Sucedió en un instante - Raeanne Thayne - E-Book
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Raeanne Thayne

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Beschreibung

Ella podría ser la clave para desentrañar su pasado... Si él la dejase formar parte de su futuro. Rigde Bowman, un ranchero curtido, se había dicho hacía mucho tiempo que no necesitaba amor, que el trabajo y su hijita bastaban para que siguiera adelante. Sin embargo, cuando Sarah Whitmore, la "limpiadora", se cayó por las escaleras de su casa y se rompió un brazo, tuvo que invitarla a que pasara las Navidades con ellos. Pero Sarah no estaba allí para limpiar su casa. Llevaba una preciosa obra de arte que pertenecía a la difunta madre de Ridge, y un secreto que podría ser devastador para los dos…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 RaeAnne Thayne

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sucedió en un instante, n.º 2052 - octubre 2015

Título original: A Cold Creek Christmas Surprise

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7297-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

River Bow nunca le había parecido tan vacío. Ridge Bowman se limpió la nieve en el felpudo y entró en la casa del rancho después de las tareas. Los taconazos de las botas retumbaron en la enorme casa de troncos donde había vivido casi toda su vida, pero era lo único que se oía. Estaba acostumbrado a que su hermana Caidy hiciera ruido con los platos y cantara en la cocina, a que su hija viera la televisión en el cuarto de estar o hablara por teléfono con alguna de sus amigas, a los ladridos de los perros, a las conversaciones y a las risas. Sin embargo, Caidy estaba del luna de miel con Ben Cladwell y Destry se había ido con Gabi, su prima y mejor amiga. Por primera vez en su vida, tenía toda la casa para él solo… y no le gustaba.

Se quitó las botas en el cuarto contiguo a la cocina y oyó unos ladridos que le recordaron que no estaba completamente solo. Se había quedado con el chihuahua de tres patas de Ben, que, acertadamente, se llamaba Trípode. La mayoría de los perros de River Bow dormían en los establos y vivían fuera, hasta Luke, el border collie de Caidy que resultó herido la Navidad anterior, pero Trípode era pequeño y demasiado frágil. El perro entró renqueando y apoyó las patas en la puerta.

—¿Tienes que salir? Sabes que vas a desaparecer entre la nieve, ¿verdad? Por cierto, la próxima vez, ¿te importaría decírmelo antes de que me haya quitado las botas?

Abrió la puerta y lo miró salir renqueando a la pequeña zona que le había limpiado. Naturalmente, a Tri tampoco le gustaba el frío. Hizo lo que tenía que hacer y volvió a entrar en la cocina. Él lo siguió. Le rugió el estómago y se preguntó qué podría desayunar de entre los restos que habían quedado de la comida de la boda. Quizá un trozo de quiche de espinacas de Jenna McRaven, que le encantaba, o alguno de esos sándwiches diminutos de jamón y queso; el jamón se parecía al beicon, ¿no? Consiguió añadir un plátano y un yogur, pero echó de menos los deliciosos desayunos que le hacía su hermana; tortitas esponjosas, beicon crujiente…

Sin embargo, Caidy ya estaba casada y esos días habían llegado a su fin. A partir de ese momento, tendría que apañárselas solo, y con Destry, o contratar a alguien que le preparara el desayuno. Era una lástima que la señora Michaels, la ama de llaves de Ben, quisiera marcharse a California para estar cerca de su nieta.

Estaba feliz por su hermana y por el porvenir que estaba labrándose con el nuevo veterinario de Pine Gulch. Había paralizado demasiado su vida para ayudarlo con el rancho después de que Melinda se marchara. Entonces, cuando tenía un bebé con el que no sabía qué hacer e intentaba reconstruir el rancho después de la muerte de sus padres, le agradeció inmensamente su ayuda. En ese momento, le avergonzaba haber llegado a depender tanto de ella que no había intentado que hiciese su propia vida hacía años. Sin embargo, había encontrado su camino. Ben y ella estaban muy enamorados y Caidy sería una madrastra maravillosa para Ava y Jack, los hijos de él. Todos sus hermanos ya estaban felizmente casados, y eso le gustaba.

Mordió un trozo de la quiche de Jenna y tuvo que contener un bostezo. Llevar un rancho no se compaginaba bien con las fiestas de boda que duraban hasta altas horas de la noche.

—¿Todavía está todo hecho un desastre, Tri?

El perrito se hizo un ovillo donde daba un rayo de sol, lo miró y volvió a quedarse dormido. Él ya había visto, al bajar esa mañana, que la cocina era el único sitio ordenado de toda la casa. Los empleados del catering de Jenna la habían dejado perfecta y también habían querido ocuparse del resto de la casa, pero él no les había dejado. También había tenido que acompañar a la puerta a sus cuñadas cuando, a las dos de la madrugada, habían empezado a ir por toda la casa con bolsas de basura. Quería mucho a Becca y Laura, pero, sobre todo, quería que todo el mundo se marchara y que le dejaran dormir al menos tres horas. Además, sabía que Caidy, que era muy eficiente, había organizado que un equipo de limpieza fuera ese día.

Agarró su desayuno improvisado, silbó a Tri y se abrió paso entre los restos del festejo para ir a su despacho con el perro renqueante pisándole los talones. Tenía mucho trabajo aunque fuese sábado. Se le había acumulado porque las semanas anteriores habían sido caóticas por los preparativos de la boda. Tenía que contestar unos correos electrónicos, tenía que llamar a un intermediario de ganado con el que trabajaba y tenía que revisar las cuentas del rancho.

Un rato después, se comió el último sándwich de jamón que quedaba, miró el reloj y se quedó atónito al darse cuenta de que habían pasado dos horas. Frunció el ceño. ¿Dónde estaba el equipo de limpieza? Caidy le había dicho que llegaría alrededor de las diez, pero era casi mediodía. Entonces, como si lo hubiesen oído, llamaron a la puerta. Tri se levantó de un salto, dejó escapar un ladrido y fue hasta la puerta principal todo lo deprisa que pudo. Él lo siguió y esperó que el equipo de limpieza acabara antes de medianoche. Abrió la puerta.

En vez de los trabajadores supereficientes que había esperado ver, se encontró con una mujer baja, de aspecto delicado, con unos ojos grandes y azules y con una melena color caoba que le recordó a los arces del arroyo en otoño. Llevaba vaqueros, un chaquetón negro y corto y una bufanda con unos de esos nudos tan complicados que parecía gustarles a las mujeres. Sobre todo, le dio la impresión de una fragilidad encantadora y se preguntó si podría con todo el trabajo que la esperaba. Desechó esa idea. Tenía que confiar en que Caidy había contratado a una empresa digna de confianza. Él no quería ordenar la casa, sobre todo, cuando había rechazado la ayuda de quienes se habían ofrecido.

—¿Es el señor Bowman?

—Sí.

—Hola. Me llamo Sarah Whitmore. Lamento haber…

Él no esperó a que se disculpara y abrió completamente la puerta.

—Ya has llegado. Eso es lo importante. Entra.

Ella lo miró un instante con la boca ligeramente abierta y una expresión extraña. Vaciló un segundo y entró.

—Creía que deberías haber llegado hace dos horas.

—¿De… verdad?

Al parecer, el equipo de limpieza se había confundido de hora. Aunque él solía ser muy estricto con la puntualidad, ella parecía muy aturdida y algo abrumada, seguramente, por el desorden que la esperaba en la casa.

—Siempre que hagas lo que tienes que hacer, no le diré nada a la empresa.

—¿La… empresa?

Ella se sonrojó un poco y miró las servilletas tiradas, las botellas de champán vacías y los restos de comida.

—Caray, ¿qué ha pasado aquí?

Tendría que hablar con Caidy sobre la empresa de limpieza que había elegido. Los jefes de esa chica deberían haberle advertido sobre lo que iba a encontrarse.

—La celebración de una boda, la de mi hermana. Terminó pasadas las dos y como tenía tareas en al rancho por la mañana temprano, comprobarás que lo he dejado todo como estaba.

—Todo está patas arriba…

—Pero puedes con ello, ¿verdad?

—Puedo… ¿qué?

—No es para tanto —replicó él inmediatamente—. Los empleados del cáterin se ocuparon de la cocina. Solo hay que limpiar esta zona, algunos dormitorios, donde se cambiaron los invitados, y los cuartos de baños de invitados de esta planta y la segunda. No tardarás más de tres o cuatro horas, ¿verdad?

Ella lo miró con el ceño levemente fruncido y mordiéndose el labio inferior. Sin venir a cuento, él sintió la necesidad imperiosa de ser quien mordía ese labio. Se quedó estupefacto. ¿Podía saberse qué estaba pasándole? Hacía muchísimo tiempo que no reaccionaba así por una mujer, pero había algo en sus facciones delicadas, en la dulzura de sus ojos y en la melena color caoba que le atenazó abrasadoramente las entrañas. Apretó los dientes para dejar a un lado esa reacción inesperada e inadecuada.

—Los útiles de limpieza están en el armario que hay en el cuarto contiguo a la cocina. Ahí deberías encontrar todo lo que necesites. Yo estaré en el despacho o en los establos si quieres preguntarme algo.

Él empezó a dirigirse hacia allí. Estaba ansioso por alejarse de ella. Supuso que el perro lo seguiría, pero Tri parecía más interesado por la recién llegada… y él no podía reprochárselo.

—Pero, señor Bowman, me temo…

Para su alivio, el teléfono del despacho sonó justo en ese momento. No quería quedarse discutiendo con esa mujer. La pagaban por hacer un trabajo y él no era uno de esos jefes que tenían que supervisarlo todo para cerciorarse de que la gente hacía lo que se esperaba que hiciese. Si quería, ella podía preguntárselo a cualquiera de los trabajadores del rancho.

—Tengo que contestar —no era mentira del todo. Seguramente, sería el suministrador de paja con quien había intentado hablar antes—. Gracias por hacer todo esto. Llegas como caída del cielo. Si necesitas algo, dímelo.

Él se marchó y la dejó con la boca abierta y esa expresión de turbación todavía en el rostro. Efectivamente, tenía que marcharse como si tuviese doce años, estuviese en el baile del colegio y la chica que le gustaba le hubiese pedido que bailara con ella. Era una cuestión de supervivencia. La última vez que una mujer lo trastornó de esa manera, acabó casándose con ella… y había pasado lo que había pasado. Afortunadamente, ella solo estaría unas horas allí.

 

 

Sarah entendió entonces lo que quería decir la palabra «patidifusa». Después de que Ridge Bowman, al menos ella suponía que era Ridge Bowman, la hubiese dejado acompañada por un perro con tres patas, se había quedado inmóvil en el imponente salón de la casa del rancho River Bow mientras intentaba respirar y entender lo que acababa de pasar. Eso no había salido como había previsto. No sabía muy bien qué había esperado, pero no había podido imaginarse que ese hombre la confundiría con otra persona. Estaba con las manos en los bolsillos y mirando al perrito, que también la miraba con curiosidad, como si se preguntara qué iba a hacer ella.

—A mí también me encantaría saberlo —comentó ella en voz alta.

La opresión en el pecho que empezó a sentir hacía una semana se hizo más intensa. Debería haber salido detrás de ese hombre para explicarle que se había confundido. No era de un equipo de limpieza. Había volado desde California para hablar con él y sus hermanos, aunque habría preferido estar en cualquier otro sitio. Tomó aliento y se clavó las uñas en las palmas de las manos. La voz de su conciencia la apremiaba para que fuese a buscar al atractivo y rudo ranchero, pero estaba petrificada y con la mirada clavada en una pared con pinturas enmarcadas, entre las que destacaba la de una pareja mayor abrazada. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, miró alrededor y vio los tres sofás enormes y las lámparas hechas con cuernas. Desde luego, él necesitaba ayuda. A juzgar por el desorden, la boda de Caidy tenía que haber sido una fiesta por todo lo alto. ¿Por qué no podía ayudarlo? Se había quedado con la impresión de que era un hombre duro e inflexible, aunque no sabía por qué estaba tan segura. Si lo ayudaba a ordenar un poco su casa, quizá estuviese más dispuesto a escucharla sin prejuicios.

Era una profesora acostumbrada a lidiar con veinticinco alumnos de seis y siete años y también estaba acostumbrada a ordenar auténticos caos. Eso no era inabarcable. Además, tampoco tenía prisa en perseguirlo. Prefería posponer todo lo posible el contarle lo que había encontrado en aquel almacén. Además, aunque le fastidiara reconocerlo, ese hombre la aterraba. Era demasiado grande. Era un ranchero musculoso de casi dos metros y con un rostro que parecía esculpido en granito. Impresionante, sí, pero inaccesible. No había sonreído lo más mínimo, aunque tampoco podía reprochárselo si creía que era una limpiadora que había llegado tarde. Le aterraba pensar lo que diría cuando supiera por qué había ido al rancho.

¿Qué tenía da malo limpiar la casa durante un par de horas? Después, se reirían por el malentendido e, incluso, él podría recibir mejor lo que tenía que decirle. Era una buena idea. Intentó convencerse de que solo estaba siendo amable, de que no era una pusilánime. Se quitó el chaquetón, lo colgó en el perchero que había junto a la puerta y se alegró de que, después de pensárselo mucho, se hubiese puesto los vaqueros y un jersey de lana. Aunque le encantaba ese jersey, la lana le picaba un poco y también se había puesto una camiseta blanca de manga larga. Se quitó el jersey, se remangó la camiseta y fue a la cocina a buscar los útiles de limpieza.

El espacio, grande y bien pensado, estaba reluciente. Fue al cuarto contiguo, que tenía baldas, armarios y un banco para quitarse las botas. Vio un par de botas de hombre sobre un charco de nieve derretida. Las tomó, las dejó en otro sitio y secó el charco.

Abrió uno de los armarios y encontró los útiles de limpieza en una caja de plástico. La sacó y volvió al salón. Primero recogería todos los restos y luego limpiaría las superficies y los cuartos de baño. Empezó a recorrer el salón recogiendo cosas y se preguntó cómo sería la familia Bowman. Sabía algo porque había investigado un poco por Internet después de haber encontrado el almacén que la había llevado allí, pero se enteró de más cosas la noche anterior, cuando llegó a Pine Gulch, Idaho, gracias al ligón estudiante universitario que trabajaba como recepcionista del hotel Cold Creek, donde se alojó esa noche. Por ejemplo, se enteró de que ese acogedor hotel era propiedad, casualmente, de la esposa de Taft, uno de los hermanos Bowman. También se enteró de que los Bowman eran cuatro hermanos. Ridge, el rudo e implacable ranchero que acababa de conocer, era el mayor. Lo seguían Taft y Trace, jefes de bomberos y de policía de Pine Gulch respectivamente. La menor era Caidy, la hermana que se había casado el día anterior para desgracia del recepcionista, quien, según dedujo ella, había estado enamorado en secreto de Caidy Bowman, ya Cladwell.

El rancho parecía próspero. Todos los edificios estaban recién pintados y la casa de troncos, grande y cómoda, podría ser dos veces más grande que un hotel pequeño. Por lo menos, podía servir para que se celebrara una buena boda. Solo el árbol de Navidad era impresionante, medía unos seis metros y estaba decorado hasta la punta con lazos, guirnaldas y adornos brillantes. La escalera y la repisa de madera de la enorme chimenea de piedra también estaban adornadas con guirnaldas de abeto. No era un escenario, era un hogar bien conservado y querido.

Se dirigió hacia la escalera para recoger unas servilletas que estaban abandonadas en una consola y tuvo que contener un arrebato de envidia. No pudo evitar comparar la casa de River Bow con los pequeños y tristes pisos donde había vivido con su madre después de que ella se divorciara. ¿A qué niño no le habría gustado criarse ahí y deslizarse por el pasamanos de la escalera, montar los caballos que había visto galopar entre la nieve y ver por las ventanas esas montañas escarpadas?

Frunció el ceño y se le formó un nudo en la garganta. Sabía algo más sobre Ridge Bowman, aparte de cuántos hermanos eran y de lo próspero que era su rancho. Sabía que sus hermanos y él habían vivido una tragedia inimaginable hacía más de diez años, que sus padres habían muerto violentamente cuando entraron a robar en la casa. No podía imaginarse hasta qué punto esa tragedia los afectaba todavía. La angustia omnipresente volvió a atenazarle las entrañas, como lo había hecho desde que encontró aquel almacén. Tenía que decírselo. ¡Había viajado desde el sur de California! ¡Era absurdo! Decidida, agarró la bolsa de basura llena y empezó a bajar las escaleras. No supo si el tacón se le enganchó en el borde de un escalón o si se tropezó con la bolsa, pero se tambaleó, gritó, soltó la bosa y fue a agarrarse al pasamanos. Sin embargo, no lo alcanzó y perdió el equilibrio. Se golpeó una cadera, un codo y la cabeza y acabó aterrizando al pie de la escalera sentada en el trasero y con un brazo torcido detrás.

Capítulo 2

 

OyÓ un grito y un golpe sordo en algún lugar de la casa. Ridge reconocía un sonido de dolor cuando lo oía. Se levantó de un salto y salió corriendo del despacho. Llegó al salón y vio un cuerpo hecho un ovillo al pie de la escalera, una bolsa de basura con todo el contenido esparcido a su lado y a Tri que gemía y le lamía la cara.

—Quítate, Tri.

El perrito se apartó a regañadientes y él pudo agacharse junto a la mujer, quien tenía los ojos cerrados y un brazo retorcido detrás de ella de una forma que no podía ser buena. ¿Cómo se llamaba? Sarah… ¡Sarah Whitmore!

—Sarah… Señorita Whitmore…

Ella gimió, pero no abrió los ojos. Él miró el brazo con más detenimiento y dejó escapar una maldición para sus adentros. Casi era preferible que estuviese inconsciente. El brazo parecía roto y le dolería una barbaridad cuando recuperara la consciencia. Él se había roto dos veces un brazo y no le había gustado nada. Esa mujer le pareció frágil y delicada cuando apareció, tanto que no le pareció indicada para limpiar sola los restos de la boda. En ese momento, le parecía más quebradiza todavía, estaba completamente pálida, ya tenía un moratón en la mejilla y estaba saliéndole un chichón en la sien. Miró a lo alto de la escalera y vio algunos restos en lo más alto. Había sido una caída bestial.

Su instinto de protección le decía que la dejara insensible al dolor, pero también sabía que tenía que despertarla para que pudiera explicarle los síntomas. Se había criado en un rancho de Idaho y, naturalmente, sabía algo de primeros auxilios. Brazos rotos, heridas, contusiones, quemaduras… Lo que no había sufrido él, lo habían sufrido Caidy o los gemelos. A juzgar por su inconsciencia, tenía una conmoción cerebral y cuanto más tardara en recuperar la consciencia, más complicaciones podía haber.

—Señorita… Sarah… ¿Puedes oírme?

Parpadeó un poco, pero no abrió los ojos, como si, inconscientemente, no quisiera enfrentarse al dolor. La palpó con mucho cuidado y le pareció que no tenía nada más. Sacó el móvil y llamó a Urgencias. Podría llevarla a la clínica de Pine Gulch antes de que llegara la ambulancia, pero no se atrevía a moverla sin saber si tenía alguna lesión interna.

Ella volvió a parpadear mientras hablaba con la telefonista. Entonces, abrió ligeramente los ojos y él volvió a acordarse de esas tardes de verano cuando era un niño y tenía tiempo de mirar el cielo. Además, captó una desorientación y un dolor que lo llenaron de remordimiento. Ella estaba limpiando su casa y él se sentía responsable.

—Tranquila. No te pasará nada.

Ella lo miró un instante con perplejidad, hasta que sus ojos brillaron un poco.

—Señor… Bowman…

—Muy bien. Al menos, sabes mi nombre. ¿Sabes el tuyo?

Ella parpadeó como si estuviese haciendo un esfuerzo inmenso.

—Sa… Sarah… mmm… Whitmore.

Él frunció el ceño por el esfuerzo que había hecho para recordar su apellido, pero se olvidó en cuanto ella intentó moverse un poco y soltó un grito desgarrador.

—Tranquila… Tranquila…

Él lo murmuró con delicadeza, como si estuviese tratando con un caballo nervioso, aunque no toleraba caballos nerviosos en su rancho.

—Me duele —gimió ella.

—Lo sé. Lo siento. Me temo que te has roto el brazo. He llamado a una ambulancia. Llegará enseguida. Te llevaremos a la clínica de Pine Gulch. El doctor Dalton te atenderá.

—No necesito una ambulancia —replicó ella con más angustia todavía.

—Me espanta discutir con una mujer, pero discrepo. Has tenido una caída muy fea. ¿Te acuerdas de algo?

Ella miró la escalera y abrió los ojos como platos. Él creyó que iba a desmayarse otra vez.

—Iba a hablar con usted y… y me tropecé, creo. No estoy segura. Todo está borroso.

—¿De qué ibas a hablar conmigo?

—No… No me acuerdo… —contestó ella sonrojándose un poco.

Él estaba casi seguro de que era mentira, pero no la conocía y lo más probable era que estuviese conmocionada. Ella movió un poco la cabeza, pero la dejó caer otra vez.

—Me duele la cabeza.

—No me extraña. No soy un especialista, pero creo que también te la has golpeado. Es posible que tengas una conmoción. ¿Has tenido alguna antes?

—No… que yo recuerde.

¿Significaba eso que no la había tenido o que no lo recordaba? Tendría que dejar que el doctor Dalton lo comprobara en su historia clínica. Ella fue a gemir otra vez, pero apretó los labios.

—Aguanta. No intentes moverte. Me gustaría ponerte una almohada, pero será mejor que te quedes como estás hasta que llegue el médico de urgencia y valore la situación. ¿Puedes decirme lo que te duele?

—Todo. Sería más fácil decirle lo que no me duele. Creo que las pestañas del ojo izquierdo. No, espere, también me duelen.

Él sonrió un poco y admiró su valor y entereza. También sintió cierto alivio. Aunque hacía una mueca de dolor cada vez que hablaba, estaría relativamente bien si podía hacer una broma.

—¿Quieres que llame a alguien para que acuda a la clínica? Un marido, un novio, un familiar…

Ella parpadeó con una expresión distante y no contestó.

—Mantente consciente —le ordenó él.

Le dio miedo que se desmayara otra vez, tomó una manta del sofá y la tapó. Entonces, se acordó de que, según los primeros auxilios, tenía que levantarle los pies, darle calor y aire y tranquilizarla. Sin embargo, ella se repuso lo bastante como para contestarle.

—No. No tengo… nada de eso. No puede llamar a nadie de por aquí.

¿Estaba sola? Por algún motivo, eso le pareció más triste que la idea de que estuviera dolorida y tumbada al pie de su escalera. Su familia lo desquiciaba algunas veces, pero también sabía que le cubrían las espaldas.

—¿Estás segura? ¿No tienes ni amigos ni familia? Al menos, debería llamar a la empresa donde trabajas para decirles lo que ha pasado.

Como mínimo, deberían mandar a alguien para que acabara la tarea. Sarah iba a tener que colgar la escoba durante una temporada.

—Yo no…

Entonces, se abrió la puerta principal y un médico de urgencias entró corriendo y seguido por otros dos. No le sorprendió que el primer médico fuese su hermano Taft, quien, además de médico de urgencias, era el jefe de bomberos. Miró a la mujer que estaba tumbada en el suelo, arrugó la frente y se volvió hacia Ridge.

—¡Ha estado a punto de darme un ataque al corazón! Hemos recibido una llamada diciendo que una mujer se había caído en River Bow y ¡he creído que era Destry!

—No. Es Sarah Whitmore. Estaba limpiando la casa después de la boda y se ha caído. Sarah, es mi hermano Taft. Es médico de urgencias colegiado, lo prometo, y también es el jefe de bomberos.

—Hola —farfulló ella, más desorientada todavía.

—Hola, Sarah —Taft se arrodilló y empezó a explorarla—. ¿Puedes decirme qué pasó?

—No… No estoy segura. Me caí.

—A juzgar por los restos que quedan en lo alto de la escalera, creo que ha caído desde allí —comentó Ridge—. Ha estado inconsciente dos o tres minutos. Mi diagnóstico es que, evidentemente, se ha roto un brazo y que ha podido tener una conmoción cerebral.

—Gracias, doctor Bowman —replicó Taft con ironía.

Su hermano tomó el control de la situación y empezó a dar órdenes. Ridge siempre se quedaba un poco sorprendido cuando veía a uno de sus hermanos pequeños en acción. Todavía tendía a considerarlos unos gamberros adolescentes a los que ponían multas por exceso de velocidad. Sin embargo, Taft, después de haber pasado años como bombero forestal, llevaba unos años como jefe de bomberos de Pine Gulch y Trace, su gemelo, era el jefe de policía. Según todos los informes, los dos hacían increíblemente bien su trabajo.

Ridge empezó a respetar un poco más a su hermano al ver su paciencia y competencia con Sarah, cómo bromeaba con ella al preguntarle y su eficiencia al ordenar que la subieran a la camilla sin hacerle demasiado daño. Cuando arrastraron la camilla hacia la puerta, él la siguió y agarró el chaquetón y las llaves de la camioneta de camino.

—¿Adónde vas? —le preguntó Taft con sorpresa.

A él le molestó que su hermano tuviera que preguntárselo.

—No puedo mandarla sola en una ambulancia. Iré y os encontraré en la clínica.

—¿Por qué? —preguntó Taft sin disimular el desconcierto.

—No tiene ni amigos ni familia por aquí. Además, se cayó en el rancho y me considero responsable de ella.

Taft sacudió la cabeza, pero no discutió. La camilla estaba llegando a la puerta cuando Sarah levantó una mano.

—Un momento.

Ella estiró el cuello como si estuviese buscando a Ridge y él se acercó.

—Todo irá bien —intentó tranquilizarla él—. Mi hermano y los demás médicos de urgencias se ocuparán de atenderte. Además, te prometo que el doctor Dalton, de la clínica, es muy bueno.

Ella arrugó la frente como si no hubiese asimilado lo que había dicho. Taft le había dado un analgésico y parecía como si estuviera intentando luchar contra el efecto para decirle algo.

—Podría… Hay un maletín… en el asiento trasero de… mi coche. ¿Puede meterlo dentro? No debería haberlo dejado tanto tiempo… Con tanto frío. Las llaves están… en mi chaquetón.

—Claro. Ningún inconveniente.

—Tiene que dejarlo… en un sitio seguro.

Ella cerró los ojos en cuanto dijo la última palabra y él miró a Taft, que se encogió de hombros.

—Parece importante para ella —comentó su hermano—. Será mejor que lo hagas.

—De acuerdo. Os veré en la clínica. Llevaré su chaquetón. Es posible que en el coche encuentre un bolso o algo con datos de su seguro médico.

Se acordaba de que no llevaba nada así cuando llamó a la puerta. Quizá hubiese preferido dejar sus cosas personales en el coche. Encontró el chaquetón y sacó una sola llave con un llavero de plástico de una agencia de alquiler de coches. Frunció el ceño. ¿Un coche alquilado? No tenía sentido. Salió y vio su coche. Era un indescriptible coche plateado que no parecía de alquiler.

Encontró un bolso de lona con flores en el asiento del acompañante. Aunque le corroía la curiosidad, no le pareció bien hurgar dentro. Dejaría que ella encontrara los datos de su seguro. En el asiento trasero, efectivamente, estaba el maletín del que había hablado ella y era mayor de lo que había esperado, de unos sesenta por setenta y cinco centímetros. Sintió curiosidad otra vez, pero también se contuvo. Lo guardó en el armario con llave del despacho y luego cerró la puerta del despacho con llave por si acaso. Entonces, se marchó a la clínica para acompañar a una desconocida con unos ojos de un color casi violeta y el pelo más bonito que había visto en jamás. Probablemente, era el día más raro de su vida.

 

 

Le dolía todo el cuerpo, pero era un dolor sordo. Se sentía como si estuviese flotando en un cuenco con un delicioso pudin de chocolate, salvo que, de vez en cuando, algo punzante la atravesaba.

—Visto lo visto, no ha salido mal parada. La conmoción parece pequeña y la rotura es limpia.

Un hombre con un estetoscopio le sonrió. No llevaba bata blanca, pero los dientes sí eran blanquísimos. Era muy guapo y si no sintiera un dolor tan intenso, se lo diría.

—¿No he salido mal parada? —murmuró ella sin entenderlo.

—Le aseguro que podría haber sido mucho peor —le médico le sonrió—. He visto la escalera de River Bow y tiene que medir siete metros como poco. Es asombroso que solo se haya roto un brazo.

—Asombroso —confirmó ella aunque no sabía qué era River Bow.