Simón Bolívar en el Infierno de Dante - Victorio Pirillo - E-Book

Simón Bolívar en el Infierno de Dante E-Book

Victorio Pirillo

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"En este libro, Victorio Pirillo esgrime con excelencia y maestría académica un arma imbatible, que es la verdad documentada de los hechos contados. Corre un viejo telón que nos permite como espectadores asistir a una imaginaria justicia ubicada en un fantasioso juicio post mortem en el noveno círculo de La divina comedia de Dante Alighieri, con hombres y circunstancias de otros tiempos, como lo son aquí Marx, Engels, Aníbal Ponce, Virgilio, Caronte, San Martín, Francisco de Miranda y tantos otros. Al igual que con su libro Espartaco y su legión de rebeldes y anarquistas, con Pirillo siempre se aprende algo nuevo gracias a ese jugoso y complejo crochet intelectual que marca su estilo de investigación, apasionante, atractivo y literario" (Eduardo Bufalino).

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SIMÓN BOLÍVAR EN EL INFIERNO DE DANTE

En este libro, Victorio Pirillo esgrime con excelencia y maestría académica un arma imbatible, que es la verdad documentada de los hechos contados. Corre un viejo telón que nos permite como espectadores asistir a una imaginaria justicia ubicada en un fantasioso juicio post mortem en el noveno círculo de La divina comedia de Dante Alighieri, con hombres y circunstancias de otros tiempos, como lo son aquí Marx, Engels, Aníbal Ponce, Virgilio, Caronte, San Martín, Francisco de Miranda y tantos otros.

Al igual que con su libro Espartaco y su legión de rebeldes y anarquistas, con Pirillo siempre se aprende algo nuevo gracias a ese jugoso y complejo crochet intelectual que marca su estilo de investigación, apasionante, atractivo y literario.

— Eduardo Bufalino

Victorio Pirillo es abogado y cursó estudios de posgrado en Ciencias Políticas. Es dirigente político y sindical; consultor y asesor comercial en el mercado local e internacional. Fue un comprometido delegado estudiantil en la década de 1970. Ya siendo trabajador y representante gremial electo, el 30 de marzo de 1982 participó en la marcha convocada por la CGT, denominada Brasil, bajo la consigna “Paz, pan y trabajo”, que fue brutalmente reprimida. Ideólogo y miembro fundador de la comisión que recuperó la histórica Casa de Gaspar Campos, en Vicente López. Rindió homenaje en varias oportunidades a los obreros fusilados en los lugares donde aconteció la denominada Patagonia Trágica. Fue asesor de campaña de distintos candidatos de la política nacional. Se desempeñó en el cargo de asesor de la Embajada Argentina en el Uruguay. Es pública su comprometida labor en misiones humanitarias, culturales, ecológicas y ambientalistas; también se lo conoce por su respeto irrestricto al pluralismo ideológico y su ayuda constante a sectores vulnerables. En la actualidad, se desempeña como secretario general del Sindicato de Trabajadores Municipales de Vicente López. Además, es miembro del Frente Sindical para el Modelo Nacional, secretario de Prensa de la Confederación General del Trabajo Regional, escritor y consultor político.

VICTORIO PIRILLO

SIMÓN BOLÍVAR EN EL INFIERNO DE DANTE

Índice

CubiertaAcerca de este libroSobre el autorPortadaDedicatoriaEpígrafePresentación, por José Nicolás BalbiPrólogo, por Mario Ernesto “Pacho” O’DonnellCapítulo 1. Quién fue Marx, el gran crítico de BolívarLas noches de Londres: tabernas, escritos y MarxEl tiempo siempre gana la partida: perfil e intimidad de MarxLos detractores de MarxLa obediencia y la disciplina gobiernan la relación con el padreMarx y su vida alrededor de la miseriaMarx y Bolívar: Latinoamérica, los pueblos sin historia y el idealismo hegelianoEl deseado encuentroCharles Anderson Dana y su editorialCapítulo 2. Charles Anderson Dana, Aníbal Ponce y Karl Marx reunidos por BolívarUn editor yanqui en EuropaUn encuentro inesperado: Karl Marx y Aníbal PonceBolívar y su ejército de extranjerosBolívar y HaitíCapítulo 3. Bolívar, antes y después de su muerte: confesión, la parca y monedas para Caronte el barqueroLa confesiónEl recuerdo de su gran amorLa última carta de Bolívar, escrita seis días antes de morirCapítulo 4. El descenso al InfiernoLa llegadaAntes del juicioCapítulo 5. El gran juicio finalEl tribunal se prepara para juzgar a BolívarLa meca de la revolución: el puerto de Cádiz y la ciudad de LondresLa Primera República de VenezuelaLa pérdida de la plaza de Puerto CabelloCapítulo 6. Siguen las pruebasCapítulo 7. “Bolívar, el verdadero Soulouque, el Napoleón de las retiradas”Cobarde, canalla y miserableUn héroe confusoCapítulo 8. Miranda no es igual a BolívarRevisando a MirandaLos verdaderos intereses de BolívarCapítulo 9. Marx y Engels ponen manos a la obraCapítulo 10. Defensores de BolívarCapítulo 11. España ha caducado y Miranda ha muertoLa muerte de MirandaLa lucha por la libertad y la lucha por el poderCapítulo 12. Andrés Bello, Manuel Piar y Manuel Padilla, víctimas de BolívarTropelías contra BelloPiar: su detención y fusilamientoLa muerte de PadillaCapítulo 13. Consideraciones necesarias antes de formular el veredictoCapítulo 14. La sentenciaEpílogoBibliografíaCréditos

Este libro terminado, querido papá, es el que tuviste en tus manos poco antes de partir. Sé que allí, en ese lugar donde las almas que se quieren se encuentran, recibirás un ejemplar para que lo disfrutes y leas con esa alegría hermosa con la que viviste y nos dejaste como sello característico de tu noble vida.

Con afecto, tu hijo.

La vida es un perpetuo movimiento que, si no puede progresar en línea recta, se desenvuelve circularmente.

Thomas Hobbes

 

De hecho, la gente se pelea por una superstición tanto como por una verdad, o incluso más. Ya que una superstición es tan intangible que es difícil demostrarla para refutarla, y la verdad es un punto de vista y, por lo tanto, se puede cambiar.

Hipatia de Alejandría

 

Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia.

Simón Bolívar, discurso ante el Congreso de Angostura

Presentación

José Nicolás Balbi*

 

El relato sobre la vida de Simón Bolívar y el juicio de sus acciones me fue revelado con el mismo entusiasmo y creatividad con los que Victorio Pirillo acometió sus anteriores investigaciones históricas. Quedan lejos de la imaginación del lector las horas de trabajo e interpretación que compartí con el autor de Espartaco y las infinitas consultas que hacen del presente relato no solo una lectura entretenida y apasionada, sino un repaso académico sobre documentos, historias y situaciones que en esta entrega se mezclan con la literatura clásica de forma magistral. En 2019, en la búsqueda del espíritu de la relación con Francisco de Miranda, visité y consulté archivos europeos donde obtuve los datos originados en las aventuras de nuestros héroes bajo la guía y la mirada perspicaz del futuro autor de estos capítulos. Bolívar es un relato, pero también es historia y una muestra científica, obtenida más del trazo de un bisturí sangriento que de una pluma rebosante, que nos cuenta sobre la historia que no debemos ni podemos olvidar.

* Profesor de Historia recibido en la Universidad Nacional Tres de Febrero (Argentina), con estudios de posgrado en Arqueología en la Universidad Nacional de Tucumán y posgrados de prácticas arqueológicas en Dorchester (University of Oxford) y Tel Azekah (Tel Aviv University). Es docente escolar de Historia. Invitado a varios proyectos de excavación arqueológica de Conicet sobre temática inca e investigador arqueológico de la provincia de Catamarca.

Prólogo

Mario Ernesto “Pacho” O’Donnell

Victorio Pirillo, autor de Espartaco, se propuso ahondar en las ricas vertientes del ensayo de Karl Marx sobre Simón Bolívar, escrito por encargo del director del New York Daily Tribune, Charles Dana, en 1852. El filósofo y economista alemán puso como condición contar con la colaboración de su incondicional amigo Friedrich Engels.

La conclusión a la que llega el intelectual alemán sirve de bajada al elogiable libro de Pirillo: Bolívar habría sido “un canalla y miserable”.

Pirillo emprendió la ardua tarea de recorrer la bibliografía a la que apeló Marx y la desarrolla en lo que remeda un juicio al venezolano en el que intervienen, además de sus contemporáneos y biógrafos, personajes que atraviesan los tiempos, como Jacques Lacan, Félix Luna o José Aricó.

Uno de los ejes de este libro, no el único, plantea la disyuntiva entre el mito y la realidad. En carta a Engels del 14 de febrero de 1858 Marx escribe: “La fuerza creadora de los mitos, característica de la fantasía popular, en todas las épocas ha probado su eficacia inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es sin duda el de Simón Bolívar”. Confiesa haberse negado a “presentar como Napoleón III al canalla más cobarde, brutal y miserable”. A continuación lo compara con Soulouque, terrible dictador haitiano que traicionó a sus pares afrodescendientes que lo encaramaron en el poder.

Bolívar, según Marx, era un aristócrata mantuano, amo de esclavos, fiel representante de las clases oligárquicas y “con una codicia sin límites, enfermo de poder y de fama”.

Pirillo, haciéndose eco de Marx, suma críticas a Bolívar: la caída del castillo de San Felipe en Puerto Cabello, enclave estratégico de los patriotas al cuidado de don Simón, quien habría huido ignominiosamente dejando a sus hombres a merced del cruel jefe realista Monteverde, provocando el fracaso de la Primera República. Don Simón habría sido llamado “el Napoleón de las retiradas” debido a sus fracasos militares, señalando que el gran triunfo de Ayacucho no fue suyo sino de Sucre.

Una circunstancia omnipresente en Pirillo-Marx es la traición de Bolívar y otros a Francisco Miranda, a quien reivindican como el verdadero libertador, de vida y trayectoria fascinantes. La escena es tan decisiva que es relatada varias veces en el libro, de acuerdo con la visión de distintos historiadores, casi todos ellos contemporáneos de los hechos, sin faltar los testigos presenciales. Miranda terminaría su vida prisionero en Cádiz, luego de años de maltrato, encadenado.

Algunas de las fuentes que Marx más habría utilizado fueron las de oficiales que actuaron bajo las órdenes de Bolívar: Henri Lafayette Ducoudray, Gustavus Hippisley y William Miller, todos ellos extranjeros que ponen clara la ayuda que potencias europeas dieron a don Simón para triunfar en su propósito. Que, más que libertarios, eran funcionales a una Gran Bretaña deseosa de apoderarse de los mercados que a España se le escapaban de las manos y que les eran necesarios porque Napoleón se había adueñado de la Europa continental, aunque Gran Bretaña había conservado el dominio de los mares.

Marx da a Bolívar la débil posibilidad de defensa, pero no puede evitar el veredicto, “el Eterno Olvido, el Oblivion, aniquilando su recuerdo perpetuamente de todos los mundos posibles”. Pirillo resalta el lema que petrificará y derretirá la imagen de Bolívar: “Los mitos serán destruidos definitivamente”.

El mismo pensador y activista alemán no se salva de esto, ya que estas páginas ofrecen un retrato biográfico que lo muestra poco ejemplar en sus relaciones familiares y laborales, hecho que refuerza la hipótesis de la distancia entre su propio mito y lo real.

En el final Pirillo nos ofrece un luminoso y breve San Martín y desnuda otra de las claves de su libro: ha sido Miranda el verdadero libertador. Son Dante y Virgilio quienes le restituyen el lugar que Bolívar y la humana tendencia al mito le habrían conculcado.

Sin duda este libro de Victorio Pirillo merece ser leído, entre otras valederas razones para conocer las opiniones de Marx sobre las insurrecciones iberoamericanas, a las que despoja de méritos independentistas e interpreta desde la perspectiva de la lucha de clases. Nunca olvida que don Simón es un rico aristócrata mantuano que jamás resigna de tal condición que condiciona no pocas de sus acciones. Como el ajusticiamiento –don Simón no era renuente a las penas capitales, también masivas– de los insubordinados patriotas generales Piar y Padilla, quienes así pagarían también su condición de afrodescendientes.

Este buen libro se cierra con un interesante epílogo en el que el autor reflexiona sobre las circunstancias poco venturosas de nuestra castigada Iberoamérica, “esquema de cosificación impuesta y planificada”, aunque deja abierta la posibilidad de recrear “el hermoso e inacabado sueño mirandino”. Sería muy bueno que nuestros políticos lo leyeran y tuvieran en cuenta.

Pacho O’Donnell

CAPÍTULO 1 Quién fue Marx, el gran crítico de Bolívar

La conciencia vale por mil testigos.

Quintiliano

Toda frase breve acerca de la economía es intrínsecamente falsa.

Alfred Marshall

 

 

No le fue difícil encontrar un editor, y apenas firmó el contrato se entregó al trabajo apasionadamente. Su investigación debía salir a la luz, ser publicada, debatida, interpelada y discutida. Le entusiasmaba la idea de generar polémica, estar en boca de todos, hacer de su escrito un objeto controversial.

El tema era tan extenso como complejo y exigía una vasta erudición. Karl Marx –de él se trata– comenzó a estudiar, recopilar información, incluir notas al pie de cada página, al margen o donde existiera un lugar para tomar apuntes importantes, compilar hechos históricos y fundamentar sucesos. Con lápiz en mano y montaña de libros a su alrededor, durante meses leyó y resumió las obras de los economistas más prestigiosos; desde Sismondi hasta Andrew Ure, desde Jérôme-Adolphe Blanqui hasta Adam Smith y David Ricardo; pero las bibliotecas de Bruselas no contaban con el suficiente material que le permitiera explayarse cómodamente y a su gusto. Algunos de los libros y autores que habían escapado a sus lecturas pertenecían nada menos que a los economistas ingleses William Petty y William Thompson. Pero Karl en ese momento necesitaba ir directamente a la fuente; para eso, debía trasladarse a Inglaterra para estudiarlos y embeberse en el tema, hacer las cosas como corresponde, como a él le gustaba trabajar. No era un simple novato, y debía conservar su prestigio y su ganada reputación.

En el verano de 1845 ya estaba allí. Sabía que investigar un problema suele despertar otro, que la comprobación de un solo dato impone, en general, un esfuerzo de días y varias noches de insomnio. El tiempo pasaba, sus ojos recorrían ávidamente cada hoja, cada línea, cada palabra. Cuanto más estudiaba, más y más libros necesitaba. La búsqueda de información se hacía, al mismo tiempo que interesante, infinita, y Marx era un convencido de que podía escribir sobre el mundo entero y algo más, si cabe…1

–¿Hasta cuándo, Karl? ¿Hasta cuándo seguirás reuniendo materiales, juntando información? ¿Hasta cuándo seguirás agregando más notas a las notas? ¿Cuándo será el día que dejes de ir tras alguna pista o un ínfimo dato? –exclamaba casi constantemente su desaliñado amigo Friedrich Engels, un personaje algo indisciplinado y bastante nervioso. Con la extrema confianza que su amistad le confería, le imploraba poner punto final a sus lecturas a fin de que terminara su trabajo. Sabía que su amigo era un perfeccionista de esos que contarían las hojas de un árbol si las tuviera que dibujar, pero para Marx el hasta cuándo no existía. De todas formas, todos los que lo conocían sabían que él no leía con liviandad y simpleza, sino que, por el contrario, convertía su lectura en un método. Analizaba con extrema atención lo que estudiaba, reflexionaba y volcaba en cientos de apuntes sus propias opiniones. Su impecable esfuerzo siempre se reflejó claramente en un trabajo científico como método en sí y herramienta de labor.

Para comprender lo que explico, es bueno embeberse un tanto de su tesis doctoral titulada “Diferencia entre la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro”, texto donde demuestra su concepción materialista y atea; todo un desafío profundo, como era su costumbre. En mi humilde entender, Marx utiliza allí el llamado “método crítico” como instrumento para exponer científicamente cualquier procedimiento que poseyera un vínculo con el ciclo histórico que correspondiera. Asimismo, tenía como hábito resumir detalladamente todas las citas, revelando siempre el origen de la información. No lo creerán, pero es cierto que recolectaba un material grandioso, gigantesco: para cada uno de sus trabajos acumulaba biografías, resúmenes, borradores, y a la vez diseñaba un índice detallado de toda la información, volcándola y clasificándola sobre un manuscrito original. Un afamado seguidor, llamado Vladimir Ilich Ulianov –popularmente conocido como Lenin–, supo decir de él: “Todo cuanto ha sido creado por la sociedad humana fue sometido por Marx a la prueba de la crítica, sin que ni un solo punto escapara a su atención”.

Pero caigo en la cuenta de que no me he presentado a mis lectores. Es hora de hacerlo. Mi nombre es Victorius Rillopi y, por circunstancias que sería ocioso relatar aquí, fui testigo de los extraordinarios sucesos que describo en este libro. Con la misma minuciosidad y autoexigencia que observé en Marx, tomé nota con extrema fidelidad de todo aquello que vuelco en estas páginas. Incluso me he permitido ceñir alguna bibliografía extra a la mencionada por Karl, con la certeza de que los lectores sacarán provecho de ella. Ahora seguiré con mi narración.

Las noches de Londres: tabernas, escritos y Marx

Mientras tanto, lejos de ese ambiente de libros y polvo, tinta y papel, súplicas y perfeccionismo, mi vida como eventual y circunstancial actor transcurría entre los sujetos más deleznables y marginales de la ciudad, sorteando casi constantemente las situaciones más caóticas y accidentadas con las que hasta ese entonces me había topado.

En aquel tiempo, en Londres existía prácticamente una fonda por calle, lo cual acrecentaba más que lo normal el olor a ron y cerveza. Sus consumos en exceso lograban desatar los conflictos marginales generados siempre por entes iracundos y buscapleitos que saturaban las callejuelas de aquella localidad, antesala de una zona populosamente fabril.

Una noche, caminando sin rumbo y viendo que la lluvia constante de la ciudad nuevamente se acercaba, encontré refugio en una de esas tantas tabernas mugrosas que se mimetizaban con el paisaje triste de aquella húmeda y nublosa metrópoli. Formaban parte de ese pictórico cuadro los ebrios perennes que se disputaban sus fantásticas historias al lado de sus inseparables vagabundos fastidiosos. Las tabernas estaban colmadas de viciosos, pero ni a mí ni a mi inagotable sed nos importó. Sabía que este tipo de antros, comúnmente frecuentados tanto por salvajes como por académicos, albergaban también como imperdible atractivo a los personajes más poderosos de la política inglesa de todos los tiempos.

Quise saber con qué y con quién me encontraría esa noche. Elegí una famosa bodega popularmente conocida con el nombre de The Puke (“el vómito”); apenas ingresado, me dispuse a sentarme ante una maltrecha mesa, empujado por la sed extrema que hasta ese momento se había constituido en mi única y fiel compañera. Encerrados entre paredes de piedras totalmente transpiradas y llenas de musgo, lugar por cierto sombrío, cubierto por una luz tenue, sórdido barullo, pestilente olor y muebles quejosos, los hombres que allí estaban podían, según sus convicciones, resolver en un santiamén los problemas del mundo entero. Una vez sentado, hice marchar mi primera vuelta de ron; a continuación, como para sobrellevar el tiempo, decidí ponerme a jugar internamente en adivinar quién de todos los horrendos clientes allí presentes sería el primero a quien el corpulento y mal hablado dueño de ese lugar, por fastidio, desechara con dirección a la calle. Acto seguido, bastó un pantallazo para distinguir a trabajadores de retorcidos académicos y a estos de holgazanes vagabundos, todos por cierto compartiendo la misma y maloliente madriguera.

Después de al menos cuatro rondas, el griterío del ambiente ya empezaba a molestarme. Entre vómitos, eructos hediondos de alcohol y manchas de orín que alteraban los pantalones de muchos de los allí presentes, surgió de entre las mesas un individuo totalmente ignoto para mí. Lo miré fijamente y de pronto, usando una silla como escalera, el desconocido trepó con brío a una mesa temblorosa. Los hombres que gritaban en sus conversaciones infinitas, ahora ante tal escena optaron por callar, parados y apretujados.

El rostro del desconocido era alargado debido a su pronunciado mentón, sus ojeras verdosas remarcaban unos ojos oscuros, y su cuerpo era lo bastante robusto. El pelo, notoriamente grasoso y despeinado, quedaba inmóvil a pesar de que sus movimientos eran muy bruscos. Al verlo parado allí, tan ridículo como imponente, la taberna enmudeció, los muebles dejaron de chillar y los vasos de brindar sin sentido.

Tenía una presencia imponente y, arrojando un negro capote a sus adláteres, se dirigió a la multitud que, expectante, fijó su mirada en él: “Quiero aclaraos que poseo grandes dotes retóricas”, dijo. Acto seguido, emulando a un excelente orador llamado Alberto V. Fernández –autor del libro Arte de la persuasión oral–, dijo: “Sepan que no hay discurso oratorio sin razonamiento caluroso, sin la palabra con lirismo; porque la palabra con lirismo exalta los corazones cuando la mente disciplinada controla las emociones”. Se desprendieron aplausos y, producido un inesperado silencio, continuó: “Soy un acérrimo defensor de la propiedad privada, pero también un convencido de que el objeto de la economía no es la riqueza sino el hombre que se sacrifica en su producción y disfruta con su consumo”. De inmediato su arenga fue interrumpida y se oyeron fuertes ponderaciones, los trabajadores sonreían y sus ojos ahora brillaban. Continuó su soflama por largo tiempo; era más que evidente que poseía un dominio cabal de la expresión oral.

La forma en que transmitió sus ideas y sentimientos tan profundos con tanta precisión y exactitud me hizo entender que ese hombre poseía claros conocimientos en el arte de la oratoria, pues logró captar la atención del patético público al que se dirigió como si se tratara de una multitud que abarrotaba el teatro Real Drury Lane. El estímulo que generó en mi corazón fue tal que sus palabras me conmovieron más por pasión que por razón. Instintivamente me convertí en un aplaudidor entre tantos otros y brindé con una alegría excesiva; quizá el alcohol también ya estaba haciendo su trabajo en mí, como en tantos otros que allí se encontraban. Fue entonces cuando sentí que la muchedumbre se desvanecía; lo observé fijamente y pareció que quedábamos solos él y yo. Sus ojos me miraron pero sin verme, o al menos eso es lo que sentí; me convirtió ex profeso en su punto fijo como si fuera un repollo bermejo develando su poder escénico en aquel ambiente cuasiteatral. Ese hombre desarrolló una de las más impactantes piezas oratorias dirigida a oyentes semianestesiados por el alcohol etílico. Absorto mientras escuchaba su alegato, y sin esperarlo, recibí una fuerte y dolorosa palmada en mi espalda; luego el hombre gritó: “¡Silencio, dejadme escuchar!”. Su expresión era enérgica y clara, en medio de su barba larga llena de costras blancas y su calvicie pronunciada.

Quien me había palmeado la espalda, con un repentino hipo que interrumpía su lenguaje poco fluido y sacudiendo ahora mi hombro agregó: “El sabio Quintiliano con frecuencia afirmaba que el poeta nace y el orador se hace” –rio exageradamente y me empujó de modo guarango buscando mi aprobación. Rápido de reflejos, con una mueca en mi rostro que develaba fastidio y complacencia, consentí a modo de respuesta.

–La riqueza no es deseable por sí misma; una nación con mucha riqueza pero mal repartida, con unos pocos ricos y una gran mayoría de pobres, es un país pobre, por mucha riqueza que tenga.

El disertante –que continuaba arriba de la mesa captando la atención de todos– ignoró por completo al viejo calvo y retomando la secuencia de su discurso prosiguió con ahínco y energía; nada ni nadie iba a perturbar su tan majestuosa alocución. Se oyeron más aplausos y fue la excusa oportuna para justificar la consumación de un nuevo brindis. El público exaltado comenzó a delirar. Entre tanto griterío, me animé a preguntar en voz alta quién era el que se ganaba mi total y absoluta atención, así como la de mis contertulios; debía saber el nombre de ese enigmático ser.

A mi derecha se levantó de su mesa otro personaje de cabello largo, sombrero en mano y saco polvoriento; con la mirada perdida de quien está ya vencido por el alcohol y con el orgullo de quien se cree popular, golpeó con su puño torpemente la barra dando risotadas, y sentí el desprecio de su mirada que intentaba evidenciar frente a los otros mi supina ignorancia.

Como siempre, a los golpes aprendí y, cambiando de actitud, me refugié en el sabio silencio; un silencio defensivo que de ahora en más sería mi más fuerte herramienta frente a este tipo de circunstancias.

–¡Ese es Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi! –me contestó el pelilargo, haciendo alarde de su circunstanciada superioridad.

Yo tenía algo de información sobre él, pero nunca lo había visto; ahora ya sabía quién era aquel conferenciante que captaba mi curiosidad y exaltaba mi interior.

Hijo de florentinos, como consecuencia de cierta inclinación calvinista, toda su familia y en especial su padre, hombre del clero, sufrieron castigos y persecuciones que los obligaron a refugiarse en Ginebra, ciudad donde nació Sismondi. La causa de tal maltrato había sido su libro Principios de economía política (1829), obra donde realizó una crítica al capitalismo industrial apartando la propiedad del trabajo y describiendo la situación del proletario industrial. Allí relató cómo los trabajadores eran salvajemente explotados en jornadas que se extendían de sol a sol y describió, entre otros males, la competencia feroz que existía entre los fabricantes que debían abaratar los costos disminuyendo el precio de sus productos, y trasladando así todo el peso de la crisis a los obreros, a quienes generalmente se les disminuía el salario. La Revolución Francesa había terminado con los antiguos gremios que fijaban el salario sobre la base del conocimiento laboral de la persona. Las fábricas no necesitaban mano de obra especializada, sino personas con mínimos conocimientos que abastecieran a las máquinas y acepteran bajos salarios; todo eso sin duda alguna mejoraba sustancialmente la competencia. Lo cierto es que nada de esto cambió hasta la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores en 1864. Sismondi pasaría gran parte de su vida preso por el solo hecho de defender sus ideas, no solo con palabras sino también con las armas. Luchó por la instauración de una república de características socialistas. Todas sus acciones y su pensamiento fueron siempre dirigidas casi en su totalidad a los trabajadores, mas estos nunca lo comprendieron.

El perseguido economista, viéndose develado en su identidad, continuó su arenga:

–Soy de los que sostienen que el intervencionismo económico es necesario. El proletariado, que es el trabajador que no posee propiedad, es el que asiste constantemente a las fábricas capitalistas con sus hijos. –Mirando a todos y estirando su cuello agregó–: sí, sus hijos, la prole, porque el interés privado no coincide para nada con el interés público, que es el de todos –de pronto tomó un palo largo y lo alzó–; aferrándolo fuertemente en su mano con puño en alto gritó–: ¡Debemos revertir esta situación tremendamente injusta construida entre los que tienen todo y aquellos como nosotros, que no tenemos nada!

La gente lo ovacionó y el lugar pareció hacerse más pequeño; volaron sombreros, algo de cerveza, más aplausos y, ayudado por algunos hombres sentados a su alrededor, saltó de la mesa al piso y dio por terminado de esa forma su discurso. Desde mi mesilla, lo aplaudí de pie frenéticamente.

–¡Se equivocan…! –increpó un seguidor y fanático de Thomas Robert Malthus.2 Este, muy enojado y haciendo también uso de la palabra, dijo:

–El número de organismos vivos, incluidos los hombres, sería restringido inevitablemente… –gritó el claro detractor de las teorías de Sismondi, mientras pegaba un guantazo fuerte en la barra. El hombre estaba, como el resto, muy borracho, pero sus palabras arrastradas mostraban que algo sabía, y expidió con suma confianza su opinión:

–¿Ustedes saben lo que es la catástrofe maltusiana? –Todos quedaron azorados y continuó–, pues sí, el nacimiento de nuevos seres será nuestra condena, los alimentos son inversamente proporcionales a la cantidad de personas y nacimientos; llegará un momento en que los recursos, por ser limitados, se extinguirán y como especie pereceremos –por momentos se detenía, hacía pausas largas, generaba intriga en todos nosotros–. Hablo del crecimiento de la población, que es desproporcionada en relación con la producción de alimentos. Las plagas, las guerras y el control de la natalidad sobre los pobres pueden ser la herramienta que sirva para la prosecución de la raza humana. Un hombre que viene a este mundo ya ocupado por otros, que se encuentran viviendo antes que él, si sus progenitores no tienen cómo alimentarlo o la sociedad no tiene cómo insertarlo en el mundo del trabajo u obligarlo a producir algo decente para el resto de la humanidad, no merece reclamar alimento alguno ni permanecer un solo segundo más aquí con el resto de los mortales. En el gran banquete que nos proporciona la naturaleza no hay cubiertos ni lugar posible para él. ¡Sí, compañeros y amigos, la naturaleza exige que se vaya!, por sus acciones de defensa naturales o por aquellas que realiza la humanidad, como las guerras o las pestes.

Sismondi permaneció sentado escuchando. El maldiciente de mi perfecto orador prosiguió desplegando sus teorías sin reparo:

–Amigos, sepan: los pobres se multiplican asquerosamente capturados por el vicio y su inmanejable instinto de reproducción, aun en las más abyectas condiciones de pobreza y miseria. Se replican producto de la irreflexión, la irresponsabilidad y el desquicio de los estados, que también son culpables por brindar a diestra y siniestra ayuda económica, humanitaria y subsidios a los pobres. –Su rostro comenzaba a desfigurarse, y mientras enunciaba estas palabras continuaba bebiendo y ofendiendo–. Estos costos nauseabundos deben ser eliminados, revirtiendo y dejando de lado esa política asistencial por algo que haga padecer, castigar y hacer sufrir lo más posible la perpetua holgazanería de los pobres, su dejadez y vagancia. ¡Sí! –gritó mirando al techo con ojos exorbitados–. Debemos implementar revisiones que regulen el crecimiento demográfico a través de cuidados preventivos, como los controles de natalidad, y propongo también “controles positivos” como las guerras; ¿saben por qué?, porque cuando la población no se ve limitada, actúa aumentando en progresión geométrica; los alimentos, por el contrario, no pueden aumentar geométricamente, sino aritméticamente. ¿Saben cómo se llama esto? Ley de los rendimientos decrecientes, es decir, los recursos naturales fijos son limitados con relación a la demanda de la población. Bajo ningún concepto la humanidad puede desarrollarse sin un control, ni dejar a la ligera que se produzca un crecimiento poblacional ilimitado en un mundo pequeño con recursos limitados. Seguir en ese sentido sin entrometerse, sin la implementación de políticas que impongan un control férreo sobre la natalidad, es firmar sin error y con certeza la sentencia que nos garantizará a largo plazo la autodestrucción de la raza humana.

Tomó el último largo trago que quedaba en su vaso y se apoyó en uno de sus compañeros de mesa. Pedí que me sirvieran una nueva ronda. Estaba agotado de tanto discurso y de aquel olor pestilente, el que junto al griterío ya empezaba a molestarme.

–Bueno, dijo, me he cansado ya y no pienso desasnaros más. Por último, aquí llevo conmigo un tesoro bien guardado. –Sacó de una alforja dos libros y se dirigió nuevamente a nosotros–. Para ustedes, alcornoques de Cambridge, este libro es de 1798 y está firmado con seudónimo, pero esta otra segunda edición ya lleva el autor impreso; su nombre es Thomas Robert Malthus y el de su obra, Primer ensayo sobre la población. –De esta forma finalizó su argumento. Supe de inmediato que se trataba de un admirador intransigente y exhaltado del escritor señalado, gran ilustrado británico que influyó en la economía política y la demografía. Aquel hombre, así como así, inhaló profundamente inflando su pecho, exhaló y a ritmo pausado por fin se sentó.

Los concurrentes de la mugrosa cantina, en señal de desaprobación, abuchearon a aquel personaje. Giré mi cabeza y pude observar con nitidez que, en un rincón oscuro, muy cerca de la salida, había una mesa completa de individuos en apariencia muy distinta, que se diferenciaban palmariamente del resto de nosotros. Lo cierto es que bruscamente y sin darme cuenta despertaron ansiosamente mi curiosidad, porque los noté muy distantes, como si no tuvieran nada que ver con el resto de los allí presentes.

De repente, en una reacción un tanto tardía, pasados algunos minutos de aquel intelectual escándalo, uno de ellos, alzando su voz y gritando como un marrano, contestó como pudo:

–¡Bah! Eso no tiene nada de nuevo, sobre ello han hablado muchos. ¿Has oído? ¡Muchos! Señores como Marx consideran esta teoría demográfica como un plagio superficial de literatos tan diversos como Giammaria Ortes, Richard Cantillon, William Petty, James Steuart, Arthur Young, Benjamin Franklin, Joseph Townsend, Otto Diedrich Lütken, Robert Wallace, Adam Smith, David Hume, Daniel Defoe, Alfred Russel Wallace… Ellos, contradiciendo a Malthus como ahora yo a ti, han postulado que el progreso en la ciencia y la tecnología permite el crecimiento exponencial de la población por tiempo indefinido.

De pronto, y como si un elemento contundente similar a una botella se hubiera estrellado en su cráneo, quien hablaba se desplomó por tierra y quedó inconsciente. Sus compañeros pidieron un médico mientras intentaban levantarlo, los ebrios de la taberna se dividieron entre los que reían y los que no entendían qué había ocurrido, los muebles se corrieron para darle aire al caído. Todo fue un gran barullo, caos y confusión, mas el alcohol pudo más y todos volvieron raudamente a sus copas, abandonando a su suerte a aquel pobre desgraciado.

Inesperadamente, un sentimiento de culpa se apoderó de mí y recordé que desde niños nos meten en la cabeza que la vida se vive sobre la base de obligaciones y responsabilidades. No se nos educa para ser libres, sino para depender de los otros de una forma enfermiza. Todo esto nutre un camino vicioso de desdicha donde la felicidad personal parece no ser importante. Pero como antídoto a tal negativo y tóxico proceso, pronto recordé que Karl Marx en Alemania había sido un aficionado a las bebidas alcohólicas; ese genio gozaba del maravilloso antecedente que lo sindicaba como un miembro activo y directivo de una sociedad de bebedores conocida bajo el nombre de Landesmannschaft der Treveraner (“Taberna de Tréveris”); a su vez, de igual forma me acordé de aquel publicitado reporte realizado por la policía alemana sobre Marx en cuya información, ficha o legajo de inteligencia figuraba lo siguiente:

 

Lleva una vida de intelectual bohemio […] son escasas las veces que se higieniza, esto comprende también su ropaje o vestimenta […] bebe con mucha asiduidad […] a veces por varios días no hace nada […] y otras, cuando el tiempo apremia y tiene mucha tarea, suele trabajar tanto de día como largas horas de noche sin dejarse vencer por el cansancio […] cuando a veces este último gana, se queda profundamente dormido totalmente vestido sobre un sofá […] y nada hace que lo despierte.

 

Las horas pasaron y decidí que lo mejor era ponerle fin a esa tormentosa y a la vez festiva noche, con la viva esperanza de buscar raudamente refugio en el silencio de mi habitación rentada, la que seguro me devolvería la tranquilidad que necesitaba para enfrentar con éxito una nueva jornada, que por cierto ya llevaba unas cuantas horas ganadas a aquella incipiente madrugada.

El tiempo siempre gana la partida: perfil e intimidad de Marx

La calumnia es hija de la ignorancia y hermana gemela de la envidia.

Johann von Goethe

 

Aunque a Marx algunos capítulos no lo dejaban satisfecho, había que decidirse a terminar el libro de una vez: su editor Karl Leske se lo reclamaba, pues la atmósfera política del momento era favorable.

Pero Marx supo resistir la doble impaciencia del editor y de su amigo Engels. Escribir sobre un asunto cuya bibliografía no dominaba a fondo le parecía una inmoralidad; entregar al público una obra que solo a medias mereciera su propia aprobación lo hubiera cubierto de un oprobio irreparable. Él guardaba su prestigio de filósofo, periodista y sociólogo con gran recelo, por eso sus seguidores admiraban sus escritos, los vastos documentos que analizaba, las estadísticas que estudiaba e interpretaba eran garantía de una información clara y precisa. En vano reprochaba Leske y en vano apremiaba Engels; Marx haría siempre lo que correspondía y a su debido momento; ni antes, ni después.

Inmerso como era costumbre en una montaña de papeles, Marx continuó buscando, socavando, sordo a todo y a todos. En julio de 1845, cuando el calor agobiaba y el sol calentaba los puentes de Londres, debió aparecer en dos volúmenes Una contribución a la crítica de la economía política, pero no fue así. Recién catorce veranos después se publicó únicamente la introducción a esa obra, dos años más tarde de que se editara, para sorpresa de muchos, el primer volumen de El capital en el otoño de 1857.

Marx no estaba todavía satisfecho. Engels, por su parte, pensaba que el gran Karl era un profesional en todos los ámbitos; lo admiraba intensamente. Aunque lo alterara su extrema paciencia, le toleraba todo porque sabía que era el mejor.

Quizá fue el azar, tal vez no; lo cierto es que Marx fue contratado nada más ni nada menos que por el director del New York Daily Tribune,3 Charles Anderson Dana, para confeccionar un trabajo sobre líderes y libertadores americanos para ser publicado en The New American Cyclopaedia. Para esta labor Dana convino con la dupla de amigos, Karl Marx y Friedrich Engels. Marx confeccionó una muy completa obra sobre Simón Bolívar a pedido de la editorial, titulándola “Bolívar y Ponte”. Contundentes hallazgos históricos llevaron al gran pensador, conforme pruebas acumuladas y también su convicción, a llamar a Bolívar –siempre entre comillas– “el libertador”, “el verdadero Soulouque” (por el emperador haitiano Faustino Soulouque) o “el Napoleón de las retiradas”.

Pero en ese período, a pesar de estar enfermo, todo su esfuerzo iba dirigido a terminar aquella que sería su obra póstuma, para la cual leyó más de 1.500 libros. Su actividad se vio vinculada con alegría mucho más a la mía, cuando el 28 de septiembre de 1864 en el Saint Martin’s Hall de Londres quedó fundada la conocida por todos como Primera Internacional.

Sin duda alguna, Marx fue un hombre que podía interactuar con la comunidad científica. No se cansaba de repetir: “La ciencia no debe ser un placer egoísta, los que saben deben poner siempre su conocimiento al servicio de la humanidad”, “Soy ciudadano del mundo y actúo donde quiera que me encuentro, mi opinión va siempre dirigida a favorecer el triunfo de la clase trabajadora”.

Para la concreción de su trabajo acostumbraba frecuentar un lugar conocido como “centro de reuniones” situado en Mailand Park Road. Allí era común encontrar periódicos, libros, manuscritos, boletines oficiales, cartas. En su casa destacábase un pequeño escritorio, ubicado frente a la chimenea y al costado de la ventana, un sillón y un sofá de cuero en el que solía descansar algunas horas. A parte de los libros, decoraban la habitación algunas pipas, tabaco y fotografías de sus seres queridos, en particular las de sus tres hijas y alguna que otra de amigos. Entre tanto engañoso desorden, él tenía su orden, y dentro de este apilaba los libros no por su tamaño sino por su relación y vinculación con la labor que realizaba. Así, papeles de aquí o escritos de allá conjugaban un hermoso ballet que brincaba al antojo de sus reflejos cerebrales e inclaudicable inspiración. Acostumbraba a señalar mediante risotadas y con voz grave: “Los libros son mis esclavos y están obligados a servirme según mi voluntad”.

Su contextura física lo mostraba ante los demás como un hombre alto, ancho de hombros, bien dotado de piernas; poseía un pecho pronunciado y profundo, una larga columna, ojos negros, cejas pobladas y ceño de viso maléfico. Era un fumador empedernido y disfrutaba del tabaco en sus horas de trabajo o en sus esporádicas caminatas, en especial junto con su familia los domingos, cuando comúnmente salían desde su domicilio en Deanstreet hacia el cuasi salvaje, natural y placentero sitio de Londres conocido como Hamstead Heath. Su inseparable compañera de lucha y esposa Jenny von Westphalen, nacida en Prusia, escritora y pensadora política, fue un gran bastón y pilar de apoyo durante casi toda la vida del economista, sociólogo, filósofo, intelectual y periodista. Ella murió un poco antes que él.

Cuentan que en esos paseos siempre se encontraba con mendigos de quienes desconfiaba sobremanera. Por aquellos tiempos en Londres el pedir limosna se había transformado en una labor muy lucrativa. Ante estos repetía en voz baja: “La mendicidad en Londres ha tomado un carácter profesional, pues se ha convertido en un oficio”. Guardaba cierto rencor principalmente contra aquellos que trataban de engañarlo mediante la ingeniosa exhibición de sus dolores o de sus enfermedades artificiales; en cierta forma veía este hecho como una estafa a la pobreza.

Un amigo en común que lo conocía en su intimidad, llamado Paul Lafargue, recuerda de Marx las características que lo distinguían del resto y daban férrea credibilidad a sus meticulosos trabajos. Así lo describía:

 

Él captaba los objetos, no solo veía la superficie, sino lo que estaba por debajo de esta, examinaba todas las partes integrantes en su acción y reacción mutua, aislaba cada una de estas y rastreaba la historia de su desarrollo. Luego pasaba del objeto a su ambiente y observaba la resistencia o respuesta de uno sobre el otro. Buscaba el origen de la esencia, los cambios, evoluciones y revoluciones que había atravesado, y procedía finalmente a sus efectos más remotos.

No veía una cosa singularmente en y para sí aislada de su entorno, sino un mundo muy complejo en constante movimiento. Su intención era desenvolver todo ese cosmos en sus numerosas y siempre variantes acciones y reacciones […] él nunca se sentía satisfecho de sus obras, constantemente efectuaba en ellas interminables correcciones. […]

Marx fue siempre extremadamente meticuloso con su trabajo, nunca dio un dato ni una cifra que no fuera respaldada por las mejores autoridades. Jamás se sintió confiado con información de segunda mano; persistentemente iba él mismo a las fuentes, por tedioso que fuera este procedimiento […] Para confirmar el menor dato se apersonaba generalmente en el Museo Británico y consultaba todos los libros posibles […] sus críticos nunca lograron probarle que fuera negligente ni que basara sus argumentos en información que no hubieran sido objeto de una estricta comprobación. […]

Solía leer a autores poco conocidos, a quienes constantemente citaba. Un ejemplo vivo de ello es El capital; la monumental obra contiene tantas citas de autores poco acreditados que podría pensarse que Marx deseaba hacer gala de su infinita ilustración.

Era por demás detallista, desde el punto de vista literario como desde el punto de vista científico […] nunca hablaba de algo que no hubiese estudiado con detenimiento concienzudamente […] no publicaba una sola obra sin haberla revisado repetidas veces […] nunca dejaba inconclusos sus manuscritos pues ante esa posibilidad prefería, según él, quemarlos.4

 

El gran Museo Británico era su mejor pasatiempo; también lo era su biblioteca personal, que contaba con más de mil volúmenes. Era extremadamente metódico: se levantaba entre las ocho y las nueve de la mañana, gustaba tomar café negro y amargo, e inmediatamente comenzaba su labor. No era amante de almorzar. Dormía algún par de horas a la tarde y prontamente retomaba su actividad hasta las dos o tres de la mañana. Sus libros y apuntes estaban llenos de anotaciones con lápiz y muchos subrayados con destacadas llamadas, costumbre que llevaba a la práctica para ubicar con facilidad lo interesante y notable de la obra consultada.

Su memoria era admirable; acostumbraba a retener textos enteros y hacer citas de autores en fraseología o versos. Así desfilaban por su mente William Shakespeare, Esquilo, Brums –el creador de la escala que evalúa los estados de ánimo, conocida por su apellido–, Goethe, Heinrich Heine, Cobbett, Dante Alighieri, Cervantes, entre tantos otros.

Su forma de descansar era suspender la lectura y el trabajo que venía realizando; acto seguido, se dirigía a otro sector donde de inmediato cambiaba de autor y volvía a leer. Así describe su método el también infatigable trabajador Georges Cuvier, el barón de Cuvier, quien tenía una serie de habitaciones preparadas para él en el Museo de París, del que era director. Además de sus libros de estudio, era común verlo leer, decía Cuvier, dos o tres novelas al mismo tiempo, un apasionado sin duda alguna de Cervantes, Henry de Kock y Paul de Kock, Charles Lever, Henry Fielding, Alejandro Dumas y tantos otros.

Leía en varios idiomas y era propenso a aprender con facilidad aquellos que no conocía. Además de su lengua natal, el alemán, entendía perfectamente inglés y francés. Entusiasmado con los autores rusos, aprendió este difícil idioma en menos de un año y pudo leer a Nikolai Gogol, Mijaíl Yevgráfovich Saltykóv-Shchedrín, Aleksandr Pushkin.

Profesaba una profunda admiración por Isaac Newton y sentía un enorme placer por las matemáticas. En ellas se refugió ante la grave enfermedad de su esposa cuya atención no le permitía desarrollar su habitual tarea de escritor. Pero Marx, invencible a todo, escribió una obra maestra de cálculo infinitesimal que constituye su base en el álgebra, la trigonometría y la geometría analítica incluyendo dos campos principales; el cálculo diferencial y el cálculo integral relacionados por el teorema fundamental del cálculo. Insiste el médico cubano, periodista y yerno de Marx, Lafarge: “Su procedimiento de trabajo le imponía con frecuencia tareas cuya magnitud difícilmente pueda imaginar el lector […] si uno observa El capital y analiza las veinte páginas que sobre legislación fabril contiene, esto solo le demandó una investigación que lo obligó a revisar toda una biblioteca de blue books5 con detallados informes realizados por inspectores fabriles de Escocia e Inglaterra […] en el prefacio de El capital homenajeó sobremanera la labor de los peritos fabriles, calificándolos de imparciales, incorruptibles e intransigentes”. También estos fueron utilizados por Engels para escribir La situación de la clase trabajadora en Inglaterra, publicado en 1845.

Era extremadamente culto. Estudió Derecho en la ciudad alemana de Bonn. Para 1841 alcanzó su doctorado en la Universidad de Jena. En 1843 decidió trasladarse a la capital de Francia, metrópoli en la que empezó a ejercer cierta actividad participando de lleno en el periódico socialista Anuarios Franco-Alemanes. Fue allí, en París, donde conoció a Engels el 28 de agosto de 1844 en el café de La Regence; a partir de entonces ambos generaron una gran amistad personal y fortalecerán sus afinidades.

Tanto Marx como Engels fueron verdaderos revolucionarios, sus acciones fueron siempre tendientes al derrocamiento de la sociedad capitalista y sus instituciones, principales causantes, para ellos, de la desgracia de la clase trabajadora. Todas sus energías estaban puestas en esclarecer y crear conciencia a través de la lucha del proletariado.6

En 1844, cuando conoce a Engels, le atrae su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra. Solo cuatro años después, en 1848, publican juntos el Manifiesto del Partido Comunista, donde entre otras máximas afirmaban:

 

La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de las lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros, artesanos y jornaleros, en una palabra, opresores y oprimidos, en lucha constante, mantuvieron una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada; una guerra que terminó siempre, bien por una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la destrucción de las dos clases antagónicas…7

 

Debido al tono crítico de los Anales Franco-Alemanes y a la actividad de Marx vinculada a ciertos grupos considerados radicales, las autoridades francesas decidieron expulsarlo. Marx encuentra refugio en Bruselas. En esa ciudad tenía por costumbre visitar la biblioteca del pueblo de Bouillon, la biblioteca nacional y la biblioteca real, pero también se regocijaba dando vueltas alrededor de la pequeña estatua de Manneken en la que un pequeño niño de bronce desnudo orina en el cuenco de la fuente. Bruselas era en sí una ciudad encantadora, pero en materia bibliográfica no poseía todo aquello que Marx por aquel entonces necesitaba. Además, las cosas allí tampoco serían de maravilla y en poco tiempo el gobierno belga terminará prohibiéndolo y expulsándolo.

Una nueva esperanza surge en él y decide volver a la ciudad de París; allí permanecerá corto tiempo; pronto decidirá trasladarse a la ciudad alemana de Colonia. Una vez reinstalado en esa ciudad, no es bien recibido y, al poco tiempo, obsesivamente perseguido por las autoridades, es nuevamente expulsado. De pronto pone su mirada y su cabeza en la ciudad de Londres, a la que se dirige previo paso nuevamente por la siempre hermosa y encantadora París.

Para casi todos sus cometidos no dejaba de recurrir a su amigo Engels, como bien lo muestra la correspondencia entre ambos. En una de esas cartas Marx le expresa a su amigo en 1851:

 

Necesito dinero para la compra de un libro […] necesito imperiosamente adquirir la obra de Maclaren referida a Historia de la circulación monetaria, por falta de capital me veo en la obligación de recurrir a ti, mi amigo; no creo que aporte nada nuevo para mí […] pero mi conciencia de teórico no me permite seguir escribiendo sin conocer el original en profundidad y para ello necesito tenerlo en mis manos.

 

Londres le dará cobijo; allí vivirá y morirá sentado en su sillón y es allí, en los brazos de este, donde eligió el 14 de marzo de 1883 dormirse para siempre.8 Engels dijo en su entierro:

 

Marx ha muerto; y ha muerto admirado, adorado, llorado por millones de obreros de la causa revolucionaria, como él, diseminados en Europa y América; desde las minas de Siberia a California; puedo aventurarme a decir que si tuvo muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a través de los siglos y con él su obra.

 

Sus amigos lo describen como demasiado grande y demasiado fuerte para ser vanidoso y destacan su honestidad; afirman que jamás ha habido un hombre más veraz que Marx, a quien consideraban la verdad encarnada.

Los detractores de Marx

Cuanto más hacía, más enemigos tenía, quienes con envidia ingobernable repetían a diestra y siniestra: “Marx fue el dilapidador de la fortuna de su esposa…”, “Marx tenía una empleada doméstica a quien siquiera le pagaba, y además abusó de ella misma y la dejó embarazada; nacido el vástago, obligó a su mecenas Engels a reconocerlo como suyo y evitar así un conflicto con Jenny y un escándalo gigante de inexorables connotaciones sociales…”, “Marx era un recalcitrante machista; como lo demuestra la carta en la que escribió: «Mi esposa desgraciadamente ha dado a luz una niña»…”.

Paul Lafargue, amigo de Marx y esposo de su hija Laura, en vinculación con este tema solía afirmar que, en relación con el sexo de su hija Aveling, Marx indicaba que su mujer lamentablemente una vez más “se había equivocado”.

Marx, seguían sus detractores, era un padre indiferente que condenó a su familia a una vida llena de privaciones. Un triste ejemplo de su miseria lo grafica la muerte de su pequeña hija de tan solo un año, Francisca: la familia Marx no tenía un solo centavo para afrontar su entierro. El mismo Marx relató el hecho:

 

Cuando murió la pequeña, dejamos su cuerpecito sin vida en la habitación del frente e hicimos las camas en el suelo, los otros tres niños se echaron junto a nosotros y todos lloramos por el angelito […] un vecino generoso nos prestó dos libras y con eso pudimos pagar solo el ataúd […] no tenia cuna cuando llegó al mundo y durante mucho tiempo se le negó un lugar de descanso eterno.9

 

Fue muy conocido también su hábito de recurrir a las casas de empeño, dejando en garantía ropa de sus hijos y los pocos objetos de valor con los que contaba la familia.

Tuvo siete hijos en medio siempre de estas crisis, sustancialmente aliviadas por su benefactor Engels, a quien reconocía su constante asistencia económica, por ejemplo, en una carta del 25 de octubre de 1866 enviada a su amigo Ludwig Kugelmann.

Los maldicientes de siempre le reprochan el hijo extramatrimonial concebido con Helen Demuth (“Lenchen”), el ama de llaves del matrimonio Marx, que se alojaba en la misma casa, en una habitación muy pequeña situada en el lado trasero de su morada. Helen llevaba adelante casi todos los menesteres del hogar. Ella dio a luz a un varón, que de inmediato fue consagrado bajo el nombre de Henry Frederick Demuth. Para mal de males, en el certificado de nacimiento del niño quedó misteriosamente en blanco el nombre del padre del infante.

La situación, por cierto muy incómoda para Helen y los Marx, generó conflictos en el seno de la familia y puso a Karl bajo la mirada inquisidora de amigos y extraños. El niño tiempo después fue dado en adopción a una familia apellidada Lewis, adoptando luego este como nombre completo el de Frederick Lewis Demuth. Pero esto no alcanzó para que los enemigos de Marx esparcieran todo tipo de maledicencias contra él y su familia; principalmente contra Helen, Jenny y obviamente contra Marx, a quien sindicaban como padre.

“Mis detractores”, contraatacaba furioso en otra correspondencia el germano, “ahora no se contentan solo con mi persona, han adquirido una nueva y cruel forma de lastimarme en lo más profundo de mis sentimientos, embistiendo a mi familia descargando toda su ira y frustración sobre la intimidad de mi hogar”. Al respecto, en otra carta fechada el 2 de agosto de 1851 dirigida a su seguidor Joseph Weydemeyer; visiblemente molesto, Marx le escribe lo siguiente:

 

Ante todo quiero aclararte que he decidido tomarme en broma todo este juego sucio, no permito ni un instante que interfiera en absoluto en los objetivos que me he propuesto […] pero en lo que respecta a mi querida Jenny es su salud lo que me inquieta y el impacto sobre ella que puedan tener todas estas cuestiones que la tienen muy a mal traer, provocando que viva atormentada por todo cuanto se dice respecto del dilema doméstico en que se me involucra.

 

Su amigo, ante el aumento imparable de los chismes más crueles, le responde: “Pero, Karl, no negar tales dichos o no salir a enfrentar tal situación es aceptarlos como irrefutables, es confirmar como cierto un hecho que yo me aferro a creer como algo infame, bajo e irreal”. Marx solo contestó: “¡Allá ellos!”. Pero ello no evitaba en lo absoluto su descrédito, y eso en el fondo lo lastimaba.

Por otro lado, las dos mujeres, Jenny y Helen, seguían viviendo en el mismo hogar. ¿Simulaban buena relación, o tapaban ambas el escarnio de la confirmación? En una carta dirigida a Engels fechada el 31 de marzo de 1851 Marx afirma:

 

A pesar de todo el evento que rodea a un nuevo nacimiento, mi señora sigue muy enferma quizá más por cuestiones que la afectan, de carácter doméstico, conocidas vulgarmente como padecimientos del alma, que por dolencia física […]en mi hogar ha ocurrido un hecho que me obligo a no reproducir […] pero estoy metido en un descomunal barullo […] lo acontecido ha habilitado a mis detractores para que arrojen cantidades de baldes de estiércol sobre mi honra y mi persona […] no puedo escribirle sobre tal hecho, mas necesito imperiosamente apartarme de este sitio como sea algunas semanas […] por lo tanto, le adelanto que puede que vaya a visitarlo en cualquier momento.

 

Mientras tanto, quien más fustigó a la familia y cargó sus tintas sobre este escandaloso acontecimiento fue el historiador alemán Werner Blumenberg. A este ser sin luz, tanto le obsesionó el tema de la infidelidad y supuesta paternidad de Marx sobre Frederick Demouth que años después de las muertes de Karl y de Engels, buscando sin descanso develar lo que al parecer en su vida constituía toda una intriga, halló “por casualidad” en una pila de papeles una carta escrita a máquina, de dudosa autenticidad, fechada el 2 de septiembre de 1898, en el denominado Instituto Internacional de Historia Social de la ciudad de Ámsterdam, cuya autoría mayoritariamente se atribuye a Louise Freyberger, la empleada doméstica de Engels. Allí creyó encontrar cierta confirmación sobre el tema que tanto le inquietaba respecto de la paternidad de Marx y el hijo de Demouth. También Ralph Buultjens no se priva de participar de tal polémica. Según Buultjens, el ama de llaves de Engels “relató” lo siguiente:

 

El señor [refiriéndose a Engels], quizá a sabiendas de que ante él se encontraba ya a muy pocos pasos reclamando su cuerpo, y un tanto impaciente, la muerte […] como pudo y a su forma tomando mi mano me confirió una revelación referente a la progenitura de Freddy Demuth hasta ese entonces asociado a él consanguíneamente […] él, muy debilitado, dijo: “¡Freddy no es mi hijo, es hijo de Karl Marx!”. Después de tal revelación se hizo un sepulcral silencio, el hombre suspiró y pude ver en él un gran alivio, y a continuación indicó: “Esto no lo hago para trasladarle a usted semejante lío, procedo a instancias de un formal pedido de la hija menor de Karl, la señora Eleanor”.10

 

Por otro lado, su gran amigo y exegeta Samuel Moore sería uno de los pocos privilegiados de recibir la misma confesión. El traductor de El capital y del Manifiesto del Partido Comunista procedió en persona a transmitir tal revelación a Eleonor; a quien le dijo:

 

Engels me pidió que te diga a ti, querida, lo que hace tiempo vienes reclamando; la verdad; sí, la verdad sobre la paternidad de Freedy, hoy, para bien o para mal, conforme me lo pidiera Engels he de liberarte de tal carga y angustia; él me ha dicho que te diga que Freedy es hijo de tu padre Karl Marx.

Engels, siendo soltero, asumió la paternidad para encubrir a tu padre, con ello evitó un gran escándalo que hubiere lesionado seriamente su prestigio y por sobre todo con ello protegió la integridad de la familia… Sé que es muy duro escuchar lo que te estoy diciendo, pero es la verdad que has buscado durante tanto tiempo y hoy no sé si para bien o para mal la has encontrado.

 

Cumplido esto, Moore volvió a visitar a Engels un domingo gris, ventoso y húmedo. El encuentro se produjo apenas un día antes de la muerte del gran activista, pensador y escritor. El mecenas de Marx, el que hizo posible que este pudiera sobrevivir sosteniéndolo durante casi cuarenta años, el que jamás se doctoró ni terminó sus estudios pero supo compilar y descifrar los ininteligibles resúmenes de Marx ayudado paradójicamente por la madre de Frederick, Helene “Lenchen” Demouth, quien descubrió el manuscrito con el que Frederic pudo armar el segundo tomo de El capital recopilándolo junto al tercero; el que tantos fraudes fiscales cometió con las empresas de su millonario padre no para favorecer a estas sino para financiar sus locuras y proezas intelectuales y las de Marx; el que terminó en su lecho, muy deteriorado físicamente por un cáncer de laringe; el que hizo tanto a cambio de tan poco, ante su amigo y la hija menor de Marx ratificó la tremenda noticia que Eleanor hasta ese momento, por diversas razones, se había negado aceptar. Ahora no había lugar para la duda: Frederick Lewis Demuth era su hermano.

Los amigos Phaender y Lessner, únicos confidentes que sabían también tal verdad, revelaron el secreto ante ellos en igual sentido.

La obediencia y la disciplina gobiernan la relación con el padre

Karl Marx nació el 5 de mayo de 1818 en la ciudad de Tréveris, una villa que estuvo bajo el dominio francés desde 1794, pasando a manos prusianas en 1815. Está situada al suroeste de Alemania, en la región vinícola de Mosela. Es un pintoresco sitio fundado por los romanos; fiel testimonio de esta cultura son la Puerta Negra, el anfiteatro; los baños romanos y el puente de piedra que atraviesa el río Mosela.

Karl Marx es hijo de un prestigioso abogado llamado Herschel Mordechai, que mutó su nombre al de Heinrich Marx, casado con Henriette Presburg. Del matrimonio nacieron cinco mujeres y cuatro varones. La familia supo alojarse en una casa comprada por el padre situada en Simeonstrasse 8, luego de dejar su antigua morada de Bruckenstrasse 10, donde nació Karl.

Su árbol genealógico describe una familia de abuelos y tatarabuelos tanto por parte del padre como también de la madre. Todos fueron rabinos y obligados a practicar la endogamia por el casamiento entre hermanos.11 A diferencia de otros miembros de su familia, Karl no se dejará atormentar por los abusos de la religión. En la práctica rechazará por igual al judaísmo y al cristianismo.

Su padre, un renegado prusiano que rompió con las reglas y la tradición familiar para convertirse en un transgresor liberal, se inclinó públicamente y sin más al protestantismo. Esta concepción o modo de vida fue transmitida a sus hijos con total asentimiento de su esposa, quien no influyó para nada respecto de la ortodoxia religiosa que guardaron sus antepasados.

Tanto es así, que Karl se formó y estudió durante casi cinco años en un colegio jesuita llamado el Instituto Friedrich Wilhelm, cuyo director y profesor de historia fue un liberal kantiano llamado Wyttenbach. Allí el alumno se destacó en historia y en lengua alemana, a la que tradujo perfectamente muchos clásicos griegos. También recibió el bautismo y escribió una tesis de carácter religioso. Más adelante, a sus diecisiete años, cambia su visión: comienza a creer férreamente que el hombre no debe trabajar para Dios sino para la humanidad.

Fue un joven y conspicuo activista, formando parte de una asociación prohibida llamada Traverienses, de la que resultó electo presidente.

Por aquel entonces el perfil social de Karl lindaba con lo pendenciero; acusado de ser un muchacho de armas llevar, alborotador, ebrio consuetudinario y un desafiante sistemático a los hábitos de un círculo cuasi selecto, donde era muy común batirse a duelo.

Pero no todo era violencia en él; también había espacio para la poesía. En este sentido, formó parte de una agrupación denominada Círculo Poético. Pero, a decir verdad, no era muy afecto a las bucólicas y mucho menos a las canciones. Pese a todo, cultivó la escritura poética y autorizó –aunque no muy convencido– la publicación de algunos de estos textos en la revista Almanaque de las Musas, en particular las compuestas cuando brillaba su amistad con Adalbert von Chamisso,12 poeta y botánico autor de La maravillosa historia de Peter Schlemihl en la que un hombre vende su sombra al diablo; publicaban también otros genios literarios, filósofos e historiadores como Friedrich Schiller, autor de Los bandidos, una obra antiautoritaria. Otras labores poéticas, en cambio, se las entregó como obsequio a su padre y a su novia Jenny. Para Karl no tenían valor literario alguno.

A modo de consejo, su padre le escribirá: “No te apresures a publicar; solo lo importante, lo de extrema calidad sobresale del montón; y tus poemas se encuentran según mi criterio allí, dentro de ese montón donde afortunadamente se perderán para siempre. Tu padre que te ama”.