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Beatriz recibe una llamada de su esposo, quien es transportista y la llama desde una estación de servicios. Él le cuenta que ha sido testigo de un incidente que le asusta, que no puede contarle en ese momento, pero el viernes, cuando regrese a casa, le contará. Al día siguiente, un jueves, Beatriz recibe otra llamada: su esposo se ha suicidado. A la vez, los medios de comunicación nacionales e internacionales se inundan de la terrible noticia del accidente de Junior Mesquem, el hijo del presidente de la Nación Raúl Mesquem. Una tragedia mientras conducía un helicóptero. El hecho se dio a metros de la estación de servicios desde la que llamase el esposo de Beatriz. Apenas un momento antes de que éste la llamase. Aturdida por el hecho, Beatriz se hunde en la confusión, pero recibe una carta que cambiará su vida: la ex mujer del presidente le informa que sospecha que su hijo no murió en un accidente, que fue un asesinato. El esposo de Beatriz fue un aparente testigo. Con el impulso de lo expuesto en la carta, Beatriz decide ir a investigar al lugar de los hechos, acompañada de su hermano, Hugo, un alcohólico empedernido y contratando a un detective, ex-combatiente de Malvinas, Héctor Larrosa. El detective es un héroe no reconocido, pragmático y frontal. A la vez contrata a un taxista rosarino, Jerónimo Maciel, viudo, asiduo a la lectura y el arte, quien se enamora de ella, poniendo en jaque sus sentimientos adormecidos por el duelo. En la aventura saldrá a la luz un secreto de dimensiones internacionales, traiciones, descubrimientos personales de los personajes, crímenes y romance. Beatriz descubrirá facetas de su carácter que nunca hubiese conocido de otra forma. Los acontecimientos parecen ser parte de un entramado incomprensible de causalidades, que darán como resultado el florecimiento de la verdad, aunque sea para algunos, de un engaño que permanece protegido por el poder mismo.
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Seitenzahl: 340
Veröffentlichungsjahr: 2022
MAURICIO CAMPOS
Campos, Mauricio Sin Testigos / Mauricio Campos. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2404-1
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina
LA NOTICIA
I
II
III
IV
V
VI
LA LLAMADA
VII
VIII
IX
EL ENTIERRO
X
XI
NO FUE UN SUICIDIO
XII
LA CARTA
XIII
LA CARTA II
XIV
LA CARTA III
XV
CAPÍTULO SEGUNDO – EL VIAJE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
EL PERRO QUE MUERDE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
CAMBIO DE PLANES
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
DESCUBRIENDO AL ENEMIGO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
NUEVA OPORTUNIDAD
I
II
Tabla de contenidos
Dedicado a la “tía” Tita, la verdadera Beatriz, a su familia y a la memoria de su esposo, Victor Hugo.
Mauricio Campos
Beatriz permaneció apoyada en la mesada de la cocina por un momento, intentando descifrar cuál sería la comida ideal para el día de hoy: arroz con salsa de pollo o arroz blanco con queso y pollo al horno.
Obviamente que el pollo al horno era más llamativo, pero tampoco quería acostumbrar mal a sus hijos. Dos noches atrás, Enrique le señaló que debía ser más firme con ellos. Estaban muy caprichosos, especialmente Dieguito, el menor.
“Entonces hago un arroz con salsa de pollo. Listo”.
Se ató el cabello con una coleta. No lo tenía tan largo, por lo general nunca dejaba que sobrepasara sus hombros, pero le molestaba a la hora de cocina. El color del cabello se alineaba con el de sus ojos, un tono negro brilloso. “Ojos de bola ocho”, le decía Enrique, para fastidiarla.
Cortó unas cebollas por la mitad, las picó bien finas, en pequeños cubitos que apenas podía manejar con sus dedos. Recordó que la última vez que cortó cebollas, se lastimó un dedo y Enrique se asustó tanto que prometió comprarle una multiprocesadora cuando volviera del viaje. “Más te vale”, le había dicho ella.
Él estaba sentado, mirando tele y jugando con Diego, que estaba inquieto sobre sus rodillas. Escuchó el grito de ella y casi arroja al pequeño por los aires para acudir al lamento. Al ver la sangre brotar de su dedo índice, casi se desmaya. Sufría una fobia irracional al ver sangre. Se mareaba, se le bajaba la tensión, permanecía pálido como una tiza.
Mientras colocaba las cebollas cortadas en la olla, pensaba en aquel momento y esbozaba una sonrisa involuntaria.
Una vez que puso en marcha la salsa, puso una olla más grande para hervir el arroz. Le agregó agua, un chorrito de aceite y un puñado de sal entrefina. Siempre le gustó ponerle sal entrefina. En realidad lo aprendió de Enrique, cuando eran novios. Él no usaba otro tipo de sal.
“En media hora llegan”. Se dijo para sí, pensando en Ceci y Ana, quienes estaban en el colegio. Ambas volvían en el transporte, siempre a la misma hora: 12:30. Entraban por la puerta llenas de alegría, llevándose todo por delante.
Dieguito dormía su siesta de media mañana, como todos los días, excepto cuando estaba Enrique en casa. Era el único motivo por el cual permanecía despierto.
Dirigiendose a la ventana que daba a la calle, tomó el control remoto del televisor y puso el canal de noticias, ATC. Recordó que a la siesta tenía que visitar a Eugenia, para ver la novela en canal Nueve.
La luz del sol daba con fuerza sobre el firmamento, con más intensidad de lo habitual para aquella época del año. El verano y el duro calor se negaban a retirarse si bien faltaba una semana para la llegada formal del otoño. Las hojas de los árboles permanecían verdes y muchos vecinos tenían armadas las piletas de lona. Los pantalones cortos en los muchachos y los vestidos ligeros en la mujeres predominaban aún.
El sonido del teléfono la sacudió de su ensimismamiento. Retumbó en toda la casa, como una alarma contra incendios. Sonó dos veces antes de que ella llegara a atender.
—Hola…¿quien habla?
—¿Beti? Soy yo, Enri…
—¡Amor! ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
La voz de él sonaba distinta, como perturbada y molesta.
—Si... si estoy bien... escuchame…¿cómo están? ¿Están bien?
—Si amor... pero…¿qué te pasa? ¿Estás bien vos?
—Si, si... pasa que…–un silencio de unos segundos–pasa que vi algo…
—¿Algo? Amor, ¿qué pasa?
—Pasó algo terrible... Fui testigo de algo que me asusta... ahora no puedo hablar pero el viernes cuando vuelva te cuento bien... dale besos a los niños…
—Amor... no sé qué es... pero cuidate…
—Si, si... estoy hablando desde la cabina en una estación de servicio. Una Esso. Estoy entre San Nicolás y Ramallo. Paré a cargar gasoil para el camión y después sigo viaje... El viernes estoy por allá... te amo…
—Yo también te amo... besos… Colgó.
Abordada por una sensación antigravitacional, permaneció estática varios segundos.
No sabía qué hacer. Que pensar.
¿Qué pasó que sea tan terrible? ¿Un accidente? ¿Un robo? ¿Un ovni? Él siempre estaba hablando de esas cosas. No, un ovni no. Si bien él creía en esas cosas, se lo tomaba con cierto humor. Seguramente le contaría si hubiese avistado uno.
La televisión emitía sonidos que en ese momento parecían inciertos, lejanos. Un bullicio similar a ladridos de una jauría de perros.
Poco a poco fue volviendo a la realidad.
La pantalla mostraba la imagen de un helicóptero hecho pedazos, apiñado contra el suelo y, en simultáneo el rostro enorme del periodista, en pantalla dividida.
“Realmente entendemos que esto es una tragedia, algo inesperado. Esperamos despertar de esta pesadilla pero aparentemente estamos en la realidad.”
A lo que quedaba del helicóptero lo rodeaban algunos policías y bomberos.
“Tenemos contacto con periodistas de la zona que han acudido al incidente trágico. Repetimos, aparentemente un accidente terrible se ha cobrado la vida de Silvano Beltra y, quien pilotaba la nave fue llevado de urgencia, con un aparente politraumatismo craneoencefálico grave.”
Beatriz impulsó su mano buscando una silla. Su cuerpo se desplomó sobre ella, sin quitar los ojos de la impactante noticia.
“Tenemos imágenes exclusivas de Canal 4 Ramallo. Agradecemos la voluntad de retransmitir para todo el país, por Argentina Televisora Color. Un hecho lamentable. Impensado.”
—¿Pero qué pasó? –preguntaba Beatriz, alterada.
“La policía está actuando en el lugar de los hechos, en conjunto con los bomberos y las ambulancias. Un trabajo notable, realmente. Repetimos: gravísimo accidente de helicóptero, en el que viajaban Silvano Beltra, ya fallecido, y Junior Mesquem, el hijo del presidente de la Nación, Raúl Mesquem. Él fue llevado en un estado complejo al hospital San Felipe, de San Nicolás de los Arroyos.”
—Enri... que…
Una extraña sensación la abordó. Un incómodo escozor que intentaba debilitar su mente.
—No…–se dijo.
“Vamos a estar pendientes de cualquier información. Nos dicen que aparentemente fue un accidente. Las primeras especulaciones que se manejan dicen que se enredó con los cables de energía del tendido eléctrico. Repetimos, el hijo del presidente de la Nación ha sufrido un accidente. Está, seguramente, en terapia intensiva en el hospital de la ciudad de San Nicolás. Estamos a la espera de novedades”
Beatriz apagó el televisor.
Su boca formaba una “o” perfecta. O tal vez un cero. Un cero sería lo más correcto.
Cero comprensión de lo que estaba sucediendo.
Cero en caer en cuenta de la gravedad del accidente del hijo del presidente.
Cero en asimilar el extraño llamado de su esposo, que viajaba por la misma zona del accidente.
—Dios mío…–se dijo.
En ese momento, sus hijas ingresaban a toda prisa por la puerta del frente.
—¿Seguro que llevas todo?
—Sí, mi amor... llevo todo... tranquila lagartija–respondía Enrique, mientras trataba de tranquilizar a Dieguito, quien estaba prendido de su pierna.
—¿Todo lo que necesitas? ¿O todo lo que te interesa llevar a vos?
Beatriz se dirigió a los bolsos que esperaban a un lado de la puerta de entrada.
—Voy a revisar por las dudas…
Enrique despegó a Dieguito y salió a toda prisa.
—No amor, no hace falta…
—Vos no querés que revise…
—¿Y por qué no voy a querer que revises? Ella le lanzó una mirada de desconfianza. Lo conocía bien.
Hacía años que Enrique manejaba camiones, para distintas empresas, de una punta del país a otra. En más de una oportunidad, cuando los niños aún no existían, habían hecho viajes juntos. Y si algo conocía de Enrique a la perfección era que no sabía preparar sus bolsos.
Una de las cosas que siempre llevaba y que le quitaba espacio para lo indispensable eran…
—¡Revistas! ¡Yo sabía!
—¡Amor!
—Nada de amor…¿Por qué llevás tantas revistas?
Él hizo una mueca de desentendido.
—¿Tantas? Son para pasar el rato…
Ella las sacó fuera, introdujo su mano y revolvía el contenido del bolso buscando algo.
—Y seguro que no llevas ni talco, ni dentífrico... y seguro que ni medias llevás…
—Bety…
—Nada de Bety... no digo que no lleves revistas, pero no lleves tantas... además ni alcanzas a leerlas a todas…
Luego de unos minutos, Beatriz pudo ordenar con lo indispensable los bolsos de su marido. Solo le dejó tres revistas: una de Nippur, otra de D’artagnan y una de Patoruzú.
Él, luego de protestar, se había retirado a jugar con Dieguito y las niñas, correteando en el patio. El sol brillaba a pleno en lo alto y una brisa cálida rozaba los rostros.
Ceci demostraba su felicidad de una manera más aparatosa: gritaba y reía con todas sus energías, brincaba, se enojaba con sus hermanos cuando la dejaban de lado, lloriqueaba buscando la atención de papá.
Dieguito, aunque muy demostrativo, se encarnizaba en batallas con las piernas de su padre, intentando voltearlo. Algo demasiado difícil, incluso para un adulto. Enrique medía casi un metro noventa y pesaba más de cien kilos. Sus brazos parecían dos postes de luz, y sus piernas dos columnas de carne. Sus amigos y parientes le llamaban “Gordo”, aunque “Oso” sería un apodo más adecuado.
Ana, la mayor, la más tímida, a veces se quedaba mirando a sus hermanos, estimulando de esta forma la mirada cariñosa de su padre, quien la acercaba con sus gruesos brazos y la cargaba como si pesara menos que el aire.
Beatriz, luego de ejercer de inspectora de bolsos, se acercó a la escena, en actitud contemplativa. Sonriente, sentía que estaba en plenitud. Su marido, trabajador, honesto, gracioso como pocos, tierno con los niños, cariñoso con ella. Un “oso tierno”, como solía decirle muchas veces en la intimidad.
Lo que no sabía Beatriz era que su sueño pronto se transformaría en una pesadilla de la que no podría despertar.
Zulma Ioman se despertó ese día con un fuerte dolor de cabeza y, además, un intenso presentimiento incómodo.
El dolor de cabeza se le pasó con una aspirina. Se empezaban a volver habituales en las mañanas de mucho calor, aunque a veces (y solo a veces), se los atribuía a una tímida depresión que ella trataba de ignorar, luego de separarse de su ex–esposo, el actual presidente de la nación, Raúl Mesquem.
En cambio, el presentimiento no podía ser engañado con una píldora. Permanecía mucho más adentro, donde los analgésicos (ni los antidepresivos) llegaban. Se trataba de una punzada en el alma. Una punzada suave, pero desagradable. Como esas espinas que apenas logran verse, pero que son sumamente dolorosas o molestas.
Por la mañana, en otro sector de la ciudad, Junior salía de su casa a bordo de su Nissan Pathfinder, con buen ánimo y descansado.
Se dirigió a paso lento a la confitería Rambla, donde se encontraría con parte de su custodia personal. Unos agentes especiales que su mismo padre le habría asignado.
Junior se sentía un completo “nene de papá” al tener que salir con sus guardianes, pero trataba de agradar a sus padres. No temía tanto por su integridad física, de lo contrario no se subiría a un vehículo para correr a más de 150 kilómetros por hora para competir en el rally. Los accidentes que tuvo corroboraron su espíritu temerario. Un año antes destruyó en un mismo día un Peugeot 405 y un Renault 18.
Le fastidiaban las custodias, pero su madre insistía en que no debía manejarse solo.
Antes de hacer nada, sabía que no podía olvidarse de saludar a su madre. Ya era más que una costumbre, una necesidad. Ese día iba a competir en un importante Rally y sabía que el beso de mamá iba a quitarle parte de los nervios que llevaba encima.
Estuvo casi media hora con ella recibiendo los típicos consejos sobreprotectores.
—Por favor, hijo... tené cuidado…¡se me ponen los pelos de punta con solo pensar que vas a competir hoy! No sé cómo voy a hacer para aguantar…
—Mamá…
—De verdad te digo... por favor... tené cuidado hijo... no sabés cuanto te quiero…
—Yo también mamá... tranquila, no es la primera vez que participo de una carrera…
—Ya sé, pero nunca me voy a acostumbrar…
Había querido estar más tiempo con Zulma, pero tenía que regresar a “La Rambla”. Allí lo estaban esperando sus íntimos amigos Cesar Joya y Lautaro Lencina junto a sus custodios, con quienes debía ir a la Residencia de Olivos para buscar el helicóptero y de ahí viajar a Rosario.
El jefe de su custodia había decidido que fueran menos los agentes que lo acompañasen. Eso le hizo ruido a Junior, que recordó entonces lo que le decía su madre:
“Tenés que rotar la custodia cada tanto, chancho”.
A sabiendas de que contaba con menos integrantes que se ocuparan de su seguridad personal y con total resignación, Carlitos decidió igualmente seguir adelante en el trayecto que lo llevaría a la ciudad de Rosario.
A las 9:20 hs. y, luego de encontrarse con Silvano Beltra, partió de la morada presidencial con destino a Don Torcuato, donde arribó a las 10:10 hs a efectos cargar combustible.
Menos de dos horas más tarde, Junior se iba a encontrar cara a cara con la muerte.
—Tené cuidado en la ruta, amor…
—Sabés que siempre tengo cuidado. Tengo una familia hermosa que me espera... Escucháme: el viernes voy a volver a la noche ¿no me esperás con unas milanesas a la napolitana?
Beatriz lo tomó de las orejas, y atrajo su rostro hacia el suyo.
—Sos un gordo…
Él hizo un gesto, señalando su cuerpo.
—¿Hace falta que te convenza de eso?
—... Y por eso te amo…–le dio un beso, aprovechando que los niños aún correteaban en el patio–... porque en invierno no me hace falta una estufa... te tengo a vos, mi osito tierno…
—Mi osita…
El sonido del teléfono los sacudió del idilio momentáneo.
—Hola…¿quién habla?
Una voz rasposa respondió del otro lado de la línea.
—¿Cómo quien habla?
—Y si no hablás, ¿cómo querés que sepa?
—¿Ya te vás?
—En diez minutos…¿por?
—¿Vas a Rosario, no?
—Si…
—Alcanzáme un pedazo... hasta Villa Maria…
—¿Te vas a entregar a la cárcel? Con una risa tenue, le respondió:
—Todavía no, pero voy a ver si tienen lugar para el lunes.
—¿El lunes?
—Voy a cobrar una plata que me deben, y capaz que me quede hasta el domingo allá.
—Sos terrible, Enano…
—¿Me llevás?
.–Dale... si…
—Te espero en la ruta…
—Bueno…
Cortó, ante la atenta mirada de Beatriz.
—¿Quién era? ¿Mi hermano?
—Si, el “enano”... quiere que lo alcance hasta Villa María... y se queda de festichola hasta el domingo…
—Pobre Ester, mi cuñada…
—A lo mejor me prendo y lo acompaño… Ella le asestó una cachetada en el brazo.
—¡Ni se te ocurra!
—¡Tranquila, mi pechocha! Sabés que no lo haría…
Se abrazaron nuevamente, completando el beso interrumpido por la llamada.
Unos minutos después, estaba al pie de la cabina del camión, abrazando a sus niños.
Finalmente saludó a Beatriz.
—Cuando vuelva te traigo una sorpresa…–le susurró al oído. Ella sonrió, sonrojándose.
Días más tarde, reclamaría esa promesa a un cajón cerrado.
Siempre renegó de su cabello. No del color, negro azabache brilloso, sino del tipo de cabello. Ondulado, pero no sedoso, sino seco. Con frecuencia lo cepillaba, no solo por las mañanas, también por las tardes y, a veces, cuando no estaba muy cansada, por la noche, antes de acostarse a dormir. A menudo acudía a la peluquera amiga para hacerse la permanente. Le agradaba sentir los rizos. A Enrique le fascinaban. Podía pasarse horas acariciando cada bucle.
Frente al espejo, con el televisor de fondo, Beatriz manipulaba el cepillo, buscando descargar la tremenda ansiedad que sentía.
Estaba atenta al teléfono, su marido podía llamar en cualquier instante, pero además, estaba pendiente de las noticias.
Desde el mediodía, cuando regresaron las niñas, no había hecho otra cosa. Deambular por la casa, pensativa, nerviosa. Se ocupó de los niños, los mandó a jugar al patio, los mandó a tomar la merienda.
A la tarde vino a visitarla su hermana, Teresa, a quien le contó sobre la llamada de Enrique. Sus acotaciones sólo impulsaron la duda más allá de la imaginación.
“... en el hospital San Felipe, de San Nicolás, donde se hallaba internado. El hijo del presidente, acompañado por el automovilista Silvano Beltra, sufrió un accidente, hoy, cuando viajaba rumbo a la ciudad de Rosario en un helicóptero. En el kilómetro 111 de la ruta 9, enganchó un cable de alta tensión y se precipitó a tierra, muriendo en el acto el automovilista Silvano Beltra. Junior fue llevado de urgencia al hospital, donde se le intentó hacer una intervención quirúrgica, pero sufrió dos paros cardíacos, y se abandonó la idea de hacerlo. El presidente de la Nación abandonó inmediatamente una reunión que tenía en la Casa Rosada, para viajar a Rosario. Se comunicó con el director del hospital donde se encontraba su hijo, para ordenar un traslado inmediato a Buenos Aires, pero aquel se opuso, ya que consideraba el riesgo. Junior falleció fruto de una fractura de la base del cráneo, y múltiples contusiones. Repetimos: acaba de fallecer, fruto de un terrible accidente en helicóptero, el hijo del presidente de la Nación, Junior Mesquem”.
Beatriz apagó el televisor, pero se quedó mirando la pantalla. No lograba entender porque esta noticia le producía escalofríos en el alma. El mensaje que él le entregó, el tono de su voz, el silencio de las últimas horas parecía esconder relación con el incidente del hijo del presidente.
¿Qué relación había entre Enrique y la muerte de Junior Mesquem? ¿Por qué Enrique dijo que “pasó algo terrible”?
“Pasó algo terrible…¿Qué, Enrique? ¿Qué fue? ¿Viste cómo se accidentó el helicóptero del hijo del presidente?”“Fui testigo de algo que me asusta…”
—Testigo. Él fue testigo. ¿Del accidente? ¿Él estaba ahí cuando pasó?–cavilaba, ahora en voz alta.
En las rutas, Enrique había sido testigo de varios accidentes. Incluso se aventuró a ayudar a los accidentados hasta que llegara la ambulancia o los bomberos. Sabía algo de primeros auxilios y tenía un corazón dedicado a ayudar al prójimo. Eso fue lo que llamó también la atención de Beatriz. Si hubiese sido solo el accidente, le diría. Pero prefirió cubrirlo con un manto de suspenso.
“ahora no puedo hablar…¿por qué no me contaste, amor mio? Estoy con el corazón en la boca…” “pero el viernes cuando vuelva te cuento bien”
—Volvé, amor mío. Volvé Enrique…
Esa noche no logró conciliar el sueño. Era imposible.
Parecía inevitable la conexión entre el accidente de Junior Mesquem y el llamado de Enrique. Él estaba en la estación de servicios, a metros de donde ocurrió. Él la llamó minutos después de la tragedia.
“En el noticiero dijeron que había sucedido alrededor de las 11. 40–12. 00 hs. Enrique se comunicó con ella pasadas las 12. Estaba cargando combustible.”
Beatriz tomaba notas mentales, mientras rodaba de un lado a otro de la cama.
Intentaba hacer fuerzas para vencer el insomnio pero no lo conseguía.
Esas notas se dispersaron en infinitas conjeturas.
Necesitaba más información. Más datos. Todo parecía tan intrigante. Hasta el viernes en que él volviera no estaría tranquila.
Pero más allá del esquema que formara en su mente, con los datos periodísticos y las palabras en la llamada de su esposo, lo que más le inquietaba el alma era la frase impactante que sonaba como un eco: “ahora no puedo hablar”.
No lograba acuñar esa frase con el hecho de que haya sido testigo de un accidente. Por lo general, cuando uno ve un accidente se asusta, eso es normal, pensaba ella. Entonces, ¿por qué no pudo hablar? ¿lo estaba esperando la policía o los bomberos para que dé su versión del accidente? ¿Estaba conmocionado? ¿Había alguien esperando usar el teléfono público y por eso el apuro?
Se concentró en esa última posibilidad.
A veces las respuestas más simples son las que realmente aciertan. Recordó cuántas veces, en los viajes de Enrique, al demorar su regreso, las conjeturas ganaban terreno en su cabeza, arrojando dardos de ansiedad. Esas suposiciones caían a tierra cuando la realidad era otra. A veces, simplemente un neumático pinchado, o se detenía a descansar al costado de la ruta, o paraba a comer, famélico de hambre.
Pero esta vez, una corazonada inquieta impedía que abrazara la posibilidad de una explicación sencilla.
Algo olía mal.
Al colarse la claridad del sol por las rendijas de la persiana, comprendió que la sorprendía el amanecer.
“Ya es de día”, se dijo, apesadumbrada.
No lograba descansar en sus pensamientos. Le daba la sensación de tener un tornado de ideas en su cabeza. De a momentos se alejaba, pero luego reaparecía con todas las fuerzas, y devastaba cualquier vestigio de paz.
Se levantó de la cama, apagó el ventilador y caminó en pijama hasta la cocina, no sin antes echar una ojeada al reloj. Las 6 y 15.
Miró por la ventana del frente, que daba a la calle.
El alumbrado público iluminaba los baches de las calles del barrio Los Pinares, de Almafuerte.
Aún estaba oscuro, pero el amanecer comenzaba a disipar la noche.
Se hizo un café, bien cargado, en la cafetera que Enrique le regaló para el aniversario, dos meses atrás.
Dio un par de sorbos y caminó con sigilo hasta la pieza de los niños. Dormían.
Tan despreocupados que les tuvo una sana envidia.
“Mis tesoros”.
Luego se sentó frente al televisor.
No sabía si encenderlo sería lo mejor. Lo más probable era que siguieran con las mismas noticias. Mirar una película sería lo mejor.
Se concentró durante una media hora en una película de terror, pero aún así sus pensamientos estaban latentes.
“Miedo”
“No puedo hablar ahora”
“Llamame de nuevo, Enrique”.
A las 07. 15 comenzó la rutina, despertar las niñas para darles el desayuno y esperar el transporte.
Horas más tarde recibiría la peor noticia de su vida.
“Desde su... domicilio”
Se escucha la voz del periodista, en la calle, rodeando un automóvil, junto con un cúmulo de cables, cámaras y más reporteros. Parecía una manada de hienas hambrientas, enloquecidas rodeando la presa herida.
Dos mujeres aparecen en la escena, despavoridas. Madre e hija. Zulma y su hija, intentando subirse al vehículo.
“Señora Zulma que… ” dice el periodista, tratando de poner el micrófono frente a sus narices. “¡Basta, salgan de aquí!”, le grita la hija, extendiendo la mirada y reprendiendo al resto de los inoportunos reporteros.
Aparecen dos sujetos de traje. Uno de ellos le corta el espacio al periodista que intentó la pregunta, y el otro ayuda a subir a Zulma, en la parte trasera, y a su hija, adelante.
“¿Qué saben de Junior... Zulmita?”
Ella lo ignora, y cierra la puerta con gran fuerza, a la vez que el chofer empieza a desplazar el vehículo.
Todo pasa muy rápido, en apenas segundos, pero la imagen es fuerte, y quedará grabada muchos años en la memoria de toda una nación.
En primera plana se ve la salida del Renault 9, a toda prisa.
“Salen entonces Zulmita Mesquem y su hija Zulma…”se equivoca el periodista, confundido quizá en el frenesí de la nota fallida, “... presuntamente rumbo al aeropuerto metropolitano, con una fuerte custodia, para luego salir rumbo a Ramallo, San Nicolás, al lugar en el que se encuentra internado, en grave estado, Junior Mesquem”.
En los títulos, mientras el reportero hablaba, se leía: MURIÓ JUNIOR MESQUEM.
Cerca de las 18 hs, Ana y Ceci salieron a casa de su abuela, acompañadas de su tía, “Coca”.
Habían estado casi toda la siesta jugando, corriendo de un lado a otro de la casa,
riendo a carcajadas.
Poco le molestó a Beatriz, que no quitaba los ojos del teléfono que colgaba aun lado del modular, ni del televisor, que no dejaba de arrojar datos de importancia sobre la muerte de Junior Mesquem. Ahora estaban con el velatorio, que contaba con la asistencia de miles de personas.
Junior era un personaje muy querido en el pueblo argentino. No era el típico hijo de presidente, ricachón, acostumbrado a las comodidades de la alta esfera de la sociedad. No. Él se trataba de un salvaje, libre de las ataduras de los protocolos, del status. Junior se manejaba por la vida como un amante del riesgo, un enamorado de la pasión. Pasión por los autos, en primer lugar. Y pasión por lo extremo. El rally conformaba su deleite. Arriesgar su vida en este tipo de eventos le añadía ese toque de desarraigo con el clasicismo típico de los encumbrados.
La gente amaba eso del hijo del presidente. Lo sentía más cercano. Ir a una carrera y poder verlo atravesar las pistas, a toda velocidad, derrapando, acelerando, saludando a veces. Eso hacía que la muerte de Junior tuviese ese matiz extra de dolor.
Beatriz también se veía afectada, pero no precisamente por la muerte de Junior, sino por el llamado de Enrique. Y su silencio.
De a ratos sentía bronca.
¿Por qué la dejó con tremenda sensación, con tan grave sentimiento de incertidumbre? Cuando llegara a casa la iba a escuchar. La iba a tener que oír.
Saludó a las niñas con un beso.
Dieguito, tranquilo como siempre, jugaba con un camión de plástico duro, en el jardín.
—Te las traigo en una hora, más o menos…
—Si, “Coca”, no hay problema. Si se portan mal, me decís. Y ustedes... háganle caso a la tía. Y no hagan renegar a la abuela ni al tío Cacho…
—No, mamá…–respondía Ceci, la más atrevida de las dos– pero él es el odioso…
—Bueno... pero lo mismo. ¡Le hacen caso a la tía!
Cuando se fueron, Beatriz se dirigió al baño, no sin antes arrojar una mirada más al jardín, para corroborar a Dieguito.
No estuvo ni medio minuto en el baño cuando escuchó el estridente sonido del timbre del teléfono.
Maldijo haber ido al baño.
Maldijo que la llamaran cuando entraba al baño. Sonó por segunda vez, mientras abría la puerta.
Casi se cae, al resbalar con un juguete en el piso. Se recuperó, al momento que sonaba por tercera vez.
Corrió a toda prisa los cuatro metros que la separaban, con la mano extendida. No terminó el tercer llamado.
—¡Hola! ¡Hola... quien es!
—Buenas tardes.–una voz gutural la saludaba del otro lado.
—¡Si! ¿Quién habla?–La excitación en el tono de su voz le impedía reaccionar.
—¿Señora Beatriz?
—¡Si, si... soy yo! ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?
—Señora Beatriz. Necesito que se tranquilice. Por favor. Tome aire, respire hondo…
—¿Pero... quién es usted que me manda a respirar, maleducado de cuarta?
—Señora Beatriz. Le tengo que comunicar algo importante. Por favor, necesito que se tranquilice.
Unos segundos después, más relajada, ella respondió.
—Bien, ya estoy tranquila. ¿Quién es usted y qué quiere decirme?
—Usted es Beatriz Moralez, cuyo esposo es Enrique Dorcalino…
—Esa misma…¿pasó algo con mi esposo? ¿Quién es usted?
—Tranquila. Yo soy el jefe de su esposo, el dueño de la empresa transportista, del camión que él manejaba. Esta tarde nos llamaron desde la comisaría de San Nicolás, buscando al jefe de su marido, que soy yo.
Una pausa incómoda.
El sonido de estática amplificaba el suspenso.
—Señora Beatriz…¿está con alguien en casa?
—Solo está mi hijito, el menor…
—Necesito que sea fuerte…
—¡No…!
—Lo que voy a contarle…
—¡No.. no…!
—Su esposo…
—Por favor... no... no lo diga…
—Lo siento... él... está muerto…
—¡NOOOOOO! ¡NOOOO! ¡Mi Enrique, nnoooo! ¿Por qué?¿Por qué?
Siguieron varios minutos de un intenso lamento, lágrimas, y el pequeño Dieguito que lloraba, sin entender nada, abrazado a su pierna.
—Señora Beatriz…¿sigue en línea? ¿Me logra oír?
La voz gutural insistió varias veces, ya que seguía escuchando el llanto del otro lado.
Con un hilo de voz, ahogada en lágrimas, ella respondió.
—Estoy... acá estoy... digame, por favor…¿qué le pasó?
—Señora... su marido... se suicidó…
El impacto fue tal, que Beatriz olvidó respirar por unos segundos.
—¿SUICIDIO? ¿De qué me está hablando?
El dolor en su mente se transformaba en un mar de confusión. No lograba asimilar la noticia. Esperaba un accidente, un vuelco, pero…¿un suicidio?
—Señora Beatriz, así fue. Él se disparó en la cabeza con el arma que llevaba siempre…
—Eso no es así... no... no, Enrique no…
De repente, la herida que se había trazado en su pecho cambiaba de tamaño. Una tormenta de perplejidad la comenzaba a asolar.
—Señora, lo siento pero así sucedió…
—No... no, usted no sabe nada... él... él jamás haría eso... ni por asomo…
—Señora, me informaron de la comisaría de San Nicolás. Lo hallaron con el revólver en la mano, y la herida en la cabeza.
La imagen le hizo sentir un escalofrío profundo en la espalda. Sintió fuertes náuseas.
—Pero... no... Enrique no haría algo así…
—Mire... yo no quiero entrar en ese tema. Mi propósito solo era avisarle, y comunicarle mi pesar. Enrique era un gran trabajador. Honesto. Puntual. Laburador. Lamento mucho esta pérdida. Y quiero que sepa que haremos los trámites lo más rápido posible para que usted cobre el seguro de vida... le estaremos confirmando…
—Bueno... gracias…
—En cuanto al cuerpo, me tomé el atrevimiento de confirmar su dirección a la comisaría de San Nicolás. Ellos se pondrán en contacto con la comisaría en Almafuerte, y le avisará a usted los trámites para que su esposo sea enviado.
—Está bien…–respondió Beatriz que, abandonando la postura defensiva ante la imposibilidad del suicidio, se rendía al dolor nuevamente, con un sollozo seco.
—Señora Beatriz... para lo que necesite no tiene más que avisarme. Tienen el número de teléfono de la empresa. Mañana le enviaré por correo el pago adeudado por el mes que ha trabajado. Mis condolencias para su familia…
—Gracias…
Apenas se cortó la llamada, ella levantó del suelo a su hijo, lo abrazó y con las pocas fuerzas que le quedaban, lo llevó al comedor.
—¿Querés ver dibujitos, Dieguito?
Lo ubicó ante la pantalla, le preparó una leche en la mamadera, y se marchó a su habitación. Lo único que quería era llorar.
El presidente aparecía en imágen, con los brazos colgando, flácidos, sin vida. Mucha gente lo rodeaba, algunos tratando de dispersar el camino, otros ayudando a llevar el cajón.
“El presidente de la Nación... con... lágrimas en sus ojos... transportando... rumbo... a la carroza que lo conducirá... a su hijo…”
La descripción del hecho es pausada, respetuosa. El periodista que lo hace conserva el pudor y modula la voz para no producir efectos contrarios a la solemnidad y el dolor del duelo.
El grupo de hombres trajeados, con el presidente a la cabeza, caminan lento, con cierta torpeza. El féretro es llevado por muchos, con sumo cuidado.
“... al cementerio islámico de San Justo. Además de la carroza fúnebre, otros siete coches portando coronas... más de 600 coronas y presentes florales que han sido traídos a este lugar... y ahora quince autos que acompañaran este cortejo…”
El grupo de hombres que sostenían el cajón, avanzaban hacía el coche fúnebre. Un obispo caminaba cerca del presidente, con las manos detrás de la espalda. Su rostro compungido mostraba empatía.
“... a lo largo de la avenida del Libertador y avenida General Paz para luego tomar hacia el cementerio de San Justo…”
En escena aparece Zulmita Mesquem, con una rosa en la mano, siendo saludada por un hombre mayor, de formidable estatura. El sujeto parecía un gigante al lado de ella.
Luego la cámara enfoca al interior del automóvil en el que estaba Raúl Mesquem, con expresión abrumada, atribulada.
“Mesquem y sus hermanos emprenderán en unos instantes nada más, el desplazamiento, junto a todo el cortejo fúnebre, hacia el cementerio... de San Justo... momentos de mucho dolor se están viviendo en la Residencia de Olivos…”
Una fila interminable de autos irrumpen en las vertientes pavimentadas de la ciudad, rumbo al cementerio.
El último adiós a Junior Mesquem. Al menos de su cuerpo.
Un pétalo se desprendió y planeó suavemente el espacio que lo separaba de la rosa a la tapa de algarrobo del féretro de Enrique. Fue una caída lenta, pero segura. Gradual, pero definitiva. Nadie iba a agacharse a recoger el pétalo. Quedaría allí, hasta secarse, hasta convertirse en polvo.
La rosa completa cayó luego, esta vez impulsada por la mano de Beatriz. No hizo ruido al chocar con el cajón cerrado. Se deslizó paulatinamente hacia un costado, después hacia abajo. Al fondo del olvido.
La rosa dejaría de ser. Su función en este mundo terminaba en aquel ataúd, en el frío del firmamento. Su esplendor perecería. Su fulgor se desvanecería tristemente en aquel húmedo y gélido espacio. Ya nadie la admiraría. Nadie se detendría a observarla. Estaba condenada a desfallecer en este entierro.
En esto meditaba Beatriz, ilustrando la condición de su espíritu, mientras en su mente sonaba Nocturnes, de Chopin, la Op. 9, n 2. Una melodía curiosa, que siempre atrajo su atención, por no ser lo suficientemente triste ni pretender ser alegre. No reparó en saber por qué aquella melodía que tanto gustaba a su esposo ahora se reproducía en sus pensamientos, en este preciso momento.
El día más triste de su vida.
La tarde más tétrica y lúgubre de su existencia.
Su rostro, escondido detrás de unas enormes gafas oscuras, solo mostraba labios pálidos, secos, quebradizos. Las lágrimas se habían acabado. Su alma se transformó en un desierto árido en el que sólo brillaba una pequeña luz. Un vestigio muy exiguo, lejano pero presente.
Ese vestigio era la estupefacción.
El suicidio de Enrique transmitía eso: estupefacción. Y desorientación.
A pesar del dolor tremendo al recibir la noticia y, luego, entre gritos, llantos, lamentos, transmitirla a su hermana, “Coca”, que traía de nuevo a los niños, a pesar de ello, aún quedaba la llama de la desorientación, del saber que un suicidio era imposible.
La llegada del cuerpo de Enrique fue dolorosa, en extremo.
El velatorio, con pocos parientes, fue extenuante, agotador. Entre el dolor que rasgaba su alma y el dolor compartido por los afectos, el cuerpo se desplomó, se desprendió de sus fuerzas.
Todo esto fue un viaje tenebroso con escalas escabrosas, no obstante, esa llama estaba allí.
Ahora, en pleno entierro del cuerpo amado de su esposo, esa llama de la duda permanecía potente. Lejana, si. Aturdida por la congoja, si. Pero latente.
En el fondo, Beatriz sabía que esa llama mantendría su alma despierta un tiempo más.
Sus ojos miraban el cajón, observaban cada palada de tierra que comenzaba a cubrirlo. Pero sus pensamientos no estaban allí.
Su mente divagaba entre el dolor y la incoherencia. El dolor de la pérdida, y la incoherencia de la pérdida.
Ella lloraba a su esposo fallecido, a aquel que tanto amaba. Al papá que los niños no podrán esperar más. El padre amoroso que ya no jugará en el jardín. El hombre montaña pero tierno como un bebé. Aquel que se paraba en la puerta de la pieza, mientras ella aún dormía, y le despertaba para tomar unos mates. Aquel que conoció en un baile del grupo Chébere, varios años atrás. Amante del cuarteto, del asado y de la familia. Aquel con el que vacacionaban en el colectivo motorhome, en las playas del atlántico, o en las sierras de Córdoba.
Ella lloraba a su compañero que tanto los amaba, que renunció a sus amigos, a las salidas, a la fiesta, para formar un proyecto de vida juntos.
El dolor era inmenso. La pérdida irreparable.
La ausencia inconmensurable.
Sin embargo, allí estaba mucha gente llorando a un hombre caído. Un débil personaje que se rindió ante la... ¿adversidad? Una persona que decidió acabar con su existencia de la manera más espantosa.
Beatriz no conocía a este Enrique.
Alguien que disparó un revólver en su cabeza, contra sí mismo, contra su esposa, contra sus hijos. Alguien infeliz, que no supo soportar, que permitió la desidia.
Allí estaba Dieguito, en brazos de sus tías. Este Enrique, ¿no pensó en su Dieguito? ¿Y qué de las horas de risas? ¿Y qué de las promesas de llevarlo con él, y enseñarle a ser camionero? ¿Y qué de enseñarle a manejar las herramientas?
Beatriz sintió la llama del desconcierto avivarse en medio de estas reflexiones.
Una llama que se convertía en el fuego de la certeza.
No.
No era el Enrique débil, atormentado al que estaba enterrando. Ese no era su Enrique.
El Enrique del suicidio no era el suyo.
Esa certeza se asentaba en su corazón, como un bálsamo fresco que, en medio de la aflicción, le otorgaba algo a que aferrarse.
Enrique no se suicidó.
Pasaron varios días, llenos de desconsuelo, de inevitable confusión, con noches interminables de insomnio, cargadas de café, de radio, de lágrimas, de pastillas, de la cama al baño, y del baño a la cocina, de la cocina al jardín, en medio de la oscuridad nocturna, mientras los niños dormían.
Días inagotables, con las visitas de los parientes, de hermanas, de hermanos, de cuñados, de mamá, de amigos.
Días que pasaban muy lentos, muy despacio. Sin sentido, sin valor, sin significado.
En ellos sentía su alma naufragar en un mar de caras conocidas pero que nada podían aportar. Caras humanas que parecían sombras descaradas de un consuelo vacío, un consuelo con sabor a nada.
En uno de esos días apareció su cuñado, “Enano”, la última persona conocida sobre la tierra que había estado con Enrique.
Apenas tocó a la puerta, con timidez (sus días de borrachera surgieron antes del anuncio de la muerte de su esposo y duraron hasta días después del entierro), Beatriz supo que era él.
Se levantó de la silla.
Daban las 10 de la mañana en el reloj de pared del comedor.
“El inútil de mi hermano”.
Con brutalidad abrió la puerta.
Él estaba de pie, con la gorra sostenida por su dos manos, a la altura del pecho. Tenía una mirada triste, culpable por no haber estado en un momento tan trágico con su hermana.
—¿Me podés decir... qué querés acá, inservible?
—Para Bety... yo... yo no sabía... me enteré recién hoy. Vos sabés que estuve de caravana y después me quedé a laburar allá... tenemos una obra…
—Pasá…–le dijo ella, dándole la espalda, dirigiéndose a la cocina.
—¿Querés unos mates?
—Si, dale…
Puso la pava al fuego, con agua hasta la mitad. Buscó el mate que tenía yerba vieja. La tiró en el tacho de basura.
—¿Cómo... cómo estás... Bety?–preguntó él, con la suavidad y precisión de quien camina sobre un lago congelado.
Ella volteó hacia él.
—¿Cómo estoy? ¿Cómo estoy? Sentate... yo te voy a contar como estoy… Él se sentó y ella tomó un vaso de vidrio sobre la mesada.
Lo estrelló contra el suelo.
—¡Así estoy! ¡Toda rota! ¡Cómo querés que esté!–partió en llanto. Él se acercó, abrazándola.
Ella lo golpeó, una y otra vez.
—¿Dónde estabas... dónde estabas…?
—Perdoname, Bety... perdoname... soy una porquería…
—¡Sos un borracho... eso sos!
—Si. Ya sé. Él era mi amigo... vos sabés que más que mi cuñado era mi hermano... yo lo amaba al gordo…
Luego de un llanto que culminó en el pecho de su hermano, se sentaron a tomar unos mates.