Sombras del Monte - Gustavo Alvarez - E-Book

Sombras del Monte E-Book

Gustavo Alvarez

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Beschreibung

Sombras del Monte (misterios, leyendas y otros cuentos que no se olvidan) es una colección de relatos inspirados en el folclore oral, los mitos populares y las vivencias transmitidas entre generaciones en los paisajes del interior argentino y el conurbano bonaerense. A través de diecisiete cuentos breves, la obra explora lo inexplicable, lo que se oculta entre los árboles, en los caminos de tierra, o tras las puertas de un barrio común. Desde figuras legendarias como el Lobizón, el Pomberito o el Hombre Gato, hasta presencias más modernas pero igualmente inquietantes, cada historia refleja una dimensión donde lo cotidiano y lo sobrenatural se entrelazan. Con una narrativa cercana y arraigada en lo popular, el libro no busca dar respuestas, sino avivar preguntas: ¿Qué hay detrás de lo que no podemos explicar? ¿Hasta dónde llega la memoria y dónde empieza la leyenda? Estos relatos, en parte ficcionales y en parte testimoniales, son también un homenaje a los narradores orales de nuestras familias, y a esa cultura del relato que se niega a desaparecer. En ellos, el miedo no solo asusta: revela.

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Seitenzahl: 82

Veröffentlichungsjahr: 2025

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GUSTAVO ALVAREZ

Sombras del Monte

(misterios, leyendas y otros cuentos que no se olvidan)

Alvarez, GustavoSombras del monte : misterios, leyendas y otros cuentos que no se olvidan / Gustavo Alvarez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6437-5

1. Ciencia Ficción. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Prólogo

I - La luz mala y el socavón

II - El lobisón

III - El espectro

IV - Crespín

V - El bebé

VI - Cacuy

VII - El Pomberito

VIII - La mujer de vestido blanco

IX - El mago negro

X - La Telesita

XI - El camino de tierra

XII - El hombre de traje

XIII - El niño

XIV - Pum, pum, pum, pum

XV - El endemoniado (2004)

XVI - El Hombre Gato (1985)

XVII - El desaparecido (1992)

Agradecimientos y conclusiones

Para Miguel...

PRÓLOGO

Este libro reúne algunas de las historias y leyendas que mi abuela me contaba cuando era niño, entrelazadas con hechos reales transmitidos oralmente, toques de ficción y mitos populares.

Están ambientadas en el campo santiagueño entre 1935 y 1955, y en el conurbano bonaerense durante los años 80, 90 y principios del 2000. En cada página habitan las sombras del monte... y también las de la ciudad.

Te invito a leerlo en una noche tranquila.

Pero cuidado... si ves que hay una sombra que te acompaña, es posible que, al leerlas, empieces a evocarlas.

I

La luz mala y el socavón

Era mi primera noche en Santiago del Estero, tierra de soles cálidos y aires secos, no muy distinta a mi Chaco natal. El viaje había sido largo y me pesaba el cuerpo, pero cuando el sol se escondió tras el horizonte y la noche trajo ese alivio que se espera todo el día, entonces me acomodé frente al almacén. Tenía en la mano un vaso de vino, como quien desea que el cansancio se disuelva con un buen trago. Por lo general, ahí paraban los paisanos del campo, venían a comprar algo de víveres o a refrescarse después de la jornada. Aun así, el aire era pesado, como si el calor no se fuera nunca del todo, y traía consigo el zumbido de los grillos y el aroma seco de la tierra. Curiosamente, esa noche, no había nadie más fuera del almacén.

De repente, apareció una luz en el camino, subiendo y bajando, como si quisiera llamar la atención. Al principio pensé que el cansancio me estaba jugando una mala pasada, pero no, la luz seguía ahí, constante. La miré un buen rato, intrigado, hasta que decidí levantarme y seguirla. No sentía miedo, solo una curiosidad que me empujaba, algo difícil de explicar.

La luz me llevó hasta un palo borracho. Me acordé de que, en esos casos, hay que clavar un cuchillo en el suelo y al otro día venir a buscar lo que estaba brillando. Lo hice, con bastante desconfianza.

Al día siguiente fui a ver qué era lo que brillaba en la noche. Encontré un anillo de oro, pensé que alguien lo había dejado ahí a propósito. Después, miré a mi alrededor, pensando que era una broma. Tomé el cuchillo, levanté el anillo y me fui.

La siguiente noche decidí no tomar alcohol, pero me paré en el mismo lugar, esperando ver si algo o alguien pasaban. Otra vez apareció la luz, alejándose y acercándose, como jugando esta vez, hasta que finalmente se perdió en la oscuridad. Fue entonces cuando lo vi por primera vez, ese del que todo el mundo habla, pero no quieren recordar: ese tipo, con hombros bien alineados al igual que los pantalones, apoyado de costado contra un árbol, con la pierna cruzada.

Sentí un escalofrío en la nuca, y mi mano fue directo a la cintura, donde siempre llevaba el cuchillo. Porque...

—¿Quién se viste de traje para andar en medio del monte a esta hora de la noche?

—¿Quién sos? —pregunté firme, aunque por dentro sentía el corazón golpearme fuerte. Y de alguna manera sabía quién era. Los viejos del pueblo decían que a veces se te aparecía un hombre vestido de traje a ofrecerte cosas a cambio de un pacto satánico. —Tengo muchos nombres —dijo el tipo mientras sacaba dos bolsas de arpillera de atrás del árbol, como justificando su aparición, para después acercarse sigilosamente a mí.

—Echá pa’ trás —le advertí, apretando el cuchillo—. O te clavo acá mismo —La mano sudaba.

—¿Te gustan las joyas? ¿El oro? ¿No?

—¡Salí, carajo!

—No hace falta, hombre. Ya salgo. Soy inofensivo —rio bajito, y su risa parecía perderse en el aire—. Mirá, te dejo esto.

—¿Qué hacés? —le dije.

—Es mucho dinero, pa’ que veas que no vengo con malas intenciones. Lo que te propongo te puede cambiar la vida. Nunca más vas a tener que romperte el lomo trabajando, pero, claro, como ya debés saber, hay que pasar unas pruebas.

Aflojé un poco la mano, aunque el instinto no me fallaba. Lo miré de reojo. Esa risa, la aparición repentina, esa cantidad de dinero, en medio del silencio de la noche... nada encajaba con la realidad y la tranquilidad del campo. No se trataba de una broma.

—Esto no me gusta nada —dije, dándome media vuelta sin agregar nada más. Mis pasos apurados sobre la tierra seca rompieron el silencio que había quedado.

Al otro día volví al trabajo. El dolor en la espalda se me partía en el cuerpo y era de tanto agacharme entre las matas. Las manos me ardían, llenas de cortaduras, y el calor no daba tregua. Entre el polvo y el sudor, apenas podía respirar.

Los días pasaron y casi había olvidado ese encuentro extraño, cuando una noche, caminando solo, un perro negro apareció de la nada. Lo vi cuando casi lo pisé y me quedó mirando. Dicen que es mala suerte.

—¿Pero hay perros tan grandes en Santiago?

Unos minutos después, vi pasar a una mujer de pelo bien oscuro. Le tiré un par de piropos, como quien no quiere la cosa, y ni me miró. Sentí como si no existiera y de nuevo un frío me recorrió la espalda.

Diez minutos después, bajo un árbol, ahí estaba de nuevo el mismo tipo, sentado sobre una raíz que sobresalía.

—¿Lo pensaste? —me preguntó con una calma que me sacaba de quicio.

—Chango, andá pa’ allá —le dije ya muy enojado, porque me estaba haciendo asustar, y la verdad no me gusta sentir miedo.

Bajé la mirada, incómodo, y en un parpadeo lo sentí detrás de mí. Abrí grandes los ojos cuando me agarró con una fuerza tremenda de la camisa.

—¡Entrá! —gritó.

Caí en un pozo profundo que antes no había notado, deslizándome entre polvo y sombras, como si la tierra misma me tragara con hambre. Mientras descendía, un caos de sonidos invadió mis oídos: música lejana, risas burlescas y gemidos desgarradores, todo mezclado, como si el suelo debajo de mí tuviera vida propia.

—¡Sos mío! —gritó él desde arriba. Su voz, cargada de triunfo, se desvaneció entre las sombras mientras el eco de las risas retumbaba a mi alrededor.

Intenté gritar, pero lo único que salió fue un gemido mudo. Sentí un par de manos —no, decenas, cientos de manos— que surgían de la oscuridad, aferrándose a mis brazos, piernas y cuello. Me arrastraban más y más hacia abajo, robándome el aire con cada tirón.

Quise luchar, quise gritar otra vez, pero ya era demasiado tarde. La presión en mi pecho creció hasta que la oscuridad me cubrió por completo, dejándome sin aire.

Caí a una habitación grande, a la luz de muchas velas, y con muchas personas. Empecé a toser toda la tierra que tragué, y todos voltearon hacia mí. De repente, silencio total. Pude respirar, y ellos continuaron trabajando... en algo. Algunos escribían, algunos armaban extraños artefactos, otros trabajaban figuras en arcilla, que se movían y cambiaban de color. Cosas extrañas sucedían en ese subterráneo.

—Estos son mis dominios. Desde acá manejo todo —dijo el hombre de traje—. Y ahora, vos, sos mío, y gracias a vos, despertamos las sombras del monte.

II

El lobisón

Al otro lado de la delgada pared de adobe, escuché las risas que resonaban en la cocina. Me levanté de donde estaba tirado, afuera, y aparté la cortina gastada. Vi que del otro lado estaban mis queridos hermanos, todos hombres, junto a nuestros padres. Ya había terminado el horario de trabajo y todos estaban reunidos alrededor de la mesa comiendo un asado. Yo, siendo el más joven y, claro, el más pintón —eso siempre lo supe, pero nunca lo dije—, me uní a ellos.

Mientras comía, empezaron a hablar de la vida, Dios, la iglesia... lo mismo de siempre. Me aburría.

—¡Buen provecho! —dije, y salí al fresco de la noche. Otra vez.

—¡Hijo! ¿No querés más asado? —dijo mi papá.

—Ahora no, papá. Gracias.

—Llevale esto a Berto y Selva para que coman, que te están esperando allá afuera — Los perros habían empezado a ladrar.

—Si vas a lo de Selva, llevate el poncho que más tarde refresca —dijo mi mamá.

Afuera, Selva y su hermano Berto estaban bajo el sauce, en la penumbra.

—Sabía que estaban esperándome. Tomen, esto es para ustedes, de parte de mi viejo.

—¡Eh! ¡Gracias! —Selva recibió ambos y contestó por Berto también.

—Pedro, ¿dónde estabas? —me preguntó como si solo hubiera venido a preguntar eso, con una mirada inquieta que me hizo sentir expuesto, como si supiera algo que yo no.

—¿Pasó algo?