Sin miedo a la vida - Juan Bautista Matienzo - E-Book

Sin miedo a la vida E-Book

Juan Bautista Matienzo

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Oscar Wilde sostenía que los libros de memorias suelen estar escritos por dos clases de personas: las que tienen muy mala memoria o las que no han hecho nada digno de recordarse. Cumplo ambos requisitos. Estoy sin duda en el segundo grupo y cada día me aproximo más al primero, a pesar de la infalible memoria de la que antes solía tener fama (con perdón de lo dicho por Borges en la primera página de "Funes el memorioso"... Estas páginas recorren setenta años de mi vida. Pasan por allí historias familiares, el colegio, la Facultad de Derecho y las escuelas de Bellas Artes, tantos amigos recogidos en esos u otros campos, la actividad profesional y, por supuesto, la evolución política y social: desde los vagos recuerdos de los bombardeos del 16 de junio de 1955 hasta el actual Gobierno, pasando por las presidencias de Frondizi e Illia, los golpes militares, el regreso de Perón y la restauración democrática desde 1983. Se integran también recuerdos referidos a la familia que formamos con José y a mi vida espiritual, que obviamente ha penetrado todos los otros aspectos.

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Matienzo, Juan Bautista

Sin miedo a la vida : recuerdos de setenta años / Juan Bautista Matienzo. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires : LID Editorial Empresarial, 2022.

Libro digital,PDF

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4467-32-4

1. Autobiografías. 2. Historia de Familias. I. Título.

CDD 808.8035

© LID Editorial Empresarial SRL 2022

LID Editorial Empresarial, S.R.L.

A. Magariños Cervantes 1592 – CABA – Argentina

[email protected]

@lideditorialarg

LID Editorial Arg

LID Editorial Argentina

ISBN 978-987-4467-31-7

Dirección general: Lía Sottanis

Dirección editorial: María Laura Caruso

Edición: MLC Servicios Editoriales

Corrección: Marisol Rey

Diseño de interior y cubierta: Cecilia Ricci

Se imprimió en el mes de diciembre de 2021

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.

Libro de edición argentina.

No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Editorial y patrocinadores respetan íntegramente los textos de los autores, sin que ello suponga compartir lo expresado en ellos.

Te escuchamos. Escríbenos con tus sugerencias, dudas, errores que veas o lo que quieras. Te contestaremos, seguro: [email protected]

SIN MIEDO A LA VIDA

Recuerdos de setenta años

Juan Bautista Matienzo

MADRIDBOGOTÁ

MÉXICO D.F.Nueva DelhiBUENOS AIRES

LONDRES NUEVA YORK SHANGHÁI

PRÓLOGOEN TRES TIEMPOS

Año 1997: Empiezo a escribir estos recuerdos (“memorias” sonaría tal vez excesivamente importante) el 27 de mayo de 1997, cumpleaños de mi sobrino y ahijado Francisco von Stecher. ¿Por qué lo hago? La ocurrencia data del domingo anterior, mientras leía en la revista del diario La Nación un reportaje a Mia Farrow, quien acababa de publicar un libro de memorias de su vida. En algún momento, el periodista le preguntó por qué lo había escrito, y ella respondió que había pensado que sería entretenido para sus hijos y nietos. A su vez, le contrapreguntó: “¿A usted no le gustaría tener un libro de memorias escrito por su padre o su abuelo?”.

Mi respuesta es “Sí, me gustaría tenerlo”. Y, en tal caso, no me cabe duda de que sería uno de esos textos que recurrentemente sacamos de la biblioteca para repasar algún capítulo. Pero, lamentablemente, ellos han muerto sin haberlo escrito (o, al menos, no han aparecido sus memorias todavía). Se me ocurrió entonces que un libro de esa naturaleza podría ser entretenido para mis hijos y nietos, y aquí estoy arrancando. Ellos son los naturales destinatarios de estas líneas, que seguramente serán de menor interés para otros eventuales lectores.

Recorrerán setenta años de mi vida. Pasarán por allí historias familiares, el colegio, la Facultad de Derecho y las escuelas de Bellas Artes, tantos amigos recogidos en esos u otros campos, la actividad profesional y, por supuesto, la evolución política y social: desde los vagos recuerdos de los bombardeos del 16 de junio de 1955 hasta el actual Gobierno, pasando por las presidencias de Frondizi e Illia, los golpes militares, el regreso de Perón y la restauración democrática desde 1983. Se integrarán también recuerdos referidos a la familia que formamos con Jose y a mi vida espiritual, que obviamente ha penetrado todos los otros aspectos.

Oscar Wilde sostenía que los libros de memorias suelen estar escritos por dos clases de personas: las que tienen muy mala memoria o las que no han hecho nada digno de recordarse. Cumplo ambos requisitos. Estoy sin duda en el segundo grupo y cada día me aproximo más al primero, a pesar de la infalible memoria de la que antes solía tener fama (con perdón de lo dicho por Borges en la primera página de “Funes el memorioso” ¿o “El memorioso Funes”? Ya me cuesta recordarlo). Sin embargo, no tengo ahora certeza de que Wilde efectivamente haya dicho aquello. Muchísimas veces me ha pasado que con total convicción he citado algo o a alguien y después me han desmentido o he comprobado que la referencia era absolutamente equivocada. Vayan un par de ejemplos.

Hace unos cuantos años, un abogado amigo me dio una original definición de Mariano Grondona. Dijo más o menos lo siguiente: “Mariano es un muchacho que a los veinteaños ganó el premio de la Cámara Junior al Joven Sobresaliente del Año. Hoy tiene más de cuarentaaños y sigue siendo un joven sobresaliente”. Cuando un día le recordé la anécdota y la definición, negó terminantemente haber dicho eso jamás.

El segundo: tendría alrededor de veinte años cuando cayó a mis manos el libro Las mil peores poesías de la lengua castellana, de Jorge Llopis, que contenía textos apócrifos de una serie de autores castellanos. En él leí un poema “a la manera de” Espronceda que se refería a un supuesto pirata “Barbagorda”. En algún momento, decía:

Terrible tiene el pirata

fama y prestigio en las costas,

pues según diz la leyenda

a las mujeres fermosas

les hace con liviandad

la peor de las deshonras:

las desnuda sobre un banco,

por el cabello las toma

y con la punta de un lápiz

les da en el oído y... ¡sordas!

Pues bien, veinte años más tarde, cuando he vuelto sobre el libro, me pasó lo que a Adolfito Bioy con el artículo sobre Uqbar de la Enciclopedia Británica: el poema no estaba. No sé si había desaparecido de allí o si nunca había estado, pero lo cierto es que repasé varias veces el índice y cada una de las páginas, y no encontré rastros de su existencia. Por supuesto, tengo la certeza absoluta de no haber inventado esos versos y de haberlos visto escritos en ese libro. En fin, este tipo de misterios se han repetido a lo largo de mi vida; de allí que tal vez Wilde jamás haya escrito lo que le atribuyo.

De todos modos, de haberlo hecho y a pesar de lo posiblemente acertado de esa opinión, doy el puntapié inicial. No sé cuándo terminaré, ni siquiera si podré terminar. Supongo que en el devenir de estas páginas irán surgiendo hechos y personas que en este momento me son absolutamente olvidados.

*

Año 2000: Habiendo concluido —era lo que yo creía— estos recuerdos, creo conveniente hacer algunas aclaraciones. Dado el tipo de participación —poco lucida— que les cabe, he modificado a propósito el nombre de algunos protagonistas: son de ficción, entre otros, tanto el apellido “Venezia” atribuido a cierto escribano como el nombre y el apellido del doctor Rodrigo González.

En otro orden, quiero advertir que los versos y otros textos que se citan no son necesariamente literales; en algunos casos, constituyen lo que ha quedado en mi memoria luego de haberlos leído y releído, o escuchado con reiteración. Creo que tratándose de un libro de recuerdos el procedimiento no es desacertado y en todo caso pido perdón por esa falta de rigurosidad.

*

Año 2021: Por diversas razones nunca me había llegado el momento de editar estas páginas, y —valga la contradicción— sus recuerdos habían quedado en el olvido. Este año he cumplido mis primeros setenta años; creo pues que es buen momento para desempolvarlos y darlos a conocer en tal oportunidad a aquellos que, de un modo u otro, han sido sus coprotagonistas.

Haré pues una última revisión con las correcciones necesarias, tratando de tocar lo menos posible. Destaco, sin embargo, que serán inevitables algunos mínimos ajustes a la luz de nuevos hechos que hayan influido en lo dicho primeramente, por lo que es posible que aparezca alguna incongruencia cronológica. Asimismo, agregaré los contenidos correspondientes al tiempo transcurrido con posterioridad.

I

LOS PRIMEROS AÑOS

Intentando retroceder hasta el más lejano recuerdo, tropiezo con alguna tarde a la hora de la siesta caminando con Justa por una de las entonces silenciosas calles del barrio en el que viví mis primeros años; tal vez fuera Talcahuano o Uruguay. Recuerdo muy borrosamente la puerta de entrada del departamento en que vivíamos, ubicado en Talcahuano entre Juncal y Arenales, casi justamente en la curva, así como alguna imagen de su interior.

Para ubicarnos cronológica y familiarmente, creo conveniente aclarar que nací el 13 de abril de 1951 como tercer hijo (primer y único varón) de una familia de tres hermanos y que mamá, poco después del parto, tuvo una hemorragia muy fuerte que casi acaba con su vida. Mis hermanas mayores eran (y son) María de las Mercedes (mi madre tenía un nombre casi idéntico, “María Mercedes”, y le agregó el hispánico “de las”) y Ana Luisa Rosa (que por haber nacido el 30 de agosto recibió el que ahora juzgo como tercer e inútil nombre). Los dos primeros nombres de Ana coinciden con los de las bisabuelas paternas de cada una de las familias de mis padres, es decir, Ana Dupuy de Matienzo y Luisa Domecq de Bioy, ambas con etílica reminiscencia a dos de los más populares coñacs. Finalmente, mis nombres, Juan Bautista y Leandro, obedecen respectivamente a los de mi abuelo materno y al de mi padre, quien, a su vez, también lo había heredado de su abuelo materno. Viejas costumbres de repetir nombres de familia. Debo confesar que mi tercer nombre, que por otra parte nunca me gustó demasiado, me ha sido en general bastante incómodo, ya que no suele entrar completo en los espacios o casilleros de los formularios, me hace perder tiempo en las innumerables ocasiones en que debo escribirlo, alguna vez me ha traído problemas en los escritos judiciales, en fin, creo que no ha sido útil, al contrario, por lo que celebro la tendencia actual de poner a los hijos un solo nombre, tendencia que hemos cumplido con la casi totalidad de los nuestros. Y también es cierto que por más que nos guste especialmente algún nombre, al final, por comodidad, rapidez o lo que fuere, terminamos llamando a las personas, en particular a nuestros hijos, con esos poco ingeniosos apelativos que no consisten más que en cortar el nombre al medio y utilizar las dos primeras sílabas dándole el acento de una palabra grave.

Ya que la he nombrado a Justa en el arranque, considero oportuno detenerme en ella. Justa Álvarez Bustelo (algunos años después, “de Bayos Garrido”) pertenecía a esa constelación de personas venidas de España a lo largo de la primera mitad del siglo XX que, por uno u otro motivo, se dedicaron a tareas de servicio doméstico. Había llegado en la última camada, a mediados de los cuarenta, y entró a trabajar en casa cuando mamá era recién casada y, por supuesto, varios años antes de que yo naciera, de modo que mi niñez transcurrió en una constante relación con ella. Últimamente, he aprendido que la familia está integrada también por las personas de servicio y creo que en el caso de Justa ello era especialmente cierto. Era flaca y muy bajita, de pelo corto y negro, aunque de cutis blanco; de risa y carcajada fácil, así como de interjecciones de rabia cuando las cosas no le salían. Como gallega de Galicia, era bastante bruta en el sentido que le damos habitualmente a esa palabra, sin perjuicio de lo que diré después. Solía ocurrir que al final de su labor diaria, una serie de cosas quedaban inutilizadas. Cada tanto se la oía gritar: “¡Esta plancha es una porquería!”, calificativo que aplicaba a diversos instrumentos (enceradora, cocina, etcétera) cuando no respondían a sus expectativas, lo que provocaba la bronca y el enojo de mamá.

Además de mis padres, fue de las primeras personas que me tuvo en brazos. Una de esas veces —yo sería muy chiquito—, mi tía Luisa Bioy le dijo: “Justa, no malcríe a ese chico”, a lo que contestó: “Estoy esperando que eroite”. Mucho después le oí varias veces decir, refiriéndose al agua puesta al fuego, “Hay que esperar que irva”. En algunas oportunidades íbamos a casa de sus parientes en Villa Luro. Tomábamos el tren de Once y solíamos ir a almorzar y pasar la tarde, habitualmente era un fin de semana. Tengo en el recuerdo esas imágenes de barrio, con casas bajas sustancialmente distintas a las de ahora, con muchas plantas y una particularidad: las galerías internas solían contar con algo así como un panel de maderas entrecruzadas donde se sostenían macetas o enredaderas. No creo que esos programas hayan sido muy divertidos para nosotros; sin embargo, tengo como una nostalgia de aquellas calles a las que me recuerda el poema de Borges:

Esas tardes tan claras en casa de un amigoa la vera de Banfield... Hube paz de suburbio:vi la pampa tirada igual que un sogueríoy el cielo azul y blanco como nueve de julio.Hablamos de palabras... Cuando el poniente hurañorondó los callejones como incendio de verasal campo le pusimos versos de Garcilazo

¡versos italianados, chiquitos en América!

Hubo después un piano. La hermana de mi amigodramatizó el borroso sentido de la tarde.El Flete, La Payasa, Sin Amor, El Cuzquitocavaron como penas la hora perdida y grande.La hermana de mi amigo es morena y hermosa.No estoy enamorado de ella. Todo el ocasose olvidó de la quinta. La oscuridá, la sombrabrotó como una queja de mi pecho apagado.

(Este poema, “Tarde cualquiera”, pertenece a la primera edición de Luna de enfrente, y creo que después fue lamentablemente excluido, por el propio Borges, de las Obras completas).

Justa era una persona de gran calidad humana; tenía una bondad, una lealtad y una sencillez que la hacían especialmente amable. Además, nos causaba mucha gracia: “Justa, ¿está el pollo listo?”, preguntaba mamá; y ella contestaba: “Allí está, señora, sin plumas y cacareando”. Alguna vez, cuando había invitados a comer, después del postre asomaba su cabecita por la puerta del comedor y gritaba: “¿Cuántos cafeces?”. Si me sentía mal, me aconsejaba: “Ve al médico, Juancito, a lo mejor te adivina”. Y ante un dolor de estómago o panza, tenía el diagnóstico infalible: “Algo que te hizo mal”. En fin, hacía mucho que no tenía noticias de ella (creo que la última vez que la había visto había sido en ocasión de la muerte de Balbino, su marido) cuando unos años atrás me llamó por teléfono desde Mar del Plata, donde vivía en un geriátrico. Fue una gran alegría escucharla, y un tiempo después, un verano que pasamos en Miramar, nos corrimos hasta allí y la visitamos. La cabeza ya le fallaba un poco, pero recordaba que teníamos una “hijita con algún problemita”. Fue un gratísimo reencuentro, el último en este mundo.

Supongo que “la plaza” ha tenido siempre una suerte de carácter institucional para la niñez porteña (sobre todo para los que vivíamos en departamentos en el centro), y más allá del aborrecido guardián, constituía un encuentro con el espacio y la naturaleza durante la época de invierno en que no era tan común como ahora el irse afuera los fines de semana. La plaza a la que solíamos ir a jugar, generalmente con Justa, era la plaza Vicente López, por aquella época también silenciosa y tranquila, y bastante distinta de la complicada “estructura parquizada” en la que se ha convertido desde hace unos años. Nos gustaba, por lo menos a mí, treparnos al enorme árbol (supongo que un gomero) que aún existe, y quiero subrayar la sensación que el barrio y la plaza me daban en aquellos primeros años: serenidad, tranquilidad, silencio. No recuerdo casi ningún hecho en particular, pero sí esa sensación.

Tengo una lejanísima imagen de mi abuelo paterno, que murió en 1953. En realidad, y en razón de la fecha de su muerte, dudo de acordarme efectivamente y sugiero la posibilidad de haberlo imaginado a raíz de alguna conversación posterior. Concretamente, lo veo acostado en su cama en el departamento de Pueyrredón 1834, 5º “J” (donde muchos años después pasamos unos meses antes de ir a vivir a Serrano), dándonos de comer vainillas. Pero reitero: tal vez solo se trate —como decía Borges en ese libro magníficamente escrito que es la biografía de Carriego— de “recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido en cada nuevo ensayo”.

Es probable que, desde entonces, tuviéramos como costumbre ir los domingos a lo de abuelita Margarita, madre de mi madre y viuda desde 1938, que vivía en un departamento cuya sensación, en ese momento, era similar a lo que posteriormente fue Las Heras. Habitualmente íbamos y volvíamos en taxi, pero recuerdo haber ido alguna vez en trolley bus, que tenía parada en la misma cuadra del Congreso, al pie de la escalinata de acceso, cosa que hoy —y desde hace muchos años atrás— parecería imposible. El trolley era un importante medio de transporte de aquellos tiempos; tenía la forma aproximada de los colectivos largos de ahora, pero no funcionaba con motor a gasoil, sino con electricidad proveída por unos cables en la calle que llegaban al vehículo a través de una especie de varas, a la manera de los tranvías. Era común que en las curvas —un caso típico era la esquina de Las Heras y Pueyrredón— las varas se soltaran y comenzara un juego de saltos y caídas provocado por sus resortes, dando lugar en cada contacto con los cables a una seguidilla de ruidosas chispas que cesaba cuando el chofer se bajaba y volvía las cosas a su sitio. En Congreso me llamaba la atención el molino luminoso ubicado en el tope del edificio de la Confitería del Molino, clásica de Buenos Aires y del barrio, lugar de encuentro habitual de políticos y dirigentes diversos.

A comienzos de 1955, nos mudamos a Pueyrredón 1834, 5° “K”, entre French y Peña, es decir, el mismo edificio y piso en el que vivía abuelita Laura (madre de papá), aunque palier de por medio. Allí viví hasta que me casé veintidós años más tarde. Es curiosa la transformación en la medición del tiempo que se va produciendo con el paso de los años: a pesar de ser menos, esos veintitantos años de niñez, adolescencia y juventud parecen eternos en comparación con los ya más de cuarenta que llevo de casado. Fue seguramente una época de vertiginosos y sucesivos descubrimientos, y, con certeza, de innumerables partidos de fútbol en las plazas del bajo; de algún que otro cigarrillo fumado furtivamente atrás de la Recoleta; de regresos diarios del colegio; de muchas amistades y de cafés en las mesas de Alabama o El Blasón; de recurrentes noches en casas de amigos —todas en las cercanías— y de tardecitas interminablemente caminadas y conversadas en aquel inevitable círculo cuyo centro estaba en Las Heras y Pueyrredón. Ese ámbito que, en definitiva, no era ni Barrio Norte ni Palermo y que se extendía principalmente hacia plaza Francia, el monumento a Mitre, el Museo Nacional de Bellas Artes, la “pileta de los barquitos”.

La cuadra en que estaba ubicado nuestro departamento era algo especial, ya que pertenecía a una manzana triangular (en lugar de la clásica cuadrada o rectangular), porque en la esquina norte arrancaba en ángulo agudo, o, mejor dicho, terminaba, la calle Anchorena, que después (o antes, según se mire) se hacía paralela a Pueyrredón. La manzana era un triángulo rectángulo en el que la suma de los cuadrados de Pueyrredón y de Peña era igual al cuadrado de Anchorena. Al edificio se ingresaba por uno de los catetos (Pueyrredón), pero las ventanas exteriores de nuestro departamento daban a la hipotenusa. Además de esa particularidad, en nuestra misma cuadra podíamos proveernos de casi todo lo indispensable para vivir: justamente abajo de casa y perteneciente al mismo inmueble estaba el almacén de los gallegos González; pegada a él, hacia French, la panadería; y de inmediato La Martona, también de un matrimonio español. Cerrando esa línea, justo en la esquina de French se ubicaba Karakasis, un griego que tenía una de esas librerías/papelerías completamente desordenadas en las que se venden repuestos Rivadavia, gomas, pelotas, muñecos, figuritas, mapas, etc. Volviendo ahora a la puerta de casa, hacia la izquierda y casa de por medio estaba la fiambrería, y ya sobre la esquina, en el vértice de Pueyrredón y Anchorena, la ferretería de Varela, que fue el último de dichos negocios que dejó de funcionar (hoy transformado en una heladería Freddo). Recuerdo que una vez Luisa Bioy fue a comprar un dulce de batata al almacén y cuando llegó a su casa constató indignada que estaba lleno de hongos. Al ir a reclamar, le dijo el mayor de los González: “Eso le pasa por comprar dulces baratos”, y le negó la devolución. El fiambrero era un personaje curioso: libanés o similar, hablaba con un acento extraño e invariablemente al comunicar el precio de la compra agregaba “Cuenta chiquita”; muy agradable en el trato, pero con pocas pulgas con su mujer, la que periódicamente aparecía atrás del mostrador con un ojo morado por algún golpe del marido y le preguntaba a mamá, señalándose el ojo: “¿Qué opina de esto?”. Hoy habría sido objeto de denuncia por violencia de género. Finalmente, cabe recordar que en medio de la calle Pueyrredón y dividiendo las dos manos contrarias de circulación, había un refugio para la parada del tranvía.

En cuanto al departamento en sí, este no era demasiado grande. El piso en el que vivíamos era el último, y de allí salía la escalera hacia la terraza, en la que había una serie de lo que podríamos llamar “boxes de alambre tejido” para colgar la ropa, cada uno de los cuales correspondía a uno de los departamentos. La terraza estaba invariablemente sucia, llena de hollín y con los alambres oxidados; cualquier mínimo contacto con el piso o los alambres implicaba ensuciarse las manos y las rodillas. Creo que esta situación, una constante de aquella época, cambió sustancialmente cuando se prohibieron las quemas de basura en los departamentos y se tomaron otras medidas de esa índole, al final de los años sesenta. La gris monotonía de la terraza solo se veía alterada por el recinto correspondiente a la familia Domínguez, que estaba literalmente lleno de plantas y flores que el señor Domínguez cuidaba con especial dedicación.

Supongo que la mudanza de Talcahuano a Pueyrredón fue poco antes de la revolución del 55, de la que tengo algunas imágenes, aunque no podría precisar cuáles corresponden a los bombardeos del 16 de junio y cuáles a la revolución propiamente dicha: una noche, serían alrededor de las nueve, en el comedor de casa oíamos la radio que informaba sobre sucesos violentos en la Plaza de Mayo. Creo que papá —que trabajaba en el Banco Nación, frente a la plaza— aún no había vuelto a casa, y eso nos tenía preocupados. El 16 de junio —que creo recordar que todos estábamos en casa y también los vecinos en las suyas, a pesar de ser un día de semana— había un gran pánico en el edificio a raíz del ruido de las bombas y los aviones. De todos los pisos y departamentos bajamos a la planta baja, supongo que por temor a un derrumbe a causa de las explosiones. Justa, muerta de miedo, hizo sus valijas y decidió irse a lo de sus hermanas a pesar de la pretensión de mi madre de disuadirla dado lo peligroso de que se trasladara en esas circunstancias. Recuerdo también que mi hermana María Mercedes estaba muy asustada y lloraba; es obvio que, dada su edad, de los tres hermanos era la que más conciencia tenía de lo que estaba sucediendo. Como resultado de esa forzada “reunión de consorcio”, fuimos por primera vez a jugar a lo de Giovannangelo, de quienes después nos convertimos en amigos y pacientes (lo digo en el sentido médico, o mejor dicho odontológico, de la palabra). Y siguiendo con estas imágenes de la revolución, recuerdo perfectamente el velorio de nuestra tía abuela Vina en pleno centro de la ciudad y a pocas cuadras del edificio de la Alianza Libertadora Nacionalista, el mismo día en que la Alianza fue bombardeada; en este caso no se trató de bombas arrojadas en vuelo, sino de tanques del Ejército que destruyeron la sede. Estábamos en el velorio y a cada momento se oía una fortísima explosión que conmovía a todos cuantos estaban allí reunidos, incluso a la difunta; yo no tenía idea de qué se trataba.

De esa época son posiblemente también mis primeros recuerdos de la quinta de Moreno, que apareció en la familia casi al mismo tiempo que yo, en 1951, y durante muchos años subsistió con la tozudez propia de quien no quería abandonarnos. En Moreno pasamos innumerables temporadas y, a diferencia de los últimos años, solíamos también ir en invierno. En aquellas primeras épocas no había luz eléctrica —no la hubo hasta el año 1966— y, por ende, faltaban una serie de comodidades que después tuvimos, como pileta, máquina de cortar pasto, televisión, etc. Nos alumbrábamos con esos típicos faroles a kerosene de los que aún queda algún ejemplar. Estos se colocaban en unas minirrepisas de madera hechas ad hoc, de las cuales había una en cada cuarto y en cada baño, y tres en el living. En algún momento, se incorporó un “sol de noche”. En invierno —supongo que haría un frío infernal, valga la contradicción—, antes de acostarnos, calentábamos las camas con ladrillos puestos al fuego y envueltos en trapos, a la manera de las bolsas de agua caliente.

Era habitual que entraran ladrones, aunque nunca mientras nosotros estábamos allí. En más de una oportunidad fue robado el motor del agua, una vez un motor que generaba electricidad e incluso llegaron a llevarse las canillas y las manijas de las puertas, además de ropa, zapatos, platos y otros enseres domésticos. La rotura de la persiana del último cuarto evocaba uno de esos tantos atracos que, en definitiva, obligaron a la contratación de caseros permanentes. Hubo varios matrimonios y una mujer sola (Antonia Obregón) con su hijo de alrededor de diez años, que estaba pupilo en un colegio bastante lejano y era un drama cada domingo que debía reintegrarse a clases. José fue otro casero, casado y creo que con algún hijo. Trabajaba en la firma Pfizer (cuya fábrica estaba a pocas cuadras de la quinta) y jugaba como arquero en los campeonatos de fútbol de la empresa; alguna vez fuimos a ver los partidos. Después vinieron Beto y Amalia, él más de diez años más joven que ella, carpintero que trabajaba en un aserradero. Mientras estaban en casa, tuvieron una bebita. Fue a la manera novelesca, una noche de tormenta con rayos y truenos incluidos; mi tía María Laura Matienzo los llevó en el viejo Mercury modelo 1939 al hospital de Moreno mientras abuelita prendía velas y rezaba al Sagrado Corazón. Lo cierto es que todo salió al pelo, y por primera vez recuerdo a un bebe muy chico alzado por su padre y cayéndosele la cabeza hacia un costado. El Mercury merece alguna pequeña referencia: con sus estribos —que en aquellos modelos eran prácticamente infaltables— y su amplio habitáculo interior, llevaba hasta catorce chicos del barrio, que se divertían enormemente.

Después de Beto y Amalia vino un matrimonio polaco o ruso, Benjamín y su mujer, cuyo nombre no recuerdo, que eran muy aburridos y duraron muy poco, y finalmente —debe haber sido en 1964 o 1965— llegaron los Serrano (Francisco y Olga), que estuvieron con nosotros hasta la venta de la quinta cuarenta años más tarde.

Personas realmente de bien, fueron excelentes en su desempeño como caseros y una gran compañía para Jose, así como para mi hermana Ana, cuando se quedaban allí con los chicos muy chicos durante largos períodos, y Félix y yo veníamos diariamente a trabajar a Buenos Aires. Serrano (como le decíamos todos, incluso su mujer) murió primero, inesperadamente, de un paro cardíaco, y no mucho después Olga contrajo un cáncer que la llevó en relativamente poco tiempo. Siempre tuvimos también muy buena relación con sus hijos Marta, Alfredo y Carina, especialmente nuestras hijas con esta última, a quien siguen viendo y tratando.

Desde muy chicos mamá nos enseñó a jugar al crocket (siempre pensé que se escribía así, aunque parece ser que la palabra correcta es croquet), juego al que era muy aficionada y en el que se desempeñaba con gran calidad, institucionalizándose como lo que podríamos llamar el juego oficial de la quinta. En alguna oportunidad, supongo que para Navidad, mamá encargó especialmente en una maderera el juego que aún subsiste; vino en madera “virgen”, de modo que pintamos cada palo (mayette; ¿se escribirá así?) y cada bocha de un determinado color, y luego los barnizamos. Si mal no recuerdo, quien dirigía la operación de barnizado y pintura era Isabel Pico, gran amiga de abuelita Laura que iba habitualmente a Moreno a quedarse a pasar días. Sorprende la perdurabilidad que ha tenido este equipo que cuenta ya con más de cincuenta años. Era infaltable el partido de crocket diario, después del té, cuando el sol ya estaba menos fuerte y podíamos refugiarnos bajo la sombra de los árboles. Con frecuencia se armaban partidos muy encarnizados que terminaban cuando ya estaba oscuro, siendo necesario prender el sol de noche para alumbrar las jugadas finales. Y era también habitual que los partidos terminaran en peleas de una dureza que ninguna otra causa provocaba. Curiosamente, con el paso de los años he comprobado que esto, que parecía insólito, es bastante común entre quienes juegan habitualmente al crocket, lo que de alguna manera constituye un consuelo. En virtud de esa enseñanza y práctica infantil de este juego, nos divertía muchísimo jugarlo y creo que llegamos a convertirnos en verdaderos especialistas, pero pude constatar que a la generalidad de la gente ajena a la familia le resultaba poco entretenido y no llegaba a entender las reglas, por lo que, luego de algunos intentos de jugarlo con visitas, opté por no proponerlo más a extraños. Sin embargo, muchos años después, estando en Llao Llao en una casa que habíamos alquilado y que incluía un equipo de crocket, fue sorprendente el entusiasmo que despertó en mis nietos más grandes, Aquiles y Jerónimo, que en aquel momento tendrían doce o trece años. A tal punto que todos los días —también a la caída del sol— reclamaban un partido. Se ve que los genes influían fuertemente.

Casi todos los años, terminadas las clases, nos instalábamos en Moreno a pasar el mes de diciembre. “Instalábamos” significa las chicas y yo, junto con abuelita y María Laura, ya que tanto papá como mamá trabajaban diariamente. La Navidad, pues, la pasábamos casi siempre allí y era especial motivo de entusiasmo el armado del pesebre; solía ocupar un espacio muy grande y le incorporábamos pasto, pinocha y otros elementos naturales fáciles de conseguir. La comida de Navidad era alrededor de las diez de la noche, después nos íbamos a misa de gallo —que en aquella época era a las doce— y volvíamos para festejar con las típicas golosinas navideñas. Mientras estábamos en ese menester, alguien anunciaba que había visto una luz en el pinito de la entrada —al que se le solían colocar los adornos propios de Navidad— y corríamos hasta él para ver los regalos que habíamos recibido. En general, para los chicos eran muy buenos regalos, favorecidos por la circunstancia de ser únicos nietos y sobrinos del lado Matienzo. Hoy resultaría extraño, pero papá trabajaba hasta el común horario bancario (19:15 horas), por lo que solía llegar en colectivo a última hora de la noche después de un viaje incómodo y cansador. Peor aún, el 31 de diciembre (famoso día del cierre de balance de los bancos) a veces se quedaba hasta más tarde y llegaba sobre el filo de la medianoche en medio de nuestra incertidumbre y sus manifestaciones de bronca. Y como regla, después de pasar la Nochebuena en Moreno con la familia de papá, el 25 a media mañana nos íbamos a Buenos Aires para almorzar en casa de abuelita Margarita, con la familia Bioy.

Con toda seguridad fue durante el año 1955 en que mi hermana Ana Luisa me enseñó a leer y escribir, lo que posibilitó que, al año siguiente, es decir antes de cumplir cinco años, entrara a lo que en aquella época se llamaba “primero inferior” (equivalente al actual primer grado). Quiero destacar el notable mérito y la capacidad de Ana, ya que solo tendría seis años cuando ofició de maestra, evidenciando un total dominio de la lectura y escritura para poder transmitírmelo, además de sus indudables cualidades pedagógicas.

Al año siguiente empecé el colegio en el Instituto María B. de Copello, ubicado en la calle Melo (llamada entonces “Virrey Melo” y hoy “José Andrés Pacheco de Melo”) entre Pueyrredón y Laprida, y estuve allí hasta tercer grado de la primaria (equivalente al actual cuarto), que era el máximo que tenía el colegio. Era mixto, y me enamoré por primera vez: la candidata era una compañera de grado, rubia y de ojos celestes, que se llamaba Susana Beatriz Sánchez. Entre otras cosas, recuerdo que era muy linda, hincha de Racing y que yo la “sacaba” en las rondas que invariablemente hacíamos en el recreo. Una vez, le conseguí una figurita de Manfredini, ídolo de la “Academia” que poco después se iría a jugar a Italia.

Entre los compañeros de colegio de aquellos primeros años no puedo dejar de recordar a José Flekestein (el más amigo) y a Funes, cuyo nombre de pila no puedo precisar. Funes era de una familia muy humilde, seguramente la mayoría o todos los chicos de ese colegio lo eran, pero él parecía serlo en particular. Vivía en Villa Soldati, en un barrio de emergencia, y su madre trabajaba como mucama por horas probablemente cerca de casa y del colegio. Por tal motivo, era habitual que Funes viniera a casa después del colegio y tomáramos el té juntos, ya que su madre lo pasaba a buscar cuando terminaba su trabajo. Una vez me preguntó: “Matienzo, no es por ofenderte... pero ¿vos sos rico?”. Aunque no advertí en ese momento la seriedad de esa pregunta (probablemente tampoco él la advirtiera), me apresuré a negarlo y le dije que papá ganaba una cifra equis (muy baja) que obviamente ahora no recuerdo; en realidad, no tenía ni idea del sueldo de mi padre. Debo haberlo visto por última vez al terminar tercer grado. Muchos años después, no sé si yo estaba en quinto año del secundario o ya en la facultad, llegó a casa una especie de estampa con su foto, invitándome a una misa en Villa Soldati porque Funes había muerto; indudablemente la enviaba su madre. La tarde de la misa tomé el colectivo 41 que iba hacia allá y pensé que con una hora de anticipación era suficiente. Lamentablemente no fue así, y si la ceremonia estaba prevista para las siete de la tarde, yo llegué a las ocho, habiéndome además perdido. No pude pues estar en la misa ni saludar a su familia, con la que después era absolutamente imposible tomar contacto. Siempre lo lamenté. Funes fue el primero de mis compañeros de colegio que murió y el más joven, ya que debía tener 17 o 18 años. Quién sabe lo que le habrá pasado.

Ya dije que a raíz de la enseñanza de Ana Luisa empecé primer grado con bastante anticipación respecto a la edad reglamentaria; ello motivó que la directora y las maestras del colegio me advirtieran que si alguna autoridad escolar aparecía y me preguntaba la edad, yo afirmara tener seis años. Una vez me lo preguntaron, por lo visto me abataté y contesté: “Tengo cinco, pero tengo seis”. La frase se hizo famosa en el colegio.

Las hermanas del María B. de Copello tuvieron un gesto muy simpático en relación con Moreno: dado que no había por aquellos años (estoy hablando de fines de la década del cincuenta) ninguna iglesia cerca, los domingos se daba misa en la quinta. Esta debió ser una iniciativa de mi tía María Laura, quien, con el viejo Mercury de mi abuela, iba a buscar a los lugares más diversos al sacerdote que oficiaría. Los domingos de mayor suerte iba al sitio que resultaba más cercano: el Colegio Máximo de los jesuitas, en San Miguel. Se reunía mucha gente de la zona y, en particular, una buena cantidad de chicos. Recuerdo la época porque, en una oportunidad, María Laura les dijo a mis hermanas que escribieran a su colegio (mucho más importante que el mío) sobre las necesidades que teníamos en materia de ornamentos litúrgicos y vestimenta de los sacerdotes para oficiar misa: era un lance para ver si le daban algo. Yo recogí la idea y también escribí a mi colegio en el mismo sentido; creo que la frase que sobre el tema puse fue “Mi tía está muy contenta porque solo le faltan los ornamentos verdes y colorados”. Poco después, me contestaron la carta diciéndome que tenían esos ornamentos a nuestra disposición y que pasáramos a buscarlos por el colegio. Como tantas veces ocurre, la solución apareció por el lugar que menos se esperaba.

De todas aquellas ceremonias, recuerdo en particular una noche de Navidad en que también en Moreno se celebró misa de gallo, a las doce de la noche. La misa fue en la galería, con el altar ubicado abajo de la hornacina de la Virgen. Después, tuvimos el festejo con toda la gente de la zona que había asistido. Fue una noche para mí inolvidable y enormemente divertida, con un montón de chicos jugando en ese ambiente siempre sugestivo de la oscuridad.

Sé que corro el peligro de mezclar temas de manera indiscriminada, pero me van viniendo de ese modo a la cabeza; a lo que ahora quería apuntar era a la importancia de la radio en aquella década del cincuenta, la primera de mi vida. No es que estuviera permanentemente prendida, pero en casa se escuchaban, diría que diariamente, Los Pérez García y La familia Rinso (auspiciada por el jabón de esa marca), programas que debían ser bastante parecidos y trataban sobre las peripecias de dos familias. A la noche, entre semana, oíamos Odol pregunta por $......... (la cifra fue variando con las vicisitudes de nuestra economía, creo que arrancaron en $10.000 y terminaron en $1.000.000) y el programa cómico de Niní Marshall, que en aquella época era acompañada por Juan Carlos Thorry. Los domingos, papá escuchaba al mediodía una audición que se llamaba La calle Corrientes, y creo que era los sábados que oía un programa de música e información judía. Algo más tarde, debía ser en 1959, con la llegada a casa de una mucama joven y criolla —Matilde Natividad Lucero—, se introdujeron las radionovelas pasionales de Héctor Chiappe, de enorme audiencia en toda la provincia de Buenos Aires, con historias que ocurrían en los suburbios o en alguna zona campera, y que tenían en vilo a todo el auditorio por el dramatismo de los episodios. Contaban con la particularidad, después recogida por las novelas de televisión, de terminar cada capítulo en el momento más patético, dejando en suspenso a la “radioplatea” hasta la audición siguiente. La primera que oí se llamaba Rosendo Arroyos, el montaraz, y poco después se puso en el aire Tango, twist y serenatas, millonarios y alpargatas. Me llamaba la atención en esos radioteatros el ingenio para lograr sonidos y efectos (pasos, galopes, viento, etcétera) con los métodos más inesperados. Por el contrario, nunca oíamos otros programas que amigos contemporáneos después me han comentado que escuchaban habitualmente, como Tarzán y Poncho Negro.

En 1959 se compró en casa un tocadiscos más moderno —el famosísimo Winco, de Philco— y el primer disco que podríamos calificar como de nuestra generación: Quince éxitos de Paul Anka, un long play,tamaño que era bastante novedoso en el mercado. Hasta ese momento, nosotros solo habíamos tenido unos discos infantiles de una o a lo sumo dos canciones por lado, de colores fuertes; había amarillos, naranjas, colorados, verdes... y yo tenía uno azul con la versión castellana de For He’s a Jolly Good Fellow (Él es un buen amiguito).

La reciente mención de Matilde Lucero pone en primer plano el casamiento de Justa, que debió haberse celebrado en 1957 o 1958. Justa había estado de novia con un primo suyo, Juan Bustelo, pero el noviazgo no resultó y finalmente se casó con Balbino Bayos, a quien seguramente conoció en el Centro Lucense, en Olivos, lugar al que iba a bailar los fines de semana. Durante el noviazgo, Justa y Balbino alguna vez nos llevaron de noche al Parque Retiro, famoso parque de diversiones (antes había sido el Parque Japonés) que quedaba donde ahora se levanta el hotel Sheraton. Supongo que nuestra compañía no sería demasiado divertida para ellos, pero en fin, allí íbamos. Recuerdo un día en particular en que a cada juego que yo le pedía a Balbino que nos llevara, invariablemente respondía: “No, ese es para mayores”. Mamá me hizo ver después que posiblemente se tratara de los más caros y era una forma elegante y, por supuesto, totalmente comprensible de salir del paso. Lo cierto es que por fin se casaron, y la ceremonia religiosa —en la que hice de monaguillo— se celebró en la capilla lateral del Santísimo Redentor (al lado del Colegio San Miguel), que era nuestra parroquia. La fiesta fue en casa, lo que parece haber sido un error, ya que la parentela de los novios estaba un poco cohibida y se mantenía en un silencio discreto, a tal punto que en un momento dije: “Esto más que un casamiento parece un velorio”, frase que fue muy festejada y rompió un poco el hielo en el que se desenvolvía la fiesta. Allí oí el especial agradecimiento de Balbino a Ana María y María Laura, al decir que ni sus padres lo habían ayudado como ellas. Se refería a la circunstancia de que entre ellas y mamá habían resuelto el inmediato problema de vivienda del nuevo matrimonio al voltear una pared que separaba los departamentos en que vivían ellas y nosotros, permitiendo de ese modo unir los respectivos cuartos de servicio y tener dos ambientes en los que entraban una cama de dos plazas, un ropero, cómoda y mesas de luz. El tiempo que Justa y Balbino vivieron allí fue de todos modos bastante corto —con toda seguridad, menos de un año—, y después alquilaron una casa en Wilde, donde fui algunas veces a visitarlos. A raíz de esta mudanza, Justa dejó de trabajar en casa y la reemplazó Matilde.

Es posible que ese hecho haya marcado el fin de la etapa más primaria de mi vida. Andaría por los siete u ocho años, y han quedado unas cuantas cosas en el tintero que me parece prudente dejar para el siguiente capítulo.

II

¡¡VACACIONES!!

Creo que las primeras vacaciones a un lugar más o menos lejano fueron en 1956, cuando fuimos a Córdoba invitados por abuelita Laura y mi tía Ana María Matienzo, que a partir de allí se convirtió en una suerte de permanente patrocinadora de nuestros veraneos, incluso hasta muchos años después de mi casamiento. El pueblo al que fuimos era Unquillo. Allí era habitual que saliera a dar vueltas por la zona montado en un burro, enfundado con lo que papá llamaba el “gorrito a lo Pocho” y, según me contaron, inducido por mi tío Agustín Matienzo, al grito de “Vivan los ejecutivos fuertes” y “Santiago y cierra, España”. Allí anduve por primera vez a caballo; me acuerdo de que un día, un poco antes de la hora de almorzar, trajeron un petiso o por lo menos un caballo no muy alto, me subieron y de entrada salí al galope —que para mí era a toda velocidad— ante el desconcierto de abuelita y mis tías. Terminada la sorpresa de la primera vuelta, di dos o tres vueltas más, también a lo que consideraba un galope tendido. Posiblemente, el momento más dramático que viví en esa temporada fue cuando creí que me ahogaba en una de esas grandes piletas armadas con las aguas de algún río o arroyo, tan habituales en el interior. Ana María me había llevado y estaba sentado al borde cuando en un momento, no sé por qué motivo, decidí tirarme al agua y empecé a intentar nadar, pero la natación debe haber durado quince segundos y comencé a hundirme, manotear desordenadamente y sentir que me ahogaba, hasta que alguien me sacó. Supongo que a partir de allí comenzó el respeto (por no decir miedo o desconfianza) que siempre le he tenido al agua. Otra imagen que me viene de esas vacaciones es la de un día que estábamos almorzando y oímos unos gritos afuera. Salimos y un hombre había volcado con una motocicleta que estaba incendiándose. Lo ayudamos a apagar el fuego y a reincorporarse, lo mismo que a la moto. Me llamó la atención que para sofocar el incendio se usaran mantas y se tirara tierra en lugar de agua, cosa que después supe que era elemental en este tipo de casos.

Hace pocos años, a raíz de las actividades de la Asociación Argentina de Síndrome de Williams, estuve nuevamente en Unquillo. Era otro mundo, urbanizado y definitivamente mucho menos lindo que aquel de mi niñez, al que recuerdo agreste, lleno de árboles y con calles de tierra. Tal vez la realidad sea intermedia: más allá del obvio cambio que provocó el paso del tiempo, es posible que también mis recuerdos fueran más idílicos que la realidad.

El año siguiente volvimos a ir a Córdoba, esta vez a Agua de Oro. Viajé con mamá y mi prima Margarita Saubidet, en ómnibus, a la noche. El último tramo, como no había otro vehículo, lo hicimos en sulki, y así llegamos a la casa alquilada. Me parece que era un jardín único con dos o tres casas dentro, había una gran pileta con un trampolín de material muy alto (al menos para mí). De este segundo veraneo en Córdoba recuerdo especialmente las cabalgatas por la sierra, que duraban por lo general un día entero y eran para mí un programón. Nos solía acompañar el que nos alquilaba los caballos, creo que de apellido Salazar. En particular, recuerdo una a la capilla de Candonga —clásico monumento del siglo XVII o XVIII en la sierra cordobesa— de la que participaron no menos de veinte personas: salimos a la madrugada y volvimos ya bien entrada la noche. Esos veraneos eran multitudinarios: además de los diversos Matienzo (nosotros, tías, tíos y abuela), solían ir algunos Saubidet, alguna tía Bioy, amigas de mis tías, etc., alternándose en el tiempo, de modo que permanentemente había despedidas y bienvenidas.

Algunos años fuimos en febrero al campo. En esa época era un campo que arrendaba mi abuela materna, Margarita Lanusse de Bioy (abuelita Margarita), que se llamaba Santa Petrona y estaba ubicado cercano a la estación San Bernardo, partido de Tapalqué. Administraba el campo Juan Saubidet, marido de Margot Bioy, otra de mis tías, quien vivía entonces allí con toda su familia. La casa era una de esas típicas de la provincia de Buenos Aires, con un gran ambiente con piso de baldosas en el medio y los dormitorios que solían estar alrededor, del estilo de la estancia de los Serra, en Bragado, a donde —ya casados— fuimos varias veces a pasar días con los chicos. Había además otras casas más chicas (yo dormía en alguna de ellas) y recuerdo varios galpones. Allí presencié por primera vez algunas típicas actividades camperas, como la vacunación contra la aftosa y el baño de ovejas en una gran bañadera larga, angosta y profunda que terminaba en forma circular con un cilindro en el medio, a la manera de las flaneras. Era un tiempo en el que mamá pensaba que yo tenía buenas condiciones para el dibujo y la pintura, y me fomentaba esas actividades, de modo que varios días también estuve pintando imágenes de galpones, carros y algunas otras vistas. Haciendo una digresión, subrayo que mamá me había puesto una profesora de dibujo y pintura, a cuya casa o taller —que quedaba sobre Diagonal Norte— yo iba creo que semanalmente. En una de esas oportunidades presencié una singular competencia, muy propia del espíritu del Buenos Aires de aquella época: se trataba de una carrera de mozos de restaurante, impecablemente vestidos de saco blanco y moñito, llevando sobre la mano abierta la típica bandeja redonda sobre la que había una botella y una copa de champagne. Venían corriendo por Diagonal Norte desde Plaza de Mayo, daban la vuelta alrededor del Obelisco y volvían hacia la plaza.

El viaje al campo lo hacíamos en tren y solía demorar varias horas: salíamos alrededor de las seis o siete de la mañana, y llegábamos pasada la una de la tarde. Todavía no se habían desarrollado mucho los colectivos de larga distancia, por lo que el tren era de uso prácticamente obligado si no se iba en auto. En Santa Petronahabía un capataz, Alfredo Rodríguez, que había sido peón o capataz de mi abuelo en su antigua estancia Los Pirineos (que por razones económicas debió venderse en el año 1946), y al menos un peón, Narciso, también de apellido Rodríguez, pero sin ningún parentesco con el anterior. Alfredo les tenía particular afecto a papá y mamá, y a nosotros, a quienes nos llamaba “los leandrines”, por derivación. Unos cuantos años después lo fuimos a visitar a su casa en Espigas, donde había ido a vivir cuando dejó de trabajar en el campo. Allí conservaba un Ford a bigotes que había estado en Santa Petrona y le habían regalado cuando se fue. El otro Rodríguez, Narciso, era enormemente grandote, algo así como Porcel, y lo recuerdo diestro en el manejo del lazo. Aquellos trabajadores del campo eran bien distintos de los que podemos ver hoy en González Chávez, entre otras cosas porque se trataba de zonas más folklóricas y criollas. Eran hombres más de a caballo que de fierros, más de hacienda que de agricultura, con un modo de hablar típicamente gauchesco y con más ingenuidad e “ignorancia”. Curiosamente, Narciso una vez había sostenido que los marcianos comen fideos y que no tienen vacas. ¡Quién sabe cómo eso le había sido revelado! El último recuerdo que tengo de él (calculo que yo andaría ya por los trece o catorce años) es haberlo visto con todo el pecho vendado en el bar del pueblo, porque se había roto un par de costillas al caerse sobre uno de los palos de la manga. Después de ese accidente no volvió a trabajar.

Había también en ese campo unos cuantos caballos disponibles, y solíamos salir a la tardecita. A uno de ellos lo llamábamos “el Cincuenta”, porque la marca que tenía en el anca se parecía a ese número. Era un tordillo viejísimo —andaba por los veinticinco años— y buenísimo. A veces nos subíamos diez o más (era bastante grandote o por lo menos a mí me parecía que lo era), y nos llevaba al paso con toda tranquilidad. Era frecuente que hiciéramos la clásica caminata a la tranquera, por lo visto programa inevitable de todos los campos. Esta daba a un camino de tierra, después del cual y pegado a él pasaba la vía férrea; cuando pasaba el tren, íbamos a verlo. Solíamos poner unas monedas sobre una de las vías, monedas que al ser pisadas por el tren adquirían formas diversas. Estaba la costumbre de que cada vez que alguien se iba a Buenos Aires, como iba a pasar en ese tren, por delante del campo, compraba algún chocolate o paquete de pastillas, y nos lo tiraba por la ventanilla.

Un juego que practicábamos cotidianamente —además de la payana— era la rayuela. Mi primo Enrique Saubidet preparaba las piedras para cada uno de los números, de acuerdo con las necesidades de los participantes, e increíblemente era habitual que después de preparada, la piedra cayera en el casillero correspondiente. Coincido con Jauretche en que estos dos juegos son particularmente simpáticos porque están al alcance de cualquier fortuna.

En fin, La Petrona fue entregada poco tiempo después, y las siguientes temporadas similares las pasamos en El Perdido, un campo que compró abuelita en Rauch y al que, con muchas menos comodidades, fuimos en el febrero de varias vacaciones y también en vacaciones de invierno. Más adelante me referiré a ellas.

Un año —para mí el primero en ir a una playa— fuimos a pasar creo que todo enero a San Clemente; debió haber sido en 1958. Nos alojamos en un hotel contratado a través de los servicios sociales bancarios en el que había muchos chicos de nuestra edad. Me llamaba la atención el hecho de que las calles fueran todas de arena y que los sulkis, carros y demás vehículos con tracción a sangre tuvieran ruedas de auto con cámara y cubierta. De los veraneos siempre quedan algunas anécdotas: almorzábamos y comíamos en el comedor del hotel; un día, uno de los huéspedes fue a almorzar en camiseta (musculosa) y pantalones, por lo que el mozo le pidió que en adelante fuera bien arreglado. A la noche apareció vestido de pijama. Otra vez, me perdí en la playa; se ve que el mar tiraba permanentemente hacia un lado y nos iba desplazando de derecha a izquierda, de modo que papá cada tanto nos hacía correr en sentido inverso para retomar la posición original. Yo no me daba cuenta por qué papá nos hacía correr tantas veces y pensaba que en realidad nos estábamos desplazando siempre hacia la derecha, por lo que, al salir del mar antes que los demás, me fui caminando solo hacia donde suponía que estaba nuestro toldo o sombrilla, es decir desandando todo lo andado. La realidad era que a pesar de todo lo caminado contra corriente, esta nos había llevado más a la izquierda del punto de partida, o sea que yo no hacía más que alejarme del toldo hasta que, no dándome cuenta de la realidad, me encontré perdido (valga la contradicción). No sé si empecé a llorar o la gente se dio cuenta de mi situación, pero lo cierto es que al mejor estilo playero me subieron sobre los hombros de un señor y con un grupo empezaron a recorrer la playa y aplaudir hasta que, después de alrededor de diez minutos, dieron con mis padres. Entre los huéspedes del hotel había un chico del que nos hicimos amigos que tenía algo muy desagradable: su madre, que no le dejaba prestar la enorme colección de soldaditos que yo le envidiaba y con la que me hubiera encantado jugar. Cada vez que programábamos encontrarnos para jugar con ellos, aparecía la mamá imponiéndole algún tipo de actividad que nos impedía concretar la idea: las más de las veces consistía en su práctica de violín.

En fin, en aquella feliz época infantil solíamos pasar diciembre en Moreno (las clases terminaban religiosamente el 30 de noviembre), enero en algún lugar como Córdoba o alguna playa, y febrero en el campo. Como las clases usualmente empezaban alrededor del 15 de marzo, también nos íbamos a Moreno esos últimos días y volvíamos un poco antes para preparar las cosas del colegio. Ello motivaba la irónica pregunta de mi tío Agustín: “¿Así que tus vacaciones han quedado reducidas a un mísero mes en Moreno, un mísero mes en Córdoba y un mísero mes en el campo?”.

*

En 1959 fui por primera vez con papá a una cancha de fútbol, programa que se repitió con bastante frecuencia ese año y los siguientes. Y creo que la última vez que fui con él a un partido fue en 1966, una noche en que River le ganó a Peñarol por tres a dos en Núñez por la Copa Libertadores. El primer match al que fuimos era de Primera B y jugaban Excursionistas, en su cancha, contra Talleres (no de Córdoba, sino de Remedios de Escalada). Ganó Talleres, y papá recordó con diversión toda su vida los nombres de los cinco delanteros del vencedor: Lázaro, Fazzolari, Marchese, Briolesse y Pietracone. A pesar de ser un partido de segunda división, la cancha estaba repleta, lo que era habitual en aquella época cuando no había tanta variedad de programas, la televisión no estaba al alcance de todos y aún no se había producido la saturación futbolística que ahora sufrimos; el fútbol estaba reducido prácticamente al fin de semana, y dentro de él al sábado (para la Primera B y la C) y al domingo (Primera A). Tampoco existía la variedad de horarios que hay ahora: los partidos eran simultáneos. En invierno empezaban a las 15:30 y después el comienzo iba retrasándose progresivamente con el paso del año: 16:00, 16:30, 17:00 y 17:30 para los últimos partidos de la temporada, que solían acabar junto con las clases a fin de noviembre. Había un solo y largo campeonato que empezaba también junto con las clases a mediados de marzo y se jugaba en dos ruedas en las que cada equipo enfrentaba a todos los demás, una vez en cada cancha. Boca y River (y por supuesto todos los demás equipos) se medían solo dos veces al año, una en la Boca y otra en Núñez, y no como ahora que entre campeonatos oficiales, torneos de verano y copas diversas juegan cinco o seis veces, quitándole el encanto de antaño. En fin, como en aquel primer partido la cancha estaba repleta, tuvimos que verlo parados, por lo que papá me alzaba o me tenía a caballito, lo que debía suponer un especial esfuerzo.

Eso fue un sábado; al día siguiente, fui por primera vez a un partido de Primera, nada menos que River y Boca. Era como pasar de la nada al todo. Ese año vi jugar a Labruna, vieja gloria futbolística y riverplatense, que poco después se retiraría del fútbol. Por el contrario, y curiosamente, ese año el titular en el arco de River no era Amadeo Carrizo (el más grande de todos los tiempos), sino Ovejero, un joven y buen arquero que después hizo muy buena campaña en Argentinos Juniors. Sucedía que a raíz de la escandalosa derrota de la selección en Suecia del año anterior, Carrizo había quedado “herido en el ala” y estuvo todo un año sin jugar, para reaparecer en el primer partido de 1960, que fuimos a ver con papá. No obstante, Amadeo se mantuvo firme en su decisión de no volver a jugar en la selección, con la única excepción de la breve Copa de las Naciones jugada en Brasil en 1964, en la que les ganamos a Portugal (2-0), Brasil campeón del mundo (3-0) e Inglaterra (1-0), manteniendo la valla invicta y —en el partido con Brasil— atajándole un penal nada menos que al infalible Gerson.

Hace un tiempo, tuve oportunidad de estrechar la mano de Carrizo en una exposición de Quinquela Martín en el Palais de Glace, a la que concurrió con varios jugadores de River, tanto actuales como pretéritos. Me acerqué cuando estaba hablando con Tito Bonano y alcancé a oír que le decía algo muy simpático: “Lo importante es ser una buena persona; un buen arquero puede durar diez, veinte años, pero una buena persona es para toda la vida”. Le dije: “¡Amadeo!, ¿lo puedo saludar? De chico yo lo vi jugar muchas veces; ¿se acuerda cuando le atajó el penal a Gerson?”. “Bah, pura suerte”, contestó el maestro, ratificando su grandeza.

Como dice el Negro Fontanarrosa en el cuento “El viejo y el árbol”, el fútbol es ciertamente la suma de todas las artes. Cuenta el Negro que una vez estaba un viejo mirando uno de esos partidos de plaza, escuchando música clásica, cuando uno de los reos que participaba en el partido se lesionó y salió a recuperarse al costado de la cancha y se sentó justo a su lado. Entraron en conversación, y el viejo le fue explicando la teoría de la suma de las artes: “Mire… mire al arquero; esa nariz aguileña que baja de la frente; esos músculos que se exteriorizan a través de la camiseta… Esos bíceps que marcan la morfología perfecta de la anatomía, eso… eso, amigo, eso… es la escultura”. El reo lo miraba con cara absorta. “Entrecierre ahora los ojos… ¡entreciérrelos! Mire ese color naranja de nuestras camisetas, que se hace más saturado en la zona transpirada y contrasta con el celeste complementario de los rivales… ¡Y esos vivos blancos de cuello y puños que se destacan sobre el verde del césped, reverberando al brillo del sol! Eso, eso es la pintura”. El reo lo miraba ahora con los ojos entrecerrados. “¡Pero escuche ahora el silbido de los botines surcando el piso, la pelota contra el viento… los botes en el pasto… y ahora el sonido agudo del silbato con el que el referí cierra el movimiento! ¡Eso, eso es la música! Y ahora vea a nuestro wing