Sobre Dios, el hombre y la muerte - Fermín Cebrecos - E-Book

Sobre Dios, el hombre y la muerte E-Book

Fermín Cebrecos

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Beschreibung

Dios, el hombre y la muerte son problemas cuya verdad radica más en su planteamiento que en su solución. Esta obra da fe de ello. La primera aproximación se basa en el método cartesiano. El hombre es el tema central de la segunda aproximación. Finalmente, la aproximación a la muerte deja en claro que la estetización religiosa, metafísica o poética del morir no lo exime de su nexo ontológico con la nada.

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Colección Ensayos

Sobre Dios, el hombre y la muerte. Tres aproximaciones filosóficas

Primera edición digital: noviembre, 2017

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2017

Digitalizado y distribuido por Saxo.com

Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-422-6

Índice

Prólogo

Dios como realidad reflejada. Alcances y límites de la metáfora especulativa en Descartes

Bibliografía

Giro antropocéntrico y humanismo en la teología atea y en la teología católica

1. El giro antropocéntrico y su relación con el “hablar sobre Dios” (theos-légein) en la teología atea

1.1. El giro antropocéntrico y su relación con el humanismo

1.2. El giro antropocéntrico y su relación con la secularización, el ateísmo y el humanismo

2. El giro antropocéntrico y su relación con el “hablar sobre Dios” (theos-légein) en la teología católica

2.1. La relación razón-fe como origen de la oposición entre antropocentrismo y teocentrismo

2.2. La reacción oficial de la Iglesia católica ante el antropocentrismo filosófico y ante una teología de signo antropocéntrico

2.3. Otras reacciones de la teología católica

2.4. Otras modalidades de la teología católica

3. Cuatro paradigmas humanizadores

3.1. El paradigma humanizador del diálogo

3.2. El paradigma humanizador de la tolerancia

3.3. El paradigma humanizador de la emancipación

3.4. El paradigma humanizador de la esperanza

4. Reflexiones complementarias

Bibliografía

“Polvo seré, mas polvo enamorado”. Antecedentes histórico-filosófico-literarios y valoración crítica de la estetización de la muerte

1. El soneto 472 de Francisco de Quevedo

2. La estetización de la muerte

3. Tres interpretaciones del hecho de la muerte

4. El temor a la muerte como causa de la teología filosófica y de la religión

5. La contraposición tiempo de la vida-tiempo del mundo

6. La frustración racional del conato de inmortalidad

7. Breve historia de la meditatio mortis

8. Aproximación, en sus antecedentes, al “polvo enamorado”

9. Examen y valoración crítica del texto

10. Alcances de la justificación estética de la muerte

11. A manera de conclusión

Bibliografía

Prólogo

Presento aquí tres trabajos que, redactados en estos dos últimos años, versan sobre temas tan históricamente antiguos como racionalmente inabarcables: Dios, el hombre y la muerte.

¿Puede decirse sobre ellos algo nuevo o, mejor aún, algo que, filosóficamente considerado, valga la pena? Es probable que no. Sin embargo, tener la audacia de adentrarse en su reflexión, desde unas coordenadas geográficas y desde un idioma en los que la filosofía se halla confinada a límites y limitaciones aún mayores de los que muestra en otras latitudes, forma parte de las exigencias de una tarea del pensar que debe estar por encima de cualquier restricción. Dios, el hombre y la muerte constituyen problemas que la curiosidad teorética del ser humano, so riesgo de negarse a sí mismo en su dimensión racional, no puede eximirse de afrontar. Ante ello, se torna irrelevante el hecho de que el interés por dicha reflexión haya decrecido o que esta haya sido declarada obsoleta e inútil.

Ya Antonio Machado, en el prólogo a Campos de Castilla (1917), había advertido, con clarividente sencillez, que algunos de los poemas de su obra revelaban “las muchas horas de mi vida gastadas —alguien dirá: perdidas— en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo”. A dichos enigmas los ha denominado Antonio Cisneros, un poeta peruano de nuestro tiempo, “las inmensas preguntas celestes”. En efecto, tratar de comprender su “inmensidad” mediante la puesta en juego de una razón precariamente finita, conduce a la constatación de que para tales preguntas solo caben respuestas “pequeñas” y “terrestres”.

Por un lado, lo oceánico de su contenido y, por otro, su ubicación en los límites fronterizos de la filosofía y de la teología, tan patentes como indefinidos, conducen —tal como puso de manifiesto Karl Marx en su tesis doctoral sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro— a un territorio rico en ideas, pero extremadamente complejo. Por ello, de lo que aquí se trata es de “aproximaciones” ensayísticas a una triple temática, cuya apropiación racional se aleja asintóticamente cuando uno (autor y lector) más se acerca a ella. No se le encuentra un punto medio que actúe como centro de gravedad, sino, más bien, abundan los traslapes, ramificaciones e invasiones recíprocas, un mar que se desborda a sí mismo y en el que una ola se prolonga hacia la otra, cada cual, sin embargo, más profunda e impredecible.

Así, pues, en el trío de “aproximaciones” estarán presentes, entrelazándose, los tres temas por estudiarse: Dios, el hombre y la muerte. De ellos se ha seleccionado un ámbito específico de reflexión y una perspectiva determinada. Pero ámbito y perspectiva se hallan condenados, por su incapacidad de relacionarse exitosamente en una problemática con tanta capacidad de endose y ensanchamiento, a la incompletitud más radical. Por consiguiente, todo lo que se diga sobre temas de tanta vastedad llevará la marca de lo insatisfactorio.

Aunque corresponde al lector valorar críticamente la metodología y el contenido de los textos, las “variaciones” reflexivas que ha originado la idea cartesiana de Dios pretenden ser, a la luz del reflejo de la metáfora especulativa, un testimonio de las dificultades que entraña el encuentro a priori de Dios (su existencia, sus atributos) en una autoconciencia menos “pura” de lo que presupone la teoría racionalista del conocimiento.

El largo ensayo sobre el humanismo, abordado antitéticamente desde la teología atea y desde la teología católica, centra su finalidad en la reflexión sobre las condiciones de posibilidad del diálogo entre ambas, diálogo al que, en torno a la dimensión humanista, no se le conceden sino márgenes exiguos. A la profusa información que impone temática tan amplia se le contrapondrá —en metodología un tanto heterodoxa, pero con afán de síntesis personal— un conjunto de reflexiones complementarias.

Finalmente, la aproximación filosófica a la realidad del morir, llevada a cabo mediante el recurso al soneto sobre el “polvo enamorado” de Quevedo, pondrá de manifiesto que la estetización (literaria, metafísica, religiosa) no priva a la muerte, desde una perspectiva racional, de su nexo ontológico con la nada.

La raíz primigenia de estas reflexiones está, sin duda, en las clases impartidas, hace cuarenta años, por el padre Antonio Goicochea Mendizábal en el santuario franciscano de Ocopa sobre cuestiones filosófico-teológicas. A ellas se unen las lecciones de teología fundamental del padre Gregorio Pérez de Guereñu. Alentado por el magisterio de ambos, publiqué en varios números de la revista Ocopa (años 1970 y 1971), con más entusiasmo que profundidad, un ensayo sobre la obra de un pensador luterano titulada The Courage to Be (1952), traducida a nuestro idioma como El coraje de existir (1968). El conjunto de mis reflexiones (“Paul Tillich: hacia una ontología de la angustia”) constituyó —de la mano de un teólogo que puede considerarse modélico en cuestiones fronterizas, tal como puede verse en su obra de 1966: On The Boundary — mi primer acercamiento a un mundo tan exuberantemente poblado de retos para el pensamiento.

De lo fértil que puede ser la teología para la reflexión filosófica habla la anécdota que Karl Löwith contaba sobre Hermann Cohen. Este, un neokantiano que José Ortega y Gasset consideró siempre como su maestro, fue presentado al experto en exégesis rabínica Leopold Zunz con estas palabras: “He aquí a un antiguo teólogo convertido ahora en filósofo”. Y Zunz replicó, recurriendo a su propia experiencia: “Un antiguo teólogo seguirá siendo de por vida un filósofo”. Löwith sostenía que el enunciado era reversible y, por lo tanto, que también el filósofo es siempre un teólogo. Históricamente, teología y filosofía conforman un tándem que atestigua, en su mutua imbricación, el rendimiento teórico de los problemas fronterizos.

Las referencias a mi formación teológica en el santuario franciscano de Ocopa han de complementarse con los estudios de filosofía que llevé a cabo (1965-1968) en la Domus Studiorum de La Recoleta de Arequipa. Allí tuve como profesores a los padres Jesús Goicochea Sáez de Viteri y David Martínez de Compañón, ya fallecidos, y también al padre Gustavo Leonardo Valverde, con el que di mis primeros pasos en teoría del conocimiento y lógica, estudiando ambas disciplinas en latín. Antes, tanto en mi niñez como en mi adolescencia —transcurridas, respectivamente, en los colegios seráficos de Anguciana (España) y del Callao (Perú)—, otros maestros franciscanos habían puesto en mí, con paciencia y denuedo, el germen de mi futura vocación filosófica.

El camino que, después de las enseñanzas de profesores tan inteligentes como probos, han seguido mi razón y mi vida no es, probablemente, el mismo que ellos, apoyados en una cosmovisión religiosa, hubieran querido para mí. El áspero escepticismo que campea en determinados pasajes de mis ensayos no se condice, de seguro, con las enseñanzas teocéntricas que recibí en mis años de aprendizaje. Podría interpretarse mi actitud escéptica como una especie de ajuste de cuentas con mi pasado teológico. No es así. No puede haber ninguna posición definitiva frente a problemas tan irresolubles como los que atañen a Dios, al hombre y a la muerte. A la manera de Edmund Husserl, todos somos, frente a su insondable enormidad, “eternos principiantes”.

Precisamente por ello, quisiera permanecer siempre fiel, en muchos aspectos de la teoría y de la praxis, al espíritu humilde y fraternal de Francisco de Asís en el que me educaron mis maestros.

A ellos, con agradecido reconocimiento, les dedico esta obra.

Dios como realidad reflejada

Alcances y límites de la metáfora especulativa en Descartes

“¿Qué ha de hacer el espejo sino volver el rayo que le hostiga?”.

Dámaso Alonso, HIJOS DE LA IRA.

1

El racionalismo cartesiano es un ejemplo claro de filosofía teorética, puesto que el método introspectivo que en él se postula está presidido por (y se encuentra compenetrado de) un “mirar” o “contemplar” que los griegos denominaron theorein (qewr ! ein). Este infinitivo verbal tiene el significado de un “ver” en el que la razón se erige en sujeto y objeto de su propia función. En efecto, la razón humana (sujeto) se autocontempla (objeto) y, mediante este proceso de “buceo” interior, encuentra verdades a priori que, en el lenguaje cartesiano, son “claras y distintas”, esto es, “evidentes por sí mismas” (evidentes per se). Consiguientemente, en la autocontemplación racional el sujeto y el objeto del conocimiento se ven a sí mismos mediante un theorein, que puede ser calificado metafóricamente de “espejo” (speculum) y traducido así: “La razón humana se autocontempla como si ella fuera un espejo”. Se comprende, entonces, por qué la filosofía teorética ha sido llamada también “filosofía especulativa”.

Ahora bien, si dicha filosofía se refiere, ante todo, a la metafísica, sea esta “metafísica general” (u ontología, en tanto que reflexión sobre el ser en cuanto ser) o “metafísica especial” (porque su objeto de estudio no es otro que el ser del mundo, del hombre y de Dios, esto es, de tres seres que la razón ha privilegiado ya desde los inicios del filosofar), entonces resulta que el ámbito temático de la filosofía teorética es lo no accesible a los sentidos (lo “invisible”) y lo que, por no ocupar un lugar en el espacio ni poseer un volumen calculable, se encuentra “más allá de lo físico”. Ello exige que la relación cognoscitiva entre lo “visible” y lo “invisible” tenga que ser de naturaleza distinta al theorein especulativo.

Antes de Descartes, para el que solo son innatas las ideas que la razón adquiera (“vea”) en sí misma mediante la modalidad introspectiva, ya Platón había concebido la génesis a priori de todas las ideas, y San Agustín, un platónico moderado, había ratificado que el origen de la verdad no radica en la experiencia sensorial, puesto que el alma presta a las percepciones sensibles algo que estas no pueden darse a sí mismas (...dat enim eis formandis quiddam substantiae suae) (De Trinitate X, 5-7). Aunque en Platón puede discutirse acerca de si las ideas son inmanentes a la psyché, en San Agustín no cabe duda de que el alma no es, en último término, el origen de las ideas a priori.

Tanto en Platón como en San Agustín y en Descartes (más en los dos últimos que en el primero, como se verá más adelante) nos hallamos frente a un pensar sobre el alma que, si bien es diferente en cuanto a su significación ontológica, presenta dos coincidencias:

a) ha de incluirse en la psicología racional, esto es, en una reflexión sobre la psyché, entendida como naturaleza humana, y no en una antropología filosófica que define al ser humano como unidad psicosomática.

b) ha de explicarse como formando parte de una filosofía teorética que emplea un método en el que la psyché se autocontempla a sí misma para encontrar la verdad. En consecuencia, la filosofía teorética es filosofía especulativa porque la contemplatio recurre a una operación mental que, salvando las exigencias impuestas a San Agustín por una teología metarracional (theologia revelata), que le impele a trascender su propio ser, no excede los contenidos de la psyché misma, no importando para el caso que esta sea llamada “mente”, “alma”, “intelecto”, o “razón” (Medit. II, 6).

A la comprensión de lo que en Descartes significa este proceso especulativo en lo concerniente a su idea de Dios, se llegará mejor si se pasa antes, siquiera de modo breve, por los que constituyen esencialmente su subsuelo gnoseológico: Platón y San Agustín. Y ello no solo debido a la repercusión que ejercerá el peculiar realismo del primero en el theorein cartesiano, sino también a la posición de ambos sobre el alma, las ideas y Dios, así como al método que los relaciona entre sí. Las diferencias contribuirán a entender mejor las restricciones del speculum en cuanto “mirada que se mira a sí misma” y en cuanto a lo que, mediante ella, puede dar de sí.

2

En la cada vez más profusa y poco unánime bibliografía sobre la obra platónica ha de destacarse el papel crucial que, en el realismo de las ideas, se otorga al mirar inteligible (fronéin: froneîn). Se trata de un “ver con los ojos del alma”, que precisa de un órgano (!órganon) contemplativo (fronh<sai) (República 530 c; 518 c, d, e.; 527 e), el cual, erigido en método de la teoría platónica del conocimiento, posibilita conocer la idea del bien, que es caracterizada como la causa “de todas las cosas rectas y bellas” y como el origen de la luz (República 518 c). La idea del bien, en cuanto principium principiorum, es principio causal y gobernante de todo (arché tou pántos) (República 511 b), pero sus atributos, al no coincidir con los del alma, representan ya una dificultad insalvable para concebir el pensamiento especulativo a la manera cartesiana: la idea del bien no quedará reflejada en un espejo del saber, en el que el sujeto cognoscente no coincide con el objeto cognoscible.

Debido a ello, el theorein contemplativo de la idea del bien ha de presuponer un camino que, en sus inicios, no desdeña las “sensaciones” (aísthesis) y, por ende, requiere también de las imágenes (eikonoi) como escalas necesarias para el ascenso al conocimiento. El “ver”, entonces, está sometido a un progreso contemplativo en el que cada desciframiento de las imágenes precisa de un grado superior del conocer, aunque nunca podrá abdicar de “dar razón de lo que expresa” (lógon didónai) (República 543 b). La dialéctica platónica, en consecuencia, supone un método de “ascenso” que tiene que incluir, en último término, la fundamentación racional de la idea del bien.

Este recorrido urgente por el theoróumenon (qewrou’menon) platónico2 no puede soslayar el “conócete a ti mismo” del Cármides 164 d-e, 165 a-b y 169 d-e, lema que implica una relación de identidad con la sabiduría: “Sin conocerse a sí mismo no se puede ser sabio”. Platón añadirá al conocimiento de sí mismo el imperativo de “sé sabio”, no sin subrayar que hay que “contemplar” el alma antes que el cuerpo y, complementariamente, puesto que “del alma parten también los males”, afirmar que debe curarse el alma para que el cuerpo se sienta bien. Pero la conciencia platónica dista mucho de identificarse con el alma de San Agustín y de Descartes: en ambos pensadores cristianos el “conócete a ti mismo” lleva implícito conocer a Dios y, en último término, ponerlo como justificación causal del método empleado. De la psyché (que será reconvertida después a un nous espiritual contrapuesto a la “carne”) Platón asevera que se muestra “afín a lo que es idéntico siempre a sí mismo”, es decir, a lo “inmortal” (Fedón 79 d), pero no hay vinculación alguna a un Dios personal. Ni del “alma” ni de la “idea” resulta fácil hablar cuando se trata de la filosofía platónica, y ello porque ambos términos cargan un sobrepeso del pensamiento medieval y moderno que ha contribuido a alterar su significado.

No se manifiesta Platón, ni en esta coyuntura ni en otros pasajes de su teoría del conocimiento, tan optimista como, siglos más tarde, se contemplará a sí mismo el racionalismo cartesiano. No se discute que Platón no crea disponer de una teoría de la verdad, como tampoco pueda aprobarse sin más que se muestre “deliberadamente deficitario” a este respecto (González 2003: 13), pero su teoría del alma contiene elementos reacios a transparentarse en el “espejo”. Por ejemplo, la solemne proclamación de Descartes: “Nada me es más fácil conocer que el alma” (denominada aquí me ipsum) (Medit. II, 30), supone una identificación entre sujeto contemplativo y objeto contemplado, que en Platón queda desdibujada por la incorporación de los elementos sensoriales aportados por las almas irascible y concupiscible. El “conocerse a sí mismo” del Cármides no se mueve en las mismas coordenadas gnoseológicas que el saber cartesiano del alma y, por ende, constituirá otro testimonio más, tal como se sostiene en la antropología filosófica actual, de que el conocimiento del ser humano es la más ardua empresa gnoseológica.

Ello no es óbice para sostener que la contemplatio intellectualis, que se efectúa con “el razonamiento de la mirada” (Fedón 79 c), garantice un acceso teorético a la verdad y, al mismo tiempo, implique un correctivo de una metodología que no es exclusivamente racional, sino que está mezclada o contaminada de otras adyacencias (“impuro” será el término que, aplicado tanto a la razón como al método, se aplicará en el lenguaje poscartesiano). Cuando, en efecto, el alma, en su afán cognoscitivo, se une al cuerpo, las expresiones platónicas del Fedón adquieren una tonalidad expresiva que hace pensar en la duda cartesiana: “El alma —dice Platón— se extravía” (“se complace en extraviarse”, escribirá Descartes) (...gaudet aberrare mens mea: Medit. II, 10), “se turba”, “vacila”, “tiene vértigos como si estuviese ebria” (Fedón 65 b y 79 c). Sin embargo, cuando el alma examina las cosas “por sí misma” —es decir, sin recurrir al cuerpo— se dirige a lo puro, eterno e inmutable, esto es, a lo igual a sí misma, y entonces cesa el extravío. Imposible no recurrir en este contexto al principio homérico (Odisea XVII, 218) invocado en El banquete 195 b: “Lo semejante busca a lo semejante” (similis simile quaerit) (cfr. también Lisis 214 a y República 329 a).

Aun cuando esta heterocontemplación, llevada a cabo mediante un método autocontemplativo, constituye el punto máximo de conocimiento al que puede accederse (“a este estado del alma llamamos sabiduría”) (Fedón 79 d), no se está autorizado a hablar aquí, en rigor, de un theorein especulativo, y ello porque el speculum (o “visión de la visión misma”, como lo llama Platón en Cármides 167 d) tiene dos rostros ontológicamente distintos y solo cabe entre ambos una relación analógica. Tal vez de esta no-identidad —“la luz y la vista son afines al sol, pero no son el sol”— (República 509 a) procede la afirmación platónica acerca de que el nombre de “sabio” conviene solo a Dios, mientras que al ser humano le corresponde contentarse con ser “amante de la sabiduría” (Fedro 245 e; El banquete 203, e y 204 b; Fedón 66 e). En este sentido, el theorein platónico reflejaría en el espejo la verdadera autenticidad del “conocerse a sí mismo”, requisito sin el cual es imposible ser “sabio” (Cármides 169 e). Pero la comparación entre la “cara de acá” y la “cara de allá” del espejo se traduce en una suerte de sabiduría negativa que Platón expresa así en la Apología 155 d: Ser sabio consiste en “no creer saber lo que no se sabe”.

En este contexto de debilidad humana es donde debe insertarse la “segunda navegación”, esto es, el tránsito del mundo sensible al mundo suprasensible. Aquí aparecerá con nitidez el problema neurálgico que representa para Platón y para todo racionalista la existencia de “lo otro de la razón”, de ahí que entre cuerpo y alma se produzca necesariamente una metodología visual contradictoria. La función del alma en Platón consiste en aprehender una realidad que exigirá, por ser forma metasensible, un eidein (’ !ei’dei<n) apto para captar lo inteligible y, desde esta apropiación del eidos (ei<doV) (forma, en latín), elucidar también el auténtico ser de las cosas físicas, función que estas no pueden llevar a cabo abandonadas a su suerte. Así se explica que haya que separarse del cuerpo (apallagé apó tou sómatos) para, evitando sus perturbaciones, remontarse a la aprehensión de lo invisible, ya que pueden incluso perderse los ojos del alma si se miran los objetos con los ojos del cuerpo (Fedón 64 e, y 66 d-e).

El “mirar mal” (República 518 a) imposibilita trasladarse hacia lo puro, hacia lo “siempre existente e inmortal” (Fedón 79 d), es decir, impide “navegar” desde la “visión de lo que nace” hasta la “contemplación de lo que es” (República 518 c), empresa que no sería viable si no estuvieran ínsitos en el alma el saber y la recta razón, de manera tal que la función de la “imagen” no podrá ser otra que una suerte de ocasionalismo para traer a la conciencia contenidos previamente poseídos a priori (Fedón 73 a y 73 c-e). Por consiguiente, la búsqueda de la sabiduría tendría su pleno acabamiento en el theorein de las ideas y, con ello, la dóxa quedaría remontada como hipótesis antecedente, pero la elevación hasta el grado último del saber, al no ser producto de un acto psíquico (como en Descartes) sino ideal, no parece sobrepasar, en la mayoría de los casos, el nivel de conocimiento denominado pistis (belief) (Reale 2001: 179-180). En la pistis platónica, además de testimoniarse la confianza en la palabra (légein) del otro, se observa un desplazarse de lo fiducial a lo cognoscitivo, de ahí que en ella queden vinculados la opinión, la creencia, el conocimiento y la verdad. Todo ello, sin embargo, no ha de ser impedimento para afirmar que los objetos de conocimiento del alma son independientes de los sentidos porque las “formas” están separadas, a su vez, del mundo de las cosas. En consecuencia, el auténtico “decir verdadero” (lógos alethés) (Menón 81 c), aun cuando se sirva del mythos (lenguaje referido a las cosas), no podría darse nunca en el ámbito de la dóxa (Conford 2007: 18).

En la interpretación más conocida de la gnoseología platónica, la participación (méthexis) de la mente en las ideas implica, ante todo, que estas son trascendentes al alma y, por tanto, no creadas por ella, de ahí que los predicados correspondientes a la esencia de la psyché (simplicidad, invisibilidad, inmortalidad) no concuerden sino analógicamente con los de la idea del bien. Y lo mismo puede decirse de la anámnesis (Menón 80 d-86 c; Fedro 249 e-250 c). Por ende, no parece del todo acertado confundir psyché con nous (instrumento metodológico y grado supremo del saber humano) sino, más bien, anticipándose al cristianismo, habría que entender el espíritu como contrapuesto a la carne (Conford 2007: 21). Todo ello implicaría situar las ideas en “otro” mundo, en un topos uranos que contiene la realidad verdadera y que lo emparenta de un modo asaz similar con el Dios agustiniano. Esta posición se deriva sin duda de muchos pasajes de los Diálogos, pero en la actualidad es interpretada —entre otros, por Conrado Eggers Lan— como fruto de un doble dualismo platónico en el que se insiste equivocadamente: un dualismo ontológico de mundos y un dualismo antropológico que estriba en separar, también ontológicamente, psyché y soma, todo ello en aras de hacer imposible la inmanencia de las ideas. Antes de Platón, parece que no existía esta última diferenciación, y en Platón mismo convendría, desde esta perspectiva nueva, no interpretar el dualismo mente-cuerpo como ontológico sino, antes bien, como un “dualismo ético” (1997: 146).

Tal vez fue Platón el primero en emplear, refiriéndose al “modo de hablar sobre los dioses”, el vocablo “teología” (República 379 a). Su légein sobre Dios no es, sin embargo, unitario y, por lo mismo, se presta a interpretaciones hasta hoy irreconciliables. En efecto, detenerse en República 517b, 508b, 509c; en Fedón 75 d-e; en Parménides 130 b y ss.; en Filebo 15 a; y —sin ánimo de exhaustividad— en Leyes 887 c y 891 b, constituirá el testimonio más convincente para percatarse de que la reflexión platónica sobre Dios significa, en más de un caso, una auténtica aporía. A ello ha contribuido, sin duda, el afán por “cristianizar” a Platón y por encontrar en su filosofía argumentos coincidentes con la fe revelada.

La pregunta central se plantea aquí en términos de ecuación: ¿Coincide la “idea del bien” con el Dios del monoteísmo cristiano? Es cierto que en Fedro 247 c-d se habla de una “inteligencia divina” como de una “esencia inteligible, visible solo por la mente”, y que en Sofista 248 c-249 c se atribuye vida, alma, razón y movimiento a las ideas. Si a ello se suma el texto de República 517 c, tan recurrido en la lectura cristiana de Platón, en que a Dios se le conceden los atributos de “autor, padre, señor, fuente y fuerza”, puede tenderse a que la “idea del bien” podría poseer ciertas señales de identificación con un dios personal e independiente del mundo. Dios es inmanente al “alma del mundo”, pero resulta una tarea ardua para los intérpretes de Platón identificarla con el Dios de las religiones monoteístas. El “alma del mundo” es, al modo de la res cogitans cartesiana, pensante y no sensorial; está unida, sin embargo, a la materia cambiante y visible y, por lo mismo, el sistema del mundo, acomodado al plan de Dios (Timeo 30 b), parecería no poder existir sin el concurso de su providencia. Ello, no obstante, no puede afirmarse que se trate de un dios personal, aunque Platón sí concede argumentos en pro de una divinidad que trasciende la materia, pero no el “alma” (nous) del mundo. La dialéctica platónica, llevada a cabo siempre mediante un pensamiento discursivo, puede conducir a un “absoluto”, donde el alma humana encuentra la plena satisfacción de sus deseos y, al igual que en la metafísica cristiana, su descanso total en la “contemplación de la belleza divina” (El banquete 211 e y 212 a).

3

Más acorde con las restricciones a las que la razón debe imperativamente atenerse para no sobrepasar su propia naturaleza, fue San Agustín, el racionalista cristiano del que Descartes, por fidelidad a su duda metódica, se muestra como deudor silencioso. La conciencia de su existencia (si enim fallor sum) (De civitate Dei XI, 26), fórmula antecesora de la cartesiana que figura en la traducción latina del Discurso del método, conduce de inmediato al cogito ergo sum. Más allá de lo categórico de ambos enunciados, interesa aquí relevar la autoconciencia del error en San Agustín, puesto que si el ser humano es falible, también podría ser susceptible de equivocación lo que irradia el espejo de la razón humana. Descubrir las verdades de la conciencia en la conciencia misma implica un acto de autoconsciencia basado en un hecho de evidencia inmediata que es descrito así en De Trinitate X, 10: “No se puede dudar de la duda”. Dicho de otro modo: no puede dudarse de que el “espejo” está reflejando este dato de la conciencia porque previamente fue puesto en él por el sujeto dubitante.

Agustín de Hipona coincide con Descartes, además de en la cautela para procurarse un saber seguro, en subrayar que su interés gnoseológico estriba solamente en conocer a Dios y al alma (Soliloquia I, 2, 7), binomio que se pone de manifiesto en el método de su racionalismo cristiano. En efecto, puede afirmarse que su imperativo Noli foras ire (“no salgas fuera de ti”) implica un cierre de los cinco sentidos —cosa que describirá minuciosamente Descartes al inicio de la III Meditación—, a fin de que la operación de la mirada interiorizadora sea más efectiva (in te rede). Para Agustín solo en el hombre que interioriza la mirada (in interiore homine) habita la “Verdad” (habitat Veritas), una Verdad con mayúscula que, como se sabe, se identifica con Dios (De vera religione 39, 72). Por consiguiente, no es correcto traducir, como se hace con frecuencia, la expresión in interiore homine por “en el interior del hombre”, ya que con ello se resta actividad a la puesta en marcha, por parte del sujeto pensante, del método introspectivo. El ablativo agustiniano interiore homine (y no el genitivo hominis, con el que se disfraza la mala traducción) concede al theorein una misión que impide considerar al espejo (speculum) como un habitáculo de la verdad disponible pasivamente a cualquier ser racional.

Sin embargo, a pesar de la rotundidad con la que San Agustín se refiere a su metodología racionalista, de nuevo aparece una duda que será impensable en el método cartesiano. En efecto, la célebre cita de De vera religione 39, 72 concluye así: “Y si hallas que también tu propia naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo”. Si por “naturaleza” se entiende la esencia del alma cartesiana, entonces no es dable pensar que esté sujeta a mudanza (no lo está, de hecho, en Descartes), pero el racionalismo cristiano no se identifica plenamente con el racionalismo moderno, de ahí que Dios se ofrezca como un ser trascendente y, por lo mismo, como imposible de ser reflejado en el espejo de la razón.

Agustín señala, como Platón, que el mundo de los cuerpos es mudable y, por deducción, que la fuente de la verdad no puede proceder de los datos sensoriales. Desde luego que será el espíritu el punto focal de la búsqueda de la verdad, pero el “trasciéndete a ti mismo” agustiniano sobrepasa lo que Descartes entenderá por “mismidad” y se identificará, por el contrario, con la “idea del bien” platónica siempre y cuando esta, a su vez, se identifique con el Dios de la Revelación cristiana. También se producirá un rebasamiento del criticismo kantiano, ya que, en expresión de San Agustín, “el discurso de la mente no crea la verdad, la encuentra” (De vera religione 39, 73). El espíritu humano está, por consiguiente, vinculado ontológica y gnoseológicamente a algo superior a él, no importando siquiera que el “alma racional” se halle enturbiada en su mirada por el pecado original (cupiditate caecata): “Todo cuanto el entendimiento encuentra que es verdadero no se lo debe a sí mismo”; ha de atribuírselo, más bien, “a la luz de la verdad misma” (ipsi lumini veritatis) (De sermone Domini in monte II, 9, 32).

Con el recurso a un contemplar humano enceguecido por la culpa original —un antecedente sui géneris del “genio maligno”— queda también enturbiado el theorein agustiniano. Es tentador recurrir en la denominada “teoría de la iluminación” a una interpretación platónica: al constituirse las ideas eternas (species aeternae) en el fundamento de la verdad para San Agustín y al estar ellas insertadas en el espíritu de Dios, cabe referirse a los arquetipos o modelos de las ideas que, unificadas en la idea del bien, garantizan por participación y copia (méthexis-mímesis) la verdad de todo lo creado. En este sentido, ni en Platón ni en Agustín la verdad puede ser definida como adaequatio rei et intellectus sino, más bien, como conformidad a un modelo eidético preexistente y fundante. La adecuación implicaría en San Agustín convertir a Dios en una suerte de sucedáneo del intellectus agens y, al mismo tiempo, pondría en peligro la sustancialidad del alma, tesis de la que él nunca abjuró de manera explícita. Desde luego que San Agustín paga tributo a la teología cristiana de manera diferente a Descartes, pero ni siquiera la aserción de las Confessiones III, 6: “Dios es más íntimo a mí que mi misma intimidad”, puede constituir un alegato en contra de la sustancialidad. La búsqueda de la verdad es inmanente al espíritu, mas el referente último (Dios) se sitúa fuera, de ahí que en esta coyuntura no pueda hablarse en San Agustín de speculum, máxime si a ello se añade que la inmediata contemplación de Dios no podrá llevarse a cabo en este mundo. El dualismo ontológico de mundos se convierte, pues, en la imposibilidad de que el espejo refleje dos correlatos inconmensurables entre sí.

En San Agustín la primera verdad, tanto en el sentido de indubitable como de jerarquía, es Dios. Ahora bien, que el alma, empleando su theo-rein especulativo, encuentre a Dios muestra la raigambre teológico-cristiana común de San Agustín y Descartes. En último término, para ambos Dios es la causa última de que en el alma se encuentre una verdad primera y, al mismo tiempo, de que el espejo de la autoconciencia no resulte engañoso, puesto que proyecta lo que Dios, un ser infinitamente bueno, desea proyectar. Ahora bien, si Dios es entendido como efecto, y no como causa del theorein, entonces es admisible desembocar en una res cogitans heterónoma tanto en su método como en sus hallazgos. Pero la gnoseología agustiniana no es la que se presta a ello, sino la de Descartes.

Para San Agustín, Dios posee tres atributos que determinan su esencia: es creador absoluto (ex nihilo) y, por tanto, fuente originaria de toda la realidad (omnitudo realitatis); es la verdad, y es la bondad (ambas, en grado sumo). En este sentido, todo lo creado participa de la mente del creador y es imagen o destello del modelo divino, de manera que una interpretación o lectura correctas (léase “teocéntricas”) del mundo implicarán, a la vez, una lectura también correcta de Dios. Este “ejemplarismo” podría, entonces, ser entendido a la luz del realismo gnoseológico, de ahí que San Agustín afirme que si se interroga a la belleza (mudable) de la tierra, del cielo, del aire y del mar, su respuesta será un testimonio (confessio) de la Suma Belleza (inmutable): Dios (Sermón 241: 2).

Pero el “ejemplarismo” agustiniano adquiere su raigambre gnoseológicoplatónica en la consideración de que todos los seres creados no son sino exemplaria (San Agustín emplea lo sinónimos de formae, ideae, species y rationes), esto es, “imágenes” de un contenido preexistente en la mente divina. Asumiendo esta convicción, plantea su denominada prueba noológica para demostrar la existencia de Dios (cfr. principalmente De libero arbitrio II, 3-13 y De vera religione 29-31). Dicha prueba se fundamenta en una conciencia que puede dirigir su mirada, tras haberse quedado insatisfecha con la observación sensorial de lo imperfecto, hacia lo que San Agustín llama metafóricamente el “sol” (compárese con República 516 b y con El banquete 210 a y ss.) o, en correlato equivalente, “hacia la Verdad misma, gracias a la cual todas las demás verdades se nos revelan” (De libero arbitrio II, 13, 36).

Influenciado sin duda por Filón de Alejandría, San Agustín ubicará en la mente de Dios las “formas” o ideas platónicas, convertidas ahora en arquetipos eternos que permitirán, a partir de lo perfecto, conocer lo imperfecto. La metodología gnoseológica empleada no es, por consiguiente, la que, independiente de la interiorización de la intimidad, se dirige hacia lo creado. Esta búsqueda no conduce al encuentro de Dios (Confessiones X, 27 y III, 6).

Pero el encuentro —lleno, por cierto, de afinidades platónicas— de la existencia de Dios no implica la comprensión de su ser. A Dios solo pueden aplicársele analógicamente los conceptos humanos (De Trinitate V, 1-2) y, por lo tanto, la esencia divina es incomprensible: Si comprehendis, non est Deus (Sermón 52: 16; cfr. también Eclesiastés 11, 12). La vinculación con la escuela franciscana, y de modo especial con la “desteologización” de la ciencia originada por Guillermo de Ockham, se encuentra aquí ya in nuce. Los intentos por explicar racionalmente determinados dogmas de la fe no son propios de la filosofía franciscana; el espejo de la razón no puede reflejar su contenido en ningún theorein contemplativo.

La esencia divina es incomprensible, pero no lo es una naturaleza humana creacionalmente dependiente de Dios, hacia el cual tiende como su causa final. En efecto, en el apotegma agustiniano dirigido al Creador: Fecisti nos ad Te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te (“nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”) (Confessiones I, 1, 1) se encuentran elementos teológicos y escatológicos imposibles de hallar en el “descanso” platónico (El banquete 211 e y 212 a), pero que podrían anexarse, en cuanto propiciados por la voluntad, a una “idea de Dios” con más “revelación” de la esencia humana que de Dios mismo.

4

Al igual que a San Agustín, a Descartes le interesan primordialmente las cuestiones de la metafísica especial referentes al alma y a Dios, pero él carga la labor demostrativa a la filosofía y no al “auxilio” teológico: Semper existimavi duas quaestiones, de Deo et de Anima, praecipuas esse ex iis, quae philosophiae potius quam Theologiae ope sunt demonstrandae. La labor de la razón le permite augurar, en este sentido, que los errores sobre ambas cuestiones serán erradicados en breve de la mente humana (brevi ex hominum mentibus deleantur) (Meditationes: Epistola 2, 10), con lo cual pone de manifiesto, al igual que Platón, que en el alma también pueden contenerse deficiencias que reclaman ser corregidas.

El método cartesiano concuerda con las posiciones gnoseológicas de Platón y San Agustín en lo que respecta al papel que juega la introspección entendida como exclusiva labor de la mente (mentis inspectio, solius mentis inspectione, sola mente percipere, a solo intellectu percipi) (Medit. II, 12, 13 y 16), pero se diferencia del primero y coincide con el segundo en una estratagema metodológica adicional: en la mente misma hay una conciencia de algo que la determina heterónomamente. Por esta causa, la proposición cartesiana “no admito nada hasta ahora en mí, excepto que soy una mente” (nihildum enim aliud admitto in me ese praeter mentem) (Medit. II, 15), adquirirá su verdadera dimensión en la III Meditación con el encuentro de un ser que de antemano se sabía que era el origen de la autoconciencia: Dios.

Las expresiones in me y extra me (Medit. II, 15) han de aplicarse, respectivamente, al alma y al cuerpo como a dos magnitudes inconmensurables y, por ende, incapaces de identificarse en el espejo. Adjudicadas al alma y a Dios, la una y el otro tampoco se identifican en San Agustín, pues Dios es “más íntimo que mi yo mismo” y “superior” a él (interior intimo meo et superior summo meo) (Confessiones III, 6, 11), pero, al ser el alma quien toma conciencia de la jerarquía de dicha intimidad, se convierte ahora en conditio sine qua non de la constatación de la divinidad. En Descartes también el espejo de la mente refleja a Dios, mas, como todo reflejo, su proveniencia ha de ser exógena al espejo mismo. La mismidad cartesiana (esto es, la mente) (ipsa mente sive de me ipso) (Medit. II, 15) se identifica con la autoconciencia, pero lo que esta halla en sí proviene de una instancia que no es la mente misma. Al igual que en la gnoseología agustiniana, el principio causal del conocimiento no resulta ser la mente ni las ideas innatas que en ella se albergan, sino un Dios que, al convertirse, por exigencias de la razón misma, en creador de todo, también ha de serlo de la naturaleza de la mente. Dios tiene una esencia distinta a la del hombre y, por ende, cartesianamente considerado, es Él el autor de su propio reflejo o imagen en el espejo especulativo de la razón. No podría Ludwig Feuerbach asignar, con justicia, a Descartes, cosa que sí hizo con Hegel, la identificación entre “mente” y “Dios”, entre lo “absoluto” y el “espíritu”3.

5

Dios es conceptuado como lo absoluto4, esto es, como lo que no depende de nada ni de nadie para ser lo que es. Lo absoluto equivale, entonces, a definirse como “no estar relacionado con”, lo cual significa que “relativo” y “dependiente” son sinónimos. Aplicado a Dios, la demostración de que lo absoluto existe tiene que pasar necesariamente o bien por el nexo lógico hombre-Dios del theorein agustiniano-cartesiano, o bien por la vinculación ontológica entre mundo y Dios, que se constituye en la clave racional para interpretar la metodología de la “vía ascendente” (Tomás de Aquino).

Así como a la cera (símbolo de todo corpóreo) la mente le asigna, independientemente de que exista o no, la sujeción a infinidad de cambios (flexibilitas) y a extenderse a lo largo, ancho y alto de un espacio tridimensional (extensio) (Medit. II, 27), también es la misma mente la que atribuirá a Dios dos características que ella encuentra dentro de sí misma para autodefinirse: la inmutabilidad y la no ocupación de espacio alguno. Dios, por consiguiente, es semejante a lo “completamente otro” de lo corpóreo.

Llegar a la verdad a priori, más evidente y cierta que ninguna otra (nihil evidentius, nihil certius) (Medit. IV, 60; Medit. III, 56), de la existencia de Dios implica, tanto en San Agustín como en Descartes, recurrir a la mirada especulativa de una razón que, buceando en sí misma, encuentra en su interior el objetivo buscado. Pero el espejo racional en que Dios se refleja resulta tan necesario que, sin él, Dios se convertiría en un “absoluto” inalcanzable. La existencia de una naturaleza racional constituye, por consiguiente, el nexo lógico que relaciona al hombre con la existencia de Dios, de ahí que pueda decirse que el “absoluto” divino es “relativo” a la mediación necesaria del pensamiento humano. Sin la intervención de este proceso racional para demostrar la existencia de Dios y sus atributos de suma bondad y de creador del mundo, el “genio maligno” seguiría imperando en una teoría del conocimiento incapaz de garantizar la verdad como fruto de la relación hombre-mundo.

También la “vía ascendente” posee una estructura gnoseológica similar. Solo la existencia de una naturaleza física se ofrece como vía metodológica para, entregada como materia prima de conocimiento a la razón, llegar a demostrar a posteriori la existencia de Dios y sus atributos más importantes. Expresado de otra manera: sin la existencia del mundo externo Dios permanecería como un “absoluto” incognoscible para el ser humano. La vinculación ontológica entre el ser del mundo y el ser de Dios es, en definitiva, la fundamentación racional de la “vía ascendente”.

Ahora bien, ateniéndose a la gnoseología cartesiana, se puede estar en la certeza de que “yo pienso” es un enunciado necesariamente verdadero siempre que yo sea el sujeto pensante (Medit. II, 18), pero no se puede estar seguro acerca del contenido que se añade a la autoconvicción del cogito. Por tanto, todas las proposiciones del racionalismo cartesiano que anteceden a la demostración de la existencia de un Dios creador del mundo e infinitamente bueno han de estar supeditadas a la única verdad indubitable: “Yo pienso”. Este “yo pienso” ha de comandar los otros enunciados, pero no puede convertirse en garantía de verdad de lo que en ellos se contiene. Así, pues, la proposición “yo pienso que el genio maligno existe” es verdadera, pero no significa que, en realidad, exista el genio maligno “fuera” de mi pensamiento. Del mismo modo, es cierto que “yo pienso que yo siento” o “yo pienso que yo niego” (al igual que “yo pienso que yo dudo”, “yo pienso que yo entiendo”, etcétera: cfr. Medit. II, 23) son proposiciones verdaderas; no puede afirmarse, sin embargo, que el contenido de la información sensorial o del juicio negativo no sea falso. Extendiendo el alcance de la argumentación, “yo pienso que Dios existe” y que Él es el “creador del mundo e infinitamente bueno” son enunciados verdaderos en cuanto están dirigidos por el “yo pienso”, pero lo que viene después del cogito no puede eximirse de la posibilidad de la falsedad. En consecuencia, universalizando la metodología cartesiana de la duda, la existencia real de Dios no está contenida necesariamente en la proposición “yo pienso que Dios existe”, por lo que puede colegirse que lo “absoluto” de Dios es “relativo” a la res cogitans e inmanente a ella.

Sin embargo, según la argumentación cartesiana, al ser Dios una sustancia infinita y creadora, no puede ser dependiente de su obra creada (Medit. III, 22 y 48). Siendo, además, un ser perfecto, no se le puede negar el atributo de la existencia; ello sería contradictorio con su naturaleza (Medit. V, 12) y, por lo tanto, merced a este argumento ontológico, su trascendencia quedaría a salvo. La imperfección y la contingencia son, más bien, propias de las otras dos sustancias (res cogitans y res extensa) y, debido a ello, es Dios, en último término, y no la mente, su garantía de verdad: (Discurso del método IV, 7; Medit. VI, 97 y 112; Medit. V, 85). Dios no necesita de su creación para ser lo que Él es y, por ende, no se pueden predicar unívocamente la sustancia divina y las sustancias creadas (Principia philosophiae I, 51). Su trascendencia e independencia ontológicas se constituyen, consiguientemente, en atributos irrenunciables de su ser.

Pero tan cartesiano como lo anterior es la deducción de que a Dios se llega mediante la necesaria intervención del pensar, lo cual demuestra que sí existe una dependencia gnoseológica entre la mente humana y el ser divino. La absoluta trascendencia de Dios y, paralelamente, el postulado de su existencia como independiente de todo lo creado se enfrentan a una excepción: la mente humana. Sin ella, Dios permanecería como una incógnita irresoluble, ya que no podrían revelarse ni su existencia ni los atributos que la razón misma otorga a la divinidad.

Tampoco podrían ser descubiertas las verdaderas características de lo corpóreo, distintas a las de la física tradicional y conseguidas después de aplicar el método de la duda. La mente no podrá definir aristotélicamente al hombre como un “animal racional” (Medit. II, 19), puesto que en la “máquina humana” no debe concebirse nada que esté relacionado ni con el alma vegetativa ni con el alma sensitiva (Aristóteles: De partibus animae A, 1; 641 a 17 b. Descartes 1980: 72-73). Así, pues, la naturaleza de la mente (natura mentis humanae), expresión que forma parte del título de la II Meditación, solo será plausiblemente definida apelando a la mente misma.

Pero la identificación cartesiana de la naturaleza humana con la facultad de pensar implica también una adición complementaria. La única certeza indubitable es la autoconsciencia del cogito, mas su contenido está sujeto al error. Aplicado a la metáfora especulativa, puede afirmarse, entonces, que la facultad de pensar proyecta imágenes distorsionadas y que, en sí y por sí misma, carece de la posibilidad de avalar la certeza de lo que piensa. ¿De qué sirve una facultad así constituida? ¿Cómo quebrar el solipsismo gnoseológico por el que está domeñada? Descartes se verá obligado a buscar en otra instancia la garantía de verdad de los contenidos racionales, y creerá ubicarla en la sustancia divina. El pensar es, por consiguiente, un accidente de dicha sustancia y encuentra en ella lo que los escolásticos denominaron su auténtico “sujeto de inhesión” (subiectum inhesionis). En total coincidencia con ellos, Descartes afirmará que la sustancia es aquello “que no necesita de ninguna otra cosa para existir” y para ser lo que es (nulla alia re indigeat ad existendum) (Principia philosophiae 1, 51). Tal propiedad es exclusiva de Dios.

En rigurosa consideración, la única substancia cartesiana es la divina, pues tanto la res cogitans como la res extensa no tienen en sí mismas el principio explicativo ni de su existencia ni de su esencia. Tampoco el genio maligno puede alcanzar el rango de sustancia, y ello porque es solo una ficción metodológica creada por la mente. Pero el poder creador de la res cogitans se atribuye en Descartes al único y omnipotente Creador: el Dios de la metafísica y de la Revelación cristianas.

Cabe advertir, finalmente, que la existencia de un Dios que necesita del mundo para ser racionalmente demostrada no es el camino seguido por Descartes. El “libro del mundo” (liber mundi) del Discurso del método (1983, VI: 10-11), donde el realismo gnoseológico podía detectar la firma divina de su autor, tendrá sentido solo si la “lectura” se traslada al hombre y, más en concreto, a una res cogitans que, encontrando a Dios dentro de sí, garantice el conocimiento del mundo. Dicho de otro modo: en el “libro del alma”, usufructuando de los alcances del método introspectivo, podrá leerse con claridad y distinción la firma de su creador (Dios), pero gracias a que, previamente, la res cogitans poseía ya la clave de lectura: el alfabeto cristiano. Ello supone identificar el légein griego (del que se deriva el legere latino y el leer castellano) con el theorein o, lo que es equivalente, con un mirar llevado a cabo con los ojos del logos, mirada que constituye, en esencia, la metáfora del espejo. Se trata, sin embargo, de un légein al que no podrá endosársele, en modo alguno, la característica de la universalidad.

6

Plantear en Descartes el proceso del theorein especulativo exige fijar la atención en tres elementos que lo hacen posible. Los dos primeros son propios de toda teoría del conocimiento: un sujeto que conoce y un objeto cognoscible, que es, en este caso, el que ejerce de speculum. El tercer componente que se interpone entre ambos es la “mirada”, la cual se identifica con el “método” o “camino”, que puede, en el realismo gnoseológico, obstaculizar el acceso a la verdad o, empleado correctamente, convertirse en el racionalismo en requisito imprescindible para que la razón contemple su propio contenido como si se tratase de un “espejo”. La metáfora especulativa exige, en consecuencia, una “mirada correcta” como garantía gnoseológica de acceso a la verdad. Platón, San Agustín y Descartes coinciden en ello.

El cuarto componente se halla constituido por algo que no es tenido en cuenta por ninguno de los tres: el espacio histórico en el que necesariamente ha de estar inmiscuido el yo pensante, esto es, lo que se encuentra a su alrededor (circum stare) y que, de alguna manera, lo predispone y lo delimita. El mundo de las “circunstancias”, tan decisivo en las filosofías del siglo XX, no forma parte, es verdad, de los tres elementos esenciales del theorein especulativo, pero puede servir de antídoto escéptico para el dogmatismo inherente a la metáfora del espejo.

La “incurvación” agustiniana de la mente sobre sí misma o, en expresión de Descartes, la mens humana in se conversa (Meditationes: Praefatio ad lectorem 2) no conduce directamente a Dios, aun cuando la “idea de Dios” se presente como connatural al espíritu (idea Dei, qui in nobis est) (Meditationes: Synopsis sex sequentium meditationum 5). El espejo, entonces, no refleja directamente a Dios, sino a una mente que se convierte en sujeto y objeto del método especulativo. Parafraseando a San Buenaventura, podría decirse que estamos frente a un itinerarium mentis in mentem y no en un “itinerario de la mente hacia Dios”. Ahora bien, una vez alcanzado el conocimiento de la naturaleza del alma, la reiteración del método encontrará en ella, “con la sola ayuda de la luz natural” (solius luminis naturalis ope), las otras verdades de la metafísica especial (Dios y mundo), aunque este último requerirá de la mediación de la existencia divina y creadora para justificar su existencia. Que la verdad puede ser encontrada en el espíritu humano (tesis compartida también por San Agustín: De vera religione 39, 72) es, entonces, un enunciado verdadero solo si está vinculado al método introspectivo (solius mentis inspectio) (Medit. II, 28).

En este sentido, la coartada del racionalismo cartesiano resulta clara: si el espejo no refleja en sí mismo el contenido de la mente, ello se debe a que la mirada no es correcta, porque si lo es, el espejo tiene que dar de sí lo que en él habita. Aquí estriba, sin duda, la diferencia radical entre el realismo y el racionalismo: el primero pone el énfasis de la mirada en la visión sensorial, mientras que el segundo (Platón, San Agustín, Descartes) atribuye precisamente a esta “distorsión” del mirar todas las anomalías del error (“desvío”, “extravío”, “ebriedad”). En la teodicea agustiniana la “anomalía” se convierte en “pecado” y, por ende, la mirada extraviada no puede ser causada por quien, en último término, es el poseedor absoluto de la verdad. El subterfugio de San Agustín es aquí el recurso a un “pecado original” del que, sin embargo, solo puede hacerse cargo la fe y no la “sola luz racional”. Por consiguiente, el hallazgo de la culpa no es obra del método introspectivo, sino hay que atribuírselo a un aporte de la teología revelada que sobrepasa cualquier irradiación del espejo racional.

Esta diferencia taxativa entre el ver sensorial y el del alma implica que en el theorein puedan reflejarse, por lo menos hasta no demostrar que Dios es el autor del mundo, las “circunstancias” que precisen de la mirada observacional. De igual modo, el racionalismo tendrá que recusar el lema que, afincado en el pensamiento aristotélico-tomista, coincidirá, más bien, con el empirismo de la modernidad: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu (“no hay nada en el alma que antes no haya pasado por los sentidos”). Para Descartes el alma es una “sustancia pura” y —tal como sucederá con la añadidura que, en réplica a Locke, hará Leibniz a dicho lema, en los Nuevos ensayos (nisi ipse intellectus)— habrá de desvincularse totalmente de cualquier contaminación material para, en aras de preservar su pureza, advenir a la verdad. El alma (animus, intellectus, ratio) no podrá contemplarse en su propio espejo si este no se identifica totalmente, a la vez, con su propia esencia. Descartes cree que los espejismos a los que induce la no aplicación correcta del método de la duda desaparecerán una vez que se llega a la primera verdad, convertida ahora en “modelo” para no caer en el error.

7

Sin embargo, así como San Agustín debió fundamentar su cosmología en la creatio ex nihilo, Descartes tendrá que demostrar que el mundo externo, para que se constituya en espejo de Dios, no es obra del genio maligno. El cosmos platónico, intervenido por el demiurgo que había puesto orden en el caos originario, no podía fungir de espejo; su primordial existencia ab aeterno era, fenoménicamente considerada, una copia mal hecha del mundo verdadero (mímesis), del cual participaba en una relación más opaca que la de la mente con la idea del bien (méthexis). Cartesianamente hablando, Dios tampoco se refleja sin mediaciones en lo creado, pues solo es encontrado gracias al uso de un método correcto, pero, al convertirse en garantía de la existencia del mundo externo, se erige también en aval para efectuar ciencia sobre él. Una de las paradojas de la metafísica cartesiana radica precisamente en ir en contra de la desteologización de la ciencia, con la que Ockham se había despedido de la relación ratio-fides y, al mismo tiempo, había dicho adiós, sin proponérselo, a la filosofía medieval.

La teologización del saber humano es consecuencia de una metodología de la duda que exacerba su ficción con la hipótesis del “engañador poderosísimo”. En efecto, las ilusiones y espejismos ópticos imposibilitan el ejercicio tanto de las ciencias fácticas como de las formales, y no solo se producen en las dos primeras etapas de la duda metódica (desconfianza de la información sensorial e indistinción entre vigila y sueño, respectivamente). Con la introducción del genio maligno en el método cartesiano, la duda se torna hiperbólica y se encuentra el porqué de las dudas anteriores: el genio maligno quiere que los sentidos nos engañen y quiere que no podamos afirmar, con seguridad inquebrantable, que los objetos reales existan. Para garantizar el conocimiento científico se requiere, al igual que en Platón, que las ciencias no pasen por las experiencias sensoriales antes de que Dios no otorgue su consentimiento. Pero este aval gnoseológico de la divinidad no es platónico y resulta impensable sin recurrir a los atributos del Dios cristiano.

Ahora bien, desmontada la estrategia del genio maligno, puede apelarse también a la autoría divina del método y a que fuese Dios quien, en último término, habría creado la hipótesis del deceptor potentissimus (Medit. II, 20-21) para que, suprimiéndola, el ser humano recuperase en el “espejo” el legado cristiano de un Dios con los atributos de un ser que, a la par de creador del mundo, es también infinitamente bueno y, por ello, no puede engañarse ni engañarnos. Desde esta perspectiva, Dios sería el creador de nuestras estructuras mentales (por ende, también de la duda metódica) y de todo lo corpóreo, incluido, claro está, nuestro propio cuerpo.

8

¿Qué sucede, sin embargo, cuando la hipótesis del genio maligno se muestra rebelde a los esfuerzos apologéticos de Descartes por reinstaurar al Dios cristiano en el ápice de su pirámide ontológica? Preguntado de otro modo: ¿Qué pasaría si, en lugar de Dios, se encontrase en la razón, mediante el reflejo especulativo, a un ser summe potens, pero también astuto en grado sumo (summe callidus) que se arroga el derecho de ser creador del mundo y de la razón del ser cognoscente, pero que emplea todo su poder para inducirnos a error? (Medit. II, 18).