Sin lugar a dudas - Leonardo Liberman - E-Book

Sin lugar a dudas E-Book

Leonardo Liberman

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Beschreibung

Un profesor de física del último año de un colegio secundario con métodos de enseñanza fuera de lo habitual. Una alumna mediocre pero muy inteligente y muy bella. ¿Es ella tan mala y él tan bueno como parecen? ¿Puede la sed de venganza provocar daños irreparables? Una historia atrapante donde la maldad, la bondad, la seducción, el amor y el humor se entrecruzan en la vida cotidiana de todos los personajes. Una historia sencilla y ágil que entretiene y al mismo tiempo te hace pensar las diferentes facetas, tan distintas, que pueden tener los seres humanos.

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Seitenzahl: 487

Veröffentlichungsjahr: 2021

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LEONARDO LIBERMAN

Sin lugar a dudas

Liberman, Leonardo

   Sin lugar a dudas / Leonardo Liberman. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-87-1989-4

   1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.   CDD A863 

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Para mi nieta Gal,

uno de los regalos más hermosos

que me dio la vida.

1

Abrió la puerta con cautela. Cada año sentía la misma aprensión al ingresar al aula y encontrarse con treinta nuevos adolescentes a los que, durante los siguientes nueve meses, iba a tratar de dejarles aunque sea una pequeña parte de los mecanismos de pensamiento modificados. Tenía claro que física era una materia a la que todos temían. Y sabía que con suerte podía llegar a interesarle a uno o dos de sus alumnos. Él amaba esa ciencia. Y amaba ser profesor de física en un colegio secundario. Pero el objetivo que se planteaba con sus alumnos era más alto que la física en sí. La idea era que mediante el estudio de la materia estos chicos aprendieran un mecanismo de pensamiento lógico que les sirviera, aunque sea en una pequeña medida, para enfrentar otros tipos de problemas que la vida indefectiblemente les iba a regalar.

Se acomodó el saco, respiró profundo y entró. Con solo traspasar la puerta se sintió a gusto y seguro. Sabía lo que tenía que hacer. Estaba en su terreno.

El aula se fue quedando en silencio a medida que los chicos se iban dando cuenta de que el profesor había entrado. “Buen augurio” pensó “aunque nunca se sabe. La primera impresión es muchas veces determinante. Para muestra basta un botón. No hay que prejuzgar. A veces las cosas no son como parecen”. Iba pensando todo eso mientras caminaba hacia el escritorio. Le encantaba encontrar para cada cosa de la vida un refrán que la representara, e instantáneamente otro que contradijera al anterior. Le demostraban que las creencias populares eran pensamientos colectivos que solo atentaban contra la libertad de ideas. Y a él le gustaba que las ideas se cuestionen, se critiquen, se juzguen, pero por sobre todas las cosas, se respeten.

Se paró frente a los alumnos, ahora en absoluto silencio y se presentó:

—Mi nombre es Ricardo. Soy su profesor de física, cosa que seguramente todos ya saben pero las presentaciones de rigor exigen cierto protocolo. Los días y horarios también los saben pero los recordamos por las dudas, lunes y jueves las dos últimas horas.

Hizo una pausa y recorrió el aula con la mirada. Estaban todos bastante atentos.

−Les voy a contar un poquito de qué se trata esta historia de la física y al mismo tiempo les explico algunas reglas, por así decirlo, de mis clases. Son tres trimestres, en cada uno van a tener dos exámenes escritos y un recuperatorio para dar otra oportunidad a quienes no hayan aprobado. No quiero dar clases para estatuas. Quiero que participen y que no tengan miedo de preguntar lo que no entiendan. Más allá de los exámenes, día a día voy a ir evaluando, por la participación en clase de cada uno, los conocimientos y eso lo contemplo a la hora de poner las notas en el boletín.

Hizo una nueva pausa y miró a los chicos. “Aburridos como hongos” pensó. “A patearles el culo un poco”

−Reglas para los exámenes.

Recorrió la clase con la mirada sabiendo que todos esperaban escuchar más o menos lo mismo que desde hacía cuatro años venían escuchando de todos los profesores y eso sin contar la escuela primaria.

−En los exámenes es obligatorio el uso del machete. No es opcional sino obligatorio remarcó− enfatizando la palabra obligatorio−Y todos tienen que mostrármelo antes de comenzar cada prueba.

Mientras hablaba se daba cuenta, tal como sucedía cada año, de las caras de asombro de los chicos. Siguió adelante como si lo que dijera fuera lo más normal del mundo.

−El que no preparó su machete, no tiene derecho a usar el libro o la carpeta como consulta. Por lo tanto él rendirá un examen común y corriente, solo con su memoria y sus conocimientos.

Volvió a mirar a los alumnos y sintió ese placer interno que siempre le provocaba patearle el tablero a la gente. En sus años de estudiante se la pasaba cuestionando cada cosa que aprendía y se peleó con todos sus profesores de física, menos con el primero, que fue quien le abrió la mente a esa ciencia tan apasionante.

Tal como era de esperar se produjo un murmullo en el aula. Alguno intentó empezar un aplauso. Otro soltó una risita. Ricardo esperó parado detrás del escritorio hasta que se hizo silencio nuevamente.

−No se equivoquen chicos. No les estoy regalando nada. Solo es un sistema más lógico, por lo menos desde mi punto de vista, para que aprendan lo que necesitan. La física es una ciencia esencialmente lógica. No hay subjetividad posible. Si uno suelta un objeto desde una altura cualquiera, éste va a caer hasta chocar con el suelo. Absolutamente siempre. Este fenómeno y todos los otros fenómenos físicos se convierten en problemas que se resuelven con ecuaciones matemáticas. Pero esas ecuaciones matemáticas son las herramientas para resolverlos y no los problemas en sí mismos. De nada les sirve memorizar las ecuaciones si no saben usarlas. Es como si les dijera que aprendan de memoria los instrumentos que usa un cirujano y “Señores…aquí está el paciente…a operar se ha dicho”. Ese es el secreto de la física. Aprender a entender el problema. A plantearlo, a encontrar las ecuaciones adecuadas y recién ahí empezamos a resolverlo.

Los alumnos, tal como Ricardo esperaba, lo miraban un poco desconcertados. “Vamos bien “pensó “no entienden lo que digo ni saben muy bien si eso del machete es mejor o peor para ellos. Están tratando de comprender ambas cosas. Están pensando. Buen comienzo”

−La física es una ciencia muy especial. Gran parte de los fenómenos que estudia los podemos ver con nuestros propios ojos. Y por lo tanto la solución matemática a los problemas tiene que ser correspondida con lo que pasa en la realidad. Y por supuesto es una ciencia exacta. Es decir el mismo fenómeno vuelve a repetirse idénticamente igual si se dan exactamente las mismas condiciones.

Ricardo siguió hablando el mismo discurso que año a año les daba el primer día de clase a los alumnos de quinto, adolescentes de dieciséis y diecisiete años que él sabía no estaban prestando demasiada atención a lo que decía. No importaba. Solo era una introducción con una serie de aseveraciones que volvería a repetir una y otra vez a lo largo del año lectivo. Aprovechaba esos momentos para echar un vistazo a los chicos. Uno a uno los miraba a los ojos mientras hablaba y se hacia una idea de cómo era. Y trataba dentro de lo posible de recordar su preconcepto para compararlo después con lo que verdaderamente era cada chico, una vez que los conocía. Era un ejercicio que hacía todos los años para recordarse lo malo de los prejuicios y a su vez vanagloriarse en soledad de su percepción con los que resultaban ser tal como él presuponía.

Eran veintinueve alumnos. Recorrió con la mirada el aula y percibió que había dos grupos bien definidos. Uno de varones, en los últimos bancos del lado derecho, donde el líder parecía ser un chico morocho, alto, flaco y bien parecido que sentado en la última fila medio recostado dibujaba o escribía algo, dejando bien en claro que no le interesaba en lo más mínimo la clase. Los compañeros que lo rodeaban le dirigían miradas intermitentes que él ignoraba por completo.

En el sector diametralmente opuesto del aula, es decir en los primeros bancos hacia el lado izquierdo, el grupo principal de las chicas y la que supuso, era la líder, estaba sentada en la primera fila y lo miraba atentamente. Le daba más la sensación de querer mostrarse atenta, que atender realmente lo que Ricardo estaba diciendo. Las chicas que la rodeaban eran todas delgadas y muy bien arregladas. Como si se hubiesen juntado las más lindas del aula. Y sin embargo la presunta líder se destacaba por sobre las demás. Tenia cabellos castaños y ojos marrón claro y lo miraba fijo sin desviar ni por un segundo la vista. Era realmente preciosa. Flaca pero no demasiado. Pómulos salientes que realzaban los ojos grandes y brillosos apenas rasgados. Los labios dibujaban una semisonrisa perfectamente estudiada con un par de hoyuelos en las mejillas un poco más pronunciado el de la izquierda. Tenía una mirada penetrante casi intimidatoria. “Es muy linda” pensó “Y no es ni rubia ni tiene ojos claros”. Al instante se sintió turbado por haber pensado eso e inmediatamente desvió la vista.

Los demás alumnos parecían estar más solitarios o en grupos de dos o tres. Le llamó la atención un chico de gruesos anteojos sentado en la primera fila bien a la derecha. De rasgos comunes parecía más feo de lo que era. Había algo raro en él. Estaba bien vestido pero en el conjunto, la ropa y el peinado lo hacían parecer distinto. Éste sí estaba prestando atención. Seguramente era un buen alumno y probablemente debía soportar burlas de sus compañeros. “Lo apartan”, se aventuró a pensar. Incluso él mismo parecía alejar el banco del resto de sus compañeros. Sintió simpatía por él. Siempre se inclinaba por los que sufrían. Le apenaba ver qué crueles suelen ser los adolescentes cuando se ensañan con alguien y cuánto suele sufrir ese alguien.

−Profesor, una consulta− le dijo este chico justamente cuando él lo estaba mirando. Salió rápidamente de sus ensoñaciones y le contestó.

−Diga nomás, pero antes su nombre y apellido. A cada uno que hable, por lo menos estos primeros días les pido que me digan el nombre y apellido. Me va a ayudar a reconocerlos más rápido. Lo escucho

−Damián. Baraldo− dijo muy serio− Mi pregunta es por qué la física es una ciencia más completa que la matemática.

−¿Es eso lo que dije?

−Sí señor.

−Bueno, es mi visión del asunto. La matemática es un invento del hombre.

−¿Y a la física quién la invento? ¿Los perros?

La voz venía del fondo. Y se escucharon algunas risas reprimidas del mismo sector.

−Si no es molestia su nombre y apellido por favor

−Julián−dijo con indolencia el cabecilla que había detectado.

“Primer punto a favor” Ricardo pensó ante lo que suponía, una actitud que venía a certificar su primera impresión y se quedó mirando fijo a Julián sin decir nada. El ambiente se puso algo tenso y el chico siguió dibujando hasta que levantó la vista y le dijo al profesor:

−¿Qué pasa? ¿No le gustó mi pregunta?

−Apellido− dijo Ricardo muy serio.

−¿Qué?

−Dije nombre y apellido. Para conocernos− dijo Ricardo insinuando una sonrisa pero de lo más amable. Algunos alumnos sonrieron

−Márquez.

−Muy bien señor Márquez. Su pregunta es más que interesante. Tengo entendido que la matemática fue un invento del hombre. A pesar de conocer algunos perros bastante más inteligentes que ciertos hombres, la raza canina aún no ha incursionado en la ciencia.

−Y entonces ¿qué tiene de especial la física por sobre la matemática? Ambas son inventos del hombre…

La pregunta era correcta pero la forma era molesta, aunque sin ser irrespetuosa. Era inteligente el chico y estaba marcando territorio. “Veamos” pensó Ricardo.

−Sí señor. Ambas son invento de hombres muy inteligentes. Voy a tratar de explicarle lo que pienso, que definitivamente es tan solo mi opinión y que tanto usted como el resto de sus compañeros pueden o no consentir. Le voy a dar un ejemplo. Cuando va al baño y termina de hacer lo que sea que haya ido a hacer, supongo que aprieta el botón, ¿no?

Los alumnos se empezaron a reír pero el profesor los paró cortante.

−Silencio. Sin risas. La pregunta del señor Márquez es interesante y el ejemplo, por más que parezca gracioso, tiene que ver con el tema.

Todos se callaron y miraban alternadamente a profesor y alumno.

−Espero su respuesta Julián.

−No entiendo.

−Es sencillo. Le estoy preguntando si aprieta el botón del inodoro cuando va al baño.

−Lo que no entiendo es qué tiene que ver lo que yo hago en el baño con la física o la matemática.

Nadie se rió. Todos parecían ser conscientes de la pulseada que se estaba llevando a cabo.

−Ésa es una nueva pregunta, pero déjeme responderle primero a la primera. ¿Aprieta o no aprieta el botón?

−Sí.

−Y supongo que habrá prestado atención, teniendo en cuenta la cantidad de veces que lo debe haber hecho en su vida, que una vez ejecutada esa tarea, se produce una descarga de agua durante un tiempo determinado que se lleva lo que sea que haya en el inodoro. Luego esa descarga se detiene y por último se carga en el depósito una cantidad de agua que también se detiene una vez llenado, quedando listo para ser utilizado nuevamente. ¿Prestó atención a esto?− siguió sin esperar respuesta− Muy bien. Esto es física. Todo ese movimiento del agua y los mecanismos que la retienen y la expulsan se rigen por fenómenos físicos.

Ricardo miró al chico y se dio cuenta de que tenia pinta de deportista

−¿Le gustan los deportes? ¿Jugó al futbol alguna vez?

Se escucharon algunos murmullos y risas mezclados. “Es el mejor”, alcanzo a oír Ricardo por entre las voces.

−Pues bien, el futbol, por ejemplo. Los movimientos de la pelota, el efecto, que hace que doble, la fuerza con que se patea para que entre en el arco antes que el arquero llegue a taparla… Todo esto está regido por leyes de la física. La matemática es abstracta. La física estudia los hechos que suceden en la vida real.

El chico se quedó un instante pensativo y preguntó:

−Entonces ¿usted piensa que antes de patear un tiro libre, debería agarrar lápiz papel y hacer los cálculos físicos para patearlo correctamente?

Todos estallaron en risas. Julián apenas dejaba entrever su placer detrás de un gesto de inocencia y absoluta honestidad en su pregunta. Ricardo esperó que se calmaran y una vez callados respondió:

−De ninguna manera señor Márquez. Como primera medida no creo que le dé el tiempo para hacerlo. Salvo que su equipo vaya ganando y su intención sea cortar el juego y dentro de lo que el réferi se lo permita. Quizás podría ser una buena treta pero, no me parece muy habitual. Además los cálculos no le servirían de mucho. Eso podría hacerse si los jugadores fueran máquinas. Los cálculos necesarios para ejecutar un tiro libre los hace su cerebro a una velocidad que ni usted se da cuanta. Y no necesita saber física para eso. La experiencia de tiros libres pateados anteriormente y los muchos que haya visto ejecutados por otros jugadores, le dan los conocimientos necesarios. Si bien el movimiento de la pelota se rige por principios físicos, el cerebro humano parece aprender solo, sin que uno sea consciente de estas leyes y las aplica en ésta y otra infinidad de actividades que realiza a diario. Y yo sostengo que el buen jugador de futbol posee dada su habilidad y su intuición, alguna parte de su cerebro que funciona en un nivel superior de inteligencia sin que él mismo lo sepa.

El silencio fue cortado por el timbre.

−Chicos nos vemos en la próxima clase y vamos a empezar a estudiar física más formalmente en lugar de analizar inodoros y tiros libres.

Todos se rieron y mientras se levantaban de sus asientos. Ricardo miro a Julián cuando salía con una sonrisa casi altanera, rodeado de su séquito, pero al pasar frente al escritorio y saludar al profesor la borró por un instante de su rostro. Solo había ganado un poco de respeto por parte del chico.

2

Volvió cansada a su casa. Se puso de malhumor con solo abrir la puerta. Entró y se dio cuenta por el silencio que no había nadie. Agradecida fue hasta la cocina, sacó una manzana de la heladera, un cuchillo del cajón, un plato de la alacena, se sentó en la barra y empezó a pelar la fruta. Quería estar un rato tranquila. Tener un poco de silencio. En ese momento se abrió la puerta de la cocina que comunicaba al lavadero y entró Trifonia, la mucama que trabajaba en la casa desde antes que ella naciera.

−Ay mi niña. Qué susto tan grande que me ha dado. Sentadita tan silenciosa ni la he oído entrar. Pensaba que estaba sola en la casa. Su madre que salió vaya una a saber adónde y su padre que nunca regresa hasta la noche.

−¡No es mi padre! Y todos los días llego a casa a la misma hora. Salgo de la escuela y vengo para acá.

−Es que ni me he dado cuenta la hora que es. Con todo el trabajo que tengo m’hijita. Esta casa parece cada día más grande.

−Esta casa está igual que siempre. Serás vos que estás cada día más vieja.

−Ay pero que malita se vino hoy. Yo estaré más vieja pero la casa está impecable. Ni una queja tengo. Bueno, en realidad su madre se queja siempre de todo, pero yo sé hacer muy bien mi trabajo. Y no falto nunca. Ni aunque tenga fiebre. Pero mire usted señorita lo que está comiendo. ¡Una manzana!. Eso no es comida para una niña que está creciendo. Deje de pelar que le voy a traer el almuerzo que le preparé.

−No me traigas nada. No tengo hambre.

−Pero m’hija es que usted está muy flaca. Tiene que engordar unos cuantos kilos, sino se me va a enfermar.

−No estoy flaca.

−Está muy flaca, yo sé lo que le digo. Así no puede seguir. Deje esa manzana que le hice unos raviolcitos con tuco que se va a chupar los dedos. Ya se los pongo a calentar.

−No pongas nada. ¡No voy a comer ningún raviol. No pienso ponerme gorda como una vaca, como vos

−Ay pero mire qué enojada y agresiva se me ha puesto. Yo estaré gordita pero bien sana. Y tengo mi atractivo para que se lo sepa. Si quiere le cuento algo que me paso el sábado.

−¡No! ¡No quiero que me cuentes nada!

−Me fui de acá a la una en punto de la tarde. Porque usted sabe muy bien lo cumplidora que soy con los horarios. Nunca llego tarde, al contrario, pero a la hora de salir me voy disparando como quien dice. Es lo que corresponde, sino una no tiene vida. ¿O no es cierto?

Vanessa la miró sin decir nada con cara de pocos amigos.

−Bueno le contaba. Llegué a la casa de mi cuñada. Y no es que me guste mucho ella que no para de hablar, se sabe todo lo que pasa en el barrio y es muy maligna para los comentarios. Y justamente por eso es que la visito cada tanto. Para que no ande diciendo por ahí que una la ignora. Total que estábamos tomando unos mates con unas galletitas caseras con cascara de limón que ella había cocinado, que no cocina para nada bien pero para no despreciar…le decía, estábamos tomando unos mates y cae a la casa el marido, que vendría a ser mi hermano, con un compañero de trabajo. El marido trabaja en la construcción y los sábados cuando salen a las doce siempre se van a un bolichito de por ahí cerca y se empinan unas cervecitas. Unas birras como dicen ellos. No es que se emborrachen o por lo menos a mí no me consta y no me gusta andar hablando de más, aunque en realidad cuando entraron póngale que no estaban borrachos, pero bastante alegres los señoritos.

Como le contaba mi niña, entran estos dos y como quien no quiere la cosa se sientan a tomar mate con nosotras. Como si alguien los hubiera invitado. En fin que una no es la dueña de casa que si no…¿Me sigue usted m’hijita?

Vanessa abrió la boca para decir algo pero lo pensó mejor y se mantuvo en silencio. Sabía que cuando Trifonia empezaba a contar algo no había con qué pararla.

−No se distraiga y coma la manzana que algo va a ayudar aunque no mucho. Le decía que estos dos señores se quedaron a tomar mate como quien no quiere la cosa y nos interrumpieron la charla. No es de buen gusto meterse en la conversación de dos amigas pero mi hermano siempre fue un bruto. No sé qué le habrá visto la Betty para casarse con él. Nunca le preguntaría algo así porque es muy guasa y vaya a saber con qué me sale. Total que después de un buen rato y viendo que estos dos no se iban, me levanté yo, que también tengo que atender mi casa. No tendré marido, que Dios lo tenga en su santísima gloria, pero tampoco soy una dejada porque en cuanto una empieza a abandonarse, empieza a ponerse vieja. Es así como le digo y no me mire con esa carita de enojada que no le va con lo bonita que es mi niña. Me levanto como le decía y ese hombre que nunca había visto en mi vida, bien parecido el susodicho, un poco de pancita pero eso a los hombres no les queda mal y con las cervezas que se debe embuchar como para no tenerla... Me levanto nomas sin mucha ceremonia, que me pone muy nerviosa la gente que da vueltas y vueltas a las cosas y después de saludar educadamente enfilo hacia la puerta y el otro fulano no va y se levanta también y dice “¿acompaño a la dama?” “Yo sé perfectamente dónde está la salida” le contesté de primera intención. Pero no se amedrentó el señor y me dijo: “Vamos mujer, no sea tímida”. “¿Tímida yo?” Y así fue nomás como se me vino el individuo hasta la puerta y en el momento mismo de marcharme a modo de saludo me da un beso en la boca. Pero qué descarado ese hombre. Bueno yo no lo juzgo. Supongo que se habrá sentido tan atraído, que no se habrá podido contener. En fin. Que usted terminó esa manzanita de morondanga que no le va a llenar ni un cachecito de esa colita tan paradita y yo tengo que trabajar, que no puedo andar perdiendo el tiempo con tanta charla. ¿Qué está haciendo hijita? Deje esos cubiertos que para eso me pagan a mí en esta casa.

Vanessa se la quedó mirando. Ni se le había cruzado por la cabeza juntar nada. Es más ya se había levantado y había dejado todo como estaba y ni siquiera había terminado la manzana. Se la quedó mirando pero la mujer ya estaba de espaldas enjuagando el plato. Empezó a caminar para salir de la cocina cuando Trifonia le dijo:

−Para que vea que, gordita o no gordita, una tiene su atractivo. Es que a los hombres les gusta tener de donde agarrarse. Pasa que las mujeres de hoy día …

Vanessa salió de la cocina haciendo mucho ruido para que quedara claro que se había ido. Igualmente, desde el pasillo la escuchaba que seguía hablándole.

“Dios mío, qué enervante es esta mujer,” pensó y se encerró en su dormitorio dando un portazo.

Abrió la notebook y se tiró en la cama. Entro en Facebook pero no leyó nada. Estaba desconcentrada. Se quedó dormida. La despertaron los gritos desde el living. Su mamá la estaba llamando pero decidió no contestar. “¡Vanessa!” escuchaba cada tanto. Trató de seguir durmiendo pero cada vez que cerraba los ojos, en el mismo instante que se dormía, otro grito de su madre que la sobresaltaba. “Parece que tuviera un sensor que le avisa justo cuando me duermo”. Resignada, se levantó de muy mal humor. Salió del dormitorio al pasillo como una loca y gritó lo más fuerte que pudo:

−¡Qué! –alargando con un alarido la e, para dejar muy en claro que estaba enojada

Nadie contestó. Esperó un momento y volvió a gritar más fuerte todavía si es que eso era posible

−¡Qué pasa!

Ninguna respuesta. Cruzó el pasillo con toda la bronca encima y se fue derecho al living donde su madre estaba sentada en un sillón escuchando música con un libro en el regazo. Le gritó desde la puerta.

−¿Qué querés?

La madre giró la cabeza ceremoniosamente y por encima de los lentes le dijo con voz suavemente modulada:

−¿Perdón?

−Me llamaste a los gritos como veinte veces−le dijo de mal modo pero sin gritar tanto.

−Ah, sí. Es cierto, hija. Quería saber si estabas en la casa. Y cómo te había ido en la escuela. Sentate querida. ¿Comiste algo? Y por cierto fueron cuatro las veces que te llamé. No veinte.

La suavidad artificial en la forma de hablar que tenía tan estudiada su madre la ponía histérica. Se quedó parada en la puerta del living sin decir nada. Su madre siempre se imponía. Era una manipuladora. Ni una palabra, ni un gesto, ni un grito, ni un beso, ni siquiera la risa y menos que menos el llanto, eran naturales en ella. Todo era estudiado y utilizado en el momento adecuado. Y registraba cada palabra que se decía y todo lo que pasaba era capaz de echarlo en cara años después.

−Vení mi amor. Sentate con mami un rato. Hace mucho que no me contás nada de tu vida.

Vanessa obedeció como siempre. Se sentó en el sillón más alejado y se quedó callada con cara de nada. Su madre empezó a hablar.

−No sos muy comunicativa conmigo. Me gustaría que fuéramos más amigas. Más confidentes. No sé. Nunca me contás nada de tus cosas. Me siento apartada de tu vida.

Mientras Adriana hablaba, Vanessa la escuchaba a medias. Le hubiera gustado que fuese una persona distinta. No había día que no le reclamara alguna cosa. Como en ese momento que le pedía confianza. Las pocas veces que se le había escapado algo privado, su madre lo había agendado y en el momento menos pensado, aunque hubiese pasado mucho tiempo, lo había usado en su contra. Sobre todo cuando quería conseguir algo de su marido que siempre hacía lo que ella quería.

El padre de Vanessa había fallecido en un accidente de tránsito hacia diez años cuando ella tenía siete. Se había estrellado contra un poste al costado de una autopista a ciento noventa kilómetros por hora a las cuatro de la madrugada. No estaba solo en el auto. Había una mujer. Una muy joven. Ambos murieron en el acto. Nunca se supo la causa del accidente. Se dijo que estaba borracho o drogado o ambas cosas. Tampoco se habló nunca de la chica, ni qué relación tenia con su padre, pero no quedaban muchas dudas. Él era apenas un empleado de lujo en la enorme empresa de la familia de su madre que dirigía el tío Andrés. Ambos habían heredado y su madre le dejó el manejo absoluto de la empresa a su hermano, una persona sin muchos escrúpulos, altanero y soberbio, que maltrataba a los empleados sin ningún miramiento. Su nuevo marido, Enrique, fue más inteligente y cuando se dio cuenta de que Adriana se había encaprichado, que lo quería de marido no solo de amante, se ocupó con mucho tacto de procurarse un lugar lo suficientemente importante en la empresa, para luego argumentar que no le parecía prudente haber dejado todo en manos de su hermano. Que ella debía tener alguien velando por sus intereses. Antes de casarse Enrique ya había pasado a formar parte de la empresa. Y el tío Andrés, que al principio puso todas las trabas y reparos que pudo, se dio cuenta luego, que Enrique y él eran casi almas gemelas. Ambos codiciosos sin límites y despiadados a la hora de lograr un objetivo. Además Andrés entendió que no iba a haber forma de neutralizarlo mientras su hermana fuera la dueña del cincuenta por ciento de la empresa y en lugar de enemistarse, lo asoció e involucró en los manejos secretos en que estaba envuelto permanentemente. Ya iba a ver en su momento cómo se arreglaría para sacárselo de encima. Mientras tanto era más prudente tenerlo a su lado. Además era muy capaz y nada prejuicioso a la hora de negociar.

Vanessa había estado divagando mientras su madre seguía hablando.

−…es muy difícil para mí manejarme en esta soledad. Tu padre no viene en todo el día con la excusa del trabajo

−¡No es mi padre!

−¡Te prohíbo que digas eso!− gritó Adriana− Tu padre es Enrique que te cuidó y te amó todos estos años y no el otro delincuente que nos sumió a todos en semejante vergüenza

Vanessa logró contener la furia que le brotó al escuchar esas palabras. Se levantó del sillón y con una sonrisa que ocultaba la bilis que le subía a la garganta y conteniendo a duras penas las tremendas ganas de abalanzarse sobre su madre y golpearla hasta calmarse o hasta quedarse sin fuerzas, le dijo con fingida dulzura:

−Muy linda la charla, mami, pero me tengo que ir a estudiar.

−Bueno mi amor. Andá tranquila, seguimos en la cena si querés− le dijo Adriana con una sonrisa que hasta parecía sincera.

Vanessa se levantó y fue caminando con mucha calma hasta su dormitorio y no bien cerró la puerta se puso a llorar y gritar sin emitir un sonido durante diez minutos seguidos hasta que quedó exhausta acurrucada en la cama. Cuando logró calmarse y la respiración y los latidos de su corazón se normalizaron, se metió en la ducha y dejó que el agua caliente por demás, la recorriera durante casi media hora. En el espejo que le permitía verse mientras se bañaba le gustaba mirar su cuerpo perfecto y sensual. Tenia una figura envidiable y era absolutamente consciente de eso. Se vistió con una pollera cortísima y una remera escotada que dejaban poco lugar para la imaginación, suficiente para provocar a cualquier hombre que la viese. Agarró una mochilita y salió de su casa sin cruzarse con nadie.

3

Ricardo subió al auto, cerró la puerta, puso la llave en el contacto y se quedó unos segundos mirando la calle antes de arrancar. Lentamente se le iba quitando la felicidad de encima. Así como una prenda mojada que se tiende a la hora de la siesta va perdiendo sin prisa, pero sin pausa, la humedad, hasta quedar reseca por el sol y el viento, así su alma iba perdiendo el placer que le producían las horas en el colegio. Arrancó el auto y se dirigió a su casa conduciendo despacio. No prendió la radio ni puso un cd. Prefería que el contraste abrumador entre el bullicio de la escuela y el silencio del resto de su vida se gestara de un solo golpe y que no fuese al entrar a su casa. Siempre había amado la docencia y por sobre todo la física. Ser profesor había sido su sueño y una decisión tomada casi demasiado temprano, cuando, en segundo año del colegio industrial tuvo a uno de los mejores docentes que conoció en su vida de alumno, incluyendo los de la universidad. Había decidido ser profesor de física en esa edad en la que nada se sabe de la vida, como un sueño de casi preadolescente y había conseguido ser fiel a esa ilusión. A pesar de las dificultades de la docencia, de las carencias que esto conllevaba, de la dependencia con los políticos de turno que deciden el nivel de vida de los educadores y que, en general, poco les importa salvo sus propios negocios, había sido un profesor distinguido por su capacidad y su dedicación. Nunca participaba en ninguna actividad gremial y nunca había dejado que las cuestiones salariales influyeran en la calidad de sus clases. En más de treinta años de actividad había faltado solamente cinco días. Los que necesitó para recuperarse de la muerte de su esposa, tan inesperada y violenta, a causa de un aneurisma que de un instante a otro, la arrancó de su vida y lo dejó en la más absoluta soledad.

Entró el auto al garaje y cerró el portón corredizo que se deslizó con suavidad por las guías. El mecanismo estaba balanceado, engrasado y pintado sin una manchita de óxido. Todo en su vivienda funcionaba perfectamente. Era una de sus terapias. Le gustaba arreglar las roturas de la casa solo. Desde reparar un artefacto electrodoméstico hasta pintar lo que fuese necesario, incluso cualquier trabajo de albañilería. Tenía todas sus herramientas prolijamente ordenadas en una estantería en el garaje. Arreglaba incluso su auto. Entró a su casa por la puerta que comunicaba la cocina con el garaje y se quedó parado en silencio mirando nada. La cocina estaba limpia y ordenada. La casa era pequeña. Un living comedor en el que apenas cabían una mesa redonda con cuatro sillas y dos sillones individuales con una mesita ratona. Unos estantes en la pared al lado de los sillones que él había fabricado cuando habían comprado la casita con su mujer unos años después de casarse.

En aquella época le gustaba también hacer todos los arreglos de la casa, pero no les dedicaba el tiempo necesario. Prefería quedarse un domingo de invierno con su mujer acostados todo el día en la cama mirando películas y tomando mate con algún bocadito. Pero ese mueble lo había hecho con mucha paciencia y había quedado tan lindo que, como decía Liliana, su mujer, “parecía comprado”, para agregar inmediatamente “¡mejor que comprado!” sonrojándose un poco, como disculpándose de pensar que lo comprado iba a ser naturalmente mejor.

Fue hasta el living y colgó el saco en el perchero que estaba junto a la puerta. En su momento él había querido ponerlo en la cocina. Era más cómodo. Prácticamente nunca entraban por la puerta del frente. Pero su mujer no quiso saber nada de eso. Dónde se vio un perchero en la cocina. Y ahí quedó. Al lado de la puerta de entrada como un recuerdo más entre tantos.

Se acomodó en el sillón en el que siempre se sentaba y se quedo mirando el mueble con los estantes de madera barnizada. Los dos parantes de los costados estaban hechos con caño estructural cuadrado de apenas dos por dos centímetros, lo que le daba un aspecto muy esbelto y los ángulos que sostenían cada estante estaban soldados a ambos parantes de forma que quedaban escondidos bajo los estantes, generando la ilusión de estar suspendidos en el aire.

El mueble quedó terminado un domingo de otoño a la tarde. Se habían levantado temprano, salieron a caminar y a pesar del hambre que sentían al regresar, decidieron almorzar muy poco y reservarse para hacer algo a la parrilla por la noche. Después, Liliana se recostó un rato y él se quedó terminando de armar el mueble. La despertó un par de horas más tarde, lo cual era totalmente inusual. Ella no solía dormir la siesta salvo cuando se acostaban juntos. Ricardo terminó el mueble, preparó un mate y la fue a despertar. Al principio ella no entendía dónde estaba de tan profundo que había dormido. Se desperezó y fue al baño. Se puso una bata y regresó al dormitorio pero Ricardo la llamó desde el living y cuando entró, vio el mueble y a Ricardo sentado en un sillón con la merienda en la mesita ratona. Quedó enamorada inmediatamente de la obra de su esposo. Se sentó en el otro sillón y se quedaron charlando, mirando los estantes y también la lluvia que, de a rachas, golpeaba los cristales empujada por el viento y dejaba miles de gotitas que bajaban lentamente desdibujando la calle y los coches que pasaban despacio. La casa tenía ese calor especial que se siente más intenso, cuando se adivina lo desapacible de la tarde que lentamente se iba fundiendo con la noche.

Ricardo se quedó mirando el mueble y el sillón vacío y silencioso que lo miraba desde el otro lado de la mesita ratona. Los estantes estaban llenos de pequeños tesoros que fueron juntando a lo largo de los años. Fijó la vista en una pequeña estrella de mar y un caracol marino que estaban en un rincón medio escondidos en el estante inferior.

Los habían recogido de la playa en un viaje de fin de semana. Era la primera vez que salían de vacaciones. Un pueblito costero en el mes de mayo. Tan solo dos noches en el único hotel que encontraron abierto, propiedad de un matrimonio mayor, gente de pueblo, muy amable, que lo atendía personalmente Apenas unas cuantas habitaciones muy modestas pero muy limpias. Llegaron al mediodía, tiraron los bolsos de cualquier manera, se abrigaron y salieron a caminar por la playa. Soplaba viento del sudeste y el mar estaba embravecido. Tiras de espuma se desprendían de las olas y eran arrastradas a ras del suelo y al chocar contra las zapatillas se deshacían sin mojar siquiera. Hacía mucho frio pero estaban tan felices que caminaron durante horas charlando a los gritos compitiendo con el ruido del mar. Habían llevado una mochila con un termo, el mate y unas galletitas dulces. Encontraron en un sector de la playa bastante alejado, un acantilado que formaba una gruta. Apenas un hueco para protegerse un poco del viento y se sentaron a tomar unos mates. Desde ese precario refugio divisaron un hueco formado entre las piedras y que al bajar la marea dejaba una pileta cristalina. En el agua había una pequeña estrella de mar y en el borde del charco un caracol muy grande. Se dijeron que la estrella de mar se estaba bañando mientras el caracol la vigilaba. El dijo que el caracol era el padre de la estrella. Ella sostuvo que eran dos amantes escapados a esa playa lejana y solitaria, para dar rienda suelta a sus pasiones reprimidas, ya que ambas familias no aprobaban esa unión tan poco apropiada por lo absolutamente distintos que eran los caracoles y las estrellas de mar. Además don caracol era muy mayor, lo cual se notaba por su tamaño y porque no se animaba a meterse en el agua, en cambio la estrella de mar era casi una niña inocente jugueteando entre las olas. “Se los ve tan felices”, dijo Liliana y Ricardo no pudo contener la risa ante semejante ocurrencia. Ella lo miró ofendida y le reprochó su incapacidad masculina para apreciar lo profundo de ese amor imposible. Ricardo la miró embelesado y siguiéndole la corriente le dijo que, como hombre, era más práctico a la hora de tomar decisiones y le propuso ayudar a ambos, caracol y estrella, a escapar de las malignas garras de sus incomprensivas familias y que los rescataran y se los llevaran sin que nadie se entere y los pusieran en uno de los estantes del mueble del living, así nada podría separarlos. Liliana lo miró un instante y a él le pareció ver que le asomaba una lagrima. “Qué estás diciendo, es el viento cargado de sal”. Él se arremangó y metió la mano en el agua helada, tomando a la estrella de mar con mucho cuidado. Ella agarró el caracol y emprendieron el regreso al hotel. Llegaron congelados, pusieron a los amantes clandestinos en la mesita de luz y se acostaron desnudos después de un buen baño caliente e hicieron el amor hasta quedarse dormidos. Cuando se despertaron era de noche y estaban muy hambrientos. Se vistieron a toda prisa. Tenían que encontrar algún lugar donde comer. Antes de salir de la habitación Liliana le dijo que por suerte se iban por un rato, que la parejita de la mesita de luz necesitaba también un poco de intimidad, que ellos ya habían tenido lo suyo y que había que apagar la luz porque la estrella era muy joven y vergonzosa. Ricardo acotó que si era parecida a la joven de la otra pareja que se alojaba en esa habitación, seguramente no era tan vergonzosa. Ella se rió y salieron tomados de la mano.

Desvió la vista de los estantes. Le dolían los recuerdos. Y cada cambio de temporada le costaba adaptarse. En las vacaciones se acostumbraba a la soledad. Y en la época de clases el contacto con alumnos y profesores, contrastaba con el silencio de la casa. Y tardaba un par de días en acomodarse a la nueva rutina. “Es mi jet–lag” se dijo, sin que el chiste le arrancara un cambio en el gesto. Miró el sillón vacío enfrente del suyo y sin un movimiento hizo como que saludaba a su esposa. Se le cerraron los ojos y casi sin darse cuenta se quedó dormido.

4

Entró al gimnasio y se detuvo un momento para buscar la tarjeta magnética en el bolsillo de la mochila. Metió la mano distraído pero no la encontró. La apoyó en el suelo y se puso en cuclillas para buscar más cómodo, a un costado para no estorbar el paso de quienes salían o entraban, aunque a esa hora había muy poca gente. A partir de las seis, seis y media de la tarde se llenaba pero a él le gustaba ir cuando prácticamente todo el gimnasio era para él, sin necesidad de esperar en ninguna máquina. Revisó más a conciencia pero no estaba ni en el bolsillo del frente ni en ninguno de los dos bolsillos laterales. Revisó también el interior de la mochila pero ya sabia que ahí no estaba. Levantó la vista y se encontró con una de las recepcionistas del gimnasio que lo estaba mirando.

−Ay Julián querido. Otra vez te olvidaste la tarjeta.

La chica lo miraba sonriéndole con picardía. Tendría entre veinticinco y treinta años. Morocha, bajita, ojos claros, carita de muñeca.

−¿Qué voy a hacer con vos, querido?

Se lo dijo en un tono en que el doble sentido de la frase quedó flotando en el aire. “Yo te podría dar algunas ideas que se me ocurren para hacer conmigo” pensó Julián y sintió que empezaba a ruborizarse. Siempre le parecía que muchas de las mujeres de esa edad se le insinuaban. Pero no estaba seguro y empezaba a ruborizarse y se daba cuenta de eso. Entonces se ponía nervioso, se le atragantaban las palabras. Por lo menos a fuerza de practicar había logrado controlar el tema del rubor o eso era lo que creía. Respiró pausado y quiso decir algo pero no pudo. Le sonrió a la chica tratando de parecer tranquilo, pero sentía que perdía el control. Todo lo contrario que lo le pasaba con las chicas de su edad. Con ellas no tenia que hacer nada. Ellas manejaban la situación y decidían cuándo y cuánto querían hacer. Las mayores lo intimidaban.

−¿Te quedaste mudo mi amor? Un chico tan lindo y –retuvo un instante la frase− venir a olvidarse la tarjeta− Se rió con una carcajada sonora que la hacia irresistible.

−Bueno, no te preocupes bombón.− dijo mientras tecleaba en la computadora− No te voy a dejar con las ganas− levantó la mirada mientras decía esto y le sonrió inocentemente.

“Parece que disfrutara torturándome la hija de puta. Me mira con esos ojos desde abajo. Seguramente me miraría igual mientras me la está chupando” se dejó llevar por la imaginación y sintió que se excitaba. “Lo único que me faltaba” pensó.

−Hola. ¡Hola! − le decía la recepcionista.

−¡Eh! ¿Perdón? − alcanzo a balbucear.

−¿Julián Márquez, no? Te preguntaba. No sé, te quedaste mirándome fijo y no me contestabas. Vaya a saber qué estabas pensando− volvió a reírse.

−Sí, sí. Soy yo.− Apenas alcanzó a decir.

−Bueno. Por esta vez te voy a dejar entrar sin la tarjeta. Pero tenés que ser más atento y no olvidarte las cosas ¿sí?

−Bueno, muchas gracias− le dijo mientras se encaminaba hacia la puerta de invitados como ella le indicó.

−Me debés una− dijo y se rió de nuevo.

Él la saludó con la mano pensando en la tremenda cara de estúpido que estaba poniendo. Pasó la puerta y se fue al vestuario lo más rápido que pudo.

Sacó la toalla del bolso que dejó en un gabinete y una vez en la sala de las máquinas se subió a la cinta de correr. Eligió un programa intenso con muchas subidas y bajadas.

Diez minutos después Vanessa entró al gimnasio, saludó a la misma chica de la recepción, sacó la tarjeta de la mochila y cuando estaba por pasarla ella le dijo:

−Hola Vanessa. ¿Cómo estás? ¿Venís a gastar un poco de energía?− Sonreía pero de una manera muy distinta a las sonrisas que le había ofrecido a Julián. Era muy simpática pero había algo más. “Está calculando” se dijo Vanessa. “Está muy bien esta mina, pero va entrando en la edad en la que, cuando se encuentran con una pendeja como yo, se dan cuenta de que están en el camino de salida mientras que yo recién estoy entrando, y no les gusta ni un poquito”. Le encantaba sentirse observada. Le gustaba lo que provocaba en los hombres y en las mujeres, tanto o más. Se trataba de una competencia y ella ganaba. Ninguna la intimidaba. Pero en algunas ocasiones había sentido un mirada distinta. Sabía lo que querían pero ella prefería a los hombres aunque más de una vez se había imaginado cosas, pero solo habían quedado en su mente. Le sonrió a la chica de la recepción y se apoyó en el escritorio agachándose un poco con lo cual casi dejaba los pechos a la vista. Puso su mejor cara de nena buena.

−Hola, ¿cómo estás vos? Sí, vengo a quemar un poco de grasa.

Lo dijo a propósito. Sabía que no necesitaba quemar nada. Y para rematar agregó:

−Prefiero mantenerme desde ahora y no dentro de diez años querer matarme por algo que ya no tiene solución.

La chica de la recepción no acusó recibo. Mantuvo la sonrisa y le preguntó:

−¿Así vestida vas a ir a las máquinas?

−No, no. Traje para cambiarme en la mochila− y le mostró esa mochilita en donde obviamente no entraba nada de ropa.

−Bueno linda. Pasá que yo sigo con mi trabajo. Tratá de no infartar a nadie.

−Veremos…−dijo Vanessa aceptando sonriente el cumplido.

Entró al gimnasio y de camino al vestuario, miró por el vidrio y vio a Julián en la máquina de correr. Él la saludó con la cabeza. Ella lo miró un segundo como sin entender y respondió al saludo haciéndose la sorprendida. Sabía perfectamente que iba a estar ahí. Pero quería que pareciera casual. Cambió de rumbo y se metió en la sala de máquinas. Llegó hasta donde estaba Julián justo en el momento que terminaba la rutina que había elegido.

El chico se bajó, se sentó en un banco. Estaba bastante agitado, recién empezando a normalizar la respiración. Se secaba la frente y la cabeza pero al instante estaba todo mojado. Ella se sentó al lado de él demasiado cerca. Sintió el olor que despedía, mezcla de desodorante, perfume y cuerpo de hombre en acción. No tenía ni una pizca de olor feo a pesar de lo transpirado que estaba. Se dio cuenta de que estaba excitada. Recorrió la sala con la mirada. Había una mujer mayor haciendo bicicleta fija en la otra punta mirando fijo el televisor que tenía enfrente. Era muy mayor y se balanceaba un poco para los costados en cada pedaleada. “En cualquier momento se cae esta vieja”, pensó, pero no pudo dejar de sentir cierto respeto. Solo había una persona más haciendo elíptico, un hombre de unos cincuenta años un poco gordo, totalmente calvo, vestido con ropa un tanto juvenil para su edad, como si con eso pudiese rejuvenecer algo. A Vanessa le pareció que la miraba. Descruzó las piernas y las volvió a cruzar. El hombre del elíptico hizo un movimiento raro, casi se cae y se quedo mirando fijo las extremidades inferiores de Vanessa hasta que pareció darse cuenta y desvió la vista, aunque enseguida volvió a mirar para desviar la vista otra vez. Vanessa se rió por dentro.

Se acercó más a Julián rozándole la pierna. El estaba en shorts ella con minifalda. Se apoyó un poco más para hablarle al oído, sintiendo el pecho izquierdo contra el brazo de él.

−Sabés lo que quiero− le dijo

−Estás loca− Julián se alejó apenas un poco. Le gustaba el contacto.

−Sí− le contestó ella− muy loca.

−Tengo que seguir con las otras máquinas− protestó él, pero no se separó de ella, que se apretó un poquito más.

−Sabés lo que me gusta.

−Pero es una locura, vamos a mi casa. No hay nadie.

−No. Vos sabes lo que quiero, y a vos también te gusta.

−Esto va a terminar mal− Mientras hablaba se movió un poco en el banco. “Está excitado y no sabe como disimularlo”, pensó ella y ya no quiso esperar. Miró hacia el hombre del elíptico que seguía con su rutina pero no le sacaba los ojos de encima.

Se levantó descruzando las piernas y se paró de frente a Julián dándole la espalda al pelado y agachándose para hablarle al oído sabiendo que sus piernas quedaban totalmente expuestas pero que no se vería nada más. Por poquito, pero nada más.

−Te espero en cinco minutos− le susurró. Luego se incorporó y se dio la vuelta para salir. Al pasar frente al pelado le sonrió con la sonrisa de nena inocente. El pobre hombre transpiraba a más no poder. Al salir de esa sala del gimnasio, cerró la puerta de vidrio y le echó un vistazo a Julián. Seguía sentado en el banco con la cabeza gacha secándose con la toalla. Se excitó un poco más al pensar en el conflicto interno del chico. Por un lado se moría de ganas y por el otro tenía miedo de lo que iban a hacer. Ella lo había dejado en claro desde la primera vez. No habría sexo normal. Y hasta ahora él la había seguido mansito. Caminó por el pasillo que se alejaba de la parte principal del gimnasio dejando atrás la cancha de futbol también vacía a esa hora. El pasillo doblaba a la izquierda y terminaba en una puerta con un cartel que prohibía pasar. Era el ingreso a la zona de servicios. Inmediatamente después de esa puerta había un par de baños, el de hombres a la izquierda y el de mujeres a la derecha. Eran para el personal que trabajaba en el gimnasio pero estaban en la zona de mantenimiento de las maquinas y a esa hora nunca había nadie. Se acercó a la puerta y solamente con saber que iba a transgredir lo que ese cartel indicaba, sintió una nueva ola de excitación. Pasó la puerta con cara de me equivoqué el camino por si había alguien. No había nadie. Cerró con cuidado y se quedó parada un momento mirando el entorno, disfrutando de estar expuesta en un lugar donde no debía. Después se metió en el baño de mujeres. La primera vez había decidido entrar al de hombres pero lo pensó un poco y le gustó más obligar a Julián a entrar en el de damas porque, si los descubrían, las mujeres serían más complicadas de silenciar, lo que aumentaba el peligro. Si fuese un hombre el que los pescaba, lo máximo que podría pasar es que quisiera recibir también algún favor. Entró. El baño era reducido. Un lavamanos y dos gabinetes. Se metió en el primero y miró el reloj. Habían pasado tres minutos. Tendría que esperar y eso no le gustaba, y en estas circunstancias le molestaba más. Pero aumentaba la emoción. El baño estaba impecable. Bajó la tapa del inodoro y se sentó. Abrió las piernas con lo que la pollerita se le subió hasta la cintura. Empezó a tocarse por encima de la bombacha. Se entretuvo acariciándose muy suave dejando volar la imaginación. Volvió mirar el reloj. Ocho minutos, casi nueve. Se enojó. “No va a venir el maricón”, pensó y en ese momento le pareció oír que se abría la puerta del pasillo. Se quedó quieta escuchando. Pasaron unos segundos y sintió el ruido de la puerta del baño que se abría y que se cerraba sola. Después no hubo ningún otro sonido. Se quedó esperando sin moverse. Pasaron unos instantes y escuchó la voz temblorosa de Julián que la llamaba muy bajito. No contestó para ponerlo más nervioso. Él volvió a llamarla un poco alterado. Ella esperó un instante más y cuando supuso que estaba por irse, abrió la puerta del gabinete sin decir nada. El se asomó dudando y ella lo agarró del brazo y lo metió adentro de un tirón.

−Estás loca. Pensé que no estabas.

−Y yo pensé que no ibas a venir.

−No iba a venir. El tipo pelado que estaba en el elíptico no paraba de mirarme. Cuando salí, me quedé un rato en el pasillo y el tipo se fue a la recepción. Esperé un poco por las dudas pero al rato se fue al vestuario. Esto es una locura. Tenemos que irnos de acá.

−¿Te parece que nos vayamos ya?

En el mismo momento que le preguntaba le agarro el miembro por afuera del short. El dio un respingo y se corrió para atrás pero inmediatamente empujó con la cadera impulsado por las caricias de ella.

−Me parece que mejor nos quedamos cinco minutitos más− dijo ella con voz ronca y se dio vuelta sacando la cola que la pollerita no lograba tapar.

−Estás loca. Re loca− dijo él y se bajó los shorts.

5

Damián llegó a su casa y fue derecho a su dormitorio, dejó la mochila en la cama, abrió el cierre, sacó todos los libros y carpetas y los guardó en la puerta derecha del armario en perfecto orden, cada cosa en el espacio correspondiente a cada materia, espacio que desde la semana anterior a comenzar la clases había asignado y que a su vez había llenado con el libro que, según figuraba en internet, cada profesor tomaba como base para sus clases. Había ido con su madre a la librería a comprarlos y ya había ojeado las primeras páginas de todos. Se lavó las manos y bajó a la cocina. Julieta, su madre, lo estaba esperando con un almuerzo liviano.

−Hola mi bomboncito. ¿Cómo estás? ¿Cómo te fue en clase?

−Bien mamá. Nada del otro mundo. Los profesores se presentaron. Hablaron pavadas y en general perdieron el día. Prácticamente no hicimos nada.

Le madre le sirvió un plato con pechuga de pollo cortada en trocitos, un par de rodajas de tomate, dos fetas de queso cremoso light, una zanahoria recién rallada y medio huevo duro. Todo condimentado con vinagre de alcohol y muy poco aceite de oliva. Nada de sal que en esa casa no se consumía. Y se comía sano y natural. Nada de porquerías envasadas y llenas de conservantes que engordan y a la larga terminan provocando algún tipo de cáncer.

Damián se acomodó los lentes sin los cuales no veía prácticamente nada, tomó el tenedor y pinchó un trozo de pollo que se desprendió cuando se lo llevaba a la boca y se cayó en la mesa. Miró a su madre con temor.

−Disculpá mamá. Se me cayó.

−Ya me di cuenta de que se te cayó. Tenés que ser más cuidadoso. Antes de llevar el tenedor a la boca es muy importante que te tomes un segundo para asegurarte que nada se vaya a caer.

El chico asintió y tomó otro trozo de pollo que esta vez llegó exitosamente a su destino. Inmediatamente atrapó con el tenedor un bocado de zanahorias y cuando estaba por llevarlo a la boca su madre lo frenó.

−¡Damián! ¿En qué idioma tengo que decirte las cosas? ¿Y cuántas veces hay que repetírtelas para que las entiendas?. No se toma con el tenedor el siguiente trozo de comida hasta no haber tragado el que tenés en la boca. La idea es darse el tiempo necesario para masticar como corresponde la comida. La insalivación es una de las etapas más importantes de la digestión y es la que más se puede controlar. Si los alimentos no están bien masticados e insalivados, el resto del proceso digestivo no se desarrolla adecuadamente, parte de estos alimentos no se absorben, y se está forzando al aparato digestivo a trabajar mal. Y esto sin considerar lo desagradable que es que se te caiga un trozo de comida. No sé qué te está pasando últimamente.

−Perdón mamá. Voy a estar más atento.

Tampoco él comprendía bien lo que le estaba pasando. Su madre se levantó y se fue a enjuagar la vajilla que había en la pileta no sin antes mirarlo con severidad. Damián se quedó solo tratando de comer con la mayor corrección. Sabía por experiencia que si bien su madre estaba de espaldas, tenía un sexto sentido muy agudo y al menor error se daría cuenta. Últimamente estaba muy torpe. Más allá de su defecto en la visión que, puestos los anteojos, no le afectaba en nada, y su falta total de habilidad para cualquier deporte, sabía conducirse muy bien. Era extremadamente ordenado y meticuloso. El estudio, la ropa, su dormitorio. No toleraba la falta de higiene. Se bañaba una vez por día mínimo y si se sentía sucio o transpirado llegaba a bañarse hasta tres o cuatro veces. Sobre todo en verano. Su ropa siempre estaba impecable. Pero últimamente estaba muy torpe. Cosas que antes no le pasaban le estaban sucediendo ahora. Nada grave si no se tenía en cuenta lo exigente que era en todo. Había aprendido de chiquito a rendir al máximo de sus posibilidades en cada cosa que hacía, por insignificante que pudiera parecer. “Es un concepto de vida, una filosofía con que encararla”, le habían inculcado sus padres. “En todo hay que aspirar a lo máximo. No existen cosas insignificantes. Si uno encara todo absolutamente con la mayor seriedad y aspiración, las cosas pequeñas sirven de entrenamiento a la hora de enfrentarse a desafíos más grandes. El cerebro se va formando con una actitud ciento por ciento exigente. Y hay que saber que no es fácil llegar a la cima en todo. Y cuando, en algo no lográs el máximo rendimiento, hay que analizar los errores y las contingencias que llevaron a ese fracaso para capitalizarlo pensando en futuras situaciones”.