipo de aprehensión sea posiblea posteriorie incluso pueda contribuir en cierto modo a nuestras experiencias futuras deesta o aquella obra en particular. Pero, enfatiza Levinson, en ningún caso es un aspecto constituyente de lo que llamamos aprehensión musical.

Hamilton analiza la comprensión teatral a partir de dos tipos de evidencia. De un lado, el espectador teatral muestra queha comprendidola obra si es capaz de explicar el argumento, describir adecuadamente a los caracteres, ordenar correctamente las escenas, etc. De otro, el espectador muestra queestá comprendiendola obra si reacciona física y afectivamente de forma adecuada a la obra. Ambos tipos de evidencia, nos dice Hamilton, son compatibles con la tesis concatenacionista de la prescindibilidad de una aprehensión de la obra como un todo. Sin embargo, hay una desemejanza entre el caso musical y el teatral. Al contrario que en el segundo, no esperamos que el oyente produzca ningún tipo de evidencia lingüística una vez que finalizada la experiencia de la obra. Comprender la música es, dentro del marco delimitado por el concatenacionista, responder placenteramente a la sucesivas partes de la secuencia musical y a la secuencia misma, pero no requiere una referencia a rasgos globales de la obra que, si pueden aprehenderse, solo pueden apreciarse reflexivamente, no experiencialmente.

Así pues, Hamilton defiende que las respuestas afectivas durante la experiencia de la obra forman parte de la evidencia de que se da una efectiva comprensión musical, como querían Wittgenstein y Levinson. En el teatro los actores tienden a tomarla en consideración durante la actuación para realizar modificaciones, por ejemplo. Además las reacciones afectivas pueden persistir incluso en casos en los que el espectador ya conoce la obra y sabe lo que va a suceder. La única forma de hacer inteligible este comportamiento, nos dice Hamilton, es reconociendo que la respuesta afectiva tiene una relación interna con la obra.

Hamilton propone una definición de la noción de «reacción afectiva como consistente con una descripción» paramostrar que al menos ciertas reacciones afectivas son estados conectados intencionalmente con la obra y que, por ello, no solo son signos de comprensión sino constituyentes de la misma. Ahora bien, Hamilton se pregunta si este modo de caracterizar el fenómeno de la comprensión teatral es compatible con el concatenacionismo musical y su respuesta es escéptica. La idea de que solo las reacciones afectivas sean evidencia de la comprensión resulta pobre. No solo para los casos de comprensión teatral, sino también, y como ha señalado Kivy, para los casos de entendimiento musical.

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Los dos últimos textos de esta colección suponen un giro de las cuestiones relacionadas con el sentido, la expresión y el entendimiento musical a cuestiones que ponen en un primer plano las relaciones entre la música y el valor ético. El primero, de Philip Alperson y Noël Carroll, representa una postura moralista, al entender que las relaciones entre la música y la moral forman parte del significado y contribuyen a la apreciación de la música. El último, escrito por Peter Kivy, defiende, al contrario, la autonomía del valor estético de la música.