Somos héroes - F. G. Haghenbeck - E-Book

Somos héroes E-Book

F.G. Haghenbeck

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Beschreibung

El Capitán Zap, Ultra Chica, Garbage Man, Seina, la Chica Satélite, el Joven Plástico de Burbujas, Abejandra… Pasen a conocer a los nuevos superhéroes, un grupo de paladines de la justicia cuyos sorprendentes poderes les permitirán rivalizar con los grandes personajes de los cómics y las películas. Todos ellos hacen su aparición por primera vez para mostrarnos sus hazañas y sus enfrentamientos con los más terribles villanos. Algunos son chicos y chicas comunes y corrientes que, un buen día, descubren su verdadera condición. Otros son individuos colocados ante situaciones extremas y peligrosas que los obligan a realizar actos sorprendentes.

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INTRODUCCIÓN

Les voy a platicar un secreto: a mí los superhéroes me salvaron la vida.

No, no crean que estaba atrapado en un accidente de automóvil y llegó un hombre volador con capa para salvarme con su superfuerza. Tampoco estaba en medio de una pelea de robots gigantes y una guerrera amazona evitó que un rayo láser me hiciera polvo.

Nada de eso.

Me salvaron la vida en la escuela, cuando yo era un nerd, pésimo para los deportes, blanco de burlas de algunos compañeros (que hoy ya son mis amigos, así de rara es la vida) y con el peor peinado de bacinica que puedan imaginar. En ese tiempo estaba seguro de que mi existencia apestaba, y mucho. No estoy hablando de tener un mal día (eso le puede ocurrir a cualquiera), sino que todo en mi vida parecía negro. Fue entonces cuando descubrí la colección de cómics de mi papá: Batman, Superman, Linterna Verde, Spider-Man y muchos otros. Imaginen que entran en un mundo mágico, un escape de su vida de nerd a un universo donde todo, todo, fuera posible. Podrías tener poderes cuando te picara una araña, recibir un anillo intergaláctico y correr más rápido que el sonido. También habría mutantes con poderes mentales y garras en las manos. Todos pelearían para proteger a la Tierra. Sí, a esa pequeña pelotita azul y verde en donde todos vivimos y que flota en el espacio.

En ese momento mi vida cambió y decidí ser escritor de historias de superhéroes. Nunca imaginé que muchos años después estaría escribiendo aventuras para Superman o crearía mis propios héroes en el cómic Crimson, junto con Óscar Pinto y el genial artista Humberto Ramos, el mismo que dibuja Spider-Man para Marvel y que participa en este libro con uno de sus cuentos. Claro que hoy no solo hago cómics, también escribo libros. Y este, el que tienes en tus manos, es una carta de amor a esas historietas que leía de niño. Estoy seguro de que te vas a divertir tanto como me divertí yo al leer estos cuentos, los cuales están escritos por varios autores mexicanos actuales. Hallarás aquí, entre otras cosas: un manga sobre una niña con poderes muy especiales creada por Eve Gil; la alocada historia de un chavo que se enfrenta a su rival con un traje de plástico de burbuja, de Toño Ramos; una aventura intergaláctica, de Maritza Campos; una niña con el poder de leer la mente, de Gerardo Sifuentes; un grupo de estudiantes que, de pronto, recibe un don único, de José Luis Zárate; la relación de un viejo superhéroe y su ayudante, de Bef; y el insólito origen del misterioso Garbage Man, de Hilario Peña. Son historias como las que leía en mi escuela a la hora del recreo y me transportaban a un mundo que, en el fondo, se parece mucho al nuestro; un mundo que me enseñó algo importante de la vida: Todos somos héroes.

F. G. HAGHENBECK

 

 

La sombra devoró el suelo a su paso, expandiendo su negrura hasta los pies de la cama sin hacer ningún ruido. El ambiente se había vuelto tan pesado que ni siquiera una mosca hubiera sido capaz de alzar el vuelo. Bruno lo sabía: algo había entrado en su habitación.

El niño sintió un escalofrío. Aunque aún no podía verlo, adivinó quién era el misterioso visitante nocturno. Él lo llamaba el Hombre Soga, un ser de largos brazos, piernas atadas y pesadas cadenas que sonaban a su paso. Avanzaba arrastrándose, como un gusano. La cabeza y el cuerpo estaban cubiertos con trapos manchados de sangre. Olía a rancio, a lo que huelen los sótanos, las casas abandonadas y los zapatos demasiado usados. Su cara (la parte que permitían ver los harapos ensangrentados) era blanca, como si nunca hubiera conocido la luz solar y se sintiera a gusto en la oscuridad. Carecía de ojos, pelo y orejas. Su boca era una grotesca y larga rajada que cruzaba su cabeza y por la que asomaban varias hileras de dientes.

Bruno intentó desviar la mirada, pues sabía que en cualquier momento aquella aparición se mostraría en toda su fealdad. Ojalá pudiera huir, salir corriendo de su habitación, pero era imposible: hace mucho tiempo que él no podía moverse.

El ruido de las cadenas oxidadas, esas que rodean al Hombre Soga limitando sus movimientos, se escuchaban cada vez más cerca. Bruno se percató de que el recién llegado se encontraba a solo unos centímetros de su cama. Finalmente lo vio. Estaba encima de él, abriendo sus fauces llenas de colmillos filosos como cristales. La criatura babeaba y se agitaba intentando liberarse de sus cadenas para atrapar al niño. Bruno intentó gritar, pero el terror ahogaba su voz. Quería conjurar el horror invocando las rimas del libro. Comenzó a repetirlas con el pensamiento una y otra vez. El Hombre Soga se incorporó imponente ante él. No había escape. No se salvaría, aunque hubiera dicho ya las palabras mágicas con la mente.

—¡NO TE ATREVAS A TOCARLO! —exclamó alguien desde la negrura. Había algo nuevo y al mismo tiempo conocido en esa voz. Como si fuera la de un pariente que hace mucho no veía.

En medio de la penumbra, Bruno logró ver al dueño de la voz. Era apenas una silueta que la luz de la luna perfilaba con dificultad. “Es el Chico Dínamo”, se dijo el niño. Era un joven alto y atlético que vestía gabardina. De sus manos brotaban luces de color verde. Su rostro era jovial y llevaba un copete oscuro que lo hacía lucir aún más alto de lo que era. Bruno lo vio como alguien valeroso, heroico... Sabía que era su guardián y estaba allí porque las rimas que él había repetido en su cabeza surtieron efecto.

Los rayos de sus manos se dirigieron hacia la criatura. El Hombre Soga siseó como una serpiente, retrocediendo ante la descarga que recibió. El chico de la gabardina dio un salto hacia adelante para ir tras el monstruo. A pesar de estar atado, el espantajo se movía con sorprendente agilidad y escaló una de las paredes en su intento por escapar. Los contrincantes salieron del campo visual de Bruno, quien a partir de ese momento solo pudo intuir dónde se hallaban gracias al ruido de las cadenas. En el aire se percibía el miedo del monstruo; el Chico Dínamo era, sin duda, más poderoso que él.

Entonces se hizo el silencio. Nada se movía. La criatura y el guerrero parecían haberse esfumado, como si nunca hubieran estado allí. El niño se convenció de que todo había terminado. Eso lo hizo sentirse aliviado. Por fin podría dormir.

Abrió el libro. En sus páginas se encontraban las rimas que le habían permitido invocar al héroe y salvar la vida. Bruno comenzó a leer en voz alta para que la niña que estaba junto a él lo escuchara:

Ya no quedan muchos niños que crean en los cuentos de hadas. Sin embargo, hay algunos que todavía voltean hacia atrás cuando la luz se apaga. Son los que saben que hay muchas cosas desconocidas acechando entre las sombras. Comprenden que la noche encierra murmullos del pasado y la magia existe y se manifiesta para ayudarlos a luchar contra el mal. A estos creyentes se les ha asignado un guardián, un campeón que aparecerá en momentos de peligro, cuando todo parezca perdido. Ese paladín que permanece oculto será llamado para luchar contra la Sombra y solo puede ser invocado repitiendo las siguientes rimas, las cuales funcionan a manera de sortilegio.

Tras leer esto, Bruno repitió una letanía que sonaba a poesía, pero también a magia.

—¿Neta? ¿La Sombra? Caray, Rueditas. Eso suena muy raro —lo interrumpió la niña mientras disparaba su pistola de juguete contra el libro. El dardo de plástico quedó adherido a la portada.

Bruno suspiró mientras intentaba desprender el proyectil. Lo hizo sin ocultar su molestia, pues le costaba mucho trabajo mover los brazos. Le fastidiaba que su mejor y única amiga no lo tomara en serio. Ella se limitó a ofrecerle una fingida sonrisa de inocencia, esa que las niñas pecosas de nueve años utilizan siempre que la necesitan.

—Eso dice el libro —se defendió Bruno.

—aburrido... aburrido... aburrido —repitió ella, arrojándose a la cama sin dejar de apuntar con su pistola futurista color rosa que brillaba en la oscuridad.

—¿Acaso tú no le tienes miedo a nada, Valeria? —preguntó el chico haciendo a un lado el libro, un delgado volumen titulado Detrás de las pesadillas.

Ambos se encontraban en la habitación de Bruno. Una recámara pequeña con una ventana a través de la cual podían verse desfilar, sobre un paño azul, nubes como algodones de azúcar. Para Bruno esas nubes eran sus ojos al mundo exterior, el cual apenas conocía por estar anclado en una silla de ruedas. Los libros, la calle vista a través de la ventana y las visitas de su amiga eran sus únicas distracciones. Salía muy poco para evitar las infecciones que su deteriorado sistema inmunológico no podía mantener a raya.

—Sí, a muchas cosas. Le temo a que me reprueben, a que nadie me hable en la escuela y a encontrarme cara a cara con un oso grizzli. Pero, sobre todo, a que mi papá se convierta en un científico loco y decida mudarse al centro de un volcán para construir una bomba de neutrones capaz de destruir al mundo.

—Tu papá es dentista —le recordó Bruno.

—Los dentistas son los más peligrosos. No lo olvides —aclaró ella regalándole otra de sus sonrisas.

Valeria y él se conocían de toda la vida. Habían asistido a la misma guardería y luego a la misma primaria cuando el aún podía moverse. Había seguido con él cuando la enfermedad se presentó condenándolo a permanecer casi todo el tiempo en su habitación y en una silla de ruedas. A Bruno siempre le había llamado la atención su amistad con esa niña tan distinta a él. Era la princesa de su papá, la consentida de la maestra y una “rara” de tiempo completo.

Aunque ambos transitaban en la vida por caminos distintos, ella lo visitaba una vez a la semana para contarle sus aventuras en la escuela o hablarle de sus maestros, sus conquistas, sus amigas y sus enemigas. Aquel día, la novedad era aquella ridícula pistola de dardos, con la cual no dejaba de disparar a todo lo que tenía enfrente.

—Yo le tengo miedo a la oscuridad... —se atrevió a confesar Bruno mientras miraba el cielo color cobalto y las nubes de algodón—. Después de que mamá me arropa y apaga la luz, me quedo aquí sin poder moverme. Sé que hay algo acechando en la oscuridad y no podré huir de él porque no puedo moverme.

—¡Qué ideas, Rueditas! No hay nadie acechando aquí —lo tranquilizó Valeria mientras se incorporaba para recoger los dardos que había disparado. La habitación estaba llena de libros, medicamentos y tanques de oxígeno.

Mientras la observaba, Bruno se preguntó qué lo unía a esa niña. Pese a su aire convencional y a su carita de “no rompo un plato”, la cabeza de Valeria estaba llena de ideas raras. Ella misma era rara. Quizá por eso le agradaba tanto.

Bruno dudó antes de confesar lo que en ese momento tenía en la cabeza. Temía que Valeria se burlara de él. Finalmente se armó de valor:

—El Hombre Soga estuvo aquí. También he visto a la Capucha Negra, a la Mujer Esfinge. Así los llamo yo. Todos se esconden en las sombras. Algunos salen del ropero, otros están debajo de la cama o detrás de la puerta del baño.

Le hubiera gustado señalar los lugares exactos donde los había visto emerger, pero levantar el brazo representaba para él un esfuerzo enorme. Lo más que podía hacer era sostener un libro, siempre y cuando no fuera pesado.

—NO seas chillón. Es absurdo temerle a la oscuridad.

—La oscuridad se mueve. Esta oscuridad tiene volumen, crece y toma forma —replicó Bruno mientras Valeria guardaba su pistola en la mochila y se despedía de él.

—Bye, Rueditas. Tengo mucha tarea. Nos vemos pronto. —¡No estoy mintiendo! ¡Los he visto! —gritó antes de que su amiga saliera de la habitación.

El escepticismo de Valeria hacía que Bruno se sintiera molesto. Sin embargo, él estaba lejos de saber que su amiga no dudaba de sus palabras. Ella también los había visto. Conocía bien a los que viajan por la negrura, a quienes procedían de las sombras, pero no se atrevía a admitirlo ante nadie.

Esa noche, Valeria volvió a ver a su Némesis. Fue como si la conversación que había tenido con su amigo horas antes lo hubiera invocado.

Siempre lo había negado frente a Bruno, pero sabía perfectamente de qué hablaba él y comprendía sus temores. Los monstruos existen, están hechos de sombras y, por la noche, se materializan. Llegan cuando ella está en su recámara, acostada en su cama y lista para dormir. En ese momento se escuchan ruidos extraños, los cuales comienzan de manera inocente: el viento golpeando la ventana, los grillos de primavera cantando una serenata. Sin embargo, esos sonidos son solo el preámbulo de lo que vendrá.

Valeria observó su colección de muñecas. Todas parecían mirar hacia la puerta del baño, como si advirtieran que estaba a punto de ocurrir algo. Se cubrió la cabeza con las sábanas. “No, no hay nada”, se dijo. “Es solo mi imaginación”. Pero, en su fuero interno, sabía que no era así. Conocía a los seres que emergían de las sombras y le daban miedo. Mucho miedo. ¿Quién la visitaría esa noche? ¿Qué forma tendría?

La puerta del baño se abrió, no mucho, apenas unos centímetros. Alguien estaba detrás, ella lo sabía. Lentamente, muy lentamente salió del baño. No tenía prisa, pues el visitante de seguro creía que Valeria estaba durmiendo. Cuando la puerta estuvo totalmente abierta, alguien o algo salió de allí. El retintín de un cascabel le indicó a la niña quién era el visitante. No podía ser sino El Payaso Sombrío. Ella lo había bautizado así. Es una criatura alargada y deforme. Vestía un anticuado y sucio traje de clown. Lucía un enorme peinado color naranja y su tez era un pálido lienzo sobre el cual se dibujaba una aterradora sonrisa, la cual parecía una herida sangrante. Incluso antes de verlo, la niña pudo olerlo. Era un aroma repugnante, a medio camino entre el algodón de azúcar y el estiércol de animal. “Así deben oler los circos abandonados”, pensó Valeria.

La niña mordió la sábana para ahogar un grito. Supo que este horrible ser había venido para llevársela a lo más profundo de su guarida, allí donde jamás había llegado la luz y nadie podría encontrarla.

"¡VEN A AYUDARME, BRUNO!", PENSÓ. “¡Sí te creo, sí te creo! Por favor, dime cuáles son las rimas del libro”.

Presa de la desesperación, trató de recordar la letanía que su amigo había leído en su libro. Se lamentó por no haber puesto más atención. Creyó recordar algunas palabras y las repitió entre balbuceos, mientras observaba al temido payaso emerger de entre las sombras. Allí estaba aquella repulsiva criatura de exagerada cabellera anaranjada y ojos malignos. Tras lanzar una escalofriante carcajada alzó el enorme mazo de madera que traía consigo, similar a los que se usan en las ferias para pegarle a la campana y ganarse un premio.

Valeria no fue capaz de recordar lo ocurrido a continuación. Quizás en alguno de los numerosos intentos, ella había repetido involuntariamente la rima. El caso es que la combinación correcta de palabras surtió efecto. Un disparo certero impactó al payaso tirándolo al suelo. Fue un rayo de color rojo brillante, producido sin duda alguna por algún tipo de arma. Frente a Valeria, rodeada de una extraña luminosidad, había una muchacha alta con un traje amarillo ceñido a su cuerpo. Llevaba un casco plateado, hombreras y protecciones en codos y rodillas. Portaba un enorme rifle, el cual lucía desproporcionado en relación con el estilizado cuerpo de la chica. Valeria la llamaba Capitana Furia.

—ASÍ QUE HAS VUELTO A LAS ANDADAS, BUFÓN DESEMPLEADO —dijo la guerrera en tono burlón.

El payaso soltó una horrible carcajada, que parecía un alarido de odio, y se puso de pie. Acto seguido se lanzó hacia su adversaria blandiendo el mazo y golpeando con él a la Capitana. El impacto fue tan fuerte que la joven salió volando y fue a estrellarse contra la pared. Valeria lanzó un grito de terror; temía que su salvadora hubiera muerto a causa del golpe.

Sin embargo, la Capitana Furia, guardiana de los mil planetas, era más fuerte. Sin dar muestras de dolor, se puso de pie y sonrió.

—¿Así que quieres jugar rudo, Risitas? —dijo la joven limpiándose con el dorso de la mano el hilo de sangre que le salía de la boca—. Supongo que tomaste clases privadas para convertirte en un auténtico villano.

Con un solo movimiento cargó su rifle y apuntó.

—Esta vez es mi turno, cara de plumones. Prepárate porque esto va a doler.

El potente rayo no logró dar en el blanco. El payaso pudo hacerse a un lado y el disparo pasó de largo haciendo pedazos el librero de Valeria y parte del mazo del clown. Este se puso a celebrar su destreza danzando alocadamente y llenando la habitación con sus delirantes risotadas.

—¿Qué te hace tanta gracia? ¿Acaso dije un chiste? —preguntó la Capitana al tiempo que sacaba de su cinturón unas boleadoras magnéticas. Con un solo movimiento las lanzó hacia las piernas de su enemigo para hacerlo tropezar. Sin embargo, con un oportuno brinco de saltimbanqui, el enemigo consiguió evitar la trampa y, con otro brinco, se lanzó hacia el baño para escapar.

La Capitana no se dio por vencida. Recogió las boleadoras y se lanzó tras el villano. Una serie de destellos indicaban que, en lugar de encontrarse dentro del baño, los contrincantes habían atravesado el umbral de la oscuridad. En ese momento ya estaban muy lejos, en algún rincón del espacio-tiempo.

Valeria seguía en su cama con el corazón latiéndole aceleradamente. La pelea que se desarrolló ante sus ojos duró unos cuantos minutos, pero fue suficiente para llenarla de terror.

Por fin se levantó de la cama y se dirigió al interruptor que había en la pared. La luz iluminó la habitación. Lo que descubrió en su cuarto fue sorprendente: todo estaba en orden. No había rastros del enfrentamiento. Era la misma habitación de siempre. Ahí estaban sus barbys con los rostros sonrientes, confirmándolo. Se recostó de nuevo y comenzó a llorar. “¿Me estaré volviendo loca?”, se preguntó.

—Estuve investigando en la escuela, Rueditas. No somos los únicos.

—¿De qué estás hablando? —quiso saber Bruno.

Valeria tenía la cabeza baja; no se atrevía a mirar a su amigo a la cara. Él comprendió de inmediato a qué se refería ella.

—Lo viste, ¿verdad? ¿Qué forma tenía?

—Perdóname —dijo al fin—. Desde el principio supe de qué estabas hablando, pero no quería discutirlo contigo, es algo que... No quería que me vieras como... como...

—Como una niña pequeña —completó Bruno—. Te entiendo. A mí me avergüenza hablar de esto con otras personas porque temo que se burlen de mí y sepan que le temo a la oscuridad.

Valeria suspiró y fue a sentarse al borde de la cama. Sobre el buró de su amigo, al lado de varios frascos de medicinas, vio el libro. Lo tomó y comenzó a hojearlo. Parecía un libro común y corriente, no una obra que guardara un secreto milenario. Valeria pensó en esos grandes y antiguos volúmenes empastados en cuero que aparecen en las películas. El libro de Bruno parecía más bien un aburrido libro de texto. En una de las solapas vio la foto del autor: un hombre con largas patillas, anteojos de pasta, un saco pasado de moda y una playera de cuello de tortuga. Mientras miraba la imagen, Valeria se preguntó si ese individuo también había sido acosado por fuerzas oscuras. ¿Acaso fue el fundador de los guardianes?

—¿Por qué están entrando en nuestros cuartos esos seres? ¿Qué quieren? —preguntó al fin.

—No lo sé —respondió Bruno—. El autor no es muy claro en ese aspecto.

—Por cierto, nunca me has dicho dónde lo conseguiste. ¿Lo compraste en una librería?

—Lo tenía mi mamá en la biblioteca. Ni ella recuerda cómo lo obtuvo.

—Todo esto me da mucho miedo —admitió Valeria, dejando el libro en donde lo encontró—. No sé qué habría sido de mí si no hubieras descubierto lo de las rimas. Sin mi guardiana, hoy no estaría aquí. Ayer en la noche casi me atrapan.

—Pensé que solo me ocurría a mí... —reflexionó Bruno.

—No es así. Como te dije, hay muchos chicos y chicas en la escuela que están pasando por lo mismo. Como ese rarito, el que construye cosas con Lego. Él me dijo que se están llevando a los niños a otra dimensión. Los agarran y cruzan con ellos un portal. A él casi le ocurre. Sus padres entraron en su recámara y no lo encontraron. Su guardián lo liberó.

—Tal vez necesitemos refuerzos para enfrentar esto —afirmó Bruno con la respiración agitada por la emoción.

—¿Qué tienes en mente, Rueditas?

—Los guardianes... Tenemos el poder de invocarlos. El mío es un héroe con poder en sus manos, como un gran dínamo que genera fuerza a partir de sí mismo —le explicó Bruno a su amiga enseñándole con la mano menos atrofiada un dibujo que había hecho para representar a su vigilante.

—La mía es una guerrera. Parece moverse en el espacio-tiempo. La llamo Capitana Furia —dijo a su vez la chica. Los dos se miraron en silencio por un rato hasta que Bruno volvió a tomar la palabra:

—La otra noche vino otro. Mitad hombre y mitad robot. Lucía muy poderoso.

—¿De dónde vienen todos ellos? ¿Quiénes son? —quiso saber Valeria acomodándose en la cama. Le hubiera gustado traer de nuevo su pistola de juguete para poder dispararle al techo. Eso la tranquilizaba.

—¿Importa acaso? Yo me conformo con que nos salven de esas criaturas —opinó Bruno. Su amiga estuvo de acuerdo con eso.

Una noche más. La habitación de Bruno permanecía a oscuras. Afuera también estaba oscuro. Lo único que se escuchaba era el ligero silbido de una ventisca pasando entre las ramas de los árboles. Desde su cama, el chico miraba absorto hacia el portal interdimensional que hacía unos instantes se había abierto en la pared. Comprendió que aquellos seres ya no tratarían de esconderse ni de actuar con sigilo. Sabían ya que Bruno contaba con un salvador y, seguramente, actuarían con más rapidez y decisión.

Su cama comenzó a agitarse. Al principio parecía un temblor. Pero luego le dio la impresión de que algo o alguien hubiera emergido del piso. Bruno cerró los ojos tratando de esconder el miedo que lo embargaba. Las cadenas. El sonido de las cadenas. Muy pronto apareció el Hombre Soga. Pero no venía solo. Alguien lo acompañaba: un gigante, un monstruo de brazos desproporcionados. Bruno lo llamaba Cara Negra, un sin rostro, un ser de enorme fuerza. El Hombre Soga ya no se arrastraba. Haciendo un gran esfuerzo logró ponerse de pie, pese a las cadenas. Bruno tragó saliva, estaba muy cerca. Debía decir las rimas cuanto antes. Pero entonces una voz femenina lo interrumpió:

—¡Vaya, vaya! No sabía que los sacos de papas tuvieran dientes.

En ese momento un rayo golpeó la cabeza del Hombre Soga, derribándolo.