Sin habitación propia - Carla Fibla - E-Book

Sin habitación propia E-Book

Carla Fibla

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«[Las autoras] con este trabajo vencen la indiferencia social que demasiadas veces, junto a la resignación, parece la norma de nuestro tiempo. Después de leer este libro se respira de otra manera y nuestra mirada alcanza otros horizontes». Del prólogo de Pilar del Río. En Sin habitación propia, seis periodistas abordan el problema del sinhogarismo femenino en distintos países a lo largo del globo, desde China hasta Estados Unidos. Esta media docena de artículos recoge los testimonios de mujeres a las que el sistema en muchos casos ni siquiera reconoce, mujeres sin casa o que viven en lugares a los que es imposible llamar hogar. Sin habitación propia es un nuevo título de la colección Compromiso de LIBROS.COM, en la que colabora la Fundación "la Caixa".

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Primera edición digital: marzo 2022 Colección Compromiso Coordinación: Antonio Rubio Directora de la colección: Lula Gómez Composición de la cubierta: Juanma Samusenko Maquetación: Patricia Escolar Corrección: Ana Briz Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Lula Gómez (coordinadora), Carla Fibla, Eileen Truax, Laila Abu Shihab, Nuria Tesón y Dolors Rodríguez © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-189-1378-5

Sin habitación propia

Crónicas sobre mujeres sin hogar de norte a sur

Prólogo de Pilar del Río

Lula Gómez, Carla Fibla, Eileen Truax, Laila Abu Shihab, Nuria Tesón y Dolors Rodríguez

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Prólogo por Pilar del Río

Persiguiendo el sueño de un futuro mejor: mujeres sin hogar en China por Dolors Rodríguez

Dormir sobre una sábana o en un árbol de mango: el drama de las mujeres sin hogar en Colombia por Laila Abu Shihab Vergara

El verdadero sentido del mundo: mujeres sin hogar en Egipto por Nuria Tesón

«No tengo ni padre, ni madre, ni casa, ni clase social»: ¿dónde queda la Constitución para las españolas sin hogar? Por Lula Gómez

Un techo no es un hogar: el precio del sueño americano por Eileen Truax

Callejón sin salida en Sudáfrica por Carla Fibla García-Sala

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Pilar del Río

Tengo una habitación propia. Por azares de la vida tardé mucho en conseguirla, pero el día que descubrí que sobre mi mesa no habría otros papeles que aquellos que hubiera dejado antes y que nadie tocaría mi orden o mi caos, fui feliz. Recordé, como no, a Virginia Woolf y supuse que la historia había terminado. No pensé, y esa es mi culpa, en las mujeres que este libro retrata. No pensé en el mundo, pero el mundo ha llegado con este libro y ahora ya no podré abandonarlo, ni él me abandonará: lo que aquí se narra atrapa de tal manera que la compresión y la empatía se convierten en el mejor yo al que un ser humano puede aspirar. Sigo teniendo habitación propia, aunque ahora está habitada por la voces imprescindibles de quienes sostienen el planeta pese a carecer de todo. Son las protagonistas de este libro.

China, Colombia, Egipto, España, California, África del Sur son los escenarios visitados por seis escritoras que saben retratar lo que ven, y ven mucho. Cada una se ha encontrado con mujeres que no les abrieron sus casas porque no tienen, pero sí les contaron la desazón de ser, simple y llanamente, estadísticas de indigencia, de malos tratos y de abandono social. Son mujeres sin habitación propia, a veces con un sofá alquilado donde dormir y soñar con el retorno a la pobreza originaria, a veces guarecidas tras cubos de basura, a veces preguntándose quiénes son y a qué clase social pertenecen si no tienen patria, ni documentos, ni trabajo, si sus nombre han desaparecido porque nadie los pronuncia; y lo que no se nombra no existe. Son mujeres con historia e historias, que este libro cuenta con el respeto que las grandes causas reclaman.

Estas mujeres, muchas de ellas emigrantes, trabajaban en el servicio doméstico y disponían de salarios para mantener a sus hijos, normalmente cuidados por familiares a muchos miles de kilómetros. Vivían en China o en California, tenían un techo provisional, pero techo, y proyectos, hasta que de pronto llegó la Covid-19 y la pandemia las dejó sin empleo, sin habitación, sin compresas, sin posibilidad de regreso, sin asistencia social. ¿Dónde van, si no tienen adonde ir? ¿Qué hacen estas trabajadoras emigrantes con las ciudades cerradas? «Quédate en casa» decían los mensajes en las televisiones durante el confinamiento, pero no en todos los países se acondicionaron edificios públicos, iglesias, cuarteles o escuelas para dar cobijo a quienes de no tener nada pasaron a la nada absoluta, sin la posibilidad de la mendicidad, sin calles concurridas donde extender un paño y vender aguacates o mangas. La desesperación de esas mujeres sin habitación propia, sin trabajo, se narra con la rotundidad del testimonio.

También aparecen en las páginas de este libro los refugios de las personas sin techo, filas de camas preparadas para acoger temporalmente a mujeres que ya han pasado noches en parques o en casas en ruinas, escondidas de otros sin techo y, por fin, en esos dormitorios colectivos, consiguen cerrar los ojos como si estuvieran protegidas por un ejercito de ángeles. En los comedores que dan un plato caliente a los desahuciados, algunas mujeres sin habitación propia han conseguido empleo y han sentido que hacer sopa para tantos pobres era una forma de tener casa y familia. Otras, como Disney, sí tenía familia, hijos de padres y circunstancias distintas, hasta que una tarde, tras muchas horas de trabajo y de camino para llegar a casa, se encontró con el fuego: las lonas que había conseguido para hacer de techo, los colchones, los platos de plástico, todas sus posesiones ardieron por un cortocircuito de la deficiente red eléctrica de los suburbios de Bogotá. Disney y sus hijos volvieron al relente, a buscar en la naturaleza lo que el Sistema no les concede. «¿Cuándo te suicidas vas al cielo?» preguntaba Sherena con esperanza en la mirada. Sin embargo, las mujeres sin habitación propia que aparecen en estos retratos no quieren morir, algunas, tras haber experimentado todas las violencias, quieren estudiar, otras confían en que sus hijos sean médicos y curen, todas aspiran a la dignidad de un trabajo y reconocimiento legal, porque tienen nombres que deben ser conocidos, se llaman Li Wang, Disney, Yolvy, Mervan, Salma, Pilar Martínez, María Hernández, Margaret, Selma, Marie Joannie. Entre ellas hay quien nació en la calle, hija y nieta de mujeres sin hogar, otras fueron violadas y huyeron de sus entornos buscando la salvación que no encuentran, otra perdió al marido en una desbandada en África y nunca más lo volvió a ver, todas tienen voz, sus historias están llenas de matices, al hablar de sus vidas describen, aunque sin saberlo, la impiedad del patriarcado y de la ferocidad con que se organiza la vida y la muerte. La de ellas y la de tantas personas que el libro describe, porque estas páginas aportan datos de los distintos continentes, presenta estadísticas, se da cuenta de dinámicas políticas de oriente y occidente, se enuncian leyes internacionales y los cotidianos incumplimientos. Se habla de comportamientos despóticos y también de la poesía que a veces emana del dolor y de la soledad de las calles.

Las autoras pueden sentirse satisfechas: han contado, literariamente, la historia social de este momento. El libro se lee con ansiedad y con emoción, la piedad que estas paginas rezuman pasa a los lectores y lectoras con la naturalidad con que el sol entra en la habitación propia que Virginia Woolf animó a conseguir. Las escritoras Dolors Rodríguez, Laila Abu Shihab Vergara, Nuria Tesón, Lula Gómez, Eileen Truax y Carla Fibla García-Sala se merecen todo el respeto y reconocimiento. Con este trabajo vencen la indiferencia social que demasiadas veces, junto a la resignación, parece la norma de nuestro tiempo. Después de leer Sin habitación propia se respira de otra manera y nuestra mirada alcanza otros horizontes. Es decir, aumentamos nuestra dimensión de humanidad. Gracias.

Persiguiendo el sueño de un futuro mejor: mujeres sin hogar en China

Dolors Rodríguez

La Yung comparte alojamiento con sus compañeras de trabajo. El dueño del restaurante en Pekín les proporciona una litera en un piso donde conviven los trabajadores. Es el mismo acuerdo que tienen las masajistas profesionales de un salón de belleza femenino o que confirman otras mujeres que han emigrado a la capital en busca de un futuro mejor. El patrón suele ofrecer alojamiento y, si no lo hace, son las propias trabajadoras migrantes las que se organizan para conseguir una cama en la ciudad por el precio más bajo posible y así poder ahorrar la mayor parte del salario.

En el sur de China, en la región que se ha conocido como «la fábrica global», desde donde salen los productos que inundan las tiendas de todo el mundo, las empresas manufactureras, que trabajan para las grandes marcas de telefonía, electrodomésticos o moda, tienen en las propias instalaciones los dormitorios para los asalariados, siempre separados por sexo.

En China no hay gente sin hogar. Esta es la respuesta orgullosa que se repite de forma oficial desde la Administración y en todos los escalones sociales, pasando por profesores universitarios, hasta llegar a los comentarios casuales de amigos o vecinos.

Afirman con rotundidad que no existe ese problema que tanto se ve en las ciudades del primer mundo o en otros países más pobres de Asia. Y es cierto: la poca gente que se ve en las calles del gigante asiático viviendo como sin techo suelen ser personas con problemas mentales; la mayoría reciben algún tipo de atención de los servicios locales y, por descontado, la policía los controla.

En la desarrollada China, convertida en la segunda potencia económica mundial, no hay personas sin hogar, pero en cambio hay centenares de millones viviendo en infraviviendas, en espacios minúsculos, a veces insalubres, y sin privacidad.

Las mujeres emigrantes, un patrón que se repite en toda Asia, son las que tienen peores condiciones de vida. Compiten por trabajos con salarios más bajos, casi siempre en el sector servicios, y por ser mujeres están más expuestas a los abusos laborales y al acoso sexual en una sociedad muy patriarcal.

La gran diferencia de China es que los emigrantes no son extranjeros, son ciudadanos chinos. Es una emigración interna del campo a la ciudad y del interior a las zonas costeras más desarrolladas, donde las oportunidades de trabajo son mejores.

La covid-19 cerró las fronteras de China. Los turistas desaparecieron e incluso muchos residentes extranjeros que se encontraban fuera en enero de 2020 vieron cómo se les cancelaban sus visados y no se les permitía regresar. Pero anteriormente el Gobierno ya ponía muchas limitaciones para conseguir un visado de trabajo: los extranjeros eran bienvenidos en puestos cualificados o para crear empresas con socios chinos, pero no eran necesarios como masa laboral.

La emigración es autóctona, pero las estrictas normas de control de la población que mantiene el Gobierno convierten a los migrantes en ilegales en su propio país.

En China existe el permiso de residencia, conocido como hukou, que ata a sus ciudadanos al lugar donde nacen. Se instauró en 1958 con el objetivo de controlar la movilidad de la población en un marco de economía planificada. El Estado asignaba el lugar de trabajo, que iba unido a la vivienda y otros servicios.

A pesar de las reformas económicas, el sistema de hukou se mantiene. Eso quiere decir que los emigrantes no tienen acceso a los servicios de salud, educación, vivienda o ayudas sociales en las ciudades donde trabajan. Se encuentran en una situación de ilegalidad y la policía los puede «repatriar» a su lugar de origen. Además, el hukou es hereditario, y si estos emigrantes tienen hijos en la ciudad también serán ilegales, ya que su residencia es la misma que la de sus padres.

Y no es un problema residual, ya que no son pocos. El último censo nacional elaborado en 2020 contabilizaba más de 285 millones de emigrantes, una cifra que representa bastante más de la mitad de la población de la Unión Europea. Es una inmensa población flotante que vive desprotegida, pero que con su trabajo ha sido la gran artífice del progreso del país.

Durante cuatro décadas de desarrollo, China se transformó en el proveedor mundial de manufacturas y líder en exportaciones gracias a la gran masa laboral de trabajadores con salarios bajos. Las autoridades relajaron los controles y permitieron el aluvión de emigrantes del campo a las ciudades. La permisividad no fue acompañada de reformas. No se legisló para que estos emigrantes tuvieran derechos y de esta forma, el Gobierno, todavía en la actualidad, mantiene bastante control sobre la movilidad de la población.

La escasez de vivienda fue un problema que persiste. Surgieron barrios de autoconstrucción en las afueras de las ciudades. En Pekín se conocen popularmente como «poblados», y son grandes suburbios dormitorio. Se construyeron de forma caótica, sin ordenación urbana y con materiales de mala calidad que periódicamente provocan derrumbes y accidentes. Los mismos emigrantes abrieron sus propios negocios para dotarse de servicios, como mercados, restaurantes, lavanderías, peluquerías… e incluso sus propias escuelas o consultorios médicos, ya que no tenían acceso a los servicios públicos. Tampoco pueden optar a alquilar o comprar una vivienda pública, pues viven fuera de su lugar de residencia legal.

En la actualidad, cerca del 35 % de estos migrantes son mujeres, alrededor de 97 millones, y representan la parte más vulnerable de un colectivo que, además, está envejeciendo. La edad media de las emigrantes es de 41,4 años, según la Oficina Nacional de Estadísticas. Muchas llevan más de dos décadas fuera de sus hogares, donde dejaron hijo y a veces marido. A las largas jornadas de trabajo, con bajos salarios, se le añade el problema de la soledad y el desarraigo. Para ellas no existe un alto riesgo de acabar en la calle, pero sí de malvivir en pequeños espacios, muchas veces sótanos, compartiendo lavabos y cocina.

China Labour Bulletin (CLB), una organización no gubernamental con sede en Hong Kong que analiza la situación de los trabajadores y los problemas laborales en China, destaca que «la falta de un sistema de inclusión para que los trabajadores migrantes conozcan sus derechos en las ciudades les impide comprender las reglas de la vida urbana y solicitar ayuda a la Administración. Les es difícil involucrarse en la vida de la ciudad y acaban viviendo aislados con compañeros del campo». Las mujeres emigrantes tienen problemas añadidos, ya que «su nivel educativo, de alfabetización, las habilidades y la experiencia laboral (normalmente interrumpida por el embarazo y el parto) restringen su capacidad de elección profesional, lo que las conduce a puestos de escasa cualificación y bajos salarios en las fábricas o los servicios».

CLB, que por la sensibilidad de la cuestión pide citar a la organización sin identificar a la persona entrevistada, cifra en cerca de 30 millones las mujeres que se dedican a la limpieza.

Las empleadas del hogar, las populares ayi, que limpian y cuidan de niños o ancianos, son uno de los colectivos que viven en mayor precariedad. Los contratos muchas veces se limitan a acuerdos verbales, y si viven en la casa donde trabajan no hay forma de controlar el horario laboral. La jornada finaliza cuando toda la familia se va a la cama y no quedan tareas pendientes. Están en manos de sus empleadores, que siempre pueden ejercer la amenaza de denunciarlas. No es fácil exigir derechos laborales o denunciar acoso si existe el miedo a que la policía te considere ilegal porque no tienes permiso de residencia y te expulse de la ciudad.

Tang se puede considerar una triunfadora. Llegó a Pekín desde la provincia de Sichuan hace más de veinte años, ahora tiene cincuenta y tres. Se muestra orgullosa de su vida, ya que ha conseguido reunirse con su marido y alquilar un pequeño piso en el extrarradio. En la capital china, una ciudad de más de 22 millones de habitantes, las afueras están muy lejos. El desplazamiento hasta el trabajo suma varias horas al horario laboral.

Se dedica a cuidar niños y limpiar casas: «Ahora soy una trabajadora a tiempo parcial y me siento relativamente libre. Trabajo tres o cuatro horas, cada vez en casas diferentes». Cuando llegó, explica, «al principio, no estaba familiarizada con este tipo de trabajo, pero fui diligente. Mis empleadores me ayudaban y me enseñaban». Reconoce que muchas ayi prefieren vivir en la casa para la que trabajan, ya que «pueden ganar más dinero sin pagar alquiler», pero ella afirma que prefiere «ser libre y no estar limitada viviendo veinticuatro horas al día bajo los ojos de tus jefes». Asegura que gana unos 6.000 yuanes al mes (unos 700 euros). Es un salario bastante alto porque trabaja en la capital; en el resto del país los sueldos son más bajos. El salario promedio de los emigrantes en 2020 fue de 4.072 yuanes (543 euros), según la encuesta de seguimiento de los trabajadores emigrantes que elabora la Oficina Nacional de Estadísticas.

Como muchas otras, Tang decidió emigrar a la búsqueda de mayores ingresos, ya que «en mi ciudad natal solo podía realizar trabajos agrícolas y mi salud no me lo permitía». Llegó con treinta años y dejó con los abuelos a sus dos hijos. La política del hijo único era más laxa en el campo y permitía tener dos si el primero era una niña.

La separación de los hijos crea una brecha difícil de superar. La distancia no solo la marca el tiempo que han vivido separados, también es una brecha generacional. Los hijos criados por los abuelos como pequeños emperadores, consentidos, tienen poco en común con esos padres, que han vivido casi exclusivamente para trabajar y mejorar su vida. Normalmente solamente ven a sus hijos una vez al año, durante las fiestas del Año Nuevo chino. Las nuevas generaciones han crecido en la China desarrollada y aspiran a una vida diferente, con menos sacrificios.

Tang reconoce: «Mis hijos han crecido, pero todavía los extraño. A veces, todavía espero darles consejos sobre la vida y ayudarlos como madre, pero ellos quieren explorar la sociedad por sí mismos sin escuchar a sus padres».

En el futuro de los emigrantes siempre está la deseada vuelta a casa, como admite Tang: «Quiero volver a mi provincia natal porque están mis parientes y mis hijos. La capital, Chengdu, se ha desarrollado mucho y hay oportunidades parecidas a Pekín. Podría trabajar como cocinera, ya que ahora tengo mucha experiencia». El regreso siempre está en el horizonte porque no se puede afrontar la vejez como emigrante en la ciudad. Muchas mujeres migrantes no tendrán pensión, ya que han trabajado en la economía informal. La mayoría piensa en un plan B, como montar un pequeño negocio en el pueblo con los ahorros, o, como Tang, aprovechar sus nuevas capacidades en un entorno más amable cerca de la familia.

Los traumas que provocan en las familias el éxodo como emigrante y las largas separaciones se han hecho evidentes con los años. En China se ha estudiado el efecto que ha generado en los niños crecer sin sus padres. Se ha acuñado el concepto de los «niños dejados atrás», que han llegado a ser unos 70 millones. Son los que han pagado el precio del desarrollo. En el campo, los abuelos muchas veces no tienen los conocimientos suficientes para poder apoyarlos o vigilarlos en sus estudios. Las largas ausencias provocan en los niños rechazo a sus padres porque los ven como unos desconocidos. Los hijos de emigrantes que viven en las ciudades también pasan mucho más tiempo solos y sin supervisión debido a las largas jornadas laborales.

En el caso de las mujeres, la vida se puede complicar mucho si además hay un divorcio. Niños y niñas normalmente se quedan con los abuelos paternos, y la mujer separada tiene mucho más difícil mantener la relación con sus hijos si no vive cerca.

Li Wang emigró a Pekín con su marido. Dejó atrás a su hijo de dos años con sus suegros. A los dos años le detectaron un cáncer, que no quiere especificar. Regresó a casa de sus padres, donde tiene hukou para poder recibir tratamiento médico. Estuvo más de un año ausente entre la estancia en el hospital y la recuperación. Cuando regresó, se encontró a su marido conviviendo con otra mujer y se divorció. Ahora trabaja como masajista en un centro de belleza femenino y lamenta que prácticamente ha perdido el contacto con su hijo, que sigue lejos, en casa de sus suegros. Entre su enfermedad, el proceso de divorcio y encontrar un trabajo para rehacer su vida pasaron tres años. Su sueldo es bajo y no se puede permitir muchos viajes, y a ello se ha sumado el coronavirus, que ha restringido los desplazamientos. Su hijo ya tiene ocho años y apenas la conoce. En los últimos cuatro lo ha visto en dos ocasiones, y se queja de que su suegra no le facilita la comunicación con él.

En la peluquería de Mei cinco chicas comparten alojamiento. No siempre son las mismas porque el personal de la peluquería rota mucho, y más después de la pandemia, que obligó a cerrar los negocios durante bastante tiempo. Todas son emigrantes y su media de edad supera los treinta años. Sus planes son seguir en la capital aspirando a trabajos mejores. Además del salario, les atrae la libertad que da vivir en Pekín. Habitualmente, en las peluquerías chinas, el que corta y peina es un hombre. Las mujeres se dedican a tareas menores: lavar, poner tinte o rulos y limpiar. Al igual que en los restaurantes, siempre hay mucho personal trabajando, un indicador de que los salarios son bajos. Los horarios son maratonianos, ya que muchos establecimientos inician la jornada a las ocho de la mañana y no cierran hasta las once o doce de la noche, los siete días de la semana. Mei y sus compañeras no quieren dar muchos detalles de cómo viven y el espacio que comparten, pero hablan de habitaciones con literas. Dicen alegremente que es una situación cómoda para ellas, así no se tienen que preocupar de buscar alojamiento.

Que las condiciones no son buenas lo reconoce incluso el Gobierno chino. Las «cuidadas» estadísticas oficiales informan de que los emigrantes a las ciudades de más de 5 millones de habitantes, las principales receptoras de trabajadores del campo, cuentan para vivir con una media de 16 metros cuadrados escasos.

Como dato curioso se puede señalar que mientras el 94,8 % tienen acceso a internet, solo el 71,5 % disponen de baño en el lugar donde viven. En China, incluso en la rica capital, sigue habiendo barrios donde las viviendas no tienen y hay que ir al lavabo público.

La resiliencia y el pragmatismo son características de la sociedad china. Tampoco gusta lo que se conoce popularmente como «perder la cara», y por ello rara vez nadie admite públicamente errores o dificultades. Y mucho menos delante de un extranjero, ya que hablar de las cosas «malas» que pasan en China se considera casi una traición, especialmente en los últimos años, en que el país se está cerrando y vive un auge manifiesto de nacionalismo.

Si algo hay que destacar es que todas las mujeres entrevistadas o contactadas dan una visión positiva de su vida. No se quejan, y las dificultades las asumen como una parte normal de su existencia. En China la emigración todavía es una oportunidad de mejorar, aunque requiera sacrificios.

Además, desde que Xi Jinping llegó al poder hay muchas menos oportunidades de quejarse. No existen asociaciones ni oenegés independientes de ayuda a las mujeres que las acojan o acompañen para resolver sus problemas o denunciar su situación. Todas las organizaciones han quedado bajo el paraguas del Gobierno o del Partido Comunista.

En 2016 se aprobó una nueva ley específica para controlar las oenegés extranjeras. Su trabajo debe ser supervisado por la policía y las finanzas controladas detalladamente para garantizar que no vulneraran con sus acciones la «seguridad nacional», un gaseoso término donde tiene cabida cualquier acusación que moleste al Gobierno. Denunciar errores médicos, la corrupción o el acoso sexual pasó a ser peligroso. En la práctica significó la expulsión del país de estas organizaciones, ya que ponía en peligro a sus trabajadores. La ley permite los interrogatorios a los responsables de la oenegé sin necesidad de justificarlos, y el registro, sin orden judicial, de las oficinas en cualquier momento.

Sin embargo, no se puede negar que existen oficinas de servicios sociales en cada distrito de las ciudades, al igual que departamentos de salud y una amplia red de federaciones y asociaciones de mujeres del Partido Comunista. Desde la Administración, la política que se aplica a los sin techo es valorar si sufren algún tipo de demencia para intentar encontrar plaza en alguna institución sanitaria. Se buscan albergues para las personas sanas sin hogar y se repatria a los que no son de la ciudad.

La historia de China hace que la infravivienda no se perciba como un problema. La creación de la República Popular en 1949 supuso la colectivización de la tierra y las propiedades. Durante décadas de maoísmo, el Gobierno asignaba un domicilio vinculado al lugar de trabajo. La gente vivía en pisos compartiendo cocina y lavabos. Las cantinas o comedores colectivos eran habituales en las fábricas y barriadas. Incluso en la actualidad gran parte de la población no cocina y sigue comprando comida preparada para el almuerzo o la cena, ya sea en los pequeños y baratos puestecillos callejeros —a veces simples carritos—, en restaurantes o fast food. Muchos estudiantes pasan largos años compartiendo dormitorios en los extensos campus universitarios o en las instalaciones de las escuelas secundarias si son de poblaciones pequeñas que solo tienen escuelas primarias.

Meng, profesora de Secundaria de un colegio público, comparte un minúsculo piso de 35 metros y dos habitaciones con una amiga en Pekín. Es un bloque antiguo construido para el Ejército en el que los soldados no tenían ni cocina ni lavabo. La remodelación ha conseguido encajar en cada piso un baño privado con una ducha colgada de la pared que inunda todo el lavabo. La cocina es un simple hornillo eléctrico encima de una mesa.

Se siente privilegiada por su profesión, ya que le permitió emigrar sin problemas de Shanxi, su provincia natal, a finales de los noventa, cuando las grandes ciudades crecían y necesitaban más profesores. Lleva veintidós años trabajando en la capital y, a pesar del tiempo transcurrido y la estabilidad de su empleo, su residencia sigue siendo provisional y no tiene hukou de Pekín. Es consciente de que en algún momento tendrá que volver a su ciudad natal y rehacer allí su vida cerca de la familia.

La reforma del hukou es una asignatura pendiente. Aunque se han aprobado cambios parciales, el Gobierno sigue sin abolirlo y dar libertad de residencia a sus ciudadanos. Es una potente arma política para regular la sociedad. De la misma forma que se relajó y se permitió la emigración masiva necesaria para desarrollar el país, ahora se frena. Desde hace años, el Gobierno intenta limitar la población de las grandes ciudades como Shanghai, Shenzhen o Pekín.

El ciclo económico apoyado en la producción de manufacturas baratas está agotado. China se ha desarrollado, la clase media ha crecido y ahora se aspira a un modelo basado en el consumo interno y en la producción de tecnología. Se incentiva la emigración a las ciudades más pequeñas, que se clasifican como de tercer o cuarto nivel, donde dan facilidades para obtener hukou. Desde la Administración se apoya la emigración dentro de la misma provincia para reequilibrar la población y descongestionar las grandes urbes. Las necesidades del país son otras y ahora es el personal cualificado, como ingenieros o médicos, el que es bienvenido, mientras se rechaza a los emigrantes sin profesión.

En Pekín se vivió un claro ejemplo en noviembre de 2017. Un incendio en una infravivienda, que causó 19 muertos, fue la excusa para acelerar la expulsión de miles de emigrantes. De la noche a la mañana, con el pretexto de hacer cumplir las medidas de seguridad, las excavadoras entraron en los poblados y arrasaron con los edificios ilegales, la mayoría. Los emigrantes se encontraron en la calle con los pocos enseres que pudieron recoger de los escombros. A los que tuvieron más suerte les dieron un día para evacuar las viviendas y los negocios. Muchos llevaban más de veinte años trabajando en la capital. Las imágenes de familias, incluidos niños, arrastrando fardos con sus pertenencias y durmiendo en las calles en pleno invierno, con temperaturas de 5 grados bajo cero, provocaron una ola de solidaridad y críticas al Gobierno municipal. A las protestas por el trato dado a los emigrantes se sumaron intelectuales e incluso cuadros del partido.

La indignación no sirvió de nada y se siguió imponiendo la política de limpieza de viviendas ilegales para reducir la población flotante. Pekín desea ser una capital administrativa con trabajadores de cuello blanco. Para conseguirlo se han cerrado miles de pequeños negocios y talleres ilegales. Los grandes mercados mayoristas (ropa, muebles, pinturas, flores, material de construcción…) que ocupaban barrios enteros y daban trabajo a miles de personas se han traslado lejos de la ciudad.

Las heridas que ha dejado en Pekín la campaña de limpieza y renovación han revelado las condiciones de vida de los emigrantes. En el centro se han esponjado los tradicionales barrios de callejones de casas bajas con techos de teja, los famosos hutong. Son viviendas tradicionales construidas alrededor de un patio y sin lavabo, con baños públicos en cada calle. La presión de la inmigración hizo que se construyeran los patios interiores y se añadieran habitaciones a las casas, estrechando las calles. Al derribar los anexos ilegales se pueden ver los ridículos espacios de poco más de medio metro de ancho por escasos dos de largo, en que apenas cabía una cama, que se alquilaban por unos 80 euros.

Las emigrantes también han sido el colectivo más afectado por la pandemia de covid-19. El Gobierno paralizó el país el 23 de enero de 2020, cuando cerró Wuhan y confinó la provincia de Hubei. En el resto de China se adoptaron medidas estrictas para evitar los desplazamientos y se prolongaron las vacaciones. Luego empezó un largo periodo de teletrabajo y de clases online para los niños.

Eran vísperas de la fiesta del Año Nuevo chino, muy parecido a la Navidad en Occidente. La mayoría de la población ya se había desplazado para pasar las vacaciones en familia.

Es un periodo en que los emigrantes vuelven a sus pueblos y muchos se despiden del trabajo para buscar uno nuevo cuando regresan a la ciudad. El resultado es que millones de ellos se quedaron varados en sus pueblos más de cuatro meses, y sin salario. El último transporte que restableció el Gobierno fueron las líneas de autobuses interprovinciales, la forma de viajar más barata y que usan básicamente los emigrantes del campo.

Las ayi que se fueron al pueblo estuvieron meses sin cobrar. Las que permanecieron en la ciudad y no vivían con sus empleadores se encontraron también sin trabajo, pero encerradas en sus minúsculos hogares, muchas veces compartidos, con riesgo para su salud física y mental. En Pekín y prácticamente en todo el país se impuso un estricto control de entrada en las comunidades de vecinos, y solo los residentes podían acceder a la vivienda; familia, amigos o empleadas del hogar quedaron excluidos.

Las ayi que vivían en el domicilio de su empleador estuvieron conviviendo con la familia las veinticuatro horas del día, puesto que se impuso el teletrabajo durante meses y los niños no iban al colegio. Muchas fueron despedidas.

Las estadísticas una vez más muestran cómo las mujeres se llevan la peor parte. El número de mujeres emigrantes cayó tres décimas después de la pandemia y aumentó el porcentaje de las que emigraban a corta distancia, con sueldos más bajos.

Trabajar para la fábrica global

Las reformas económicas de Deng Xiaoping impulsaron la creación de complejos manufactureros dedicados a la exportación, especialmente en la provincia de Guangdong. Las fábricas incluyeron dormitorios para poder acoger a trabajadores y trabajadoras que venían del campo, mientras las ciudades crecían.