Sobre la firmeza del sabio / Sobre el ocio / Sobre la tranquilidad del alma / Sobre la brevedad de la vida - Séneca - E-Book

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Seneca

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Beschreibung

Lucio Anneo Séneca (Córdoba, 4 a. C.-Roma, 65 d. C.) fue una figura central en la política de su tiempo y uno de los máximos exponentes del estoicismo. Su filosofía ha llegado a nosotros bien conservada en la forma de tratados o diálogos, de los que aquí se reúnen cuatro fundamentales: Sobre la firmeza del sabio -que expone que la sabiduría es un escudo contra todos los males-, Sobre el ocio -que reivindica el derecho a la vida contemplativa, siempre que se cultive un ocio útil a la humanidad-, Sobre la brevedad de la vida -que propone que la vida se alarga con el conocimiento y no malgastándola con experiencias vacías de significado- y Sobre la tranquilidad del alma -donde Séneca receta una existencia sencilla, sincera y orientada al bien común para alcanzar la paz de espíritu-. Versión, introducción y notas de Fernando Navarro Antolín.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Séneca

Sobre la firmezadel sabio

Sobre el ocio

Sobre la tranquilidaddel alma

Sobre la brevedadde la vida

Traducción y notasde Fernando Navarro Antolín

ALIANZA EDITORIAL

Prefacio

Sobre el acantilado, el sabio contempla, imperturbable, un mar de olas embravecidas estrellarse contra los espumantes escollos; en el palacio de Átalo, su mirada serena se pasea, indiferente, sobre las infinitas riquezas del rey de pasiones; en el Foro, cuando el cortejo de lictores aparta las volubles masas y abre paso al magistrado de turno, un mohín de desgana apenas si se dibuja en su rostro sosegado; en el postrer día y en la postrera hora, el dueño-de-sí-mismo mira de frente, con entereza, a la negra muerte, derrotada.

Libre y liberador, el-que-se-conoce-a-sí-mismo, aún recogido en sí mismo, se abre y se entrega a los demás, para liberarlos, para interiorizarlos; el nuevo sabio, activo, sueña la utopía senecana de una sociedad universal de hermanos y conciudadanos del mundo, de hombres íntimos y libres de bienes, pasiones y temores.

No, no era Séneca un pensador original, tampoco un filósofo profesional, pero sí un moralista pragmático. Atento siempre a la dimensión humana, lejos de lo metafísico y trascendental, con palabra sencilla nos regala consejos y reflexiones de uso cotidiano: sobre la amistad, la vejez, el ocio, etc. Nada de austeridad y rigor extremo: aunque de escuela estoica, es capaz de citar una buena máxima de Epicuro, o de recurrir a una vulgar anécdota «callejera», si una u otra le permiten burlarse de los falsos valores de la multitud necia. Séneca, como antes Horacio, ofrece la cara más humana del estoicismo. Sus páginas saben a hombre. No predica una moral para superhéroes, sino una ética digna para el individuo anónimo al que amenazan los embates del azar y las presiones sociales. Y frente al mundo hostil, ofrece soluciones prácticas y reales. O mejor dicho, la solución: el poder del yo, solitario y libre. De ahí su éxito y su plena actualidad.

Gutta lapidem cavat.

Fernando Navarro Antolín

Huelva, septiembre de 2009

A Sereno,

Sobre la firmeza del sabio

El sabio no recibe ni ultraje físico ni ofensa moral

No sin razón, Sereno1, podría yo decir que entre los estoicos y los demás filósofos hay tanta diferencia como entre las hembras y los machos, pues ambos sexos contribuyen por igual a la vida en sociedad, pero unas han nacido para obedecer, los otros para mandar. Los demás filósofos actúan con maneras amables y persuasivas, tal como los médicos caseros y de familia, quienes para sanar a los enfermos casi nunca emplean el remedio mejor y más eficaz, sino el que éstos les permiten2. Los estoicos, que acometieron una senda viril, no se cuidan de que nos parezca agradable cuando la emprendemos, sino de que nos arrebate cuanto antes y nos eleve hacia aquella alta cumbre que se yergue tan fuera del alcance de todo proyectil que descuella por encima de la fortuna3. «Pero el sendero por donde se nos invita a caminar es escarpado y pedregoso.» ¿Y qué? ¿Se llega a las alturas por el llano? En cualquier caso, no es realmente tan abrupto como algunos se imaginan. Sólo la primera parte tiene rocas y peñascos y aspecto de ser impracticable, tal como muchos parajes, vistos de lejos, suelen parecer abruptos y macizos, puesto que la lejanía engaña a la vista; luego, a medida que se van acercando, aquellos mismos lugares que la confusión visual había amontonado, poco a poco se separan. Entonces, lo que por la distancia les parecía un despeñadero, se torna ligera pendiente.

Hace poco, al mencionar alguien a Marco Catón4, te indignaste, incapaz como eres de soportar la injusticia, porque su generación lo hubiera comprendido tan poco, pues a Catón, que descollaba por encima de los Pompeyos y de los Césares, lo había considerado por debajo de los Vatinios5, y te parecía indignante que, en cierta ocasión en que iba a oponerse a una ley, le hubieran arrebatado la toga en el Foro y que, llevado a empujones por una banda de sediciosos desde los Rostros hasta el Arco de Fabio6, hubiera soportado insultos, salivazos y todas las demás ofensas propias de una chusma enloquecida.

Te respondí entonces que tenías motivo para preocuparte con respecto a la república, pues Publio Clodio7 por un lado, y Vatinio y los más abyectos entre los abyectos por el otro, la estaban poniendo en almoneda, y, cegados por codicia, no se percataban de que, vendiéndola, se vendían a sí mismos. En lo que respecta a Catón, te exhorté a que te estuvieras tranquilo: pues el sabio no puede recibir ningún ultraje ni ofensa, y los dioses inmortales, como ejemplo de varón sabio, nos dieron a Catón, un ejemplo más auténtico que Ulises y Hércules para las primeras generaciones8. A éstos nuestros estoicos los proclamaron sabios, invictos en sus trabajos, despreciadores del placer y vencedores de todos los espantos. Catón no luchó cuerpo a cuerpo con fieras, pues acosar fieras es propio del cazador y del hombre de campo, ni persiguió monstruos a hierro y fuego, ni le tocó vivir en los tiempos en que era posible creer que el cielo reposa sobre los hombros de un solo hombre9: una vez desterrada la primitiva credulidad y conducido el mundo a la cima del conocimiento, peleó contra el cohecho, lacra que adopta muchas formas, y contra la ambición desmesurada de poder, imposible de saciar ni aun dividiendo el orbe entero entre tres hombres10; se mantuvo firme, el único, frente a los vicios de una ciudad degenerada y que tocaba fondo por su propia mole, y detuvo la caída de la república, en la medida en que la mano de un solo hombre podía contenerla, hasta que, arrastrado por ella, compartió la ruina que tanto tiempo había él retrasado, y se extinguieron a la vez, indisolubles como eran; pues ni Catón sobrevivió a la libertad, ni la libertad a Catón11. ¿A éste piensas tú que pudo el pueblo hacerle ultraje porque lo despojó de la pretura y de la toga, porque salpicó con las inmundicias de su boca aquella sagrada cabeza? El sabio está a salvo y ningún ultraje u ofensa puede afectarle.

Me parece ver tu ánimo en ascuas y en ebullición, te dispones a gritar: «Cosas así son las que restan autoridad a vuestros preceptos12. Prometéis grandes cosas, que ni siquiera se pueden desear y mucho menos creer13. Luego, con lenguaje altisonante, negáis que el sabio sea pobre: no negáis que normalmente no tiene esclavos, ni techo ni comida; negáis que el sabio esté loco: no negáis que se enajena y profiere palabras poco cuerdas, y se atreve a todo a cuanto le obliga la virulencia de su enfermedad; negáis que el sabio sea esclavo: igualmente no negáis que será vendido, que hará lo que se le mande y que realizará para su dueño trabajos serviles. De este modo, arqueando bien alto las cejas14, caéis tan bajo como las demás escuelas, mudando tan sólo los nombres de las cosas15. Sospecho, pues, que algo así hay también en esto que decís, cosa hermosa y magnífica a primera vista: que el sabio no recibirá ni ultraje ni ofensa. Pero importa mucho si sitúas al sabio fuera del alcance de la indignación o fuera del alcance del ultraje. Porque si dices que lo soportará con buen ánimo, no tiene ningún privilegio; le fue dado algo común y corriente que se aprende con la propia reiteración de los ultrajes, la paciencia. Y si dices que no recibirá ultraje, esto es, que nadie intentará hacérselo, dejo todos mis asuntos y me hago estoico».

En verdad, no era mi intención adornar al sabio con un honor ficticio y puramente verbal, sino colocarlo en una posición donde no esté permitido ningún ultraje. «¿Qué, pues? ¿No habrá nadie que le provoque, que le ponga a prueba?» Nada en el mundo hay tan sagrado que no encuentre quien lo profane; pero no por eso las cosas divinas están menos en las alturas, porque haya quienes traten de alcanzar una grandeza colocada muy lejos de su alcance y que nunca tocarán. Invulnerable es no lo que no recibe golpes, sino lo que no sufre daño. Por este rasgo característico te haré conocer al sabio. ¿Cabe alguna duda de que la fortaleza no vencida es más fiable que la no atacada, dado que las fuerzas nunca puestas a prueba son dudosas, mientras que la firmeza que rechaza todas las acometidas, se tiene con razón por la más fiable? Has de saber, por tanto, que el sabio es de mejor naturaleza si ningún ultraje le daña, que si no hay ultraje; y llamaré valiente al hombre al que no someten las guerras ni arredra el avance de la hueste enemiga, no al que disfruta de una paz regalada en medio de pueblos ociosos. Afirmo, pues, lo siguiente: que el sabio no está expuesto a ningún ultraje. No importa, por tanto, cuántos dardos se arrojen contra él, puesto que es impenetrable a todos16. Tal como la dureza de algunas piedras es inexpugnable al hierro, y el diamante ni se puede cortar ni horadar ni desgastar, sino que, antes bien, mella lo que lo golpea; tal como algunas cosas el fuego no las puede consumir, sino que, envueltas en llamas, conservan su dureza y sus formas; tal como algunos escollos17, adentrándose en el mar, rompen las olas y, azotados tantos siglos, no muestran traza alguna de violencia, así es de sólido el ánimo del sabio. Ha acumulado tal vigor que está tan a salvo del ultraje como las cosas que he mencionado.

«¿Qué, pues? ¿No habrá nadie que intente hacerle al sabio un ultraje?» Intentarlo, sí, pero el ultraje no llegará hasta él; pues la distancia que le separa del contacto con las cosas inferiores es demasiado grande, como para que alguna fuerza dañina pueda hacer llegar hasta él sus fuerzas. Y aunque los poderosos, elevados por el mando y fuertes por el respaldo de sus siervos, pretendan dañarlo, todos sus ímpetus cederían tan lejos de alcanzar la sabiduría como los proyectiles que se lanzan a lo alto con arco o catapultas, aunque se elevan más allá del alcance de la vista, tuercen, no obstante, su trayectoria sin alcanzar el cielo. ¿Qué? ¿Piensas tú que, cuando aquel necio rey oscureció el día con una nube de flechas, alguna saeta cayó en el sol, o que, cuando arrojó cadenas al fondo del mar, logró tocar a Neptuno?18. Tal como las cosas celestiales escapan a las manos humanas y en nada dañan a la divinidad los que arrasan templos y funden estatuas, así, todo lo que se hace contra el sabio con insolencia, arrogancia y soberbia se intenta en vano. «No obstante, sería preferible que no hubiera nadie que quisiera hacerlo.» Cosa difícil deseas a la raza humana: la inocencia. Que no se haga, interesa a quienes pretenden hacerlo, no a quien ni siquiera puede sufrirlo, aunque se haga. Es más, no sé si muestra mejor la fuerza de la sabiduría la calma en medio de las provocaciones19, tal como la mayor prueba a favor de un general poderoso en armas y en tropas es la completa seguridad en territorio enemigo.

Distinción entre ultraje físico y ofensa moral

Distingamos, si te parece, Sereno, el ultraje de la ofensa. El primero es, por su naturaleza, más grave; la segunda, más leve, y grave sólo para los más delicados, pues no hiere a los hombres, los ofende. Tan grande es, sin embargo, la debilidad y la vanidad de los espíritus, que hay quienes piensan que no hay nada más amargo; de este modo, hallarás un esclavo que prefiera sufrir azotes a recibir bofetadas y que considere la muerte y los latigazos más soportables que los insultos. A tal grado de desatino hemos llegado que nos angustia no sólo el dolor sino la idea del dolor. Somos como niños a quienes infunde miedo una sombra, las máscaras grotescas o un rostro desencajado20, pero les hacen llorar los nombres poco agradables al oído, y los movimientos de los dedos y demás cosas de las que salen huyendo con el ímpetu propio de un horror imprevisto.

El sabio es inmune al ultraje

El ultraje tiene este propósito: hacer mal a alguien; pero la sabiduría no deja lugar al mal, pues para ella el único mal es la indecencia, que no puede entrar allí donde ya están la virtud y la honradez. Por tanto, si no hay ultraje sin mal, ni mal sin indecencia, pero lo indecente no puede alcanzar a quien está ocupado en cosas honestas, entonces el ultraje no alcanza al sabio. Pues si ultraje es padecer algún mal, y el sabio no puede padecer ningún mal, ningún ultraje alcanza al sabio. Todo ultraje es una merma para aquel contra el cual arremete, y nadie puede recibir un ultraje sin detrimento ninguno, bien de su dignidad, bien de su cuerpo, o bien de sus bienes externos. Pero el sabio no puede perder nada: todo lo lleva consigo, no confía nada a la fortuna, tiene sus bienes en lugar seguro, contento con su virtud, que no precisa del azar y por ello no puede crecer ni menguar; pues, por una parte, cuando una cosa ha sido llevada a su perfección no tiene posibilidad de incremento, y la fortuna, por otra parte, no arrebata nada más que lo que ha dado; ahora bien, no da virtud, por tanto tampoco la quita: es independiente, inviolable, inmutable, inquebrantable, y tan inflexible frente al azar que ni siquiera puede ser doblegada y mucho menos vencida. Frente a los instrumentos de terror mantiene los ojos impertérritos, sin inmutar su rostro, ya se pongan ante sus ojos sucesos prósperos como adversos. En consecuencia, no perderá nada que pueda sentir como pérdida, porque su única posesión es la virtud, de la cual no puede jamás ser desposeído: de las demás cosas apenas si usa. ¿Pero quién se lamenta de la pérdida de lo ajeno? Y si el ultraje no puede causar daño a ninguna de las posesiones del sabio, puesto que, si su virtud está a salvo, sus bienes están a salvo, no se puede hacer ultraje al sabio.

Tras la toma de Mégara, Demetrio, apodado Poliorcetes21, le preguntó al filósofo Estilpón22 si había perdido algo, y éste le respondió: «Nada; todo lo mío está conmigo». Y, sin embargo, su hacienda había pasado a formar parte del botín, a sus hijas las había raptado el enemigo, su patria había caído bajo la dominación extranjera, y a él mismo, el rey, rodeado de las armas de su victorioso ejército, lo estaba interrogando desde un lugar más elevado23. Pero él le echó por tierra su triunfo, demostrando que, aunque su ciudad había sido tomada, él quedaba no sólo invicto, sino indemne; pues tenía consigo los verdaderos bienes, a los que nadie puede echar mano24; en cambio, los que se llevaban como pillaje y rapiña no los consideraba suyos, sino accidentales y fortuitos. Por eso los había estimado como ajenos, pues la posesión de todo lo que nos viene de fuera es escurridiza e insegura.

Juzga tú ahora si un ladrón, o un calumniador, o un vecino insolente, o algún rico que ejerza la tiranía de una vejez sin hijos25, puede hacerle ultraje a este sabio, a quien ni la guerra, ni el enemigo, ni aquel experto en el egregio arte de arrasar ciudades pudieron arrebatarle nada. Entre las espadas que centelleaban por todas partes y el tumulto de la soldadesca entregada al saqueo, entre las llamas, la sangre y las ruinas de la ciudad arrasada, entre el estruendo de los templos desplomándose sobre sus dioses, sólo para un hombre hubo paz. No hay, pues, motivo para que juzgues temeraria mi proposición, y si me concedes poco crédito, te daré un fiador. Pues te cuesta creer que tanta firmeza y tanta grandeza de espíritu pueda darse en un hombre; pero él26 comparece y dice: «No hay razón para que dudes de que un ser humano pueda elevarse por encima de la humanidad, y contemplar, sereno, los sufrimientos, los daños, las úlceras, las heridas, las grandes perturbaciones de la naturaleza que rugen a su alrededor, y sobrellevar con calma las dificultades y con moderación la prosperidad, sin rendirse ante aquéllas ni confiarse en éstas, y seguir siendo él mismo en situaciones diversas, y no considerarse dueño de nada salvo de sí mismo, y de sí mismo, además, en la parte en que es mejor27. Aquí estoy yo, dispuesto a probaros lo siguiente: que bajo el mando de este destructor de tantas ciudades las murallas se tambalean al golpe de ariete, y la altura de las torres de repente se desmorona a causa de las minas y de las fosas subterráneas, y el terraplén se acrecienta hasta igualar los baluartes más elevados, pero no puede inventar máquinas capaces de remover el alma bien cimentado. Acabo de salir a rastras de las ruinas de mi casa y, mientras brillaban incendios por todas partes, he escapado de las llamas no sin derramar sangre. Ignoro qué destino rige a mis hijas, y si es peor que el de la patria; solo y senil, y viéndolo todo hostil a mi alrededor, afirmo, sin embargo, que mi hacienda está íntegra e intacta: poseo, tengo todo lo que de mí he tenido. No hay razón para que me creas a mí vencido y a ti vencedor: tu fortuna fue la que venció a mi fortuna. Aquellos bienes caducos y que cambian de dueño no sé dónde están; en lo que respecta a mis bienes, están conmigo y conmigo estarán. Los ricos de Mégara han perdido sus riquezas; los libidinosos sus amoríos y sus cortesanas, amadas a costa del alto precio de la reputación; los ambiciosos la curia, el Foro, y los lugares destinados al ejercicio público de sus vicios; los usureros han perdido los registros, en los que la avaricia, fingidamente alegre, se imagina riquezas: yo, en verdad, lo tengo todo íntegro y a salvo. Así que pregunta a esos que lloran y se lamentan, y a los que, por defender su dinero, oponen sus pechos desnudos a las espadas desenvainadas y a los que huyen del enemigo con la bolsa repleta»28.

Por tanto, ten por cierto, Sereno, que el hombre perfecto, colmado de virtudes humanas y divinas, nada pierde. Sus bienes están ceñidos de fortificaciones sólidas e inexpugnables. No podrías comparar con ellas los muros de Babilonia, que traspasó Alejandro29, ni las murallas de Cartago o de Numancia, tomadas por la misma mano30, ni el Capitolio y su ciudadela31, que conservan las trazas del enemigo. Las que defienden al sabio están a salvo del fuego y del asalto, infranqueables, excelsas, inexpugnables, iguales a los dioses.

El sabio, al ser superior, no puede ser dañado por nada inferior

No hay razón para que digas, como sueles, que este sabio nuestro no se halla en parte alguna. No es él una invención nuestra, una gloria imaginaria de la naturaleza humana, ni es un concepto nuestro, una imagen exagerada de algo falso, sino que lo hemos mostrado en carne y hueso, tal cual lo describimos, y lo volveremos a mostrar, raras veces quizás, y uno solo tras largos intervalos de tiempo; pues las cosas grandes y que exceden la media normal y corriente no se producen con frecuencia. Por lo demás, este mismo Marco Catón, cuya mención dio paso a este debate32, mucho me temo que está por encima de nuestro modelo.

En fin, lo que daña debe ser más fuerte que lo dañado. Pero la maldad no es más fuerte que la virtud. En consecuencia, el sabio no puede ser dañado. Sólo los malos intentan hacer un ultraje contra los buenos; entre los buenos hay paz; los malos son tan perniciosos para los buenos como entre ellos. Y si sólo el más débil puede ser dañado, pero el malo es más débil que el bueno; y si los buenos sólo deben temer un ultraje por parte de uno que no es bueno, entonces el ultraje no acaece contra el varón sabio. Pues no tengo ya que recordarte que no hay nadie bueno salvo el sabio. «Si Sócrates», dices, «fue condenado injustamente, sufrió un ultraje». En este caso debemos comprender que puede suceder que alguien cometa un ultraje contra mí y yo no lo sufra; por ejemplo, si alguien dejara en mi casa algo que sustrajo de mi finca, cometería hurto pero yo no perdería nada. Se puede ser dañino sin haber causado daño. Si alguien se acuesta con su esposa pensando que es la mujer de otro, será adúltero, aunque su mujer no lo sea. Alguien me administró veneno, pero, al mezclarse con la comida, perdió su eficacia; al administrarme el veneno, se hizo reo de un crimen, aunque no causó daño. No es menos asesino aquel cuyo puñal se evitó porque se interpuso la ropa. Todos los crímenes, incluso antes de su ejecución, se han consumado, por cuanto hay culpabilidad suficiente33. Hay cosas de tal naturaleza y de tal suerte asociadas que la una puede existir sin la otra, la otra no puede existir sin la una. Intentaré dejar claro lo que digo. Puedo mover los pies sin correr; no puedo correr sin mover los pies. Puedo no nadar, aunque esté en el agua; si nado, no puedo no estar en el agua. De tal naturaleza es también esto de lo que estamos tratando: si sufrí un ultraje, es fuerza que se cometió; si se cometió, no forzosamente la sufrí yo. Pues pueden sobrevenir muchas circunstancias que desvíen el ultraje. Tal como el azar puede abatir la mano amenazadora y desviar las flechas disparadas, así alguna circunstancia puede repeler cualquier ultraje e interceptarlo a medio camino, de modo que se haya cometido pero no sufrido.

El sabio, tal como no recibe bien de nadie, tampoco ultrajes

Además, la justicia no puede padecer nada injusto, puesto que los contrarios no se asocian. Ahora bien, un ultraje no puede hacerse sino injustamente; luego al sabio no se le puede hacer ultraje. No hay razón para que te asombres si nadie puede hacerle ultraje: tampoco nadie puede beneficiarle. Por un lado, al sabio no le falta nada que pueda recibir como beneficio; por otro lado, el malo no puede dar nada digno del sabio; pues, antes de dar, hay que tener, pero nada tiene que el sabio pueda alegrarse de que se lo dé.

Por tanto, nadie puede dañar o favorecer al sabio, pues las cosas divinas ni precisan de favores ni pueden recibir perjuicios, y el sabio, por su parte, se sitúa próximo y cercano a los dioses, semejante a un dios, salvo por su condición mortal34. En tanto se esfuerza y encamina hacia aquellas regiones excelsas, ordenadas, serenas, que se mueven con un curso rítmico y armonioso, apacibles, benévolas, creadas para la felicidad del mundo, y saludables para sí mismos y para los demás, no anhelará nada abyecto, ni llorará por nada. Quien, apoyándose en la razón, avanza por entre las vicisitudes humanas con espíritu divino, no tiene dónde recibir un ultraje. ¿Piensas que hablo sólo acerca del hombre? Ni siquiera acerca de la fortuna, que, cada vez que se topó con la virtud, se retiró impotente. Si lo más grave, más allá de lo cual no tienen nada con que amenazarnos las leyes airadas y los dueños más crueles, la muerte, en la cual la Fortuna agota sus poderes, la aceptamos con calma y resignación, y sabemos que la muerte no es un mal35, y por tanto tampoco un ultraje, toleraremos mucho más fácilmente las restantes cosas, daños y dolores, ignominias, cambios de lugar36, pérdida del cónyuge o de los hijos, divorcios, cosas que al sabio, aunque le sobrevengan todas al mismo tiempo, no lo hunden, mucho menos se aflige ante las acometidas de cada una por separado. Y si soporta con resignación los ultrajes de la Fortuna, ¡cuánto más los de los hombres poderosos, que sabe que son instrumentos de la Fortuna!

Así pues, todo lo sufre del mismo modo que sufre el rigor del invierno y la inclemencia del cielo, las fiebres y las enfermedades y demás accidentes fortuitos, y no tiene tan buena opinión de cualquiera que piense que hizo algo con reflexión, cosa que sólo se da en el sabio. Lo propio de todos los demás no son las reflexiones, sino los engaños, las trampas y los movimientos desordenados de los espíritus, cosas que el sabio cuenta entre los imprevistos. Ahora bien, todo lo fortuito se ensaña a nuestro alrededor y contra las cosas sin valor.

Piensa, además, en que para los ultrajes se abre un vasto campo en aquellos procedimientos por medio de los cuales se anda buscando pleitos contra nosotros; por ejemplo, sobornar a un delator, acusar falsamente, azuzar la antipatía de algún poderoso contra nosotros, y otros fraudes que son propios entre togados. Son también frecuentes los siguientes ultrajes: cuando a alguien le han sustraído las ganancias o la recompensa tanto tiempo perseguida, o cuando le han arrebatado una herencia lograda37 con gran esfuerzo o se le ha privado del favor de una familia ricachona. De estas cosas huye el sabio, que no sabe vivir ni para la esperanza ni para el miedo.

Añade ahora que nadie recibe un ultraje sin que se altere su ánimo, sino que, al sufrirlo, se perturba; en cambio, es imperturbable el varón libre de extravíos, dueño de sí mismo, de una quietud profunda y apacible. En efecto, si el ultraje le toca, le mueve y le empuja; ahora bien, el sabio está libre de la ira que suscita la apariencia de ultraje, y de ningún modo estaría libre de ira si no estuviera igualmente libre de ultraje, que sabe que no se le puede hacer38. De ahí que está tan erguido y alegre, de ahí que se deja llevar por un continuo júbilo; al contrario, hasta tal punto no se doblega ante las ofensas de las cosas y de los hombres que le resulta útil el propio ultraje, mediante el cual consigue experiencia de sí mismo y pone a prueba su virtud.

Apoyemos, os lo ruego, este propósito y secundémoslo con oído y ánimo favorable, mientras el sabio se libra del ultraje. Pues no por eso se resta nada a vuestra petulancia, a vuestros avidísimos deseos, a vuestra ciega temeridad y arrogancia; a salvo vuestros vicios, se busca esta libertad para el sabio. No actuamos para que vosotros no podáis hacer ultraje, sino para que él pueda echar abajo todos los ultrajes y defenderse con paciencia y grandeza de ánimo. De este modo vencieron muchos en las competiciones sagradas, fatigando con obstinada paciencia las manos de quienes les golpeaban. Considera al sabio de esta clase, la de aquellos que, con un entrenamiento prolongado y constante, adquirieron la fortaleza para resistir y agotar toda la fuerza del adversario.

El sabio es también inmune a las ofensas

Puesto que hemos recorrido la primera parte, pasemos a la segunda. En ella refutaremos la ofensa con argumentos, algunos particulares, pero la mayoría generales. Es menos que el ultraje; de ella podemos quejarnos más que querellarnos; las leyes tampoco la estimaron digna de castigo. Este resentimiento lo suscita la poquedad del alma, que se arruga ante un dicho o hecho deshonroso: «No me ha recibido hoy, cuando recibía a otros»; o bien: «Menospreció mis palabras con arrogancia», o «se burló abiertamente de ellas»; o bien: «No me colocó en el centro del triclinio, sino en el extremo inferior»39, y otras por el estilo, que... ¿cómo llamarlas, sino quejas de un alma con náuseas? En ellas tropiezan normalmente los espíritus delicados y felices; pues no tiene tiempo de reparar en estas cosas aquel a quien acucian otras peores. Por el excesivo ocio los caracteres por su naturaleza débiles, afeminados y, por falta de auténticos ultrajes, petulantes se alteran por cosas que, en su mayor parte, sólo existen por causa del vicio de quien las interpreta. Así pues, nada de prudencia ni de confianza en sí mismo demuestra aquel a quien afecta una ofensa; pues se considera claramente menospreciado, y este remordimiento viene acompañado de cierta debilidad del espíritu que se apoca y rebaja. El sabio, en cambio, no es menospreciado por nadie: conoce su grandeza y se hace saber a sí mismo que nadie tiene tanto poder sobre él, y todas estas cosas que yo no llamaría miserias del espíritu sino molestias, no las vence, sino que ni siquiera las siente.

Otras son las cosas que hieren al sabio, aunque sin alterarlo, como el dolor físico y la debilidad corporal, o la pérdida de amigos e hijos, y la calamidad de la patria, en llamas por la guerra. No niego que el sabio es sensible a estas cosas; pues tampoco le atribuimos la dureza de la piedra o del hierro. No hay virtud que no sientas sufrir. Entonces, ¿qué? El sabio recibe algunos golpes, pero, una vez recibidos, los supera, los cura y los mitiga, pero estas pequeñeces ni siquiera las siente, ni tampoco se vale contra ellas de su acostumbrada virtud para aguantar la adversidad, sino que o no las tiene en cuenta o las considera ridículas.

Además, puesto que la mayor parte de las ofensas las infieren los soberbios y los insolentes, y los que llevan a mal la dicha ajena, tiene con qué rechazar esa hinchada pasión, la virtud más hermosa de todas, la magnanimidad: todo lo que es de ese tipo ella lo pasa de largo como las vanas imágenes de los sueños y las visiones nocturnas, que no tienen consistencia ni realidad. Al mismo tiempo, piensa lo siguiente: que todos son demasiado inferiores como para tener la osadía de despreciar a los muy superiores. El vocablo contumelia, ‘ofensa’, deriva del vocablo contemptus, ‘desprecio’, porque nadie marca con tal ultraje a nadie salvo aquel a quien despreció; ahora bien, nadie desprecia a alguien mayor y mejor, aunque haga algo que suelen hacer los que menosprecian. En efecto, los niños golpean la cara de sus padres, y el crío desordenó y arrancó los cabellos de su madre, y le escupió saliva, o desnudó a la vista de los suyos lo que debe de estar tapado, y no escatimó las palabras más soeces, y nada de esto llamamos ofensa. ¿Por qué razón? Porque quien lo hace no puede menospreciar. Y ésta es también la razón de por qué nos divierte el gracejo, procaz para con sus señores, de nuestros esclavos, cuyo atrevimiento, aunque comienza con el dueño, acaba enseñoreándose de los invitados. Y cuanto más despreciable, más deslenguado. Hay quienes para esto compran jovencitos descarados y agudizan su impudicia y los ponen bajo la férula de un maestro para que profieran sus pullas con precisión, y a éstas no las llamamos ofensas sino agudezas. ¡Qué gran locura es deleitarse unas veces y otras ofenderse, por las mismas cosas, y llamarlo insulto si lo dijo un amigo, reproche simpático si lo hizo un joven esclavo!

La misma actitud que tenemos nosotros hacia los esclavos jóvenes la tiene el sabio hacia todos aquellos que tienen un carácter infantil aún después de la juventud y ya con canas. ¿Han madurado algo estos que tienen males de espíritu y unos extravíos cada vez mayores? ¿Estos que se diferencian de los niños sólo por el tamaño y forma de sus cuerpos, por lo demás no menos inconstantes e inseguros, que apetecen toda clase de placeres sin saber elegir, inquietos y jamás sosegados por naturaleza sino por miedo? Por eso nadie diría que entre ellos y los niños hay diferencia alguna, porque éstos tienen codicia de tabas, de nueces y de algún pequeño bronce40, aquéllos, de oro, de plata y de ciudades; porque éstos juegan entre ellos a ser magistrados e imitan las pretextas, las fasces y el tribunal41, aquéllos juegan a lo mismo, pero en serio, en el campo, en el Foro y en la curia; éstos en las playas, con montoncitos de arena, levantan remedos de casas, aquéllos, como quienes hacen algo a lo grande, afanándose en amontonar piedras, paredes y techos, convirtieron en un peligro lo que se inventó para resguardarles42. El extravío, pues, es igual para los niños y para los de edad avanzada, pero en éstos afecta a cosas distintas y más importantes. No sin razón, por tanto, el sabio encaja sus ofensas como si fueran bromas, y algunas veces los amonesta, como si fueran niños, con alguna pena o castigo, no porque ha sufrido un ultraje, sino porque lo hicieron, y para que dejen de hacerlo. Pues de la misma manera se doma a las bestias con el azote, y no nos enojamos con ellas cuando se niegan a aceptar al jinete, sino que tiramos del freno, para que el dolor venza a la terquedad. Sabrás, por tanto, que está resuelta también aquella objeción que se nos hace: «Si el sabio no sufre ultraje ni tampoco ofensa, ¿por qué castiga a quienes los hicieron?». Porque no se está vengando de ellos, sino corrigiéndolos.

¿Y por qué razón no has de creer que esta firmeza de ánimo cuadre en un varón sabio cuando te es posible advertir lo mismo en otros, aunque no sea por la misma causa? Pues ¿qué médico se enoja con un demente? ¿Quién se toma a mal los insultos de un enfermo con fiebres al que han prohibido el agua fría? El sabio tiene hacia todos la misma disposición que el médico hacia sus enfermos: no desdeña tocar sus partes pudendas, si precisan de una cura, ni examinar sus heces y vómitos, ni escuchar los insultos cuando la locura los pone fuera de sí. El sabio sabe que todos estos que caminan con toga y púrpura, fuertes y de buen color, están poco sanos, y los ve igual que enfermos incontinentes. Y de este modo, ni siquiera se enoja con ellos si en su enfermedad se atrevieron a mostrarse algo impertinentes con su médico, y con la misma actitud con que no aprecia en absoluto sus muestras de respeto, tampoco lo que se le hace con poco respeto. Tal como no le parecería algo agradable que un mendigo le hiciera reverencias, ni consideraría una ofensa que un plebeyo de la más baja estofa, al saludarlo, no le devolviera a su vez el saludo, igualmente tampoco se engreiría si muchos ricos le miraran con admiración, pues sabe que no se distinguen en nada de los mendigos, antes bien, son más infelices, pues aquéllos tienen muy pocas necesidades, éstos muchas; y, a la inversa, no se alteraría si el rey de los medos o Átalo de Asia43, al saludarlos, le pasaran de largo, en silencio y con gesto arrogante. Sabe que la condición de rey no tiene nada de envidiable, no más que la de aquel a quien, en una familia de numerosos miembros, le tocó el cuidado de enfermos y locos. ¿Acaso voy a molestarme si no me responde su nombre uno de esos que junto al templo de Cástor44 trafican comprando y vendiendo esclavos inútiles, de esos cuyas tiendas están repletas de un tropel de esclavos de la peor clase? No, en mi opinión; pues, ¿qué tiene de bueno ese bajo cuyo poder no hay nadie que no sea malo? Luego, al sabio, lo mismo que le tiene sin cuidado la buena o mala educación de este sujeto, del mismo modo le es indiferente la del rey. «Tienes bajo tu poder a los partos, los medas y los bactrianos45, pero los sujetas con el miedo, pero por su culpa no puedes destensar tu arco, pero son tus más acérrimos enemigos, pero son sobornables, pero andan buscando un nuevo dueño». El sabio, por tanto, no se alterará por la ofensa de nadie; pues, aunque todos ellos sean distintos entre sí, los considera, desde luego, a todos iguales, porque los asemeja la necedad. Porque si flaqueara una sola vez hasta el punto de que le alterara un ultraje o una ofensa, jamás podría estar sereno. Ahora bien, la serenidad es un bien propio del sabio. No dará lugar a que, proclamando que se ha cometido una ofensa contra él, tome en consideración a aquel que la cometió; pues es inevitable que cualquiera se alegre de que le tome en consideración aquel cuyo menosprecio molesta a todo el mundo.

Los agravios hechos por mujeres o esclavos son desdeñables

Hay hombres tan mentecatos que piensan que una mujer puede ofenderles. ¿Qué importa cuán rica sea la mujer a la que abordan, cuántos porteadores trae, cuán recargadas orejas46, cuán ancha litera? Es igualmente una criatura irreflexiva y, si no se le allegó conocimiento y mucha erudición, salvaje, incapaz de refrenar sus pasiones. Hay quienes se molestan si los zarandea un peluquero y quienes califican de ofensa los malos modos de un portero, la petulancia de un ujier y la altivez de un ayuda de cámara47. ¡Qué gran carcajada debe lanzar en tales circunstancias, qué inmenso placer debe embargar su espíritu, cuando desde el alboroto de los extravíos ajenos contempla su propio sosiego! «¿Qué, pues? ¿El sabio no se acercará a una puerta bloqueada por un portero inflexible?» Él, desde luego, si un asunto ineludible le trae allí, lo intentará y al portero, sea quien sea, lo amansará como a un perro salvaje, echándole comida, y no le disgustará pagar algo para traspasar la puerta, pensando que también en ciertos puentes se paga por cruzar. Por tanto, también pagará a aquel, sea quien sea, que administre este impuesto sobre las visitas, pues sabe que con dinero se compra lo que está a la venta. Es un pusilánime aquel que está satisfecho de sí mismo porque le replicó sin cortapisas al portero, porque le quebró su vara, porque llegó hasta el dueño y le pidió que azotara al esclavo. Quien pelea se hace adversario, y, para vencer, se puso al nivel del otro.

«Pero ¿qué haría el sabio si recibiera un puñetazo?» Lo que hizo Catón cuando le golpearon en la boca. No se irritó, no vengó la afrenta, ni siquiera la perdonó, sino que negó el hecho48. Mayor grandeza de espíritu hubo en no admitir la afrenta que si la hubiera perdonado. No nos detendremos mucho en esto; pues ¿quién ignora que nada de lo que se cree bueno o malo le parece al sabio lo mismo que a todos? No mira qué consideran los hombres infame o ruin, no va por donde la gente, sino que, tal como los astros siguen un curso contrario al firmamento, así el sabio avanza contra la opinión de todos.

La ofensa no afecta a la virtud

Dejad, pues, de preguntarme: «¿No recibirá, entonces, el sabio un ultraje si le pegan, si le sacan un ojo? ¿No recibirá una afrenta si lo acosan por el Foro los gritos indecentes de unos impúdicos? ¿Y si en el banquete de un rey le mandan recostarse debajo de la mesa y comer con los esclavos encargados por sorteo de las tareas más sórdidas?49. ¿Y si le obligan a soportar alguna de esas situaciones que se pueden concebir como ofensivas para un pudor candoroso?». Por más que crezcan en número y magnitud, serán de la misma naturaleza: si no le afectan las pequeñas, tampoco las más grandes; si no le afectan pocas, tampoco muchas. Pero a partir de vuestra debilidad hacéis una suposición sobre un alma grande, y cuando pensáis cuánto calculáis que sois capaces de sufrir, fijáis un poco más allá el límite de sufrimiento del sabio; pero su virtud lo ha situado en otros confines del mundo, sin que tenga nada en común con vosotros. Busca situaciones difíciles y todas las que son duras de tolerar e insoportables al oído y a la vista: un montón de ellas no lo abrumará, y las afrontará una a una, lo mismo que todas juntas. Quien dice «el sabio puede soportar, esto sí, pero aquello, no», e impone a la grandeza de ánimo límites precisos, hace mal: la fortuna nos vence, si no la vencemos totalmente.

No pienses que esta dureza es estoica. Epicuro, a quien asumís como modelo de vuestra indolencia y pensáis que predica la molicie y la desidia, y la búsqueda de los placeres, dice: «Rara vez la fortuna sobreviene al sabio»50. ¡Qué cerca estuvo de expresar algo humano! ¿Quieres tú hablar con mayor entereza y apartar del todo la fortuna? He aquí la casa del sabio51: pequeña, sin lujo, sin trajín, sin etiqueta, no la vigilan porteros que con desgana sobornable impongan turnos entre una multitud de visitantes, pero este umbral vacío y sin porteros no lo traspasa la fortuna: sabe que no hay lugar para ella allí, donde no hay nada suyo.

Y si también Epicuro, que fue muy indulgente con el cuerpo, se alza contra los ultrajes, ¿qué puede entre nosotros52 parecer increíble o más allá de la capacidad de la naturaleza humana? Él dice que los ultrajes son tolerables para el sabio, nosotros que no hay ultrajes. Y no hay razón para que me digas que esto es contrario a la naturaleza. No negamos que es cosa enojosa recibir azotes, sufrir empellones y carecer de algún miembro, pero negamos que todas estas cosas sean ultrajes. No les quitamos la sensación de dolor, sino el nombre de ultraje, que no se puede recibir si la virtud queda a salvo. Cuál de los dos dice más la verdad, lo veremos. Lo cierto es que ambos coinciden en el menosprecio del ultraje. ¿Quieres saber cuál es la diferencia entre los dos? La misma que entre dos gladiadores sumamente aguerridos. Uno de ellos presiona la herida y se mantiene en pie firme; el otro, mirando hacia el público que grita, hace gestos de que no es nada, y no permite que haya interrupción. No hay razón para que pienses que aquello en lo que disentimos es importante. Lo esencial, que es lo único que nos incumbe, ambos modelos lo recomiendan: menospreciar los ultrajes y las que yo llamaría sombras y sospechas de ultrajes, las ofensas, para cuyo desprecio no es preciso ser un hombre sabio, sino sólo sensato, y capaz de decirse a sí mismo: «¿Me merezco, o no, lo que me sucede? Si me lo merezco, no es ofensa, es criterio justo; si no me lo merezco, debe sonrojarse quien cometió la injusticia». ¿Y qué es eso que llamamos ofensa? Alguien bromeó a costa del brillo de mi cabeza, de mi cortedad de vista, de mis piernas encanijadas, de mi estatura: ¿qué ofensa hay en oír lo que es evidente? Dicho en presencia de una sola persona, nos reímos; en presencia de muchas, nos indignamos, y no le dejamos a otros el derecho de decir cosas que solemos decirnos de nosotros mismos. Las bromas afables nos divierten, las bromas pesadas nos enfadan.

Cómo actuar frente a las ofensas

Cuenta Crisipo53 que hubo uno que se indignó porque alguien le llamó «borrego de mar»54. He visto llorando en el senado a Fido Cornelio, yerno de Ovidio Nasón, porque Corbulón le había llamado «avestruz desplumado»55; frente a otros insultos que zaherían su vida y costumbres mantuvo sereno el semblante, ante éste tan absurdo se le cayeron las lágrimas. ¡Tan grande es la debilidad de los espíritus cuando la razón los ha abandonado! ¿Y qué decir del hecho de que nos ofendemos si alguien imita nuestra forma de hablar, o de caminar, o si alguien pone de manifiesto algún defecto de nuestro cuerpo o de nuestra lengua? ¡Es como si estos defectos se hicieran más notorios si alguien los imita que si los cometemos nosotros! Hay quienes con desagrado oyen hablar de la vejez y de las canas y de otras cosas a las que, sin embargo, se desea llegar; hay otros a los que irritó el insulto de la pobreza, la cual, no obstante, cualquiera que la oculte se echó a sí mismo en cara. Por tanto, a los insolentes y a los que bromean por medio de la ofensa se les priva del material, si espontáneamente lo anticipas tú y tomas la delantera; no dio lugar a risas nadie que se rió de sí mismo. Se cuenta que Vatinio56, hombre nacido para la risa y para el odio, fue un truhán tan gracioso como mordaz. Él mismo hacía muchas bromas a costa de sus pies y de las cicatrices de su cuello. De este modo se libró de las pullas de sus enemigos, que los tenía en mayor número que sus achaques, y en especial las de Cicerón. Si con su cara dura fue capaz de hacer esto aquél, que había aprendido a perder la decencia con sus constantes insultos, ¿por qué no podría uno que con los estudios liberales y con el cultivo de la sabiduría haya llegado a alguna perfección? Añade que es una suerte de venganza privar del placer de la ofensa inferida al ofensor. Suelen decir: «¡Desdichado de mí! No lo ha entendido, creo». Hasta tal punto el éxito de la ofensa reside en el sentimiento e indignación de quien la sufre. Además, algún día no le faltará un igual: entonces hallarás también quien te vengue.

A veces el ofendido se revuelve contra el ofensor, caso de Calígula

Gayo César57, entre otros vicios en los que abundaba, grosero, se dejaba llevar por la singular manía de vejar a todo el mundo con alguna pulla, siendo él mismo materia más que propicia para la burla: tan grande era la fealdad de su tez pálida, indicio de locura; tan grande la hosquedad de sus ojos, hundidos bajo una frente senil; tan grande la deformidad de su cabeza, pelada y salpicada de cabellos teñidos; añade las espaldas velludas, las piernas flacas y los pies enormes58. Sería interminable si pretendiera enumerar cada una de las burlas que hizo contra sus padres, contra sus abuelos y contra todos los órdenes59; contaré las que le abocaron a la perdición.

Tenía entre sus principales amigos a Valerio Asiático60, hombre impetuoso y poco dispuesto a soportar con serenidad las ofensas ajenas. A éste en un banquete, esto es, en público, le reprochó con voz bien clara el comportamiento de su mujer en el acto sexual. ¡Dioses propicios! ¡Que esto lo oiga un marido! ¡Que lo sepa el príncipe! ¡Y que el desenfreno haya llegado hasta tal punto que el príncipe le cuente su adulterio y su fastidio no digo a un antiguo cónsul, no digo a un amigo, sino sencillamente al marido! Por el contrario, Querea61, un tribuno militar, tenía una voz débil, no acorde con su fortaleza, y, si no conocieras sus hazañas, más que sospechosa. A éste, cuando le pedía la contraseña, Gayo le daba unas veces la de «Venus», otras la de «Príapo», reprochándole de diversos modos esas maneras afeminadas en un militar, y esto lo hacía mientras él iba vestido con gasas transparentes, calzado con sandalias y cubierto de objetos de oro62. Le obligó, pues, a empuñar la espada para no pedirle nunca más la contraseña: él fue el primero que alzó la mano entre los conjurados, él fue quien le cortó el cuello por la mitad de un solo tajo; luego, se prodigaron de todas partes muchísimas espadas que vengaban ultrajes públicos y privados, pero el primer hombre fue el que menos lo parecía63. Pero este mismo Gayo todo lo consideraba como ofensas, incapaces como son de soportarlas quienes están muy deseosos de hacerlas: se irritó con Herennio Macro porque le había saludado como Gayo; y no le resultó impune a un primipilo el hecho de llamarle Calígula64. Pues a él, nacido en un campamento y criado por las legiones, lo solían llamar así, y con ningún otro nombre se hizo nunca más familiar a los soldados, pero eso de Calígula lo juzgaba una afrenta y una ignominia desde que usaba coturnos. Pues bien, esto mismo servirá de consuelo, aunque nuestra afabilidad haya renunciado a la venganza, que habrá alguien que haga que se castigue al desvergonzado, arrogante e injurioso, defectos que nunca se agotan en un solo hombre ni en una sola ofensa.

Fijémonos en el ejemplo de aquellos cuya paciencia elogiamos, como Sócrates65, que tomó a bien las chanzas contra él publicadas y contempladas en las comedias, y no se rió menos que cuando su mujer, Jantipa66, lo empapó de agua sucia. A Antístenes67 le echaban en cara su madre extranjera y tracia; replicó él que también la madre de los dioses era del monte Ida68.

El sabio, y el aspirante a sabio, deben afrontar, imperturbables, los ultrajes y las ofensas

No hay que llegar a la riña ni a la pelea. Debemos retirarnos lejos y no hacer caso de cuantas cosas de éstas hagan los insensatos (pues sólo ellos pueden hacerlas), ni tampoco hacer distingos entre los homenajes y los ultrajes del vulgo. No hay que mortificarse por éstas ni ufanarse por aquéllas. De lo contrario, dejaremos de hacer muchas cosas necesarias por temor o aversión a las ofensas, y no haremos frente a los deberes, tanto públicos como privados, a veces incluso provechosos, mientras nos atormenta un temor femenino a oír algo que nos desanime. Alguna vez incluso, airados contra los poderosos, manifestaremos este sentimiento con inmoderada libertad. Ahora bien, la libertad no es no soportar nada: es un error. La libertad es elevar el ánimo por encima de los ultrajes y hacerse tal que de uno mismo sólo se originen motivos de alegría, deshacerse de las cosas exteriores, para no tener que llevar una vida inquieta, como la del que teme las risas y las lenguas de todos. Pues, ¿quién hay que no pueda hacer una ofensa, si hay alguno que puede? Pero el sabio y el que tiene afán de sabiduría emplearán un remedio diferente. Los imperfectos y los que aún se orientan conforme a la opinión pública deben tener bien presente que ellos han de vivir en medio de ultrajes y ofensas: todo les será más llevadero si se lo esperan. Cuanto más distinguido sea alguien por su linaje, reputación o riqueza, con tanto más vigor debe comportarse, recordando que las clases elevadas69 se posicionan en primera línea de batalla. Que soporte las afrentas, los insultos, las desvergüenzas y demás bajezas como si fuera el griterío de los enemigos y las flechas lejanas y las piedras que, sin causar herida, hacen resonar los yelmos; aguante los ultrajes como las heridas, clavadas unas en los brazos70, otras en el pecho, sin derrumbarse, y sin moverse siquiera de la posición. Aunque te apriete y acose el ímpetu enemigo, ceder, no obstante, es vergonzoso: defiende la posición que te asignó la naturaleza. ¿Quieres saber qué posición es ésa? La del hombre. Para el sabio hay otro auxilio, opuesto a éste; pues vosotros estáis luchando, aquél ha alcanzado la victoria. No opongáis resistencia a vuestro propio bien, y, mientras llegáis a la verdad, alimentad en vuestros espíritus esta esperanza, y aceptad de buen grado lo mejor, y asistíos con vuestra reflexión y vuestros deseos. Que haya algo invicto, que haya alguien contra quien nada pueda la Fortuna, interesa a todo el género humano.

1 Anneo Sereno, amigo íntimo de Séneca, que tanto lamentó su muerte, ocurrida en el verano/otoño del año 62 d. C. (cf. Epístolas morales LXIII 14). Por Plinio (Historia natural XXII 96) sabemos que la causa de la muerte fue una ingesta de setas venenosas, aunque no precisa si fue un lance fortuito o criminal, lo que no sería raro en la corte de Nerón, quien se libró por este método de Claudio, su padre adoptivo, para sucederle (cf. Suetonio, Nerón XXXIII). También nos informa Plinio de que Sereno fue praefectus vigilum de Nerón, cargo que debió desempeñar con mano firme, si aceptamos que se trata del mismo Anneo Sereno del Epigrama VIII 81 de Marcial (aunque éste, según algunos críticos, podría tratarse de un conocido ladrón de la época). Según Tácito (Anales XIII 13, 1), Sereno colaboró en los manejos de Séneca haciendo de tercero encubridor de los amores deNerón y Acté. Séneca le dedicó, además de este diálogo, los diálogos Sobre la tranquilidad del alma y Sobre el ocio, una trilogía encaminada a convertirle de epicúreo a la sabiduría estoica.

2 La imagen del filósofo como médico de las enfermedades del alma era una metáfora habitual de la enseñanza ética; cf. Platón, Gorgias 480b; Epicuro, frag. 221 Usener. Séneca recurre a ella en varias ocasiones; cf. Tranquilidad I 2; Ira I 15, 1; Epístolas morales VII 1; CIV 18; CXV 6.

3 En el imaginario estoico, la virtud es una montaña que tenemos que escalar; cf. Sobre la vida feliz 20; Providencia 5. También a Lucilio le explica Séneca (Epístolas L 9) que la primera parte del camino, en pendiente, es la difícil: initium ad illas (i. e. virtutes)eundi arduum.

4 Marco Porcio Catón «el Joven» (95-46 a. C.), llamado «Catón de Útica», porque se suicidó en Útica, provincia romana de África, después de que en febrero del año 46 César hubiera derrotado definitivamente a las fuerzas pompeyanas en la batalla de Tapsos y, en un gesto de magnanimidad característico suyo, le hubiera ofrecido el perdón. Pero a Catón, como buen estoico y republicano, la vida se le hacía insoportable bajo la égida de un tirano y no quiso sobrevivir al final de la libertad republicana. Fue considerado un mártir de la causa republicana y una especie de santo estoico. Cuestor en el 64 a. C. y tribuno de la plebe en el 63, alineado con los optimates, la facción conservadora del Senado, intervino decisivamente en la lucha contra la conspiración de Catilina, apoyando la pena de muerte para los conjurados postulada por el cónsul Cicerón, frente a la política de clemencia de Julio César. Catón empleó todas sus habilidades para oponerse al poder cuasi-omnímodo de César y sus aliados del llamado Triunvirato (Pompeyo y Craso). En el 59, durante el consulado de Julio César, se opuso obstinadamente a la política de éste, especialmente a las leyes agrarias, siendo incluso arrestado por los líctores y encarcelado algún tiempo por su labor obstruccionista en el Senado. Aunque son varias las leyes a las que se opuso Catón, Séneca parece referirse en concreto a la Lex Campana de junio, presentada por César para distribuir, en lotes, los campos de Campania entre veinte mil ciudadanos indigentes, padres de familia con tres o más hijos (cf. Plutarco,