¿Somos el fracaso de Cataluña? - Iván Teruel - E-Book

¿Somos el fracaso de Cataluña? E-Book

Iván Teruel

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Este volumen traza un breve recorrido por la situación sociopolítica de Cataluña desde la llegada de miles de familias en los años sesenta del siglo XX hasta el momento en que arrancó el proceso independentista en el año 2012, con el objetivo de mostrar el caldo de cultivo previo que posibilitó todo lo que vino después, pero atendiendo, sobre todo, a las vivencias anónimas y cotidianas de una parte de la sociedad catalana: los otros catalanes, como los llamó Candel, los desarraigados, como los llamó Pujol refiriéndose a los andaluces, los nadie de los que hablaba Galeano. Porque nada surgió de la nada. Y en algún momento había que contarlo.

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¿SOMOS EL FRACASO DE CATALUÑA?

IVÁN TERUEL

¿SOMOS EL FRACASODE CATALUÑA?

La voz de los desarraigados

© Iván Teruel Cáceres

© del prólogo: Félix Ovejero

© del epílogo: Julio Valdeón

© Malpaso Holdings, S. L.

    Diputació, 327, principal 1.ª

    08009 Barcelona

    www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-18236-91-4

Primera edición: marzo de 2021

Maquetación: Joan Edo

Diseño de cubierta: Ezequiel Cafaro

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

A mi padre y a mi tío Antonio,porque una parte de este librola han escrito ellos.

A mi madre,por su empeño en quemi hermano y yono nos pasáramos el día trabajando en una obracomo mi padre.

A la memoria de mis cuatro abuelos:Isabel y Eduardo, Rafael e Isabel.

Y a Patricia,por ser siempre condición de posibilidad.

ÍNDICE

Historias de encajadores

A modo de prefacio

Nota aclaratoria

1. «Andaluces de Jaén, aceituneros altivos»

2. El niño de las piedras

3. La transición, según mi padre

4. La transición, según mi tío

5. El proceso de catalanización

6. De la anécdota a la categoría: Una aproximación

No fue igual, fue peor

HISTORIAS DE ENCAJADORES

En el principio fue el Facebook

Hace unos años, ante la insistencia de una amiga, me abrí una cuenta de Facebook. No acababa de entender su gracia ni su utilidad, pero ella era muy insistente y yo de naturaleza sumisa. Cumplido el trámite, me olvidé de la cuenta, hasta que cierto día descubrí que en las páginas web que visitaba, tanto de noticias como de artículos académicos, aparecía en azul una «F» que, si la pisabas con el ratón, te colgaba aquellas informaciones en tu página de Facebook. Maravilloso. Siempre he gestionado mal el archivo de mis cosas –ni siquiera tengo una carpeta con los artículos de prensa y los rescato, como puedo, buscando en la red alguna palabra cuya presencia recuerdo– y aquello me ofrecía una magnífica oportunidad para conservar los materiales que me interesaban.

Como una parte de mis publicaciones se refería a la política española, y mi perfil era público, poco a poco mi muro comenzó a llenarse de comentaristas, desconocidos para mí y que, sin tener presencia pública en su mayoría, mostraban extraordinaria lucidez analítica. Y mucha gracia, a qué negarlo. También empecé a recibir solicitudes de amistad. Algunos, además, me escribían en privado para que diera publicidad a sus cosas. Sus cosas eran sus quehaceres y, sobre todo, sus preocupaciones, sus malas experiencias en Cataluña. Conocían o padecían una situación injusta y tenían razones para pensar que si lo contaban en sus muros peligrarían sus empleos o sus relaciones personales. Muchos de ellos acudían al Face como quien asiste a una reunión clandestina o a uno de esos grupos de apoyo tan populares en Estados Unidos. No podían compartir tribulaciones con sus vecinos, habían roto con su familia y no se atrevían a levantar la voz en sus pueblos ante el temor a ser señalados; pero, al final del día, ante la pantalla de ordenador se reconocían en las palabras de otros como ellos, también condenados a ocultar sus convicciones. Los unos con los otros se contaban sus malos ratos, y compartían informaciones y argumentos más o menos ordenados. Los más decididos acabaron por convenir un encuentro –fuera del pueblo, eso sí– y pudieron comprobar que sus interlocutores, algunos con rebuscados apodos, tenían densidad humana. No estaban solos, ni tampoco locos. Sucedió memorablemente con el procés. No pocos amigos virtuales se convirtieron en amigos reales. Y hasta en amores. Ciertamente, aquello del Facebook tenía unas facetas insospechadas. No sabía yo en aquellos momentos hasta qué punto.

Pero eso lo contaré, quizá, en alguna otra ocasión. Ahora quiero acordarme del verano de 2017, cuando reparé en los posts de un joven profesor de instituto de Gerona. Nos llevábamos bastantes años pero sus circunstancias no me resultaban extrañas. Yo también era hijo de «inmigrantes», había vivido una parte de la infancia en lo que ahora llamamos «pisos patera» y mis padres –en su caso sus abuelos– tampoco habían sido escolarizados (en mi caso eran directamente analfabetos). Con diferencias importantes: yo vivo en Barcelona y trabajo en la universidad y el joven profesor vivía en Gerona e impartía sus clases en un Instituto de enseñanza media. En pleno territorio comanche. Escribía con oficio y afán de verdad. Esto último se dejaba ver especialmente cuando exponía sus fragilidades y hasta sus cobardías, o lo que él juzgaba como tales. Con honestidad, sin retórica, daba mil vueltas a sus indecisiones. Pero, incluso cuando comparecía la sombra del autoengaño, daba un salto atrás y recuperaba perspectiva y temperatura moral. Algo nada sencillo en sus circunstancias. Desde los experimentos de conformidad de Asch conocemos que, aunque una pared sea verde, si nuestro entorno sostiene que es blanca, acabaremos por verla blanca. Nadie levanta la voz si lo van a señalar. Y, si se sabe observado, será el primero en señalar a quienes levanten la voz.

Con esos mimbres se constituye la trama del libro que el lector tiene entre sus manos. La experiencia, descrita con pulso de narrador, y la reflexión sobre la experiencia. Contar lo que pasa y tratar de entenderlo. Si los filósofos me permiten la licencia, el libro, en su remate, tiene algo de hegeliano: el despliegue de la autoconciencia del Espíritu. No pretende, obviamente, desarrollar ninguna teoría sociológica, si es que hay algo que se pueda llamar en serio «teoría sociológica». Se limita a acudir a algunas conjeturas empíricas, en su mayoría solventes, que le ayudan a ordenar unas vivencias que no son solo suyas: el desdén y hasta el racismo y, también, la dificultad para levantar la voz ante el desdén y el racismo. Lo de Facebook, pero a solas y en letra impresa. Las vicisitudes que nos cuenta las han vivido muchos: pequeñas vejaciones, condescendencias, reproches por parecerse a los suyos y elogios por esforzarse en dejar de ser como ellos. La apestosa lluvia fina que sostiene a todos los totalitarismos y que, en Cataluña, ha conseguido algo inaudito: que una minoría privilegiada se presente como víctima de los excluidos, a quienes desprecia y humilla.

Porque esa es la sorprendente realidad: los que mandan se describen como explotados. Y muchos se lo creen. También los humillados y despreciados. Inaudito, pero explicable. Lo ha contado uno más de una vez: entre las muchas continuidades entre el nacionalismo catalán y el franquismo, la más sórdida de todas es la rentabilización de la derrota que la dictadura infligió a las clases populares. Hay otras continuidades, si quieren, más cínicas. Por ejemplo, la de cargos y personas que documentó magníficamente Roger Molinas en una entrada («Els alcaldes franquistes de Convergència») de su blog Reflexions d´un arqueòlog glamurós: de los 219 alcaldes franquistas que se presentaron en las primeras elecciones, el 43% acabó en CiU (y, si quieren completar el cuadro, en la «franquista» AP solo recaló el 4,5%). Nada sorprendente, si se piensan bien las cosas y las clases. Pero esa continuidad no es más que el epifenómeno de otra, la que quería recordar: Franco arrebató los derechos de ciudadanía a los más pobres y el nacionalismo se aprovechó a conciencia de ese expolio. Los trabajadores, los abuelos de Iván Teruel, mis padres, llegaban a Cataluña como llegan los sin papeles. En el mayor de los desamparos. Se sentían responsables de una deuda que nadie precisaba y pedían perdón por existir. Si tenían un problema no acudían a la policía o a los jueces, sino a los suyos. No confiaban en el Estado sino en su familia o en los de su pueblo. Incluso para reclamar lo justamente suyo. Sencillamente, nadie les dijo nunca que eran ciudadanos. Los otros les precisaron la idea: no eran catalanes. Eran charnegos, personal de servicio. Si acaso, «los otros catalanes». Reparen en cómo se extendió el sintagma «emigrantes» para designarlos. Por supuesto, no lo eran, estaban en su propio país. Pero el estigma se acuñó y fue aceptado por todos. No había «emigrantes» en Madrid, pero sí en Barcelona. Nada nuevo: durante la Segunda República ERC había alentado políticas de «repatriación» forzosa de los trabajadores murcianos («repatriar forasteros y aislar a los vagos»), vistos como «una ofensiva contra Cataluña» (C. Ealham, Class, Culture and Conflict in Barcelona, 1898-1937, Londres: Routledge, 2005).

«Emigrantes» era otro más de los productos de la factoría léxica del nacionalismo. Como «normalización», «lengua propia» o «Estado español». Ni una puntada sin su hilo. Ninguna palabra era inocente. Se había acabado el trato natural con las palabras y las cosas, el democrático poder del pueblo con el mundo, pues, como nos recordara el autor de El Quijote, sobre la lengua «tiene poder el vulgo y el uso». Una meditada ingeniería cuyo objetivo prioritario era quebrar la fraternidad entre los españoles. Las semillas estaban sembradas. Jordi Pujol sistematizó la doctrina que inspiraba la mampostería palabrera: «El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido [...], es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir su falta de mentalidad» [La immigració, problema i esperança de Catalunya, Barcelona, Nova Terra, 1976]. En 2004 desarrollaría la idea: «tenemos que cuidarnos [del mestizaje], porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje […] para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira [sic] sal y la disuelve; si se le tira un poco más, también la disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y que el tronco sea sólido» [de Agencias (2004)]. Otros le ayudarían a perfilar el cuerpo doctrinal racista. Echen un rato en Google y los encontrarán: Heribert Barrera, Oriol Junqueras, Núria de Gispert, Quim Torra. Todos con mando en plaza. No locos tuiteros.

El nacionalismo se mostró encantado cuando confirmó que los recién llegados se sentían de fuera. Eran muchos, muchos más, y mucho más pobres. Un peligro en democracia. Mejor que pasaran, que no se sintieran implicados en la política catalana, no fuera que… Y así funcionó la maquinaria institucional durante décadas. Lentamente se fue construyendo la nación desde las instituciones, a espaldas de la mayoría de los catalanes realmente existentes. Un día nos dijeron que la identidad nacional de Cataluña nada tenía que ver con la identidad de los catalanes y otro, que la lengua propia de Cataluña no era la lengua de los catalanes.

A quienes podían levantar la voz, como los enseñantes, se les señaló la puerta de salida. Y muchos se marcharon. A los otros, resignación. Día tras día iban viendo cómo su lengua desaparecía de la educación, de la comunicación de las administraciones, de la rotulación de la sanidad pública y de todo el comercio privado cara al público, pero bueno, ellos..., ellos eran de fuera. El proceso de exclusión y depuración identitaria se desarrolló sin tregua con la complaciente mirada de los grandes partidos españoles, cuando no con su complicidad: la política catalana era la política de los catalanes fetén, de los nacionalistas. Solo en los últimos años, cuando la crisis económica golpeó a los de abajo, los nacionalistas contemplaron la posibilidad de explotar el río revuelto y ampliar su mercado entre aquellos a quienes había despreciado: Madrid también les robaba a ellos. Y de pronto, con la espontaneidad con la que sucede todo en Cataluña, esto es, con el dinero de unos y el arribismo de los nuevos Uncle Tom, brotaron mil organizaciones de charnegos bien dispuestos: Súmate, Els Altres Andalusos, Nous Catalans: Gabriel Rufián.

No hay sombra de literatura en lo que acabo de contar. Cada afirmación está avalada por solventes estudios. Lo ha documentado uno mil veces. Pero qué quieren que les diga, al final, uno se cansa. Cuántas veces se ha mostrado con argumentos y datos el despropósito moral y clasista de la inmersión lingüística, las mentiras sobre las balanzas fiscales, el funcionamiento de los Estados Federales, las sentencias del tribunal de La Haya o las constituciones del mundo que incluían el derecho de autodeterminación. Pero las mentiras y los despropósitos se repitieron una y otra vez. Ahí sigue, incólume, la más grande de todas, la que ha sellado el guion de nuestra política nacional de los últimos años: el procés como reacción a la sentencia del Constitucional, como justa respuesta al desprecio español a la disposición catalana para el diálogo. A nadie parece importarle que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut se dictase en el verano de 2010 y que en la Diada de septiembre de ese año se manifestaran poco más de 14.000 personas y al año siguiente, menos aún, unas 10.000.

Pero, como decía, da lo mismo. Como si llueve. No hay más ciego que quien no quiere ver. No solo se trata, que también, de aquello que decía Upton Sinclair, de que «resulta difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda». Eso, sin duda, se da en la bien engrasada nueva clerecía de periodistas y académicos cobijados en el pesebre nacionalista. Pero hay bastante más. Hay sobre todo una ontología que tamiza las percepciones y que asoma, recurrentemente, bajo las buenas intenciones, en los elogios y hasta en las disculpas. Iván Teruel nos recuerda muchas situaciones en las que hace acto de presencia. Por ejemplo, cuando recrea el momento en que los amigos del compañero de piso de su tío, después de entregarse a consideraciones apenas veladas de racismo a cuenta de los charnegos, descubren que su tío, allí presente, era extremeño. Así nos lo cuenta: «alguno de ellos, para romper el hielo de aquella situación embarazosa, se atrevió a pronunciar lo que él creyó que era una disculpa pero que en realidad apuntalaba, a través del eufemismo, todo el andamiaje mental que sustentaba la sarta anterior de menosprecios: ¡Ostras! –le dijeron–, pues nadie lo diría, no, no, nadie lo diría, porque hablas muy bien el catalán, muy, muy bien, y, además, no suele haber castellanos de origen que hablen habitualmente el catalán, y menos con ese acento tan bueno».

En aquel instante su tío tuvo una iluminación parecida a la del protagonista de El reino de este mundo, el maravilloso relato de Alejo Carpentier: «[…] Ti Noel comprendió pronto que aunque insistiera durante años jamás tendría el menor acceso a las funciones y ritos del clan. Se le había dado a entender claramente que no le bastaba ser ganso para creerse que todos los gansos fueran iguales». Lo que su tío consiguió con esfuerzo y hasta desgarro emocional, porque él había aspirado a formar parte de la comunidad de los gansos y tenía a algunos gansos por amigos, no lo consiguen nunca muchos personajes que aparecen en las páginas de este libro. Y otros, afortunados, ni siquiera tienen que desandar camino, como sucede con la maravillosa profesora salmantina que llega al instituto sin haber perdido la mirada limpia de quien está acostumbrado a pensar en libertad. Así nos lo describe el autor, sin ocultar su propia fragilidad: «Hubo algo que siempre me llamó la atención de esta última compañera: la desinhibición con la que de vez en cuando hablaba de cuestiones políticas para criticar sin ambages a la clase dirigente catalana. La recuerdo decir varias veces, en la sala de profesores, cuando alguien se quejaba de alguna decisión política que nos afectara, algo así como: «claro, es que los catalanes no sabéis votar y siempre ponéis en el gobierno a los mismos inútiles». Debo confesar que en aquellos momentos padecía por ella, que me daban ganas de decirle que no hablara con tanto desparpajo de según qué cuestiones, que no sabía dónde se estaba metiendo, que la iban a crucificar porque en Cataluña había algunos temas inabordables por su exceso de carga emotiva». La profesora no era especialmente valiente. Solo que ella todavía no había respirado durante suficiente tiempo la tóxica atmósfera intimidatoria que rompe el vínculo entre el pensar y el decir o, más precisamente, entre el atreverse a pensar y el atreverse a contar. Un delicado vínculo que cuando se desmonta aleja para siempre la democracia de la libertad y la justicia.

De manera mucho más tortuosa, el autor alcanzará la misma libertad que aquella mujer. Más tortuosa y, también, más elaborada intelectualmente. No podía ser de otro modo: solo con una madurada –y hasta dolorosa– reflexión puede, quien habita en mitad del delirio, despertarse, recuperar la cordura y atreverse a decir que, diga lo que diga la tribu, la pared es verde. En ese sentido, el libro tiene trazas de Bildungsroman, de una novela de aprendizaje. Y eso, su condición de producción literaria, ciertamente, supone no pocos peligros cuando se trata de «conocer lo que realmente pasó», para decirlo con las clásicas palabras de Ranke. El historiador, ciertamente, podría poner reservas a algunos pasos en donde la reconstrucción es recreación, en donde se impone un imposible narrador omnisciente y hasta trascendental. Teruel no ignora el peligro de las generalizaciones precipitadas: «siguen siendo solo las anécdotas de dos familias, sometidas al doble filtro de la memoria y de la pátina literaria que les he dado». Y expone sus razones: «¿cómo se pasa de anécdota a categoría cuando uno no tiene ni el altavoz de los medios ni el aval de la academia, cuando uno solo tiene la memoria de hechos puntuales que invariablemente quedan sepultados en la aparente irrelevancia de lo cotidiano y lo personal? No hay demasiada esperanza al respecto, más allá de que todo este cúmulo de anécdotas y situaciones funcione como caja de resonancia, como espejo que devuelva la imagen de situaciones análogas a aquellos que se sientan reconocidos en ellas. Ir construyendo, insisto, pedazo a pedazo, anécdota tras anécdota, el relato de los que no lo han tenido nunca».

Pero hay algo más que literatura en esas reconstrucciones: un afán de verdad guiado por un instinto cuya calificación más precisa es «de clase». La perspectiva, epistémicamente privilegiada, de quien es testigo de una fiesta que no es la suya. Sobran las pruebas de que, bien administrada, esa mirada no entorpece el juicio. Al contrario: solo quien no está enfermo puede reconocer las patologías normalizadas. Si alguien lo duda, les invito a volver sobre Últimas tardes con Teresa, la extraordinaria novela de Juan Marsé. Allí encontrará la anticipación más lúcida de lo que acabaría por suceder en Cataluña: «alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar […] ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años? Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda».

Esas líneas se escribieron en 1965. Hasta donde conozco ningún trabajo de teoría social de por entonces afinó tanto al describir cómo se forjaron políticamente las clases patricias del nacionalismo. Ni de entonces ni más tarde. Quizá porque, después de todo, quienes quedaron retratados en las páginas de Últimas tardes con Teresa, andando el tiempo, se encargarán de escribir la historia oficial de todo ese tiempo, una historia en la que el Pijoaparte, el murciano de «rostro melancólico y adusto, de mirada grave, de piel cetrina», acabaría por oficiar como el malo de la película, el aliado objetivo de la dictadura. El murciano culpable por murciano. Porque ya conocen cuál es la mentira basal de la memoria histórica nacionalista y, a estas alturas, española: España es Franco y Cataluña, la democracia.

El mismo instinto de Marsé se puede reconocer en muchos pasos del libro de Teruel. Seguramente por eso, la finura de algunos de sus juicios. Desde luego, atina al diagnosticar la trama última de la historia, precisamente cuando justifica su proceder: «no resulta tan sencillo determinar si todas esas situaciones que he recreado literariamente, en algunas de las cuales parece evidente que asomaba, sobre todo, un desprecio de clase, pero, también, un rechazo de base etnolingüística, eran la manifestación de algo más profundo y generalizado. Está, como ya he dicho, el filtro de la memoria. Y, también, el tamiz del análisis retrospectivo, la interpretación de todo aquello a la luz de lo que ocurrió en las siguientes décadas y de lo que ha ocurrido, en especial, en los últimos años». Un diagnóstico empíricamente impecable: la naturaleza clasista –y étnico-lingüística– del proyecto nacionalista. Sí, por debajo de la faramalla del pueblo oprimido, la vieja lucha de clases. También esto está bien documentado [Oller, Josep M.; Satorra, Albert, y Tobeña, Adolf: «Privileged Rebels: A Longitudinal Analysis of Distinctive Economic Traits of Catalonian Secessionism», Genealogy, 2020]. En todo caso, si el texto académico les resulta árido y quieren conocer la tramoya de la mayor iniquidad de nuestra historia reciente, el cómo de la historia, atiendan a lo que Iván Teruel nos cuenta. La experiencia de tres generaciones, de apenas veinte personas, que es la de muchos más que nunca han podido escribir su propia memoria histórica. Porque también esta vez la historia la han escrito los vencedores. De la manera más indecente: presentándose como vencidos.

FÉLIX OVEJERO

Las masas no escriben sus memoriasy quienes redactan las suyas no hablan mucho de ellas.

JULIEN BENDA

La traición de los intelectuales

¿Pero cómo contar esta historia de silencios?Lo sabéis, todo el mundo sabe que las historias se cuentanpor la sencilla razón de que han sucedido en algún lugar.

MARCELO FOIS

Estirpe

Hay que hacer la memoria, que es lo único que nos salva.

Hay que escribir el libro, porque el libro se ha perdidoy sin la escritura la memoria es un murmullo,el rumor de los desaparecidos.

EDUARDO RUIZ SOSAAnatomía de la memoria

Nadie quiere estar tan aislado como la estudianteuniversitaria que llevó un pin cristianodemócratadurante toda una mañana;

tan aislado que los vecinos miren en otra direccióncuando se crucen con uno en la escalera,o los compañeros del trabajo se alejen,dejando un asiento vacío al lado de uno.

ELISABETH NOELLE-NEUMANN

La espiral del silencio

A MODO DE PREFACIO

Parafraseando al poeta Ángel González, para que este libro existiera, para que su ser pesara en torno a las palabras que le dan forma, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: fue necesario que en las décadas cincuenta y sesenta del pasado siglo se produjera un movimiento migratorio sin parangón en toda Europa que llevó a miles de familias de otras partes de España, especialmente de Andalucía y Extremadura, entre ellas la mía, a trasladarse a Cataluña en busca de la mejora de sus condiciones de vida; fue necesario, antes de eso, que un sistema de pensamiento, el nacionalismo catalán, echara raíces entre la burguesía autóctona, desde finales del siglo XIX, y fuera modelando la cosmovisión de muchas de esas familias para las que acabarían trabajando las gentes humildes llegadas del resto del país; fue necesario, después, superado el franquismo, que el nacionalismo, ya en democracia, aprovechándose de la tierra quemada que había dejado la dictadura en muchas sensibilidades en torno a la idea de España, dedicara todos sus esfuerzos a la construcción de toda una imaginería identitaria que fue siendo asimilada por muchos sectores ideológicos –a través de la asunción del paraguas argumentativo de los agravios sufridos por la cultura y la lengua catalanas durante el régimen anterior– como la base de un proyecto político no solo legítimo, sino avanzado y justo; fue necesario, asimismo, que, asentado ese fundamento moral en la opinión pública, despejado, por tanto, el camino, estigmatizado cualquier intento de oposición, el nacionalismo fuera haciéndose con todos los engranajes del poder y fuera colonizando, no solo cualquier recoveco de la administración catalana, sino amplios sectores de la sociedad civil; fue necesario que se fuera consolidando, durante cuarenta años, una relación asimétrica entre dos comunidades auspiciada por el poder político y mediático; y fue necesario que mis dos familias, la paterna y la materna, fueran saliendo adelante en ese contexto y que yo naciera y creciera en ese ambiente; como también fue necesario que, en 2012, una serie de políticos decidieran arrastrar, en su temerario empeño, a toda una sociedad hasta el borde de un desfiladero por el que estuvimos a punto de despeñarnos; y, por último, fue necesaria la presencia de las redes sociales para que yo encontrara en ellas una mínima vía de escape, una alternativa al pensamiento dominante y al discurso oficial, un medio a través del cual logré formular, también, una especie de ecuación del desahogo. Fue necesario todo eso, amén de otras muchas circunstancias, para que yo me decidiera a escribir un libro, este libro, que nunca tuve intención de escribir.

Porque yo nunca me planteé escribir un libro de estas características. Yo siempre aspiré a escribir ficción, sobre todo novelas. En ese afán había puesto mis ilusiones y mi esfuerzo. Pero por entre los intersticios de esa dedicación con que quería satisfacer mis anhelos literarios, se fue colando –una vez iniciado el vórtice del procés– la necesidad de compartir en redes, esencialmente en Facebook, todo aquello que no podía expresar –o que expresaba con ciertos reparos– en el entorno en el que me movía, en un mundo de la enseñanza en que la sensación de unanimidad era casi absoluta, en que apenas se cuestionaba ningún principio nuclear del nacionalismo. Inesperadamente, la necesidad de escribir emergió poderosa para reflexionar sobre la actualidad política, para referir situaciones de mi día a día a las que, durante mucho tiempo, ni siquiera había dado demasiada importancia de tan naturalizadas como las tenía. Nunca me planteé, sin embargo, que nada de todo aquello que iba compartiendo se pudiera convertir en un libro. La finalidad de mis reflexiones y crónicas siempre fue llevar a cabo una suerte de exorcismo verbalizando un conjunto de ideas y emociones que me bullían por dentro.

Y no solo nunca se me pasó por la cabeza componer un libro reuniendo todo el material que iba publicando en mi muro de Facebook, sino que, a medida que mis estados fueron despertando un interés creciente entre mis amistades, rogué que si alguien deseaba compartir alguno de mis escritos respetara mi anonimato o que, como mucho, utilizara mis iniciales para indicar su autoría. También limité el alcance de mis publicaciones, haciéndolas inaccesibles para aquella gente de mi entorno que yo sabía que tenía ideas nacionalistas o comprensivas con el nacionalismo. Y no fue mi intención aislarme en una burbuja ideológica. Es que tenía el convencimiento de que el debate estaba ya entonces viciado y que la comunicación, el debate racional, el intercambio sosegado de propuestas y argumentos, se habían convertido en una entelequia. No se trató de un rapto paranoico. Fui perdiendo amistades por el camino, fruto de discusiones envenenadas por una visceralidad que suplantaba emociones por argumentos. Discusiones que también se fueron produciendo en el trabajo con idéntica dinámica.

En uno de esos intercambios virtuales subidos de tono, con el hermano de mi mejor amigo durante la época del instituto, se fraguó, sin yo saberlo todavía, el título de este libro. En un hilo que surgió en uno de los estados que yo había publicado en mi muro, él se enzarzó en una discusión con mi padre, al que le preguntó algo similar a esto: que cómo era posible que continuara viviendo aquí si tantas quejas tenía de la situación de Cataluña. Le envié un mensaje privado diciéndole que iba a borrar el hilo por el cariz que había tomado la discusión, no sin antes comentarle que yo, por mi condición de filólogo, algo entendía de procedimientos estilísticos, de modo que era capaz de distinguir a la perfección que su pregunta no era una pregunta en sí, ni siquiera una interrogación retórica, sino una metalepsis, y que aquella pregunta aparente, por tanto, no era sino una exhortación velada a mi padre para que se marchara de Cataluña si tan inconforme se sentía con la situación que estábamos viviendo. Le afeé su actitud. Pero, en vez de disculparse, o de decir que no había querido expresar lo que yo había interpretado, reacción que yo ingenuamente esperaba por el respeto que creía que nos debíamos después de tantos años que hacía que nos conocíamos, él apuntaló lo que ya le había señalado a mi padre asegurando que el verdadero fracaso de Cataluña era que familias como la mía, después de llevar tanto tiempo viviendo aquí, no fuéramos capaces de percibir las continuas humillaciones, el sostenido maltrato, el permanente latrocinio a los que, desde hacía siglos, había sido sometido el pueblo catalán por parte del Estado español.

Ni siquiera ese reproche, tan descarnado en su arrogante impudicia, fue suficiente para que yo decidiera poner fin a nuestra relación. Acabé eliminándolo de mi lista de amistades al cabo de un tiempo, después de otra discusión, cansado de tantas intemperancias y tanto ensimismado fanatismo. Pero no entonces, a pesar de la gravedad de la imputación. De hecho, en aquel momento ni siquiera fui capaz de ponerlo frente al espejo de su visión uniformadora de la ciudadanía. Antes al contrario. Incluso aboné sus creencias diciéndole que tanto mi padre como yo nos habíamos planteado irnos de Cataluña si el procés seguía adelante, y que me entendiera, que nunca era fácil irse de la tierra donde uno había nacido y crecido –era mi caso– o donde uno había construido su vida –era el caso de mi padre–, la tierra a la que uno tenía vinculados sus recuerdos, la tierra donde estaban enterrados algunos de nuestros seres queridos. Pero con todo aquel arsenal de justificaciones –ahora me doy cuenta– no estaba sino reconociéndole la propiedad de la tierra, no estaba sino asumiendo que familias como la mía, según su expresión, vivíamos en una tierra prestada de la que ellos, los nacionalistas, eran los arrendadores. Entonces, quizás, a pesar de todo, a pesar de situarme en las coordenadas que él había establecido, a pesar de que no era algo nuevo, porque ya a mi abuelo materno lo habían invitado a marcharse de Cataluña otros jubilados con los que se reunía, quizás entonces, digo, comprendí cuál era la auténtica percepción que tenían sobre nuestras familias aquellos de nuestros conciudadanos con los que incluso habíamos compartido amistad y confidencias: éramos los hijos díscolos, los hijos desagradecidos de un padre, el pueblo catalán, que no había logrado domesticar nuestra indómita naturaleza a pesar de todos los sacrificios que había hecho por nosotros. Y entonces había llegado el momento de expulsarnos del hogar paterno y desheredarnos, porque éramos su fracaso, el gran fracaso de Cataluña. Corría el año 2013 cuando se produjo esta conversación.

Sin embargo, aunque allí estuvo el embrión del título, el libro aún estaba lejos de concretarse ni tan siquiera como remota posibilidad. Fueron años, todavía, en que mostraba cierta prevención a la hora de publicar según qué reflexiones, condicionado en todo momento por un temor que siempre planeó como una sombra: el convencimiento de que mostrar abiertamente, en una red social, mi pensamiento, mi oposición al poder nacionalista, podía perjudicarme en un entorno, el mío, que, como diré a lo largo del libro, parecía ser una reproducción a escala de la sociedad ideal que había pretendido modelar el nacionalismo a lo largo de los últimos cuarenta años. Hubo, quizás, un punto de inflexión que de algún modo aflojó mis ataduras: en una velada literaria que organizó la Biblioteca de Figueras con motivo de la celebración de la fiesta de Sant Jordi y en la que se presentaban las obras publicadas durante el año precedente por autores relacionados con la comarca, una de las conductoras del acto, al presentar mi libro de microrrelatos El oscuro relieve del tiempo, después de leer el título, ante una concurrencia de unas sesenta o setenta personas, dijo, en catalán, con cierto retintín: «Ah, mira, este está escrito en castellano». Aquella forma, de nuevo tan desinhibida, de naturalizar el extrañamiento del castellano en un acto público, presentándolo como una anomalía o un exotismo dignos de mención en un encuentro cultural como aquel, señalando lo que me diferenciaba de los demás –porque de las setenta obras que, aproximadamente, se presentaron en aquel acto solo dos estaban escritas en castellano–, corroboró lo que ya había ido tomando forma en mis pensamientos desde hacía algunos años, por más que durante un tiempo hubiera querido negar aquella realidad: que no iba a ser posible enfrentar aquellas actitudes de celebración gozosa de una diferencia excluyente y endogámica desde la tibieza, desde los complejos, desde la asunción de aquella condición de extranjeros en nuestra propia tierra a la que nos querían reducir. Allí cambió algo, sí, pero no cambió todo.

Tuvo que llegar el infausto 2017, con todo lo que ocurrió ya desde agosto –los atentados en las Ramblas, las sesiones del 6 y el 7 de septiembre en el Parlamento catalán, en las que se intentó dinamitar el orden constitucional, el asedio a la Consejería de Economía y, finalmente, el referéndum ilegal del 1 de octubre–, para que mi frecuencia de publicaciones relacionadas con la situación sociopolítica de Cataluña experimentara un incremento sustancial. Algunas de aquellas crónicas y reflexiones fueron compartidas por algunos de mis contactos, siempre con iniciales, como yo había pedido, y tuvieron un cierto recorrido por muros ajenos. Fue entonces cuando algunas de mis amistades virtuales empezaron a sugerirme la idea de publicar todo aquello que contaba en la red social. Nunca me mostré demasiado convencido. Siempre me rondaba por la cabeza la convicción de que publicar un libro crítico con el nacionalismo me podía generar innumerables problemas en mi desempeño cotidiano. Me cansé de repetir los motivos de mi prevención a todas aquellas amistades que me insistían. Algunas me dijeron que aquel libro era necesario, que de alguna forma se lo debía a ellos, a quienes se sentían reflejados en buena parte de las anécdotas que refería: alguien tenía que contar nuestra historia.

Aquella insistencia de gente a la que apreciaba y admiraba fue venciendo mi resistencia. Y, además, por entonces también fue adquiriendo fuerza y relieve la idea de concursar para pedir plaza en un instituto de fuera de Cataluña. De hecho, en el concurso de traslados de 2018, pedí plaza en algunos institutos de Málaga, plaza que me concedieron en la resolución provisional, si bien acabé renunciando. Pero aquella simple posibilidad me animó a reunir todo el material que había ido acumulando durante los años del procés, especialmente a partir de 2015: si acababa marchándome, no me sentiría tan expuesto al publicar el libro. Asimismo, tal y como también me sugirió alguna gente, siempre existía la opción de firmar con pseudónimo. De modo que, a lo largo del año 2018, fui rescatando de mi muro todas aquellas publicaciones que consideré que podían tener algún interés y las fui ordenando cronológicamente. El material sobrepasaba las trescientas páginas. Y, al tratarse de un conjunto de publicaciones que, a pesar del nexo temático evidente, no habían sido pensadas para formar parte de un libro, al estar todas ellas demasiado apegadas a un contexto demasiado específico y ser, quizá, demasiado deudoras de la actualidad, llegué a la conclusión de que debía encontrar un marco que les otorgara una mayor cohesión y una perspectiva más amplia.

En un principio, tenía pensado realizar un breve recorrido por la situación sociopolítica desde la llegada de las dos ramas de mi familia a Cataluña, allá en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, hasta el año 2012, momento en que el proceso independentista inició su acometida final. El objetivo no era otro que el de plasmar la realidad previa, el caldo de cultivo preexistente que fue asentando los cimientos de todo lo que vendría después. Había que buscar los antecedentes, las condiciones de posibilidad que fraguaron aquella arremetida rupturista que llevó a cabo el poder nacionalista desde 2012. Nada había surgido de la nada, si se me permite el juego de palabras. Aquella contextualización debía funcionar como introducción de toda la serie de crónicas y reflexiones que había compartido en Facebook. La previsión era que no excediera las treinta o cuarenta páginas. Pero a medida que iba avanzando en la redacción de esa parte, impulsado por el afán de ser minucioso, de no dejarme cosas por el camino, y, también, porque mi memoria iba recuperando, en aquella revisión del pasado, detalles que habían permanecido agazapados de algún modo, aquella sección que debía funcionar como marco introductorio fue adquiriendo una autonomía imprevista. Cuando ya la estaba ultimando, me di cuenta de que aquello ya no era una introducción –se acercaba a las doscientas páginas– y que, si la adhería a todo el material que tenía reunido de mis publicaciones en redes, el libro rondaría las quinientas páginas. Me pareció una extensión excesiva para una publicación de estas características, algo que podía condicionar su hipotética proyección. De modo que, después de darle muchas vueltas, decidí que organizaría el libro en dos volúmenes: si bien ambas partes se complementaban, consideré que cada una de ellas tenía la suficiente autonomía como para funcionar de manera independiente. Por tanto, este libro que el lector tiene en sus manos es el resultado de todo ese proceso que he ido detallando hasta ahora, y se centra en ese periodo que abarca desde la llegada de mis familiares a Cataluña hasta el año 2012, cuando toda la maquinaria institucional, política y mediática del poder nacionalista inició el camino sin retorno que debía conducirnos a la independencia.

Desde el punto de vista de su adscripción de género, me atrevería a decir que la obra tiene un carácter híbrido. Los dos primeros capítulos, aquellos que narran la llegada de mis dos familias, son una recreación literaria del relato que me han ofrecido dos personas muy importantes en mi vida: mi padre y mi tío Antonio. Esa decisión de conferirle un barniz literario a las historias que siempre me contaron no tenía otra intención que la de profundizar en la dimensión humana de aquella experiencia. Quería escarbar en los silencios de su historia, en el fondo que había detrás de algunos gestos, de algunas miradas, de algunas inflexiones de voz que acompañaban aquel relato. Porque siempre sentí que había más de lo que me contaban, que sus palabras no daban la medida exacta de sus vivencias, que detrás de muchas de aquellas situaciones referidas había un relieve oculto que era necesario auscultar. Decidí asumir el riesgo de añadir otro filtro al filtro de su memoria, con la intención, por paradójico que parezca, de realzar el núcleo significativo de su experiencia: al fin y al cabo, ese es uno de los rasgos definitorios de la literatura, la búsqueda de una verdad oculta o velada a través de la representación. Así pues, decidí recurrir al molde de la ficción para intentar encontrar la esencia de aquello de lo que solo fui testigo de oídas.

Los dos capítulos siguientes, los que abordan el periodo de la Transición, también desde la perspectiva de mi padre y mi tío, adquieren una formulación menos ficcional. De algún modo, me limito a ejercer de correa de transmisión o de altavoz de sus historias. No hay apenas elemento añadido. Porque si en los dos primeros capítulos pretendía ahondar en las vivencias íntimas de mis familiares, en cómo digirieron la mezcla de incertidumbre y esperanza con que llegaron a Cataluña, en cómo enfrentaron todas las estrecheces desde las que fueron edificando el tiempo nuevo que nos dejaron a sus descendientes, en los dos capítulos siguientes me interesaba desplazar el foco hacia la situación sociopolítica de aquella época de tránsito hacia la democracia en la que tanto mi padre como mi tío, tras la ilusión inicial ante el nuevo periodo histórico que se iniciaba después de cuarenta años de dictadura, empezaron a detectar evidencias de lo que el nacionalismo se proponía construir.

El siguiente capítulo es autobiográfico. En él, excepto algunas referencias puntuales, narro episodios que he vivido en primera persona, y sobre todo me centro en el entorno educativo: primero, en las diferentes etapas de mi carrera académica, desde que empecé el colegio, a los cuatro años, hasta que salí de la universidad, a los veintitrés; y, a continuación, refiero mi entrada como profesor de enseñanza secundaria. En este caso, me interesaba describir el proceso que me llevó, a medida que superaba etapas académicas, de un entorno casi exclusivamente castellanohablante en el que me relacionaba con niños que tenían mi mismo origen, mi misma lengua y mi mismo universo de referencia, a un entorno –en la universidad, primero, y, más tarde, en los institutos en los que trabajé– mayoritariamente catalanohablante y de marcada cosmovisión nacionalista. Ese cambio de coordenadas, si bien, como cuento en el capítulo, fue progresivo, sumado a la vivencia de ciertas situaciones que, aunque no se repetían con una frecuencia estable, se iban dando con una cierta regularidad, me llevó no solo a cambiar mi lengua de relación habitual, sino incluso a asumir parte del argumentario nacionalista. Me mimeticé con el paisaje, como una forma de protegerme, como un modo de no quedar expuesto a la intemperie de la disidencia, por más que durante un tiempo me convencí de que todo había obedecido a una decisión libre y racional.

En el último capítulo pretendo establecer una conexión entre todas esas vivencias cotidianas, anónimas, invisibilizadas por el aparato mediático del nacionalismo, y todo el entramado institucional y político que ha impuesto una determinada visión del mundo y una particular brújula moral en buena parte de la sociedad catalana y de la opinión pública. Apenas se trata de una aproximación, muy condicionada por mis limitaciones en determinados campos del saber y por la propia naturaleza y finalidad del libro. Acudo a algunas áreas del conocimiento como la teoría política, la sociología, la teoría de la comunicación o la neurociencia para intentar demostrar que todo ese tejido apenas visible hecho de gestos, comentarios o miradas que hay detrás de todas las anécdotas que refiero en los capítulos precedentes no es el resultado de un exceso de susceptibilidad, de una neurosis inducida, sino que tiene aval científico y ejerce una presión sostenida, muchas veces de baja intensidad, que acaba condicionando el comportamiento de los individuos por el miedo a la estigmatización, al rechazo social, a la muerte civil. Finalmente, hago un breve recorrido por algunas de las políticas clave que ejecutó el nacionalismo, desde su llegada al poder, en el intento de crear una sociedad a imagen y semejanza de sus principios.

Una consideración final, acerca del subtítulo de este primer volumen de ¿Somos el fracaso de Cataluña? Decidí utilizar el sintagma «la voz de los desarraigados» porque consideré que en el contexto de lo que aborda este libro adquiría una doble proyección simbólica. Por una parte, esa «voz de los desarraigados», en la sociedad catalana, para mí funciona como una metáfora de la lengua española, la lengua materna mayoritaria de las clases populares, la misma lengua de aquellas familias que llegaron a Cataluña en busca de una oportunidad, la lengua en la que pensaban y sentían, un simple medio para comunicarse, nada más que eso, nada tan alejado de las imputaciones que se le han hecho desde el nacionalismo catalán sobre su supuesta naturaleza invasora e intransigente, sobre el supuesto cometido de sus hablantes de disolver la cultura y la lengua catalanas. No puede haber ninguna intención espuria o perversa en utilizar la lengua en la que uno piensa, la lengua en la que uno ha escuchado y aprendido, de sus padres, sus primeras palabras. Así que esa «voz de los desarraigados» es la misma voz con la que hemos seguido hablando aquellos que aprendimos a expresarnos en ella desde pequeños, simplemente como una herramienta para establecer nuestra relación con el mundo y con los otros, sin que ello haya supuesto, en ningún caso, la renuncia a aprender otras lenguas hermanas como el catalán.

Pero, por otra parte, «la voz de los desarraigados» para mí también es la voz –o el murmullo apenas audible– de la historia que hemos vivido las familias de procedencia humilde, de origen castellanohablante, y que solo nos hemos contado entre nosotros, la voz de los que se quedaron sin tierra porque abandonaron la suya y en aquella a la que llegaron los trataron de extranjeros porque su lengua eran diferente y no se amoldaba a la identidad autóctona fetén, la voz, también, de los descendientes de aquellas dos generaciones que llegaron a Cataluña, nuestra voz, la voz de los desarraigados de nuevo cuño, los de la tercera y la cuarta generación, nuestra voz de acento neutro, ni de aquí ni de allí, la voz de los que no hemos querido pagar el peaje de la renuncia y la asimilación cultural, ese peaje impuesto en aras de la perpetuación de las identidades esenciales y excluyentes. Así pues, esa voz de los desarraigados para mí también se erige en un símbolo de nuestra historia compartida, sepultada en el curso invisible de las vidas anónimas sobre las que nadie escribe. Y en algún momento había que desenterrarla y mostrársela a todo el mundo. Con nombre y apellidos, sí, para hacerla más reconocible, para empezar a despojarla de su condición anónima y marginal.

NOTA ACLARATORIA

La mayoría de los nombres propios que aparecen en la obra son nombres reales. Sin embargo, en algún caso, sobre todo en aquella parte en la que llevo a cabo una recreación literaria de la experiencia de mi padre y de mi tío, he cambiado los nombres de referencia de algunos personajes que no son una reproducción fiel del retrato que me hicieron mi padre o mi tío. No quería comprometer a nadie atribuyéndole palabras o comportamientos fruto de mi imaginación o de las exigencias impuestas por la coherencia literaria de alguna secuencia.